CAPÍTULO DIECINUEVE

—La próxima vez me deja coger una maleta y así me puedo quedar más días.

Perston-Smythe parecía solo ligeramente molesto, casi filosófico al respecto. Por curiosidad, le pregunté:

—¿Cómo salió de Turquía?

—Me sacaron con un reactor del ejército americano… sin control de pasaporte —su voz se volvió un poco más grave—. ¿Qué ha hecho con Cox?

Me di la vuelta e inspeccioné las cercanías de la cabina de teléfono.

—Cox está bien. Entréguenme a Millie Harrison.

—¿Qué le hace pensar que la tiene la NSA?

—¡No tengo tiempo para gilipolleces! Cox admitió que la tenía. Dígale al jefe de Cox que si no la sueltan, seguiré ofreciendo pequeños viajes a todo empleado de la NSA al que pueda ponerle las manos encima. Algo caro. Y si eso no funciona, empezará con el personal de la presidencia.

—Pero…

Colgué el teléfono y salté al precipicio sobre el foso de Texas.

Sentados en la orilla del islote, Matar y Cox estaban frente a frente, separados por unos metros. Matar iba en ropa interior, mientras sus pantalones y camisa estaban tendidos en los mesquites para que se secasen. Cox, aún desnudo, estaba sentado en el borde del saco de dormir y se había puesto el resto por encima. Llevaba la pistola de Matar y dos de sus granadas. Matar tenía un labio partido y un ojo morado.

Aparecí directamente detrás de Cox y apreté el frío y duro extremo de mi barra de acero contra su cuello. La posición era como la de los dos terroristas del Argos con los rehenes sentados delante. Cox se tensó y le dije:

—Deme el arma.

Le dio la vuelta y le pasó por encima del hombro. Me la puse en el bolsillo del abrigo.

—Ahora las granadas —cuando ambas estuvieron en el otro bolsillo del abrigo salté, hasta la vivienda del precipicio, y añadí la pistola y las bombas al creciente arsenal que había sobre la mesa.

Por un momento me quedé mirando lo que tenía: la pistola de plástico del terrorista vasco, la pistola tranquilizante de Cox, y las casi omnipresentes automáticas de nueve milímetros de los demás.

Cogí una nueve milímetros con la mano derecha y una de las granadas con la izquierda. Pequeña explosión y gran explosión. La muchacha de servicio del Argos murió por una bala de nueve milímetros que le atravesó la aorta y las válvulas semilunares del corazón. La granada me recordó a la muerte de mamá, pero por alguna razón, aún me recordó más a la bomba humana. Supongo que los dos días recogiendo su cuerpo me habían dejado huella.

¿Por qué hace la gente esas cosas?

Me estremecí y dejé las armas en la mesa.

* * *

—Nuestra política no es negociar con terroristas.

Me quedé mirando al teléfono, con los ojos como platos. Estaba sin habla y muy, muy enfadado.

—¿Sigue ahí? —la voz pertenecía a un oficial de la NSA no identificado. Perston-Smythe me lo presentó como uno de los supervisores de Cox.

—¿Qué cojones quiere decir con eso?

—Que la política de este gobierno no es negociar con terroristas.

—¿Me está diciendo que me consideran a mí un terrorista?

Parecía casi remilgado.

—Por supuesto. Tiene a un rehén.

—Los terroristas —dije, apretando los dientes— atacan a los inocentes para conseguir sus objetivos. Si lo que me quiere decir es que considera a Cox una persona inocente, entonces esta conversación se ha acabado.

—Los terroristas son…

—Oh, ¡a la mierda! ¿Quiere una acción terrorista para que pueda considerarme un terrorista? No pueden evitar de ningún modo que me acerque a sus arsenales nucleares. ¿Dónde quieren que suelte la primera bomba? ¿En el Pentágono? ¿En la Casa Blanca? ¿En el Capitolio? ¿Qué le parece Moscú o Kiev? ¿No sería eso interesante? ¿Cree que responderían?

Su voz sonó mucho menos remilgada.

—Usted no haría eso.

—Bueno, en realidad, no lo haría. ¡PORQUE NO SOY UN TERRORISTA! —colgué el teléfono de golpe y salté.

* * *

Matar tenía una roca en la mano cuando salté de vuelta. Estaba agachado sobre una zona de la orilla cubierta de hierba, observando a Cox con detenimiento. Cox estaba sentado en su saco de dormir a unos pocos metros, aparentemente haciendo caso omiso de Matar, pero no le daba la espalda.

—Comida.

Cuando aparecí, Matar se echó atrás. Cox bostezó ostensiblemente pero pareció interesado cuando vio el cubo de pollo. Lo dejé en el suelo y caminé hacia el centro de la isla, lejos de los dos. Cox se acercó al pollo, apiló varios trozos en la tapa del envase y se retiró a su saco de dormir. Entonces apareció Matar, examinó el cubo, y se lo llevó a su zona verde.

Volvió la cara hacia mí y dijo:

—La receta original del Coronel es mejor.

Me quedé sorprendido. Su inglés era coloquial, con acento americano. Me inquietaba porque le hacía más humano y destruía la imagen que había tenido en la cabeza hasta entonces. El monstruo que había matado a mi madre no podía hablar como un humano. Recordé la charla de Perston-Smythe sobre ideas preconcebidas y prejuicios. Joder, Davy, ¿es que solo son humanos los americanos?

Cox se acabó su segundo trozo de pollo.

—¿Cuánto tiempo vas a retenerme aquí?

Su pregunta me recordó a los comentarios de su jefe y volví a ponerme furioso.

—Tanto como sea necesario. Si se digna a decirme dónde tienen a la señorita Harrison, podría acelerar las cosas.

Se encogió de hombros.

—A decir verdad, no tengo ni idea. En algún lugar seguro. Ni siquiera sé el número de teléfono; mi secretaria me ponía con ellos cuando necesitaba decirles algo.

Me lo quedé mirando, perplejo. Me pregunté si me estaba diciendo la verdad.

—¿Cómo tiene la cabeza?

Torció el gesto.

—Está bien. Aunque un poco de café no iría mal.

Miré a Matar. Estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la hierba. Su cara alargada hacía que sus ojos pareciesen más grandes de lo que eran. Volví a mirar a Cox.

—¿Sabe por qué está aquí?

Cox negó con la cabeza.

—No quiere hablarme. Cuando salió del agua tuvimos una discusión acerca de las armas.

Matar miró a Cox y escupió en el suelo.

—¿Quiere café? —le pregunté.

Después de unos instantes, Matar asintió lentamente.

—Con leche y azúcar.

Arqueé las cejas al mirar a Cox y él dijo:

—Solo, por favor.

Creo que la expresión «gracias» fue automática. Me volví hacia Matar y dije:

—Mi madre era Mary Niles.

Matar frunció el ceño, como si el nombre le sonase pero no pudiese situarlo.

—Usted la mató en Chipre. La hizo volar en pedazos sobre la pista con una bomba detonada por control remoto. —Y ni siquiera recuerdas su nombre.

Salté a una tienda en Nueva York y compré dos cafés largos en dos vasos de poliestireno. No había más clientes y pagué con las manos temblorosas, salí y salté de vuelta al foso en menos de dos minutos.

Una vez más, Matar se estremeció cuando aparecí. Su expresión había cambiado: sus ojos estaban un poco más abiertos y la boca también.

Salté y aparecí justo delante de él. Cayó de espaldas y empezó a apartarse de mí como pudo. Le dejé el café en el suelo y salté junto a Cox, con el brazo extendido.

Cox dio un respingo, pero lo disimuló bien. Salté a la vivienda del precipicio, cogí una silla y salté de vuelta a la isla, a seis metros de ambos. Me senté, con una pierna sobre la otra, y me los quedé mirando.

Matar se acercó al café lentamente y lo cogió con cuidado, como si pudiese morderle. Movió la cucharilla y lo olió.

—No está envenenado —le dije.

—¿Qué eres? Haces aparecer las cosas de la nada.

—Puede que sea un afrit, un genio. Puede que sea un ángel.

Cox observaba la conversación con interés.

—Puede que seas Shaitan —contestó Matar.

Arqueé las cejas y Cox atentamente dijo:

—Satán.

Esbocé una media sonrisa. La sangre le caía a Matar por la cara.

—Puede —comenté—. Bienvenido al infierno.

* * *

—¿Están dispuestos a liberar a Millie Harrison?

—No negociamos con terroristas.

—No soy un terrorista —le respondí, cansado—. Además, eso es una gilipollez. Los EE.UU. siempre han negociado con terroristas, se diga lo que se diga. ¿Quién cree que vendió armas a Irán?

—Libere a Brian Cox. Pensaremos en ello.

—Millie Harrison fue apresada ilegalmente. Brian Cox la secuestró. ¿Quién es el terrorista? ¿Quién está atacando a los inocentes? Libérenla y les devolveré a Cox.

Colgué.

* * *

Bajé leña hasta el foso, cerillas y papel de periódico. La madera era maleza del desierto, seca como el pergamino, y ardió intensamente. Matar y Cox se acercaron al fuego. Al ponerse el sol, hacía frío en el foso. Cogí la silla y me senté, y nos quedamos los tres formando un triángulo equilátero. Las chispas hacían que subiese el humo, en el aire tranquilo, para difuminarse entre los fríos puntos de las estrellas.

—¿De dónde eres realmente? —preguntó Cox.

—De Stanville, Ohio, Estados Unidos de América, Norteamérica, La Tierra, Sistema Solar, Vía Láctea —añadí aquello último para dejar que le diese a la cabeza. ¿Hay más como yo, Cox?

Frunció el ceño y se me quedó mirando. Me encogí de hombros y volví a mirar a Matar, encorvado junto al fuego, que nos observaba a Cox y a mí.

Finalmente le pregunté:

—¿Por qué? ¿Por qué la mató?

Matar se irguió.

—¿Por qué? ¿Por qué tu gobierno apoya el fascismo israelí en el Líbano? ¿Por qué tu país derrocó el gobierno democrático de Irán para volver a poner al Shah en el poder? ¿Por qué vuestras compañías petroleras roban a nuestros países su riqueza y su poder? ¿Por qué Occidente profana nuestra religión, escupe sobre nuestras creencias y lugares sagrados?

Se me hizo un nudo en el estómago.

—¿Y mi madre hizo alguna de esas cosas? Sé por qué está furioso con mi gobierno. ¿Por qué no les ataca a ellos en lugar de a mujeres y niños inocentes? ¿Es honorable? ¿Es eso algo que Mahoma hubiese querido?

Escupió en el fuego.

—¡No sabes nada del honor! Tu gobierno no tiene honor. Sois impíos siervos de Satán. Tu madre murió por una causa justa. Ella no fue una víctima, sino una mártir. Deberías estar orgulloso.

Le golpeé en la cara, acercándome de un salto y dándole un puñetazo desde una posición baja. Mi mano rebotó en su pómulo y cayó hacia atrás. Sentí un dolor agudo en los nudillos, y volví saltar para evitar que su pie me diese una patada. Se levantó como pudo y yo aparté el brazo y salté, apareciendo detrás de él. Le golpeé en la parte baja de la espalda, en los riñones. Se dio la vuelta de golpe, apoyándose en el costado. Agitó su mano izquierda hacia mí y volví a saltar, golpeándole en la cara con la mano abierta, tan fuerte como pude. Luego volví a hacerlo desde otro ángulo, y se le fue la cabeza hacia atrás. Se tapó la cara con ambas manos y le di una patada en la entrepierna.

Cayó al suelo y seguí dándole patadas una y otra vez. Se apartó hecho un ovillo, cubriéndose la cabeza, intentando taparse el pecho con los codos, protegiéndose la entrepierna con las rodillas.

—¡Deberías estar orgulloso! —le grité—. Eres un mártir de la causa —le perseguí, sin molestarme en saltar, dándole patadas a cada paso que daba, hasta que cayó en el agua helada de la orilla.

Oh, Dios. ¿Qué estoy haciendo? Soy peor que papá.

Estaba sollozando, las lágrimas me caían por la cara y los brazos me temblaban. Cox estaba de pie junto al fuego, boquiabierto, mirando. Me fui de un salto a la vivienda del precipicio, fuera de su vista, escondiendo mi vergüenza.

Tapado con unas mantas que olían ligeramente a Millie, me acurruqué en la cama. La cara de papá seguía apareciendo, deformada por la ira. De repente, me senté en la cama, y una idea se me clavó en el corazón resonando con perfecta verdad.

Los hombres del foso eran responsables de llevarse a las mujeres que amaba. Cox se llevó a Millie. Matar se llevó a mamá. Pero, entonces, también papá…

Su casa estaba aún vacía, cerrada con llave. Ni siquiera estaba la NSA. Quizá lo estaban haciendo todo a distancia, temerosos de que saltase con más agentes hasta el Oriente Próximo. Salté hasta la acera del centro del pueblo y le encontré al final de la barra del Gil’s. A través de la ventana, vi que tenía un vaso con un líquido ámbar frente a él y se lo estaba mirando como si fuese una serpiente, con ambas manos a cada lado, sobre la barra. Hubo un momento en el que empezó a cogerlo, pero apartó la mano como si estuviese ardiendo.

No bebió del vaso hasta que me vio entrando por la puerta; entonces se le pusieron los ojos como platos y se lo bebió de un trago, como si se lo fuese a quitar.

—¿Qué estás haciendo aquí? —su voz era de enfado y miedo a la vez. Se apartó de mí en el taburete, aunque yo me había parado a medio camino del estrecho local.

Me dolieron las manos cuando las doblé en los bolsillos del abrigo. Los nudillos de la mano derecha me latían con fuerza y pensé que se me estaban hinchando. El dolor me recordó la cara de Matar mientras le golpeaba una y otra vez. Quería hacer lo mismo con aquel hombre.

—¿Qué quieres? —aquella vez predominaba el miedo; la desesperación le quebraba la voz. Hablaba más fuerte que antes, y el barman miró hacia él.

Salté, lo agarré por detrás y lo solté para que cayese sobre la arena del foso, a pocos centímetros del fuego. Se apartó de él como pudo y se levantó.

Matar estaba en el otro lado del fuego, temblando. Levantó las manos de repente, para protegerse. Su ropa mojada estaba humeando. Cox estaba un poco más lejos, envuelto en su saco de dormir y sentado en la silla que había dejado.

Papá miró a un lado y a otro, desconcertado. Ni enfadado, ni asustado, sino desconcertado. Aquello me enfureció aún más.

Salté y le solté un gancho con los nudillos doloridos que le cerró la boca de golpe. Cayó hacia atrás y salté de nuevo junto al fuego, llevándome la mano dolorida al pecho. Matar se apartó de inmediato de la lumbre.

—¿Después me toca a mí?

—¿Eh?

Cox se sentó en la silla.

—Digo que si después me toca a mí. Lo digo porque ya que estás puesto… ¿Me levanto? —hizo el gesto de levantarse.

—Cállese. Siéntese.

Se acomodó otra vez.

—Es tu padre, ¿verdad?

Le fulminé con la mirada.

Papá estaba sentado en el suelo, con ambas manos en la cara, gimiendo. Quería pegarle otra vez, más que seguir castigando a Matar.

Cox volvió a hablar.

—Te has tomado tu tiempo para volverte contra tu padre. ¿Por qué no le has matado antes? Con un truco de los tuyos, podrías haber hecho que pareciese un suicidio, o al menos podrías haber tenido una coartada convincente. Me refiero a… ¡cuidado!

Oí un crujido en la arena y salté a un metro y medio. Matar se abalanzó hacia el hueco que había dejado, bajando la piedra que llevaba en la mano con una punta afilada hacia delante. Al desaparecer, tuvo que esquivar el fuego como pudo. Se volvió hacia mí, enseñando los dientes.

—Tírala al agua —le dije.

Pestañeó. Alcé la mano izquierda como si fuese a abofetearle, aunque estaba a tres metros de él. Se giró con rapidez y lanzó la piedra a lo lejos, haciéndola salpicar en la oscuridad. Bajé la mano.

—Ese es mi padre —dije, señalándole. Después me dirigí a papá, que me miraba con odio evidente, no confusión—. Este es Rashid Matar, el hombre que mató a mamá.

Se miraron el uno al otro, con recelo, curiosos. Papá preguntó:

—¿Por qué está vivo todavía?

Me quedé mirando al fuego. Las llamas me recordaron la explosión sobre la pista de Chipre.

—¿Y por qué estás vivo tú todavía? Si lo quieres muerto, hazlo tú mismo.

Cox se levantó, poniéndose el saco de dormir por encima como un indio. Salté detrás de él y le dije:

—Quédese quieto —puse mis brazos alrededor de su cintura y lo levanté. Se puso tenso pero no opuso resistencia. Salté con él al aparcamiento del Edificio Pierce de Washington, al sitio donde le había atrapado la noche anterior. Estaba nevando. El guarda de la entrada nos vio y apretó un botón. En algún lugar se disparó una alarma.

Cox se dio la vuelta y me miró, de puntillas en el helado pavimento y sorprendido al reconocer el edificio.

—¿Hay alguien más como yo, Cox? —tenía que preguntárselo, tenía que saberlo.

Pareció sorprendido, y después pensativo. Le había dado una información que no tenía. Era el momento de ver si aquello era recíproco. Al final respondió:

—No. No que sepamos.

Solo. Solo para siempre. Se me desplomaron los hombros y sentí un nudo en la garganta.

—Si liberan a Millie, dejaré de saltar con la gente de la NSA por todo el mundo. Dejaré a sus chicos tranquilos. Pero si no la liberan… —iba a decir algo más, pero me callé—. Libérenla. Nunca les ha hecho nada.

Se mordió el labio y empezó a temblar. Empezaron a salir hombres de la puerta del edificio.

Salté.

* * *

Nunca me dejarían en paz.

Me senté en el suelo de mi vivienda del precipicio, poniendo leña en la estufa, con una manta por encima.

No importaba lo que le había hecho a papá, a Rashid Matar. No me devolvería a mamá. Había desaparecido, estaba muerta, era pasto de los gusanos, igual que la pequeña sirvienta del Argos. Igual que el árabe flacucho con los explosivos. Ella no iba a volver.

Y otra cosa: ¿la NSA nunca dejaría de intentar utilizarme, capturarme, o si no, matarme? ¿Es que Millie no podría estar nunca a salvo? ¿Tendríamos alguna vez una oportunidad para ser felices?

Cerré de golpe la puerta de la estufa y las chispas salieron por encima, cayendo en el suelo de piedra y haciéndome agujeros en la manta. Las golpeé distraídamente, luego me levanté, dejando la manta a un lado. Salté al foso.

Matar estaba asfixiando a papá, sentado a horcajadas sobre él al borde del agua, con las manos clavadas en su garganta. Las manos de papá apretaban débilmente las muñecas de Matar. Tenía la cara oscura a la luz del fuego. Salté hacia delante y le di una patada a Matar en las costillas. Voló por encima de papá, de nuevo hacia el agua, y se tocó un costado. Creo que le rompí algunas.

Papá empezó a respirar de nuevo, resollando. Le agarré por el cuello de la chaqueta y lo aparté del agua, cerca del fuego. Matar se arrastró lentamente hacia la orilla, aún con la mano en el costado. Respiraba con cuidado, de manera superficial.

¿Por qué le he parado?

Me pasó por la cabeza saltar de nuevo a la vivienda del risco, coger una granada, volver y tirar de la anilla. No sabía si me iría de un salto antes de que explotase. No sabía si quería hacerlo.

La respiración de Matar se normalizó y empezó a hablar en árabe y a escupir en el suelo entre los dos. Me di cuenta de que no podía hacer lo de la granada. Si me suicidase y la NSA no lo supiese, podrían retener a Millie para siempre.

¿Acaso es normal que las mujeres entren en tu vida y se marchen para siempre? Oh, Millie…

Salté detrás de Rashid y le agarré por el cuello y la cintura, manteniendo apartada su ropa mojada. Me dio una coz que me rozó la espinilla. Salté.

Aparecimos delante del mirador del World Trade Center. A seis metros del edificio, bien lejos del acero y el cristal, a ciento diez pisos de altura. El aire era frío y seco y estábamos cayendo hacia la plaza de debajo como piedras.

Matar gritó y le aparté de un empujón, dejando que sacudiese brazos y piernas debajo de mí. El aire me hinchó el abrigo, agitándolo como si fuese ropa tendida y frenándome un poco, aumentando así la distancia entre Matar y yo. En nueve segundos chocaríamos con el hormigón de debajo; una muerte rápida. Con aquella pequeña distancia, podría ver cómo Matar moría antes de besar el pavimento.

La NSA identificaría los cuerpos y liberarían a Millie. Matar no volvería a asesinar a más inocentes y yo dejaría de sufrir.

Después de dos segundos, el aire sonaba como un huracán, golpeando y atontando. Cuatro segundos después era una fuerte presión hacia arriba que me hacía poner boca abajo. Matar estaba a unos nueve metros por debajo y yo cayendo de lado, con el abrigo como una vela. Me puse los brazos por detrás, y el abrigo se deshinchó como si le hubiese aplastado una mano enorme. Caí más rápido, acercándome a Matar de nuevo. La fuente iluminada de la plaza se hacía cada vez más grande.

Matar siguió gritando, un lastimero alarido apenas audible por la velocidad del viento. El sonido me hizo sonreír.

A la mierda con esto.

Salté la distancia entre los dos, le agarré del cinturón, y salté de vuelta al foso. Matar cayó de golpe en la arena y siguió gritando.

Papá estaba sentado junto al fuego. Tenía la mirada puesta en Rashid.

—¿Qué le has…? —tragó saliva. Su voz era áspera—. ¿Qué le has hecho?

—Llevarle de excursión. Te toca.

Se estremeció.

—No, así está bien.

Salté a su espalda y le tiré de la camisa. Se incorporó como pudo.

—¿Qué…? —salté con él al cementerio de Pine Bluffs, Florida, y luego le empujé otra vez, para que cayese de golpe. Era más de medianoche, pero una farola de vapor de mercurio sobre la verja del cementerio iluminaba las letras talladas con relieve: Mary Niles, 13 de marzo de 1945 - 17 de noviembre de 1989.

Papá gimoteó. Me acerqué a él y le empujé contra la lápida. Con la otra mano le saqué el cinturón de los pantalones, y me aparté.

—¿Recuerdas esto, papá? —hice oscilar la correa de un lado a otro como un péndulo, y la hebilla de rodeo plateada titilaba con la luz. La sacudí hacia atrás de golpe, sobre mi cabeza, y hacia delante. Golpeé el suelo a su lado y el césped saltó. Dio un respingo.

—¿Cuántas veces, papá? —golpeé el otro lado. Hizo un boquete en la tierra—. ¿Cuántas veces?

Di un paso adelante y golpeé una y otra vez sobre la lápida. La superficie esmaltada se resquebrajó y se astilló, y los bordes de la hebilla se torcieron. Los golpes habían estropeado la superficie de piedra. Le tiré el cinturón al regazo.

Señalé la tumba.

—¿Estaría ella aquí si no le hubieses pegado? ¿O abusado de ella? ¿O destrozado la cara? ¿Estaría en esta tumba si hubieses dejado de beber?

Se estremeció más con mi voz que con los golpes del cinturón.

—¿Qué clase de persona eres? ¿Qué clase de criatura? ¿Qué clase de lastimosa excusa para un ser humano?

Di otro paso hacia él y empezó a llorar.

¿Qué?

—Lo siento. Lo siento. Lo siento. Yo no quería. No quería hacerle daño. No quería hacerte daño —le rodaban las lágrimas por las mejillas.

Me entraron ganas de vomitar.

¿Qué quieres de él?

—¡Cállate! ¡Cállate!

Se estremeció de nuevo y se calló.

—Levántate.

Se incorporó lentamente, con una mano sujetándose los pantalones. El cinturón con la hebilla abollada se quedó sobre la tumba.

—Date la vuelta.

Lo hizo y salté al aparcamiento del centro de desintoxicación Red Pines, en Stanville. Le solté y se dio la vuelta.

—¿Sabes dónde estás?

Tragó saliva.

—Sí.

—¿Y bien?

—¡No puedo! Perdí mi trabajo. ¡Ya no tengo seguro! —la angustia en su voz era aún mayor que cuando había dicho que lo sentía. Le denigraba estar sin su trabajo, el que había tenido toda su vida… o tener que admitirlo ante mí.

—Podrías venderte el coche.

—¡Me lo embargaron! —empezó a llorar otra vez.

—¡Para! Si hubiese una manera de pagarlo, ¿lo harías? —cerró la boca de manera testaruda.

—¿A cuántas personas vas a joder antes de morir? Es tu vida. Mátate tú si quieres —me quedé esperando con los brazos cruzados.

—No he dicho que no lo haría. Lo haré. Lo iba a hacer justo antes de perder mi trabajo.

Salté a la vivienda del precipicio y regresé con una bolsa bajo el brazo. Papá subió conmigo las escaleras y entramos.

Estuvimos media hora para hacer el papeleo, pero papá firmó en todas partes. Cuando llegó la hora de hablar del pago, nos dijeron que la media de seis semanas salía por nueve mil dólares.

Pagué en efectivo, por adelantado.