Carter and Robinson organizaba una de sus tradicionales cenas de Navidad, a las que tenía que acudir todo el personal del bufete con sus respectivos acompañantes. Estaba muy mal visto no asistir, por lo que, aunque para la mayoría era el plan menos apetecible del mundo, allí íbamos todos sin rechistar. Realmente sólo disfrutaban los que sentían el bufete como propio, aquellos pro Carter hasta la muerte, para los que su vida no tenía sentido sin Carter and Robinson. Entre ellos se encontraba Manuel. Y justo en el otro extremo era donde me encontraba yo. Para mí no sólo era desagradable como acompañante, también era desagradable como ex Carter. Este año, además, tendría que aguantar nuevos comentarios sobre mi actual situación. Algunos tratarían de ser educados: «Has hecho bien. Al final, lo importante es la familia». «Si yo tuviera valor también lo haría». Otros disfrutarían siendo más impertinentes: «¿Al final has dejado de trabajar?». «Siempre te he visto demasiado familiar para el ritmo de trabajo de un abogado».
Tuve que compartir mesa con los grandes socios, los que más tiempo llevaban y los que más poder tenían, porque entre ellos se encontraba Manuel, pero también entre ellos se encontraban los que más habían participado en hacerme la vida imposible mientras yo trabajaba en Carter and Robinson para obligarme a abandonar el bufete. Me sentaron al lado de Severiano Olabarría, el presidente, quien siempre había protegido y encumbrado a Manuel. Gracias a él mi marido estaba donde estaba dentro de Carter, y, también gracias a él, yo estaba donde estaba, fuera de Carter. Un año más tuve que hacer de tripas corazón y fingir la más dulce de mis sonrisas como respuesta a sus cínicos comentarios. Para mí era el peor momento del año, de buena gana me hubiera quedado en casa, pero para Manuel era importante y, como todos sabemos, a veces tenemos que hacer cosas que no nos gustan para agradar a la gente que queremos. Yo quería a Manuel y por eso ni siquiera hablaba con él sobre lo mal que me sentía en esas reuniones, suponía, además, que él era lo suficientemente inteligente como para saberlo.
En cuanto pude me escapé y busqué una compañía más agradable. Al terminar de cenar, la gente se levantó para hablar con unos y otros y yo me senté al lado de Isabel para preguntarle qué tal estaba. Era pronto para hacer una vida normal después del tipo de operación que había tenido y su cara reflejaba que no estaba completamente recuperada.
—Ya sabes cómo son las cosas en Carter —Isabel volvió a repetir estas palabras, las mismas que me dijo el día que la vi en el hospital, cuando le dije que no debería estar allí, sino en casa descansando.
Manuel apareció con dos gin-tonics y le ofreció uno a Isabel.
—G’Vine con tónica y el zumo del limón exprimido —informó mientras se lo entregaba.
—Muchas gracias, Manuel —dijo Isabel.
—¡No me digas que a ti también te ha acostumbrado a su gin-tonic! —comenté sorprendida.
—Está bueno —dijo Isabel encogiéndose de hombros.
Moví la cabeza a un lado y a otro sonriendo. «Es increíble», pensé. Manuel siempre había tenido un gran poder de convicción y estaba descubriendo que se extendía a las cosas más insospechadas.
—En cualquier caso, no creo que sea lo más adecuado para ti en este momento, ¿no te parece?
—Lucía, por favor, deja que me conceda un pequeño capricho. Sólo por hoy.
—Perdona, no quiero parecer una madre. —Ya éramos mayorcitas para saber lo que teníamos que hacer cada una.
—¿Sabes? Me alegra mucho que hayas dejado de trabajar antes de convertirte en una de ellas —comentó Isabel, señalando con la cabeza a las socias de Carter and Robinson.
Sonreí. Era la mejor forma de decirme que había tomado una buena decisión.
—¿Sabes? Tomé esa decisión pensando en ellas. —Yo también hice un gesto con la cabeza para que supiera que yo hablaba de las mismas socias a las que ella se había referido antes. Me di cuenta de que quizás no supiera lo que quería ser, pero tenía muy claro lo que no quería ser.
—Mmmm… Ya… —Isabel asentía con la cabeza.
—No querría ser como Paloma Olmedo. Yo tengo la suerte de tener una maravillosa familia y quiero disfrutar de ella —dije, dirigiendo mi mirada hacia esta socia.
Paloma Olmedo fue la primera mujer que nombraron socia en Carter and Robinson. Era conocida por su mal carácter. Una mujer poco femenina que no prestaba mucha atención a su aspecto, por lo que físicamente no era precisamente agradable. Tenía casi sesenta años y nunca había estado casada, ni siquiera había tenido pareja, al menos que se supiera. Cuando se hablaba de los motivos de su soltería, se especulaba entre que no tenía ningún interés en dedicar su tiempo a otra cosa que no fuera su trabajo y que no eran los hombres lo que a ella le gustaba.
—No querría ser como Olga Romero, porque prefería conservar a mi familia. —En ese momento nos fijamos en Olga.
Olga Romero fue la segunda mujer socia de Carter and Robinson y, por tanto, la primera que había formado una familia. Había estado casada y había tenido un hijo, pero acabó separándose y todos teníamos muy claro que su trabajo había influido mucho en esa decisión. Su hijo eligió vivir con su padre, argumentando que vería lo mismo a su madre viviendo con uno o con otro, pero podría estar más con su padre si vivía con él.
—Tampoco querría ser como Laura Martín, porque no debe ser nada agradable tener la sensación de que sólo te quieren por tu dinero. —Isabel y yo miramos hacia Laura.
Laura Martín era una mujer muy atractiva que se cuidaba mucho. Su aspecto siempre era impecable, tenía un gusto exquisito y mucho estilo para vestir. Cuando llegó a socia dejó a su novio de toda la vida, con el que llevaba más de quince años, porque, según se comentaba, pensó que no estaba a la altura de ella, aunque nunca entendimos por qué no se había casado antes con él, cuando sí podían estar más o menos a la misma altura el uno del otro. A partir de entonces no encontró una relación estable, ya que tenía la obsesión de que los hombres se acercaban a ella por el dinero que ganaba, que, por cierto, era mucho.
—Ni siquiera querría ser como Victoria Arzúa, que es con la que más me podría identificar. —Ambas nos giramos hacia Victoria, a la que teníamos un gran aprecio.
Victoria Arzúa era la que tenía una vida más parecida a la mía. Estaba felizmente casada, tenía dos hijos y trataba de compatibilizar lo mejor posible su vida personal con la profesional. Había llegado a socia porque era una gran abogada, no sin antes pasar por la penitencia de retener su nombramiento un par de años por haberse quedado embarazada justo cuando habían decidido su ascenso. Al final lo consiguió y se sintió muy orgullosa de ello, pero enseguida se desencantó con el puesto. No podía soportar las reuniones de socios, en las que, como ella decía, había «literalmente» lanzamiento de cuchillos. Su carácter, como el mío, no aguantaba con frialdad las zancadillas que se hacían unos a otros, lo que era absolutamente imprescindible para mantenerse en ese nivel. Ella sólo quería hacer su trabajo y hacerlo bien, pero en cuanto empezó a involucrarse en la gestión tuvo que dedicar gran parte de su tiempo a otras cosas que no sólo no le gustaban, sino que no estaba en absoluto de acuerdo con ellas. Hacía poco que había tenido la oportunidad de hablar con Victoria y me había confesado que estaba buscando una alternativa que ofrecer a Carter porque no podía aguantar más esa situación. Estaba crispada, irascible y notaba que su salud y su armoniosa vida comenzaban a tambalearse. Y yo entendía perfectamente cómo se sentía.
Podría haber continuado con el resto de las socias que me quedaban por repasar, pero Isabel pensaba tan igual a mí que si hubiera sido ella la que hablara, hubiera hecho los mismos comentarios, así que cambiamos de tema y hablamos de cosas que no tuvieran que ver con Carter, como comidas, viajes, Facebook, etc. Marina se unió a nosotras con su buen humor y su crítica lasciva a toda persona de la que hablábamos y ambas estuvieron un buen rato riéndose de mi envío masivo de solicitudes de amistad. La verdad es que lo pasé bastante bien desde que pude levantarme de la mesa en la que había cenado.
Pocos días después era Betancourt quien hacía la cena de Navidad. Los ex Betancourt no solían asistir, sólo se hacía en casos muy excepcionales con abogados muy representativos de la firma, pero Diana me llamó para decirme que «mi acompañante y yo sí estábamos formalmente invitados». Decliné la oferta lo más educadamente que pude porque no consideraba que yo fuera uno de esos casos excepcionales y, por tanto, sería un feo para el resto de los abogados que ya no trabajaban allí, lo que haría que yo no me sintiera bien.
—Esperaba esa respuesta —dijo Diana—. Se lo advertí a Alberto pero insistió en que te lo propusiera.
Al día siguiente fue Alberto el que me llamó y me pidió que acudiera con Manuel, aunque sólo fuera un rato.
—Manuel está de viaje ese día —lo había comentado con mi marido después de la llamada de Diana y no había podido controlar la cara de felicidad por tener una excusa para no ir. Me hizo gracia la satisfacción que se reflejó en su rostro y pensé que habría sido la que yo hubiera tenido si hubiera podido rechazar la cena de Carter and Robinson, porque a él le gustaba asistir a los eventos de Betancourt tanto como a mí asistir a los de Carter. En cualquier caso, daba igual, porque yo tampoco pensaba ir.
—Entonces podrías ser mi acompañante. Llevo años siendo el único que va a estas cosas sin pareja y no me siento muy cómodo, la verdad. Me gustaría mucho que esto pudiera cambiar este año, sobre todo si tuviera el honor de que fueras tú quien me acompañara —me pidió Alberto.
«Ya estaba haciéndolo de nuevo, volvía a hacerme sentir importante, volvía a subir mi autoestima a lo más alto».
—Mmmm… No sé…
—Por favor, Lucy, por favor. —Su voz sonaba llena de una feliz esperanza.
«Y ahora me llama Lucy». Era difícil negarle algo cuando me llamaba Lucy, y él lo sabía.
—Mmmm…
—¿Mmmm…?
«¿Por qué dudo? Si me apetece, me apetece muchísimo. Volver a ver a mis colegas, a mis amigos, acompañar a Alberto y estar con él… ¿Qué tiene de malo? ¿O sí tiene algo de malo? ¿Qué es lo que realmente quiero y por qué?».
—De acuerdo —dije sintiendo que una gran sonrisa se escapaba de mi boca.
—Muchas gracias. Te recogeré en tu casa a las nueve. Me haces muy feliz.
Cuando vino a buscarme recordé mis tiempos de adolescente en los que empezaba una relación con algún chico y todo eran atenciones. Me había arreglado con el mismo esmero que en aquellos momentos, eligiendo el vestido que mejor me quedaba y con el que más guapa me encontraba, y peinándome y maquillándome de forma sencilla pero favorecedora. Tuve la misma sensación que tenía entonces, un emocionante hormigueo en el estómago que me hacía estar feliz y que impedía que la sonrisa desapareciera de mi cara. Alberto había bajado del coche y me esperaba en la puerta de mi casa. Estaba muy elegante y me hizo pensar que, probablemente, él había dedicado tanto tiempo como yo para conseguir estar esa noche tan perfecto como yo le veía. Alberto era muy atractivo, pero lo que le hacía tremendamente arrebatador era su porte y su trato. Yo había podido comprobar que era un conquistador en todos los sentidos, profesionalmente se ganaba la confianza y el respeto de la gente con la que trabajaba, personalmente sabía cuidar a sus amigos y a la gente que quería y sentimentalmente… sí, podía decir que había experimentado por mí misma su gran poder de seducción, sabía cómo tratar a una mujer, cómo hacerla sentir tan importante que no pudiera controlar su deseo de estar con él, como era mi caso. A veces pensaba que esa sensación no tenía ningún fundamento, que la había creado yo misma por la necesidad de sentirme admirada y valorada, pero otras veces, como hoy, pensaba que realmente era capaz de llamar la atención de un hombre inteligente como Alberto Betancourt porque yo también tenía algo que aportar y porque todavía mantenía algunos de los encantos que con el tiempo van desapareciendo, por eso sabía que esa noche iba a disfrutarla.
—Estás… preciosa —dijo con exageración, abriendo mucho los ojos y haciéndose el deslumbrado.
—Muchas gracias —contesté con la misma afectación—. Tú… —Busqué algo divertido que decir pero no se me ocurrió nada debido, creo, a que estaba bastante nerviosa, así que hice un gesto jocosamente pensativo para dar un poco de alegría a mi simple final y terminé— también.
Sonreímos como si hubiéramos hecho algo gracioso, pero los dos sabíamos que realmente estábamos intentando quitar importancia a la situación que se creaba cuando estábamos los dos a solas en uno de nuestros momentos personales. A mí me parecía sorprendente el trato entre nosotros, era como si tuviéramos dos relaciones, una profesional y otra particular, tan diferenciadas que parecíamos distintas personas en cada una de ellas. Cuando trabajábamos, nuestra forma de mirarnos y de hablarnos era completamente distinta a cuando estábamos en un contexto personal. En este último caso, cada minuto que pasaba nos iba acercando más el uno al otro y el simple paso del tiempo estando juntos hacía que los momentos fueran cada vez más íntimos. Pero yo tenía una maravillosa vida familiar que quería mantener a toda costa y, por eso, actuábamos como si esas sensaciones no existieran. O esa era la película que yo me había montado.
La cena fue realmente agradable, estaba muy cómoda entre la gran familia de Betancourt Abogados y me sentí muy querida por mis antiguos colegas. Tuve la oportunidad de hablar con la mayoría, pero con quien más estuve fue con Diana. Andrés, el eterno novio de Diana, había acudido a la cena pero se marchó en cuanto sirvieron el café. Al menos ese año tuvo la deferencia de acompañarla un rato, otros años ni siquiera había asistido. Los dos llevaban juntos toda la vida y, aunque Andrés tenía la mitad de su ropa en el armario de Diana, todavía conservaba su casa y pasaba muchas noches en ella. Era una extraña relación en la que él no quería avanzar en su compromiso y no iban ni hacia delante ni hacia atrás. Diana no siempre llevó bien esa situación, tuvo épocas de angustia, dudas y desesperación, sobre todo cuando el instinto maternal llamó a su puerta, pero nunca se planteó romper con él y había llegado a aceptar ese perpetuo noviazgo y a renunciar a tener hijos. En ese momento le vino muy bien que Andrés hiciera ese tipo de cosas y que se hubiera ido, porque tenía la necesidad de hablar conmigo y contarme lo preocupada que estaba por una situación muy parecida a otra que yo había vivido cuando trabajaba en Carter:
—Fue muy violento, Lucía —contaba Diana nerviosa—. Yo sólo quería irme de aquel restaurante cuanto antes.
—Pero ¿qué fue lo que te dijo?
—Que era muy atractiva, que vestía muy bien, que el traje que llevaba me sentaba como un guante…
—Bueno, no es muy desagradable —dije sonriendo para quitar hierro al asunto.
—… Que acentuaba mis sinuosas curvas…
—Ya.
—… Y mis hermosos pechos…
—¡No!
—… Que sólo con mirarme se estaba excitando cada vez más…
—¡Qué guarro!
—Ponía cara de baboso y de repente cambiaba a un tono serio y transformaba la conversación en un tema profesional.
—¡Chantaje!
—Exacto.
—Sigue, por favor.
—«Este contrato supondría un buen pellizco de tu facturación, ¿no es así?». —Diana le imitaba con cara y voz de desagrado.
—Pero ¿qué se habrá creído?
—Lo que es: un importante cliente potencial.
—No lo necesitas.
—Sí lo necesito. He ascendido, pero también se han multiplicado mis objetivos y me va a ser muy difícil cumplirlos. Con este contrato no tendría que preocuparme en todo el año por ellos porque se cubrirían con creces.
—Eso no es lo importante.
—Por supuesto. Pero no sé cómo gestionar esto. Tendré que justificar por qué hemos perdido a un cliente que ya había apalabrado nuestra colaboración. El despacho ha puesto muchas esperanzas en él. Es una nueva captación y no sólo se trata de este contrato, sino de todos los que se pueden hacer después, tiene muchos contactos, hay muchas empresas relacionadas y muchos temas que resolver. Este cliente podría suponer mucho en mi facturación, pero sobre todo podría suponer mucho para Betancourt en el futuro.
—¿Y qué vas a hacer?
—No lo sé, Lucía. Tengo miedo de que no me crean, de que piensen que son imaginaciones mías porque quiero presumir o llamar la atención o qué sé yo. Los hombres… no sé… algunos hombres creen que… me parece difícil que un hombre pueda comprender lo que yo he sentido con Mr. Baboso.
—Te entiendo.
—Sobre todo sabiendo que lo van a ver con ojos de rentabilidad.
—Sí, ese es el punto.
—¡Pero no quiero volver a ver esas babas! —Pobre Diana, estaba angustiada, intranquila, desasosegada—. ¿Tú qué harías?
—Contárselo tal cual a Alberto. Sin dramatizar, incluso quitándole importancia, pero diciendo que tú no estás cómoda con este cliente y que en esta situación no puedes llevar este tema, pero que entiendes que el despacho no debe desaprovechar un trabajo como este y que por eso sería mejor que lo llevara otro letrado. Él te escuchará y te entenderá.
—Sí, eso está bien. Espero que se lo asignen a otro letrado y no a otra letrada.
—¿Se lo has contado a Andrés? —pregunté.
—No. Ya sabes que a él no le interesa nada que tenga que ver con mi trabajo. —El tono de Diana era triste, dejaba claro que le gustaría tener una pareja con la que poder compartir sus preocupaciones, pero que no podía contar con Andrés para eso.
Sentía pena por Diana, era una magnífica persona y se merecía tener a alguien a su lado que estuviera más pendiente de ella y se involucrara más en lo que para ella era importante. Intenté cambiar de tema para que pudiera olvidarse de ese vacío que siempre había tenido:
—Por cierto, no me has dicho a qué se dedica la empresa de ese depravado.
Antes de que Diana pudiera responder a mi pregunta, Alberto reclamó mi atención:
—Señorita Lucía, me ha costado mucho conseguir su presencia en este evento, así que pienso disfrutar de su compañía todo lo que pueda.
—Señor Alberto, siempre es un placer acompañarle.
Desde ese momento ya no nos separamos, a veces charlábamos con unos y con otros pero siempre los dos juntos. Me habló de sus nuevos proyectos, sus nuevos clientes y sus nuevas colaboraciones con otros despachos sin dejar de clavarme sus ojos azul marino.
La cena terminó, Alberto me llevó a casa, se despidió con dos besos en las mejillas… y una mirada tan profunda que sentí cómo mi cuerpo aumentaba su temperatura de una manera que parecía que me iba a derretir allí mismo.
—Buenas noches, Lucy. Muchas gracias por venir. He pasado una noche maravillosa. Espero que podamos repetirla. —Cogió mi mano y la besó.
Me hubiera gustado quedarme allí toda la noche, sin hacer otra cosa que mirarle. Subí a casa en ese estado de excitación que se mete dentro del cuerpo cuando estás enamorada y te sientes correspondida; aunque yo no estaba enamorada ni era correspondida, lo único que ocurría era simplemente que Alberto era una hombre cautivador que deslumbraba a cualquier mujer y yo había tenido la suerte de llegar a tener una magnífica relación con él.
Manuel no estaba en casa y eso hizo que no pudiera dejar de pensar en Alberto, lo tuve en mi cabeza hasta que conseguí quedarme dormida.