CAPÍTULO VEINTE

Cox se puso al teléfono. Parecía cansado.

—Millie Harrison y su compañera de piso han vuelto a su apartamento.

—¿Qué?

—Están libres. En casa. A salvo. Un juez federal de Wichita expidió una orden de arresto contra mí, algunos de mis hombres y el jefe de la agencia por secuestro. Podríamos habernos defendido, pero… les dije a mis superiores que lo dejasen estar.

—Esto… ¿por cuánto tiempo? ¿Cuándo las va a volver a atrapar?

Se quedó callado unos instantes, y luego respondió:

—No lo sé. No sé quién más conoce tu identidad y tu relación con Millie.

—Bueno, ¡está claro que no ayudó mucho al respecto!

Se aclaró la voz.

—No. Supongo que no. Pero la hemos liberado. Piensa en ello. Un acto de buena voluntad, no como cuando me liberaste a mí.

Me quedé mirando el teléfono.

—Pensaré en ello.

—Tienes nuestro número —y colgó.

* * *

Llamé desde una cabina, dudando aún de si podía fiarme de Cox.

—¿Diga? —Millie respondió de inmediato, con ansiedad en la voz.

—¿Algún malo por ahí? —mi tono era desenfadado. Tenía los ojos llorosos y un nudo en la garganta.

—¡Oh, Davy! Oh, Dios, ¿estás bien? ¿Te han herido?

—¿Estás sola?

—¡Sí! Será mejor que esos cabrones no se me acerquen, o si no Mark les va a meter…

Salté a su habitación y ella dejó el teléfono. La cama estaba deshecha y había cajas medio llenas por todo el suelo. Luego no me di cuenta de nada más que de la presión de su cuerpo contra el mío, el olor de su pelo y el sabor de sus lágrimas en las mejillas.

Cuando aflojamos los brazos lo suficiente como para echarnos un vistazo, me dijo:

—No has estado comiendo.

Reí.

—Bueno, no mucho —miré a mi alrededor—. ¿Qué es esto de las cajas?

—Sherry se muda. No quiere saber nada de mí nunca más. Dice que salgo con gente «cuestionable». Y yo no puedo permitirme estar aquí sola.

—Vaya amiga.

Se encogió de hombros.

—Nunca llegó a serlo. Y estuvo encerrada en una habitación durante una semana solo porque vivía conmigo.

—¿Te hicieron daño?

—No. Nos trataron con guante blanco, pero nos tuvieron incomunicadas. Ni siquiera nos hicieron preguntas después del primer día.

Me puse a pensar. Aquello debió ser cuando empecé a saltar con agentes a Europa, África y Oriente Medio.

—Entonces, ¿qué vas a hacer? ¿Buscarte un apartamento más pequeño?

Se encogió de hombros.

—Bueno, si no tengo una oferta mejor… y deja de reírte así.

La besé.

—Al menos espero no tener que preocuparme de que la pasma pueda entrar en cualquier momento. Si hay algo que deba decirse de tu casa, es privado.

—Y el alquiler está bien.

Se encogió de hombros.

—Pero tendrás que hacerme algún camino para que pueda salir de allí en caso de emergencia. Y quiero un lavabo de verdad. Deja de sonreír como un idiota y ayúdame a empaquetarlo todo.

* * *

Millie miró hacia abajo, al foso. Matar estaba sentado junto a los restos humeantes del fuego. Me di cuenta de que había quemado la silla cuando se acabó la leña. Estaba intentando afilar uno de los tornillos de metal de la silla con un trozo de piedras, pero el acero templado estaba haciendo una muesca en la piedra.

Millie susurró:

—¿Qué vas a hacer con él?

—Bueno, podría volver a dejarle caer del World Trade Center, solo que esta vez… —bajé el puño con rapidez hasta la cintura y abrí la mano de golpe—. Plas. O podría dejarle caer como la última vez, cogiéndolo en el último momento, una y otra vez, hasta que pierda el miedo. Luego podría dejar que se estampe.

Millie puso mala cara.

—Si vas a matarle, hazlo. No juegues con él como si fuese un ratón.

—¿Crees que debería matarle?

Apartó la mirada hacia el horizonte y suspiró.

—No es decisión mía. Él no mató a mi madre, ¿no?

Asentí.

—Pero te afectaría en tus sentimientos hacia mí, ¿verdad?

Asintió lentamente, mirándome otra vez con solemnidad.

—Pensaba en dejarle ahí en el foso, poniéndole comida para varios años y echándole un vistazo cada dos meses. Así no mataría a nadie más.

—Es una locura. Te estarías obligando a cuidar de él para siempre.

—Bueno, sí. Además, alguien acabaría llegando hasta él o excavaría escalones para salir de aquí.

Asintió.

—Entrégaselo a la NSA.

—¿A la justicia americana? Llevaba una máscara cuando mató a una ciudadana americana. Dudo que fuese condenado. Cuando mató a la sirvienta, estaba en aguas egipcias a bordo de un barco griego. Oh, Dios mío… me he olvidado de la sirvienta. Su cuerpo está en Baltimore y no tienen ni idea de quién es.

—Y su familia…

Asentí. Sabía perfectamente cómo debían de sentirse.

* * *

Quedé con Cox en el depósito de cadáveres del Baltimore Hospital, pero tuve cuidado. Llegó solo, con el papeleo.

La pusieron, a María Kalikos, en una bolsa para transportar cadáveres. Los medios de comunicación hicieron público su nombre y hablaron bastante de su desaparición. María Kalikos; quería recordarlo. No quería olvidarlo. Cox firmó los papeles y distrajo al empleado mientras yo saltaba con el cuerpo hasta el aeropuerto de Atenas, a la pista, y lo colocaba en un camión de equipaje vacío. Luego volví y salté con Cox al mismo sitio.

El sol estaba bajando. Era el final de la tarde allí y el principio de la mañana en Baltimore.

Miró a su reloj.

—Diez minutos —sacó un cuchillo y empezó a cortar la etiqueta que había en la bolsa que ponía MORGUE DE BALTIMORE.

—No hay problema —le dije.

Salté al aeropuerto de Heathrow.

Corseau estaba esperando junto al mostrador de Nueva Caledonia. Llevaba una cámara y una grabadora. Doblamos la esquina y salté con él a Atenas.

—Brian Cox de la Agencia de Seguridad Nacional. Jean-Paul Corseau de la agencia de noticias Reuters. El señor Cox será el «agente anónimo de la inteligencia americana».

Corseau ponía cara de haber probado algo malo, pero era parte del trato: exclusiva pero cobertura limitada del encuentro. A Cox aún le hacía menos gracia, pero era una de mis condiciones.

—De acuerdo —respondió Corseau.

—Ahora vuelvo.

Salté al foso. Matar estaba preparado. Le había esposado antes, de pies y manos, y lo había dejado en una silla. Como de costumbre, se echó atrás cuando aparecí.

Sonreí y consideré hacerle caer una vez más por el World Trade Center. No; a Millie no le habría gustado.

—¿Cuál era el nombre de mi madre?

Se mordió el labio.

—Mary Niles.

—Bien —dije, en tono agradable—. ¿Y el de la sirvienta del Argos?

—María Kalikos.

No le había hecho caer más veces, pero le había amenazado con ello si olvidaba aquellos nombres. Cuando eres responsable de la muerte de alguien, deberías recordar su nombre.

Gritó cuando apareció en la pista, pero se calló al darse cuenta de que estaba en tierra firme, no cayendo. Le empujé contra el camión de equipaje y se sentó junto a la bolsa del cadáver.

Cox me entregó un trozo de papel y algunas monedas griegas.

—Llama a ese número y diles en qué puerta estamos. Mantente alejado hasta que se hayan ido; ya es bastante malo que sepamos quién eres.

Empezaba a gustarme Cox. No me fiaba de él ni un pelo, pero empezaba a caerme bien.

Me volví hacia Matar.

—Recuerda. Si escapas, te encontraré. Si no te condenan, te encontraré. Si vuelves a matar, te encontraré. Y te aseguro que no querrás que eso ocurra.

Evitó mirarme, pero palideció.

Millie estaba esperándome en la terminal, con mis prismáticos colgados del cuello. La había dejado allí antes de saltar con los demás. Quería ver el encuentro.

Una voz en el otro lado de la línea dijo:

—Metaxos.

Yo respondí:

—Puerta 27.

Con un inglés muy marcado, el hombre, Metaxos, dijo:

—Lo envío enseguida —y colgó.

Cinco minutos después, dos coches camuflados y una ambulancia llegaron al otro extremo del edificio de la terminal. Millie me dio los prismáticos. Salieron cuatro hombres de cada coche. Compararon la cara de Matar con una foto y lo metieron en la parte de atrás de uno de los coches, con un hombre a cada lado. Corseau hizo fotos, mientras Cox se ponía con cuidado detrás de él.

Luego abrieron la bolsa con el cadáver y la cara de María Kalikos fue comparada con otra fotografía. Los encargados de la ambulancia cerraron la bolsa, la pusieron en una camilla y metieron la camilla en una ambulancia.

María Kalikos, me dije a mí mismo. Quería recordarlo.

Cox le dio la mano a uno de los griegos y los tres vehículos se marcharon.

—¿Quieres que te lleve a casa a ti primero?

Millie cogió los prismáticos.

—Esperaré. Llévales a ellos primero.

La besé y salté de vuelta a la pista.

—¿Ya está? —pregunté a Cox.

—Ya está.

Corseau negó con la cabeza.

—No es suficiente. Quiero una entrevista.

—Lo siento. Esto es lo máximo que me puedo permitir sin ponerme en peligro. Mírelo por el lado bueno: puedo serle muy útil cuando necesite llegar a algún lugar enseguida.

—Está bien —dijo, a regañadientes—. No voy a forzar la situación. Pero ¿y si decide hacerse público?

—Claro —respondí—. No hay más que hablar. Seré todo suyo.

Salté con él de vuelta a Heathrow.

—¿Listo? —pregunté a Cox, al volver.

—Aún necesitamos una manera mejor de contactar contigo —parecía cansado, como si dijese aquello porque se lo habían ordenado.

Sacudí la cabeza.

—Prometí que miraría los clasificados del New York Times. Eso es lo máximo que puedo prometer. Si veo el mensaje, llamaré. Si puedo ayudarle con el transporte rápido, lo pensaré. Pero no soy un espía. Ni un agente.

—Entonces, ¿qué harás? ¿Solo secuestros aéreos? Al final, te cogerán. Puede que incluso simulen un secuestro solo para eso.

Negué con la cabeza.

—No lo sé. Puede que me ponga a trabajar con los bomberos. Puede que empiece con la lista de presos de conciencia de Amnistía Internacional. Puede que me coja unas vacaciones.

—¿Estás seguro de que no quieres que vigilemos a Millie?

Sacudí la cabeza con violencia.

—Usted ya sabe que es más probable que atraigan la atención hacia ella en lugar de protegerla. Yo la vigilaré. Ustedes quédense lejos.

Salté con él hasta D.C. e incluso le estreché la mano antes de irme.

* * *

Salté con Millie de vuelta al foso. Era media mañana en Texas y el sol entraba de lado, sin tocar el agua en el fondo del foso.

—¿Por qué hemos venido aquí? —preguntó.

Alcé los brazos.

—Todo ha terminado, pero ¡no siento que haya terminado! Mi padre me dijo que lo sentía, pero eso no cambia nada. Matar está en manos de las autoridades, pero… me siento mal.

Me miró.

—¿Tu padre reconoció el daño que os hizo?

Fruncí el ceño.

—Bueno, dijo que lo sentía, que nunca pretendió hacernos daño.

Cerró los ojos.

—Eso no es reconocerlo… es «no seas malo conmigo».

Cogí una piedra ahumada y la tiré al agua. Cayó junto al barranco, salpicando en la pared de roca.

—Davy, puede que nunca consigas que lo reconozca. Puede que nunca sea capaz de hacerlo.

Tiré otra piedra, más grande, levantándola de la arena. Solo llegó a medio camino. Empecé a coger una piedra más grande, y me detuve.

—¡Lo he intentado con todas mis fuerzas!

Ella se me quedó mirando, con la boca medio abierta y los ojos radiantes.

—¿Es eso a lo que te referías? ¿A que no podía escapar de mí mismo?

Asintió.

—Duele. Duele mucho.

—Lo sé.

Me acerqué a ella y la abracé, dejé que me sostuviese, que apretase mi cuerpo contra el suyo, que me acariciase la espalda. Me sentí triste, casi infinitamente triste. Finalmente me aparté y dije:

—Hablaré con alguien… si me ayudas a encontrar a un buen terapeuta.

—Oh, claro.

Me atreví a esbozar una sonrisa. No parecía tan imposible, solo muy, muy difícil.

Me fui de un salto y volví casi de inmediato.

—¿Qué es eso?

—Es un lei —respondí—. Un lei hawaiano hecho de orquídeas —se lo puse alrededor del cuello—. Es parte de la costumbre —añadí, besándola.

Sonrió.

—Parece fuera de lugar, en un foso de Texas.

La cogí en brazos.

—Bueno, pues vamos a donde quede bien. Agárrate.

—Lista —dijo.

Y saltamos.