Casi dos años hace ya que vivo en una mazmorra. Me sentí invadido, al principio, por una salvaje desesperación. Me causaba mi desgracia un dolor desgarrador, cuyo aspecto no inspiraba más que compasión; me sentía poseído de una espantosa e impotente rabia, cubierto de un desprecio e inundado de amargura; pesar del alma que lloraba en alto, miseria imposible de expresar, dolor que tenía que estar callado. Pasé por todas las formas posibles del padecimiento, y mejor que Wordsworth sabría yo expresar lo que pretendió expresar él en sus versos:
Siempre es lúgubre y triste el sufrimiento,
porque de lo infinito posee el carácter.
Pero, tal como a ratos me hacía dichoso la idea de que mis padecimientos serían sin fin, no podía hacerme a la idea de que no tuviesen el menor significado. En mí mismo descubro ahora algo recóndito, que me dice que nada carece de sentido en el mundo, y menos todavía el sufrimiento. Y este algo, que me habla como me habla y se encuentra profundamente enterrado en mí, como un tesoro en un campo, es la humildad. Es lo mejor y lo último que resta en mí, el más alejado término que he podido alcanzar, el punto de partida de una evolución nueva. Por error ha brotado en mi interior, y me dice esto que ha llegado en el más preciso momento.
Antes, no podía haber venido; ni después, tampoco. Si me hubiera hablado alguien de humildad, de mí lo habría apartado; si me la hubiera traído alguien, yo la hubiera rechazado; pero la encontré yo mismo, y es por eso que deseo conservarla.
Imposible que sea de otra manera; es ella lo único que en sí misma lleva gérmenes de vida, de una vida nueva, lo único que me aporta los gérmenes de mi vita nova.
De todas las cosas, es la más singular: no se puede regalarla, ni aceptarla como un regalo. Por fuerza, para adquirirla, hay que despojarse de todo lo que se tiene. Y sólo se entera uno de que la posee, luego de haberlo perdido todo.
Hoy, convencido ya de poseerla, clara y nítidamente veo lo que me corresponde hacer, lo que necesariamente tengo que hacer. Y no me refiero, al decir esto, a ley externa alguna ni a precepto alguno; no existen, para mí. Soy mucho más individualista que antes. Aparte de lo que lleva uno en sí, me parece que todo carece de valor. Busca mi naturaleza una nueva forma de realizarse personalmente. Y no me ocupa cosa alguna, sino ésta. Y lo que primero debo hacer, es libertarme de todo sentimiento acibarado para con el resto del mundo.
No poseo en absoluto recursos y abrigo. Y, empero, todavía existe algo más duro que esto: hablo con absoluta sinceridad cuando afirmo que, antes de abandonar esta cárcel con rencor contra la humanidad, preferiría de corazón ir a mendigar mi pan de puerta en puerta. Si no recibiese nada en la mansión de los ricos, con toda seguridad habrían de darme algo los pobres.
Muy a menudo se muestra avaricioso el que mucho tiene. El que tiene poco, siempre está dispuesto a compartirlo con otro. Lo mismo me importaría tener que dormir en el estío sobre el fresco césped, y buscar en invierno un cálido refugio en un almiar de heno, o debajo de un gran henil, siempre y cuando se abrigase el amor en mi corazón. Ahora, las cosas exteriores de la existencia, me parecen carecer absolutamente de importancia. Ya puedes ir viendo en esto, cuánto he marchado por la senda del individualismo, o mejor dicho he de marchar lentamente, porque larga es la jornada, y se halla mi senderillo sembrado de espinas.
La verdad es que me consta que mi destino no habrá de hacerme pedir limosna por la carretera, y que si reposo alguna noche tendido sobre la hierba fresca, será para dedicarle sonetos a la luna. Cuando salga de esta cárcel, me estará aguardando en su exterior Robbie, ante el enorme portón con barrotes de hierro. Y es ése el símbolo, no de su propio afecto tan sólo, sino del afecto de muchos otros. En todo caso, supongo que he de recibir lo necesario para vivir más o menos un año y medio. Y si entonces no escribo libros hermosos, por lo menos estaré en condiciones de leerlos. ¿Existe, por ventura, felicidad más grande?
Mas, creo que me será dado aún resucitar mi poder creador.
Pero, si así no fuera; si por el mundo no me quedase ya amigo alguno, y ninguna casa me abriese compasivamente sus puertas; si tuviera que resignarme a cargar con las alforjas y a vestir los andrajos de la absoluta pobreza, podría aún, siempre que libre de todo sentimiento de venganza estuviese, y libre asimismo de todo sentimiento de crueldad y menosprecio, hacer frente a la vida con infinitamente más serenidad y confianza que si mi cuerpo estuviese cubierto de púrpura y se hallase mi alma preñada de odio.
Y por cierto que no ha de ofrecerme esto la menor dificultad. Quien cobije en sí el amor, verdaderamente, amor para consigo mismo encuentra. No he menester de decirte que no concluye aquí mi tarea. Relativamente fácil sería, de lo contrario. Muchas, muchísimas son las cosas que ante mí se hacen presentes. Debo escalar cimas mucho más altas y atravesar valles mucho más oscuros. Y ha de salir todo de mí mismo, de mí mismo… No pueden concederme ayuda, ni la religión ni la moral, ni la razón.
No puede concederme ayuda la moral. Soy un ser esencialmente autonomista, y formo parte de aquellos para quienes las reglas no existen, pero sí la excepción. Pero, al propio tiempo que comprendo que nunca es dañoso lo que uno hace, comprendo, también, que puede existir el mal en aquello que uno va siendo, y puede ser de considerable ayuda el conocimiento de esta verdad.
No puede la religión concederme ayuda. Tal como creen otros en lo que no pueden ver, yo, en cambio, creo únicamente en aquello que me parece ver y palpar. Viven mis dioses en templos erigidos por la mano del hombre, y se cierra y perfecciona mi evangelio dentro de la esfera de la verdad experimental. Y acaso con exceso, pues como la mayor parte de los hombres que buscan en esta tierra su cielo, yo he descubierto en ella, por partes iguales, la belleza celeste y los horrores del Averno. Cuando sobre la religión empiezo a pensar, me doy cuenta de que me agradaría fundar una Orden para los que no pueden creer: y esa Orden podría denominarse Comunidad de los Incrédulos. De pie ante un altar en el cual no ardiese cirio alguno, un sacerdote, cuyo corazón no conociese la paz, celebraría con pan carente de consagración y con un cáliz sin vino. Para ser reales, todas las cosas tienen que trocarse en religión. Y habrá de poseer su ritual la doctrina de los agnósticos, como la doctrina de todas las creencias. Sus mártires ha sembrado; por lo consiguiente, debería cosechar santos y agradecer cotidianamente a Dios el no haberse ofrecido a las miradas de los hombres. Mas, tanto la fe como el agnosticismo, nada en mí puede ser exterior. Necesario es que cree yo mismo sus símbolos. Es trascendente, únicamente lo que su propia forma modela. Si en mí no consigo descubrir su secreto, nunca lo descubriré, y si no lo tengo ya, nunca más lo volveré a tener.
No puede prestarme ayuda la razón. Me declara que las leyes aquellas de que fui víctima, son injustas y fueron vulneradas, y que está vulnerado y es injusto el sistema bajo el cual he padecido. Pero habré de componérmelas de alguna manera para que las dos cosas sean, al propio tiempo, justas y buenas para mí. Y así como en el arte no se preocupa uno más que por un determinado objeto en un momento determinado, lo mismo ocurre con la evolución ética del carácter. Consiste mi tarea, entonces, en lograr que redunde en mi beneficio todo cuanto me ha acaecido.
El camastro de tablas, la comida inmunda, los duros cordeles que debemos deshilachar para trocarlos en blanda estopa, hasta que nos insensibiliza el dolor las yemas de los dedos; la faena de siervos que inaugura y clausura el día; la indumentaria horrenda que torna el dolor grotesco; el silencio, la soledad, la vergüenza, estos padecimientos todos, es necesario que los convierta en etapas del espíritu.
No dejaré de tratar de convertir en un ascenso espiritual ni una sola degradación corporal.
Deseo poder llegar a decir con la mayor sencillez, sin hipocresía, que mi existencia tuvo dos momentos decisivos: cuando me envió mi padre a Oxford y cuando me mandó a la cárcel la sociedad. No es mi deseo decir con esto que el hecho de ingresar en la cárcel sea lo mejor que me podía haber ocurrido, pues implicaría esto una amargura excesiva contra mí mismo. Prefiero decir, u oír que dicen de mí, que habré sido tan característico hijo de mi época, que, en mi perversidad, y a consecuencia de la misma, troqué en malo lo bueno de mi vida, y en bueno lo malo.
Y entre tanto, poco importa lo que yo u otros podamos decir. Lo esencial que se me presenta, y que debo realizar, si no es mutilado, destruido o defectuoso el escaso tiempo que me resta aún, es absorber en mí todo lo que se me ha hecho, transformarlo en una parte de mí mismo, aceptarlo sin protestas, sin resistencias y sin temores. Es la liviandad el mayor de los vicios. Es justo todo cuanto llega a la conciencia.
Hubo quien me aconsejó al principio de mi reclusión, que tratase de olvidar quién era. No podía ser más desdichado el consejo. Únicamente dándome cuenta de lo que soy, pude encontrar algún consuelo. También hay quien me aconseja ahora que, no bien me vea en libertad, trate de olvidar que he morado en la prisión. Pero me consta que esto sería del mismo modo fatal, pues me sentiría perseguido mi vida entera por un sentimiento inaguantable de vergüenza, y todo lo creado para mí y para los demás: la belleza del sol y de la luna, las estaciones del año, la armonía de la aurora y el silencio de las largas noches, la lluvia que murmura entre el follaje, y el rocío que al caer sobre el césped lo cubre de plata, estaría todo pisoteado para mí y perdería su fuerza curativa y su propiedad de derramar alegría.
Equivale a impedir el propio desarrollo; deplorar la propia experiencia es como sellar con una mentira los labios de la propia vida. Es nada menos que intentar renegar de la propia alma.
Y es que, tal como el cuerpo absorbe toda clase de cosas, tanto las más ordinarias e impuras, como aquellas consagradas por el sacerdote o el éxtasis, y las convierte en agilidad y fuerza, en el hermoso juego de los músculos, en las formas de la carne luminosa, en los tonos y curvas de las cabelleras, de los labios y de los ojos, también es la actividad nutricia del alma, que puede trocar en nobles excitaciones y pasiones de amplio alcance, lo bajo, lo cruel y degradante; más todavía: que puede precisamente hallar en ello su modo más noble de afirmarse y que, a menudo, se exterioriza de la más perfecta manera, a través de aquello cuya primera intención era de destrucción o de profanación.
Necesario es que acepte ya francamente haber sido uno de los viles reclusos de una vil cárcel. Y, por muy raro que esto parezca, no avergonzarme de ello es una de las enseñanzas que debo inculcarme. Es necesario que acepte esto como un castigo: no sentir vergüenza de un castigo, equivale a no haberlo recibido. Cierto es que fui condenado por muchas cosas que no cometí, aunque también por muchas que confieso haber cometido, y que hay todavía en mi vida muchas más de las que no se me pidió cuenta jamás. Y, como lo dije ya en esta carta, ya que es difícil conformar a los dioses, y lo mismo nos castigan por lo que existe en nosotros de bueno, que por lo que de malo y perverso haya, no me queda más remedio que conformarme con ser castigado, tanto por lo bueno como por lo malo. No me parece que sea esto justo del todo. Ayuda, al menos, o debería ayudar a considerar las dos cosas con sensatez, y a no envanecerse por demás de ninguna de ellas. De modo, que si en vista de ello, no me avergüenzo de mi castigo, y espero conseguirlo, podré pensar, andar y vivir con la mayor libertad. Muchos hombres hay que, al ser puestos en libertad, consigo se llevan la cárcel y la esconden en su corazón, como si fuera una secreta ignominia, y acaban por arrastrarse en un agujero como desventurados envenenados, hasta morir allí. Es espantoso verlos reducidos a semejante extremo, e injusto, terriblemente injusto; que les impulse a ello la sociedad. Se arroga la sociedad el derecho de infligir al individuo horrendos castigos, pero posee asimismo el supremo vicio de la liviandad, y no llega a comprender la verdad de lo que realiza. Abandona a sí mismo al hombre que ya ha cumplido su condena, porque se desinteresa de él, en el preciso momento en que más estrecho es el deber que tiene para con él. Realmente se avergüenza de su propia obra, y elude a quienes ha castigado, como se escapa de un acreedor a quien no es posible pagar, o de alguien a quien se causó un irreparable perjuicio. Por mi parte, puedo yo pretender que, tal como me represento lo que sufrí, se representa la sociedad cuanto me hizo, y que no perdure, ni en ella ni en mí, ninguna clase de amargura ni de odio.
Naturalmente que sé muy bien que, desde determinado punto de vista, han de ser las cosas mucho más difíciles para mí que para otros, y que no puede dejar de ser así, en vista de mis circunstancias. Los desdichados ladrones y vagabundos que están aquí recluidos conmigo son, en diversos aspectos, más dichosos que yo. El breve espacio que presenció sus delitos, en una grisácea ciudad o en un verdeante campo, es muy reducido; para tropezar con seres que todo lo ignoren de ellos, no han menester de recorrer más tierra que la que cruza un ave en su vuelo, desde el anochecer hasta la aurora. El mundo, para mí, es en cambio como la palma de la mano, y a cualquier parte adonde vaya, mi nombre he de ver grabado en las rocas, con letras de bronce.
Y ello porque no emergí de las tinieblas a la tajante luz de la pasajera fama del delincuente, sino que desde la gloria inmortal me precipité en la infamia. Y tengo la impresión, a veces, de que hubiese probado, si en realidad necesitase ello semejante demostración, que sólo media un paso entre la gloria y la infamia, y acaso menos de un paso.
Pero, justamente el hecho de que allí donde me presente me conocerán los hombres y estarán enterados de mi vida toda, o por lo menos de mis locuras todas, puede ser un bien para mí: me impondrá la necesidad de afirmarme nuevamente como artista, y ello lo antes posible. Bastará con que consiga producir una hermosa obra de arte, para que me vea en situación de arrancarle su ponzoña a la maldad, a la cobardía sin sarcasmos, y de raíz la lengua a la calumnia. Y aunque fuese la vida, como seguramente lo es, un problema para mí, también yo soy, a mi vez, un problema para la vida. Preciso ha de ser que busquen las gentes el modo de comportarse conmigo, y con ello expresen su juicio a su respecto y al mío. No preciso decir que a nadie me refiero aquí en particular. Los únicos hombres que deseo tener a mi vera, son los artistas, y aquellos que sufrieron, y aquellos que conocen la belleza, y los que saben lo que es el dolor. Ya nadie me interesa fuera de ellos. No le exijo nada más a la vida. Todo lo que aquí dije, se refiere tan sólo a mi propia posición espiritual ante la vida, en su conjunto considerada, y siento que una de las etapas primeras que debo alcanzar es, por amor a mi propio perfeccionamiento; y a raíz de mi propia imperfección, no tener vergüenza del castigo sufrido.
Luego, también he de aprender a ser dichoso. Sabía serlo antes, o instintivamente creía saberlo. Siempre reinaba la primavera en mi corazón. Era pareja de mi temperamento la alegría de vivir. Colmé mi vida de placeres, como hasta los bordes se colma una copa de vino. Me acerco ahora a la vida con una visión absolutamente nueva, y a menudo habré de serme por demás difícil concebir tan sólo la felicidad.
Me acuerdo que durante mi primer semestre en Oxford leí en El Renacimiento, de Pater, ese libro que una influencia tan extraña había de ejercer sobre mi existencia, cómo sitúa Dante en las profundidades del Averno a los que se empecinan en vivir sumidos en la tristeza. Me dirigí a la biblioteca del colegio, y busqué el pasaje de la Divina Comedia, en donde se especifica que viven bajo el fango del infierno los que se hallan sumidos en la dulzura de la melancolía, y eternamente gimen entre suspiros:
Tristi fummo
nell aer dolce che dal sol s’allegra.
Estaba enterado de que la Iglesia condenaba la accidia; pero me pareció por demás fantástico todo este concepto. Sería ésa una forma de pecado, pensaba yo, inventada por algún sacerdote que nada conocía de la vida. Tampoco podía acabar de comprender cómo el Dante, que dice que el dolor vuelve a unirnos a Dios, podía mostrarse tan duro para con los que bogaban en el éxtasis de la melancolía, si realmente los había. Entonces yo no podía sospechar que esto, algún día, habría de constituir una de las tentaciones mayores de mi vida. Cuando estuve en la cárcel de Wandsworth, hasta llegué a ansiar la muerte. Mi único deseo era morir. Y cuando, luego de una permanencia de dos meses en la enfermería, fui traído aquí y mi estado físico mejoró paulatinamente, bramaba de ira. Me forjé el propósito de suicidarme el mismo día de mi liberación.
Transcurrido algún tiempo, esta crisis decayó, y conseguí convencerme de que debería vivir, pero envolviéndome en una profunda aflicción, como un rey en su púrpura; no tornar a sonreír jamás; convertir en mansión de duelo cada casa que pisase; obligar a mis amigos a marchar a mi vera al lento paso de mi melancolía; demostrarles que es éste el secreto real de la vida; amargarles su júbilo con el dolor ajeno, atormentarles con mi propio dolor. Pero, he cambiado ahora radicalmente de manera de pensar. Comprendo que ofrecer un rostro tan funerario sería, de mi parte, ingratitud y descortesía, pues obligaría a tal cosa a mis amigos, cuando me hiciesen una visita, a poner caras más fúnebres aún, para expresarme de ese modo su simpatía, o en el caso de que se me antojase obsequiarles, invitarles a tomar asiento, en silencio, ante unas amargas hierbas y un yantar de velatorio. Debo aprender a curarme de las cosas y a ser dichoso.
En las dos últimas oportunidades que me fue dado recibir aquí a mis amigos, hice esfuerzos para mostrarme lo más contento posible para evidenciarles mi alegría, a fin de indemnizarlos, por lo menos así, de la prolongada caminata que hicieran desde Londres hasta aquí. Me consta perfectamente que es por demás mezquina la compensación, pero también me consta, y estoy persuadido de ello, que no podía serles ninguna más grata. Hace ocho días el sábado, pasé una hora con Robbie y traté por todos los medios de demostrarle lo más claramente posible, la alegría sincera que su presencia originaba en mí; y el hecho de que, por vez primera desde el día de mi condena, sentí un vivo deseo de vivir, me prueba que las conclusiones y la manera de ver a que voy llegando aquí, en el silencio, efectivamente me encauzan por el sendero correcto.
Tantas son las cosas que debo hacer, que sería para mí una tragedia horrible tenerme que morir antes de haber podido realizar aunque más no sea una parte de ellas. Nuevas posibilidades advierto en el Arte y en la Vida, y cada una de ellas es una forma inédita de perfección. Ansío vivir para poder investigar lo que es un mundo que se me aparece nuevo, casi. ¿Deseas saber cuál es este mundo? Te será fácil adivinarlo: el mundo en el cual he vivido últimamente. Vale decir: el dolor y todo lo que el mismo enseña.
Vivía yo únicamente, otrora, para el placer, y me apartaba yo mismo de las formas todas del dolor y del padecimiento. Los dos me asqueaban. Había resuelto imponerme de su existencia lo menos posible, y considerarlos, en cierto modo, como formas de imperfección. Extraños eran a mi concepto de la vida. Para ellos no había sitio en mi filosofía. Mi madre, que conocía peldaño por peldaño toda la escala de la vida, tenía la costumbre de citarme unos versos de Goethe que le escribiera muchos años antes Carlyle en un libro, y que si mal no recuerdo expresaban:
Quien no comió nunca su pan en el dolor,
ni se pasó llorando y aguardando la lerda mañana,
las largas horas de la noche,
ése no os conoce, potencias celestiales.
Esa noble reina prusiana, tan brutalmente tratada por Napoleón, tenía también la costumbre de recitar estos versos en su humillación y destierro, y los repetía a menudo mi madre, cuando los reveses de los últimos años.
Pero yo me negaba a admitir, en una forma rotunda, la grandiosa verdad que se ocultaba en ellos. No alcanzaba a comprenderlos, y me acuerdo todavía hoy cómo le decía a mi madre que no me agradaba en absoluto comer mi pan con lágrimas, ni pasarme las noches llorando y esperando despierto un todavía más triste amanecer.
No podía imaginarme que ésa era una de las sorpresas para mí reservadas por el destino; que durante un año entero apenas si habría de hacer otra cosa. Pero, era tal la parte que me fuera adjudicada, y en el transcurso de los últimos meses, luego de luchas y dificultades sin cuento, conseguí comprender algunas de las enseñanzas que se esconden en lo más recóndito del dolor.
Hablan a veces del dolor como de un misterio, los sacerdotes y demás individuos que sin discernimiento recurren a frases carentes de sentido. En puridad de verdad, es el dolor una revelación, pues se conoce por él eso en que jamás se había pensado, y consideramos entonces la historia bajo un punto de vista muy diferente. Y aquello que débil e instintivamente presumíase en el arte, entonces aparece en el campo del pensamiento y del sentimiento, a través de una perfecta nitidez de visión, y representado con toda intensidad.
Comprendo ahora que el dolor, la emoción más noble de que es el hombre capaz, es al mismo tiempo el modelo original y la piedra de toque del gran arte. De acuerdo con lo que busca siempre el artista, es ésa la forma de vida en la cual estén fundidos el cuerpo y el alma, en forma inseparable, en la que lo exterior expresa lo interior que por él se exterioriza.
No son muchas estas formas de existencia: pueden servirnos de modelo en un momento dado, el cuerpo de un joven y las artes que se encargan de representarlo, podrá también complacernos la idea de que la moderna pintura del paisaje, en la fineza y dulzura de sus impresiones por su manera de indicar el espíritu que mora en lo externo y se envuelve en la tierra y el aire, en la neblina y en la configuración de las ciudades, por la excitante y mórbida armonía de sus impresiones y matices, para nosotros realiza, por el colorido, lo que hubieron de realizar los griegos con tanta perfección plástica. Es la música, en la cual el tema se esfuma en la expresión, de la cual no puede ser separada, un complejo ejemplo de aquello que quiero expresar, así como son un sencillo ejemplo de esto una flor o un niño. Pero el dolor es el modelo supremo, tanto en la vida como en el arte. Podrá ocultarse detrás de la alegría y de la risa su temperamento tosco, recio, limitado, pero cabe tan sólo dolor detrás del dolor. No usa careta el dolor, contrariamente a la alegría. No está la verdad, en arte, en la relación que puede guardar la idea esencial con la existencia accidental; no está en la semejanza de la forma con su sombra, o en la representación de la forma con la sombra misma; no es el eco que devuelve la cavidad que forma la colina, ni la fuente de plata del valle, tampoco, que la luna muestra a la luna, y Narciso a Narciso. Consiste la verdad, en arte, en la concordancia que guarda un objeto consigo mismo; en que se convierte lo exterior en expresión de lo interior, en carne el alma, y en que el cuerpo está animado por el espíritu. Y por ello no existe verdad comparable a la del dolor. Algunas veces me parece que es el dolor la verdad única. Y todo lo restante, fantasías de la vista o del deseo, cosas nacidas para cegar a aquélla y para saciar éste. Pero están forjados los mundos con dolor, y no puede verificarse sin dolor, ni el nacimiento de una criatura, ni el de una estrella.
Y hay aún más: tiene en sí mismo el dolor una realidad extraordinariamente intensa. Dije ya que había sido yo una encarnación del arte y de la cultura de mi siglo. No hay en esta mansión del dolor ningún miserable, ninguno de mis compañeros, que no encarne el misterio todo de la vida. Porque es el sufrimiento el misterio de la vida. Detrás de todo lo demás está escondido. Apenas empezamos a vivir, se nos brinda lo dulce tan dulce, y tan amargo, que dirigimos inevitablemente todo nuestro afán hacia las alegrías de la existencia, y no nos conformamos ya con alimentarnos un mes o dos con miel, sino que querríamos no probar nunca otro alimento, sin saber que, realmente, en el transcurso de ese lapso dejamos que se muera de hambre nuestra alma.
Me acuerdo de haber hablado de esto, una vez, con uno de los seres más encantadores que tuve ocasión de conocer, una mujer cuya gran simpatía y noble bondad para conmigo, tanto antes de la tragedia de mi prisión, como después, es imposible describir; una mujer que, ignorándolo, me ayudó de verdad, más que nadie en este mundo, a sobrellevar la carga abrumadora de mis pesares, y ello simplemente por ser como es: a medias un ideal, a medias una fuerza activa, una expresión de lo que podría uno llegar a ser, y una ayuda real para decidir lograrlo: un alma cuya dulzura infunde al aire de cada día, y que hace aparecer lo espiritual tan simple y natural como la luz del sol, o como el mar; una mujer merced a la cual se dan la mano y cumplen una misión idéntica, la belleza y el dolor.
Me acuerdo con exactitud cómo, en esa oportunidad que acude hoy a mi mente, le dije que una sola callecita de Londres contenía olor suficiente para demostrar que no ama Dios a los hombres, y que allí donde sufre alguien, aunque este alguien no sea más que una criatura llorando en un jardín una culpa que no ha cometido, o que ha cometido, está desfigurada la faz de la creación. Expresándome de esta manera, yo estaba completamente equivocado, y así me lo hizo notar ella, aunque no podía yo creerlo, pues no me encontraba entonces en condiciones de poder experimentar semejante sentimiento.
Creo actualmente que el amor, sin discutir su calidad, es la única explicación plausible para la cantidad inmensa de dolor que existe en el mundo. No alcanzo a concebir una explicación distinta, y estoy persuadido de que no puede haberla tampoco. Y si verdaderamente, como dije antes, está el mundo forjado de dolor, la mano del dolor es la que lo ha construido, pues de otro modo el alma del hombre, para la cual fue creado este mundo, no podría alcanzar nunca el completo desarrollo de su perfección. Para el cuerpo hermoso, está el placer; para la hermosura del alma, el dolor.
Involucran mis palabras demasiado orgullo, cuando digo que estoy firmemente persuadido de ello. Se vislumbra en la lejanía, cual perla sin defecto, la Ciudad de Dios. Tan maravillosa es, que desearía uno poder creer que le sería dado a una criatura alcanzarla en un día del estío. Y por cierto que puede alcanzarla una criatura, pero no yo ni mis semejantes. En un instante dado, podemos sentir algo en toda su intensidad, pero volvemos a perderlo en las horas siguientes, horas largas y abrumadoras, cual si anduviese con pies de plomo. ¡Tan difícil es «mantenerse en las cimas donde puede el alma caminar»! Pertenecen nuestros pensamientos a la eternidad, pero nos movemos nosotros lentamente a través del tiempo. Y no he menester de insistir sobre la lentitud con que el tiempo transcurre para los que moramos en la cárcel. Ni tampoco sobre el hastío y descorazonamiento que se deslizan con tanta tenacidad en nuestra celda, y en la de nuestro corazón, que en cierto modo nos vemos obligados a limpiar y adornar la casa para ellos, como para una visita importuna, para un amo duro, o como para esclavos de los que fuésemos, por elección personal o disposición de la casualidad, también esclavos nosotros.
Tal vez les resulte a mis amigos difícil creerlo; pero es la pura verdad; es más fácil para ellos, en su existencia de libertad, ocio y holgura, aceptar las lecciones de la humildad que no para mí, que inauguro el día fregando de hinojos el piso de mi mazmorra. Y es que la vida carcelaria, con sus privaciones y restricciones innumerables, le torna a uno rebelde. Y lo más terrible es que, en vez de partirle a uno el corazón —pues para eso están hechos los corazones, para que los quiebren— se lo trueque a uno en pedernal. En ciertos momentos tiene uno la impresión de que sólo podrá dar prisa al día con una frente de hierro y una expresión de desdén en los labios. Y quien se encuentra en estado de rebelión no se halla en condiciones de participar de la gracia —para utilizar la expresión, que tanto agrada, y con razón a mi entender, a la Iglesia— pues tanto en la vida como en el arte, cierra los canales del alma ese estado de rebelión, y no deja penetrar los consuelos celestiales.
Sin embargo, si en alguna parte tengo que aprender las enseñanzas de la humildad, aquí tendrá que ser, y no obstante las muchas veces que me precipitaré en el fango y marcharé con paso incierto entre la niebla, he de alegrarme al ver que mis plantas están en el buen sendero y vueltos mis ojos hacia la puerta que denominan hermosa.
Esta Nueva Vida, como me agrada llamarla a veces por amor al Dante, no es nada una nueva vida, naturalmente, sino sencillamente la lógica evolución que prolonga mi existencia anterior. Me acuerdo que en Oxford, el año que me gradué, dije a uno de mis amigos, una mañana en que íbamos al Magdalen College, por unas estrechas callejas por las que revoloteaban los pájaros, que era de mi gusto probar los frutos de todos los árboles del jardín del mundo y que, con esa pasión en el corazón, yo me adentraba en la vida. Y así, de acuerdo con mi expresión, me adentré en la vida, y viví así.
Consistió mi único error en limitarme de un modo exclusivo a los árboles que me parecían encontrarse en la parte besada por el sol del jardín, y en evitar el sendero y la zona de sombra y lobreguez. La caída, la desgracia, la pobreza, el dolor, la desesperación, el padecimiento y hasta las lágrimas, las palabras que brotan de los labios entrecortadas por el dolor, el remordimiento que siembra nuestra ruta de espinas, la conciencia que condena, la voluntaria humillación que castiga, la miseria que se echa cenizas sobre la cabeza, las penas del alma que se visten con lienzos toscos y vierten hiel en nuestras bebidas, todas estas cosas me hacían retroceder espantado. Y como había resuelto no hacer nada de ellas, una tras otra hube de probarlas todas, hube de alimentarme con ellas, y tuve que renunciar durante algún tiempo a cualquier otra pitanza.
Ni por un solo momento deploro haber vivido para el placer; intensamente viví para él, como debe hacerse todo cuanto se hace. No hubo placer del cual yo no gozase. La perla de mi alma fue arrojada por mí en una copa de vino. La senda tapizada de flores descendí al son de la flauta, y de miel me nutrí. Pero, el prolongar esa existencia habría quedado trunco, y era necesario seguir avanzando. Me reservaba también sus secretos la otra mitad del Jardín. Como es natural, se encuentra todo esto encarnado en mi arte, y hacia el exterior me proyecta. Pueden verse huellas de eso en El príncipe feliz, y asimismo en el cuento de El rey joven, sobre todo en aquella parte en que el obispo le dice al chico arrodillado: ¿No es más sabio que tú Aquél que creó la Miseria? Cuando escribí estas palabras, apenas si me parecieron algo más que palabras.
Y gran parte de todo eso se encuentra, por fin, disimulado en el tono que, como hilo de púrpura, corre a través del brocado de oro de Donan Gray, brilla a través de la opulenta policromía de La crítica considerada como arte, se lee en letras por demás claras en El alma del hombre; un tema cuya repetición insistente asemeja tanto a Salomé con una pieza de música, concluye como una balada y se ha trocado en carne y en sangre en el poema en prosa del hombre que, con el bronce de la imagen del Placer que un instante dura, debe crear la del Dolor que perdura siempre.
Y no era posible que de otro modo fuese. Es uno aquello que ha de ser, no menos que aquello que ya fue, en cada instante aislado de la vida. Es el arte un símbolo, porque también lo es el hombre.
Si puedo llegar hasta allí, habré alcanzado la realización suprema de la existencia del artista, pues la misma no es más que la prolongación del artista en sí. Consiste la humildad en el artista en aceptar incondicionalmente las experiencias todas, así como el amor estriba en él simplemente en el sentido de la belleza, que al mundo revela su cuerpo y su alma. Pater, en Mario el epicúreo, pretende armonizar la vida del artista con la vida religiosa, en el profundo, austero y gracioso sentido de la palabra. Pero apenas si es Mario un mero espectador, aunque sí un espectador ideal, que puede considerar con sentimientos propios el drama de la existencia, lo cual para Wordsworth es el verdadero destino del aeda. Pero, no es más que un espectador, y acaso por demás ocupado de la elegancia de los bancos del templo, para notar que el templo que ante sus ojos tiene, es el del Dolor.
Noto una relación mucho más íntima e inmediata entre la vida verdadera de Cristo y la vida verdadera del artista, y constituye para mí una inmensa alegría pensar que, mucho antes de que se hubiese adueñado de mis días el dolor, y me amarrase a su carro, yo había escrito, en El alma del hombre, que el que pretende vivir una existencia semejante a la de Cristo, tiene que ser completa y absolutamente él mismo. Y como ejemplo citaba, no solamente al pastor en su llanura, y al preso en su mazmorra, sino al pintor también, para quien el mundo es una mascarada, y el vate, para quien es una canción.
Me acuerdo haberle dicho una vez a André Gide, un día que estábamos juntos en un café de París, que a mí me inspiraba muy poco interés la metafísica, en realidad, y absolutamente ninguno la moral, y que todo lo que fue dicho por Platón y por Cristo podía transponerse de inmediato a la esfera del arte, y en ella hallar su realización perfecta. Esta era una generalización tan profunda como nueva.
No solamente es la íntima relación que podemos ver entre la personalidad de Cristo y la perfección lo que hace la verdadera diferencia existente entre el arte clásico y el arte romántico, y lo que hace aparecer a Cristo como el precursor real del movimiento romántico en la vida, sino que era la misma que la del artista, la esencia de su naturaleza; vale decir, una intensísima imaginación, ardiente como una llama.
Llevó Cristo a toda la esfera de las relaciones humanas, esa imaginación que constituye el secreto de la creación artística. Comprendió el mal del leproso, las tinieblas del ciego, la miseria cruel de los que viven en el placer, y la miseria singular de los opulentos. Me escribiste tú en mi desgracia: ¡Dejas de ser interesante cuando no te encuentras sobre tu pedestal! ¡Cuán distante te encontrabas de lo que denomina Mathew Arnold el secreto de Jesús! Te habrían enseñado ambos que lo que a otro acaece le acaece a uno mismo. Si quieres un lema de útil lectura para cualquier hora, en la hora del dolor y en la hora del placer, escribe en las paredes de tu casa, para que las cubra de oro el sol y de plata la luna, estas palabras: Lo que a otro le acaece, a uno mismo le acaece.
Indudable es que Cristo figura entre los poetas. Su concepción de la humanidad provenía directamente de la imaginación, y no puede ser comprendida más que a través de ésta. Fue el hombre para Él lo que Dios para los panteístas. Fue Él el primero en concebir la unidad de las distintas razas.
Ya existían dioses y hombres antes que Él. Y Él, sintiendo que se habían hecho carne en Él, gustaba de llamarse, a veces, el Hijo de Dios, y el Hijo del hombre, otras. Más que cualquier otro en la Historia, despierta en nosotros esa inclinación hacia lo maravilloso, a que se halla siempre dispuesto el romanticismo. Todavía es para mí algo increíble eso de que un joven labriego galileo se imagine que puede llevar sobre sus hombros todo el peso del mundo; el peso de todo lo que hasta ese momento se había hecho y padecido y de cuanto habría de hacerse y padecerse: los pecados de Nerón, de César Borgia, de Alejandro VI, del que fue emperador de Roma y también sacerdote del Sol; los padecimientos de todos aquellos, que forman legión, que yacen entre ruinas, los sufrimientos de los pueblos oprimidos, de los niños que laboran en las fábricas, de los ladrones, de los presidiarios, de los desheredados de la suerte, y de los que están sojuzgados y cuyo silencio sólo puede oír Dios. Y no solamente llega a imaginárselo, sino que lo realiza efectivamente, de modo que hay todavía los que entran en contacto con Él, aunque ante sus altares no se prosternen, ni se pongan de hinojos ante sus sacerdotes, tienen hasta cierto punto la impresión de que se les esfuma la fealdad de sus pecados y se les rebela la hermosura de sus padecimientos.
Dije ya que Cristo figura entre los aedas, y es la pura verdad. Son hermanos suyos Shelley y Sófocles… Pero su misma vida constituye el más maravilloso de sus poemas, y en todo el ciclo de la tragedia griega no hay nada que pueda asemejarse al temor y la piedad de esta vida. La pureza del protagonista eleva este edificio a una altura de arte romántico que, a causa de su propio horror, les está prohibido a los padecimientos de las familias de Tebas y a la de los Átridas. Y demuestra también esta pureza lo erróneo que era el axioma expuesto por Aristóteles en su Tratado del Drama, y que sentaba que era imposible soportar el espectáculo del castigo de un inocente. Ni en Esquilo ni en Dante, el austero maestro de la ternura; ni en Shakespeare, el más nítidamente humano de todos los grandes artistas; ni en todos los mitos y todas las leyendas celtas, en los cuales luce la gracia del mundo a través de una niebla de lágrimas, y no vale la vida de un hombre más que la de una flor, nada hay que a causa de su sencillez conmovedora, unida a la sublimidad del trágico efecto de que proviene, nada hay que igualarse pueda, ni siquiera acercarse, al acto último de la historia de la Pasión de Cristo. La simple Cena aquélla, con sus discípulos, uno de los cuales le ha vendido ya por unos pocos dineros; la angustia aquella del alma en el Jardín, en el apacible Jardín alumbrado por la luna, y en el cual habrá de acercarse a Él el falso amigo para traicionarle con un beso; el amigo aquel que creía aún en Él, y en el cual Él creía poder basar, como sobre una roca, un refugio para la humanidad, y que lo niega apenas el gallo canta al alborear el día; aquella Su absoluta soledad, aquella su sumisión con que Él lo acepta todo, junto a éstas, esas otras escenas en que el Gran Sacerdote de la Ortodoxia, en su furia, le desgarra sus vestiduras, manda el funcionario de la Justicia civil traer agua, con la fútil esperanza de poder limpiar la mancha de sangre inocente que lo hace aparecer como la figura más sangrienta de la Historia; la escena —uno de los más maravillosos sucesos de los libros todos de todos los tiempos—, en que le es colocada la corona de espinas; esa otra escena de la crucifixión del inocente ante los ojos llorosos de su madre; aquella —en tanto se reparten y juegan sus vestiduras los soldados— de la muerte horrenda por lo cual dio al mundo el más eterno de sus símbolos: y finalmente, aquella otra de su entierro en el sepulcro del rico, la escena en que su cuerpo es embalsamado con preciosas especies y perfumes, y envuelto en una mortaja egipcia, como si fuera el hijo de un rey.
Al considerarse aisladamente estas escenas, y solamente desde el punto de vista artístico, hay por fuerza que agradecer que el más solemne de los oficios de la Iglesia sea, sin efusión alguna de sangre, una representación de la tragedia del Calvario; la mística representación de la historia de la Pasión del Señor, mediante el diálogo, los trajes y hasta los gestos. Es siempre para mí una fuente de respetuosa elevación pensar que lo que resta del coro griego, perdido ya para el arte, sobreviene en otros terrenos con el acólito que ayuda al sacerdote a oficiar la misa.
Y, sin embargo, la vida de Cristo es un conjunto —a tal extremo están fundidos en su significación y en su representación la belleza y el dolor—, un idilio verdadero, a pesar de terminar en el desgarramiento de las cortinas del templo, en las tinieblas que cubren la tierra, y en el movimiento que levanta la piedra del sepulcro. Siempre nos representamos a Cristo como a un novio entre sus discípulos, tal como Él mismo se describe en una oportunidad; como a un pastor recorriendo un valle con sus ovejas, en busca de verdeantes prados o de frescos riachos; como un cantor que pretendiese levantar con su música los muros de la Ciudad de Dios; como un amante para cuyo amor es demasiado chico el mundo entero. Me parecen encantadores sus milagros, como la llegada de la primavera, y no menos naturales. Poco trabajo me cuesta creer en un encanto tal de su persona, que fuese bastante su simple presencia para inundar las almas de paz, y para que olvidasen todos sus dolores, aquellos que tocaban sus vestiduras. O para que, al transitar por el camino real de la Vida, personas para las cuales hasta ese momento constituía un secreto el misterio de la existencia, abriesen a la luz los ojos, y para que aquellos que cerraban sus oídos a cualquier otra voz que no fuese la del placer, comprendieran por primera vez, la voz del amor y la encontrasen armoniosa cual la lira de Apolo, o para que, a su arribo, escapasen todas las malas pasiones, y los hombres, cuya existencia sórdida y hermética se parecía a una forma de muerte, se alzaran de sus tumbas morales al llamarles Él; o para que la multitud, a la cual des de la falda de la montaña predicaba, olvidase su sed y su hambre; y los padecimientos del mundo, y los amigos a los cuales hablaba en tanto comían, gustasen, cual si fueran sabrosos manjares, los más ordinarios alimentos, y les supiese el agua cual generosos vinos, y se esparciese por la casa toda, el dulce perfume de la mirra y de los nardos.
Dice Renán en su Vida de Jesús —ese encantador quinto evangelio, que podría llamarse el Evangelio según Santo Tomas—, que la suprema obra de Cristo consiste en haber sabido conservar, aún después de muerto, el amor que poseyera en vida. Y es cierto que, aunque su lugar esté entre los poetas, también se encamina hacia Él el cortejo de los amantes. Reconoció Él que el amor es el secreto principal del mundo, el secreto investigado por los sabios, y que tan sólo por medio del amor es posible llegar hasta el corazón del leproso y hasta las plantas del Señor.
Pero, por encima de todas estas consideraciones, aparece Cristo como el mayor de los individualistas. Como aceptación artística de todas las experiencias, la humildad no es más que un medio de manifestarse. Lo que persiguió Él en todo momento, fue el alma del hombre. La denomina el reino de Dios, y la descubre en cada uno de nosotros.
Compara esa alma con una serie de nimiedades, con un grano de semilla, con un poco de levadura, con una perla, y ello, porque no puede uno forjar su alma más que liberándose de todas las pasiones extrañas, de toda la cultura adquirida, de todo lo que exteriormente se tiene, tanto de lo bueno como de lo malo.
Me rebelaba contra todo, con la tenacidad de mi voluntad y más aún con el espíritu de contradicción ingénito en mí, hasta que no me quedó nada, absolutamente nada en el mundo, salvo Cyril. Había perdido mi nombre, mi situación, mi dicha, mi libertad, mi fortuna. Era un pobre y un recluso, pero me restaba mi bien más preciado: mis hijos. Y la ley me los arrebata de repente. Tan terrible fue el golpe que permanecí como alelado. Me puse de rodillas, agaché la cabeza, lloré y dije: Es el cuerpo de un niño como el cuerpo del Señor; no soy ya digno de ninguno de ellos. Y sin duda fue ese momento el que me salvó. Comprendí en ese momento que sólo me correspondía aceptarlo todo. Y desde ese momento —por raro que pueda esto parecer—, soy dichoso, pues conseguí llegar hasta lo más profundo de la esencia de mi alma. Había demostrado ser su enemigo, bajo muchos aspectos, y la encontré aguar dándome como un amigo. Al entrar en contacto con su propia alma, se torna uno sencillo como una criatura, y es esto lo que debemos ser, de acuerdo con las palabras de Cristo.
Es realmente trágico pensar lo escasos que son los hombres que se encuentran en posesión de su alma, antes de la muerte. Expresa Emerson: No existe nada más raro en un hombre que una acción de su propia voluntad.
Es esto una verdad de a puño, pues son distintas de sí mismo la mayoría de las personas. Piensan con ideas ajenas; su vida es una parodia de vida, y sus pasiones remembranzas. Cristo no solamente fue el mayor individualista, sino también el primero de la Historia. Algunos han pretendido presentarlo como uno de los tantos y detestables filántropos del siglo XIX, o como un altruista que apareció entre gentes ignaras y sentimentaloides. No fue ni lo uno ni lo otro, en realidad. Por cierto que sintió piedad por los pobres, por los presos, por los miserables y por los humildes, pero más aún la sintió por los ricos, por los hedonistas, por los que hacen el sacrificio de su libertad y se convierten en esclavos de las cosas, por los que lucen finísimas vestiduras y moran en palacios dignos de soberanos. La opulencia y el placer le parecieron tragedias más grandes que la pobreza y el dolor. Y en cuanto se refiere al altruismo, ¿quién podía saber mejor que Él que lo que nos impulsa es la inclinación y no la voluntad, y que no es posible arrancar uvas del espino ni cosechar higos entre los cardos?
No era un fin determinado y consciente de su doctrina vivir para los demás. Muy diferente era su base. Dice Cristo: Perdonad a vuestros enemigos, y eso no significa amar a nuestros enemigos, sino a nosotros mismos. Porque el amor es más bello que el odio. Al joven rico le dice: Enajena lo que tienes, y entrégaselo a los pobres, y no piensa, al decirlo, en la condición de los pobres, sino en el alma del mancebo, esa adorable alma que arrastraba la opulencia a la perdición. Su concepto de la vida es idéntico al del artista; el artista sabe que la inevitable ley del propio desarrollo impulsa al vate a cantar, al escultor a pensar en bronce, y al pintor a transformar el mundo en espejo de sus estados de alma, cosas todas tan necesariamente seguras como lo es que el espino dé flores en primavera, madure el trigo en otoño en frutos de oro, y pase la luna, en su ruta previamente trazada, de la forma de disco a la de hoz, y de la de hoz a la de disco.
No les dijo Cristo a los hombres: Vivid para los demás, sino que afirmó que no existe diferencia alguna entre la existencia de los demás y nuestra propia existencia, concediendo con ello a los hombres una enorme y titánica personalidad. La historia de cada hombre en sí, desde el momento de su aparición, puede llegar a ser la historia del mundo, y hasta lo es.
Es verdad que la cultura ha elevado la personalidad del hombre. El arte creó el infinito en nuestro espíritu. Aquél que posee un temperamento de artista hace compañía al Dante en el destierro, y aprende lo sazonado que es el pan ajeno, lo escarpadas que son las gradas de su senda, y aunque por un instante logra la serenidad de Goethe, sabe muy bien qué le gritó Baudelaire a Dios:
Ah! Seigneur! donnez moi la force et le courage
de contempler mon corps et mon coeur sans dégout!
Aunque sea, acaso, para su propio mal, busca el secreto del amor de los sonetos de Shakespeare, y se adueña del mismo, contempla con nuevos ojos la vida moderna, porque ha oído uno de los nocturnos de Chopin, porque penetró en las artes helénicas, o porque leyó la historia de la pasión de un hombre muerto por una mujer, cuyos cabellos parecían finísimas hebras de oro, y que poseía una boca como una granada. Pero la efusión del temperamento del artista, por fuerza se dirige hacia todo lo que ha conseguido su expresión. Tanto en las palabras como en los colores, y tanto en los colores como en el mármol, y lo mismo tras las pintadas carátulas de un drama de Esquilo, que por medio de los perforados y unidos caramillos de un pastor de Sicilia, se manifiestan el hombre y su misión.
La expresión, para el artista, es la única forma por la cual puede comprender la vida. Está muerto, para él, lo que no habla. Pero no ocurre lo mismo con Cristo. Con una imaginación maravillosamente amplia, que infunde realmente miedo, escogió para su reino el universo de lo inexpresado, el silencioso mundo del dolor, y quiso ser un intérprete eterno. A aquellos a quienes ya me referí, que yacen callados bajo la opresión y cuyo silencio es oído tan sólo por Dios, los escogió por hermanos. Pretendió llegar a ser el ojo del ciego, el oído del sordo, y el angustioso grito que brota de los labios de aquellos que tienen su lengua trabada. Ansió ser la trompeta de las multitudes que no habían descubierto modo alguno de expresarse, la trompeta con la cual esas multitudes pudiesen llamar al cielo. Munido de las artísticas dotes de aquél que ve en el padecimiento y en el dolor las formas que le permitirán realizar su concepción de la belleza, comprendió que no tiene valor de ninguna clase una idea hasta que se encarna y transforma en imagen, y debido a esto, hizo de sí mismo la imagen del sufrimiento, y como tal dio impulso y dominó al arte en un grado que no pudo lograr jamás una divinidad griega.
Porque los dioses griegos, a pesar del tono blando y sonrosado y a la agilidad de sus armoniosos y flexibles miembros, no eran en realidad lo que parecían ser. Se parece al disco solar el arco de la frente de Apolo, cuando en el crepúsculo domina una colina, y se asemejan sus pies a las alas de la mañana. Pero él mismo se había mostrado cruel con Marsias, y había raptado a los hijos de Niobe. No apareció en el escudo de acero de los ojos de Atenea, el menor destello de piedad para con Aracné; la pompa y los pavos reales de Hera constituían todo lo que poseía esta diosa de realmente noble, y el propio padre de los dioses había amado demasiado a las hijas de los hombres. Para la religión, eran las dos figuras más profundamente significativas de toda la mitología griega, Demeter, esa diosa de la Tierra que no fue admitida jamás en el Olimpo; y para el arte, Dionisios, hijo éste de una mortal, para la cual el instante de traerlo al mundo fue el de su muerte. Pero la vida misma extrajo de su más honda y humilde capa, una figura infinitamente más espléndida que la de la madre de Proserpina, o que la del hijo de Semelé. Surgió, del taller del carpintero de Nazareth, una personalidad inmensamente más grande que cualquiera de aquellas creadas por el mito o la leyenda, una personalidad que estaba —cosa rara, en verdad—, destinada a revelar al mundo el sentido misterioso del vino, y la belleza real del lirio de los campos, como no había sabido nadie explicarlo, ni en el Citerón ni el Etna.
Las palabras aquellas de Isaías: Era el más menospreciado e indigno de los hombres, se hallaba pletórico de dolor y lleno de enfermedades. A tal punto le despreciaban, que la gente se cubría el rostro en su presencia, le habían sonado a Cristo como el anuncio de su llegada, y hubo de cumplirse en Él la profecía.
No existe ninguna razón para asustarse ante esta frase, toda obra de arte es realización de una profecía, pues toda obra de arte es la transformación en imagen de una idea. E igualmente debería ser toda criatura humana, la realización de una profecía, puesto que toda criatura humana debería ser la realización de un ideal, ya fuese a los ojos de Dios, ya a los ojos de los hombres.
Encontró Cristo el modelo perfecto y para siempre lo dejó definido, y de esta suerte el sueño de un poeta virgiliano, en Jerusalén o en Babilonia, se encarnó en Él, cuya venida era aguardada por el mundo, a través de los siglos.
Era su cara más fea que la de los otros hombres, y más feo su aspecto que el de los hijos de los hombres; así indicaba Isaías los signos distintivos del ideal nuevo. No bien hubo comprendido el arte lo que significaban estas palabras, se abrió como el cáliz de una flor ante aquellos en quienes aparecía la verdad en el arte, como nunca apareciera hasta entonces.
Porque, ¿acaso no es como dije ya, la verdad en el arte, la expresión exterior de lo interior, en que se hace carne el alma y está el cuerpo animado por el espíritu, aquello que se proyecta en la forma?
Uno de los más lamentables hechos de la Historia, a mi juicio, es que el renacimiento cristiano verdadero, el que trajo consigo la Catedral de Chartres, el ciclo de leyendas del Rey Arturo, la vida de San Francisco de Asís, el arte de Giotto y la Divina Comedia del Dante, no pudiera seguir desarrollándose en su propia senda, sino que fue detenido y desvirtuado por el lúgubre renacimiento clásico, que nos dejó como herencia a Petrarca, los frescos de Rafael, las arquitecturas de Palladio, las formas rígidas de la tragedia gala, la Catedral de San Pablo, la poesía de Pope, y todo lo que exteriormente se halla creado de acuerdo a cánones muertos, en vez de surgir de un espíritu que desde su interior lo anime. Por doquiera donde se produzca, en arte, un movimiento de carácter romántico, sea cual fuere la forma que revista éste, aparece allí Cristo o el alma de Cristo. Se halla en Romeo y Julieta y en el Cuento de invierno, en la poesía de Provenza, y también en El viejo marinero, en la Bella sin piedad, y en la obra de Chaterton denominada Balada de la Misericordia.
Le debemos las cosas y los seres más diversos: Los Miserables, de Hugo; Las flores del mal, de Baudelaire; el matiz piadoso de los romances rusos; Verlaine y sus poesías; las policromas vidrieras, los tapices y las obras prerrafaelistas de Burne Jones y de Morris también le pertenecen, así como el campanario del Giotto, el romance de Lancelot y Ginebra, Tannhäuser, los románticos y torturados mármoles de Michelangelo, y el estilo ojival. Y el amor a los niños y a las flores, además. Muy poco espacio quedó para ellos en el arte clásico, apenas el suficiente para que les fuese posible crecer y jugar. Pero desde el siglo XII hasta la época presente, bajo las formas más diversas y en los más diversos tiempos, aparecieron sin cesar, manifestando de una manera caprichosa y obstinada, su significación. La primavera siempre le daba a uno la impresión de que se mantenían escondidas las flores, y tan sólo aparecían a la luz del Sol por temor de que se cansasen los hombres de buscarlas y diesen término a sus búsquedas. Y la existencia de un niño, era un día de abril, en que tan pronto aparece el narciso bajo la lluvia, como inundado de Sol.
Lo que convierte a Cristo en el centro e impulso del romanticismo, es el imperio de la imaginación en su temperamento. Otros habrán de crear, merced a su fantasía, las singulares formas del drama poético y de la balada; pero Jesús de Nazareth se creó a sí mismo, por su propia imaginación. Es verdad, el profético grito de Isaías no tuvo otra relación con su arribo, que la que el canto del ruiseñor tiene con la aparición de la luna. Nada más que esto, aunque acaso nada menos. Vino a ser por igual la negación y la confirmación de las palabras del Profeta, por que cada esperanza que Él satisfacía, iba acompañada de otra por Él destruida.
Bacon, dice: Toda belleza tiene alguna desproporción; dice Cristo, de los que gocen de la inteligencia, o sea de los que, como Él, son fuerzas dinámicas, y que se asemejan al viento, que sopla donde se le antoja, pero sin que sepa nadie de dónde viene ni adónde va. Y es por esto que de tal modo fascina a los artistas; todos los elementos que son los animadores de la vida, el enigma, la novedad, lo raro, la sugestión, el éxtasis, el amor, todos los posee. Forja condiciones conducentes al milagro, esa necesaria disposición de ánimo para llegar a comprenderlo.
Constituye para mí un grande júbilo pensar que si es Él solamente imaginación, de la misma materia esta compuesto el mundo. He dicho ya en Donan Gray, que todos los grandes pecados del mundo tienen su nacimiento en el cerebro. Y es que es en el cerebro donde se realizan. Sabemos ya que no vemos con la vista, ni que oímos con el oído. Que la vista y el oído, en realidad, sólo son canales conductores, y transmisores más o menos fieles, de las impresiones de los sentidos. Es en el cerebro donde se encuentra roja la amapola y perfumada la manzana, y también donde canta la alondra.
Desde hace cierto tiempo, ocupo ardorosamente mis horas con los cuatro poemas en prosa que tratan de Cristo. Conseguí exhumar, en oportunidad de la Navidad, una biblia griega, y todas las mañanas, luego de haber barrido mi celda y fregado mis utensilios de estaño, me dedico a la lectura de algún trozo de los Evangelios, nada más que una docena de versículos escogidos al azar. Es ésta una deliciosa manera de iniciar el día. Todos deberían hacer lo mismo, incluso las gentes que llevan una vida de desorden y agitación. La monótona, constante e intempestiva repetición de los Evangelios, desvirtuó su encanto romántico, su lozanía, su candidez, su estilo sencillo. Demasiado a menudo y demasiado mal nos hace su lectura, y siempre acaban por hastiar las repeticiones. Volviendo a leer el texto griego, se tiene la impresión de que sale uno de un cuarto lóbrego y estrecho, y se pasea por un jardín cubierto de lirios.
Y se duplica mi júbilo con la idea de que lo más probable, es que sean aquellas las palabras verdaderas de Cristo: ipsissima verba. Hace muchos años, era idea general suponer que Cristo hablaba en arameo.
Así lo creía aún el propio Renán. Pero ahora estamos enterados de que los labriegos de Galilea hablaban dos lenguas, como ocurre actualmente con los habitantes de los campos de Irlanda, y que el griego era el idioma corriente en toda Palestina, mejor dicho, en Oriente todo. Me resultó en todo momento desagradable pensar que únicamente podíamos conocer las palabras de Cristo a través de la traducción de otra traducción.
Cuando leo los Evangelios —el escrito por el mismo San Juan o por un gnóstico de los primeros tiempos que con su nombre se encubrió—, observo cómo resalta perennemente en ellos la imaginación, y cómo es la imaginación la esencia de toda vida espiritual y material; y también, que la imaginación fue sencillamente, para Cristo, una forma del amor, siendo para Él soberano el amor, en el más completo sentido del término.
Hará unas seis semanas, el médico me autorizó a comer pan blanco, en vez del tosco pan negro o moreno, que es corriente como alimento de los moradores de la cárcel. Constituye este pan blanco una golosina. Podrá parecer raro que el pan seco pueda trocarse en una golosina. Pero, lo es para mí a tal punto, que después de cada comida, recojo cuidadosamente todas las migajas que quedan en mi plato de opaco estaño, o que cayeron sobre la ordinaria servilleta con que cubrimos la mesa para no mancharla; y hago esto, no por apetito, pues me sirven ahora lo suficiente, sino para evitar que se pierda nada de lo que me dan. Y del mismo modo debemos obrar los hombres con el amor.
Como todos los que saben cautivar, poseía Cristo el don, no tan sólo de decir cosas hermosas, sino también de hacer que las dijeran otros. Siento especial predilección por esa historia que nos refiere Marcos de una mujer griega que, al decirle Jesús, en el afán de probar su fe, que no podría concederle el pan de los hijos de Israel, le contestó: «Se alimenta el perrito que está debajo de la mesa con las migajas que dejan caer los niños». Viven la mayor parte de los hombres para el amor y la admiración. Nosotros también deberíamos vivir de amor y admiración. Y cuando se nos demostrara amor, reconocer que somos indignos de él. No merece nadie que le amen. El hecho que ame Dios a los hombres, nos prueba que en el divino orden de los bienes ideales está escrito que le será concedido el amor eterno a quien es eternamente indigno de él. Y si estas palabras parecen harto amargas, digamos, en su reemplazo, que son todos dignos de amor, excepción hecha de aquellos que creen serlo. El amor es un sacramento que debería recitarse de hinojos con las siguientes palabras: Domine non sum dignus en los labios y en el corazón.
El día que vuelva yo a escribirte, o sea el día que cree una nueva obra de arte, desearía tratar precisamente a fondo los dos temas siguientes: «Cristo como precursor del movimiento romántico en la vida» y La vida del artista y el arte de la Vida. Naturalmente, el primero es seductor a un grado extraordinario, porque yo veo en Cristo, no solamente las características esenciales del tipo romántico por excelencia, sino asimismo todo lo accidental, y hasta, incluso, las arbitrariedades del temperamento romántico. Fue Él el primero en invitar a los hombres a vivir una vida idéntica a la de las flores. Sentó Él esta expresión. Vio Él, en los niños, el modelo que debemos tratar de imitar. Él los dio como ejemplo a los hombres. Y siempre ha sido éste, también para mí, el fin principal de los niños, siempre y cuando pueda tener un fin lo perfecto.
Nos describió Dante cómo sale de entre las manos del Creador el alma del hombre, llorando y riendo como una criaturita, y también ha sido reconocido por Cristo que debía ser el alma de todo hombre a manera di fanciulla che piangendo e ridendo parpoleggia. Comprendió que la vida se halla sujeta a frecuentes cambios, que es activa y fluida, y que significaría la muerte comprimirla dentro de una forma rígida. Comprendió que los hombres no deben preocuparse demasiado de sus intereses materiales cotidianos; que no ser práctico es cosa muy grande, y que no es posible forjarse demasiadas ideas en lo que respecta a la marcha del mundo. Si no se ocupan de ello los pájaros, ¿por qué habrían de preocuparse los hombres? Y es realmente encantadora aquella frase suya, que expresa: No os preocupéis del mañana. ¿Acaso es la vida tan sólo el alimento? ¿Acaso las ropas son tan sólo el cuerpo? Podía haber dicho esto último también en griego, pues realmente expresa el sentir heleno. Pero únicamente Cristo pudo haber dicho ambas cosas reunidas, condensando para nosotros en ellas la suma de la vida.
No es más que amor su moral; justo lo que debiera ser la moral. Conque hubiera dicho, simplemente: sus pecados le serán perdonados, porque ha amado mucho, valía la pena morir por estas palabras. Es su justicia, de un modo esencial, una justicia poética, o sea, realmente lo que la justicia debe ser. Llega el pobre al cielo porque ha sido desdichado. No puedo concebir para ello un motivo mejor. Los que sólo han laborado en el viñedo una hora, a la fresca de la tarde perciben el mismo salario que los que se agotaron trabajando todo el día al sol radiante. ¿Por qué no? Es lo más probable que ni unos ni otros merecieran nada, o acaso eran seres de clase diferente.
No podía Cristo soportar los sistemas rutinarios, mecánicos e inanimados, esos sistemas que toman a los hombres por objetos, y que, por consiguiente, a todos los tratan por igual. Cristo no reconocería leyes, sino tan sólo excepciones, como si cada ser y cada cosa no tuvieran igual en el mundo.
Era para Cristo la base esencial de la vida natural, lo que constituye el basamento fundamental del arte romántico. No veía otra. Cuando ante su presencia llevaron a una mujer que había sido sorprendida en flagrante delito de adulterio, y le indicaron el castigo a que se había hecho acreedora, de acuerdo con las disposiciones de la ley, preguntándole lo que era conveniente hacer, empezó Cristo a escribir con el dedo en la arena; como le siguieran apremiando, levantó la cabeza y dijo sencillamente: Aquél de vosotros que esté libre de pecado, que le arroje la primera piedra. Vale la pena de vivir, nada más que por estas palabras. Amaba a los ignorantes, como todos los poetas, pues sabía que siempre hay espacio en el alma de un ignorante para una gran idea. Pero no podía soportar a los necios, especialmente a aquellos embrutecidos por la educación, vale decir, a esas gentes que poseen un juicio a punto para todo, aunque no comprendan ninguno; un tipo, éste, especialmente moderno, y que describe Cristo bajo la forma de aquél que posee la llave de la sabiduría y no la sabe emplear, ni permite que la empleen los demás a pesar de que ésta, acaso, sirva para abrir la puerta del reino de Dios.
Tuvo que luchar, en especial, contra los filisteos. Es ésta una brega que se ve en la obligación de proseguir cualquier hijo de la luz. Era el filisteísmo la característica de la época y del pueblo en que Él moraba. Por su mente hermética, por su rectitud inflexible, por su adoración a los ídolos del momento, por su preocupación exclusiva por las cosas groseras de la existencia material, por su ridículo engreimiento y por su suficiencia, los judíos de Jerusalén, contemporáneos de Cristo, eran cabalmente idénticos a los filisteos británicos de nuestra época.
Clamó Él contra los sepulcros blanqueados de la respetabilidad, y para siempre ha dejado grabada esta expresión. Era el éxito mundano, para Cristo, una cosa completamente despreciable, que carecía en absoluto de significado, y una carga abrumadora la riqueza.
Nada quiso saber de una existencia sacrificada en aras de un sistema de filosofía o de moral. Dijo que las formas y los usos fueron hechos para el hombre, y no el hombre para ellos. No tenía para Cristo, la mínima importancia el descanso del séptimo día, y con el más terrible e inquebrantable desprecio, fustigó la filantropía, la pública caridad, el enfadoso formalismo a que tan aficionada es la mentalidad del burgués de menor cuantía. La ortodoxia, para nosotros, no es más que una aquiescencia cómoda y carente de espíritu; pero, para los judíos, y en sus manos, constituyó una terrible y envaradora tiranía. La rechazó Cristo, demostrando que tan sólo el espíritu tiene valor. Para Él fue una inmensa satisfacción probarles que, aun cuando constantemente leían la Ley y los profetas, no tenían en realidad la menor idea de lo que tal cosa significaba. Más aun, contrariamente a ellos, que mascaban todos los días, como si fueran hojas de ruda o de menta, sus rutinas intocables, los deberes establecidos de antemano, predicó que lo único que tiene importancia, es vivir plenamente cada instante de la vida.
Los hombres que lograron de Él la absolución de sus pecados, únicamente obtuvieron esta absolución a causa de los momentos bellos de su vida. Al verle, María Magdalena quiebra la preciosa copa de alabastro que le regalara uno de sus siete amantes, y sobre sus fatigados y polvorientos pies, vierte el perfumado ungüento, y basta este sólo instante para que por siempre se siente en el Paraíso, a la vera de Ruth y Beatriz, entre guirnaldas de rosas blancas como es blanca la nieve.
Lo único que nos dice Cristo, con acento suave e insinuante, es que debe ser hermoso cada momento, que debe estar siempre preparada el alma para la llegada del esposo y dispuesta siempre a ser la voz del amante, y es el filisteísmo simplemente esa parte de la naturaleza humana que no puede ser iluminada por la imaginación. Son como luces, para Cristo, las influencias todas que son gratas a los sentidos; la misma imaginación constituye la luz del mundo. Ella lo ha creado, pero ello no obstante, no puede comprenderlo. Y esto, porque la imaginación no es otra cosa que una manifestación del amor, y es el amor y la facultad de amar lo que entre sí distingue a las criaturas.
Pero es Cristo más romántico aún con los pecadores, en el sentido más estricto del término. Siempre había amado el mundo a los santos, viendo en ellos la etapa inicial inmediatamente posible hacia la perfección de Dios. Guiado por un divino instinto, Cristo parece, desde un comienzo, haber amado a los pecadores, viendo en ellos la etapa inicial posible hacia la perfección del hombre. Su objeto principal no era el mejoramiento de los hombres, ni tampoco la mitigación de sus padecimientos. No le importaba transformar a un interesante amigo de lo ajeno, en un tedioso hombre de bien. Con toda seguridad, no habría prestado mayor atención a La sociedad para la protección de los delincuentes regenerados, ni a las restantes y modernas instituciones de esta índole. Seguramente no habría considerado que constituía una acción heroica la conversión de un publicano, en un fariseo. Comprendía el pecado y el dolor como no han sido comprendidos aún, como algo hermoso y santo en sí, como etapas hacia la perfección.
Esta es una idea al parecer muy peligrosa, y efectivamente lo es. Son peligrosas todas las grandes ideas. Y no es posible poner en tela de juicio, que era ésta, verdaderamente, la fe de Cristo. No me cabe a mí la menor duda de que ésta sea la verdadera fe.
Naturalmente que es necesario que el pecador se arrepienta. Pero ¿por qué? Pues, por la sencillísima razón de que no estaría de otro modo en condiciones de comprender lo que ha hecho. Es el de la iniciación el momento del arrepentimiento. Más todavía: es el medio por el cual podemos deshacer el pasado.
Esto era imposible para los griegos. Nos dicen a menudo sus sentencias, que los dioses nunca pueden cambiar el pasado. Demostró Cristo que esto se halla al alcance del más vulgar de los hombres que pecan; que es lo único que se encuentra a su alcance. Si se le hubiera preguntado a Cristo acerca de ello, estoy seguro de que habría contestado que el hijo prodigo, luego de haber despilfarrado su peculio con meretrices, y de haber guardado los marranos y padecido hambre, y solicitado los desperdicios que comían los cerdos, en el instante mismo en que cayó de hinojos y lloró, todos estos hechos fueron transformados por él en momentos hermosos y santos de su vida. Difícil les será comprenderlo a la mayor parte de los hombres. Tal vez sea preciso haber morado en la cárcel para ello. Si fuera así, valdría realmente la pena haber morado en la cárcel.
Existe algo único en la figura de Cristo. Por cierto que así como es precedida la aurora por engañosos fulgores que parecen anunciarla, y existen días invernales en los que el sol luce de repente con claridad tal que el azafrán, inducido en error, derrocha su oro antes de tiempo, y que llama algún pájaro ingenuamente a su hembra, para construir el nido sobre las peladas ramas, hubo así también Cristos antes de Cristo. Y son dignos de nuestra gratitud. Desgraciadamente, no ha habido ninguno más desde entonces. Con una sola excepción: Francisco de Asís. Pero Dios le concedió al nacer un alma de poeta; él mismo, muy joven aún, se desposó místicamente con la pobreza, y de esa suerte, con un cuerpo de mendigo y un alma de aeda, no podía serle más duro el sendero abrupto de la perfección. A Cristo supo comprender, y por esto mismo consiguió parecerse a Él. No hemos menester del liber conformitatum para saber que la vida de San Francisco fue la verdadera imitación de Cristo; una poesía comparada con la cual, el libro del mismo nombre es prosa chata.
Y es que, en el fondo, está el encanto que emana de Cristo en que se asemeja Él en un todo a una obra de arte. En realidad, no nos enseña Él nada; pero, si algo llegamos a ser, es porque en contacto entramos con Él. Y estamos a ello predestinados, y por lo menos una vez siquiera, en su vida, se dirige cada hombre, con Cristo, hacia Emmaús.
En lo que al segundo tema se refiere, o sea La vida del artista y el arte de la Vida sin duda ha de parecerte su elección un tanto extraña. Señala hoy la gente hacia la cárcel de Reading, y dice: «Ahí es donde le lleva a uno la vida de artista». Bien; pero podía llevarles a sitios peores aún. El vulgo, esos para quienes la vida es una especie de diestra especulación, fruto de un cálculo cuidadoso de posibilidades, siempre saben adónde van, y derechamente van hacia su objeto. Se proponen como fin ideal llegar a ser mayordomos de cofradía, y lo consiguen, efectivamente, cualquiera que sea la situación en que hayan sido colocados. Y es esto todo. Y aquél que aspira a ser algo exterior a sí mismo, diputado en el Parlamento, opulento negociante, letrado eminente, magistrado o cualquier otra cosa tan aburrida como las enunciadas, siempre ve sus esfuerzos coronados por el éxito. Y es éste su castigo. Quien ansía una careta, no tiene más remedio que usarla.
De muy distinta manera ocurren las cosas con las fuerzas dinámicas de la vida, y con aquellos que las encarnan. Los que piensan tan sólo en el desenvolvimiento de su propia personalidad, no saben nunca adónde les lleva la senda que siguen. No pueden saberlo. Dicho en pocas palabras, es indispensable, como lo pedía el oráculo griego, conocerse a sí mismo. Es éste el paso inicial hacia la sabiduría. Pero estriba la etapa final de la sabiduría en compenetrarse de lo insondable del alma humana. Somos nosotros mismos el misterio final, y aun luego de haberse averiguado el peso del sol, y medido las fases del astro de la noche, y sobre el mapa seguido, estrella por estrella, las siete constelaciones, nos falta todavía conocernos a nosotros mismos.
¿Quién sería capaz de calcular la órbita de su propia alma?
El hijo aquél que salió en busca de los pollinos de su padre no sabía que le aguardaba el hombre de Dios para ungirle, y que era ya su alma el alma de un soberano.
Espero yo vivir todavía lo suficiente para poder crear una obra que me permita manifestar en las postrimerías de mi vida: Bien; aquí están ustedes viendo adónde conduce al hombre la vida de artista. La vida de Verlaine y la del príncipe Kropotkine, es lo más perfecto que he hallado en la esfera de mi experiencia. Y los dos son hombres que estuvieron varios años en la cárcel. Desde el Dante, es Verlaine el único poeta cristiano; posee Kropotkine el alma de ese blanco y hermoso Cristo que parece que Rusia tenía que producir.
Y en el transcurso de los últimos siete u ocho meses, pude mantener, a pesar de las enormes dificultades que continuamente me llegaban del mundo exterior, un contacto estrecho con un espíritu nuevo que anima, en esta cárcel, a hombres y cosas, y que me beneficiaron más de todo lo que pudieran expresar mis palabras. Y tal como no hice otra cosa, en el primer año de cárcel, ni puedo recordar otra cosa, que retorcerme las manos con terrible desesperación y gritar: ¡Qué fin, qué horrendo fin!, intento ahora decirme, y efectivamente me lo digo algunas veces, con absoluta sinceridad, cuando a mí mismo no me torturo: ¡Qué principio, qué maravilloso principio!
Quizá sea esto cierto, y mucho le debo, entonces, a la nueva personalidad que cambia, en este lugar, la vida de todos. Poca importancia tienen las cosas en sí. Agradezcámosle, por lo menos, una vez a la filosofía algo que nos haya enseñado. No hablo aquí de las ordenanzas, pues están determinadas por reglamentos férreos, sino del espíritu que reside en ellas.
Puedes tú comprenderme, cuando te digo que, de haber sido liberado en el mes de mayo, como lo intenté, habría abandonado este lugar presa del horror, habría experimentado por él y por todos sus dirigentes un odio tan enorme, que hubiera emponzoñado mi existencia íntegra. Tuve que quedarme un año más en el calabozo; pero en este lapso ha invadido a todos un sentimiento de humanidad, y cuando salga ahora de la prisión, siempre me acordaré de la bondad que tuvieron aquí, casi todos, para conmigo, y el día de mi partida manifestaré a muchos mi sincera gratitud, y les suplicaré que, de vez en cuando, se acuerden de mí.
Están equivocadas de medio a medio las instituciones penitenciarias. Y daría yo cualquier cosa por poderlas modificar más adelante. Tengo la intención de hacerlo. Pero no existe nada tan defectuoso en el mundo que no consiga el espíritu de humanidad —o sea, el espíritu de amor, el espíritu de Cristo, que no se halla en las iglesias—, si no modificarlo por completo, ayudarlo, al menos, a soportarlo sin exceso de amargura.
Además, me consta que me aguardan aún, en el exterior, muchas cosas deliciosas, desde aquello que llama San Francisco de Asís hermano viento y hermana agua —las dos cosas son un placer— hasta las vidrieras y las puestas del sol de las grandes urbes. Si desease hacer una lista de todo lo que todavía me resta, no sé cuándo podría terminarla, pues Dios, en verdad, creó el mundo tan bueno para mí como para cualquier otro hombre. Quizá salgo de aquí dueño de algo que antes no tenía. No he menester de decirte que las reformas sociales para mí son tan insípidas y tan desprovistas de importancia como las teológicas. Pero si bien es cierto que tener la intención de llegar a ser un hombre mejor, constituiría una hipocresía carente de base, llegar a ser un hombre más profundo, privilegio es de los que han padecido. Y tengo la impresión de haberlo logrado.
No me importaría nada, al recobrar mi libertad, que diese uno de mis amigos una fiesta, y no me convidara a la misma. Puedo ser absolutamente dichoso, a solas conmigo mismo. ¿Quién podría no serlo, si es dueño de la libertad, si tiene flores, y libros, y una luna en el cielo? Esto, sin olvidar que ya no me agradan las fiestas; demasiadas fueron las que di para que todavía puedan proporcionarme algún placer. Este es un aspecto de la vida que ha muerto para mí, desearía poder decir que por suerte. Pero si luego de verme libre, tuviese una pena uno de mis amigos y no me permitiese compartirla, habría de experimentar una gran amargura. Sí me cerrase este amigo las puertas de la mansión del dolor, retornaría yo una y otra vez, suplicando me permitiese entrar, para compartir aquello que me asiste el derecho de compartir. Si me considerase indigno e incapaz de llorar con él, me haría el más cruel de los desprecios, la más grande de las ofensas. Pero, es imposible semejante cosa. Tengo derecho a compartir el dolor, y a poder contemplar la dulzura del mundo, y compartir su dolor, y medir la maravilla de ambos en toda su extensión, es estar en contacto directo con las cosas divinas y aproximarse más que cualquier otro al misterio de Dios.
Y acaso también penetre en mi arte, tal como en mí vida, una nota más profunda aún, la de una mayor unidad de la pasión y la de una fuerza más directa. El verdadero objeto del arte moderno es la intensidad, y no la amplitud. No debemos ya ocuparnos del prototipo de arte; únicamente de la excepción. No sé si necesito decir que no puedo expresar mis padecimientos en la forma que realmente tuvieron; empieza el arte allí donde termina la imitación. Pero deberé animar algo mi obra, quizá una más profunda resonancia, un ritmo más rico, más inauditos efectos, o una más simple estructura. Nuevos valores estéticos, en todo caso.
Cuando fue arrancado Marsias de la vaina de sus miembros —recurriendo a una de las más horrendas imágenes del Tácito recopiladas por el Dante—, della vagina delle membra sue, los griegos dicen que finalizó su canto. Había vencido a Apolo. La lira había derrotado al caramillo del pastor. Pero quizá anduviesen errados los griegos. En el arte moderno oigo a menudo el grito de Marsias: en Baudelaire suena amargo, lastimero y dulce en Lamartine, misterioso en Verlaine.
Lo percibo en los acentos contenidos de la música de Chopin, en la repetida melancolía de todas las figuras de mujeres de Burne Jones. Y hasta se siente en el canto angustioso de los versos de duda y de tortura de Matthew Arnold, cuyo poema de Callicles habla con tan hermoso lirismo y tan nítidos tonos del Triunfo de la dulce y persuasiva lira y de la Famosa victoria final; no pudieron ayudarle ni Goethe ni Wordsworth, a pesar de que alternativamente se volvía él hacia cada uno de ellos; cuando pretende expresar los lamentos de Tirsis, o deja cantar al Estudiante gitano, se ve en la necesidad de apelar al caramillo del pastor.
Pero, esté mudo o no el fauno frigio, no puedo yo callar, y dar flores a las negras ramas de los árboles que se asoman por encima de los paredones de la cárcel, y que tiemblan al viento con tanta agitación. Se entreabre ahora un profundo abismo entre mi arte y el mundo, pero no entre el arte y yo. Así lo espero, al menos.
A cada uno de nosotros le estaba reservado su destino. Te ha tocado a ti el de la libertad, los placeres, las diversiones y el bienestar; el de la vergüenza pública, el de la larga reclusión en una mazmorra, el de la miseria, la ruina y el deshonor a mí, a pesar de que en nada lo merecía.
Me acuerdo de haber dicho que creía poder soportar una tragedia verdadera, siempre que apareciese ante mí con un manto de púrpura o con la máscara del verdadero dolor; pero es lo tremendo de la vida moderna que, por el contrario, se oculta la tragedia bajo el disfraz de comedia, con lo cual parecen grotescas o sin estilo, las grandes realidades de todos los días. Tiene esto su razón de ser. Es probable que hubo siempre de acontecer en la actualidad de todas las épocas. Se dijo que al espectador le parecían viles todos los martirios, no debe ser una excepción el siglo XIX.
Todo ha sido feo, bajo, asqueante, carente de carácter, en mi tragedia. Incluso nuestros uniformes nos tornan grotescos. Somos los bufones del dolor. Unos payasos con el corazón hecho añicos. Y disfrutamos de la facultad de mover los músculos de la risa.
El 13 de noviembre de 1895 aquí me trajeron, desde Londres. Hube de estar aquel día desde las dos y media hasta las tres de la tarde, con ropas de presidiario y las manos esposadas, expuesto a las miradas del público en el andén principal de la estación de Clapham Junction. Sin previo preparativo, ni siquiera un aviso un minuto antes, me habían sacado de la enfermería. Era yo el más grotesco de todos los depravados existentes, y se echaba a reír la gente, al verme. Aumentaba el número de los curiosos con cada tren que llegaba, y se divertían todos de indescriptible manera. Como es natural, ocurría esto antes de saber quién era yo. No bien lo supieron, arreciaron sus carcajadas. Estuve allí media hora larga, bajo la gris lluvia de noviembre, víctima de las mofas de la chusma.
He llorado por espacio de un año entero, todos los días y a la hora en que tal cosa me acaeció. Mas no es este llanto tan trágico como sin duda lo supones. Para los que estén en prisión, las lágrimas forman parte de la cotidiana experiencia. El día que no llora uno allí, es un día en que se tiene el corazón empedernido, no un día en que el corazón se siente dichoso.
Bien; paulatinamente he ido experimentando más lástima de aquellos que se burlaban de mí, que de mí mismo. Claro está que el día aquél no me encontraba yo sobre mi pedestal, sino en la infamante picota. Pero las gentes desprovistas de imaginación no se ocupan de los que están en un pedestal. Puede ser una cosa irreal, un pedestal; en cambio, es la picota una terrible realidad. Debían aquellas gentes haber interpretado con más lucidez el dolor. Dije ya que siempre se halla el dolor tras el dolor; mejor sería decir que siempre hay un alma tras el dolor. Y es una cosa horrenda mofarse de un alma atormentada. No es bella la vida de quien tal cosa hace.
Recibe uno tan sólo aquello que da, en la economía extrañamente sencilla del mundo. ¿Es posible, por ventura, conceder otra piedad que la del desprecio a aquellos que no poseen la suficiente imaginación para comprender el mero aspecto exterior de las cosas, y apiadarse de él?
Me refiero en esta carta a mi traslado a esta cárcel, para demostrar lo difícil que hubo de serme extraer de mi castigo algo más que amargura y desesperanza. Pero es preciso que sea así, y tengo, de vez en cuando, instantes de resignación y de humildad. Puede cobijarse la primavera toda en un solo capullo, y el nido de la alondra en los surcos puede cobijar todas las delicias que un día habrá de anunciar el alborear de infinitas auroras. También, tal vez toda la belleza que la vida me reserva aún, se encuentra en un período de abandono, de resignación y de humildad.
Sea lo que fuere, no puedo yo seguir adelante, si no es por los caminos de mi propia evolución y, aceptando todo lo que me ha ocurrido, hacerme digno de ello.
Me decían a menudo que era yo por demás individualista. Pues he llegado a ser muchísimo más individualista de lo que antes era. Preciso extraer de mí, mucho más de lo que extraía antes, y exigir menos del mundo. Mi ruina, en el fondo, no se debe a un exceso, sino a ausencia de individualismo. El único paso bochornoso de mi existencia, el único que no merece perdón, y que será por siempre despreciable, fue haberme atrevido a dirigirme a la sociedad, solicitándole ayuda y protección. Ya era muy torpe ese pedido de amparo, desde el punto de vista individualista. ¿Qué disculpa podría invocar en favor mío? Una vez que puse en marcha las fuerzas de la sociedad, ésta, como es natural, se volvió de inmediato contra mí, expresando: ¿No has vivido siempre al margen de mis leyes? ¿Y recurres ahora a mis leyes para que te protejan? Bien, entonces; te haremos sentir todo ahora el peso de estas leyes, y tendrás que soportar sus consecuencias. Y arrojó esto como resultado, el que me vea yo ahora encerrado en una celda. Y, durante mis tres procesos, pude sentir amargamente la ironía ignominiosa de mi situación.
Es casi seguro que nunca cayó un hombre tan vergonzosamente, ni fue precipitado por tan vergonzosos instrumentos como yo. Pueden leerse estas palabras en Donan Gray: Es poco siempre el cuidado que se pone en la elección de sus enemigos. Yo no me hubiera imaginado nunca, que por culpa de unos parias, llegaría a transformarme en un paria. Y a ello se debe el enorme desprecio que por mí siento.
No consiste el filisteísmo en la vida, en la incapacidad de comprender el arte. Hay hombres encantadores, pescadores, pastores, labriegos, campesinos y otros por el estilo, que no saben una pizca del arte y que, ello no obstante, son la sal de la tierra. Es el verdadero filisteo aquél que estimula las fuerzas mecánicas, pesadas, enfadosas, ciegas, de la sociedad, y que cuando se le brinda la oportunidad las apoya, sin reconocer la fuerza dinámica, en un hombre o en un movimiento.
Se consideró espantoso el que sentase yo a mi mesa a individuos nocivos, y me sintiese cómodo en su compañía. Sin embargo, desde el punto de vista desde el cual tuve que aproximarme a ellos, en mi calidad de artista, constituían para mí un estimulante encantadoramente sugestivo. Era lo mismo que embriagarse en medio de unas panteras; radicaba la mitad de la embriaguez en el peligro. Tenía la impresión de que era yo un encantador de serpientes, en el instante en que hace que la víbora, a su voz, se alce del abigarrado paño, o del cesto, y desenvuelva sus anillos y se balancee en el aire como una planta en la corriente del río. Para mí eran las más luminosas de las serpientes doradas, y radicaba parte de su perfección en su ponzoña. No sabía yo que empezarían a atacarme al oír el silbido y el ruido del dinero de otro. Y no experimento bochorno por haberlos conocido, porque eran formidablemente interesantes. Pero me abochorno, eso sí, del ambiente de filisteísmo al que fui arrastrado. Me impelía hacia él mi calidad de artista, y tuve que darme a la tarea de bregar contra Calibán. En vez de escribir piezas armoniosas, magníficamente policromadas, como Salomé, La tragedia florentina, o La santa cortesana, tuve que redactar cartas de picapleitos, y me vi en la necesidad de colocarme bajo la protección, precisamente, de aquellas cosas contra las cuales siempre había adoptado precauciones.
Se mostraron admirables en su guerra infame contra la vida, Glibborn y Akkins. Una empresa en verdad arriesgada, fue darles amparo. Dumas padre, Cellini, Goya, Edgar Allan Poe, Baudelaire, hubieran actuado exactamente de la misma manera. Me da asco el recuerdo de las visitas sin fin que hice al letrado Humphrey; en la cruda luz de un cuarto desnudo, estaba sentado, diciendo con faz muy seria embustes muy serios a un individuo calvo, hasta que me hacía bostezar y gemir el tedio. Estaba allí realmente en el centro de Filistea, lejos de cuanto es hermoso, brillante, maravilloso y osado. Me había presentado como adalid de la decencia y la austeridad en la vida, y de la moral en el arte.
Voila où ménent les mauvais chemins.
Resulta lo más extraño para mí, que tengas que haber intentado imitar a tu padre, en los rasgos distintivos de su carácter. No alcanzo a comprender cómo pudo tu progenitor llegar a ser para ti un ejemplo, cuando, precisamente, debía haber sido todo lo contrario. No existe más que un lazo real, una verdadera fraternidad allí donde el odio impera. Ustedes, debido a esa ley extraña que torna antipáticos entre sí a los semejantes, se odiaban, y no porque fueran dispares en muchos puntos, sino porque eran iguales en algunos. En junio de 1892, cuando abandonaste Oxford, sin obtener ningún título académico, pero lleno de deudas, que si bien no eran muy cuantiosas, eran importantes para un hombre que sólo contaba con los recursos de su padre, te escribió éste una misiva redactada en términos soeces, crudos e insultantes. Fue tu respuesta, desde cualquier punto de vista, peor aún, y como es natural, todavía menos excusable. De lo cual, me lo imagino, te enorgullecerías. Me acuerdo perfectamente aún que me dijiste, con acento más presuntuoso, que podías atacar a tu padre en su propio terreno. Muy bien. Pero ¡vaya un terreno, y vaya una lucha!
Tenías la costumbre de burlarte y de reírte de tu progenitor, porque se iba de la casa de tu primo, en la cual vivía, para escribirle desde un hotel cercano, misivas muy puercas. Y la misma costumbre tenías a mi respecto. Siempre almorzabas conmigo en algún restaurante, armabas un escándalo en el transcurso de la comida, y te marchabas después al White’s Club, a escribirme una epístola infame. La única diferencia entre tú y tu padre, era que tú, algunas horas después de haberme mandado la carta por intermedio de un quidam, acudías a mi domicilio, no a excusarte, sino a averiguar si había yo encargado la comida en el Savoy, y si no, por qué razón no lo había hecho. E incluso, en ciertas ocasiones, llegaste antes de haber yo leído la misiva en que me cubrías de injurias. Me acuerdo que una vez me suplicaste invitase al lunch, en el Café Royal, a dos de tus amigotes, a uno de los cuales no había visto en mi vida.
Lo hice así, y de acuerdo con tus deseos, ordené una comida suculenta especial. Requerí la presencia del maítre d’hôtel —todavía me parece estarlo viendo—, para puntualizarle de una manera concreta todos los detalles referentes a los vinos. Y, en lugar de acudir al almuerzo, me enviaste al café una carta rebosante de injurias, calculando el tiempo de tal manera, que la recibí luego de haberte aguardado durante media hora.
Me impuse de la primera línea, lo comprendí todo, metí la carta en el bolsillo y comuniqué a tus amigos que te habías enfermado de repente; que el resto de la misiva trataba de los síntomas de la dolencia. En realidad no leí la carta hasta mucho más tarde, cuando fui a Tite-Street a cenar.
Dominado por una amargura intensa, sumido en el lodo de las líneas aquéllas, me preguntaba cómo podías escribir esas cartas que eran como la baba y la espuma que brota de la boca del epiléptico, cuando me comunicaron que te encontrabas en el vestíbulo y deseabas hablarme sin dilaciones.
De inmediato te hice subir. Reconozco que te presentaste pálido y demudado; acudías en busca de apoyo y de consejo, pues había ya llegado a tus oídos que alguien del estudio del abogado Lumley había inquirido a tu respecto en Cadoglan Place, y temías ver erguirse la amenaza de tu asunto de Oxford, o de algún nuevo peligro. Te consolé, diciéndote que era probable —y en efecto así era—, que se tratase simplemente de la factura de algún comerciante, y te invité a cenar y a pasar en mi compañía la velada.
Para nada mencionaste tu nefasta carta, ni tampoco yo hablé de ella. No era para mí más que un deplorable síntoma de un carácter desdichado. No mencionaste la epístola. Haberme escrito, a las dos y media de la tarde, una carta asqueante, y acudir a las siete y cuarto de ese mismo día, en busca urgente de ayuda y amparo a mi vera, constituía para ti algo de todos los momentos. En esto, y en numerosas cosas más, rebasas a tu padre.
Cuando fueron leídas ante el magistrado las infames cartas que te mandó tu progenitor, se avergonzó éste, y simuló echarse a llorar. Y si hubiese leído también su letrado las misivas que le habías dirigido, hubiera el mundo experimentado un horror, un asco mayores aún.
Pero no era solamente con el estilo con lo que te imponías a tu padre en su propio terreno, sino que también le dejabas rezagado en el sistema de ataque. Recurrías al telegrama público y a la postal sin sobre. Me parece que esas formas de atacar, debías habérselas dejado a individuos como Alfred Wood, para quienes son la fuente principal de ingresos.
¿No es así acaso?
Lo que para su pandilla y él mismo era una profesión, para ti significaba un placer, aunque un placer por demás perverso. Y no renunciaste al mismo, ni siquiera después de todo lo que me sucedió, precisamente a causa de esa abominable costumbre tuya de mandar misivas injuriosas. Sigues considerando esta práctica como una genialidad tuya, y la esgrimes contra mis amigos, o contra aquellos que se mostraron bondadosos conmigo en la cárcel, como Robert Sherard, entre otros. Y esto es en ti realmente vergonzoso.
Cuando se enteró Robert, por mí mismo, de que yo no quería que diera a publicidad un artículo a mi respecto en el Mercure de France, ni con cartas ni sin ellas, debías haberle dado las gracias por haberte comunicado mis deseos con respecto al asunto, y de esta manera te hubieras evitado provocarme, inconscientemente, un sufrimiento mayor aún del que ya me habías causado. Comprenderás, sin embargo, que una carta seudoprotectora, de mezquino espíritu, respecto de un hombre que yace en el suelo, iría admirablemente en un diario inglés, en donde persiste la tradicional actitud de la prensa británica para con los artistas; pero que, en Francia, sólo habría de servir para ridiculizarme y tornarme en un ente despreciable.
Para conceder mi autorización a un artículo, antes había menester de conocer su objeto, su naturaleza, la forma de su concepción y otras particularidades. Las buenas intenciones no tienen ningún valor, en arte. El arte malo es siempre el resultado de inmejorables intenciones.
Y no es Sherard el único de mis amigos a quien enviaste cartas mordaces y acibaradas, porque creía conveniente tener en cuenta mis deseos y mis sentimientos en asuntos que me incumbían, tales como la publicación de artículos sobre mi personalidad, dedicarme tus poesías, devolverme mis cartas y obsequios, y cosas por el estilo. Has molestado también a otros, o pretendiste molestarles.
¿No se te ocurre nunca pensar en qué terrible situación me hubiese visto, en los dos años últimos de mi terrible condena, si hubiera hecho un llamado a tu amistad?
¿Piensas, por lo menos, constantemente en ello?
¿Acaso te sientes agradecido de continuo a aquellos, cuya ilimitada bondad, cuya abnegación infinita, cuyos obsequios espontáneos aligeraron mi tenebrosa carga; a aquellos que me visitaron repetidas veces, que me demostraron su simpatía en muy bellas cartas, que se ocuparon de mis asuntos en lugar mío, que adoptaron providencias para mi porvenir, y permanecieron a mi vera, no obstante las calumnias, las burlas, el público desprecio, e incluso las injurias?
A ellos se lo debo todo. Incluso los libros que tengo en mi celda, es Robbie quien los pagó de su bolsillo. Y cuando sea puesto en libertad, han de llegarme ropas de la misma fuente. No me da vergüenza aceptar lo que con sincero afecto se me ofrece, y hasta me enorgullezco de ello. Más aun: pienso en ésos mis amigos, en More Adey, en Robby, Robert Sherard, Frank Harris, Arthur Clifton, y en todo lo que ha sido para mí su ayuda, su afecto, su simpatía.
Esto no lo has visto tú. Pero sí tuvieses cuanto menos una chispa de imaginación, sabrías que no ha existido nadie que, en el transcurso de mi encarcelamiento no se haya mostrado bondadoso conmigo; incluso, en escala descendente, el carcelero que me da, sin que nada le obligue a hacerlo, los buenos días y las buenas noches; incluso los guardias humildes que, a su manera, tosca y silenciosamente, trataban de consolarme el día en que me llevaron al Tribunal de Quiebras, y en que regresé en un estado terrible de angustia; incluso, descendiendo más aún, el pobre ladrón que me conoció en tanto dábamos vueltas por el patio de la prisión de Wandsworth, y que, con la ronca voz del calabozo, que adquiere uno en el prolongado e involuntario silencio, me murmuró estas palabras: «Me inspira usted lástima, pues para un hombre como usted, esto es más duro que para nosotros».
No, no existe siquiera uno ante el cual no debieras enorgullecerte de ponerte de rodillas, para limpiarle el polvo de sus zapatos.
¿Acaso puedes llegar a imaginarte, por lo menos, qué terrible fue para mí encontrarme en el camino con tu familia?
¿Qué tragedia no había de ser, para todo aquél que podía haberse precipitado desde una elevada posición, que podía haber perdido un nombre ilustre, o algo de la misma importancia? Apenas si hay uno entre los miembros mayores de tu familia, Percy, que realmente es un buen chico, que no haya participado de alguna manera en mi ruina.
Con bastante amargura te hablé de tu madre, y con gran insistencia te aconsejo que le muestres esta carta, principalmente en tu propio interés. Si le resulta doloroso leer semejantes recriminaciones contra uno de sus hijos, que piense que mi madre, que fue hermana, por el espíritu, de Elizabeth Barret-Browning, y por su historia, de madame Roland, murió con el corazón hecho pedazos, porque el hijo de quien estaba orgullosa, por sus dotes y por su arte, y en quien viera siempre al digno continuador de un ilustre apellido, fue condenado a purgar la pena de dos años de cárcel.
Y habrás de preguntarme cómo pudo tu madre participar en mi ruina. Te lo diré. Tal como tú hacías los mayores esfuerzos para descargarte sobre mí de todas tus responsabilidades directas, tu madre, por su parte, se esforzaba por descargarse sobre mí de todas las responsabilidades morales que tenía respecto a ti. En lugar de hablarte francamente de tu vida, como hubiera sido el deber de una madre, siempre me escribió confidencialmente, suplicándome al mismo tiempo con intenso dolor, que no te pusiese en conocimiento de sus cartas. ¡Mira en qué situación me colocaban ambos! Una situación no menos falsa, tonta y trágica, que aquella en que tu padre y tú me precipitaron.
En agosto de 1892, y el 8 de noviembre del mismo año, mantuve con tu madre dos prolongadas conversaciones a tu respecto, y le pregunté las dos veces por qué no hablaba directamente contigo. Me respondió lo mismo las dos veces: Me inspira temores; cuando se le habla se pone en un estado frenético. Tan poco hacía que yo te conocía, la primera vez, que no alcancé a comprender lo que pretendía expresar. Pero tan bien te conocía ya la segunda, que admirablemente la entendí. (Entretanto, habías sufrido un ataque de ictericia, te había ordenado el médico pasases una semana en Bournemouth, y como detestabas la soledad, me habías comprometido a viajar en tu compañía.) Pero, el primer deber de una madre es no tener miedo de hablar seriamente con su hijo. Si te hubiese hablado en serio tu madre en lo referente al disgusto en que te vio en 1892, y te hubiera animado a confiar en ella, todo habría marchado mejor para ustedes y más dichosamente. Eran un craso error todos esos secretos conmigo. ¿Qué finalidad podía tener que me enviase tu madre misivas innumerables, para suplicarme que no te convidase a comer tan a menudo, ni te entregase más dinero, cartas que en el sobre tenían estampada la mención confidencial, e invariablemente finalizaban con esta posdata: De ningún modo le diga usted a Alfred que le he escrito? ¿Cuál podía ser la eficacia de una correspondencia semejante? ¿Acaso esperaste alguna vez que te invitase yo a comer? Nunca. Te parecía muy natural comer siempre conmigo. Contestabas lo mismo a todas mis protestas: «¿Dónde iré a comer si no lo hago contigo? Supongo que no querrás que lo haga en mi casa». Era éste un argumento irrefutable. Y cuando, en modo alguno, quería permitir que comieses en mi compañía, me amenazabas con hacer una barbaridad, y lo que es peor, la hacías efectivamente.
Por lo tanto, ¿de qué podían servir esas cartas que tu madre me mandaba? ¿Qué otro podía ser su resultado, más que aquel que realmente tuvieron, o sea, el de abrumar mis hombros con una absurda responsabilidad de orden moral? Y no es mi intención hablar aquí de las numerosas oportunidades en que la flaqueza de tu madre, y su ausencia de coraje, se manifestaron tan perjudiciales para ella, como para ti y para mí. Pero lo cierto es que al saber que tu padre había ido a mi casa a armar un terrible escándalo, y con toda la intención de transformarlo en escándalo público, bien pudo haber visto en ese incidente la premonición de una catástrofe, e intentado evitarla. Pero no se le ocurrió nada mejor que mandarme al prudente George Wyndham, con sus diestras palabras, ¿y qué es lo que venía a proponerme? Pues hacerte poco a poco a un lado. ¡Como si hubiera sido esto posible!
Por todos los medios ya había intentado poner punto final a nuestra amistad; incluso me había alejado de Inglaterra, dejando una dirección falsa, con la esperanza de quebrar de una vez por todas un lazo que me resultaba pesado, que era funesto, y que me inspiraba solo odio.
¿Verdaderamente crees que podía yo hacerte poco a poco a un lado?
¿Crees que de ese modo podía haber hecho algún bien a tu padre?
Sabes muy bien que el caso era completamente diferente. Lo que quería tu padre, no era que quebrásemos nuestra amistad, sino provocar un escándalo público. Y hacía grandes esfuerzos para conseguirlo. Muchos años hacía ya que no aparecía su nombre en los diarios. Vislumbró la posibilidad de volver a aparecer ante el público británico en un papel completamente desconocido en él: el de padre cariñoso. Estimulaba esto su Humor. Si rompía mis relaciones amistosas contigo, tal cosa le hubiera originado una tremenda desilusión, a la cual sólo podía aportar un levísimo paliativo la chismografía a que daría lugar un segundo divorcio, por muy repugnante que el mismo fuese en su causa y en sus detalles.
Y es que no perseguía más que un fin: la popularidad y el henchirse de fatuidad —cual suele decirse en calidad de adalid de la austeridad—; cosa que, en vista del estado actual de la sociedad de Gran Bretaña, es el procedimiento más seguro para convertirse de inmediato en un héroe.
Dije ya en una de mis obras de teatro, con relación a esta sociedad, que es Calibán una mitad del año, y Tartufo la otra mitad; tu padre, en quien perfectamente encarnaron los dos caracteres, aparecía de este modo indiscutiblemente como el representante más puro del puritanismo, en su más típico y agresivo tipo.
Incluso en la suposición de que ello hubiera sido posible, de nada habría servido hacerte poco a poco a un lado.
¿No comprendes en este momento que lo único que le correspondía hacer a tu madre, era haberte suplicado que la fueses a ver, y una vez allí los tres, tú, tu hermano y yo, declarar en forma rotunda que nuestra amistad debía necesariamente de terminar?
En mí habría encontrado el apoyo más decidido, y no tenía por qué tener miedo alguno de hablar contigo, puesto que hubiéramos estado presentes Drumanrig y yo. Pero no lo hizo. Temía la responsabilidad, y le agradaba más derivarla hacia mi persona. La verdad es que me envió una carta. Se trataba de una esquelita, para suplicarme no mandase a tu padre la carta del letrado en que me invitaba él mismo a no seguir adelante.
Tenía razón en esto. Era risible de parte mía recurrir a los abogados en demanda de protección y de consejo. Pero toda la eficacia que había podido tener su esquela, la destruía ella misma con su eterna posdata: No le diga en modo alguno a Alfred que le escribí.
Te embriagaba literalmente la idea de que yo pudiese hacer que unos abogados les escribiesen, tanto a ti como a tu padre. Eras quien provocaba esto, y no podía yo decirte que tu madre era contraria a ello, pues con solemnes promesas me había comprometido a no decirte nunca una palabra de las cartas que me escribía, y yo, locamente, mantuve esta promesa.
¿No comprendes ahora lo errada que estaba al no conversar francamente contigo? ¿Y cuán errónea era asimismo esa correspondencia de chismes y esas entrevistas a ocultas?
No puede descargarse nadie, sobre otro, de su propia responsabilidad. Esta termina siempre por retornar a aquel a quien corresponde. Tu idea de la vida, tu filosofía —si es que podemos suponer que lo es—, era que siempre tenía que pagar otro lo que hicieras, y esto, no solamente en el sentido económico de la frase —lo cual, sencillamente, fue la aplicación de tu filosofía a la vida diaria—, sino también en el sentido mucho más amplio y completo de transmisión de la responsabilidad. Y esa filosofía, que te daba excelentes resultados, llegado el caso, la transformaste en una verdadera profesión de fe.
Me colocaste en la obligación de iniciar un proceso, porque sabías muy bien que tu padre no había de atacarte nunca, ni personalmente ni en tu vida, y que yo defendería hasta el último baluarte a tu vida y a ti, cargando sobre mis hombros con todo cuanto se te ocurriera abrumarlos. Y no pensabas mal, todo lo contrario. Tu padre y yo —naturalmente, cada cual por distintos motivos—, hicimos exactamente aquello con lo que contabas. Sin embargo, a pesar de todo, tampoco saliste ileso. La historia del niño Samuel, como es posible llamarla para ser breves, podrá parecer muy hermosa a los ojos de la chusma, pero tengo entendido que en Londres se burlaron de ella; y en Oxford sonrieron. Y es que hay en todas partes personas que te conocen, y tú has dejado huellas en todas partes. Pero, aparte de un reducido círculo en estas dos ciudades, el mundo ve en ti a un hombre bueno, poco menos que arrastrado al crimen por el artista maligno e inmoral, y salvado con toda felicidad, en el preciso instante, por su padre amante y bondadoso.
Resulta esto encantador. Y ello no obstante, sabes perfectamente que no saliste incólume de este asunto. Y no me estoy refiriendo aquí a la tonta pregunta formulada por un jurado no menos tonto, y considerada naturalmente con desprecio por el fiscal y el presidente; carece aquello de importancia. Quiero decir que quizás, en el fondo, ante ti mismo y a tus propios ojos, no te sientas exento de culpa.
Tendrás algún día que meditar respecto a tu conducta; no estás, no puedes estar conforme del giro que adoptaron las cosas. Cuando pienses en ti, no podrás dejar de sentir que se te cubre el rostro de intenso rubor.
Es, en verdad, maravilloso, mostrar al mundo una frente de bronce; pero, cuando te encuentres solo y lejos de todo espectador, tienes por fuerza que quitarte la careta, para respirar, pues de no hacerlo, morirás asfixiado.
Y tu madre, también, no puede dejar de deplorar alguna vez haber deseado descargar en espalda ajena sus graves responsabilidades; máxime que ese otro tenía ya que soportar una carga bastante pesada.
Hacía ella a tu lado las veces de padre y de madre ¿cumplió acaso, aunque sólo sea con uno de esos deberes?
Puesto que me mostré indulgente con tus caprichos, tus violencias, tus estallidos, la misma indulgencia debió haber demostrado ella.
La última vez que vi a mi esposa —de esto hace un año y dos meses—, le dije que ella debía ser, al propio tiempo, padre y madre de Cyril. Le referí cuanto sabía con respecto al modo de ser de tu madre contigo; se lo referí con todos los detalles expuestos en esta misiva, aunque, como es natural, mucho más extensamente. Le di una explicación en lo que concernía a esas innumerables cartas de tu madre, que llegaban a Tite-Street con la mención de Privada, y con regularidad tanta, que mi esposa me había dicho, riendo, que con toda seguridad estábamos escribiendo, tu madre y yo, una novela social en colaboración. Y encarecidamente le rogué no procediese con Cyril como procedía tu madre contigo. Le dije que tenía que educarlo de una forma tal que, si llegaba, algún día, a verter sangre inocente, fuese a su lado y se lo confesase, para que ella le lavase primeramente las manos, y viese después cómo podría lavarle el alma con el arrepentimiento y la reparación del daño provocado.
Y le dije que si le atemorizaba cargar con la responsabilidad de la vida de otra persona, aunque la misma fuese su propio hijo, que buscase un tutor que la ayudara. Y, en efecto, esto fue lo que hizo, y su gesto constituye una alegría para mí. Recayó su elección en Adrián Hope, un hombre de rancia alcurnia, de enorme cultura y noble carácter, primo suyo, con quien te encontraste una vez en Tite-Street, y en él hallaron Cyril y Vivian las esperanzas mejores de un bello porvenir.
Si tu madre tenía miedo de hablar seriamente contigo, debía haber escogido alguno de sus propios familiares, a quien, quizá, tú hubieses hecho caso. Pero no había razón alguna para que tuviese miedo. Debía de haberte aconsejado y ofrecido su frente, y ya estás viendo el resultado por no haberlo hecho.
¿Crees que puede el mismo haberla dejado satisfecha?
Me consta que me culpa de todo a mí, y me consta, no por personas que te conocen, sino por otras que no te conocen y que tampoco tienen el menor interés en conocerte. Oigo hablar de este asunto a menudo. Tu madre, por ejemplo, tiene la costumbre de hablar de la influencia ejercida por el hombre de edad adulta sobre el joven. Se aferra de preferencia a esta idea porque, en vista de los prejuicios vulgares del país y de la ignorancia, no deja nunca de causar su impresión. No he menester de preguntarte cuál ha sido mi influencia sobre ti. Sabes de sobra que ninguna tuve. Con frecuencia te jactabas de ello, y es lo único de que, en realidad, podías jactarte. ¿Y qué pudo haberse dejado influenciar en ti? ¿Tu inteligencia? No estaba desarrollada todavía. ¿Tu imaginación? Estaba muerta. ¿Tu corazón? Aun no había nacido. De todos los hombres con los que me he cruzado en la senda de mi vida, fuiste el único en quien no podía haber ejercido la menor influencia.
Cuando guardaba cama, sin la ayuda de nadie, y enfermo de la fiebre por ti contagiada, no conseguí ejercer influencia sobre ti, ni siquiera para que fueses en busca de una copa de leche o para que tratases de que no me faltaran los objetos más corrientes y precisos en la alcoba de un hombre enfermo; o para que te tomases la molestia, si era una, de recorrer en carruaje doscientos metros y adquirir en una librería un volumen que, naturalmente, yo hubiese pagado. Cuando estaba enfrascado en la tarea de escribir y concebir comedias que hubieran sido en cualquier aspecto superiores a las de las de cualquier otro, no fue tanta mi influencia sobre tu persona como para lograr que me dejases en paz, como debe estarlo el artista. Mi gabinete de trabajo, estuviese donde estuviese, era siempre para ti un cuarto de paso, un aposento para fumar, beber vino con soda y charlar de temas insulsos. La teoría esa de la influencia del hombre adulto sobre el Joven, tiene sal hasta el instante en que llega a mis oídos; luego, resulta ridícula. Y cuando llegue a los tuyos, habrás de sonreír, seguramente, y con razón sobrada.
Oigo mucho hablar, también, de lo que dice tu madre en lo que al dinero se refiere. Hace notar que me suplicaba constantemente no te entregase dinero, lo cual es verdad. Tengo que reconocerlo. Innumerables fueron sus cartas, y aparece en todas la sempiterna postdata: Le suplico no se entere Alfred de que le he escrito. Pero, personalmente, no me hacía ninguna gracia tener que sufragar hasta tus mínimos gastos, desde la afeitada matinal, hasta el carruaje que se te ocurría tomar a altas horas de la madrugada. Constituía aquello para mí una verdadera hipoteca y te lo reproché de un modo constante. Repetidas veces —supongo que te acordarás—, te dije todo lo que me disgustaba vieses en mí a una persona de utilidad, cuando el artista y el propio arte en su esencia íntima, deben carecer en absoluto de utilidad. Mis palabras siempre te molestaron.
La verdad es algo muy doloroso de oír y de expresar. Pero esta verdad nunca te hizo cambiar de modo de ver ni de vivir, y tuve todos los días que abonar todos los pequeños gastos que hacías. Esto sólo podía hacerlo un hombre de bondadoso corazón o infinitamente estúpido. ¡Desgraciadamente, se unían en mí a las mil maravillas las dos cosas! Cada vez que te insinuaba que correspondía a tu madre munirte del necesario dinero, ya tenías a flor de labio una respuesta demoledora y digna. Decías que la renta que le pasaba tu padre —creo que alrededor de mil quinientas libras anuales—, era completamente insuficiente para una mujer de su alcurnia y rango, y que, por consiguiente, no querías solicitarle más dinero del que te entregaba por propio impulso. Tenías razón al decir que su renta no correspondía a una mujer de su alcurnia, rango y gustos. Pero eso no te autorizaba a vivir como un Creso a mi costa, sino que, por el contrario, debía haberte ante todo impulsado a llevar un tren más rígido de economías. Indiscutiblemente eras, y lo más probable es que lo sigas siendo, un sentimental; únicamente un sentimental puede permitirse gratis el lujo de una emoción. Muy bien hacías mirando por el bolsillo de tu madre, pero no por eso dejaba de ser feísimo que lo hicieses a mi costa.
Digo ya, en mis Intenciones, que los impulsos del sentimiento son, en su extensión y duración, tan limitados como los de la fuerza física. La copa moldeada para contener una cantidad previamente determinada, puede contener dicha cantidad, pero no rebasarla, aunque todos los bermejos toneles de Borgoña estén rebosando de vino, y se hundan los vendimiadores hasta las rodillas entre los racimos de uva de los viñedos de España. No existe error más craso que creer que aquellos que causan o provocan las grandes tragedias, tienen al unísono de las mismas sus sentimientos, y es el más funesto de todos los errores, aguardar semejante cosa de ellos. Quizá el mártir, dentro de su camisa de llamas, pueda contemplar la faz del Señor. Pero el que hacina la leña o sopla en la hoguera para que el aire avive las llamas, no siente otra cosa que la que siente el matarife cuando sacrifica un buey, que la que siente el leñador que derriba un árbol en el bosque, o el segador que, al segar, hace caer lentamente una flor con su hoz. Para las almas grandes son las grandes pasiones. Y sólo pueden ser comprendidos los grandes acontecimientos, por quienes se encuentran a la altura de los mismos.
Me imagino que si alguna vez vuelves atrás tu vista, y reflexionas sobre tu proceder para con tu madre, o para conmigo, no podrás experimentar satisfacción por ti mismo y que, si no le muestras esta carta a tu madre, quizás algún día tengas que explicarte cómo, viviendo a mi costa, en modo alguno obedecías a mis deseos.
La forma que para conmigo adoptaron tus sentimientos no pudo ser más personal, ni serme personalmente más desagradable. El hecho de depender de mí tanto en los gestos pequeños como en los grandes, te prestaba a tus propios ojos el encanto de la infancia, y cuando me obligabas a pagar también por todos tus amigos, suponías haber descubierto el arcano de la juventud eterna.
Confieso que me es sumamente doloroso enterarme de lo que dice tu madre de mí. Y tengo la seguridad de que, si lo piensas un poco, has de estar conmigo en que ya que no tiene una sola palabra de sentimiento o de pesar por la catástrofe a que me precipitaron los tuyos y tú mismo, sería preferible que callase.
Naturalmente, no es preciso que ella vea esa parte de esta carta que trata de mi proceso espiritual, ni de la meta que tengo la firme esperanza de alcanzar, pues tal cosa no podría interesarle. Pero yo, en tu lugar, le enseñaría los párrafos aquellos que se refieren tan sólo a tu vida.
En tu lugar, no me agradaría de ninguna manera saberme amado a causa de una falsa ilusión. No tiene el hombre por qué descubrir al mundo su vida, pues el mundo carece de comprensión. Pero cuando se trata de personas cuyo amor ansiamos, la cosa es muy diferente.
Un excelente amigo mío, y que ha demostrado serlo durante diez años, vino a verme poco ha, y me dijo que no creía una sola palabra de todo lo que se murmuraba contra mí, y me dio a entender que se hallaba en un todo persuadido de mi inocencia, y me consideraba la víctima de una nefasta conspiración. Me eché a llorar al oírle hablar de esa suerte, y le dije que muchos de los extremos de que me acusaban eran falsos en absoluto y urdidos con indignante perfidia; pero que mi vida, empero, había estado llena de placeres perversos y de pasiones extrañas, y que tenía que convencerse de ello y aceptarlo, para que yo pudiese seguir siendo su amigo, o volviese a estar en su compañía alguna vez. Esto constituyó para él un terrible golpe; pero seguimos siendo amigos, y no me adueñé de su amistad mediante ilusiones falaces. Te dije ya que es muy doloroso confesar la verdad, pero lo es todavía más tener que mentir.
En el transcurso de mi último proceso, estaba sentado en el banco de los que han pecado, escuchando aquella extravagante acusación de Lockwood, que era oída como si se tratase de un trozo de Tácito, de un verso del Dante, o de uno de los discursos incendiarios de Savonarola contra los pontífices de Roma. Me sentí invadido por una indecible repugnancia. Pero, de repente, cruzó por mi mente esta idea: ¡Qué maravilloso sería que refiriese yo todo esto por mí mismo! Y pensé al punto que nada significaban las palabras por sí mismas, que todo radica en quien las pronuncia. El instante Supremo para un hombre —y no me cabe de ello la menor duda—, es aquél en que, de hinojos en el polvo, se golpea el pecho y confiesa todos los pecados de su existencia.
Y también es verdad esto en lo que a ti se refiere. Habrías de sentirte mucho más dichoso si tú mismo impusieses a tu madre de una parte por lo menos de tu vida. En diciembre de 1839, yo le conté gran parte de la misma, naturalmente con omisiones, y generalizando. Al parecer, no le infundió tal cosa más coraje para sus relaciones contigo. Parece, por el contrario, haberse empeñado más aún en no querer ver la verdad. Si le hubieras hablado tú mismo, la cosa hubiese sido muy distinta. Quizá mis palabras son, a menudo, demasiado amargas para contigo, pero no puedes negar los hechos. Las cosas fueron tal como las conté, y si lees esta carta con cuidado, y debes hacerlo, te verás frente a ti mismo, verás tu vida cara a cara.
Te escribo esta tan dilatada carta, para que te des cuenta de lo que has sido para mí antes de mi prisión, durante los tres años de aquella amistad fatal; lo que fuiste para mí durante esta prisión mía, que habrá llegado a su término dentro de dos lunas, y lo que para mí mismo espero ser, y para los demás, al salir de la cárcel.
No me es posible modificar mi carta, ni volverla a escribir. Tienes que aceptarla tal cual es, muchos de sus párrafos borrados por las lágrimas, ostentando muchos más las huellas del dolor o de la pasión, y tendrás así que descifrarla como puedas, con sus borrones y sus correcciones todas. En lo que respecta a las enmiendas y errores que pudiera tener, los hice para que mis palabras realmente fuesen la expresión de mis pensamientos, y no se incurriese en falta alguna por palabras de más o palabras de menos.
Debe estar afinado el lenguaje como un violín, y tal como una vibración excesiva, o por demás escasa, en la voz del cantante o en el temblor de las cuerdas, torna el tono impuro, también el exceso o la ausencia de palabras echan a perder lo que se expone. Tal como va mi carta, tiene, por lo menos, una importancia esencial en cada una de sus frases. Carece de toda retórica. Si hay párrafos borrados o añadidos, aunque no muchos, en extremo pulidos, obedece ello a mi deseo de reproducir con exactitud mi sentimiento, y a no encontrar nada que interprete absolutamente a la perfección mi estado de ánimo. Lo primero que dicta el sentimiento es lo último que acude en la forma.
Debo agregar que ésta es una carta severa. No he tenido para contigo la menor consideración. Más aún: afirmo que es injusto colocarte en la balanza frente al más nimio de mis padecimientos, frente a la más infinitesimal de mis pérdidas, y que con razón puedes decir que he ido pesando éstas grano por grano. Es cierto. Pero tendrás que reconocer que te ubicaste tú mismo en el platillo.
Tendrás que reconocer también que si te has asociado a mí un sólo instante en mi prisión, sube bruscamente tu platillo. Fue la vanidad la que te hizo escoger la balanza, y es ella la que te impulsa a adherirte a la misma. Fue este el enorme error psicológico de nuestra amistad: su absoluta carencia de proporción.
Encauzaste tu camino por una existencia harto grande para ti, cuyos límites rebasan tu misión y tu facultad de movimiento cíclico; por una existencia cuyos pensamientos, acciones y pasiones, poseían un intenso interés y un considerable significado, y estaban realmente abrumados por la carga de maravillosas y trágicas consecuencias. Era deliciosa, dentro de lo reducido de tu órbita, tu pequeña existencia de pequeños caprichos, a merced de tu humor. Deliciosa era en Oxford, en donde lo más malo que podía ocurrirte era una reprimenda del decano o una lavada de cabeza del rector, y en donde lo más excelso era el triunfo de Magdelen en las regatas, y el hacer arder una hoguera en el patio de la universidad, a manera de festejo por suceso tan importante. Luego de haberte alejado de Oxford, debía haber seguido girando tu vida dentro de tu propia órbita. Para ello, todo estaba en ti dispuesto de admirable manera. Eras un ejemplar sin tacha de una especie muy moderna. Pero, no habías nacido ni tenías pasta, para servirme de paralelo. Tu prodigalidad sin límites era un crimen. Siempre es pródiga la juventud, pero que me obligases a sufragar esa manía tuya, era algo que podemos calificar de realmente bochornoso. Casi idílico y encantador, era ese tu afán de tener un amigo con el cual pudieras estar desde la mañana hasta por la noche; pero el amigo que buscaste nunca debió ser un hombre de letras, un artista, alguien en quien tu perenne presencia anulaba toda obra de belleza y envaraba la fuerza de creación. En serio creías, con absoluta buena fe, que la forma mejor de pasar una noche era ir a comer con champaña en el Savoy, y después ir a ver un espectáculo frívolo de variedades desde un palco, y finalmente, para la bonne bouche, cenar con champaña en el establecimiento de Willis. Infinidad de chicos encantadores hay en Londres que comparten esta manera de ser. Ni siquiera puede considerarse esto libertinaje. No es más que el certificado de aptitud para ingresar en White’s Club. Pero no te asistía en modo alguno el derecho de exigir que fuese yo quien hubiera de facilitarte tales placeres. Eso probaba cuán escasamente sabías estimar mi genio.
Retornando a tu disputa con tu padre, sea lo que sea lo que sobre la misma se opine, resulta evidente que era éste un asunto que tenía que haber quedado estrictamente entre ustedes dos. Tenía que haber sido arrojado a un corral, pues esto es lo que por lo común acaece con querellas de esta índole. Estriba tu culpa en haberla hecho representar a la fuerza, como un intermedio trágico, sobre un elevado tablado y ante el foro de la Historia, utilizando como público al mundo entero, y concediéndome a mí mismo en premio al triunfador de tan deleznable torneo.
El hecho de que tu padre te odiase, y que tú le odiases a él, no podía tener la mínima importancia para la sociedad de Gran Bretaña. Esos sentimientos están muy de moda en la existencia familiar de los ingleses, pero es conveniente fijarles un límite en el sitio que a ellos conviene: el sagrado del hogar. Fuera de este círculo están desplazados, y constituye una ofensa trasplantarlos a un escenario distinto.
No es posible utilizar la vida de familia como un pendón rojo que se hace flamear por las calles, ni como un cuerno en el cual se sopla roncamente desde la parte más elevada del tejado; desplazaste de su terreno normal las cosas domésticas, así como personalmente te saliste del campo que te pertenecía. Y quien abandona el terreno que es el suyo, cambia lo que se halla en torno de él, pero no su naturaleza. Porque no puede apoderarse de los pensamientos ni de las pasiones que predominan en el círculo en que se ha introducido.
No conozco en toda la literatura dramática, retornando al terreno del arte, nada que sea comparable al modo con que trazó Shakespeare las figuras de Rosenkranz y Guildenstern, ni que sea más sugestivo que éstas, debido a su fineza psicológica. Son dos camaradas de Universidad de Hamlet; fueron sus amigos. Guardan el recuerdo de los jubilosos días vividos juntos. En el momento en que se encuentran en la obra con Hamlet, éste vacila bajo el peso de una irresistible carga para un hombre de sus condiciones. El muerto ha salido de su tumba para encomendarle una misión al mismo tiempo demasiado grande y demasiado mezquina para él. Hamlet es un soñador y se ve en la necesidad de obrar. Posee un temperamento de aeda, y se le pide que luche contra la relación habitual de causa a efecto, contra la vida en su aspecto práctico, del cual todo lo ignora, en vez de bregar contra la esencia ideal de la vida, de la que tanto sabe. No tiene la menor idea de lo que debe hacer, y su locura consiste en simular la locura; Recurrió Bruto a su demencia como manto que había de ocultar la espada de su intención, el puñal de su sabiduría; pero no es más que un disfraz la locura de Hamlet, debajo del cual se oculta su debilidad haciendo muecas y diciendo chistes, un pretexto para demorar la acción, con la cual juega como con una teoría un artista.
Se convierte en espía de sus propios actos, y al escucharse a sí mismo, sabe que aquello son solamente palabras, palabras, palabras. En lugar de correr el riesgo de ser el héroe de su propia historia, trata por todos los medios de ser el espectador de su propia tragedia. En nada cree, ni en sí mismo siquiera; pero no puede prestarle ayuda su duda, porque no es fruto del escepticismo, sino de su voluntad incierta.
No perciben nada de esto Guildenstern ni Rosenkranz. Se inclinan y sonríen complacientes, miman gracias, y lo que el uno dice, como un eco lo repite el otro. Y cuando, finalmente, mediante el drama que nace dentro del drama y del discreteo de los títeres, logra sorprender Hamlet al rey en el secreto de su conciencia, y expulsan del trono al traidor presa de pánico, Guildenstern y Rosenkranz no ven en su conducta más que un deplorable olvido de la etiqueta de palacio. Es todo lo que les permiten los sentimientos propios con que contemplan el drama de la vida. Junto al secreto de Hamlet están, y no sospechan nada del mismo. Y no tendría finalidad alguna iniciarlos en ese secreto. Son copas chicas, cuyo espacio no sería posible aumentar. Al finalizar el drama, se indica que han sido sorprendidos ambos planeando un artero golpe contra una tercera persona, y fueron, o serán, muertos violenta o bruscamente. Pero, un fin tan trágico, aunque el Humor de Hamlet le concede una apariencia de sorpresa de comedia, y de justicia, no es el que cabe a jóvenes de su calaña. No mueren éstos nunca. Al morir Horacio —aunque no en presencia del público—, en defensa de la causa de Hamlet, no deja hermano alguno:
(Absents him from felicity a while,
and in this harsh world draws his breath inpain…)
Tan inmensamente lejos de la pura felicidad,
arrastran por este mundo su desaliento…
Pero son inmortales Guildenstern y Rosenkranz, como Angelo y como Tartufo, y merecen vivir eternamente junto a éstos. Constituyen el tributo pagado por la vida moderna al viejo ideal de la amistad. Quien escriba en lo futuro un nuevo tratado De Amicitia tendrá que reservarles en el mismo un lugar, y glorificarlos en prosa ciceroniana. Son tipos eternamente inmutables. Sería no comprenderlos, intentar censurarlos. Lo que ocurre, es que no se encuentran en el lugar que les corresponde, y nada más. No es contagiosa la grandeza del alma. Estén solos desde su nacimiento los pensamientos y sentimientos sublimes.
Lo que no pudo comprender Ofelia, tampoco pudieron comprenderlo Guildenstern y su amado Rosenkranz, Rosenkranz y su amado Guildenstern.
Y, naturalmente, no es que pretenda compararlos. Es mucho mayor la diferencia entre nosotros dos, que entre ellos y Hamlet. Fue en ti libre elección, lo que había sido en ellos fruto de la casualidad. Premeditadamente, sin que te impeliese a hacerlo, te introdujiste a la fuerza en mi terreno, y usurpaste un puesto al cual no tenías el menor derecho, ni para el cual eras idóneo, logrando con tenacidad singular que tu presencia fuese uno de los elementos esenciales de todos y cada uno de mis días, recabando para ti mi vida entera, sin hacer con ella nada mejor que destrozarla. Por extraño que pueda parecerte, era muy natural que hicieses lo que hiciste. Si se le entrega a una criatura un juguete demasiado maravilloso para su mentalidad, o demasiado bello para sus ojos, hasta ese instante nada más que entreabiertos, si la criatura es traviesa, hará trizas el juguete, y si es poco cuidadosa, lo dejará caer y se alejará con sus amiguitos. Y lo mismo ha ocurrido contigo. Cuando te adueñaste de mi vida, no supiste qué hacer con ella. Era imposible que lo supieras. Para tus manos resultaba algo por demás maravilloso. Debiste dejarla caer y marcharte otra vez con algún camarada de juego. Pero como eras travieso, la hiciste añicos. Y es esto, quizá, al final de cuentas, la última verdad.
Y es que siempre las verdades son más pequeñas que sus manifestaciones. Acaso pueda conmover al mundo la mutación de un átomo. Y, para que te des cuenta de que no me muestro más indulgente conmigo que contigo, agregaré lo siguiente aún: tu relación, para mí tan peligrosa, fue todavía más fatal a causa del instante especial en que se inició. Pues te encontrabas en la edad en que todo lo que se hace, no es sino arrojar la semilla, y yo estaba en aquella en que todo cuanto se hace, no es sino cosechar lo sembrado.
Todavía hay algunos extremos acerca de los cuales debo escribirte. Se refiere el primero de ellos a mi falencia. Me enteré hace unos días —con profunda pena, lo confieso— de que es ya demasiado tarde para que los tuyos puedan indemnizar a tu padre, pues la ley no lo permite, y que tendré que permanecer bastante tiempo en mi deplorable situación actual. Esto es muy triste para mí pues, según me lo afirma un hombre de leyes, ni siquiera puedo dar a la publicidad un volumen sin permiso del administrador de la quiebra, a quien tendrían que ser presentadas todas las liquidaciones, no podré firmar contrato alguno con directores de teatro, ni hacer representar una obra, sin que fuesen los derechos a parar a tu padre y a mis otros escasos acreedores.
Reconocerás ahora que ese plan de embarcar a tu padre, permitiéndole me hiciese declarar en estado de quiebra, no tuvo realmente el maravilloso resultado que te prometías.
Para mí, por lo menos, esto es por demás doloroso, y el sentimiento de humillación que mi miseria me produce, debía haberse tenido en cuenta antes que ese Humor tuyo, tan mordaz o tan insospechado. Es indudable una cosa: que por haber permitido mi falencia, por haberme inducido al primer proceso, le hiciste el juego a tu padre, y llegaste a donde él pretendía llegar.
Desde un comienzo se hubiera visto impotente, solo y sin ayuda ajena. Fue en ti —aunque no hayas pretendido desempeñar tan deslucido y feo papel—, en quien siempre halló su primer aliado.
Me entero, gracias a una carta que me envía More Adey, que el verano último expresaste insistentemente el deseo de devolverme lo que por ti gasté. Como le decía en mi contestación, desgraciadamente he sacrificado por ti mi arte, mi existencia, mi apellido, mi posición ante la posteridad, y aunque pudiese tu familia poseer todas las maravillas del mundo, el genio, la opulencia, el elevado rango, y otras cosas por el estilo, y lo depositase todo a mis plantas, ni siquiera podría pagarme la décima parte de las cosas más nimias que me fueron arrebatadas, ni una sola lágrima de las últimas que vertí. Sin embargo, es preciso que se pague todo cuanto uno hace. Hasta cuando se ha sido declarado en quiebra.
Tú, por lo que advierto, supones que la quiebra es un medio muy cómodo para no saldar las deudas. Y que realmente es posible burlar a los acreedores. Pero las cosas son muy distintas.
La quiebra es el procedimiento mediante el cual los acreedores le embarcan a uno —y recurro a tu expresión favorita—, y mediante el cual la ley, adueñándose de todo cuanto uno tiene, le obliga a pagar todas y cada una de sus deudas; y si no está en situación de hacerlo, lo dejan tan desprovisto de fondos como el más mísero de los menesterosos que se encuentre en el quicio de una puerta o marche calle abajo, tendiendo la mano en solicitación de una limosna, cosa que, al menos en Inglaterra, no se hace sin temores.
La ley todo no sólo me arrebató cuanto yo poseía: mis libros, mis muebles, mis cuadros, mis derechos de autor de obras publicadas, los que me corresponden por mis piezas teatrales, todo, en pocas palabras, desde El príncipe feliz y El abanico de Lady Windermere, hasta las alfombras de la escalinata y los quitabarros de mi casa, sino todo lo que en el futuro pudiera llegar a tener. Así, por ejemplo, se ha enajenado la parte que me corresponde en mis bienes gananciales. Pude, por suerte, y gracias a mis amigos, recuperarla. De lo contrario, mis dos hijos, si falleciese mi esposa, se encontrarían, viviendo tan carentes de recursos como yo mismo.
La parte que me toca en la finca de Irlanda, heredada de mi padre, es de suponer que será lo primero en entrar en turno. Su venta despierta en mí muy dolorosos sentimientos, pero la resignación es lo único que me resta en la emergencia.
Aquellos setecientos peniques —¿o eran libras?— de tu padre, pronto han de llegar, y le serán abonados. Y aunque se me quite todo lo que tengo y lo que pueda tener, y el proceso, desvanecidas ya las esperanzas de mi capacidad de pago, sea sobreseído, seguirán impertérritas mis deudas. Quedan aún por pagar las comidas del Savoy: la sopa de tortuga, los hortelanos cubiertos por sus dentadas hojas de parra siciliana, el pesado champaña de ambarino color, y hasta casi oliendo a ámbar, tu vino predilecto, me parece que era el Dagonet 1880, las cenas de Willis; las cuvées (vinos seleccionados) de Perrier-Jouet, especialmente reservadas para nosotros; los deliciosos pasteles de foie-gras, traídos en línea directa de Estrasburgo, el maravilloso coñac, que era siempre servido en el fondo de grandes copas acampanadas, a fin de que su aroma fuese gustado convenientemente por los sibaritas de todos los refinamientos reales que brinda la vida; nada de esto puede quedar sin pagar, como vergonzosas deudas de un anfitrión desleal. Y aquellos bonitos gemelos —cuatro labradorcitas acorazadas, con puntitos de plata alternando con rubíes y diamantes— que yo mismo dibujara y encomendara a Henry Lewis, modesto obsequio con el que pretendía celebrar contigo el éxito de mi segunda comedia, también tendré que pagarlos, a pesar de que los vendiste pocos meses más tarde por un trozo de pan; no es posible que consienta que sufra el joyero una pérdida por los regalos que te hice, sea cual fuere el uso que posteriormente hicieses de ellos.
De modo que ya ves que yo, aunque se produzca el sobreseimiento del proceso, tengo que pagar aún mis deudas. Y lo que se aplica a quien ha quebrado, puede aplicarse también a cualquier otra emergencia de la vida. Alguien tiene que pagar todo lo que se hace. Tú mismo, a pesar de tu afán de ser relevado de todos los deberes, de la tenacidad con que logras que otro te lo proporcione todo, y de tus esfuerzos por rechazar todas las obligaciones de afecto, consideración o gratitud, verás el día en que tendrás que meditar seriamente acerca de lo que hiciste, y en que no podrás dejar de intentar deshacerlo, por inútil que esto sea.
Y será una parte de tu castigo que no te encuentres en condiciones de poderlo hacer. No es posible que te laves las manos de toda responsabilidad y que, con un encogimiento de hombros, marches con una sonrisa hacia un nuevo amigo, o te aproximes a otra mesa recién tendida.
Tampoco es posible que todo lo que me sucedió por ti, sea para ti tan sólo un recuerdo sentimental y que si conviene, se sirve de sobremesa al mismo tiempo que los cigarrillos y los espirituosos, como pintoresco fondo de una vida moderna, o sea como una vieja tela en el muro de una taberna.
Por el momento, parece poseer el encanto de un plato nuevo, o de un vino nuevo, pero se tornan duras las migajas del festín, y es amargo el fondo de una botella. Quizá hoy, mañana quizá, quizá cualquier otro día, sonará la hora en que debas comprender esto. Y si no, si llegases a morir sin haberlo comprendido, ¡qué mísera tu vida, qué hambrienta y qué pobre tu imaginación!
Ya dejaba entrever, en mi carta a More, mi opinión, según la cual lo mejor que te resta por hacer es entrar lo antes posible en el fondo del asunto. Te dirá él de qué se trata. Es preciso que hagas trabajar tu imaginación para comprenderlo.
No te olvides que es éste el don que le permite a uno ver las cosas y a los hombres en sus relaciones verdaderas, tanto en las reales como en las ideales. Si sólo eres incapaz de sentirlo, habla de ello con otros. Tuve que enfrentarme directamente con mi pasado; enfréntate directamente con el tuyo. Toma asiento con calma, y examínalo. La liviandad es el mayor de los vicios, es justo todo lo que llega a la conciencia. Habla con tu hermano de ello. Percy es el hombre más a propósito para esto. Muéstrale esta carta, y que sepa todos los pormenores de nuestra amistad. Si los hechos se le exponen con claridad, no existe un juicio más seguro que el suyo. ¡Cuánto dolor y cuánta vergüenza me hubiera evitado si le hubiésemos dicho la verdad! Te acordarás que te lo propuse aquella tarde en que llegaste a Londres, de regreso de tu viaje a Argel. Te negaste a ello de un modo rotundo. Y por eso, cuando llegó a casa después de comer, tuvimos que fingir la comedia de que tu padre estaba loco y era presa de inexplicables y tontas alucinaciones. Fue deliciosa la comedia mientras duró, tanto más cuanto que Percy lo tomó todo muy en serio. Desgraciadamente, la comedia terminó de un modo repugnante. Esto acerca de lo cual te escribo ahora, te ruego no eches en olvido es que para mí la más profunda de las humillaciones y una humillación por la cual no tengo más remedio que pasar. No puedo elegir, ni tú tampoco.
El segundo extremo del cual necesito hablarte se refiere a las condiciones, circunstancias y lugar en que debamos vernos al concluir mi condena. Por ciertos párrafos de la carta que enviaste a Robbie, a comienzos del último verano, sé que conservas en dos paquetes lacrados mis cartas y mis obsequios —por lo menos lo que de los mismos resta—, y que es tu intención entregarme eso personalmente. Es natural que me los devuelvas. No comprendiste jamás por qué te escribía cartas tan hermosas ni te hacía tan hermosos obsequios. No comprendiste que ni estaban éstos destinados a ser pignorados, ni a ser publicadas aquéllas. Aparte de pertenecer a un capítulo ya cerrado de mi vida, son partes integrantes de una amistad que no supiste estimar en su verdadero valor. Cuando mires nuevamente hacia atrás, hacia los días aquellos en que tenías en la mano toda mi vida, no podrás evitar el asombro; también yo vuelvo asombrado la vista hacia esos días, y con unos sentimientos muy distintos de los que eran entonces los míos.
Para un ser tan moderno como yo, tan enfant de mon siecle, constituirá siempre un placer, aunque sólo sea contemplar el mundo. Tiemblo de júbilo al pensar en los citisos que han de florecer en los jardines el día en que abandone mi cárcel, en los citisos y en las lilas, y en que podré ver cómo se agita incansablemente al viento el oro que pende de aquéllos y desmenuza la débil púrpura del plumaje de las otras. Tendré la impresión de que estoy envuelto en un aire proveniente de Arabia. Cayó Linneo de hinojos y lloró emocionado al ver por vez primera la vasta llanura de una meseta inglesa dorada por la aromática retama; yo, para quien las flores constituyen una de mis añoranzas más ardientes, sé que los pétalos de las rosas me reservan lágrimas. Me ocurre lo mismo desde niño. No existe ni siquiera uno de los tonos ocultos en el cáliz de una flor, o en el cuenco de un caracol, con el cual no esté familiarizado a causa de la suave simpatía que inundaba mi alma de criatura. Con Gauthier, he sido uno de aquellos para quienes existe el mundo visible.
Pero sé ahora que detrás de todas estas bellezas, por sugestivas que sean, hay escondido un espíritu del cual brotan las formas, y las figuras son sólo un reflejo, y es con este espíritu que deseo fundirme. Harto estoy de la expresión netamente perceptible de los hombres y las cosas. Lo místico en el arte, en la vida y en la naturaleza, es lo que busco, y que quizá pueda encontrar en las grandes sinfonías musicales, en la solemnidad del dolor, o en el fondo del mar. Más aún: es absolutamente indispensable para mí encontrarlo en alguna parte.
Experimento un amor especial por los sencillos y grandes elementos, como el mar, que es para mí, como la tierra, igual que una madre. Creo que contemplamos todos por demás a la naturaleza, y vivimos por demás alejados de ella.
Me parece muy sana y muy sensata la actitud de los helenos para con ella. No se les ocurría nunca hablar de las puestas de sol, ni ponerse a discutir sobre si eran moradas o no las sombras en la hierba; pero comprendían que el mar es para los que nadan, y la arena para los pies de los corredores. Gustaban de los árboles por la sombra que dan, y del bosque por el silencio que lo invade en los mediodías. En la viña, el vendimiador coronaba con pámpanos sus cabellos, para defenderse de los rayos solares cuando se agachaba sobre los jóvenes tallos. Y para el artista y el atleta —los dos tipos que nos legó la Hélade—, trenzaban en coronas las hojas del amargo laurel y de la etusa que, de no haber sido por esto, no le habrían brindado al hombre la menor utilidad.
Denominamos utilitaria una época de la cual nada sabemos aprovechar. Nos olvidamos que el agua sirve para lavar las manchas, el fuego para purificar, y que la tierra es nuestra madre común. Y es por esto nuestro arte un arte lunar, y juega con sombras, en tanto el arte griego era el del sol y se dirigía directamente a las cosas. Estoy persuadido de que los elementos tienen un poder de purificación, y deseo retornar a ellos y vivir con ellos.
Nos jugamos la vida en todos nuestros procesos, tal como todas las sentencias son sentencias de muerte para nosotros. Y yo he sido procesado tres veces. Abandoné la primera vez la sala para permanecer arrestado; la segunda para ser nuevamente conducido a la prisión, y la tercera, para ir a encerrarme dos años enteros en la mazmorra de un presidio. La sociedad, según lo hemos ordenado, no me reserva puesto alguno, ni puede brindarme ninguno; pero la naturaleza, cuya dulce lluvia se precipita lo mismo sobre los justos como sobre los pecadores, tendrá alguna hendidura en las rocas de sus montañas para brindarme refugio, y ocultos valles en cuyo silencio pueda llorar en libertad. Esto hará que se pueble de estrellas la noche, para que yo, en el destierro, pueda marchar seguro a través de las tinieblas. Y haré que el viento borre la huella de mis pasos, para que nadie pueda perseguirme y hacerme daño. Mis faltas ha de lavar en la inmensidad de sus aguas, y con sus hierbas amargas ha de curarme.
Si marcha todo bien, seré puesto en libertad a fines de mayo, y espero salir, entonces, en compañía de Robby y de More Adey, para algún puertecito de mar extranjero.
En una de sus Ifigenias, Eurípides dice que el mar lava todas las manchas y todas las heridas del mundo. Pienso pasar cuanto menos un mes con mis amigos, y recobrar en su sana y grata compañía la paz y el equilibrio, y lograr un corazón menos lleno de angustia, y retornar a un más tranquilo estado de espíritu. Y transcurrido un mes, cuando las rosas de junio estén en todo su esplendor, deseo, si es que me encuentro en condiciones, hacer que Robbie disponga un encuentro contigo en alguna tranquila ciudad extranjera, digamos en Brujas, cuyas grises casas, cuyos verdes canales y frescos y apacibles caminos, tienen para mí, desde años atrás, un gran encanto. Si me quieres ver, tendrás que despojarte de ese titulito del que te vanagloriabas tanto, haciendo que sonase tu nombre como el de una flor; así como también tendré yo que despojarme de ese nombre que tan musicalmente sonaba antaño en boca de la fama.
¡Mezquino y estrecho es este siglo nuestro, y poco apropiado a sus vicios! Le da un palacio de pórfido al éxito, pero ni siquiera tiene una choza para la vergüenza y el dolor. Todo lo que por mí puede hacer, es invitarme a cambiar de nombre, cuando la misma Edad Media me hubiera brindado una capucha de monje o el cubrefaz de un leproso, detrás de los cuales hubiera podido vivir en paz.
Aliento la esperanza de que nuestro encuentro será el que deba ser después de todo lo pasado. Otrora, siempre estuvimos separados por un profundo abismo: el que separa el arte perfecto de la cultura adquirida. Pero aún es más hondo este abismo hoy, pues es el abismo del dolor. Sin embargo, nada es imposible para la humildad, y todo resulta fácil para el amor.
En lo referente a la carta con que a ésta respondas, puede ser larga o corta, según te acomode. Debe estar dirigida al Señor Director de la Cárcel de Reading; dentro de un segundo sobre abierto, pon la misiva para mí. Si es muy fino tu papel, no escribas por las dos caras, pues tal cosa traba la lectura. Te he escrito con absoluta libertad, y de la misma manera puedes escribirme a mí. Lo que necesito saber de ti, es por qué no intentaste ni siquiera escribirme una vez desde agosto del año pasado, especialmente luego de haber sabido, en mayo último, o sea hace once meses —y ni siquiera lo disimulaste—, todo lo que padecía por ti, y cómo me daba cuenta de ello.
He estado aguardando noticias tuyas un mes tras otro. Y aun cuando no las hubiera aguardado, cerrándote las puertas, debías haber pensado que nadie puede cerrar las puertas del amor. En el Evangelio, se levanta finalmente el Juez injusto para pronunciar una sentencia justa, porque viene a llamar la justicia a su puerta todos los días; de noche, el amigo en cuyo corazón no anida el cariño verdadero, acaba de oír al amigo, a causa de su ardiente deseo. No hay en el mundo cárcel cuya entrada el amor no pueda forzar. Si no lo has comprendido, es que nada has comprendido del amor. Dime, también, todo cuanto se relacione con tu artículo a mi respecto en el Mercure de France. De algo estoy enterado, pero mejor es que me lo digas tú. Ya debe haberse publicado.
Mándame también el texto de la dedicatoria de tu poesía. Si se halla en prosa, envíame esa prosa, y si está en verso, envíame esos versos. No me cabe la menor duda de que han de encerrar alguna belleza.
Escríbeme con franqueza y libertad a tu respecto, y con respecto a tu vida, tus amigos, tus tareas, tus libros. Háblame de tu volumen de poesías, y de la acogida que haya obtenido. Di sin temor todo cuanto tengas que decir, si es que algo tienes. No escribas lo que no sientas. Únicamente esto importa. Si tu carta tiene algo de falsa o artificial, de inmediato lo conoceré en el tono.
No en vano me convertí, en el culto que profesé toda mi vida a la literatura, en alguien que no es menos avaro de sus vocales y sílabas que Midas de su oro. Piensa que también yo tengo que conocerte todavía. Acaso todavía tengamos que conocernos el uno al otro.
Sólo esto he de decirte aún yo a ti: no le tengas el menor temor al pasado. Si te dicen los hombres que no se puede cambiar el pasado, no los creas: el pasado, el presente y el futuro, sólo son un instante para Dios, ante Quien debiéramos esforzarnos en vivir.
No son el tiempo y el espacio, la sucesión y la extensión, más que casuales relaciones de ideas, que puede traspasar la imaginación para moverse en libertad en el campo de las existencias ideales. Y son las cosas también, de acuerdo con su esencia, lo que nos guste que sean. Lo que son, depende de la manera como las contemplamos.
Blake dice: Allí donde otros tan sólo ven el crepúsculo descender sobre la montaña, yo veo retozar de júbilo a los hijos de Dios.
Eso que todo el mundo y yo mismo considerábamos como mi porvenir, lo perdí sin remedio el día en que me dejé arrastrar a iniciar un proceso contra tu padre, e incluso mucho antes de eso. Lo que ahora se me brinda, es el pasado. Conseguiré verlo con ojos distintos y conseguiré que también Dios lo vea así. Y no me sería esto posible, abandonándolo o despreciándolo. No puedo ni ensalzarlo, ni renegar de él. Por el contrario, debo considerarlo como una parte inevitable del proceso de mi vida y de mi naturaleza, y agachar la cabeza ante todo lo que he padecido.
Cuán alejado estoy aún de la verdadera serenidad, ha de demostrártelo con toda nitidez esta carta, con sus titubeantes y variables estados de espíritu, con su desprecio y su amargura, con sus anhelos y con la impotencia de convertirlos en acción. Pero, no eches en olvido cuán espantosa es la escuela en que me veo sentado ante mi tarea. Por muy imperfecto, por muy incompleto que yo sea, has de aprender mucho de mí aún. Quisiste que te enseñara el placer de vivir y el placer del arte; quizá esté llamado a enseñarte una cosa infinitamente más bella: el valor y la hermosura del dolor.
Tu amigo que te quiere:
OSCAR WILDE