CAPÍTULO DIECIOCHO

Cox se despertó y encontró un lavabo portátil a su lado y un cartel que decía: NO ENSUCIE EL LAGO. ES SU AGUA POTABLE. También dejé una botella de ibuprofeno y una botella de agua grande. Le observaba desde el centro de la isla, estirado en el suelo bajo los mesquites y atisbando entre la hierba. No quería estar cerca cuando se despertase.

¿Entonces por qué le estás mirando?

Me recordó a los domingos por la mañana en casa. Papá se levantaba con resaca y yo caminaba como pisando huevos hasta que él se había tomado dos tazas de café. Pero yo tenía que estar en casa, porque me necesitaba. Me necesitaba para prepararle el café, para prepararle el desayuno. Cuando tenía resaca no había peligro de violencia.

Eso vendría después.

Cox tenía problemas para leer la nota. Se la acercó y alejó varias veces. Al final, la dejó y se tomó el ibuprofeno. Se movía con cuidado, girando varias veces el cuello a un lado, como si estuviese entumecido.

Salté a D.C., a la parada de metro de Union Station. Iba a llamar a la NSA para empezar a negociar por Millie, pero cuando estaba poniendo el cuarto de dólar en la máquina vi a un hombre leyendo un periódico y esperando al tren. Lo primero que pensé fue que podría ser un agente de la NSA, uno de los muchos repartidos por la ciudad, pero entonces vi el titular delante de mí.

«Chiítas extremistas secuestran un crucero». Debajo había una imagen lejana de un barco blanco brillante. Al lado había una foto de Rashid Matar.

Salté a Nueva York y llamé a MMM.

La operadora dijo:

—Ah, señor Ross, tenemos mucho material para usted. Ha habido un secuestro de un barco.

—Lo acabo de ver en un diario. ¿Dónde?

—Frente a las costas de Alejandría, Egipto.

Apreté los dientes. Nunca había volado al pequeño aeropuerto que había allí.

—Había una foto de Rashid Matar en el periódico. ¿Está involucrado?

—Eso es lo que dicen en Reuters.

—Ah. ¿Tienen cifras? ¿Cuántos pasajeros, cuántos terroristas?

—Al menos cinco terroristas. Ciento treinta pasajeros. Ciento cinco miembros de la tripulación.

—¿Por qué tanta tripulación?

—El Argos es un enorme yate de lujo. El crucero fue reservado por el Metropolitan Museum, aquí en Nueva York. La mayoría son acaudalados benefactores del museo. Casi todos son americanos. Hay una pareja inglesa. El personal es griego.

—¿A qué distancia están?

Oí ruido de papeles.

—No dice nada al respecto. El vídeo del barco fue grabado desde un helicóptero, no se veía la costa.

—¿Sabe dónde están los medios de comunicación? ¿Desde dónde están informando?

—No.

—De acuerdo. Gracias.

Salté a Londres. Tenía que cambiar algo de dinero antes de poder usarlo en alguna cabina telefónica para llamar al número de Reuters que había en la tarjeta de Corseau. Una voz con acento británico respondió:

—Sección de Oriente Medio.

Hablé con rapidez.

—Tengo una información urgente para Jean-Paul Corseau. ¿Sabe dónde puedo encontrarle?

—Podemos pasarle un mensaje.

—Es solo para sus oídos.

—Lo siento, pero no es nuestra política revelar el paradero de los reporteros. Si me deja un número, quizá pueda hacer que le llame.

—No —hice una pausa—. Hace poco le llevé a El Cairo. ¿Le dice algo eso?

Se quedó callado un instante.

—¿Aquella absurda historia? Casi le despiden por ello. ¿Entonces es usted el tipo que frustra los secuestros de aviones?

—Sí.

—¿Por qué no viene a hablar con nosotros? Nos encantaría escribir una historia.

—Jean-Paul Corseau. Ahora.

—¿Cómo sé realmente que es usted esa persona?

—Voy a colgar. Tres… dos… uno…

—Vale, vale. Se hospeda en el Metropole de Alejandría, pero los medios están cubriendo la noticia desde Fort Qait Bey, en la parte este del puerto.

—Gracias.

* * *

En El Cairo, la terminal del aeropuerto estaba plagada de hombres que querían cambiarme dinero con tarifas muy favorables y de niños que me seguían gritando: «Baksheesh, baksheesh». En el mostrador de información pregunté cuándo sería el próximo vuelo regular a El-Iskandariya. La mujer me dijo que el vuelo acababa de salir pero que el tren era muy cómodo en primera clase, solo seis horas desde la estación de El Cairo, cerca de Ramses Square.

Por lo que había leído, podría tardar más de una hora en llegar a la estación debido al atasco de tráfico y, en El Cairo, no había otra manera.

Media hora más tarde y trescientos dólares más pobre, me encontraba sentado en un helicóptero Bell, viajando hacia el noroeste a mil doscientos metros de altura. Le había prometido un plus al piloto si llegábamos al puerto este en menos de una hora.

—Eso es Heliópolis —me dijo, señalando a una zona justo al oeste del aeropuerto, indistinguible, para mí, del resto de la extensión de El Cairo—. Sobrevolaremos Heliópolis con el helicóptero.

George, el piloto, era egipcio, pero se sentía orgulloso de su inglés excesivamente preciso. Apreté el botón de hablar de mis auriculares y dije:

—Heliópolis. Helicóptero. Muy ocurrente. —Idiota. No me sentía muy alegre.

Mientras abastecían de combustible al helicóptero, George me contó que sus pasajeros habituales eran empresarios petroleros que iban hacia el este, al Sinaí, o turistas muy ricos que querían ver Giza sin tener que sufrir el tráfico de El Cairo.

El helicóptero se inclinó hacia el oeste y George dijo:

—Abu Rawash —señaló hacia su lado del helicóptero. Lo encontré en el mapa que tenía desplegado sobre las rodillas. Estaba señalando a una pirámide, pero no podía verla desde mi lado.

—¿Por qué tan al oeste?

Volvió a señalar con el dedo, aquella vez hacia delante, hacia una oscura línea que se extendía a través del desierto.

—Seguimos el oleoducto. Es una ruta directa, muy rápida.

Volví a mirar al mapa. El oleoducto SUMED iba desde el Golfo de Suez, en Ain Sukhna, hasta el Mediterráneo justo al oeste de Alejandría, transportando petróleo árabe desde los países del Golfo hasta los mercados occidentales. Egipto tenía poco petróleo propio, pero al menos podía conseguir algunos ingresos por su traspaso, tanto desde el oleoducto como desde el Canal de Suez.

En el extremo este de nuestra ruta, donde el delta del Nilo daba paso al desierto, pude ver una vegetación sorprendentemente más verde que la maleza marrón de debajo, una línea visible que parecía decir: «el agua llega hasta aquí». Seguí nuestro progreso por las carreteras secundarias que atravesábamos. Poco después de pasar por la Carretera Secundaria 7, el desierto se convertía en dunas y nos dirigimos hacia el norte, separándonos del oleoducto. De nuevo nos aproximamos al borde del delta. En el horizonte empecé a ver el océano.

Alejandría iba creciendo como una larga tira urbanizada a lo largo de la costa. Estaba respaldada por el lago Maryut, de manera que parecía casi una isla desde nuestra aproximación; luego atravesamos una franja estrecha de tierra y nos dirigimos hacia el noreste, a lo largo de la orilla, sobre muelles petroleros y el puerto oeste. El tráfico comercial y los típicos dhows decoraban el puerto interior con cruceros anclados o fondeados.

Todos los barcos eran demasiado grandes para ser el Argos.

Seguimos por una franja de tierra aún más estrecha y pasamos por encima de un antiguo fortín erosionado.

—El Atta —comentó George.

Solo un poco más adentro, sobre una pequeña lengua de tierra que protegía el puerto este, otro fortín desafiaba al mar.

—Qait Bey —señaló George, comprobando su reloj. Miré el mío. Cincuenta y siete minutos desde El Cairo.

—Buen trabajo —le dije, y sonrió.

Aterrizó a unos doscientos metros de Qait Bey, en el helipuerto del Instituto de Oceanografía y Pesca. Saqué el plus de mi bolsa, quinientos dólares, y se lo di. Luego apreté el botón rojo y le dije:

—Otros quinientos por otro vuelo corto.

—¿Cuánto tiempo? Necesitaré repostar si es muy largo.

—Menos de quince minutos. Veinte como mucho.

Asintió.

—¿Cuándo? No puedo bloquearles el helipuerto mucho rato.

Miré hacia el helipuerto, adquiriéndolo como lugar de salto.

—Diez minutos.

La calle se llamaba Qasr Rashid Matar El Tin, según el recuadro del mapa que había estudiado en el helicóptero, pero la placa de la calle estaba en árabe, así que no lo supe con seguridad. Había una placa en inglés para indicar el fortín. El portero no aceptó cobrarme la entrada en dólares, así que salté detrás de él.

La prensa fue fácil de encontrar, en el parapeto, mirando hacia el mar con prismáticos y teleobjetivos. A lo lejos, un barco blanco con una chimenea azul estaba anclado a una milla de la costa.

Corseau, el reportero de Reuters, estaba hablando con un oficial del ejército egipcio. Le saludé con la mano e interrumpió su conversación de inmediato para acercarse hasta mí, cogerme del codo y llevarme escaleras abajo, lejos del resto de periodistas.

—He hablado con mi oficina hace una hora. ¿Qué le ha hecho tardar tanto en llegar?

Pensé en decirle la verdad, que no podía saltar a un sitio en el que no hubiese estado antes. Pero no quería que supiesen mis límites.

—Había mucho tráfico —respondí—. El plano astral está muy mal.

Íbamos bajando por una pequeña escalera, fuera de la vista. Me detuve y le dije:

—Voy a ir hasta allí, pero necesito toda la información posible. Quédese quieto.

Me puse detrás de él y dijo:

—Espere…

Salté con él al helipuerto.

—… un momento —le solté y se dio la vuelta, y luego se calmó al darse cuenta de que solo había recorrido cuatrocientos metros. Respiró hondo. Le señalé el asiento trasero del helicóptero. Cogió unos auriculares que colgaban encima del asiento y se los puso. Tenía los ojos como platos, pero obviamente ya había volado en helicóptero antes, así que buscó el cinturón de seguridad y se lo abrochó.

Subí y señalé con el pulgar hacia arriba. Para cuando me coloqué los auriculares y me abroché el cinturón, George había puesto las hélices a toda velocidad y había despegado de la pista.

Cuando pudimos ver el mar, señalé al lejano yate.

—Un gran círculo, alrededor del barco, a unos sesenta metros por encima del agua. No se acerque demasiado.

George asintió.

—¿Puede oírme, Jean-Paul? —miré por encima del hombro.

Apretó el interruptor.

—Sí.

—Hábleme de él.

—Solo si esta vez consigo una verdadera entrevista.

—De acuerdo —no vacilé. Estaba desesperado por coger a Matar.

Corseau parecía sorprendido. Entonces habló.

—Ayer por la tarde dejaron salir del barco a un hombre que sufrió un ataque al corazón y a su mujer. Ella confirmó que había al menos cinco terroristas a bordo. Por las fotos identificó al líder como Rashid Matar. Van armados con ametralladoras, pistolas y granadas. También afirman que han minado los tanques de combustible con un explosivo plástico que puede detonarse en un segundo por control remoto.

George llegó hasta el Argos y empezó a dar la vuelta, en sentido horario, para que mi lado diese al barco. Usé los prismáticos mientras escuchaba a Corseau.

El barco era hacia poco más de noventa metros de largo por quince de ancho. Había una cubierta del puente delante de la chimenea, una cabina de cubierta con una piscina en la parte de atrás, y debajo un nivel con una cubierta para tomar el sol. Había un largo mástil para la radio y otros instrumentos que se elevaba desde la parte trasera de la cabina de cubierta. Un cable con banderillas bajaba desde la punta del mástil por delante hasta la proa y por detrás hasta un palo que había delante del toldo amarillo y marrón de la piscina. Por la manera en que se agitaban con el aire me recordó a un aparcamiento de coches de segunda mano.

Había dos hombres con ametralladoras sobre el techo de la cubierta del puente. Estaban mirando hacia nosotros.

George me miró, con cara de sorpresa.

—Estoy recibiendo instrucciones por radio de las autoridades militares para que me aparte del barco.

Escogí un lugar de salto, detrás de la chimenea, entre unos enormes ventiladores blancos. Los dos terroristas en el techo del puente miraban al helicóptero fijamente. Uno de ellos alzó el arma y vi que el extremo del cañón parpadeaba repetidamente, como si estuviese tomando fotos.

—¡Salgamos de aquí! —mantuve los prismáticos en el lugar de salto, memorizándolo, preocupado de no estar lo suficientemente cerca. El helicóptero bajaba en picado y daba vueltas sin parar. Temía que nos hubiesen dado, pero era George haciendo maniobras evasivas—. Volvamos al Instituto Oceanográfico. —Me desabroché el arnés de seguridad, saqué más dinero de mi pequeña bolsa y lo coloqué en el sujetapapeles de la lista de control pre-vuelo—. Aquí tiene su dinero, George —miré a Corseau por encima del hombro—. Hasta luego, Jean-Paul.

Salté.

* * *

La cubierta vibraba ligeramente y supe que si no eran los motores, al menos los generadores estaban en marcha. Las banderas del cable encima de mí restallaban con el viento. El sonido de un helicóptero en pleno vuelo se iba perdiendo en la distancia. Aparte de eso, no oí nada; nada de tiros, voces, gritos ni murmullos. Podría haber estado solo en medio del mar.

Me preguntaba si la cabeza de Cox le habría dejado de doler.

Usando el espejo de dentista miré al otro lado de la chimenea. Solo podía ver a uno de los terroristas encima del puente. Cada dos por tres, se llevaba una radio a los labios y hablaba, pero el sonido se perdía con el viento.

Me pregunté si podría controlar desde allí las explosiones por control remoto. O si cualquiera podría.

Detrás de la cubierta del puente, en el otro lado de la chimenea, había una puerta. Salté allí, justo al lado. Un pequeño saliente evitaba que me descubriesen desde arriba. Utilicé el espejo para mirar por la entrada. Un pasillo central llevaba al puente mismo. No había nadie a la vista.

Me metí, comprobando las puertas abiertas con el espejo. Casi había llegado a la sala de radio, cerca del propio puente, cuando oí el crujido de una silla y pisadas raspando el suelo. Salté de nuevo afuera, junto a la puerta trasera de la cubierta. Oí pasos en el pasillo y retrocedí. Utilicé el espejo con cuidado, justo a tiempo para ver a un hombre en el otro extremo del pasillo entrar en el puente y girar a la derecha.

Salté otra vez al pasillo que había fuera de la sala de radio. El espejo mostraba una sala vacía, con estanterías llenas de un equipo impresionante. Seguí adelante, pasando junto a la cabina del capitán, y miré en el propio puente. Nadie. El timón permanecía inmóvil; el radar, el Loran y la carta de navegación desatendidos. Una estrecha escalera descendía a la próxima cubierta por ambos lados del puente. Por encima de mí oí a uno de los hombres del techo caminando de un lado para otro arrastrando un poco los pies.

El hombre de la sala de radio se había ido por la derecha (estribor, me corregí), así que bajé por el lado de babor muy lentamente, con mucho cuidado.

Las escaleras daban a la cubierta siguiente, en el exterior. Abrí un poco la puerta de babor y caminé muy pegado a la pared, ocultándome de los dos hombres de arriba. Aquello era más fácil de decir que de hacer, porque las sillas de la cubierta estaban junto a la pared y tenía que pasar con cuidado por encima o encogerme entre ellas. Los botes salvavidas estaban en aquella cubierta, colgados de grúas sobre la barandilla.

Una puerta llevaba hasta el compartimento central del aire acondicionado, con un gran hueco de escalera en el medio, un estrecho corredor hacia la popa flanqueado por puertas de camarotes. Inmediatamente a mi izquierda, después de entrar en el interior, había una puerta en la que ponía GALERÍA CASTOR. No se oían ruidos desde aquella cubierta, pero pensé que oiría algo desde el hueco de la escalera, así que bajé por allí.

Afortunadamente, estaba enmoquetada.

Abajo, otro estrecho pasillo iba hasta la popa por el centro del barco. A babor había una puerta de cristal en la que ponía CAFETERÍA. A estribor había un pasillo que seguía hacia delante, desde el cual parecía escucharse algo. Miré con cuidado por una esquina ribeteada con caoba. A unos veinte metros de distancia, donde el pasillo daba a un espacio más amplio, había un hombre, de espaldas a mí, con la ametralladora preparada. Delante de él vi a la gente amontonada, sentada sobre los muebles o en el suelo.

El dintel solo me permitía ver un pequeño segmento de aquel espacio, pero había mucha gente a la vista.

Me retiré y entré en la cafetería al otro lado de la escalera. Estaba vacía. Era una estrecha habitación luminosa y alegre decorada como un café. En otra puerta de cristal al fondo ponía BAR. También estaba vacío, pero la puerta estaba cerrada. Salté al otro lado. Aquella sala era un verdadero club británico, con paneles de madera oscura y sillas tapizadas de piel. Las botellas detrás de la barra estaban todas aseguradas con pequeñas tiras de cuero, para casos de temporal. Había otra puerta de cristal al final tapada con cortinas.

Un cartel detrás de la puerta indicaba que al otro lado estaba el Salón Principal Vellocino de Oro. Aparté un poco la cortina. Estaba dispuesto a apostar que los 225 pasajeros y miembros de la tripulación estaban todos metidos en aquel espacio.

Los pasajeros iban vestidos formalmente, aunque tenían la ropa arrugada. La mayoría de las corbatas de los hombres colgaban desabrochadas o no las llevaban. Muchas mujeres parecían llevar demasiado tiempo enfajadas. Otras llevaban encima de los hombros las chaquetas de sus maridos y se apoyaban en ellos. Nadie hablaba.

La tripulación estaba también apiñada; los oficiales y los marineros de blanco, los camareros y las camareras con uniformes oscuros, las muchachas del servicio con mandiles, los cocineros aún más blancos, uno con un sombrero de chef en la mano, apenas reconocible después de dos días de manoseo.

El capitán, un hombre de pelo blanco cuyas piernas morenas se veían duras y musculosas debajo de sus pantalones cortos del uniforme, estaba sentado en una silla, rodeado por sus oficiales, sentados en el suelo. Se encontraban delante de los otros rehenes como si pudiesen protegerles de algo. La cara del capitán era impasible, pero sus manos no dejaban de darle vueltas al sombrero.

La señora a la que habían liberado el día anterior estaba equivocada. Había cinco terroristas en el salón, tres de ellos apuntando con ametralladoras a la gente, y los otros dos hablando. Eso quería decir que eran al menos siete.

Cada vez dudaba más de la existencia de otros teletransportadores. Las reacciones de Cox y mi búsqueda parecían apuntar en ese sentido. Aun así, deseé poder usar a unos cuantos teletransportadores más con ellos.

Supuse que uno de los dos terroristas que estaban hablando era el hombre al que había seguido desde la sala de radio. El otro era Rashid Matar.

Me lo quedé mirando, frunciendo el ceño. Mi impulso inmediato y casi irresistible era saltar con él justo delante de la vivienda del precipicio, una zona con nada más debajo que sesenta metros de aire. Bueno, después de todo, había alguna roca y algún cactus, pero durante los primeros treinta metros…

Siete terroristas. Se me hizo un nudo en el estómago y noté un sabor a bilis en la garganta.

El hombre que había estado vigilando la sala de radio acabó de hablar con Matar y se fue. Cuando Matar se dio la vuelta vi que llevaba una radio en una funda de piel, como el hombre en el techo del puente, pero una radio más pequeña le colgaba del cuello con un cordón, hecha de plástico negro con un botón rojo delante.

Miré a los demás terroristas para ver si todos tenían lo mismo. Llevaban Uzis y cuatro granadas cada uno, colgadas al arnés de cuero que aguantaba sus cartucheras. De las partes traseras de los cinturones les colgaban cargadores de munición extra metidos en fundas de cuero. Aunque todos llevaban radios enfundadas, no parecían llevar el detonador.

Era demasiado optimista que estuviesen mintiendo sobre la bomba. Rashid ya había demostrado su competencia con los explosivos a control remoto.

Salté de nuevo a la cafetería junto a la escalera principal y miré por la puerta. La escalera estaba vacía. Una cubierta más abajo estaba el despacho del sobrecargo y la recepción. Había un mapa del barco laminado en el mostrador de recepción y lo estudié con detenimiento.

Donde me encontraba, en recepción, era la Cubierta Dionisio, una de las cuatro cubiertas con cabinas. La cubierta de arriba, en la que tenían retenidos a los pasajeros, se llamaba la Cubierta Venus. La cubierta con la piscina se llamaba la Cubierta Apolo. Unos escalones más abajo estaba la Cubierta Poseidón, que tenía menos de la mitad de las cabinas que tenían las demás, porque era el nivel de la sala de máquinas.

Bajé, con cuidado, pero la siguiente cubierta también parecía desierta. Había una puerta en el fondo, detrás de las escaleras. Decía SÓLO PERSONAL DE A BORDO. Tenía un ojo de buey en medio. Ni siquiera intenté abrirla. Simplemente estudié el pasillo pintado de blanco al otro lado y salté allí.

El zumbido de fondo que había notado arriba era audible allí dentro; era el ruido lejano de un motor diesel. Caminé más rápido, confiando en que el ruido taparía mis pisadas. Atravesé otra puerta y me encontré en la sala de máquinas, sobre una pasarela que había entre dos enormes motores diesel, cada uno de ellos más alto que yo. Estaban parados, pero en la parte delantera del compartimento, los generadores diesel estaban en marcha, tal como yo había sospechado proporcionando electricidad para el aire acondicionado.

El despacho del ingeniero jefe estaba delante de la sala de máquinas; era un cuchitril repleto de libros y planos enrollados. Toqueteé los dibujos, esparciéndolos como hojas de otoño, hasta que encontré el que mostraba los tanques diesel. Había dos, a estribor y a babor, en mamparos reforzados delante del compartimento del motor.

Según los planos, los tanques daban a las paredes exteriores de varios compartimentos de la Cubierta Poseidón, incluyendo el despacho del ingeniero jefe. Aunque era cuestión de un momento determinar si los explosivos estaban allí o no, por lo que seguí avanzando, con el plano en la mano, examinando todas las salas posibles.

No los encontré. Así que subí las escaleras de la parte delantera del barco, aún en la zona de la tripulación, y me encontré en la cocina. Según los planos, la parte superior del tanque colindaba con el suelo de la cocina en el lado de estribor y con el suelo del comedor de los pasajeros a ambos lados del barco. No había explosivos en la cocina.

Entré con cuidado en el comedor. Estaba justo debajo del Salón Vellocino de Oro, donde se encontraban todos los rehenes, y una amplia escalera en el extremo delantero de la sala llevaba hasta allí.

Tampoco había explosivos en el comedor.

¿Querría decir eso que Matar había estado engañando a todos? ¿Que no había explosivos preparados para hacer explotar el combustible?

Se me ocurrió otra posibilidad. ¿Y si habían sellado los explosivos, de algún modo, y los habían metido en uno de los tanques por una espita del combustible? Según los planos, aquellos conductos tenían catorce centímetros de diámetro.

Alguien lloraba en el piso de arriba, y alguien más empezó a gritar. Me retiré a la cocina a pensar.

Parecía improbable que Matar hubiese puesto las bombas dentro de los tanques. El mamparo de acero reforzado habría interferido en el control remoto. También parecía poco probable que hubiese mentido acerca de la bomba.

Miré a mi alrededor. Una encimera con dieciséis fogones se extendía a lo largo de una pared de la cocina, con enormes ollas de acero inoxidable encima. Había neveras y congeladores empotrados en la pared del fondo. Una hilera de hornos cubría otra pared.

¿Fogones?

Le di a uno de los botones. Salieron llamas azul brillante. ¡Gas para cocinar! Mucho más explosivo que el diesel y probablemente más cerca de los rehenes. Pensé en intentar buscar los conductos de gas, pero en lugar de eso salté al despacho del ingeniero jefe y busqué entre los planos.

El gas para cocinar se almacenaba en un enorme tanque cilíndrico detrás de la cocina, con una sala de ventilación separada. En la primera puerta a la derecha, una con juntas y grapas de acero, ponía DEPÓSITO DE GAS PROPANO - NO FUMAR.

Dos enormes cadenas aseguraban la puerta hasta unos grandes candados que aún llevaban pegadas las etiquetas con el precio. No había ninguna ventanilla ni ningún ojo de buey, o sea que no había manera de que pudiese saltar al otro lado.

Durante un largo y desesperante minuto consideré ir a por una de las armas de la NSA, las de verdad, no los tranquilizantes, y simplemente disparar a Matar, coger el detonador y marcharme de un salto.

Estúpido, la idea es evitar matar a alguien, especialmente rehenes.

¿Incluso Matar?

Volví a mirar a los planos. No había ningún otro acceso a la sala. Los ventiladores eran extensiones de tuberías que se retorcían y no permitían ver adentro.

Era el momento de deshacerse del detonador.

Salté de vuelta al bar cerrado y protegido y volví a mirar a través de las cortinas. Uno de los terroristas estaba llevando a los pasajeros al lavabo en turnos de cuatro. Rashid caminaba de aquí a allá, levantando de vez en cuando su radio para hablar. El detonador le oscilaba de un lado a otro en el cordón del cuello.

Salté otra vez al espacio principal de la Cubierta Apolo y volví por el pasillo central hasta la piscina. Había otro bar, junto a ella. Protegido de los terroristas sobre el puente por el toldo del bar, me asomé por la borda. Desde aquella cubierta había una caída de unos nueve metros al agua. No era mi foso, pero serviría. Estudié la barandilla con detenimiento, y salté de vuelta al bar.

El próximo grupo de pasajeros subió por el pasillo con su guardia. Aquello dejó a dos hombres en las esquinas del salón, con sus ametralladoras apuntando hacia el grupo, y Matar andando de un lado a otro entre ellos.

Respiré hondo y esperé, con todas mis fuerzas, que Matar tuviese el único detonador de la bomba colocada en el tanque de propano.

Matar no tuvo tiempo de gritar, no tuvo tiempo siquiera de alcanzar el detonador. Estaba cayendo desde quince metros hasta el foso de Texas y yo estaba de vuelta en el salón, agarrando al terrorista junto al pasillo y tirándolo por la borda de la Cubierta Apolo.

Apretó el gatillo de su ametralladora durante toda la caída, hasta que golpeó en el agua. Volví, escondido detrás de la cortina del bar, y oí que el tableteo de la metralla cesaba.

El terrorista que quedaba en el salón estaba gritando a los pasajeros que se agachasen. Miraba a su alrededor como loco, intentando ver en todas direcciones a la vez; luego, como una serpiente, se lanzó hacia delante, arrancó al capitán de su silla y lo empotró contra la pared. Se colgó la ametralladora al hombro, sacó la pistola de la funda y la puso en la nuca del capitán, rodeándole el cuello con el otro brazo.

Oh, Dios, no…

Temía que pudiese matarle sin más, pero no lo hizo. Solo se quedó allí, cubriéndose la espalda con la pared y dispuesto a esparcir los sesos al capitán por toda la sala.

Salté al pasillo de la cubierta del puente. El hombre que vigilaba la radio había salido corriendo hacia delante, hacia el puente, con la ametralladora preparada. Salté al puente y le empujé cuando apareció en la puerta. El arma salió disparada mientras caía, destrozando el parabrisas exterior. Cayó hacia el timón y le di una patada en el estómago mientras intentaba agarrarse. Se golpeó la cabeza en el mástil. Me incliné para cogerle, para soltarlo en la popa del barco, y oí balas cortando el aire sobre mi cabeza.

Salté a la popa del barco sin el terrorista herido. Aquel lugar ya lo tenía en mente. Oí gritos que venían desde la cubierta del puente y eché un vistazo desde el toldo. Uno de los terroristas aún estaba encima del puente, pero el otro estaba en la cubierta de debajo, delante del puente. Debió de ser aquel el que me disparó.

Salté y un instante más tarde golpeaba el agua de la popa del barco, seguido a los pocos segundos por el terrorista sobre el techo del puente.

De vuelta al salón principal, el terrorista con el grupo del lavabo había vuelto, poniéndolos delante de él a patadas y con disparos ocasionales en el suelo. Me estremecí. La situación parecía muy inestable. Me pregunté si empezarían a matar pasajeros o se calmarían si les dejaba solos por un momento.

Salté de nuevo al puente. El terrorista al que había empujado se estaba incorporando lentamente, con una mano en la frente, en la que sangraba una herida. Le tiré al mar. Aún estaba aturdido, así que abrí un armario señalado y lancé media docena de chalecos salvavidas por la borda, y luego salté al bar para ver cómo iban las cosas en el salón principal.

Todos los rehenes estaban en el suelo, algunos boca abajo, cubriéndose la cabeza, y otros intentando esconderse detrás de mesas y sillas. Ambos terroristas tenían a un rehén delante, sentado en una silla. El capitán era uno de ellos, y una mujer mayor con un aspecto increíblemente fuera de lugar, con un abrigo de visón, estaba en la otra. Ambos tenían sus pistolas contra sus nucas, haciéndoles bajar la cabeza hacia delante como si estuviesen rezando.

Quizá lo estaban haciendo.

Si solo fuese uno el que apuntaba a las nucas, podría intentar hacer algo.

Salté al comedor en la cubierta inferior y subí por las escaleras, caminando con decisión, lentamente. En la mano llevaba mi barra de hierro, cogida de tal manera que me quedaba detrás del brazo, escondida. Sentía un fuerte deseo de descargar todo mi miedo y mi furia contra Matar, allí en Texas, y dejar que los rehenes sobreviviesen o muriesen.

Contrólate.

Entré en el salón, pasando por encima de los pasajeros agachados como si fuesen ramas esparcidas por el suelo. Cuando me vieron los terroristas, debieron de pensar que era uno de los pasajeros.

—¡Agáchate! —gritó el que tenía a mi derecha.

Seguí andando, hacia el centro del barco, a medio camino entre ellos.

—¡He dicho que te agaches!

Podía ver el sudor en su cara y el sudor en la frente del capitán, cautivo y captor, unidos por el miedo. Observé a los terroristas con cuidado, con mis movimientos preparados, esperando el momento adecuado.

El otro terrorista empezó primero; sacó su pistola de la nuca de la mujer y me apuntó a mí. Salté y la barra bajó hasta el cañón de la pistola del otro terrorista, apartándola del capitán. Se disparó rozándole la oreja. Alcé la barra, oculta para el terrorista, y volví a saltar para golpear la pistola del otro cuando volvió a apuntar la nuca de la mujer. Chilló y saltó a por mí. Le dejé que me agarrase y salté a la popa del barco, a nueve metros por encima de las olas, para dejarle luchar con el agua.

De vuelta en la cabina, el capitán tenía una pistola en la mano y el terrorista estaba contra el suelo. Le estaba quitando las granadas del arnés. Alzó la vista y me sonrió con recelo. Entonces alguien gritó.

En la parte de babor del salón, una mujer con uniforme de servicio yacía en el suelo con un brazo estirado. La alfombra estaba roja debajo de ella. Salté a su lado. Oh Dios, oh Dios, oh Dios. La bala que iba para el capitán le había alcanzado en el pecho. No le notaba el pulso. ¡No!

La gente se acercó.

—¡Atrás! —grité. Apenas reconocí mi voz. Me agaché, la cogí lo más cuidadosamente que pude y salté al Adams Cowley Shock Trauma Center, en Baltimore.

Estuvieron trabajando en ella durante dos horas, pero no sobrevivió.