II

A pesar de seguir yendo a la oficina, ya tenía la sensación de no estar trabajando porque no tenía ninguna responsabilidad, sólo pasaba temas a unos y otros y podía conversar relajadamente con quien quisiera porque no tenía ninguna presión por tener que entregar algo en una fecha determinada. Si se pudiera trabajar así siempre, no hubiera dejado de hacerlo. Sabía que iba a echar mucho de menos a todos mis compañeros, el edificio, las anécdotas, los cotilleos, había muchas cosas que acompañaban el trabajo que no me quería perder, pero era inevitable, había que elegir y yo ya lo había hecho. Fui al bufete un par de semanas más, quedé con clientes para despedirme y presentarles a la nueva persona a cargo de sus temas, cerré todo lo que estaba pendiente e intenté dejar las cosas lo más organizadas posible, hasta que llegó el día en que ya había más o menos terminado con todo, esperaba llamadas de teléfono y podía ocurrir que tuviera que pasarme por allí en algún momento puntual, pero no había necesidad de seguir yendo a diario.

El primer día que no fui al bufete llevé a los niños al colegio y volví a casa para desayunar tranquilamente, sin prisas. Quería empezar a disfrutar de lo que tenía, vivíamos en un precioso chalet en La Finca, una lujosa urbanización en las afueras de Madrid, en la que había gente con mucho dinero y mucho poder, como Manuel, pero hasta ese momento a mí me hubiera dado igual vivir allí o en cualquier otro sitio porque mi trabajo y mis hijos me tenían tan absorbida que no paraba ni un minuto. Ahora eso había cambiado y podía aprovechar todo lo que con tanto esfuerzo habíamos conseguido, por eso, pasar un rato largo en mi casa sin nada urgente que hacer me parecía el mejor de los planes. Pero tanta calma me hacía sentirme muy extraña y empecé a pensar en qué iba a hacer ese día, el primero; tenía bastantes cosas preparadas esperando a que tuviera tiempo para resolverlas, papeles que solucionar, gestiones, llevar el coche a revisar… pero eso no me llenaba, tenía una gran sensación de vacío y mucho miedo de haberme equivocado. Suponía un cambio muy brusco, abandonaba algo que realmente me gustaba y no estaba segura de que eso fuera lo que realmente quería hacer. ¿Qué haría mañana? ¿Y pasado mañana? ¿Y cada uno de los días que vinieran después? Una de las cosas que quería hacer era involucrarme más en la casa. Hasta ahora yo hacía poco en ella y todo era dirigido por personas ajenas a mi familia, el jardinero hacía y deshacía en mi jardín como si fuera suyo, la interna dirigía la logística de la casa, la asistenta hacía lo que la interna no quería hacer y mi casa estaba como todos ellos querían que estuviera. Pero era mi casa y a partir de ese momento iba a estar como yo quería. ¿Pero era a eso a lo que me iba a dedicar? Me invadió una desagradable sensación de tristeza y preferí intentar pensar en otras cosas, pero era muy difícil.

Me recosté mientras bebía el café y vinieron a mi mente diferentes momentos de mi vida profesional. Mis principios en Carter and Robinson, la ilusión de la recién licenciada que quería comerse el mundo, las interminables horas invertidas para hacer un buen trabajo y poder ascender en la organización, el reconocimiento inicial a mi esfuerzo, las buenas valoraciones… Pero pronto empezaron a aparecer también las imágenes de la desilusión por anteponer criterios no profesionales en la consideración de mis funciones, mi lucha por demostrar que mi vida personal no afectaría a mi trabajo en el bufete, que podía mantener una relación con Manuel sin que Carter and Robinson saliera perjudicado, batallas perdidas porque oficialmente no admitían que ese era el problema. ¿Cómo iban a admitirlo? Era un argumento insostenible. Continuaron los recuerdos con el nacimiento de Manu, las llamadas al hospital el mismo día del parto para que solucionara algunos temas, la conference call desde la clínica con un cliente americano, comenzar a trabajar a pleno rendimiento desde una semana después del nacimiento… ¿Para qué? ¿Por qué seguían pensando que podía haber algún perjuicio si los clientes estaban atendidos y ellos mismos lo decían? Recordaba que Roberto tuvo un accidente de moto el mismo día que nació mi primer hijo. Roberto era un abogado de mi promoción, ambos entramos en Carter en el mismo momento.

«No te preocupes, tómate el tiempo que necesites hasta que estés completamente recuperado», le dijeron. «¿Cuándo podrás incorporarte?», me preguntaron a mí.

Mi mente siguió representando mi vida en fotogramas. Mi segundo embarazo lleno de zancadillas, de viajes que, con total seguridad, en otras condiciones no me hubiera correspondido hacer a mí, las continuas presiones después del nacimiento de Marina… Lo consiguieron, consiguieron agotarme, consiguieron que abandonara Carter and Robinson y que pareciera una decisión mía. Tuve que hacerlo porque había llegado a afectar de forma importante a mi vida personal, hasta ese momento yo siempre había tenido buen carácter, sin embargo en esa época estaba crispada, me enfadaba con los niños, con Manuel… Él sufría viéndome así y solía comentar que no merecía la pena, que no necesitábamos aguantar eso. Y me fui, me fui sintiendo el mismo vacío que sentía ahora, pero añadiendo mucha indignación. A las pocas semanas Manuel comenzó a asumir nuevas funciones, ascendió como la espuma y su sueldo se duplicó.

—¿Lo ves? Ha merecido la pena —decía—. Y tú ahora estás más relajada. Todo ha sido para bien.

Esa era su opinión, y puede que también la mía, sólo que yo lo veía injusto y él lo enfocaba con normalidad.

Después empecé a buscar trabajo desesperadamente. Hice muchas entrevistas, muchísimas, tenía un buen currículum, mucha seguridad en mi profesión y un físico agradable, yo notaba que les gustaba pero en cuanto conocían mi situación personal se les cambiaba la cara, nadie quería contratarme con una niña de cinco meses y un niño de menos de tres años. Nadie que no fuera Alberto Betancourt. Él mismo fue quien me hizo la primera y única entrevista que tuve para entrar en su bufete y en ese primer encuentro me di cuenta de que era la persona más grande, en todos los sentidos, que había conocido en mi vida. Era una persona relajada y tranquila que emanaba paz y diluía los conflictos, una persona sólida, infalible, que transmitía confianza. Era muy joven, le calculé unos treinta y cuatro años, sólo dos o tres más que yo, y hacía menos de tres que había fundado Betancourt Abogados. Pero en sólo esos tres años se había posicionado como uno de los mejores bufetes nacionales y comenzado su expansión internacional. Lo había conseguido en tan poco tiempo porque Alberto Betancourt no sólo era un fantástico abogado, sino también un gran emprendedor con importantes contactos y su carácter afable y acogedor era otro reclamo para los clientes. Fue en ese momento cuando yo le conocí. Recuerdo con mucho cariño esa entrevista porque fue muy cómoda y agradable.

—Por mí puedes empezar mañana —me dijo.

Estaba atónita. Era demasiado fácil para ser verdad.

—No me has preguntado si tengo cargas familiares. —No tenía por qué decírselo, pero no quería ocultárselo, tenía la sensación de mentir si me lo callaba y me había caído demasiado bien como para empezar con secretos.

—Tienes hijos pequeños.

—¿Cómo lo sabes? ¿Me has investigado?

—Acabas de decírmelo.

—¿Yo? —Estaba segura de no haber hablado de ello.

—Sí. Con esa frase. Si no tuvieras cargas familiares no tendrías la necesidad de contármelo.

—¡Ah!

—Para mí es un punto más a tu favor que me hayas querido informar.

—Es el motivo por el que no he podido trabajar en otros bufetes y no quiero entrar en este con engaños.

—¿Quieres negociarme el horario?

—¡No! ¡Por supuesto que no! Tengo la vida organizada para poder dedicarme a este trabajo y sé que en él no hay horarios. Sólo quería que lo supieras para que estuvieras seguro de tu decisión.

—Estoy absolutamente seguro. Y no suelo equivocarme. Vas a ser un buen fichaje.

—Gracias.

Nos dimos la mano, mirándonos profundamente y sonriendo, clavó sus ojos azul marino en los míos de una manera generosa y limpia y me sentí muy afortunada por haberle conocido.

Me integré enseguida y me acostumbré rápidamente a su sistema, mucho más ágil que el de Carter. Alberto Betancourt también había trabajado en un despacho internacional, pero había organizado su bufete a su manera, a lo Betancourt, como solíamos decir cuando hablábamos de su forma de hacer las cosas. Era muy fácil reconocer la mano de Betancourt allí donde hubiera intervenido porque tenía una forma de ser muy particular que se trasladaba a todos los ámbitos de su vida.

Aunque había mucho estrés, algo implícito en esta profesión, el ambiente de trabajo era muy bueno, nada que ver con Carter. Yo tenía buenos clientes, estaban contentos conmigo y muy pronto empecé a estar muy valorada por todos mis compañeros y por Alberto. El bufete continuaba su expansión y vivimos unos años fantásticos, profesionalmente hablando. Pero todo se paralizó cuando diagnosticaron la enfermedad a Cristina, la mujer de Alberto. Fue un golpe muy duro, Cristina padecía Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), y su progresión era vertiginosa. Alberto prácticamente desapareció durante los tres años que transcurrieron desde el diagnóstico hasta el fallecimiento de Cristina.

«Confío en vosotros, sois todos grandes profesionales y sé que no se notará mi ausencia», dijo el día que nos reunió a todos para comunicarnos que había tomado la decisión de cuidar a su mujer a tiempo completo.

Me sorprendió enormemente su valentía y su gran corazón y mi admiración por él creció aún más al descubrir el orden de prioridades que había establecido en su vida. Podía haber ingresado a su mujer en algún centro especializado o contratar a varias personas que la cuidaran estableciendo turnos, pero decidió compartir con ella el tiempo que le quedara de vida, cuidándola con todo el cariño que podía darle. Cuando terminó de explicarnos la nueva situación que se planteaba en su vida y en el bufete, me acerqué para darle todo mi apoyo con un abrazo.

—Mucha suerte —le deseé de todo corazón.

—Gracias. Cuento contigo.

—Por supuesto.

En aquel momento no teníamos la relación tan cercana que llegamos a tener más tarde, pero desde la primera vez que nos vimos conectamos de una manera especial.

Durante los tres años que Alberto se mantuvo alejado del bufete, conseguimos mantenerlo entre todos, aunque se paralizó su crecimiento. Alberto volvió a trabajar con total dedicación tras el fallecimiento de Cristina, estaba claro que el trabajo era su refugio tras los acontecimientos vividos, y Betancourt Abogados volvió a despegar y retomó su expansión, y llegó a consolidarse como bufete de referencia dentro de la profesión.

Desde que Alberto se incorporó, cada año me llamaba a su despacho para proponerme hacerme socia del bufete. Los dos primeros años sufrió una gran decepción ante mis negativas:

—Betancourt se ha posicionado en el sector gracias al trabajo de una serie de abogados, entre los que destacas especialmente —me decía—. Hacerte socia del bufete es la única manera que yo tengo de agradecerte tu esfuerzo y dedicación. Me harías un gran favor si aceptaras.

Esa era la forma en la que Alberto solía hacer las cosas, nunca te hacía sentirte en deuda, todo lo contrario, cuando favorecía a alguien parecía que era él quien estaba saliendo beneficiado. Era tremendamente generoso.

—Y yo te lo agradezco enormemente —le contestaba—. Pero ya sabes que mis ambiciones profesionales no vienen determinadas por un título en una tarjeta de visita, que me encanta mi trabajo y que seguiré ejerciéndolo lo mejor que pueda, pero que no quiero ese nivel de implicación.

—No te entiendo, Lucía. Tienes un nivel de implicación insuperable. No tendrías que invertir más tiempo del que estás invirtiendo ahora.

—¿Cómo que no? De esta forma me estoy ahorrando las reuniones de socios —le decía con ironía.

Las reuniones de socios eran interminables. Algunas tenían lugar en las oficinas, pero otras se hacían durante los fines de semana, se trasladaban a otra ciudad y permanecían reunidos de viernes a domingo. Era una práctica habitual de todos los bufetes, probablemente necesaria, y desde luego no era el motivo por el que rechazaba ser una de ellos, pero reconozco que era la primera imagen que aparecía en mi mente cuando tratábamos ese tema y no me producía una sensación muy agradable.

—En eso tienes toda la razón —decía sonriendo.

La mayoría de la gente no me entendía, pero yo sé que él sí. Puede que no fuera una cuestión de tiempo ni de implicación, puede que simplemente fuera una cuestión psicológica, pero yo me sentía más libre manteniéndome un escalón por debajo.

Sin embargo, aun sabiendo mi respuesta, cada año en el mes de enero nos reuníamos en su despacho y volvíamos a hablar del tema, volvía a hacerme la misma propuesta y yo volvía a rechazarla. Era una especie de tradición que disfrutábamos juntos, provocaba muchas bromas entre nosotros y pasábamos un rato realmente agradable, en el que hablábamos de muchas cosas, personales y profesionales, y reforzaba un poco más el lazo que nos unía.

Y ahora todo eso había quedado atrás. Ya no habría más propuestas. Ahora mi vida era otra. Sacudí la cabeza para dejar de pensar en la abogacía y decidí mirar hacia adelante. Quería saborear esta nueva etapa.

El primer día con mi nueva situación hice un par de recados que me llevaron casi toda la mañana, pero tenía en mente celebrarlo y lo quería preparar, así que, en cuanto acabé mis «obligaciones», me dirigí a La Perla de la calle Serrano. Hacía tiempo que me parecía innecesario gastar dinero en atrezzo para seducir a mi marido; al principio de nuestra relación ponía más atención en este tema, pero ahora creía que lo importante era estar enamorado y que eso era lo que hacía que pudiéramos disfrutar cuando hacíamos el amor; pero a los cuarenta y cuatro años, después de dieciocho de relación y tres hijos, nuestros sentimientos habían cambiado bastante y la pasión había desaparecido hacía mucho, sobre todo por mi parte. Quería a mi marido, era un gran padre y la cúspide de mi maravillosa familia, pero no le deseaba, mi cuerpo ahora no vibraba cuando se unía con el suyo como cuando era más joven, entonces mis hormonas trabajaban a pleno rendimiento y disfrutaba plenamente del sexo. Mis relaciones con los hombres siempre habían sido muy satisfactorias y con Manuel también lo fueron. Pero eso cambió. Manuel era un buen amante, siempre me había hecho pensar que se sentía fuertemente atraído por mí en todos los sentidos y yo sabía que él me deseaba, antes y ahora, hacía quince años y hacía quince minutos. Yo seguía provocando su deseo, sin embargo, en mí había desaparecido. Para mí las relaciones sexuales con mi marido se habían convertido en una de las cláusulas del contrato matrimonial que había que cumplir, pero yo no quería continuar así y por eso me fijé como objetivo que esto cambiara porque, ya que me iba a dedicar plenamente a mi familia, quería que todo fuera inmejorable y para Manuel, como para la mayoría de los hombres, el sexo era una parte muy importante de la vida y yo sabía que si él estaba satisfecho en este sentido, nuestra relación sería perfecta porque eran increíbles los cambios de humor que podía llegar a tener en función del sexo que practicábamos. Por una parte yo tenía claro que no podía estar muchos días sin sexo porque algo dentro de él se alteraba y se volvía insoportable. Por otra parte el sexo podía servir de remedio cuando se encontraba de mal humor porque cuando estaba enfadado, crispado o irascible sin ningún motivo, si yo quería que eso cambiase, le hacía unas carantoñas y nos íbamos a la cama. En ese momento su humor cambiaba radicalmente y se mostraba cariñoso, amable y contento. Pues bien, yo tenía que conseguir que, desde ese día, tuviéramos una vida sexual plena y placentera, él debía estar siempre complacido y yo debía volver a disfrutar del sexo.

—¿Está buscando algo en concreto, señora? —me preguntó la dependienta después de ver que había repasado toda la tienda y que ni me marchaba ni me decidía por nada.

—Pues… buscaba algo de lencería… algo bonito y… sensual… pero… elegante —le contesté mientras seguía mirando lo que tenían expuesto.

—Todo lo que tenemos aquí es elegante —dijo con una gran sonrisa y un tono que hacía imposible que pudiera molestarme—. En ese sentido seguro que acertará.

—Lo sé, por eso he venido aquí —comenté correspondiendo a su sonrisa.

—Creo que lo que usted busca está por allí. —Levantó la cabeza dirigiendo su mirada hacia el fondo y señalando con la mano la parte derecha de la tienda.

Seguí sus pasos fijándome en todo lo que estaba expuesto a mi alrededor.

—Esta es nuestra colección Sexy Night —me informó cuando llegamos a donde ella había querido llevarme—. Es nuestra colección más seductora.

«Seductora… —pensé observando los modelos—, sí…, esto es lo que estoy buscando…».

—Es importante elegir una lencería femenina con la que se sienta cómoda porque, en caso contrario, la pareja lo percibirá y todo el erotismo se esfumará como el humo de un cigarrillo. Cada uno tiene una personalidad y debemos sacar partido de ella, sin intentar ser lo que no somos.

Parecía una profesora dando una clase. Yo la escuchaba mientras continuaba analizando lo que veía.

—Tenemos desde la más inocente lencería femenina hasta la más erótica y descarada, pasando por lencería femenina romántica, juvenil, femme fatale, glamurosa… Todas pueden avivar el deseo de un hombre si se utilizan adecuadamente, porque tan importante es la lencería elegida como la actitud de quien la viste.

La miré mientras me daba cuenta de que estaba hablando de sexo con una completa desconocida, sin embargo no me encontraba incómoda porque la conversación se estaba tratando de una forma profesional, no éramos amigas contándonos nuestros secretos. Me hizo sonreír darme cuenta de que cualquier tema, por frívolo que parezca, puede convertirse en el más serio si dedicas a él tu vida. La dependienta me hizo sentir que me entendía perfectamente, tendría más o menos mi edad y sabía exactamente lo que yo buscaba, así que dejé que siguiera instruyéndome.

—Un babydoll negro evoca una imagen distinta que un corsé blanco, pero ambos despiertan el instinto animal del hombre.

Señaló con la mano modelos de ambos tipos para que le dijera qué era lo que yo prefería.

Babydoll —dije con rotundidad, girándome y mirándola fijamente a los ojos.

—Una elección perfecta. —Sonrió—. ¿Negro? ¿Rojo?

—Negro.

Descolgó dos perchas y me las entregó para que pudiera valorarlas y ella sostuvo otras dos para mostrarme todos los modelos que se ajustaban a mi elección.

—Este me gusta.

—¿Tanga o culote?

—Culote.

—Yo también lo prefiero. Con el tanga se muestran casi todos los encantos, pero con el culote excita más lo que se oculta que lo que se muestra.

Yo no tenía mucho que comentarle, así que me limitaba a escucharla.

Me mostró varios culotes adecuados para el babydoll elegido y escogí uno con rapidez.

—¿Qué tal una bata de satén por encima? —Me enseñó una que era perfecta para el conjunto que había elegido—. Corta, sensual…

—Sí, me parece bien. —Era una gran vendedora, estaba claro. Y yo elegía con decisión, como si lo hiciera todos los lunes del año y tuviera mucha práctica, lo que me sorprendía a mí misma porque normalmente no era muy decidida a la hora de comprar. Seguramente mi subconsciente me obligaba a actuar así para acabar con esa compra lo antes posible.

Entré en el vestuario para probarme el babydoll y la bata. Me quedaban perfectos, me vi realmente atractiva con ellos y me di cuenta de que todavía podía sacarme mucho partido, todavía podía despertar el interés de un hombre si aprovechaba mis puntos fuertes. Fue una inyección de moral que me motivó para luchar por mi objetivo. No había ninguna duda, tenía que llevármelos.

Pagué y me despedí de mi profesora de sensualidad con la sensación de que me conocía mucho mejor que cualquiera de las colegas con las que había trabajado durante años. Después me fui a la peluquería porque esa noche quería estar deslumbrante para Manuel. Además, quería convertir ese en otro de mis objetivos, quería estar siempre bien vestida y cuidada, ahora que podía tener más tiempo para mí.

Por la tarde recogí a los niños en el colegio y me sorprendió que Manu también quisiera venir con nosotras porque hacía tiempo que él volvía andando con sus amigos, y me gustó ver que mi hijo adolescente también quería disfrutar del tiempo que ahora podía dedicarles.

—Gracias, mamá, muchas gracias por haber dejado de trabajar —me dijo Marina en la papelería, dándome un fuerte abrazo. Me había pedido que fuéramos a comprar material que necesitaba y lo habíamos hecho después de dejar a Manu y a Raquel en casa—. Me encanta que podamos comprar hoy lo que necesito y no tener que esperar al sábado, así podré empezar antes el trabajo y no iré tan agobiada. —Me dio un beso, se separó y me miró con ternura—. Además me gusta poder estar más tiempo contigo y tener este ratito para las dos solas.

La abracé con fuerza y le besé la mejilla varias veces para agradecerle que me hiciera sentir que había tomado una decisión correcta.

—¿Qué tal tu primer día de maruja? —Oí preguntar a Marina cuando descolgué el teléfono. A mí me parecía que usaba esa palabra para ningunear a las mujeres que no trabajábamos y habíamos decidido dedicarnos a nuestra familia, como si de esa forma tuviéramos una vida de segunda, pero yo la perdonaba porque ella había tenido la mala suerte de no tener hijos y no podía entender lo que se siente por ellos. Probablemente era su mecanismo de defensa para sacar fuera la ira que le producía.

—La verdad es que no he parado un minuto —contesté.

—Has hecho las camas, la comida, tendido la ropa, preparado la merienda… —comentó jocosamente.

—No he hecho nada de todo eso. —Sonreí—. Ya sabes que no se trataba de dejar de ser abogada para convertirme en empleada del hogar y que no he prescindido de ninguna ayuda que tuviera antes.

—No sé cómo puedes convivir con una extraña y encontrártela a todas horas por los pasillos de tu casa —dijo Marina, que constantemente comentaba que tener a una interna anulaba toda la intimidad que una pareja necesita.

—A mí me parece maravilloso. No sabes qué sonrisas le echo cuando me la encuentro «por los pasillos de mi casa».

—¡Qué horror! Yo no podría soportarlo.

—Créeme, Marina, si tuvieras tres hijos no sólo podrías soportarlo, sino que lo buscarías con desesperación.

—¿Incluso ahora? ¿Sin trabajar?

—Incluso ahora. Sin trabajar.

—Tú sabrás.

—¡Ajá! ¿Te has dado cuenta de que si no la tuviera no podríamos salir a cenar con vosotros?

—Tienes razón. Prefiero que la mantengas.

—Sí, será lo mejor.

—¿Sigues convencida de tu decisión? —Marina volvió a atacar de nuevo.

—Que sííííí —contesté con voz cansina, haciéndole ver que, por mi parte, ya habíamos hablado suficiente del tema.

—¿Todavía no te has arrepentido?

—Que nooooo —dije con el mismo tono que en la anterior respuesta.

—Vale, vale. No te enfades. Sólo quiero estar bien segura de que mi amiga del alma se encuentra bien.

—Ya lo sé, guapa. Y tú sabes que no me enfado.

—Bueno, cuéntame sólo lo más importante que has hecho hoy.

—¿Lo más importante? He ido a la papelería con Marina a comprar material para un trabajo que tiene que hacer.

—Mmmm… Creo que tu vida no va a tener muchos alicientes a partir de ahora.

—Para Marina ha sido muy importante poder estar conmigo un lunes por la tarde.

—Ya. ¿Y algo divertido? ¿Has hecho algo divertido?

—¡Oh, sí! Ha sido un día muy completo. He hecho cosas importantes y cosas divertidas.

—¿Sí? ¿Qué cosas?

—He ido a La Perla.

—¿A La Perla?

—Eso es. Y me he comprado un babydoll negro, un culote negro y una bata de satén gris plata.

—¡Ah! ¿Sí? ¿Para qué?

—¿Tú qué crees?

—Perdona, no he preguntado correctamente. ¿Para quién? —dijo con ese tono jocoso que a mí tanto me divertía.

—Ja, ja, ja. ¿Tú qué crees? —volví a preguntar.

—Espero que no sea para Manuel. Si fuera así no me parecería nada divertido.

—Ya te contaré si es divertido —continué sin parar de reírme.

—¡Vaya! ¡Qué desilusión! Con lo que me hubiera gustado que me confesaras algún amor secreto. Eso alegraría un poco mi aburrida vida. ¿No hay nada que puedas contarme?

—Nada. Lo siento —contesté a mi amiga, que sabía perfectamente cuál sería la respuesta.

—En fin, tendré que seguir esperando —terminó con voz de resignación—. Me voy ya a casa, he terminado mi jornada laboral.

—Son las nueve. No está mal.

—No está mal pero no me da tiempo a ir a La Perla.

—Ja, ja, ja. No, eso no.

—El pobre David tendrá que seguir esperando. Un beso, Lucía. Hasta mañana.

—Hasta mañana, cariño.

Manuel llegó a casa sobre las diez de la noche, Raquel ya estaba dormida, Marina se preparaba para acostarse y Manu estaba en su habitación distraído con su ordenador. Cené con mi marido y después él se fue a ver la tele mientras yo entré en la habitación para prepararlo todo. Me puse el conjunto que me había comprado por la mañana y le preparé un gin-tonic de G’Vine con el zumo del limón exprimido. Había llevado previamente todo lo necesario a mi cuarto. Me miré en el espejo y sonreí agradecida porque me encontraba guapa y seductora. Me perfumé y llamé a Manuel:

—Manuel, ¿puedes venir un segundo, por favor?

—¿Qué ocurre? —le oí contestar desde la planta baja.

—Necesito que vengas un minuto. Será sólo un momento.

—Voooooy —dijo arrastrando la «o» para dejarme bien claro que le estaba fastidiando—. ¿Qué es lo que pasa? —preguntó con voz cansina mientras abría la puerta de la habitación.

Su gesto cambió rápidamente en cuanto me vio enfundada en la bata de satén, que había dejado entreabierta para que se pudiera percibir el babydoll, y vio que le ofrecía un gin-tonic en una copa de balón.

—Sólo quería saber qué tal te había ido el día —le dije lo más sensual que pude, poniéndole «ojitos» y alargando mi brazo para que pudiera coger la copa.

Todavía boquiabierto, cogió la copa de mi mano y bebió un gran trago sin dejar de mirarme de arriba abajo. Dejó la copa sobre la mesa y se acercó hacia mí cogiéndome de la cintura.

—Esta nueva vida me va a gustar aún más de lo que imaginaba —me dijo mientras desataba el nudo de la bata. Después me besó muy excitado y me llevó a la cama.

Manuel estuvo muy apasionado, como siempre, demostrándome que seguía deseándome, que nunca había dejado de hacerlo. Eso me gustaba, me hacía sentir orgullosa y mantener alta mi autoestima. Sentí que él disfrutaba plenamente, le notaba ardiente y satisfecho y eso me agradaba porque yo le quería mucho y quería hacerle feliz, pero tenía que reconocer que yo no lo pasaba tan bien como él. Tenía que resignarme, tenía que asumir que las mujeres perdemos el apetito sexual, esa era la conclusión a la que había llegado con varias amigas a las que les pasaba lo mismo. Somos bien distintas a los hombres en esto. Yo lo había intentado, había hecho lo posible por ambientar la situación, pero no lo había conseguido. Bueno, no había conseguido que yo disfrutara como hacía veinte años, pero sí había conseguido que para Manuel fuera una noche un poquito más especial, creo que, al menos, valoró mi intención de hacerla más especial. Y eso era suficiente para mí.

Los días siguientes los dediqué a solucionar todos los asuntos que tenía pendientes y a visitar a mi familia de Toledo, a la que veía muy de vez en cuando porque nunca encontrábamos el momento de movernos todos un sábado o un domingo para ir allí, ya que siempre había alguna compra que hacer o algo que resolver. Ahora que tenía más tiempo podía ir yo sola cualquier día. Esto hizo que mi madre apreciara que haber dejado de trabajar tenía su lado positivo, lo que me vino muy bien porque ella era la que siempre se había mostrado más en contra de esta decisión.

Yo estaba cada vez más tranquila, sin embargo Manuel llevaba unos días especialmente estresado.

—¿Cómo te ha ido hoy?

—Horrible. No sé cómo voy a poder terminar todo lo que tengo que hacer. Y, para colmo, mañana operan a Isabel.

—¿A Isabel? ¿Qué le pasa?

Isabel era la secretaria de Manuel. También había sido mi secretaria cuando yo estaba en Carter, compartiéndola con otros abogados, y unas semanas después de que yo me fuera empezó a trabajar en exclusiva con mi marido porque él tenía un cargo en el que no compartía secretaria y la que había tenido hasta el momento había dejado Carter para casarse con un alemán, cliente del bufete, y se fue a vivir a Alemania. Isabel era muy buena en sus funciones y yo tuve una relación estupenda con ella, pero ahora no nos veíamos casi nada y hablábamos muy poco por teléfono, sólo cuando yo tenía algo que decirle a Manuel y no le encontraba en el móvil.

—¡Yo qué sé! La vesícula, creo —dijo Manuel con un tono en el que se percibía su desesperación.

—¡Ah! ¡Qué susto! No es nada grave entonces.

—Ya, pero al menos faltará un par de días.

—Hombre, un par de días… Hazte a la idea de que será algo más.

—¡Imposible! No puede ser. No puedo prescindir de ella más de un par de días. Ni siquiera debería faltar un par de horas.

—Tendrás que trabajar con otra persona, cariño. Ahora las operaciones de vesícula las hacen por vía laparoscópica y la recuperación es muy rápida, pero creo que debería tener unos días de descanso. —Hacía pocos meses que habían operado a un abogado de Betancourt y por eso sabía cómo se estaban haciendo esas intervenciones.

—Trabajar con otra persona es compartir secretaria con alguien y de esa manera mis cosas no siempre estarían en primer lugar, que es lo que yo necesito. Además, Isabel conoce mis temas, cualquier otra probablemente me dé más trabajo del que me quite —Manuel hablaba con tensión, estresado—. No sabes la que tengo encima.

—Cuéntamelo.

—Dejémoslo. Ya sabes que no me gusta hablar de trabajo en casa.

—Lo sé, aunque no lo comprendo. Nadie te entendería mejor que yo. Soy tu mujer y, además, también soy abogado, ¿recuerdas? Incluso he trabajado en Carter and Robinson. Creo que me sería bastante fácil entenderte.

—No quiero aburrirte —dijo, dándome un beso en la frente para que dejara de insistir. Manuel nunca me hablaba de su trabajo; yo solía preguntarle qué temas estaba llevando, con quién trabajaba en cada caso… pero él siempre evadía las respuestas. Yo lo respetaba, pero me hubiera gustado que compartiera esas cosas conmigo. Podría reservarse lo que debiera estar dentro del secreto profesional, pero hablarme de todo lo demás que le rodeaba. Realmente pensaba que nadie le entendería mejor que yo y me hubiera gustado que me dejara ser un apoyo para él.

—Llamaré a Isabel y me acercaré al hospital. Hace tiempo que no sé nada de ella y me apetece mucho verla.

—Pídele que se recupere pronto, por favor. Dile que no puedo vivir sin ella —dijo Manuel con voz de estar agotado.

—Lo haré. —Sonreí.

—¿Cómo estás? —dije con una gran sonrisa dirigiéndome a Isabel, después de saludar a su madre que fue quien me abrió la puerta de la habitación en la que estaba ingresada.

—¡Lucía! ¡Qué sorpresa!

Quiso sonreír, pero le salió una mueca de dolor. Estaba tan pálida que parecía tener la piel transparente.

—¿Te encuentras bien?

—He tenido mala suerte. Intentaron una operación laparoscópica, pero la intervención se complicó. Por lo visto tenía una intensa inflamación, empecé a sangrar incontroladamente y al final tuvieron que recurrir a la cirugía convencional —hablaba despacio y tenía cara de dolor.

—Vaya, qué mala suerte. ¿Pero ha ido todo bien después?

—¡Oh! Sí. Sólo tendré una recuperación más lenta.

—¿Qué haces con el ordenador? —le pregunté extrañada de que estuviera escribiendo en su estado.

—Tengo que acabar un informe muy urgente.

—¿Pero qué dices? —Miré a su madre que se encogió de hombros para darme a entender que ya habían hablado de esto—. ¡Deja eso ahora mismo! —Hice ademán de quitárselo.

—Yo que tú no lo haría. Es para Manuel.

—Entonces no hay problema, ja, ja, ja…

—Si asumes tú la bronca… yo encantada.

—Ahora en serio. Tienes que recuperarte.

—Y también tengo que acabar este informe. Ya sabes cómo son las cosas en Carter.

Moví la cabeza de derecha a izquierda para indicar que lo sabía, que no estaba de acuerdo y que, probablemente, yo también haría lo mismo en su lugar.

—Bueno, también tengo mis ratos de ocio. Mira.

Abrió su página de Facebook que estaba minimizada.

—Por cierto, voy a enviarte una solicitud de amistad. Así estaremos en contacto y podré ver tus fotos y tus secretos.

—Yo no tengo Facebook.

—¿Nooo? —Por el tono que puso parecía que lo que había escuchado era que yo había venido de otro planeta—. Pues es el momento de que te lo hagas. Te divertirás y recuperarás amistades de hace tiempo, ya verás.

—No sé…

—No hay nada que saber. Será para mí un honor ser tu primera amiga de Facebook. ¿Cómo era tu dirección de correo electrónico? ¡Ah! Sí, aquí está.

—Mmmmm… —No había oído hablar bien de Facebook y no tenía intención de hacerme de esa red social, yo sólo utilizaba Linkedin, aunque también me había dado de alta en alguna otra, pero estrictamente profesional.

—Por favor, Lucía, si no estás en Facebook no existes —bromeó—. Ahora tienes tiempo y no tienes que rendir cuentas a nadie. Olvida tus temores, ¿qué puede pasar?

—Está bien.

—¡Claro que está bien!

Escribió mi correo y me envió la solicitud.

Voilà! —concluyó, apretando la tecla de envío con exageración.

—Sí, pero ahora tienes que cuidarte. Aunque veo que tu cara mejora por momentos.

—¿Te das cuenta? Facebook es terapéutico.

La verdad es que tenía curiosidad por entrar en Facebook. Era una mañana lluviosa y no tenía ganas de hacer nada, así que me senté delante del ordenador y acepté la solicitud de Isabel. Parecía divertido si lo hacía sólo para mis amigos, a la profesión no le importaba lo que yo subiera a esa página. Empecé a brujulear, primero en el muro de Isabel, después puse varios nombres, pero para cada uno de los que ponía me salían mil posibilidades, si ponía el nombre y los dos apellidos las opciones se reducían, pero seguían siendo muchas y, además, me di cuenta de que se me habían olvidado la mayoría de los apellidos de mis antiguos amigos. Investigué un poco el funcionamiento, había varias opciones para buscar amigos, por nombre, por e-mail, a través de la libreta de direcciones… pinché aquí y allá, podía entrar en los contactos que yo tenía en mi libreta y elegir a quienes quería enviar la solicitud. Lo haré así, sí, puedo elegir a mis amigas y ver cómo funciona esto. «¿Qué ha pasado?». Algo había hecho pero no tenía muy claro qué. Vi un listado de solicitudes enviadas. «Pero… ¿qué es lo que he hecho?». Había enviado una solicitud de amistad a todos los contactos de mi libreta de direcciones. «Noooo, por favor, noooo…». Empecé a mirar uno por uno: todos mis clientes, abogados de Betancourt y de la competencia, bancos… «¡Tierra, trágame!, ¿no hay forma de eliminar esto?». Rafael González Alba, uno de mis principales clientes de Betancourt acepta de inmediato mi solicitud de amistad. «¡Qué horror!». Lo elimino rápidamente. «¡Qué sudores! Es un poco borde eliminarlo, ¿no? Sí, pero la opción B, dejarlo, me gusta todavía menos». Cerré el ordenador y me alejé con brusquedad, como si me quemara. «Ya pensaré en otro momento qué hago con este desastre».

Al día siguiente, un poco más calmada, volví a abrir el ordenador. Varios mensajes en mi correo electrónico volvieron a sobresaltarme: «Gracias, Lucía. No puedo aceptar tu solicitud porque no me está permitido tener Facebook con la dirección de e-mail del trabajo». «Muchas gracias, Lucía, pero no podemos utilizar este programa desde el despacho». «Eres muy amable, Lucía, pero en el banco no podemos usar estas páginas».

Volvieron a entrarme los sudores del día anterior. ¿Qué podía hacer? ¿Envío una disculpa a todos los contactos? ¿Lo dejo estar como si no hubiera ocurrido nada? Decidí disculparme sólo con aquellos que me habían hecho algún comentario, explicándoles que había sido un error involuntario, y dejar pasar la situación para el resto. El primer impulso que tuve fue borrarme de aquella página, los más conservadores tenían razón, estaba demasiado expuesta, mi vida no debía ser conocida por quien yo no quisiera y quién sabe cuál sería la siguiente equivocación que tendría. Pero después pensé que yo podía decidir quién entraba en esa página y, además, quería conocer el funcionamiento de estas redes sociales, mis hijos las utilizaban continuamente y podían cometer algún error, igual que yo lo había cometido nada más empezar, y estaría bien saber el alcance que podrían llegar a tener.

«Bienvenida a Facebook —comentó Isabel en mi muro—. Ahora tienes que poner una foto».

Volví a engancharme durante un rato, eliminé a los «amigos» que me habían aceptado y no me interesaban y mantuve sólo a los pocos que me apetecía. Era una página personal, no profesional. Volví a brujulear buscando antiguos conocidos y reconocí a alguno de ellos, pero ya no envié más solicitudes, ya había mandado suficientes. Busqué una foto aceptable y la subí. «Lo mantendré un tiempo hasta que me familiarice con esto y luego decidiré si sigo aquí o no», pensé.