I

—¿Ahora? ¿Ahora que has pasado lo peor? ¿Ahora que tus hijos son mayores y ya no te necesitan?

—Bueno, yo no diría que son mayores y creo que todavía me necesitan —le contesté con una sonrisa. Siempre me había sentido muy cómoda hablando con él.

—Tú sabes a qué me refiero. —Alberto me miraba con cariño, con lo que me daba a entender que lo que decían sus palabras era que sentía que me fuera—. Llevas toda tu vida renunciando a ti y pensé que en algún momento eso cambiaría, pensé que algún día aceptarías ser socia de este bufete. Tengo que olvidarme de eso, ¿no es así?

—Sí —respondí sin dejar de sonreír y haciendo un gesto que quería transmitirle mi agradecimiento por hacerme sentir tan valiosa.

—¿Estás completamente segura?

—Completamente.

—¿No hay nada, nada, que yo pueda hacer para cambiar tu decisión? Lo que quieras. Sólo tienes que pedirlo.

—No, Alberto, pero quiero darte las gracias por haberme apoyado siempre. Nunca me he sentido presionada por el bufete y eso es muy difícil en un trabajo como este.

—Pues quédate con nosotros y sigue ejerciendo tu trabajo con la libertad que necesites.

—Sabes que son los clientes los que presionan, no importa la libertad con la que yo pueda trabajar.

Alberto asintió con la cabeza.

—¿Y una reducción de jornada? Reduciremos al mínimo los objetivos.

No podía dejar de sonreír. Era tan encantador, siempre quería hacerme sentir importante. Nadie me trataba mejor que él.

—Tú conoces este negocio. Nunca cumpliría con una jornada reducida, siempre habría algún recurso urgente, alguna reunión importante o algún cliente al que tranquilizar. No sería capaz de hacer un horario.

—Lo sé —dijo Alberto muy bajito, moviendo de nuevo la cabeza con un gesto afirmativo y levantando las cejas para explicarme que sabía que podía pedirle lo que quisiera porque nunca le dejaría en la estacada.

Me cogió las dos manos y acarició el dorso de cada una con cada uno de sus pulgares.

—Voy a echarte mucho de menos, Lucy.

—Yo también a ti, Albert.

—No sólo como abogada.

Me miró con sus ojos azul marino tan distintos a todos los demás y esa mirada dulce que ponía cuando quería hacer que mi corazón palpitara intensamente y yo le contesté como si no hubiera nada especial entre nosotros, como si fuéramos sólo dos colegas a los que les une la profesión y el tiempo que han trabajado juntos, aunque él sabía que realmente lo conseguía, que casi se podían escuchar mis latidos.

—Pero seguiremos en contacto, ¿no?

—Por favor. Siempre —contestó con ojos suplicantes.

Nos levantamos y él se acercó a mí para darme una calurosa despedida. Me abrazó y durante unos segundos me apretó contra su pecho.

—Buena suerte, Lucy.

Después se separó ligeramente para darme un beso en la mejilla y luego apoyó su frente contra la mía. Estábamos muy cerca, los labios casi se rozaban, sentía su aliento y, aunque no quería continuar avanzando, tampoco quería separarme de él.

—No olvides que siempre tendré un sitio para ti.

«Tanto en mi vida profesional como en mi vida personal», yo sabía que así terminaba esa frase.

Alberto era la única persona que me llamaba Lucy y sólo lo hacía cuando estábamos a solas, en esos momentos de intimidad que le gustaba crear para hacerme saber que se sentía fuertemente atraído por mí. Nadie más ha buscado nunca un nombre cariñoso para mí, siempre he sido Lucía para todos, incluso para mis seres más queridos, y me gustaba que él lo hubiera hecho porque me hacía sentir especial. A veces yo le correspondía llamándole Albert, como si sólo estuviéramos bromeando, como si no quisiera decir nada el hecho de que me llamara Lucy, pero yo sabía que era su forma de decirme que estaba esperando una señal, que sólo dependía de mí hasta dónde podía llegar nuestra relación. Respetaba mi vida sin presionarme, pero creo que realmente esperaba y luchaba para que algún día acabáramos juntos. Yo tenía cuarenta y cuatro años y para mí era muy halagador, siempre había sido atractiva pero mi físico notaba el paso del tiempo y yo era muy consciente de que estaba perdiendo mi encanto, por eso me gustaba sentirme deseada, saber que todavía un hombre podía interesarse por mí.

Este coqueteo era una de las razones que me habían hecho permanecer en el bufete y, sin embargo, ahora era uno de los motivos que me hacían abandonarlo. La idea de dejar de trabajar venía rondando por mi cabeza desde hacía años y había tardado en tomar la decisión porque me gustaba lo que hacía, confiaban totalmente en mí, valoraban mi trabajo y, no puedo negarlo, me ilusionaba estar cerca de Alberto. Pero esa ilusión crecía demasiado y, aunque me gustaba, me daba miedo no poder controlarla porque había conseguido formar una familia de la que me sentía orgullosa, tenía tres hijos maravillosos y un buen marido, y no quería poner la vida que tenía en peligro. Además, los últimos meses habían sido agotadores, la pequeña había estado continuamente enferma, saliendo de una gripe para meterse en una gastroenteritis, después una neumonía, fiebres altísimas… un médico y otro, y otro… No era un bebé, pero con diez años un niño necesita a su madre y yo no tenía ninguna ayuda porque ni Manuel ni yo teníamos familia en Madrid. La interna que había trabajado conmigo los últimos cinco años desapareció un día sin avisar, simplemente se fue, y tuve que pasar varias semanas de cabeza hasta que encontré otra persona en la que pudiera confiar. Desfilaron varias mujeres de distintas nacionalidades para trabajar en casa, pero a los pocos días de empezar me abandonaban, lo que me volvía a producir nuevamente una desagradable sensación de angustia e impotencia. No podía contar con Manuel para organizarme porque él no tenía tiempo para dedicarlo a «esas tonterías», su trabajo siempre había sido más importante que el mío ya que, como le gustaba decir, «realmente es el que nos da de comer». No sé si era el que nos daba de comer porque creo que también podríamos haber comido muy dignamente con el mío, pero él ganaba más dinero y era más fácil prescindir de mi sueldo que del suyo. Además, su dedicación exclusiva a su trabajo era algo que no se cuestionaba en casa, de la misma manera que no se cuestionaba que yo resolvería todos los problemas domésticos que se presentaran. Pero yo también tenía que cumplir con mis obligaciones profesionales y, en determinadas épocas, los vencimientos no me permitían dormir más de tres, cuatro horas, con mucha suerte cinco, un día tras otro. Y había caído enferma, el médico me advirtió de que debía tener cuidado, el corazón ya me había dado un par de sustos y era muy joven para eso, por lo que tenía que intentar no desbordarme. No tenía por qué dejar de trabajar, pero sí debía tomarme las cosas con tranquilidad porque podría no volver a repetirse o, aunque no fuera muy probable, pasar una tercera, cuarta o quinta definitiva vez.

Cuando salí del despacho de Alberto, Diana estaba esperándome.

—¿Qué es eso tan importante que tenías que hablar con Alberto?

No se lo había contado a nadie. Quería que él fuera el primero en saberlo porque era lo que me parecía justo.

—Dejo Betancourt.

—¿Quééééééé?

—Que dejo Betancourt.

—Es broma, ¿no?

Negué con la cabeza.

—¿No es broma?

Volví a negar con la cabeza.

—No es broma.

Diana necesitaba oírlo, no podía creérselo.

—Pero… —suspiró—. No sé qué decir.

—Dame la enhorabuena.

—Claro —dijo mientras me abrazaba. Estaba realmente confundida—. ¿Qué voy a hacer yo sin ti?

—Dirigirás a la mayoría de nuestros clientes. Lo he hablado con Alberto y los dos sabemos que lo harás muy bien. Eres la persona indicada.

Diana llevaba varios años trabajando conmigo y era una gran profesional, muy trabajadora y resolutiva, y merecía un ascenso. Llevaba mucho tiempo manteniéndose en un segundo plano sin forzar la situación, a pesar de que yo cada año rechazaba ser socia del despacho y eso hacía que ella tampoco ascendiera porque era muy leal y no quería dejarme. Valía mucho y, seguramente, hubiera llegado mucho más lejos si hubiera desarrollado su vida profesional fuera de mi equipo, pero optó por quedarse en él.

—Me alegro mucho de que esto suponga un empuje para ti —continué.

Diana entornó los ojos, preguntándome con ese gesto: «¿Tiene que ser a costa de que te vayas?». Cambió a un tono más jocoso y bromeó amenazándome:

—Si crees que vas a llevar una vida tranquila estás muy equivocada. Te llamaré a diario, tendrás que resolver todas mis dudas, será como si siguieras trabajando pero sin cobrar, ¿es eso lo que quieres?

—Sí, Diana, eso es exactamente lo que quiero.

Puso cara de haberse quedado desarmada y preguntó:

—¿Cuándo te vas?

—Cuando haya traspasado todo. Espero que no me lleve mucho tiempo. —La miré fijamente arqueando las cejas para hacerle ver que dependía principalmente de ella.

Me abrazó.

—Cuenta conmigo. Siempre estaré disponible —le aseguré, y ella sabía que lo decía en serio.

No había sido fácil, pero había conseguido tomar la decisión de dejar de trabajar y llevarla a cabo. Sabía que esto haría feliz a Manuel. Él hacía como si no le importara, como si fuera una decisión exclusivamente mía, pero yo le conocía y siempre había percibido esa manera subliminal que utilizaba para hacerme saber que él prefería que yo no trabajara para que pudiera ocuparme de mi familia con total libertad. Manuel viajaba mucho y quería estar tranquilo cuando se iba, quería pensar que si había algún problema en casa yo podría estar lo suficientemente libre como para ocuparme de él, y eso no sucedería si seguía ejerciendo como abogada. A pesar de que cada año Alberto Betancourt me proponía hacerme socia del bufete y de que cada año yo lo rechazaba para no aumentar mi nivel de compromiso, yo tenía que seguir ocupándome de mis clientes y cumpliendo con mi trabajo y, aunque mucho menos que Manuel, también viajaba de vez en cuando. No necesitábamos el dinero porque con el sueldo de Manuel podríamos seguir manteniendo nuestra forma de vivir y yo pensaba que mi familia había sido mi mayor logro en la vida, así que si mi marido y mis hijos estaban mejor si yo no trabajaba, no había duda de que lo que tenía que hacer era dejar de trabajar. Quería complacerles, me gustaba complacerles. También sabía que los demás no estaban muy de acuerdo porque, aunque no había reproches, sentía que mis padres tenían miedo de que mi vida cambiara y pudiera necesitar vivir de mis ingresos y, de la misma manera, intuía que mis amigos preferían que fuera abogada antes que ama de casa. Además, a estas alturas esta decisión era difícil de entender porque normalmente las mujeres dejan de trabajar cuando tienen a sus hijos y quieren volver a hacerlo cuando tienen la edad de los míos, sin embargo yo había pasado los peores años de criar a mis hijos haciendo malabares con mi profesión y ahora estaba abandonando un trabajo seguro, valorado y bien remunerado, cuando todos pensaban que ya no tenía dificultades para compatibilizar mi vida laboral con la personal. Pero yo llevaba muchos años dándole vueltas y si quería hacerlo tenía que ser ahora porque si esperaba más tiempo ya no tendría ningún sentido. A mí me parecía que todavía no era demasiado tarde porque la adolescencia es una etapa muy difícil y, si yo estaba presente, podía aportar mucho en casa.

Los niños eran los que estaban más contentos. Incluso Manu, que ya tenía quince años y era muy independiente, se alegró de la decisión; Marina tenía trece y estaba feliz de saber que podríamos estar más tiempo juntas, era muy sensible y siempre había sentido que ella era la que más atención necesitaba, y Raquel, el diablo de la familia, tenía diez años y disfrutaba pensando que su madre todos los días la llevaría al colegio y la recogería a la salida. Era una buena decisión, yo quería esta nueva vida, quería poder dedicarme a mi marido y a mis hijos sin restricciones.

Cuando llegué a casa, Manuel ya estaba allí, lo que no era muy normal porque solía trabajar hasta muy tarde y viajar mucho. Me cogió lo cara y me besó los labios:

—¿No más Betancourt? —preguntó.

—No más Betancourt —respondí sonriendo, contenta de haberle complacido—. Sólo nos queda Carter and Robinson.

Manuel trabajaba en Carter and Robinson, un gran bufete internacional, el más prestigioso establecido en España, trabajar en él era el sueño de todos los abogados y Manuel era uno de los socios con más peso. Allí fue donde nos conocimos, porque yo trabajé en Carter antes que en Betancourt. Fue mi primer trabajo, me contrataron cuando acabé mis estudios y recuerdo que fui la envidia de todos mis compañeros. Yo, una simple chica de Toledo que había venido a Madrid a estudiar, había sido contratada por Carter and Robinson. Tenía un excelente expediente, con varias matrículas de honor, y a pesar de los pocos recursos que había tenido, debido a que mi familia no tenía muchas posibilidades, había conseguido manejarme bien en inglés y francés, pero nunca imaginé que conseguiría trabajar allí. Jamás olvidaré la felicidad que sentí cuando me dieron la noticia. No podía creérmelo, se lo contaba a todo el mundo, lo celebramos muchas veces, quizás demasiadas, y hubo más de una borrachera.

Manuel entró en Carter unos meses después. Él era varios años mayor que yo y su carrera había sido meteórica. Carter and Robinson había ido a buscarle a otro importante bufete internacional en el que estaba trabajando, algo menos prestigioso que Carter pero también bastante reconocido, y lo habían hecho porque habían perdido varios casos en los que Manuel se encontraba al otro lado, lo que hizo que entrara en Carter con unas condiciones extraordinarias y que tuviera una proyección inmejorable. Sin embargo, yo había entrado recién licenciada, como la júnior más júnior del bufete, pero tengo que decir que pronto empecé a destacar, mis evaluaciones eran muy buenas y mis perspectivas también eran magníficas, por lo que seguramente en lo único que se distinguía mi carrera de la de Manuel era en la diferencia de edad y los años de experiencia que esto llevaba consigo, pero mis expectativas eran muy parecidas. Si hubiera seguido trabajando allí y hubiera podido dedicarle el mismo tiempo que Manuel le dedicaba, no tengo ninguna duda de que yo también podría haber llegado a ser una socia del mismo peso que él.

—¿Quieres un gin-tonic? —le pregunté. Tenía cara de cansado y pensé que le animaría tomar su bebida favorita.

—Eso estaría muy bien —contestó, dirigiéndose al sofá.

Le preparé un G’Vine con tónica con el zumo del limón exprimido, como a él le gustaba, y se lo llevé.

—Iré a ver a los niños y luego me arreglaré. Tienes tiempo de descansar hasta que tengamos que irnos.

—Perfecto. De momento me va gustando esta nueva situación. —Sin duda se refería a la preparación del gin-tonic, ya que no era habitual ni que yo lo hiciera ni que él tuviera tiempo de sentarse un rato relajadamente, y Manuel quería que pareciera que se debía a mi nueva vida sin responsabilidades laborales.

Había decidido comunicar mi decisión en Betancourt un viernes. Me pareció el mejor día porque así tendríamos por delante un fin de semana para poder asimilarlo con tranquilidad.

Los viernes solíamos salir a cenar con Marina y David, nuestros mejores amigos, siempre que Manuel no estuviera de viaje. Marina y yo nos conocimos en la facultad y desde el principio fuimos inseparables, hemos hecho toda nuestra vida juntas, antes y después de casarnos, siempre nos hemos ayudado, hemos compartido nuestros secretos y confidencias, hemos hablado de chicos y de hombres y hemos comentado todas nuestras relaciones, aunque la forma de hacerlo ha ido cambiando con el tiempo; cuando éramos jóvenes nos lo contábamos todo con todo tipo de detalle, precisando al máximo cualquier nimiedad, por insignificante que pudiera parecer; sin embargo, según íbamos haciéndonos mayores, nos íbamos concentrando más en los hechos importantes y en los sentimientos que nos producían. Supongo que se debe a que madurar hace cambiar el enfoque de las cosas. Quizás por eso no le había hablado de mis sentimientos hacia Alberto, probablemente porque no hubiera nada que contar al respecto, porque simplemente era un juego que me hacía sentir viva, un juego sin ninguna malicia, y si hablaba de él en voz alta se malinterpretaría, con total seguridad. Ni yo misma era capaz de entender lo que sentía. En cualquier caso, lo importante de mi relación con Marina era que siempre había sido muy gratificante, da mucha tranquilidad tener una amiga con la que poder contar para todo y tanto ella como yo sabíamos que podíamos contar la una con la otra para lo que fuera. Estábamos tan unidas que cuando nació mi primera hija no tuve ninguna duda, le puse su nombre, Marina, porque me hacía muchísima ilusión que se llamara como ella y, además, fue su madrina. Fue una suerte que Manuel y David congeniaran porque para nosotras era muy importante nuestra amistad y podíamos estar mucho más unidas si ellos también se llevaban bien. La verdad es que David era un hombre muy fácil, tranquilo y sencillo y había que ser muy retorcido para llevarse mal con él. Además, era propietario de una importante empresa de transportes que había pertenecido a su familia desde hacía muchos años y a Manuel le gustaba tratar con gente bien posicionada.

Estaba más que claro de qué hablaríamos esa noche en el restaurante. Marina era la que lanzaba la mayoría de las preguntas y la que más opinaba, David era un hombre bastante discreto, por eso no habló mucho esa noche, y Manuel también prefirió estar callado para seguir manteniendo su pose de que no intervenía en la decisión, que no quería pronunciarse, que no estaba ni a favor ni en contra de mi nueva vida.

—¿Cómo ha ido, Lucía?

—Muy bien. Ya sabes que es muy fácil hablar con Alberto.

—¿Se lo esperaba?

—Supongo que no. Quizá supiera que la idea me ha rondado alguna vez por la cabeza, pero ¿a quién no? No creo que se imaginara que pudiera llegar a pasar.

—Diana será la que esté más contenta. Va a ser la que más va a ganar con esto. —El tono de Marina dejaba ver que le molestaba que Diana saliera ganando.

—Pues sí, y ya era hora. No entiendo por qué le tienes tanta manía.

—No sé. Esa forma de… —Hizo un gesto imitando a un animal que gruñía—. Con esa pose de… —Cambió ahora su postura imitando exageradamente a una señorita rematadamente cursi—. No puedo soportarla, ya lo sabes —concluyó moviendo rápidamente la cabeza de derecha a izquierda.

No pude evitar reírme. Marina tenía mucha gracia cuando hablaba, su lengua viperina no dejaba títere con cabeza, pero lo hacía de una forma realmente divertida.

—Te equivocas con ella, Marina. Es una gran persona y a mí siempre me ha ayudado. La aprecio mucho y sé que ella también me aprecia a mí.

Marina y Diana habían coincidido una vez por un tema profesional y, además, se conocían por mí, ya que era difícil que alguien que me conociera a mí no conociera a Marina porque siempre estábamos juntas y a todo el que trataba conmigo, por una razón o por otra, siempre acababa presentándosela. Ellas nunca se habían gustado, aunque ninguna de las dos era capaz de explicarme por qué.

En ese momento preguntó Manuel:

—¿Tomamos aquí los gin-tonics?

Durante toda la noche, cuando Manuel intervenía, intentaba cambiar de tema. Nada de lo que dijo tuvo que ver con mi decisión de abandonar Betancourt. Creo que no quería reconocer que él siempre lo había deseado pero tampoco podía decir que no lo apoyara porque yo sabía que no era verdad, por eso quería evitar que le preguntaran su opinión y, cuando lo hacían, contestaba vagamente y sin pronunciarse.

Nos quedamos en el restaurante para tomar las copas. Manuel había conseguido acostumbrar a Marina a tomar gin-tonic, y a hacerlo de la misma forma que él, lo que no había logrado conmigo. Ellos dos siempre pedían G’Vine con tónica y el zumo del limón exprimido. David solía tomar pacharán y yo no solía tomar nada, aunque de vez en cuando me apetecía un cubata de ron. Y ese día me apetecía, había que celebrarlo.

—¿Estás completamente segura de lo que has hecho? —Marina y yo hablábamos entre nosotras, mientras Manuel y David hablaban entre ellos.

—Ha sido la pregunta del día. Sí, estoy completamente segura.

—¿No te arrepientes ni un poquito?

—Ni un poquito.

—Debes confiar mucho en Manuel para tomar la decisión de vivir de sus ingresos.

—Cada uno tiene su forma de contribuir en casa. —La miré fijamente fingiendo hacerme un poquito la indignada—. Además, llevamos veinte años juntos. Creo que somos una familia sólida, ¿a ti no te lo parece?

—¡Claro que sí! —contestó en un tono que quería quitar importancia al comentario—. Ya sabes que me gusta hacer de abogada del diablo y que a mí me costaría mucho tomar una decisión así porque, a pesar de que ser madre es mi mayor deseo en la vida, no querría renunciar a trabajar por estar con mi hijo.

Marina y David no habían tenido suerte en ese aspecto. No podían tener hijos por lo que parecía ser una secuela de las paperas que David padeció de niño, y esto había hecho que Marina se obsesionase con la idea de ser madre. Incluso a estas alturas, cuando tendría que haber renunciado a la esperanza de conseguirlo, seguía sin asumir que tenía que ser así, y el tema seguía crispándola de forma inconcebible; eran muchas las veces que actuaba como si estuviera enfadada con el mundo por este asunto. Puede que por eso sintiera tanta devoción por mis hijos y que me agradeciera tanto que la hiciera madrina de Marina y que la llamara como ella. Era una segunda madre para ellos y una hermana para mí. Pero también era muy ambiciosa profesionalmente y por eso no creo que entendiera muy bien mi decisión.

—Es que eres muy buena abogada —me dijo, cogiéndome el brazo cariñosamente—. Y no es justo que el mundo se pierda una gran profesional como tú.

—Gracias, Marina. Pero creo que eres un poquito subjetiva. ¿No crees que tus palabras pueden estar mediatizadas por nuestra amistad? —le repliqué con ironía.

—No, Lucía. Este mundo es muy pequeño. Todos nos conocemos. Y yo sé la consideración que tienes en la profesión.

—¿Tú crees? Pues yo sé de alguno que no me considera de esa manera que tú cuentas.

—En Carter and Robinson también te consideran una excelente abogada —contestó, sabiendo a lo que me refería.

—Pues han tenido una extraña manera de demostrármelo.

Marina también trabajaba en Carter and Robinson. Yo había empezado dos años antes porque ella tardó siete años en licenciarse en Derecho; le gustaba demasiado divertirse y no renunciaba a una buena juerga por un examen. Cuando acabó la carrera, Manuel y yo ya salíamos juntos, y entre los dos conseguimos que Carter contratara a Marina. Tuvimos que luchar bastante porque ella no era precisamente el perfil que allí se tenía en cuenta, pero Manuel ya era bastante influyente por aquella época y al final lo logramos. Marina estaba muy agradecida, pero a veces pienso que nos equivocamos porque ella no era muy responsable y tenía un carácter que había provocado más de un conflicto, pero era mi amiga y yo quería lo mejor para ella y, si esto era lo que ella quería, me alegraba de haberla ayudado.

—Ya sabes cómo son los bufetes internacionales —replicó Marina con tono condescendiente—. Carter and Robinson lo único que hace es seguir un patrón preestablecido. Sin ningún fundamento, pero tácitamente aceptado. Sin embargo, si una a una las personas que trabajan en él te fueran dando su opinión, no bajarías del diez. Tu profesionalidad es indiscutible.

—Ya… —dije, pensando que ese tipo de bufetes estaban compuestos siempre por personas cuyo único objetivo era llegar a lo más alto en el escalafón establecido, eliminando con todo tipo de excusas y zancadillas a quien se encontrara en su camino, y que la profesionalidad era lo que menos les importaba.

En Carter nunca estuvo bien visto que Manuel y yo saliéramos juntos. No había ninguna norma oficial pero, como decía Marina, había un patrón preestablecido, tácitamente aceptado, según el cual no debía haber parejas dentro del bufete. Al principio sólo hubo algún que otro comentario improcedente y molesto, pero cuando nos casamos empezaron a hacerme la vida realmente imposible. Me tocó a mí porque Manuel tenía una categoría más alta que yo dentro del bufete y porque era hombre y no tendría que pedir nunca una baja maternal. Era verdad que me consideraban una buena abogada, por eso nunca pude entender esa actitud, pero la situación llegó a hacerse insostenible después de tener a Marina, mi segunda hija. Tuve que abandonar Carter para que Manuel pudiera tener vía libre y seguir triunfando, mientras yo pasé un tiempo de incertidumbre y desasosiego hasta que encontré trabajo en Betancourt. Con un hijo pequeño y una hija recién nacida no había muchos despachos de abogados que me quisieran contratar, pero tuve la suerte de cruzarme con Alberto, y él no era como los demás.

—Bueno, no te quejes. No te ha ido tan mal en Betancourt —continuó Marina.

—No, claro que no. De hecho, es lo mejor que me ha podido pasar en la vida. Pero hubiera preferido que fuera una decisión personal.

—¡Qué más da cómo haya sido la decisión! Lo importante es que ha sido bueno para ti.

Me salió un gesto de resignación. Yo conocía a Marina y, si hubiera estado ella en mi lugar, no habría sido tan condescendiente.

—¿Y Manuel? ¿Qué dice?

—No dice nada, ya le ves.

—Sí, pero tú le conoces. Sabrás lo que realmente piensa.

—Tú también le conoces, ¿qué crees que piensa?

—Te aseguro que no tengo ni la menor idea.

—Creo que está encantado —contesté con una sonrisa que delataba que estaba contenta de agradarle.

—¿Estás segura?

—Sí —dije con firmeza.

Marina abrió los ojos como para transmitir que podía estar equivocada.

—¿Qué te pasa hoy? Estás más abogada del diablo que nunca.

—Perdona —contestó apretándome de nuevo el brazo.

—¿Te parece una imprudencia que haya dejado de trabajar o es que tienes envidia?

—Las dos cosas. Ja, ja, ja… —Rió para relajar el ambiente y decidió cambiar de conversación.