Cárcel de Reading.
Querido Bosie:
Luego de una prolongada e infructuosa espera, he tomado la decisión de escribirte, y ello tanto en tu interés como en el mío, pues me subleva el pensar que he estado en la cárcel dos interminables años sin que haya recibido de ti una sola línea, una noticia cualquiera, que no he sabido nada de ti, aparte de aquello que tenía que serme doloroso.
Ha concluido para mí de un modo funesto y con escándalo público para ti, nuestra trágica amistad por demás lamentable. Sin embargo, muy rara vez me abandona el recuerdo de nuestra vieja amistad, y experimento una profunda tristeza cuando pienso que mi corazón, henchido antes de amor, está ahora para siempre colmado de maldiciones, de amargura y de desprecio. Y con toda seguridad, tú mismo sientes en el fondo de tu alma, que es mejor escribirme a mí, que me encuentro en la soledad de la existencia carcelaria, que no dar a la publicidad, sin mi expresa autorización, cartas mías, o dedicarme poesías, sin permiso alguno también. Y esto, aunque nada sepa el mundo de las frases abatidas o apasionadas, de los remordimientos de conciencia, o de la indiferencia que te agrada evidenciar en respuesta o a manera de justificativo.
En esta carta que voy a escribir sobre tu vida y la mía, sobre el pasado y el porvenir, sobre unas dulzuras trocadas en amarguras, y sobre unas amarguras que acaso lleguen a trocarse en alegrías; con toda seguridad habrá muchas cosas que tienen que herir, que hacer brotar sangre a tu vanidad. De ser así, vuelve a leerla hasta que quede muerta esa vanidad tuya. Si en ella hallas algo que supongas te ataca injustamente, no eches esto en olvido: que deben agradecerse aquellas culpas por las cuales puede uno ser acusado injustamente. Y si te llena los ojos de lágrimas algún párrafo aislado, llora como aquí en la cárcel lloramos, en esta cárcel donde no se escatiman las lágrimas ni de día ni de noche.
Es esto lo único susceptible de salvarte. Pero, si acudes en queja a tu madre, cual otrora hiciste, del menosprecio que por ti manifestaba en mi misiva a Robbie, para que te mime y te arrulle para satisfacción de tu orgullo, estás entonces irremediablemente perdido. Porque apenas halles a tu conducta una disculpa, ciento hallarás, y has de retornar a ser, en un todo, el mismo que antes fuiste.
¿Persistes en tu afirmación, como lo afirmaste en tu contestación a Robbie, de que yo te adjudiqué móviles indignos? ¡Ay! ¡Si jamás has tenido móviles en tu vida! No tuviste más que apetitos. Un móvil es un fin espiritual. ¿Persistes en alegar que eras muy joven cuando se inició nuestra amistad? Si pecaste de algo, no fue de inexperiencia, sino, precisamente, de todo lo contrario. Tiempo hacía ya que habías dejado en pos de ti el alba de tu juventud, con su vello sutil, su nítida y pura luz, su ingenua e impaciente alegría. Evolucionaste del romanticismo al realismo con demasiada rapidez, a pasos de gigante. Eras ya presa del arroyo y de cuanto hierve en él. Fue éste el origen de aquel disgusto en cuya oportunidad recurriste a mí, y en que yo, movido de compasión, y por bondad, te presté mi ayuda, con tanta imprudencia si tenemos en cuenta lo que se entiende por prudencia en este mundo.
Tendrás que leer esta carta desde la primera hasta la última letra, aunque te penetre cada palabra como si fuera fuego, o como penetra el bisturí del cirujano. Preciso es que con ella sangre o se abrase, la delicada carne. Recuerda que la demencia que aparece en los ojos de los dioses, es por completo distinta de la que se advierte en los de los hombres. Aquel que todo lo ignora de las formas del arte de la expresión; del proceso evolutivo del pensamiento; del esplendor del verso latino; de la armonía sonora del griego, opulento en vocales; de la escultura toscana y de la elisabetiana lírica, podrá, así, ser discreto hasta la exquisitez. La verdadera demencia, de la que se burlan o con la que juegan los dioses, es la que a sí misma se ignora.
Durante demasiado tiempo así fui yo, y así fuiste tú. Ya no debes serlo más. No tengas miedo; es la ligereza el mayor de los vicios, y es justo todo lo que llega a la conciencia. Debes pensar, también, que si te provoca pena la lectura de esto, harta más pena me produce a mí escribirlo. Muy benévolas se mostraron contigo las potencias ignoradas. Te permitieron ver los vicios, esas trágicas formas de la vida, cual se divisa la sombra en un espejo. Únicamente en el espejo has visto la cabeza de Medusa, el ser viviente trocado en piedra. Tú mismo seguiste andando libre y entre flores; a mí, me quitaron el hermoso mundo del color y del movimiento.
Deseo empezar por decirte que me formulo reproches espantosos. Sí, ahora, sentado aquí en esta lóbrega celda, cubierto con este uniforme de presidiario; ahora, que soy un hombre sin honra, aniquilado, me formulo espantosos reproches. En el transcurso de estas noches atroces, atravesadas por accesos de terror; en el transcurso de estos días tan largos e iguales, me formulo espantosos reproches. Me reprocho haber permitido que embargase completamente mi vida una amistad cuyas raíces no estaban en el espíritu, una amistad que no tenía por primordial objeto la creación y contemplación de la belleza. Nos encontrábamos, desde un comienzo, separados por un abismo demasiado profundo. Tú, en el colegio, fuiste perezoso y haragán, y algo peor aún en la Universidad. No acudió jamás a tu mente el pensamiento de que un artista, y en especial un artista como ese al cual me refiero, o sea en quien el valor de la obra dependía del vigor íntimo de su personalidad, pudiese haber menester, para desarrollo de su arte, del trueque de las ideas, de un ambiente espiritual, de calma, de paz, de soledad. Admirabas mis trabajos cuando estaban terminados, y celebrabas los auspiciosos resultados de los estrenos de mis obras y de las brillantes fiestas que eran como su coronación. Y, naturalmente, de un modo superlativo te agradaba ser el amigo dilecto de artista tan esclarecido. Mas no pudiste comprender jamás cuáles eran las circunstancias que debían concurrir en la creación de obras de arte. Si te afirmo que en todo el tiempo en que estuvimos juntos no escribí una sola línea, no incurro en una exageración retórica, sino que digo la verdad más estricta, fundamentada en hechos concretos. Mi vida, tanto en Torquay, como en Goring, como en Londres, como en Florencia o como en otro punto cualquiera, en tanto estuviste a mi vera, fue absolutamente estéril e improductiva. Y, desgraciadamente, excepción hecha de contadas interrupciones, estuviste siempre a mi vera.
Me acuerdo, por ejemplo, a fin de citar un solo caso entre muchos, que, en setiembre de 1893, arrendé varias habitaciones amuebladas, con el único propósito de trabajar sin que me molestasen. Había rescindido mi contrato con John Hare, a quien había prometido una obra teatral, y que me urgía para que le diese término lo antes posible. En el transcurso de la primera semana, no te dejaste ver; habíamos disputado, lo cual no podía dejar de ocurrir, a raíz del mérito de tu traducción de Salomé.
Te limitaste a escribirme, diciendo al respecto los mayores dislates. Escribí y terminé hasta en sus mínimos detalles, durante aquella semana, el primer acto de El marido ideal, dejándolo tal como en definitiva hubo de ser representado. Volviste a aparecer la segunda semana, y mi trabajo se acabó.
Me dirigía todas las mañanas, a los once y media, a St. James Place, a fin de meditar y escribir sin las molestias que hallaba en mi hogar, a pesar de lo tranquilo y apacible que el mismo era. Pero, completamente inútil fue mi empeño.
Llegabas en coche, a las doce, y allí te quedabas, fumando cigarrillos y dando cháchara, hasta la una y media; y después tenía yo que llevarte a almorzar al café Royal, o al restaurante Berkeley. La comida y los licores, por regla general, se prolongaban hasta las tres y media. Te marchabas por un rato al White’s Club, y volvías nuevamente a la hora del té, y te quedabas a mi lado hasta el instante de cambiar de ropa para comer. Cenabas en mi compañía, ya en el Savoy, ya en Tite-Street. Por regla general, no nos separábamos hasta medianoche, dado que la embriagadora jornada había menester de la coronación con una cena en Willis. Y tal fue mi vida en el transcurso de aquellos tres meses, un día tras otro, haciendo la salvedad de los cuatro que anduviste viajando. Luego de éstos, como es natural, tuve que ir a buscarte a Calais.
Era ésta una situación al mismo tiempo trágica y grotesca para un hombre de mis condiciones y de mi manera de ser.
Ahora, no puedes dejar de comprenderlo. No puedes ahora dejar de reconocer que esa tu imposibilidad de estar solo, tu exigente carácter, que para nada tomaba en cuenta el tiempo de los demás, ni hacía el menor caso de la consideración a que tenían derecho; que tu incapacidad para una concentración espiritual de envergadura; el deplorable hecho, pues no es mi deseo ver en ello otra cosa, de que no pudieras hacerte a las modalidades de Oxford en cuanto se refiere a cosas del espíritu, vale decir, que jamás hayas podido ser un hombre capaz de barajar con gracia las ideas, sino que, por el contrario, sustentases opiniones por demás violentas; todo esto, agravado por aquello de que tus deseos e intereses se sentían más inclinados a la vida que al arte, resultó tan perjudicial para el desenvolvimiento de tu formación, como para mi propia tarea artística.
Al comparar la amistad que tuve contigo con la que he tenido con hombres jóvenes aún, como John Gray Pierre Louys, me siento avergonzado. Mi vida, mi vida superior, pertenecía a ellos y a sus semejantes.
Ahora no he de hablar de las consecuencias terribles de nuestra amistad. Tan sólo pienso en la naturaleza de esa amistad, en tanto perduró. Espiritualmente, me ha envilecido. Se encontraban en ti, en germen, los impulsos de un temperamento artístico; pero di contigo demasiado tarde, o demasiado temprano, no puedo puntualizarlo. Cuando te hallabas lejos, en mí todo se iba ordenando a la perfección.
Cuando a principios de diciembre del año antes mencionado conseguí que tu madre te enviase al exterior de Inglaterra, de inmediato torné a juntar las embrolladas y rotas mallas de mi imaginación, recobré otra vez el dominio sobre mi vida, y no solamente finalicé los tres actos de El marido ideal que faltaban, sino que imaginé también otras dos obras de índole completamente distinta: La tragedia florentina; y La santa cortesana, estando casi en un tris de ponerles punto final. De pronto, sin que te llamaran, en momento escasamente oportuno, en circunstancias que habían de ser nefastas para mi felicidad futura, te haces presente en mi casa. Y no pude ocuparme de nuevo de esas dos obras sin terminación aún, y nunca, en lo porvenir, pude retornar a aquel estado de espíritu que les insuflara vida.
Tú mismo, y en especial ahora que ya has dado a la publicidad un tomo de poesías, comprenderás cuán cierto es lo que acabo de decirte. Pero, lo comprendas o no, ésta es, de cualquier manera, la horrible verdad de la intimidad de nuestras relaciones.
En tanto estuviste a mi lado, fuiste la causa de la ruina total de mi arte; y por esto, porque consentí tu perenne presencia entre el arte y yo, siento ahora semejante vergüenza, tan insuperable pesar.
No podías saber, ni comprender, ni darte cuenta. Nada me concedía el derecho de esperarlo de ti. Tu interés tan sólo servía a tu gula y tus caprichos; simplemente se encaminaba tu afán hacia placeres y goces más o menos comunes, que necesitaba tu temperamento, o que creía necesitar.
Debía haberte prohibido la entrada a mi casa y a mi cuarto de trabajo, salvo en aquellas ocasiones en que, de un modo especial, te hubiera invitado a hacerte presente. No hallo disculpas a mi flaqueza. Porque sólo fue flaqueza. Nada más que media hora de intimidad con el arte, siempre significaba para mí más que un siglo en tu compañía.
Nada, en momento alguno de mi vida de entonces, tuvo para mí la mínima importancia, en comparación con el arte. Pero, para el artista, equivale a la perpetración de un crimen una flaqueza envaradora de la imaginación.
Y me enrostro haber permitido que ocurriese mi deshonroso quebranto por tu causa.
Me acuerdo de una mañana de comienzos de octubre de 1892, en que me hallaba sentado con tu madre en los ya amarillentos bosques de Bracknell. Por ese entonces, muy poco era lo que yo sabía acerca de tu verdadera manera de ser. Me había detenido en Oxford a pasar contigo las horas que transcurrieran desde el sábado hasta el lunes. Estuviste diez días junto a mí en Cromer, jugando al golf. Bien te sentaba esta distracción, y empezó tu madre a hablarme de tu carácter. Me reveló tus dos principales defectos: tu vanidad y, como decía ella, el carecer de la noción del valor del dinero. Recuerdo con toda exactitud cómo reí al escucharla: ¡cuánto distaba de imaginarme que el primero de esos tus defectos iba a llevarme a la cárcel, y el segundo a la falencia! Me pareció la vanidad algo así como una flor bonita con la cual se adorna un muchacho, y en lo que a la prodigalidad se refiere, pues supuse que tu madre sólo deseaba hablar de prodigalidad, nada más lejano de mí mismo, como de los míos, que las virtudes de la prudencia y del ahorro. Mas apenas llegó a contar un nuevo mes nuestra amistad, ya iba comprendiendo lo que en realidad intentaba dar a entender tu madre. Tu perseverancia en una vida de demente derroche; tus perennes exigencias de dinero; esa tu pretensión de que yo tenía que pagar todas tus diversiones, estuviese o no junto a ti, me aportaron, al cabo de cierto tiempo, muy serias dificultades de orden económico; y lo que, además, tornaba para mí infinitamente menos interesante ese monótono libertinaje, fue que, al mismo tiempo que te inmiscuías con más empeño y testarudez en mi existencia, se despilfarraba el dinero casi únicamente para dar satisfacción al placer de comer, de beber, o a otros de la misma categoría. De vez en cuando, constituye un placer tener una mesa con las bermejas notas de los vinos y las rosas; pero dejaste muy en pos de ti las normas del gusto refinado y de la moderación. Sin ninguna delicadeza pediste, y recibiste sin la menor gratitud. Fuiste paulatinamente pensando que tenías como derecho a una orgía carente de freno, a la cual no estabas habituado ni mucho menos, debido a lo que progresivamente se iba exacerbando tu concupiscencia. Finalmente, cuando el juego empezó a dársete malo, en un casino de Argel, simplemente me telegrafiaste al día siguiente a Londres, a fin de que ingresara en tu cuenta bancaria la suma despilfarrada; y luego, nunca más volviste a recordar para nada el incidente.
Si te digo, ahora, que desde el otoño de 1892 hasta mi ingreso en la cárcel, gasté contigo, y en tu beneficio, más de cinco mil libras en efectivo, aparte de las deudas contraídas, podrás hacerte un cuadro de la índole de vida que pretendiste llevar a mi costa.
¿Supones que estoy exagerando las cosas? Mi gasto cotidiano en Londres, por almuerzo, comida, cena, entretenimientos, carruajes y demás, variaba por lo general entre doce y veinte libras esterlinas; como es natural, se hallaba en relación con ello el gasto semanal, vale decir, oscilaba entre ochenta y ciento treinta libras. Durante los tres meses que estuvimos juntos en Goring, mis gastos, incluido, por cierto, el arrendamiento de la vivienda, llegaron a las mil trescientas cuarenta libras. Paso a paso, debimos recorrer, con el síndico de la quiebra, cada partida de mi vida. Aquello fue horrible. Una existencia sencilla con el pensamiento deslizándose a gran altura, era, en cualquier caso, un ideal que no hubieras sabido imaginar; pero, semejante derroche, constituía una vergüenza para los dos. Una de las más deliciosas comidas de que me acuerdo, es una que hicimos Robbie y yo en un cafetín del Soho; costó, más o menos, en chelines, lo que generalmente costaban en libras las que yo te pagaba. Nació de aquella comida en compañía de Robbie, el primero y más bueno de todos mis diálogos. Se concibió ante una lista de tres francos con cincuenta céntimos, la idea, el título, la acción, la forma, todo… Nada restaba de aquellos frívolos festines celebrados contigo, como no sea la desagradable impresión de haber comido y bebido excesivamente.
Y hasta para ti mismo debía resultar pernicioso que me doblegase a tus caprichos. Eso, ahora lo sabes muy bien. Ello hizo que fueras, a menudo, exigente, muchas veces por demás desconsiderado, siempre escasamente amable. En demasiadas oportunidades fue menguado júbilo obsequiarte, y un honor parco en exceso. Echabas al olvido, no he de decir las corteses fórmulas del agradecimiento, pues no entiende de fórmulas así una amistad estrecha, sino simplemente el encanto de hallarse en grata compañía, el placer de una charla agradable, ese terpnoncalon, como decían los griegos, y las dulzuras todas del trato humano, que hacen que merezca la existencia ser amada y melodiosa, como la música, que no permite ninguna desafinación, incluso en los lugares menos armoniosos y más callados. Y aunque acaso te asombre que alguien, en la espantosa situación en que estoy ahora, establezca diferencias entre los motivos de bochorno, francamente debo declarar que aquella locura de derrochar todo el dinero por ti y de permitir que dilapidases mis bienes, perjudicándonos a los dos, me da, y concede, a mi juicio, a mi quebranto, un carácter de soez libertinaje que centuplica mi vergüenza.
Yo había sido hecho para otras cosas. Pero, lo que me recrimino con mayor dureza, es haber permitido que me tornases tan absolutamente vil. Es la voluntad la base del carácter, y se vio mi fuerza de voluntad sometida por completo a la tuya. Esto, que expresado así parece grotesco, es, empero, cierto por demás. Aquellas continuas peleas que parecían ser para ti una necesidad física, y en las cuales se echaban a perder del mismo modo el cuerpo y el espíritu, y eran tan horrorosas de ver como de oír; esa fea manía que heredaste de tu progenitor, y que te induce a escribir cartas impertinentes que provocan indignación; el no saber en modo alguno dominar el impulso de tus sentimientos, que algunas veces exteriorizas en largos períodos de mal humor silencioso, y otras en los súbitos arranques de una furia casi epiléptica; todo esto, a cuyo respecto una de las cartas que te envié, y que dejaste descuidadamente en el Savoy, o en cualquier otro hotel, de modo que fuese posible al letrado de tu padre elevarla al juez, contenía un ruego desgarrador, como si hubieses estado en condiciones de reconocer lo patético de su fundamento y de su exteriorización; afirmo que todo constituyó el origen y el motivo de que accediese de una manera tan nefanda a tus pretensiones, que día a día aumentaban. ¡Me gastaste! Fue el triunfo de lo mezquino sobre lo grande. Una manifestación de esa tiranía de los débiles sobre los fuertes, que llamo en una de mis obras «la única tiranía efectiva».
Y resultaba inevitable que ocurriese.
Es necesario hallar en cada una de las circunstancias de la vida en común, un moyen de vivre. Era necesario doblegarse a ti, o de lo contrario, imponérsete. No restaba otra disyuntiva. Yo, a raíz de mi profunda aunque errónea inclinación hacia ti; de la inmensa compasión que sentía por los defectos de tu temperamento y de tu carácter; de mi conocida bondad de corazón; a consecuencia de mi indolencia celta y de mi odio de artista por los modales guarangos y por las palabras gruesas; a causa de esa incapacidad de rencor que me caracterizaba entonces; de mi asco a contemplar la vida en su amargura y en su fealdad, y porque el tener, en verdad, puestos mis ojos en otras cosas, me hacía considerar todo aquello como meras fruslerías, por demás fútiles para merecer algo que no fuese un interés del momento; por todos estos motivos, por muy simples que puedan parecer, siempre he sido yo quien tuvo que ceder. Y la inmediata consecuencia de ello, fue que tus pretensiones, tus ansias de dominio, tus exigencias opresoras, aumentaran más absurdamente por momentos. El más ruin de tus impulsos, el más vil de tus apetitos, la más mísera de tus pasiones, se convirtieron para ti en leyes que debían regir en todo momento la existencia de los demás, y a las cuales éstos, llegado el caso, habían de ser sacrificados fatalmente y sin el menor escrúpulo.
Te constaba que era suficiente que armases un escándalo para imponer en todo momento tu santa voluntad, y de esa suerte es perfectamente natural que casi inconscientemente, no es mi deseo dudar de ello, exacerbases hasta lo indecible la violencia. Ya no sabías al final de cuentas, el término que perseguías ni hacia qué fin corrías. Luego de haberte hecho brotar de mi genio, de mi voluntad y de mi fortuna, en la ceguera de tu insaciable deseo, exigiste todo mi ser. Y de él te adueñaste. Fue ese el momento más crítico y de más trágico aspecto de mi vida toda. Precisamente al punto de ir a dar yo el deplorable paso de entablar mi estúpido proceso, me atacaban, por un lado tu padre, mediante espantosas tarjetas entregadas en mi círculo social, y por el otro tú utilizando cartas igualmente desagradables. Esa misiva tuya, que me llegó el día en que me dejé arrastrar por ti a solicitar a la policía la ridícula orden de arresto contra tu padre, es una de las más infames que has escrito en tu vida, y lo hiciste por los motivos más vergonzosos. Me habíais hecho perder la cabeza entre los dos. La razón hizo abandono de mi mente. Y vino a reemplazarla el miedo. Ya no vi, y así deseo declararlo francamente, ninguna posibilidad de librarme de ustedes. Y trastabillando como el buey que marcha al matadero, ciegamente, me precipité en ello.
Había cometido un enorme error psicológico. Había supuesto siempre que someterme a tu voluntad en las cosas sin importancia, no me llevaría más lejos; que me resultaría factible, al llegar el instante decisivo, imponer nuevamente la superioridad natural de mi energía. Pero no fue así. Cuando llegó ese instante, me falló por completo mi energía. En realidad, en la vida, nada es grande ni chico; todo tiene el mismo valor y las mismas proporciones. Mi costumbre, que en un comienzo sólo era, en realidad, consecuencia de mi indiferencia, mi costumbre digo, de cederte en todo, insensiblemente llegó a formar una parte esencial de mí mismo.
Sin que me diera cuenta de ello, se había ido cuajando mi temperamento en un estado de espíritu perennemente funesto. Dice con sobrada razón Pater, en el epílogo tan sutil de la edición original de sus Ensayos, que «sucumbir es adquirir hábitos». Al enunciarse ese axioma, pensaron los ingenios de Oxford que la frase era sencillamente una caprichosa inversión de la, por cierto un tanto tediosa, Ética; de Aristóteles. Mas no deja de involucrar una verdad asombrosa y terrible. Te había permitido enterrar la energía de mi carácter, y se había manifestado en mí la adopción de una costumbre, no sólo en forma de muerte, sino casi como de aniquilamiento. Todavía fuiste para mí más dañino desde el punto de vista moral que desde el artístico.
No bien quedó extendida la orden de arresto, fue tu voluntad, naturalmente, la que lo dirigió todo. En la época en que debía yo haber estado en Londres, en que debía haber solicitado discretos consejos y meditado en calma sobre el horrible cepo en que me dejara atrapar, la trampa del necio, como aún hoy dice tu padre, insististe para que te acompañase a Montecarlo; allí justamente, al más asqueante lugar de este mundo, para que pudieses jugar, desde la mañana hasta la noche, durante todo el tiempo que permanecía abierto el Casino. En lo que a mí respecta, puesto que para mí el baccarat, no tiene atractivo alguno, me quedé fuera del palacio de juegos, solo. Te opusiste a que hablásemos, aunque más no fueran cinco minutos, de la situación en la que tu padre y tú me habíais colocado. Mi única misión allí era pagar tu cuenta en el hotel y sufragar el monto de tus pérdidas. Caía en saco roto cualquier alusión mía a las pesadumbres que me aguardaban. Mucho más pudo interesarte una flamante marca de champaña que nos recomendaron.
Cuando retorné a Londres, aquellos de mis amigos a quienes realmente correspondía preocuparse por mí, me pidieron insistentemente que emprendiese la fuga al extranjero, y no diese oportunidad a que se iniciase un proceso propio de locos. Siempre atribuiste ese consejo a motivos subalternos e infames, y considerabas que al escucharlo, era yo un perfecto pusilánime. Fuiste tú quien me obligó a quedarme; tenía que refutar con toda audacia las imputaciones que se formulaban, y de ser posible, con embustes tontos y de pésimo gusto, ante el magistrado. Me detuvieron, por fin, y tu padre se convirtió en el héroe del día. Mucho más, aún: cuenta ahora tu familia, aunque bastante cómicamente, entre los inmortales. Pues, merced a ese grotesco resultado, especie de componente gótico de la Historia, que convirtió a Clío en la menos seria de las musas, perdurará tu progenitor entre los espíritus mejores y más nítidamente intencionados de la literatura de género moral; ocuparás un puesto a la vera del niño Samuel, y yo me encuentro hundido en el más profundo lodo de Malebolge, entre Giles de Retz y el marqués de Sade.
Como es lógico, debí haberme librado de ti; debía haberte aventado, como se avientan las polillas de la ropa. En la que fue de todas sus tragedias, la más maravillosa, nos refiere Esquilo la historia del noble que criaba un leoncillo en su casa; le quería porque con brillantes ojos atendía cuando le llamaba, y contra él se restregaba cuando quería comer. Y cuando creció el animal, reveló su naturaleza real, hizo trizas a su amo, su casa y todo cuanto poseía. Comprendo ahora que yo era como ese noble.
Mas no estriba mi culpa en no haberme apartado de ti, sino en haberlo hecho demasiadas veces. En el lapso que mi memoria abarca regularmente he quebrado mi amistad contigo cada tres meses, y cada vez que ha ocurrido esto, conseguiste, recurriendo a apremiantes suplicas, a telegramas, cartas, a la intervención de tus amigos y de mis amigos, y a otras cosas por el estilo, hacerme cambiar de manera de pensar, y que te permitiera volver a mi lado.
Cuando, a fines de marzo de 1893, te fuiste de mi casa de Torquay, fue tan indigna tu aparición la noche anterior a tu viaje, que resolví no volver a dirigirte nunca más la palabra, ni permitir, en modo alguno, que siguieses estando junto a mí. Telegráficamente y por escrito, desde Bristol me suplicaste que te concediera mi perdón y fuera a reunirme contigo. Uno de tus profesores de la Universidad, que estaba allí, me dijo que en ciertos momentos no era posible, en absoluto, considerarte responsable de lo que decías y hacías, y que dicha opinión era también compartida sino por todos, por lo menos por la mayoría de los estudiantes del Magda College.
Accedí a reunirme contigo, y como es natural, te perdoné. En el transcurso del viaje a Londres, me pediste, casi suplicando, que te acompañase al Savoy. Realmente funesta debía ser para mí esta visita. En junio, tres meses más tarde, nos encontrábamos en Goring. Vinieron a visitarnos, con motivo del fin de semana, algunos de tus conocidos de Oxford. Armaste un escándalo tan horrible, tan despiadado, en la mañana de su partida, que te expresé que debíamos separarnos. Me acuerdo perfectamente cómo, encontrándonos en aquel terreno de croquet, rodeado de césped, te hice notar que nos estábamos amargando la vida mutuamente, que destrozabas completamente la mía, y que yo poco, en evidencia, te hacía dichoso. Añadí que una despedida definitiva, una separación total, era la medida más prudente y más cuerda que podíamos adoptar. Con la cara larga te fuiste a almorzar, y le dejaste al camarero una carta atiborrada de injurias, con orden de que me la entregase luego de tu partida. No habían transcurrido aún tres días, y ya me suplicabas, desde la capital británica, por telégrafo, que te concediese mi perdón y te mandara regresar.
Yo había tomado allí una casa, por amor a ti; accediendo a tus súplicas, coloqué en ella a tu propio criado. Me dolió siempre sobremanera verte víctima de ese espantoso carácter. Te quería. Te dije, por lo tanto, que regresases, y te perdoné. Tres meses más tarde, en setiembre, se produjeron sin embargo nuevos escándalos, motivados por haberte yo señalado, en tu intento de traducción de Salomé, tus faltas de colegial. Actualmente, debes ya saber suficiente francés para comprender que tu versión era tan indigna de un estudiante de Oxford como de la obra que pretendía reflejar.
La verdad es que no lo sabías entonces; en una de las altisonantes misivas que al respecto me enviaste, me decías que «no te sentías conmigo en deuda espiritual de ninguna índole». Me acuerdo de eso aún; cuando leí semejante afirmación, sentí que realmente era la única verdad que hubieses escrito nunca en el curso de nuestra amistad. Comprendí que habría sido mejor para ti trabar relación con algún hombre con menos cultura que yo. Te ruego que no veas en estas palabras ninguna acritud; sencillamente lo dejo sentado como un hecho que regula la totalidad de las relaciones sociales. Al final de cuentas, es la conversación el nudo de todas, tanto en el matrimonio como en la amistad.
Ha menester la conversación de una base común, y no es posible que exista entre dos personas de una cultura absolutamente opuesta. No deja de tener un relativo atractivo la trivialidad en el modo de pensar y de obrar; ese atractivo constituye el eje de una muy ingeniosa filosofía, expresada por mí en sendas paradojas y obras teatrales; pero, con frecuencia, la insulsez y la necedad de nuestra existencia, me hastiaban. Tan sólo en el fango nos hemos encontrado. Y por cautivante, por muy cautivante que fuese el tópico en torno al cual giraban invariablemente tus pláticas, acababa por ser harto monótono para mí. El aburrimiento hacía con frecuencia presa de mí, pero lo soportaba, así como tu inclinación a las frívolas funciones de variedades, o tu manía de despilfarrar de un modo estúpido en el yantar y el beber; lo soportaba como una de tus condiciones escasamente gratas; vale decir, como algo a lo que no quedaba otra disyuntiva que resignarse, o sea algo que formaba parte integrante del alto costo a que debía pagar tu amistad.
Cuando me fui a pasar una temporada de catorce días en Dinard, luego de mi regreso de Goring, te enojaste seriamente porque no te llevaba conmigo, y me hiciste unos escándalos para nada edificantes en el Albermale Hotel, mandándome además, por idéntico motivo, a una propiedad campestre donde estuve viviendo algunos días, varios telegramas que nada tenían que envidiar a los escándalos antes citados. Recuerdo haberte dicho que consideraba tu deber que vivieses cierto lapso con tus familiares, puesto que el verano entero lo habías pasado alejado de ellos, pero, si debo serte absolutamente sincero, te diré que, verdaderamente, no podía acceder en modo alguno a que te quedases junto a mí. Habíamos estado en compañía casi tres meses; yo había menester de tranquilidad, y necesitaba librarme de la presión terrible de tu compañía. Era realmente indispensable para mí vivir solo cierto tiempo. Desde el punto de vista espiritual lo necesitaba, y así tengo que confesarlo, vi, en esa carta tuya a que hace un instante me referí, una espléndida oportunidad para dar término a la amistad funesta que se había desarrollado entre nosotros, y para matarla sin excesiva amargura, tal como había pretendido hacerlo tres meses atrás en Goring, en aquella brillante mañana de junio. Pero, debo declararlo así honestamente, uno de mis buenos amigos, a quien habías apelado en tu apurada situación, me hizo presente de insistente manera, que te sentirías cruelmente herido, y hasta humillado quizá, si te era devuelto tu trabajo como un tema de colegial; que yo, desde el punto de vista intelectual, aguardaba demasiado de ti, y que tú, empero, escribieses lo que escribieses, o hicieses lo que hicieses, sentías por mí un afecto profundo y real. No quise ser el primero en desalentarte o en paralizar tus comienzos literarios. Sobradamente sabía yo que traducción alguna, ni siquiera siendo el fruto de un poeta, podía reflejar de un modo correcto la tonalidad y la cadencia de mi obra. Me parecía el cariño, y aún sigue pareciéndome, una cosa maravillosa, que no es conveniente aventar así como así. Y a ello se debe que no haya rechazado la traducción, ni a ti.
Precisamente tres meses más tarde, luego de una serie de orgías que llegaron a la cumbre de lo indignante, al siguiente día de una tarde, ¿un lunes?, en que llegaste a mi domicilio en compañía de dos amigos tuyos, literalmente emprendía yo la fuga al extranjero, para zafarme de tu presencia. Justifiqué ante los míos mi súbito viaje con un pretexto realmente tonto, y temiendo que salieses en mi busca en el primer tren, dejé a mi sirviente una dirección falsa. Me acuerdo todavía cómo, en la tarde del día aquél, sentado en el vagón del convoy que me conducía a París, reflexionaba respecto de esa situación imposible, temible y totalmente errónea a que mi vida había llegado, viéndome yo, un hombre de fama universal, nada menos que en la obligación de escapar de Inglaterra para librarme de una amistad aniquiladora de todo cuanto de bueno existía en mí, tanto en el aspecto espiritual como en el moral, siendo el ser que me impelía a la fuga, y al cual yo me había ligado, no una espantosa criatura que hubiese saltado desde el fango o el arroyo, hasta la vida moderna, sino tú, un joven de mi misma categoría y condición, que había cursado estudios en Oxford en el propio Colegio donde los cursara yo, y que era comensal casi diario de mi casa.
A esto siguieron los acostumbrados telegramas con tus ruegos apremiantes y tus expresiones de contrición. Pero no presté atención a los mismos. Amenazaste, por fin, conque de no aceptar reunirme contigo, no emprenderías en modo alguno tu viaje a Egipto. Era yo mismo quien, sin que lo ignoraras, había suplicado a tu madre te mandase allí, para alejarte de la vergonzosa existencia que llevabas en la capital inglesa. Sabía que, de no efectuar tú ese viaje, sería un terrible disgusto para tu madre, y por afecto hacia ella, nuevamente me reuní contigo, y bajo la influencia de una excitación tremenda que no puedes haber echado al olvido, concedí el perdón por lo pasado, aunque sin pronunciar palabra en lo que concernía al futuro.
Ya de regreso en Londres, al siguiente día, sentado en mi aposento, intentaba, serio y contristado, aclarar con mi propia conciencia si eras realmente o no lo que me parecías ser; si te hallabas, en verdad, lleno de terribles defectos, y si eras tan absolutamente dañino para ti mismo y para todos los demás; si verdaderamente eras ese compañero fatal que tan bien conocía yo. Estuve, una semana entera, meditando en ese problema, pensando si no me mostraba injusto contigo, si no te juzgaba de una manera errónea. Me escribió tu madre una carta en las postrimerías de la semana aquella, y me decía en la misma, y en un grado idéntico, lo que pensaba de los sentimientos que experimentaba yo por ti. En esa misiva se refería a tu exagerada y ciega vanidad, que te infundía el desprecio de tu hogar, y que te hacía tratar a tu hermano mayor esa alma candidísima, como a un filisteo; a tu carácter, que le daba miedo de hablar contigo de tu vida, de esa vida a la cual tú, como ella lo siente y lo sabe, temes tanto; a la degeneración y mutaciones operadas en ti. Tu madre, como es natural, veía que te había abrumado con un terrible peso la herencia, y sinceramente y aterrada lo reconocía así: Es el único de mis hijos que ha heredado el temperamento de los Douglas, decía ella, refiriéndose a ti. Y concluía su misiva expresando que se veía obligada a explicar que tu amistad conmigo, a su juicio, había acuciado a tal extremo tu vanidad, que ésta se había trocado en el origen de todas tus faltas, y me suplicaba por ello seriamente que no viajase en tu compañía al extranjero.
De inmediato le respondí, manifestándole que compartía en un todo el sentir de cada una de sus palabras: incluso agregué muchas cosas más; fui todo lo lejos posible. Le dije que nuestra amistad había nacido durante los estudios en Oxford, cuando te acercaste a mí, suplicándome te ayudase en un muy serio apremio, de categoría por demás especial. Le dije que tu vida siempre había tenido idéntico sello. Habías cargado sobre quien te acompañó en tu viaje a Bélgica, la culpa de ese viaje, y tu madre me había reprochado haberte presentado a esa persona; hice recaer la culpa en quien realmente correspondía que recayera: en ti mismo. Y, finalmente, le aseguraba que no tenía la menor intención de reunirme contigo en el extranjero, y le suplicaba fuese tan buena de retenerte allí, ya fuese como agregado de Embajada, si ello fuera posible, o con el pretexto de aprender idiomas, o con cualquier otro motivo que le pareciese bien; y esto, cuando menos dos o tres años, tanto en tu interés como en el mío.
Tú, en tanto, me escribías desde Egipto en todos los correos. No hice el menor caso de ninguna de tus misivas. Las leí y las desgarré. Me había propuesto firmemente no mantener ya contigo relación alguna. Inquebrantable era mi resolución, y embelesado me entregué a mi arte, cuyo proceso te permitiera interrumpir.
Habían pasado tres meses apenas cuando tu madre, con esa deplorable debilidad que la caracteriza, y que ha sido en la tragedia de mi vida un factor no menos funesto que la violencia de tu padre, me escribió para decirme, influida por ti, cosa que no puse en duda ni por un solo instante, naturalmente, que querías saber imperiosamente de mí, y para que no recurriese yo a ningún pretexto para eludir una respuesta, me mandaba al mismo tiempo tus señas en Atenas, que yo me sabía de memoria.
Debo confesar que esa carta me dejó pasmado. No acababa de comprender cómo tu madre, luego de lo que escribiera en diciembre, y de mi respuesta, podía ni siquiera pretender restablecer mi desdichada amistad contigo. Como es natural, acusé recibo de su carta, y nuevamente le encarecí con gran insistencia, que hiciese lo imposible por tratar de adscribirte a una legación en el exterior, a fin de que no pudieses regresar a Inglaterra; pero no te escribí, y seguí pasando por alto tus telegramas, como antes de haber recibido la comunicación de tu madre.
Telegrafiaste, por último, a mi esposa, suplicándole influyese en mí para que te escribiera. Desde el primer momento, nuestra amistad había sido para ella una fuente de pesares, no sólo porque nunca le gustaste personalmente, sino porque muy pronto advirtió cómo me cambiaba el trato contigo, y no, precisamente, para mejorarme. Pero, habiéndose ella mostrado siempre muy amable y hospitalaria contigo, no podía hacerse a la idea de que fuese yo, como ella lo suponía, tan duro con uno de mis amigos. Pensaba, sabía, mejor dicho, que no iba conforme con mi carácter esa dureza. Accediendo a sus súplicas, me puse otra vez en contacto contigo. Me acuerdo muy bien el contenido de mi telegrama. En el mismo te decía que el tiempo restaña todas las heridas, pero que sin embargo, preferiría no escribirte ni hablarte en muchos meses más, aún.
Saliste para París sin perder un solo instante, mandándome a lo largo del trayecto apasionados telegramas, y suplicándome te hablase aunque más no fuese una vez. Pero me negué a hacerlo.
En las últimas horas de la tarde de un sábado tuvo lugar tu arribo a París; en el hotel te encontraste con una breve esquela mía, expresándote que preferiría no conversar contigo. A la siguiente mañana recibía en Tite-Street un telegrama tuyo que llenaba diez u once hojas. Me decías en ese despacho que, no obstante lo que me hubieras hecho, no podías suponer que me negase tan rotundamente a hablarte; me recordabas que, tan sólo para hablar conmigo aunque más no fuese una hora, habías viajado seis días con sus noches, atravesando toda Europa sin detenerte en parte alguna; y con singular insistencia me implorabas de un modo, no puedo negarlo, infinitamente conmovedor; finalizabas tu cable con una amenaza de muerte voluntaria, que personalmente, no me pareció ni siquiera disimulada.
A menudo me habías contado tú mismo cómo muchos de los miembros de tu casta se habían maculado las manos con su propia sangre; con toda seguridad tu tío, muy probablemente tu abuelo, y algunos más, miembros de aquel desventurado tronco del cual descendías. Compasión; mi viejo afecto por ti; consideración hacia tu madre, para quien tu deceso en tan terribles circunstancias habría sido casi una felonía del destino, y la espantosa perspectiva de que un ser tan joven que, no obstante sus odiosos defectos, prometía aún tan bellas esperanzas, había de terminar de una manera tan poco digna, un sentimiento purísimo de humanidad… contribuye todo esto a disculpar, si ha menester el hecho de disculpas, que accediese a concederte una entrevista que, por fuerza, tendría que ser la última.
Cuando llegué a París, te pasaste llorando la tarde entera; rodaban como gotas de lluvia las lágrimas por tus mejillas, en Voisin durante la comida, y durante la cena en Paillard.
Me indujeron a consentir en reanudar nuevamente nuestra amistad, el sincero júbilo que manifestaste por haberme vuelto a ver, y que se evidenciaba teniendo apretada mi diestra cada vez que podías hacerlo, como criatura sumisa y arrepentida, y esa tu contrición, en ese instante tan sincera e ingenua.
A los dos días de nuestro regreso a Londres, te vio tu padre almorzando conmigo en el Café Royal; se sentó a mi mesa, bebió de mi vino, y esa misma tarde, en una carta a ti destinada, iniciaba sus ataques contra mí.
La cosa podrá parecer extraña; pero una vez más, se me brindó la oportunidad, se me impuso mejor dicho, el deber de separarme de ti. No creo que necesite decirte que me refiero aquí a tu proceder para conmigo en Brighton, desde el 10 al 13 de octubre de 1894. Es demasiada distancia para ti volver la mirada tres años atrás; pero nosotros, los que moramos en la cárcel, y en cuya vida no hay más pensamiento que los de los padecimientos, tenemos necesidad de medir el tiempo por las pulsaciones del dolor y el índice de nuestras amarguras. Es en lo único que nos es dable pensar. Sufrir, por muy raro que pueda parecerte, es el objeto de nuestra existencia, pues es lo único que nos permite darnos cuenta de que vivimos, y nos es indispensable el recuerdo de nuestros padecimientos pretéritos, como aval y demostración de nuestra permanente identidad. Existe un abismo no menos profundo, entre yo y el recuerdo de pretéritas alegrías, que entre yo y posibles alegrías presentes. Si nuestra vida común se hubiera compuesto, tal como se lo imaginaba la gente, tan sólo de placeres, carcajadas y libertinajes, no me sería posible, ahora, evocar recuerdo alguno. El hecho de haber estado esa vida pletórica de días y de instantes trágicos, en sus preanuncios amargos y sombríos, y terribles y aburridos en su desarrollo monótono y en sus violencias inconvenientes; es lo que actualmente me permite ver hasta en sus menores detalles los más íntimos sucesos. Más aún: poco me es dado ver y oír fuera de ello. Tan intensa es la vida en esta mansión de dolor, que mi amistad contigo, en la forma en que me es dable evocarla, me da la impresión de un preludio concorde con los distintos estados de terror, por los cuales debo pasar día tras día. Y todavía más: incluso parece que esto me resulta indispensable, como si mi vida, y así tanto yo como otros la hemos considerado, hubiera sido en todo momento una verdadera sinfonía del dolor; sinfonía que fuese, por sus frases ligadas con ritmo, hacia el aniquilamiento seguro, con esa fatalidad que en el arte es la característica de los grandes temas en su totalidad.
Me refería a tu proceder para conmigo hace tres años, en el transcurso de aquellos tres días. ¿No es esto? Yo estaba entonces ocupado en dar término a mi última obra, en la soledad de Worthing. Me habías ya visitado dos veces. De pronto, te presentaste súbitamente por tercera vez, en compañía de un camarada tuyo, el cual, con la mayor seriedad me lo propusiste, debía habitar en mi casa. Me negué rotundamente a semejante proposición, no podrás ahora dejar de reconocer con cuánta razón. Como es natural, cargué con todos sus gastos, puesto que no me restaba otra disyuntiva. Pero en otro lugar, no en mi misma casa. Al día siguiente, que era un lunes, retornó tu camarada a las obligaciones de su oficio, y te quedaste conmigo. Cansado de Worthing, y con seguridad más aún de mis inútiles intentos por concentrar mi mente en mi obra, lo único que en ese momento me preocupaba realmente, insististe en que me fuera contigo al Gran Hotel de Brighton. La misma noche de tu llegada caíste en cama, atacado por esa fiebre terrible y deprimente, denominada tontamente influenza. Era ése tu segundo o tercer ataque. No quiero recordar cómo te asistí, cómo te cuidé; no solamente prodigándote todos los mimos, obsequiándote con frutas, flores, libros y otras cosas que es posible obtener con dinero, sino también con esa delicadeza y ese afecto que el dinero, cualquiera sea tu opinión al respecto, no permite adquirir. Excepción hecha de un paseo por la mañana, y de otro en carruaje por la tarde, ni por un solo instante me alejé del hotel. Ordené que trajesen de Londres, especialmente para ti, unos pichones, porque no te agradaban los del hotel. Inventé todas las distracciones posibles, me quedé constantemente a tu lado o en el cuarto contiguo, y me sentaba todas las tardes a tu cabecera, para infundirte confianza o para entretenerte.
Te repusiste al cabo de cuatro o cinco días, y alquilé entonces varios cuartos amueblados para dar término a mi obra. Como es natural, me acompañabas.
A la mañana siguiente caí gravemente enfermo; fuiste a Londres para tus asuntos, pero prometiéndome regresar por la tarde. Te encontraste en Londres con un amigo, y no regresaste a Brighton hasta el otro día por la tarde. Me encuentras con una fiebre elevadísima, y el médico afirma que me has contagiado la influenza. Nada es más incómodo para un enfermo que habitaciones alquiladas con muebles. Mi gabinete de trabajo se encuentra en el primer piso; mi dormitorio en el tercero. No hay allí sirviente alguno que pueda prestarme asistencia, ni nadie que se pueda enviar a un mandado, o a buscar lo prescrito por el médico. Pero te encuentras conmigo, y yo me siento amparado.
Los dos días que siguen, me dejas completamente solo, sin asistencia de nadie, sin criados, falto de todo. Ya no se trata de pichones, ni de flores, ni de bonitos obsequios; se trata de lo más necesario. No pude, siquiera, beber la leche que me ordenara el doctor, y me estaba severamente prohibida la limonada. Y cuando te ruego que vayas a la librería en busca de un libro o, en caso de no encontrar el solicitado, que me trajeras otro cualquiera, ni siquiera te tomas el trabajo de ir. Y luego de dejarme, a raíz de esto, un día entero sin leer, me cuentas con la mayor tranquilidad del mundo que compraste el libro y prometieron mandarlo, cosa que, como pudo comprobarse más tarde por casualidad, era un embuste de cabo a rabo. Y, naturalmente, vives todo ese tiempo a mi costa, te paseas en carruajes, almuerzas en el Gran Hotel, y sólo te haces presente en casa para pedir dinero.
En la tarde del sábado, me habías dejado completamente solo desde la mañana y sin asistencia de ninguna índole, te rogué que volvieses después de la comida, y me hicieses un poco de compañía. Me lo prometes así, en tono violento y brusco. Me quedo esperándote hasta las once, y no apareces; te dejo, entonces, unas líneas en tu cuarto, a fin de recordarte tu promesa y tu manera de cumplirla. A las tres de la mañana, imposibilitado de conciliar el sueño, y torturado por la sed, me encamino, a través del frío y la oscuridad, hacia el gabinete de trabajo, con la esperanza de hallar ahí un poco de agua. Estabas allí. Te precipitaste sobre mí con todas las injurias de que es capaz el peor de los humores y la más indisciplinada e indomable naturaleza. Tus remordimientos se convertían en irritación, la alquimia terrible del egoísmo. Me tildaste de egoísta, por pretender tenerte a mi lado durante mi enfermedad; me echaste en cara que me interpusiera entre tus diversiones y tú, que intentara alejarte de tus amigos; me dijiste, y me consta que es la pura verdad, que habías regresado a medianoche nada más que para cambiarte de traje, y volver luego al punto donde sabías te aguardaban nuevos placeres; pero la carta que te dejara, y en la cual te recordaba tu abandono de todo el día, te había enfriado las ganas de seguir divirtiéndote, anulando tu disposición para nuevos regocijos.
Con una sensación de repugnancia, subí de nuevo a mi cuarto, en donde me quedé sin cerrar los ojos hasta el alba, y hasta mucho más tarde no me fue posible beber nada que saciase la sed febril que me atenaceaba.
Entraste en mi aposento a las once. Hube de hacerte observar, en el transcurso de aquella disputa, que mi carta, por lo menos, había servido para poner un freno a una noche en exceso pródiga, más que lo habitual, en libertinajes.
Ya eras nuevamente tú, a la mañana. Yo, como es natural, esperaba oír de tus labios las disculpas que habías de alegar, y deseaba saber cómo te las compondrías para conseguir mi perdón, que muy bien sabía había de darte de corazón, me hicieses lo que me hicieses. Tu absoluta confianza en que tendría que perdonarte siempre, era la cualidad que en todo momento me había agradado en ti, quizá la mejor cualidad que te reconocía. Pero, lejos de lo que esperaba, hiciste una segunda representación del escándalo de la noche con, si ello fuese posible, más violencia y arrogancia todavía. Finalmente, tuve que ordenarte que salieses de mi alcoba; hiciste como que obedecías mi orden, y sin embargo, cuando levanté la cabeza de la almohada, en la cual la tenía hundida, aún estabas allí. Con risa sardónica, de histérica irritación, te dirigiste bruscamente hacia mí. Me sobrecogió un sentimiento de repulsión; no sabría decir con exactitud qué motivo me indujo a ello, pero la verdad es que al punto salté del lecho, y con los pies desnudos, tal como me encontraba, con vacilante paso descendí los dos pisos que me separaban del gabinete de trabajo, que no abandoné hasta que el dueño de casa, que vino acudiendo a un toque de mi timbre, me hubo asegurado que habías salido de mi dormitorio y prometido, para mi tranquilidad, quedarte al alcance de mi voz.
Al cabo de una hora, en cuyo transcurso me visitó el médico, que, como es natural, me encontró en un estado de absoluta postración nerviosa, y con una fiebre más alta que la que al principio tuviera, regresaste. Regresaste por dinero. Sin abrir la boca, te adueñaste de todo lo que encontraste a mano en el tocador y encima de la chimenea, y te fuiste de casa con tu equipaje.
¿Es preciso que te diga lo que pensé de ti en los días siguientes, en esos dos solitarios días, tan miserables, de mi enfermedad?
¿Es necesario que te explique cómo comprendí en ese momento, nítidamente, qué bochornoso era para mí seguir cultivando la amistad de un hombre como tú mismo me habías revelado ser?
¿Tengo que decir que entonces reconocí que había definitivamente llegado el momento de la separación, que ésta en verdad, se me aparecía como un alivio inmenso, y que sentía que en lo sucesivo, mi arte y mi vida serían más libres, mejores y más bellos en todos los aspectos posibles?
Experimenté un inmenso sosiego, no obstante lo enfermo que estaba.
Saber que nuestra separación era irrevocable, me infundió una sensación de paz.
Paulatinamente fue cediendo la fiebre hasta el martes. Por primera vez comí abajo ese día. Era mi cumpleaños. Entre los telegramas y la correspondencia esparcidos sobre mi mesa de trabajo había una carta con tu letra. Melancólicamente abrí tu misiva. Ya sabía que pertenecía al pasado el tiempo en que un párrafo redactado con ingenio, una expresión de ternura, o una frase de arrepentimiento, podían inclinarme de nuevo hacia ti. Pero estaba equivocado de medio a medio. Te había juzgado inferior a ti mismo; la carta en que me felicitabas con motivo de mi cumpleaños, era una repetición, ideada con sutileza, de aquellos dos escándalos, taimada y cuidadosamente volcados en el papel. Te burlabas de mí con bromas burdas. Tu única preocupación fue mudarte de nuevo al Gran Hotel, y ordenar, antes de marcharte a Londres, que pusiesen en mi cuenta el importe de tu almuerzo. Me expresabas tus felicitaciones por mi buena idea al levantarme de mi lecho de enfermo, y huir velozmente escaleras abajo. Escribías: Fue en ti verdaderamente crítico ese momento, mucho más de lo que puedes imaginarte. ¡Ay! ¡Harto bien lo comprendía yo! Ignoro el sentido exacto de esas palabras; no estoy en situación de decir si llevabas ya entonces el revólver que te habías comprado para infundir miedo a tu padre, y que en cierta oportunidad, suponiéndolo descargado, hubiste de disparar en un restaurante en el cual nos encontrábamos juntos; si esbozaste un gesto hacia un cuchillo que por casualidad estaba encima de la mesa que nos separaba; si te olvidaste, en tu rabia, de tu mezquindad y escaso vigor físico, y tuviste la intención de maltratarme de hecho, e incluso de atacarme, a pesar de estar yo enfermo y postrado. Lo ignoro aún. Lo único que sé es que hizo presa de mí una sensación de total repugnancia, y que me invadió la impresión de que, si no hubiese abandonado al punto el aposento y emprendido la fuga, habrías hecho, o intentado hacer, algo que para ti mismo hubiera sido, por el resto de tu vida, constante motivo de vergüenza.
Hasta ese instante, nada más que una vez en mi existencia había experimentado un sentimiento igual de miedo en presencia de un ser humano. Ello fue cuando tu padre, en compañía de aquel cómplice o amigo suyo, sufrió en mi biblioteca de Tite-Street aquel acceso de rabia epiléptica, en cuyo transcurso daba manotazos como un poseso, al mismo tiempo que profería las injurias más soeces que su vil cerebro podía imaginar, y farfullaba las detestables amenazas que con tanta astucia, más tarde, había de llevar a cabo. En el caso de referencia, fue él quien tuvo que salir del cuarto, porque lo expulsé del mismo. En el segundo caso, fui yo quien salió. Y ésta no era la primera vez que me veía obligado a guardarte contra ti mismo.
La frase siguiente cerraba tu carta: «Dejas de ser interesante cuando no te hallas en tu pedestal. Al punto me iré de tu lado, la próxima vez que estés enfermo». ¡Ah! ¡Qué brutalidad revelan en su autor semejantes líneas! ¡Qué total ausencia de imaginación! ¡Qué basto, que chato ya el carácter! Dejas de ser interesante cuando no te hallas en tu pedestal. Al punto me iré de tu lado, la próxima vez que estés enfermo. ¡Con cuánta frecuencia acudieron a mi mente estas palabras, en las solitarias y miserables celdas de las diversas cárceles a que me condujeron! Me las repetí constantemente, viendo en ellas parte del secreto de tu raro silencio. En su grosería y tosquedad, era una cosa demasiado indignante escribirme de ese modo, a mí, que por atenderte había caído enfermo y sufría aquella fiebre que me aquejaba entonces. Pero enviar semejante misiva, fuese quien fuese su destinatario, habría sido en cualquier ser humano un pecado de los que no se pueden perdonar, si realmente existe algún pecado que no merezca perdón.
Debo confesar que, al terminar de leer tu carta, me sentí mancillado, como si el trato con un individuo de tu índole, me hubiera hollado y deshonrado de una manera irreparable.
Por cierto que era así; pero esto, debía saberlo yo seis meses más tarde, justo tan sólo seis meses más tarde.
Era mi intención regresar el viernes a Londres, y efectuar una visita privada a sir George Lewis, para pedirle que escribiese a tu padre que había decidido no permitirte, bajo pretexto alguno, volver a franquear el umbral de mi puerta, tomar asiento a mi mesa, hablar ni salir conmigo, ni vivir en ninguna parte ni nunca conmigo. De acuerdo con esta resolución, debí haberte impuesto por escrito de la misma, y no hubieras podido dejar de comprender los motivos que a ella me habían impulsado. Lo tenía todo dispuesto la tarde del jueves; pero en la mañana del viernes, en tanto tomaba el desayuno, antes de ponerme en marcha, abrí por casualidad el diario, y leí un telegrama que anunciaba que tu hermano mayor, el jefe verdadero de la familia, el heredero del título, la columna que era el sostén de la casa, había sido encontrado muerto en una tumba, con, a su vera, un revólver descargado. Las circunstancias espantosas de la tragedia, que, como se sabe ahora, obedeció a una desdichada coincidencia, pero que en ese entonces, por adjudicársele oscuros motivos, fue censurada con harta dureza; lo impresionante de esa súbita muerte de un hombre tan amado por todos cuantos le conocían, y que desaparecía, como es posible decirlo, en vísperas de su boda; la idea que me forjaba yo de tu propio dolor; la convicción de las desgracias que a tu madre reservaba la desaparición de uno de los seres a quienes se aferraba en busca de consuelo y de alegría, y que, como ella misma me lo contó, no le había hecho, desde el día en que nació, verter una sola lágrima; la certeza de tu propia soledad, ya que tus otros dos hermanos se hallaban lejos de Europa, y por consiguiente eras el único en quien tu madre y tu hermana podían buscar apoyo, no sólo para acompañarlas en su congoja, sino también para compartir con ellas las lóbregas responsabilidades, plenas de detalles pavorosos, que siempre lleva consigo la muerte; un humanitario sentimiento para con los Lacrimae rerum, para con las lágrimas de que este mundo está forjado y para con la aflicción de todo cuanto es humano; brotó, de la confluencia de estos pensamientos y emociones, un sentimiento de infinita compasión hacia ti y hacia tus familiares. Mis propias preocupaciones fueron olvidadas, así como toda mi amargura. No podía, en esa dolorosa pérdida que sufrías, portarme contigo como te habías portado conmigo en el transcurso de la dolencia que me postró. Te envié de inmediato un telegrama, expresándote mi pésame más sincero, y te mandé una carta en la que te invitaba a venir a mi casa no bien estuvieses en situación de hacerlo. Comprendí que era por demás terrible dejarte abandonado entre extraños en semejante trance.
No bien regresaste a Londres desde el teatro de la tragedia, donde fuiste llamado, acudiste a verme, con tus ropas de duelo y tu mirada velada por el llanto. Te mostraste muy cariñoso y muy sencillo. Como una criatura, acudías en busca de ayuda y de consuelo. Te abrí mi casa, mi hogar, mi corazón. Para ayudarte a sobrellevarlo, hice mío tu dolor. Jamás, ni siquiera con una sola palabra, aludí a tu proceder para conmigo, a aquellos escándalos indignantes, ni a aquella carta asqueante. Parecía acercarte a mí más de lo que nunca lo habías estado, tu pena, evidentemente muy sincera. Las flores que de parte mía llevaste al sepulcro de tu hermano, habían de ser un símbolo, no solamente de la belleza de su existencia, sino también de la belleza que dormitaba en el fondo de cada vida y puede ser expuesta a la luz.
Son caprichosos los dioses. Aparte de imponernos el castigo de nuestros vicios, nos pierden recurriendo a lo que existe en nosotros de bueno y noble, humano y tierno. No brotarían ahora tantas lágrimas en este espantoso lugar, sin la compasión que hizo que me inclinase hacia ti y los tuyos.
Naturalmente, veo en nuestras relaciones, no solamente la mano del destino, sino la huella de la fatalidad, de la fatalidad que siempre anda rauda, porque el fin que persigue es el de hacer verter sangre. Desciendes por línea paterna de una raza con cuyos hijos es terrible contraer enlace y funesto trabar amistad, y que aprieta con violenta mano su propia vida y la vida ajena. Cada vez que se cruzaron nuestras rutas; en todas las trascendentales circunstancias, en principio sin la menor importancia, que acudiste a mí en busca de placeres o de ayuda, tanto en el juego como en esos fútiles sucesos cuyo significado no es mayor que el de los átomos de polvo que bailan en un rayo de sol, o que el de la hoja caída del árbol, siempre, como lo es el eco de un grito de dolor, o la sombra de las bestias con las cuales parece competir en rapidez, siempre fue tu compañera la ruina. La iniciación verdadera de nuestra amistad, fue esa carta tuya, deliciosa y verdaderamente conmovedora, en la que me solicitabas ayuda en una situación que hubiera sido espantosa para cualquier hombre, pero que por partida doble lo era para un pensionista de Oxford. Esa ayuda que me solicitabas, te la presté, y con ello, al hacerme aparecer como tu amigo ante sir George Lewis, perdí la amistad y la elevada estima que me había demostrado ese digno caballero durante un lapso de quince años. Y cuando perdí su estima, sus consejos, su apoyo, perdí al propio tiempo la gran protección y el amparo de mi existencia.
Desde el académico ambiente de los poetas, me envías una preciosa poesía, suplicándome te dé mi parecer. Te contesto con una carta fantástica, plena de humorismo literario, en la que te comparo con Hilas, con Jacinto, con Junquilo, con Narciso y otros personajes de la misma índole, amados por el dios de la poesía, y a quienes distinguía éste con su predilección. Pretendía mi carta ser algo así como una transposición, en tono menor, de unos versos de un soneto de Shakespeare. Únicamente era susceptible de ser comprendida por aquellos que hubieran leído a Platón, o que estuvieran empapados en ese espíritu, en esa especial gravedad que para nosotros ha cuajado en la belleza de los mármoles de Grecia. Era, has de permitirme que te lo diga con franqueza, era ésta la forma de carta que yo, en un dichoso instante de euforia, hubiera escrito a cualquier simpático estudiante de una de las dos Universidades, que hubiera enviado una poesía compuesta por él, con la absoluta certeza de que poseería cultura suficiente e ingenio bastante para interpretar con justeza mis fantásticas frases.
Repara bien en la historia de tu carta: pasa de tus manos a las de un muchacho repugnante, que a su vez la entrega a una pandilla de extorsionadores. Se hacen circular copias de esa misiva por Londres, entre mis amigos, y se mandan al director del teatro en donde representan mis obras. Es interpretada mi carta de mil distintas maneras, pero en ningún caso con exactitud. Hace sobrecogerse de horror a la sociedad toda, el inepto rumor de que yo había tenido que pagar una suma cuantiosa por haberte dirigido una carta vergonzosa. Y esto forma la base de los ataques más encarnizados de tu padre. Presento personalmente al Juez el original de la carta, para demostrar lo que expresa. La estigmatiza el letrado de tu padre como un pérfido y asqueante intento de perturbar la inocencia. Y, finalmente, esa carta es utilizada como fundamento de un juicio criminal. La aprovecha el fiscal. En su informe, el Juez se explaya acerca de la misma con escasa comprensión y exceso de moral. Y es el final de la historia que, a raíz de esa carta, me encierran en el presidio. Y ha sido éste el resultado de haberte escrito una misiva deliciosa.
En el transcurso de nuestra permanencia en Salisbury, te sentías terriblemente preocupado porque un viejo camarada te había amenazado por escrito. Me suplicas que mantenga una entrevista con esa persona, y así lo hago. Resultado de ello: me pierdo por ti. Me veo en la obligación de abrumar mis espaldas con todo lo que hiciste, y a responder por todo.
El día en que debes alejarte de Oxford porque no pudiste conseguir un grado académico, me telegrafías a Londres, rogándome vaya a verte. De inmediato te obedezco. Me suplicas que te lleve en mi compañía a Goring, porque prefieres no acudir junto a tus familiares en tales circunstancias.
Ves en Goring una casa que te encanta, y la arriendo para ti. Resultado de ello: por ti me pierdo. Vienes un día a verme, y como un servicio personal me pides que escriba algo para una publicación estudiantil de Oxford, que uno de tus amigos tiene la intención de fundar, y del cual nada he oído ni tengo noticias. Por amor a ti, ¡las cosas que no habré hecho por amor a ti!, mando una página de paradojas que tenía destinadas a la Saturday Review. Y me veo sentado, algunos meses más tarde, en el banquillo de los acusados de Old Bailey, a causa de la índole especial de esa revista.
Y forma esto parte, como otras muchas cosas, de la acusación del fiscal. Me invitan a defender la prosa de tu amigo y tus propios versos. Aquélla, no puedo en modo alguno suavizarla; éstos, los defiendo comprendiendo el peligro que corre tu incipiente literatura y tu misma juventud, y no me doblego a reconocer que escribes cosas indecentes a pesar de lo cual, me veo conducido a la cárcel por culpa de aquel periódico estudiantil de tu amigo, y del amor que no se ha atrevido a decir su nombre.
Con motivo de la Navidad te hago un obsequio muy bonito, como dices tú mismo en la carta con que me lo agradeces; obsequio que, como más adelante supe, tenías pendiente de tu corazón, por el valor a lo sumo de cuarenta o cincuenta libras esterlinas. Cuando acaeció la quiebra de mi vida y mi absoluta ruina, embarga el alguacil mi biblioteca y la hace vender para pagar aquel obsequio muy bonito.
A causa del mismo, colocan en mi bolsillo el albarán anunciando el remate judicial.
En la espantosa etapa final, cuando ya estoy destrozado y me veo, impelido por tus provocaciones, a iniciar un proceso contra tu padre y hacerle arrestar, la postrera brizna de hierba a la que puedo aferrarme en mis deplorables intentos de salvación, es la desproporción de los gastos. En tu propia presencia le digo al abogado que no poseo capital alguno y que no me es posible, puesto que no dispongo de ningún dinero, soportar esos tremendos gastos. Y esto, lo sabes perfectamente, es la pura verdad. Ese desdichado viernes, de haber estado yo en situación de hacer abandono del Avondale Hotel, en lugar de hallarme en el gabinete de Humphreys, en donde mi riqueza me hizo fraguar mi propia ruina, podía haberme visto en libertad y dichoso en Francia, alejado de ti y de tu padre, sin hacer caso de su asqueante tarjeta ni hacerme mala sangre por tus cartas. Pero no querían dejarme salir en modo alguno los empleados del hotel. Habías vivido allí diez días conmigo. Finalmente, con gran sorpresa mía, y como has de reconocerlo tú mismo, muy justificada, te habías traído a vivir a mi hotel a un compañero tuyo. Mi cuenta, por aquellos diez días, se elevó a casi ciento cuarenta libras. Dijo el propietario que no podía admitir que se retirase mi equipaje del establecimiento hasta que no le hubiese saldado toda la cuenta. Y fue eso lo que me retuvo en Londres. De no haber sido por la cuenta del hotel, el jueves por la mañana salía yo rumbo a París.
Cuando le dije al abogado que no tenía dinero alguno, y que no me encontraba en situación de pagar los cuantiosos gastos, interviniste para afirmar que tus familiares tendrían una verdadera alegría pagando todo lo que fuese necesario, que tu padre era una pesadilla para la casa entera, que a menudo se había hablado de la posibilidad de declararlo inútil, recluyéndolo en una casa de orates; que constituía un motivo de tormento y pesar para tu madre y para todos: que si contribuía yo a su internación en un sanatorio de insanos, me considerarías como su héroe y benefactor, y que hasta los riquísimos parientes de tu madre se sentirían grandemente satisfechos de poder disfrutar del favor de pagar todos los gastos que fuesen necesarios para semejante empresa. Se declaró de inmediato conforme el abogado, y me vi en la obligación de ir a la Policía. Ya no pude recurrir a ningún pretexto para huir y me vi fatalmente arrastrado por la corriente.
Como es natural, tus parientes nada pagaron, y tuvo tu padre la culpa de que se me declarase en quiebra, y todo por esos gastos, por ese pico mezquino de alrededor de setecientas esterlinas.
Actualmente, mi esposa, alejada de mí por la importante cuestión de si ha de recibir, para vivir, una suma semanal de sesenta o setenta chelines, se dispone a iniciar una demanda de divorcio, lo cual, como es lógico, implicará nuevos testimonios, nuevos debates y acaso, un segundo proceso.
Claro es que no se me ha impuesto de ningún pormenor. No conozco más que el nombre del testigo en cuya declaración se han basado los letrados de mi esposa: es aquel sirviente tuyo de Oxford, a quien yo, haciendo caso de tus súplicas, tomé a nuestro servicio el verano de Goring.
Por cierto que no he menester de seguir demostrando con otros ejemplos la rara fatalidad que en todo, en lo grande como en lo chico, pareces haber hecho pesar sobre mí. Tengo en ocasiones la impresión de que no has sido más que un títere, agitado por una invisible mano, para conducir cosas terribles hasta un fin que no lo era menos. Mas hasta los títeres tienen sus pasiones. Aportan una nueva fábula a aquello que están representando, y algunos, por cariño a su misma fantasía o a su propio placer, complican el efecto prescrito, opulento ya en matices.
Ser libre absolutamente y estar al mismo tiempo sujeto al dominio de la ley, es ésta la eterna paradoja de la existencia humana, a cada momento sentida por nosotros.
Y a menudo pienso que es sin duda ésta la sola explicación posible de tu manera de ser; siempre que exista alguna explicación del profundo y terrible secreto de un alma humana, aun cuando esta explicación es la que torna más maravilloso aún el secreto.
Naturalmente tenías tus ilusiones, verdaderamente vivías por ellas, y su tornadiza niebla y sus policromos velos, te alteraban la visión de las cosas todas. Muy bien sé que pensabas que tu leal devoción hacia mí, que llegó incluso a repudiar por completo a tu familia y la vida familiar, era una muestra del aprecio maravilloso en que me tenías, y de tu gran inclinación hacía mi persona. Por cierto que así lo creías. Pero, no lo olvides: aquello, para mí, era únicamente un afán de lujo, de vida opulenta, de placer sin límites, de gastos sin cortapisa. Te llenaba de tedio la vida de familia. Te repugnaba, recurro a tu gráfica expresión, el vino frío y barato de Salisbury. Se hallaban las fuentes egipcias para la carne, a mi lado y junto a mis atractivos espirituales. Y cuando a mi lado no podías estar, bien poco halagadores eran los compañeros con los cuales me reemplazabas.
Además, supiste que te bastaba con que mandases, por intermedio del abogado, una misiva a tu padre, diciéndole que antes de quebrar la amistad que ya para siempre me confesabas, preferías declinar la pensión anual de doscientas cincuenta esterlinas que, según tengo entendido, te daba entonces, descontando lo que te retenía para abonar tus deudas de Oxford, para conceder a nuestra amistad un matiz de nobleza y renunciamiento; pero el menospreciar de esa suerte tu modesta renta, no quería decir que fuese tu intención renunciar a ninguna de las más fútiles voluptuosidades, ni a ninguno de los no menos superfluos libertinajes. Tu apetito de una existencia sensual, por el contrario, jamás fue más fuerte. En el transcurso de los ocho días que estuvimos en la capital de Francia, tú, yo y tu sirviente italiano, mis gastos sumaron casi ciento cincuenta mil libras, de las cuales se devoró Paillard solamente ochenta y cinco. Teniendo en cuenta la índole de vida que tú pretendías, tus ingresos anuales íntegros, si hubieras tenido que abonar personalmente tus comidas, e incluso mostrándote sumamente sobrio y ahorrativo, no habrían bastado ni para tres semanas. El hecho de que, con un gesto que era pura fanfarronería, renunciases de un golpe a tu anualidad, concedió por lo menos un plausible motivo a tu pretensión de vivir a costa de mi peculio. Y lo que consideraste un plausible motivo, que utilizaste en serio en múltiples ocasiones, y expresado con la mayor energía, y las perpetuas sangrías que hiciste, en especial a mí, aunque, como me consta, también en gran escala a tu madre, nunca hubieran sido tan dolorosas si, al menos en lo que me concierne, hubiesen sido acompañadas de una palabra de agradecimiento, o reguladas alguna vez por un sentimiento normal de moderación.
Por otra parte, pensabas que llevando un ataque contra tu propio padre con cartas terribles, telegramas injuriosos y postales descocadas, conquistabas en realidad con ello triunfos para tu madre, mostrándote, en cierto modo, su adalid, y apareciendo como el hombre que había de tomar venganza de las terribles ofensas y padecimientos de su existencia conyugal. Era esto vana ilusión, y una de las más nefandas que tuviste. Poseías al alcance de tu mano un medio de vengar en tu progenitor las humillaciones de tu madre, y era ese medio, si considerabas que te incumbía como deber de hijo, mostrarte para con ella más bueno de lo que hasta ese momento habías sido, hacer que ya no temiese hablar en serio contigo, no firmar pagaré alguno cuyo vencimiento le correspondiese fatalmente, ser más ponderado en tus relaciones con ella, y no abrumarla con ningún nuevo pesar. En el transcurso de los breves años de su florida existencia, tu hermano Francis la desquitó abundantemente con su afecto y su bondad, de todos sus padecimientos.
Pudiste haberlo tomado por modelo. Cometiste un error al suponer que tu madre experimentaría una frívola satisfacción si tú, por mi intermedio, lograbas hacer encerrar en la cárcel a tu padre. Estoy firmemente persuadido de que incurriste en un error. Y si deseas enterarte de lo que realmente experimenta una dama cuando su marido y el padre de sus hijos se encuentra en la celda de una cárcel, ataviado con el infamante uniforme del presidiario, escribe una carta a mi mujer y pregúntaselo. Ella habrá de decírtelo.
Yo también tenía mis ilusiones. Suponía que la vida debía ser una comedia ingeniosa, y uno de sus graciosos protagonistas, tú. Y me encontré con que es una tragedia repulsiva e indignante, y conque tú, ya caída la máscara del placer y de la alegría, que tanto a ti como a mí podía habernos engañado e inducido en error, eras el instrumento funesto que la impelía hacia las grandes catástrofes, instrumento funesto debido a la tensión de sus anhelos y al vigor de su energía comprimida.
¿Puedes ahora —¿no es cierto?— comprender algo de lo que padezco? Un diario, creo que la Pall Mall Gazette, al efectuar la reseña del ensayo general de una de mis piezas, habla de ti como de la sombra que por doquiera me acompañaba. La sombra que me acompaña a mí es el recuerdo de nuestra amistad, es la sombra que no parece abandonarme nunca, que por la noche me despierta, para referirme siempre la misma historia, cuya enfadosa, terrible repetición, consigue aventar de mi lado el sueño hasta el alba, y cuando alborea vuelve a empezar, me sigue al patio de la cárcel, y hace que hable conmigo mismo, en tanto voy dando vueltas a grandes trancos.
Tengo por fuerza que recordar cada detalle del desfile de mis trágicos instantes. No se ha borrado de este cerebro destinado al dolor o a la desesperanza, nada de lo acaecido en el transcurso de aquellos lamentables años. Me acuerdo de cada matiz ahogado de tu voz, de cada gesto y de cada nervioso movimiento de tus manos, de cada una de tus palabras amargas, de tus frases cargadas de ponzoña. Me acuerdo de la calle o del río a lo largo del cual caminábamos; del muro o del bosque que nos circundaba; del punto de la esfera en que se encontraban las agujas del reloj, y del rumbo del viento, y de la forma y de la tonalidad de la luna.
Me consta que todo lo que te he dicho tiene su contestación: que me quisiste; que durante esos dos años y medio, en los que tejían las Parcas, en una única muestra roja, los dispares destinos de nuestra vida, tú, realmente, me querías. Sí, lo sé; fue así. Haciendo caso omiso de tu comportamiento para conmigo, siempre sentí que tú, en lo más profundo de tu corazón, realmente me amabas. No obstante comprender yo perfectamente que mi situación en los círculos artísticos, el interés que había desde un comienzo despertado mi personalidad, mi fortuna, la abundancia en que vivía, las mil y unas cosas que de una manera casi inverosímil contribuían a formar el encanto y la maravilla de mi vida, eran, en conjunto e individualmente, elementos que te ataban a mí, y te soldaban. Pero algo más había, algo que en ti era un extraño poder de atracción: haberme amado con mucha más ternura que cualquier otro ser.
Pero también tuviste en tu existencia, como yo, una tragedia horrible, aunque de una índole por completo contraria a la mía. ¿Deseas saber cuál fue? Esta: que el odio, en ti, siempre fue más fuerte que el amor. Tan grande era tu odio contra tu progenitor, que podía más que tu amor por mí; que rebasaba los ordinarios límites y dejaba en la sombra al amor, sin que apenas existiese ninguna lucha entre ellos. Sí, tu odio alcanzaba esas proporciones gigantescas. No se te dio por pensar que no cabían al mismo tiempo, en una misma alma, ambas pasiones. Que no pueden hacer vida en común en la bonita morada para ellas construida. Se alimenta el amor de la imaginación, merced a la cual rebasa nuestra razón a nuestra sabiduría, a nuestra bondad, a nuestro sentimiento, a nuestra nobleza, a nuestra propia vida; la imaginación, merced a la cual podemos abarcar la existencia en su conjunto; la imaginación, gracias a la cual nos es dable comprender a los otros en sus relaciones reales e ideales. Sólo puede nutrirse el amor con lo bello, y con lo que ha sido ideado en belleza. Todo, en cambio, nutre al odio. Así es que, en esos años pretéritos, no bebiste una sola copa de champaña, ni comido un solo manjar suculento que no haya servido para nutrir y para cebar tu odio. Y por eso tú, con el objeto de satisfacer este odio, has jugado lo mismo con mi vida como con mi peculio, tranquilamente, sin miramientos de ninguna clase, sin que te preocuparan ni por un instante las posibles consecuencias. Si perdías, la pérdida no te afectaba a ti, como suponías; pero tuyos eran los beneficios, y bien que sabes tú cuál era el triunfo y cuáles sus ventajas.
Ciega el odio a los seres humanos. No has advertido esto. Puede el amor leer lo escrito en las más distantes estrellas, pero te cegó el odio de tal manera, que llegaste a no poder ver más lejos del diminuto jardín de tus diarios deseos; de ese jardín cercado y marchito ya por el placer. Tu ausencia terrible de imaginación, la verdadera y más fatal flaqueza de tu ser, no era más que el resultado del odio que se cobija en ti, que se cobija en ti de una manera pérfida, silenciosa y disimulada. Tal como corroe el liquen las raíces de las plantas sin savia, del mismo modo te ha corroído a ti el odio, hasta conducirte, de una manera paulatina, a no ver sino los más mezquinos intereses y los más pobres fines. Esa condición que te es peculiar, cuyo desarrollo habría apresurado el amor, el odio la emponzoñó y la envaró. Cuando empezó tu padre sus ataques contra mí, primeramente lo hizo como a un amigo particular tuyo, en una carta particularmente dirigida a ti. No bien leí esa carta, y me enteré de las amenazas sórdidas y de las violencias vastas que encerraba, intuí que un peligro tremendo se elevaba en el horizonte de mis inquietos días. Te expresé que no era mi intención sacarles las castañas del fuego en ese odio que desde largo tiempo atrás los embargaba a los dos; que era yo en Londres una presa mucho más noble que un secretario del Ministerio de Relaciones Exteriores en Bad Homburg, que el intentar colocarme por un solo instante en tal situación, era ya inicuo de por sí; que tenía que hacer en la vida cosas infinitamente más importantes que andar a los puñetazos con un individuo temulento, carente de prestigio y tan ínfimo como tu padre.
No quisiste comprenderlo así. Te había cegado por completo el odio. Que nada tenía yo que ver en esa discordia, fue lo que me dijiste, y que no podía permitir de ninguna manera que tu padre pretendiese reglamentar tus amistades privadas, y que era absurdo el simple pensamiento de que yo interviniese en ello.
Antes ya de haber hablado conmigo del asunto en cuestión, habías respondido a tu padre con un telegrama de lo más alocado y soez. Eso, como es natural, lo obligó más tarde a obrar de la manera más soez y alocada. No deben ser atribuidas las equivocaciones funestas de la vida a la falta de razón. Puede llegar a ser nuestro momento más hermoso, un instante de irracionalidad. Producto son, nuestras equivocaciones, de la lógica que rige al hombre. Media un abismo entre esas dos cosas.
Era la hipótesis, el telegrama aquél, de todas tus futuras relaciones con tu padre, y también en considerable parte, de mi vida toda. Y, lo más grotesco del caso, es que se hubiera puesto rojo de vergüenza, de ese telegrama, el más bajo de los hombres del arroyo. El proceso natural de los cables impertinentes los trocó en las cartas pedantescas de los letrados, y el resultado de las cartas del letrado de tu padre, fue empujar a éste cada vez más.
Seguir adelante era la única disyuntiva que le habías dejado. Le presentaste el asunto como uno de honor; mejor dicho, de todo lo contrario, a fin de que pensara más tu exigencia. De consiguiente, la próxima vez ya no me atacó en una carta privada y en calidad de amigo tuyo, sino en forma pública, y como hombre que forma parte integrante del público. Tuve que expulsarle de mi casa de mala manera. Y él me fue buscando de restaurante en restaurante para injuriarme en presencia de todo el mundo, y en términos tan gruesos, que de haberle yo pagado en la misma moneda, hubiera quedado por los suelos, aunque de todos modos por los suelos me veía, a pesar de que no lo hiciese. Debías, en ese momento, haber proclamado que no deseabas en manera alguna que yo, por complacerte, me expusiese a ataques tan viles y a persecución tan poco digna, y que preferías antes renunciar para siempre a mi amistad. Esto lo comprendes ahora muy bien. Pero, en ese entonces, no se te ocurrió. Te cegaba el odio. Lo único que acudió a tu mente (y esto pasando por alto las cartas y cables injuriosos que enviabas a tu padre), fue adquirir una ridícula pistola, que estuvo en un tris de dispararse en Berkeley, en circunstancias que provocaron un escándalo más formidable aún que todos los precedentes.
Debo decir con sinceridad que te encantaba pensar que podías ser la causa de una horrenda brega entre tu padre y un hombre como yo. Era muy natural que esto gustase a tu vanidad y halagase tu presunción. No habría dejado de ser para ti una solución en extremo dolorosa si hubiese sido posible adjudicarle a tu padre tu cuerpo, que en nada me interesaba a mí, dejándome a mí tu alma, que tampoco podía interesarle a él. Oliste en el aire la oportunidad de un público escándalo, y sobre esa oportunidad te arrojaste. Te agradaba íntimamente la perspectiva de un combate en el cual intervenías, pero en la sombra. Me acuerdo de que nunca te había visto de mejor humor que durante el resto del año. Lo que pareció desilusionarte, en verdad, fue que realmente nada sucediese, y no tuviera lugar, entre tu padre y yo, choque alguno. Te consolaste enviándole telegramas de una índole tal, que el desdichado tuvo, finalmente, que escribirte que había dado orden a sus sirvientes de que no le entregasen ya telegrama alguno, bajo ningún pretexto.
Pero esto no te arredró. Te diste cuenta de todas las facilidades que brinda la tarjeta postal para la injuria, y las aprovechaste todas. Le incitaste cada vez con más fuerza a perseguir su presa, y no creo que la hubiera ya abandonado. Pero era demasiado fuerte en tu padre el instinto de casta. Estaba tan arraigado su odio hacia ti como tu odio hacia él, y era yo para ustedes dos como el broquel que tanto sirve para el ataque como para la defensa. No era una manía simplemente personal su afán de que hablaran de él, sino una marca de la raza. De todas maneras, de haberse acallado un tanto su interés, hubiesen reavivado el mismo tus cartas y tus postales, hasta que brotase nuevamente la primitiva llama. Y, como no podía dejar de ocurrir, una vez alcanzado vuestro propósito, quiso él llegar más lejos aún. Luego de haberme atacado en particular, como a particular, y en público como hombre público, se resolvió, para refrendar lo hecho, a iniciar un ataque de carácter decisivo contra el artista, y ello precisamente donde mis obras eran ofrecidas al público. Merced a un ardid, consiguió una localidad para el estreno de una de ellas, e imaginó nada menos que provocar una interrupción de la función, pronunciando en presencia de todo el mundo un miserable discurso contra mí, injuriando a mis actores, y finalmente, al hacer yo mi aparición en el escenario, arrojándome proyectiles escabrosos o impertinentes, a fin de anonadarme monstruosamente mediante mi propia obra. Pero quiso la casualidad que, en una embriaguez más aguda que las habituales, tuviese un instante de expansión y se jactase ante testigos de su propósito. Se impartió aviso a la Policía, y se le vedó la entrada al teatro del estreno. Y ésta fue tu suerte. Tenías ahí una excelente oportunidad. ¿No piensas ahora que pudiste haberla previsto, y que estaba en ti el decir que no podías permitir que por culpa tuya se destrozara mi obra? Sabías muy bien lo que significaba para mí mi arte. Era el medio glorioso por el cual me había manifestado primero a mí mismo y luego al mundo; la gran pasión de mi vida; el amor a cuyo lado todas las restantes manifestaciones del amor eran como agua fangosa junto al vino rubí, o como un bichito de luz junto al reflejo mágico del astro de la noche.
¿No comprendes aún que tu carencia de imaginación era la verdadera, la más fatal flaqueza de tu ser?
Muy sencillo era lo que tenías que hacer, y bien claro se te brindaba a la vista; pero te cegaba el odio y nada te permitía ver. No tenía por qué disculparme yo ante tu progenitor de que me hubiese él injuriado y perseguido, casi durante nueve meses, de la más repugnante de las maneras. No podía alejarlo de mi vida. En diversas oportunidades lo intenté, llegando incluso a abandonar corporalmente Inglaterra y marchar al exterior de la patria, con la esperanza de librarme de tu presencia. Pero todo había sido inútil. Eras el único que podía haber hecho algo. Se encontraba en tus manos la clave de la situación. Se te brindaba una verdadera oportunidad para manifestarme, siquiera una pizca de gratitud por todo el amor, por toda la bondad, por toda la generosidad y todas las atenciones que tuve para contigo. Si hubieras sido capaz de apreciar siquiera una décima parte de mi valor en el arte, con toda seguridad lo habrías hecho. Pero te cegaba el odio. La facultad merced a la cual y únicamente por la cual podemos comprender a los demás, tanto en sus relaciones reales como en las ideales, muerta estaba en ti. No pensaste más que en la manera de meter a tu progenitor en presidio. Era tu única idea verle sentado en el banquillo de los acusados. Se convirtió su manifestación en una de las muchas scies; (repeticiones) de tu conversación diaria; me era dado oírtela en cada comida cotidiana. Y tu deseo tuvo cabal cumplimiento. Te concedía el odio todo lo que deseabas y se mostraba contigo en extremo bondadoso como lo es para todos sus fieles. Pudiste durante dos días desde tu alto sitial junto al sheriff, embriagarte los ojos con el espectáculo de tu padre sentado en el infamante banquillo. Y al día tercero ocupé yo su puesto. ¿Qué había ocurrido?
Que en el asqueante juego de vuestro mutuo odio, se habían jugado mi alma, y quiso el azar que fueses tú el perdedor. Esto fue todo.
Como verás, no me resta otra disyuntiva que escribir tu vida para ti, y así es preciso que lo comprendas. Más de cuatro años hace que nos conocemos el uno al otro. Hemos pasado juntos la mitad de ese tiempo, y la otra mitad la he tenido que pasar en la cárcel, en pago de nuestra gran amistad. Ignoro dónde has de recibir esta carta si algún día llegas a recibirla: en Roma, en Nápoles, en París, en Venecia, en alguna bella ciudad a orillas de un río, que con toda seguridad te alberga. Aunque carente de la vana opulencia de la que disfrutabas a mi lado, te encuentras, empero, rodeado de todo cuanto encanta la vista, el oído y el paladar. Es la vida, para ti, lo más valioso del mundo. Y, sin embargo, si eres un hombre sensato y deseas que la vida te sea mucho más adorable aún, de una más elevada condición, harás que la lectura de esta terrible carta, pues me consta que lo es, marque para ti una crisis tan importante, un instante tan crítico, como lo es para mí el escribirla.
Si tu rostro pálido, que tiene la costumbre de ruborizarse ligeramente cuando el vino sobra en tu estómago o la alegría inunda tu alma, arde de vez en cuando de vergüenza al leer lo que aquí esta escrito, como bajo el resplandor de un alto horno, tanto mejor, entonces, para ti. Es la ligereza el mayor de los vicios: es justo todo cuanto llega a la conciencia.
Hemos llegado ya a mi detención preventiva, ¿no es verdad? Luego de estar detenido una noche entera por las autoridades policiales, me condujeron en el coche verde. Entonces te muestras muy atento, pletórico de amabilidad. Casi todas las tardes, pero no todas, hasta tu partida al extranjero, te tomas la molestia de venir a visitarme a Holloway, en carruaje. Me escribes asimismo cartas muy gentiles y afectuosas. Pero nunca, ni siquiera durante un segundo, llegas a darte clara cuenta de que no es tu padre, sino tú, quien me metió en presidio; que desde un comienzo hasta el fin, eres el responsable real; que si estoy en la cárcel es por culpa tuya, y que únicamente a ti te lo debo. Ni siquiera verme entre barrotes de una jaula de madera consigue animar ese temperamento tuyo, muerto y tan parco de imaginación. Experimentas la simpatía, el sentimentalismo del espectador que presencia la representación de una obra conmovedora. Y no te das cuenta de que eres el autor verdadero de la tremenda tragedia.
Ya lo veía yo; de todo cuanto habías causado, nada tocó tu conciencia. No sentía yo el menor deseo de ser quien te dijese lo que hubiera debido decirte tu propio corazón; lo que con toda seguridad te habría dicho, si no te hubieras empedernido e insensibilizado a fuerza de odio. Es preciso que todo le fluya a uno mismo. Decirle a alguien una cosa que no siente, que no ha de comprender, no tiene la menor finalidad. Si te escribo en este instante como lo estoy haciendo, es tan sólo porque tu propio silencio, tu manera de ser en el transcurso de mi prolongada prisión, así lo requiere. Sin contar que, tal como las cosas se habían puesto, sólo a mí me hería el golpe.
Y esta fue mi alegría.
Pese a, pues te observaba atentamente, pese a lo despreciable que me resultaba desde un principio, tu completa e intencionada ceguera, me complacía tener numerosos motivos de sufrimiento. Me acuerdo con qué orgullo me mostraste una carta que habías publicado sobre mí en un diario de escándalo. Se trataba de una labor muy discreta, muy prudente, y también muy vulgar. Formulabas un llamado al sentimiento inglés de la justicia, o algo no menos lúgubre de la misma clase, en favor de un hombre que yacía en el suelo. Era una de esas cartas que podías haber escrito para protestar de una acusación criminal, contra una persona honesta que te hubiera sido absolutamente desconocida. Pero esa carta te pareció simplemente admirable. Poco más o menos, veías en ella una prueba de no vulgar caballerosidad. Me consta que escribiste más cartas a otras publicaciones periódicas, que nunca las dieron a luz; pero estaban tan sólo destinadas a informar al público de que odiabas a tu progenitor. No pensó nadie en si esto venía al caso, o no. El odio, esto habías de aprenderlo aún, es, intelectualmente considerado, algo negativo en un todo. Es una forma de atrofia para el corazón, cuyos resultados son fatalmente mortales, pero no sólo para uno mismo.
Publicar en los diarios que se siente odio hacía determinada persona, es como publicar que se padece de una dolencia secreta y vergonzosa. Y el hecho de ser tu propio padre el hombre odiado por ti, y de verse ese sentimiento correspondido con creces, no le concedía a tu odio matiz alguno de distinción ni de hermosura. Si pudiste demostrar algo con ello, fue tan sólo la existencia de una enfermedad congénita.
Me acuerdo aún que, al ser puestos en pública subasta mi casa, mis libros y mi mobiliario, cuando fueron embargados para ser enajenados, y se erguía el fantasma de la quiebra ante mi puerta, recuerdo que te escribí, como es lógico, para enterarte del triste acontecimiento. Pero no te decía que el pagar alguno de los obsequios que te hiciera, era lo que había conducido al alguacil a la casa en que habías comido tantas veces, y pensaba, con o sin razón valedera, que semejante noticia habría de resultarte dolorosa.
En forma escueta te impuse de los hechos. Me pareció conveniente que estuvieses al corriente de los mismos. Desde Boulogne me contestaste, en un tono casi de lírico entusiasmo. Decías estar enterado de que tu padre se hallaba mal de fondos, y que se había visto obligado a solicitar mil quinientas libras para sufragar los gastos del proceso, y que mi cercano quebranto civil constituía un triunfo fabuloso sobre él, porque, en vista de ello, ya no podría resarcirse de sus gastos conmigo.
¿Te das ahora cuenta de lo que es el odio, cuando le enceguese a uno?
¿Reconoces ahora cómo, al decir yo que el odio es una fatal atrofia, no solamente para el que lo experimenta, definía de una manera científica una verdad psicológica?
El hecho de que tuviesen que ser vendidas todas las encantadoras cosas que poseía: mis dibujos de Burne Jones, de Whistler, mi Monticelli, mis Simeon Salomón, mis porcelanas de Sévres, mi biblioteca, con sus tomos dedicados de casi todos los vates de mi época, desde Victor Hugo hasta Whitman, desde Swinburne hasta Mallarmé, y desde Morris hasta Verlaine; con las ediciones de las obras de mi padre y de mi madre, encuadernadas en telas preciosas; con su espléndida serie de premios de la Universidad y del Colegio, con sus ediciones de lujo y otras cosas, todo esto, no significaba nada para ti. No veías en ello más que la posibilidad de hacer perder finalmente a tu padre algunos cientos de esterlinas, y te llenaba esta lamentable perspectiva de extático júbilo.
En lo concerniente a los gastos del proceso, acaso te interese saber que tu padre declaró públicamente, en el Orleans-Club, que aunque le hubiera costado veinte mil libras, hubiera dado ese dinero por bien empleado, tan enormes eran la alegría y la victoria que ello le reportaba. Poder sepultarme dos años en presidio, haciéndome además salir del mismo una tarde para oír cómo me declaraban públicamente en estado de falencia, era una satisfacción y un refinamiento superior no esperado por él. Tal fue la coronación de mi humillación y de su completo e indiscutible triunfo.
Entonces, de no haber podido tu padre exigirme el pago de tus gastos, tú, harto lo sé, compasivo siempre cuando se trata tan sólo de palabras, hubieras experimentado lástima por la pérdida total de mi biblioteca, irreparable para un literato, y la más desoladora de todas, mis pérdidas de orden material. Y al acordarte de las cuantiosas sumas gastadas en tu beneficio, y también que durante años habías vivido a mi costa, quizá hasta te hubieras tomado la molestia de rescatar, para mí, algunos de mis libros.
Se perdieron los mejores de ellos por menos de ciento cincuenta libras, o sea, más o menos, la cantidad que gastaba yo por término medio en una semana. Pero, la idea aviesa de que habría de perder tu padre unos céntimos no permitió que cruzase por tu mente la idea de brindarme un pequeño servicio que, siendo tan ínfimo, tan fácil, tan poco oneroso y tan asequible, con tantas ansias habría deseado que realizaras.
¿No estoy en lo cierto, pues, cuando te digo que ciega el odio a los hombres? ¿No lo reconoces ahora? Procura comprenderlo, al menos, si no lo reconoces. No he menester de decirte que la verdad se me apareció entonces tan nítida como ahora. Mas me dije: Debo conservar a toda costa el amor en mi corazón. Si a la cárcel voy sin amor, ¿qué será de mi alma?
Las misivas que te escribí entonces desde Holloway eran el fruto de mis esfuerzos por conservar el amor como dominante impulso de mi ser. Hubiera podido aniquilarte con reproches amargos. Destrozarte con mis maldiciones. Hubiera podido haberte colocado frente a un espejo, para enseñarte una imagen tuya que no habrías reconocido como tal, hasta después de descubrir que con servilismo reproducía tu horrorosa fisonomía; y entonces, enterado ya de quién era esa figura, por siempre la hubieras odiado, y a ti mismo con ella. Y más aún: me fueron achacadas culpas ajenas; si yo lo hubiera querido, a costa de sus autores podía haberme salvado, por cierto que no del deshonor, pero sí del presidio. Si hubiera yo descubierto cómo los tres principales testigos de cargo se hallaban minuciosamente aleccionados por tu progenitor, no sólo de lo que tenían que silenciar, sino también de lo que debían decir, y la manera como intencionadamente, concertados en secreto y ajenos al asunto, me achacaron a mí acciones y hechos de otra persona, podía haber hecho expulsar individualmente a cada uno de la sala de Audiencia, con menos ceremonias que las que utilizaron con el pillastre de Stkins, el perjuro, pudiendo, entonces, quedar yo a mi turno en libertad, e irme con la frente muy erguida y metidas las manos en los bolsillos.
Sobre mí ejercieron una presión en extremo recia para que lo hiciese así. Gentes únicamente movidas por el interés que sentían en mi bienestar y en el de los míos, me aconsejaron seriamente en ese sentido, y hasta me rogaron y me suplicaron. Pero me negué a ello; no podía prestarme a lo que de mí se pedía. Y nunca, ni siquiera por espacio de un segundo, ni aun en los más amargos momentos de mi prisión, deploré lo que había hecho. Hubiera estado por debajo de mi dignidad semejante manera de proceder. Nada significan los pecados de la carne. Son dolencias que un facultativo se halla en condiciones de curar, siempre y cuando convenga acceder a su curación; mas los pecados del alma, aisladamente considerados, son vergonzosos. Haber logrado mi libertad por semejantes medios, hubiera sido para mí un tormento para todo el resto de mi vida. Pero ¿crees que realmente mereciste el cariño que te demostré entonces? ¿Crees, en verdad, que pensé por un solo instante que lo merecías? ¿Verdaderamente crees haber merecido, en una época cualquiera de nuestra amistad, el cariño que supe evidenciarte, o que haya podido creer, por un solo instante, que tú lo merecías? Sabía que no lo habías merecido jamás. Pero el amor no se rebaja a regatear, ni emplea razones de mercachifles. Su júbilo, como el del espíritu, radica en su sentimiento de vivir. Consiste su esfuerzo en amar; nada más, pero tampoco nada menos. Fuiste mi enemigo, un enemigo como nunca lo tuvo otro hombre del mundo. Te ofrendé mi existencia, y la tiraste para nutrir las más bajas y despreciables pasiones humanas: la vanidad, los apetitos, y sobre todo, el odio. Aniquilaste en mí todo respeto, en menos de tres años. En mi propio interés ya no me restaba otra cosa que hacer más que amarte. Sabía que si me permitía odiarte en el páramo de la existencia a través del cual habría de andar, y por el cual sigo andando aún, perderían su sombra todas las peñas, se secarían todas las palmeras, y aparecerían emponzoñados todos los manantiales.
¿Comprendes algo, ahora? ¿Tu imaginación despierta, por fin, del letargo mortal en que se hallaba sumida?
Estás enterado ya de lo que es odio. ¿Empiezas a tener una vislumbre de lo que es amor y la esencia del mismo? No es demasiado tarde aún para que aprendas esto, aunque enseñártelo me haya costado a mí años de encierro en una cárcel.
Luego de mi espantosa condena, vestido ya el uniforme de presidiario, y cerradas a mis espaldas las puertas de la cárcel, me vi cubierto por las ruinas de mi magnífica vida, anonadado de miedo, confundido por el terror, aniquilado por el padecimiento moral. Pero no deseaba odiarte. Me decía cotidianamente: Debo hoy conservar el amor en mi corazón. De lo contrario, ¿cómo podré soportar el día? Me acordaba que, intencionadamente al menos, no habías procedido de mala manera conmigo; hacía esfuerzos para pensar que la casualidad era quien había disparado el arco, para que la flecha, deslizándose por entre las junturas de la coraza, atravesase de parte a parte a un rey. Me parecía injusto pensar, para juzgarte, en el ínfimo de mis sufrimientos, en la más nimia de mis pérdidas. Y a ti debí considerarte como un mártir. Y hacía esfuerzos para creer que un día habría de desprendérsete la venda que durante tanto tiempo te había cegado. Me representaba, pleno de dolor, cuán enorme sería tu terror al contemplar la pavorosa obra de tus manos. Momentos hubo, incluso, en aquellos días negros, los más negros de mi vida toda, en que sentía la impaciencia de poder consolarte. Tanta era mi seguridad de que llegarías a darte cuenta, por fin, de lo que habías hecho.
No cruzó jamás por mi mente la idea de que pudiese apoderarse de ti el peor de los vicios: la liviandad. Sí, para mí constituyó una pena real verme obligado a imponerte de todo. Para ello, tuve que reservarme la primera oportunidad propicia: recibir una carta sobre cuestiones familiares, pues mi hermano político me había comunicado que bastaba con que escribiese una sola vez a mi esposa, para que ella, por amor hacia mí, y a causa de mis hijos no elevara la demanda de divorcio. Comprendía yo que era mi deber hacerlo. Sin referirme a otros motivos, me resultaba insoportable el pensamiento de verme separado de Cyril, de ese hijito mío tan bonito, tan suave y tan digno de ser querido, mi mejor amigo entre mis amigos mejores, mi compañero por encima de mis compañeros todos. Me era más amado uno solo de los cabellos de su dorada cabecita, y tenía para mí más importancia, no diré que tú, desde la cabeza hasta los pies, pero sí que los crisólidos todos del mundo. Pero lo comprendí harto tarde.
A las dos semanas de tu intento de acercamiento, tuve oportunidad de tener noticias tuyas. Robert Sherard, y estoy nombrando al más caballero y valiente entre los mejores de los hombres, viene a visitarme, y entre cosas diversas me anuncia que estás en la tarea de publicar un artículo a mi respecto, junto con fragmentos de mis cartas, en ese ridículo Mercure de France, que es, con sus estólidas gracias, el centro mismo de la corrupción literaria. Y me pregunta si obedece esto, en realidad, a un deseo mío. Presa de la cólera y del pasmo, imparto las órdenes del caso para que no pasen tus intentos a mayores. Habías dejado rodar mis cartas, y pudo ocurrir, de esa suerte, que las robasen criados extorsionadores. Las escamotearon los sirvientes del hotel, y las vendieron las camareras. No fue esto más que una ligereza tuya, una ausencia de estima por lo que yo te escribiera. Pero, que tuvieses la ocurrencia de dar a la publicidad, en serio, extractos de las que restaban en tu poder, era para mí una cosa casi incomprensible.
¿Y de qué carta se trataba? No conseguí enterarme de ningún detalle aclaratorio. Fue ésta la primera noticia a tu respecto que recibí. Y fue, como puedes verlo, una noticia harto desagradable. No se hizo esperar demasiado la segunda. Se habían reunido en la cárcel los abogados de tu padre, e iniciaron una acción judicial a causa de las miserables setecientas esterlinas que importaba una minuta. Fui declarado deudor insolvente, y se ordenó mi comparecencia ante el juez.
Estaba firmemente convencido, y lo sigo estando, y he de volver sobre este asunto, de que incumbía a tu familia el pago de estos gastos. Te habías hecho personalmente responsable de los mismos, asegurando que los pagarían los tuyos, y era esto lo que moviera al abogado a hacerse cargo del asunto en la forma como lo hizo. Eras el responsable absoluto de todo. Aparte de tu compromiso en nombre de los tuyos, debiste haber tenido el sentimiento de haber sido tú quien me impeliera a mi ruina, y por ende, lo menos que te correspondía hacer, era evitarme la vergüenza de la falencia por una suma, al final de cuentas, despreciable, por una suma que era menor, en la mitad, a lo que gastara yo por ti en Goring, durante un breve veraneo de tres meses. Pero olvidemos esto. No niego que recibí por intermedio del secretario del abogado, un mensaje de tu mano relativo al asunto, o por lo menos relacionado con el mismo. El día que se hizo presente para tomarme declaración, se inclinó sobre la mesa, se encontraba allí el carcelero, y luego de examinar una hoja de papel que extrajo del bolsillo, me dijo en voz baja: Le envía a usted un saludo el príncipe Fleur de Lys.
Me le quedé mirando con fijeza. Reiteró el hombre el mensaje. No acababa yo de comprender lo que pretendía decirme con ello. Entonces, añadió el hombre con tono de misterio: «El caballero se encuentra actualmente en el extranjero». La verdad, al escuchar tales palabras, me iluminó con la luz de un relámpago, y todavía me acuerdo que por primera y última vez reí en la cárcel. Encerraba esa risa todo mi profundo menosprecio hacia todos. ¡El príncipe Fleur de Lys! De inmediato comprendí, y cuán justamente habrían de demostrármelo los hechos que siguieron, que no había llegado hasta tu persona nada de todo lo que sufriera yo.
Seguías creyéndote el héroe principal de una comedia, y no el lúgubre protagonista de un negro drama. Todo lo que había ocurrido era como una pluma para adornar el birrete con que se engalanaba una cabeza de conocimientos limitados; como una flor prendida en el jubón, bajo el cual palpitaba un corazón en el odio, y nada más que el odio, podía enardecer, y que el amor, nada más que el amor, debía encontrar frío. ¡Príncipe Fleur de Lys! Si, bien hacías en recurrir a un nombre supuesto para ponerte en contacto conmigo. Carecía yo mismo, por ese entonces, de nombre. En la prisión enorme en la cual estaba recluido, yo era tan sólo el número y la letrilla de una celda en un largo corredor, uno de los mil números carentes de vida y una de las mil vidas muertas. Pero la historia verdadera, con toda seguridad, brindaba muchos otros nombres verídicos, que mucho mejor podían cuadrarte, y por los cuales, al mismo tiempo, yo te habría reconocido fácilmente. No me era posible imaginarte bajo un disfraz propio únicamente de un baile de máscaras. ¡Ay, si hubiera estado tu alma, como a su propio perfeccionamiento convenía, traspasada de amor, de pena, abrumada por el remordimiento y humillada por la aflicción, no habrías elegido ese disfraz para, a su sombra, penetrar en la mansión del dolor! Son lo que aparentan ser los grandes acontecimientos de la vida, y por esto con frecuencia, aunque te suenen mis palabras de un modo inaudito, de difícil explicación; pero son siempre un símbolo los pequeños. Nos suministran ellos la parte más asequible de nuestras amargas enseñanzas. Esa elección, casual a primera vista, de un nombre fingido, era un símbolo, y como símbolo ha de quedar. Te descubrió.
Me llegó la tercera noticia seis semanas después. Me sacaron del hospital, donde yacía lamentablemente enfermo, para recibir, por intermedio del director de la cárcel, un mensaje privado tuyo. Me leyó una carta dirigida a su nombre, y en la que le comunicabas tu intención de publicar un artículo sobre el caso Oscar Wilde, en el Mercure de France; (revista ésta que, como tú agregabas tan graciosamente, era similar a la inglesa Fortnightly Review), y ansiabas conseguir mi autorización. Era el tuyo un ensayo y… se trataba de varias cartas.
¿De qué cartas? De las que te enviara desde la prisión de Holloway. De unas cartas que debías haber conservado, como depósito sacro y secreto, más que cualquier otra cosa en el mundo. Si, efectivamente eran ésas las cartas que pretendías editar, para pasmo de los gomosos y de los decadentes, para alimento de los ávidos periodistas, y para que los petimetres del Barrio Latino, con su fama de «Leones», las engullesen luego de abrir muy grandes sus fauces. Pero, aun cuando nada protestase en tu corazón contra ese abyecto sacrilegio, por lo menos tendrías que haberte acordado del soneto escrito por aquél que con tan enorme dolor y desprecio hubo de ver cómo eran sacadas en Londres, para subastarlas públicamente, las cartas de John Keats, y por fin, debías haber comprendido el significado real de mis versos:
Quien quiebra el cristal del corazón del aeda,
dejándole al desnudo ante torpes miradas,
es, a mi entender, para el arte insensible.
Porque, ¿qué podía probar tu artículo? ¿Que te había amado yo con exceso? En París, esto lo sabían hasta los pilluelos de la calle. Leen todos los diarios que aparecen, y hasta la mayoría de ellos escriben para esos mismos diarios.
¿Que era yo un hombre genial? Muy bien lo comprendían ya los franceses; así como comprendían el carácter peculiar de mi genio, infinitamente mejor que tú o que de ti podía esperarse jamás.
¿Que lleva el genio consigo, a menudo, una perversidad característica de la pasión y el deseo? Muy bien; pero esto tendría, con mucho mayor derecho, que tratarlo Lombroso, y no tú. Esto, sin contar con que este fenómeno de carácter patológico también se produce en hombres que carecen en absoluto de genio.
¿Que yo, en la guerra de odio que con tu progenitor sostenías, hice las veces, para ustedes dos, y a un mismo tiempo, de arma y de escudo?
¿Que en esa cacería horrible de la cual yo era la pieza, y que cesó al finalizar la guerra aquélla, no me hubiera nunca derribado tu padre, de no haber estado mi pie enredado en tus redes? Bien; pero tengo entendido que esto lo dijo ya Henry Bauer de deliciosa manera.
Si era tu intención confirmar sus asertos, no habías menester de dar mis cartas a la publicidad, por lo menos las que escribí en Holloway.
¿Acaso pretendías satisfacer aquella súplica mía, expuesta en una de mis cartas de Holloway, de que tuvieses la bondad, siempre que tal cosa te fuese posible, de tratar de presentarme ante un reducido sector del mundo bajo mi verdadero aspecto?
Es cierto que te formulé esa suplica. Piensa por qué y cómo me encuentro aquí en este momento. ¿Crees, por ventura, que ello se debe a mis relaciones con los testigos del proceso? Mis relaciones, mis reales o supuestas relaciones con gente de esa índole, no ofrecían el menor interés, ni al Estado ni a la Sociedad. No se sabía nada acerca de ello, y todavía se intentaba menos averiguar.
Me encuentro aquí porque pretendí meter a tu progenitor en la cárcel. No podía dejar de fallar mi audacia. Renunció mi abogado a mi defensa. Volvió tu padre el asunto contra mí, fue a mí a quien metió en la cárcel, y en la misma estoy aún. Y se me desprecia por esto. Y por esto se burlan de mí los hombres, por esto me veo obligado a vivir todos los días, todas las horas y los minutos todos de mi espantosa reclusión. Y por esto fueron rechazadas todas mis demandas de indulto.
Eras el único que podías, sin exponerte en absoluto a la burla, al peligro o a las censuras, haber impreso otro giro al asunto, haber hecho que el mismo apareciese bajo otro aspecto, y arrojado hasta cierto punto una luz diáfana sobre la verdad de las cosas. Como es natural, no deseaba, ni esperaba tampoco, que revelases cómo y para qué recurriste a mí en tus sinsabores de Oxford, ni cómo y por qué, si realmente por algo era, no te habías nunca apartado de mí en casi tres años.
Innecesario era exponer tan claramente como aquí lo hago, mis perennes esfuerzos para quebrar una amistad que me perjudicaba en mi arte, en mi situación social, e incluso como miembro de la sociedad. Yo no pedía tampoco que hicieses una descripción de aquellos escándalos que de una manera casi monótona se iban reproduciendo, ni que publicases aquella maravillosa colección de telegramas que me enviabas con una rara mezcla de romanticismo y de interés pecuniario, ni que citases aquellos indignantes párrafos, tan despiadados, de las misivas tuyas que me vi obligado a soportar. Pero me pareció, esto sí, que hubiera sido conveniente, para ambos, que elevaras una protesta contra la interpretación dada por tu padre de nuestra amistad, interpretación tan grotesca como emponzoñada y ponzoñosa en sus consecuencias, y tan tonta con relación a ti, como deshonrosa en lo que a mí concierne.
Ya se ha transformado ahora en un hecho histórico; se propaga, se cree, se incrusta en la mente como artículo de fe. La toma el pastor como texto de sus sermones, y busca en ella un infructuoso tema el predicador moral. Y yo, a quien recibía todo el mundo con reverencia, tengo que acatar la sentencia de un badulaque, de un payaso.
Te dije ya en esta misma carta, y no sin amargura, lo confieso, que la ironía del asunto radica en que tu progenitor siga siendo considerado como el héroe de un libro piadoso; que te halles tú comparado con el niño Samuel, y que yo ocupe un lugar intermedio entre el de Giles de Retz y el del marqués de Sade. Acaso sea preferible así. No es mi intención quejarme de ello. Son lo que son, las cosas, así tendrán que ser, por siempre; es ésta una de las numerosas enseñanzas que agradece uno a la cárcel. Y no me cabe ya la menor duda, tampoco, de que el libertino medieval y el autor de Justine sean, en el fondo, unos camaradas mejores que Sandford y Merton.
Pero, por el tiempo aquél, cuando yo te escribí, comprendía que, en el interés de ambos, era conveniente, pues debía ser benéfico y justo, no conformarnos santamente con lo expuesto por tu padre por intermedio de su letrado, para edificación de un mundo de filisteos, y te supliqué por eso que urdieses y escribieses algo que estuviese bastante próximo a la verdad. Mejor hubiera sido eso, para ti, que el desmenuzar la vida conyugal de tus padres en los diarios de Francia.
¿Qué podía importarles a los franceses que tus padres fueran dichosos, o no, en la intimidad?
Muy difícil es que pueda encontrarse algo que pudiese interesarles menos. Por el contrario, lo que verdaderamente les interesaba era saber cómo un artista de mi fuste, un artista que, por las teorías y el movimiento que encarnaba, había sido de enorme influencia en la trayectoria del pensamiento francés, podía, luego de una vida como la suya, dar lugar a un proceso semejante. Si hubiera sido tu intención publicar en tu artículo las cartas, que mucho me temo han de ser numerosas, en las que te hablaba yo de la ruina que traías a mi vida; de la demencia, de los ataques de rabia que te dominaban, con tanto daño para ti como para mí, de mi anhelo, mejor dicho, de mi resolución de quebrar una amistad que tan funesta me resultaba, por todos los conceptos, esto sí que lo hubieran comprendido. Aunque, de cualquier manera, no habría autorizado la publicación de esas cartas.
Cuando el letrado de tu padre quiso atraparme en una contradicción, presentando sorpresivamente al juez una carta que te dirigiera en marzo de 1893, y en la cual te decía que antes que permitirme la repetición de los espantosos escándalos que, al parecer, tanto te gustaban, estaba resuelto a dejarme chupar la sangre por cualquier extorsionador de Londres, experimenté una pena real, al ver cuán erróneamente se descubría, ante torpes miradas, ese aspecto de mi amistad contigo. Pero, que te mostrases tan pobre de comprensión, que carecieses en ese grado de toda delicadeza, y aparecieses tan cerrado a todo exquisito sentimiento de belleza y de refinamiento, hasta el extremo de publicar las cartas en las cuales, y mediante las cuales, intentaba yo conservar vivos el espíritu y el alma del amor, a fin de que siguiese el amor amparándose en mí durante los largos años de humillación, fue entonces y sigue siendo aun para mí una fuente de profundísimo dolor, una causa de muy fuerte desilusión.
¿Por qué hiciste eso? No lo sé, por desgracia. A no ser que, al mismo tiempo que te cegaba el odio los ojos, te cosiese la vanidad los párpados con hebras de hierro. La facultad merced a la cual es únicamente posible comprender a los demás en sus relaciones e ideales, se había estrellado contra tu egoísmo mezquino, tornando ineficaz su largo abuso. Yacía conmigo la imaginación en la cárcel, cuyas ventanas soldara la vanidad, y cuyo centinela se llamaba odio.
Ocurrió todo esto en la primera mitad de noviembre del año antepasado. Me separa de tan lejana fecha un anchuroso río de vida. Apenas si podrías, de ser tal cosa posible, abarcar con la mirada espacio tan dilatado: pero a mí me parece que aquello no ocurrió ayer, sino hoy. Muy largo es el sufrir, y no es posible dividirlo por las estaciones del año. No podemos hacer más que señalar su presencia y advertir su retorno. No avanza el tiempo para nosotros: gira. Da la impresión de que forma un círculo en torno de este eje: el dolor. La inmovilidad envaradora de una vida regulada, hasta en sus mínimos detalles, por una inmutable rutina, de manera que comemos, bebemos, nos paseamos, dormimos y oramos, o cuando menos nos ponemos de hinojos para orar de acuerdo con los dictados inflexibles de un férreo reglamento; esa inmovilidad, que hace que cada día sea, con todos sus horrores, y hasta en sus detalles más íntimos, igual a sus hermanos, parece comunicarse a esas fuerzas exteriores cuya existencia es una variación perpetua. No sabemos nada de la siembra ni de las cosechas, de los segadores encorvados sobre las espigas, o de los vendimiadores deslizándose entre las viñas; del césped del jardín, revestido con el manto blanco de las flores caídas, o sobre el cual están desparramados los frutos en sazón. No sabemos nada, no podemos saber nada.
No existe para nosotros más que una estación: la del dolor. Hasta parece como si nos hubieran arrebatado el sol y la luna. Afuera, el día podrá brillar con matices azules o de oro; pero la luz que penetra, filtrada, por el denso cristal del ventanillo con barrote de hierro, bajo el cual estamos sentados, mísera y grisácea es. Reina eternamente en nuestra celda la penumbra, y siempre invade la noche nuestro corazón. Y se detiene todo movimiento, como en el girar del tiempo, en la esfera del pensamiento.
Lo que habrás olvidado desde hace años, o fácilmente puedas olvidar, retorna a mi mente, y con toda seguridad volverá a retornar mañana. Para comprender por qué escribo, y por qué escribo así, piensa en ello.
Me traen aquí al cabo de una semana. Muere mi madre a los tres meses. Bien sabes, mejor que nadie, cuán profundamente la amaba y veneraba. Algo terrible fue su muerte para mí; pero yo, que en una época he sido maestro del idioma, no encuentro ahora palabras para expresar mi bochorno ni mi dolor. Jamás, ni siquiera en los más dichosos instantes de mi carrera artística, podía haber hallado palabras capaces de cumplir misión tan elevada, o de hacerse presentes suficientemente sublimes y armoniosas dentro del manto purpúreo de mi dolor indecible. De ella y de mi padre había heredado un nombre honrado y ennoblecido, no solamente en la literatura, en el arte, en la arqueología y en las ciencias físicas y naturales, sino también en la historia política de mi país, y en su desarrollo nacional. Había yo cubierto eternamente de oprobio este nombre, y lo había convertido en una injuria vil entre los hombres viles. He arrastrado este nombre por el lodo, y se lo entregué a compañeros indignos, que lo mancillaron; a dementes, para quienes debía ser una demencia más. Pluma alguna podría describir, ningún libro relatar, lo que entonces sufrí, y sufro aún. Mi esposa, que en ese entonces se mostraba muy buena y muy cariñosa conmigo, quiso evitar que la noticia llegase a mis oídos a través de labios indiferentes y extraños, y no obstante encontrarse enferma, vino desde Génova hasta Inglaterra con el único objeto de anunciarme esa irreparable e insubstituible pérdida. Recibí demostraciones de pésame de todos aquellos que seguían siéndome fieles. E incluso personas a las cuales no conocía personalmente, al enterarse de que un nuevo dolor abrumaba mi vida, me hicieron saber que lo compartían.
Transcurren tres meses. Gracias a la tablilla colgada al exterior de la puerta de mi celda, y en la que figuran, además de mi conducta y mi trabajo, mi nombre y mi condena, sé que estamos en mayo. Mis amigos vuelven a visitarme. Me hablan de ti, como de costumbre. Me dicen que te hallas en Nápoles, en una villa, y que es tu intención dar a la publicidad un tomo de poesías. Incidentalmente me anuncian al final de la conversación que deseas dedicármelo. Remueve esta noticia ante mí la inmundicia toda de la vida. No respondo una palabra; retorno a mi celda en silencio, con el corazón rebosante de desprecio.
¿Cómo, en verdad, podías pensar en dedicarme un tomo de poesías sin pedirme antes autorización?
¡Qué digo pensar! ¿Cómo podías atreverte siquiera a una audacia semejante? Has de responderme que en los días de mi gloria y esplendor, había permitido que me dedicases las primicias de tu obra. Es la pura verdad. A ello accedí, como podía haber accedido a recibir el homenaje de cualquier otro joven que se hubiera iniciado en el difícil y bello arte de la literatura. Todo homenaje es agradable para el artista, y doblemente, cuando quien se lo brinda es la juventud: si manos ancianas son las que lo cortan, se marchita el laurel. Únicamente la juventud se halla autorizada a coronar al artista. Y si éste lo comprendiese así, ello constituirla su verdadera superioridad.
Pero, los días de vileza y de vergüenza son completamente distintos de los de gloria y esplendor. Y esto, tu tenías aún que aprenderlo.
La dicha, la existencia placentera y el triunfo, pueden tener un exterior áspero y una esencia vil; el dolor es lo más sensible que existe en el mundo. No hay nada en el mundo espiritual a lo que el dolor no consiga alcanzar, con su pulsación sutilísima y pavorosa; pulsación comparada con la cual, resulta grosera la laminilla de oropel que indica la dirección de las fuerzas que no puede percibir la vista. Es el dolor una herida que sangra apenas la roza cualquier mano que no sea la del amor, y que sangra, aunque sin sufrir ya, cuando la toca éste. Pero, bien que supiste escribir al director de la cárcel de Wandsworth, solicitándome la autorización necesaria para dar a publicidad mis cartas en ese Mercure de France, de la misma índole de nuestra inglesa Fortnightly Review. ¿Por qué no escribiste también al director de la cárcel de Reading para solicitarle te diese permiso para dedicarme tus poesías, por extremadamente fantástica que fuese la descripción que podías haberme hecho de las mismas?
¿Acaso porque, ya en determinado caso, había vedado a la citada revista publicar cartas cuyos derechos de autor, como sabías de sobra, me correspondían y me corresponden aún, en tanto que, con las poesías, pensaste poder disfrutar hasta último momento de tu proceder arbitrario, sin que llegase eso a mi conocimiento sino cuando ya fuese harto tarde para intervenir?
El hecho de ser yo un hombre infamado, arruinado y presidiario, te obligaba, si querías poner mi nombre al frente de tu obra, a pedirlo de mí como un favor especial, como un privilegio, como una distinción. De este modo debe uno acercarse a los que están sumidos en la desgracia y cubiertos de vergüenza. Lugar sagrado es aquel donde hay dolor.
Comprenderá algún día la Humanidad lo que esto significa. No se sabe nada de la vida, hasta entonces.
Lo sabrán apreciar Robbie, y otros hombres de su clase, con él. Cuando, entre dos guardias, fui llevado desde la cárcel hasta el Tribunal de Quiebras, me aguardaba Robbie en el largo y siniestro corredor para, ante el asombro de la multitud, que se quedó muda al presenciar tan tierna escena, descubrirse gravemente en tanto pasaba yo ante él con las manos engrilladas y la cabeza gacha. Los hay que ascendieron al cielo por cosas menos importantes. Cuando los santos se ponían de rodillas para lavar los pies a los pobres, y se inclinaban para depositar un ósculo en la mejilla de los leprosos, estaban poseídos de idéntico espíritu, henchidos de idéntico amor.
Nunca le dije a Robbie una sola palabra a este respecto. No sé siquiera aún, si sabe que reparé en su actitud. Esa no es una cosa que pueda agradecerse con cumplidos ceremoniosos. Este recuerdo lo conservo en el relicario de mi corazón. Lo conservo allí cual deuda que, para mi dicha, no me será nunca dado pagar, sin duda. Yace allí, embalsamado, lozano siempre gracias a la mirra y los nardos de las innumerables lágrimas sobre él vertidas. Cuando hubo de parecerme vana y estéril la filosofía, y en la boca me supieron a polvo y ceniza las sentencias y frases de todos los que pretendían consolarme, el recuerdo de ese encantador y callado gestecito de amor, hizo brotar nuevamente en mí las fuentes todas de la piedad, florecer como una rosa mi páramo, y me salvó de la solitaria amargura del destierro, poniéndome en armonía con el amplio, exhausto y lacerado corazón del mundo.
Quien alcance a comprender, no solamente toda la belleza de ese gesto de Robbie, sino todo cuanto hubo de representar y seguirá representando ese gesto, acaso comprenda cómo y de qué manera se me debe interpretar.
El tomo inicial de poesías que un joven, en los albores de su edad madura, lanza al mundo, tiene que ser como un brote o flor primaveral, como el espino de los jardines de Oxford, o como las primaveras en los campos floridos de Gumbor. No puede estar esta obra bajo el peso de una tragedia horrible e indignante, de un indignante y horrible escándalo. Hubiera sido una enorme equivocación artística, y habría puesto a la obra en un medio que no le correspondía de derecho, permitir que sirviese mi nombre de heraldo a un libro de la índole del tuyo. Y es una cosa de importancia el medio, en el moderno arte. Complicada y relativa es la vida moderna, y son éstas sus dos características. Se necesita, para interpretar la primera, el medio, con sus matices delicados, con sus bosquejos y con sus perspectivas inesperadas; lejanía requiere la segunda. Y es esto lo que hace que la plástica ya no sea para nosotros el arte representativo, pero sí que lo sea la música, y lo haya sido asimismo, y como tal perdure, y en el más alto grado, la literatura.
Tanto me he extendido a este respecto, para que comprendas bien todo su alcance, y sepas por qué le escribí de inmediato a Robbie sobre tu asunto, vedando con el más grande de los desprecios y rotundamente, la dedicatoria, y expresando el deseo de que las frases que se referían a ti, se copiasen primero cuidadosamente, y se te mandasen luego. Me daba cuenta de que por fin había llegado el momento de empezar a hacerte ver, a hacerte comprender, todo lo que por culpa tuya había sucedido. Puede alcanzar la ceguera un grado que la haga proceder de un modo grotesco, y una naturaleza escasa de imaginación, puede, si no acude algo a sacudirla, petrificarse hasta la insensibilidad más absoluta. Puede seguir el cuerpo comiendo y bebiendo, y gozando, aunque el alma que aloja llegue a extinguirse de un modo tan absoluto como la de Branca d’Oria, del Dante.
Es indudable que mi carta ni siquiera se anticipaba en un minuto al tiempo en que le correspondía llegar. Te sentó como un petardo, por lo que he podido apreciar. Asegurabas hallarte, en tu contestación a Robbie, «inhabilitado para pensar y expresarte». Y, efectivamente, se ha dicho que no se te ocurrió nada mejor que quejarte por carta a tu madre. Y tu madre, como es natural, como siempre ciega para lo que realmente era de tu conveniencia, y ha sido ésta su desgracia y la tuya, te concedió de inmediato todos los consuelos posibles e imaginables, aletargándote en ese anterior estado tuyo, indigno y deplorable.
En lo que me concierne, por el contrario, comunica a mis amigos que se siente muy molesta por la severidad con que te he tratado. Más aún: exterioriza este descontento, no solamente con mis amigos, sino también con aquellos que no lo son, y que, como no necesito, creo, recordártelo, forman legión. Y me entero ahora, y por intermedio de personas muy afectas a ti y a los tuyos, que ella me roba completamente gran parte de las simpatías que habían ido despertando, con lentitud pero con certeza, mis dotes relevantes y mis espantosos padecimientos.
La gente piensa: ¡Ah! ¡Resulta ahora que primero intentó meter en la cárcel al bondadoso padre, y al no haberlo conseguido, vuelve hacia otro lado el arma, y trata de descargar sobre los hombros del inocente hijo el golpe que antes erró! ¡Justo, muy justo era el odio que le profesábamos! ¡Bien merecido tenía nuestro desprecio!
Pero, me parece a mí que, puesto que cuando se me nombre ante tu madre, no tiene ella la menor palabra de dolor o de sentimiento por la parte nada pequeña que en el derrumbe de mi casa tuvo, más correcto y decente sería que no dijese nada.
Y en lo que personalmente te concierne, ¿no crees ahora que hubiera sido mejor para ti, en todo sentido, que en lugar de quejarte a ella por escrito, me hubieras enviado directamente a mí unas líneas, y haber tenido el valor de comunicarme lo que me tenías que comunicar y todo lo que pensabas?
Hace actualmente casi un año que escribí aquella carta. No puedo creer que durante todo este lapso hayas permanecido incapaz de pensar y de expresarte.
¿Por qué no me escribiste?
Te demostraba mi misiva lo profundamente herido, lo vergonzosamente tratado que me sentía por tu proceder. Más todavía: por fin se revelaba en su aspecto real tu amistad hacia mí, y en una forma que no permitía en absoluto interpretaciones erróneas. Otrora, te había dicho a menudo que constituías la perdición de mi vida. Siempre te hicieron reír estas palabras. Cuando Edvin Levy, en los albores de nuestra amistad, al notar tu manera de proceder, amparándote a mi sombra en el escándalo terrible que provocaste en Oxford, y los fastidios y los gastos que ese tu mal paso me ocasionaron, y llamémosle mal paso, pues se había recurrido a él solicitándole apoyo y consejo, quiso ponerme en guardia contra ti, y te referí en Bracknell la prolongada y emocionante conversación que al respecto mantuvimos, te echaste a reír. Cuando te conté que hasta aquel desventurado joven que, finalmente, tuvo que sentarse junto a mí en el banquillo de los acusados, me había en más de una oportunidad augurado que me perderías de un modo más infinitamente trágico que ninguno de los muchachos de baja estofa que tuve la gran locura de tratar, te reíste también, aunque no tan alegremente ya. Cuando aquellos amigos míos, más previsores, o quizá menos bien intencionados, trataban de abrirme los ojos en lo concerniente a tu amistad, o a causa de la misma me abandonaban, te reías irónicamente. Y a carcajadas te reíste cuando yo, a raíz de la primera carta insultante que tu padre te escribió contra mí, te dije estar seguro de que habría de servirles tan sólo de instrumento en la tremenda lucha entre ustedes, y que, al ser colocado entre los dos, tendría que salir perdiendo.
Pero al comprobar el resultado, se nota que todo ocurrió tal cual yo lo previera. Ningún pretexto tenías para no ver cómo se había ido desarrollando todo. ¿Por qué no me escribiste? ¿Pura holgazanería? ¿Por ausencia de sensibilidad?
El que me sintiese ofendido por ti y hubiese evidenciado tal sentimiento, era un motivo más que suficiente para que me escribieses. Si te parecía justa mi carta, debías habérmela contestado. Y si te parecía injusta, por un detalle cualquiera, también. Yo aguardaba una carta tuya.
Persuadido estaba de que, aunque tu vieja inclinación por mí, tus frecuentes juramentos de amor, las innumerables oportunidades en que tuvo mi amistad que ampararte, siendo después tan mal re compensado; las mil deudas de gratitud que conmigo tenías, aunque nada fuese todo esto para ti, eran suficiente para incitarte a escribir, el estricto y verdadero deber que las relaciones de hombre a hombre imponen.
No puedes seriamente alegar que creías que yo no estaba autorizado a recibir más noticias que las concernientes a mis asuntos, o de mis familiares. Muy bien sabías que Robbie me enviaba cada tres meses las últimas novedades literarias. No puede existir nada de más encantador que sus cartas, tan ingeniosas y diestramente redactadas, y con tanta soltura elucubradas. Son cartas verdaderas, diálogos de verdad, poseen el mérito de una íntima causerie (charla) entre franceses. Y la suavidad con que me brindan un respeto que se dirige unas veces a mi juicio crítico, otras a mi humor, a mi innata inclinación hacia lo bello, o a mi cultura, las más, tiernamente me recuerdan, de mil maneras, que, si bien muchos me consideraban otrora una autoridad en estilo, también los había quienes me consideraban una autoridad suprema en la materia. Y demuestra Robbie poseer con ello, por partes iguales, el instinto de la literatura y el instinto del amor.
Fueron sus cartas los intermediarios entre yo y el mundo irreal y espléndido del arte, en el cual antes era rey, y rey hubiera seguido siendo, de no haberme dejado atrapar por aquel mezquino mundo de pasiones crudas e incompletas, de un gusto sin pauta, de deseos ilimitados y de apetitos informes.
Sin embargo, aunque ya todo está dicho, podrás indudablemente comprender ahora cómo, aunque más no sea a título de curiosidad psicológica, me hubiera interesado más saber algo de ti, que enterarme que Alfred Auston tenía la intención de dar a la publicidad un libro de versos, que George Street se había hecho cargo de la crítica teatral del Daily Chronicle, o que la señora Meynele era conceptuada una nueva Sibila del estilo por alguien que no era capaz de entonar un himno sin empezar a tartamudear.
¡Ah!, ¡si te hubieras visto en la cárcel! No digo que por culpa mía, pues para mí habría sido una idea insoportable pensarlo, sino por tu propia culpa, por tus propias faltas, por haber confiado en amigos indignos de serlo, por deslizarte en el lodo de la sensualidad, por un abuso de confianza, por un amor mal colocado, o por ninguno de todos estos motivos, ¿crees, por ventura, que habría yo permitido que te sumieses en las tinieblas y la soledad, sin tentar ayudarte o soportar la carga de tu ignominia?
¿Crees que yo, en caso semejante, no te hubiera hecho saber que, si sufrías, compartía yo tu sufrimiento; que si llorabas, estaban también mis ojos llenos de lágrimas? ¿Y crees que al encontrarte tú, encerrado, en la mansión del castigo, menospreciado por los hombres, no hubiera yo construido una casa con mi dolor, una casa en la cual hubiera morado hasta tu regreso, un arca en el cual lo que te negaban los hombres, para curarte se hubiese conservado y en riqueza hubiese crecido?
Si la necesidad amarga o la prudencia, más amarga para mí aún, me hubiesen impedido estar a tu vera y despojado de la alegría de tu presencia, tan sólo percibida a través de los férreos barrotes y a la luz de la vergüenza, constantemente siempre, te hubiera escrito, esperando ansioso que una sola frase, una sola palabra, una sola sílaba, hubieran llegado hasta ti como un eco del amor. Y aun cuando te hubieras negado a recibir mis cartas, yo habría seguido escribiéndote, para que supieses siempre que mis cartas te estaban aguardando.
Conmigo han obrado muchos de esa suerte. Seres hay que me escriben cada tres meses o tienen la intención de escribirme. Quedan detenidas sus cartas y comunicaciones. A mis manos han de llegar cuando salga yo de esta cárcel infame. Sé que están ahí sus cartas; conozco los nombres de las personas que las han escrito; me consta que estén pletóricas de compasión, de cariño y de bondad. Me basta con esto. No he menester de enterarme de más. Horrible ha sido para mí tu silencio. Ha durado no solamente semanas y meses, sino años; años que deben contar hasta para los que, como tú, viven deprisa en la dicha, y apenas consiguen alcanzar los pies dorados de los días que transcurren bailando ante ellos, y pierden el aliento en su carrera tras la satisfacción.
No admite disculpas tu silencio; es algo que nada podría cambiar. Me constaba ya que tenías los pies de barro. ¿Quién mejor que yo podía saberlo? Cuando dije en mis aforismos que únicamente los pies de barro conceden valor al oro de la estatua, en ti estaba pensando. Pero no creaste estatua alguna de oro con pies de barro. Ante mí has ido modelando tu imagen toda con el vil polvo del camino, hollado por las patas del ganado. De manera que, por mucho que desease íntimamente otra cosa, no sería posible que sintiese por ti más que desdén y menosprecio. Y ese imperio de los restantes motivos, tu indiferencia, tu prudencia, tu ausencia de sensibilidad, tu manía previsora, llámalos como te plazca, fue para mí doblemente amargo, a causa de las circunstancias especiales que en mi caso ocurrieron, o que mi caso acarreó.
Otros desdichados seres humanos dignos de compasión, cuando son sumidos en prisión y se les despoja de la belleza del universo, están seguros, por lo menos, de verse en cierto modo libres de las perfidias más agudas y de las flechas más emponzoñadas del mundo. Pueden esconderse en la lobreguez de su celda, y con su vergüenza edificar una especie de santuario inviolable. Prosigue el mundo su marcha, y pueden padecer sin que nadie los moleste. Uno tras otro, los dolores acudieron a preguntar por mí a las puertas de la cárcel, y se abrieron las mismas de par en par para dejarlos entrar. Apenas si se les permitió a mis amigos visitarme, e incluso no pudieron hacerlo. Pero mis enemigos siempre encontraron la senda franca hasta mi persona. He sido entregado en dos oportunidades, en circunstancias terriblemente degradantes, a las miradas y a las burlas de la chusma. Cuando tuve que aparecer en público ante el Tribunal de Quiebras, y dos veces más aún, al ser públicamente llevado de una mazmorra a otra.
Me trajo su mensaje el mensajero de la Muerte y se marchó, y yo, solo en absoluto, apartado de todo lo que podía haberme aportado un consuelo, de todo lo que podía haber amortiguado mi padecimiento, tuve que aguantar la pena irresistible de la miseria, y los remordimientos que me causaba, y me sigue causando aún, el recuerdo querido de mi madre.
Y cuando apenas ha podido el tiempo cicatrizar estas heridas, pues curarlas no era posible, me envía mi esposa, por intermedio de su letrado, muy duras y muy amargas cartas. Se me amenaza con el fantasma de la pobreza, y se me echa al propio tiempo la pobreza en cara. Puedo aguantar todo esto aún, y hasta habituarme a cosas peores. Pero me arrebata la ley a mis dos hijos, y esto me causará siempre un dolor infinito, una pena infinita, una infinita aflicción. Que pueda disponer la ley, y es posible hacer que lo disponga, que no tengo ya derecho a estar con mis propios hijos, es esto para mí en verdad atroz. Ya nada significa la vergüenza de verme en un calabozo, comparado con ello. Envidio a los demás hombres que conmigo se pasean por el patio de la cárcel. Con toda seguridad les aguardan sus hijos, y con ellos se mostrarán buenos y afectuosos.
Más sensatos, más caritativos, más buenos y más sensibles que nosotros, son los pobres. Para ellos, la cárcel constituye una tragedia en la vida de un ser humano, un infortunio, una consecuencia del azar, algo que provoca las simpatías de los demás. Simplemente dicen del que se encuentra en la cárcel, que es un desdichado. Es ésta su manera de hablar y encierra esta expresión la sabiduría más cabal del amor. Ya es distinta la cosa para las personas de nuestra categoría. La cárcel, entre nosotros, hace un paria del ser humano. Apenas si tenemos derecho, yo y mis iguales, al aire y al sol. Empaña la alegría de los demás nuestra presencia. Somos unos intrusos cuando volvemos a hacernos presentes. No nos dejan, siquiera, disfrutar de la claridad de la luna. Nos Arrebatan a nuestros hijos. Quebrados quedan esos adorables lazos que a la humanidad nos unen. Nos vemos condenados a estar solos, en vida de nuestros hijos. Se nos niega todo lo que sería susceptible de curarnos y conservarnos, todo lo que podría aportar algún bálsamo al destrozado corazón, y calma al alma dolorida.
Y a todo esto es preciso agregar la crueldad con que tú, por tu proceder y tu silencio, por lo que hiciste y dejaste de hacer uno y todos los días de mi largo cautiverio, me hiciste aún más difícil poder resistir. Alteraba tu conducta hasta el gusto del pan, y mi agua tornaba turbia. Has duplicado el padecimiento que te correspondía compartir; trocaste en un tormento verdadero el dolor que era de tu obligación haber intentado aliviar. No quiero suponer que lo hayas hecho con intención. Sé, incluso, que no lo has hecho con intención. Obedeció aquello, tan sólo, a la única y realmente trágica flaqueza de tu ser: tu absoluta ausencia de imaginación.
Y es el resultado de todo esto, ¡oh irrisión!, que tengo aún que perdonarte. Sí, tal como lo oyes, tengo que perdonarte. No escribo esta carta para volcar acíbar en tu corazón, sino para arrojarla en el mío. He de perdonarte por mí mismo. No es posible que conserve eternamente en el corazón una sierpe que de uno mismo se nutre, y levantarme todas las noches para sembrar espinas en el jardín del alma. Como me ayudes un poco, no ha de serme muy difícil concederte mi perdón. Siempre otrora, te perdoné de buen grado, hicieses lo que me hicieses. Esto no te reportó beneficio alguno, por aquel entonces. Únicamente puede conceder el perdón de los pecados, aquél cuya vida se halla libre de manchas en absoluto. Pero estoy ahora hundido en la degradación y la vergüenza, y muy diferente es la cosa. Mucho más ha de significar ahora mi perdón, para ti. Así has de comprenderlo algún día. Suceda esto tarde o temprano, o nunca, se me aparece mi senda, empero, nítidamente definida. No puedo dejarte marchar, a través de la existencia, con el corazón abrumado por la carga de haber aniquilado a un hombre como yo. Podría hacerte enmudecer esta idea de indiferencia, o enfermar de tristeza; tengo necesidad de aliviarte de esa carga, y echarla sobre mis hombros. Necesito afirmarme que ni tú, ni tu progenitor, ni siquiera aunque se multiplicasen ambos por mil, podían haber perdido a un hombre de mi fuste. Que yo mismo he sido quien se destruyó. Que nadie, por grande o chico que sea, puede perderse como no sea por sus propias manos. Sí, estoy dispuesto a afirmarlo. Esto es lo que pretendo decir, aun cuando por ahora no se me quiera creer. Si ha brotado despiadadamente de mí alguna queja, piensa que es una queja que elevo contra mí mismo, despiadadamente. Por espantoso que haya sido lo que yo mismo me hice. Era yo una encarnación del arte y de la cultura de mi tiempo. Esto ya lo había reconocido en los albores de mi adolescencia, y obligado más tarde a mis contemporáneos a reconocerlo. Pocos son los hombres a quienes el destino indica para ocupar durante su vida una posición semejante, y a pocos se la ratifica. Por lo general, son el historiador y el crítico, quienes, largo tiempo más tarde, efectúan esta ratificación, si llegan a efectuarla alguna vez, cuando tanto el hombre como su época ya han desaparecido. Muy distinto fue conmigo. Personalmente sentí la altura de mi posición, y personalmente se la hice sentir a los demás. Fue también Byron una encarnación, pero reflejaba la pasión, y la fatiga de la pasión de su época. Representaba yo algo más noble, más perenne, algo que poseía una importancia más vital y un significado más dilatado.
Me habían concedido los dioses casi todos sus dones: era amo del genio, poseía un nombre ilustre, tenía una alta posición social, y fama, y esplendor y audacia intelectual. Una filosofía he hecho del arte, y un arte de la filosofía. He enseñado a los hombres a pensar de otra manera, y he concedido otra tonalidad a las cosas. Asombraba a las gentes todo cuanto yo decía o hacía. Me adueñé del drama, la más objetiva forma que del arte se conoce, y lo troqué en un medio de expresión tan personal como un soneto o una poesía lírica, y ensanché al propio tiempo su campo de acción y lo enriquecí en su psicología. Novela, drama, prosa poética y poesía en verso, diálogo espiritual o fantástico, todo lo que yo toqué quedó revestido con una nueva belleza. Y hasta a la verdad le impuse el artificio y le concedí su carácter natural, y de ambos hice su imperio legitimo. Y demostré que la verdad y el artificio son, tan sólo, unos aspectos intelectuales.
El arte, para mí, fue una realidad superior, y una forma de la ficción la vida, desperté de mi siglo la imaginación, haciendo que me envolviera en mitos y leyendas. En una sola frase resumí todos los sistemas filosóficos, y en un epigrama la existencia toda. Y muchas otras cosas tenía, además. Pero, me dejé arrastrar a períodos muy largos de un bienestar sensual y vacuo. Me divertí siendo un ocioso, un dandy, un arbiter elegantiarum. Me rodeé de caracteres menguados y de mezquinos espíritus. Mi propio genio derroché, y hallé una especial alegría en arruinar una juventud que habría tenido que ser eterna. Harto de pasearme por las cumbres, descendí desde los caminos de libertad a los abismos, y en ellos me precipité, explorador de nuevas sensaciones. Lo que era para mí la paradoja en el universo del pensamiento, la perversidad lo fue en el de la pasión. Y finalmente, se trocó el deseo en dolencia o en demencia, o en las dos cosas al mismo tiempo. Dejé de preocuparme por la vida de los otros, y disfruté donde se me ocurrió, y seguí adelante.
Eché en olvido que la más íntima de las diarias acciones conforma o aniquila el carácter, y que, por consiguiente, habremos algún día de gritar desde el tejado, lo practicado en el secreto de la alcoba. Perdí el propio dominio. Sin advertirlo, cesé de ser el piloto de mi alma. Me dejé, en cambio, dominar por el placer, y a esta tremenda vergüenza he venido a parar. Sólo me queda ahora una cosa: la perfecta humildad.