Hubo mucho debate sobre las imágenes en las que yo aparecía sobre el ala del 727. Aunque las captaron dos agencias de noticias diferentes, así que se supuso que había algún tipo de conspiración. Las vistas, con el zoom del vídeo a tope, solo me sacaban de espaldas. Cuando apareció la tina de lavar galvanizada tres días después, el debate se intensificó.
Para explicarlo, el National Enquirer sugirió ovnis, el fantasma de Elvis y un nuevo remedio anti-secuestro aéreo.
Se habló mucho del origen americano de la tina de lavar galvanizada. Algunos hablaron de tortura, pero la autopsia chipriota declaró muerte por explosión con inmersión subsiguiente en agua fría.
Entonces se acordaron de los terroristas empapados del secuestro del avión de Air France. Las entrevistas de aquel incidente estuvieron más tiempo en antena, junto con la prácticamente incoherente entrevista con la azafata de la Pan Am.
Vi un poco la cobertura, leí un poco, pero lo que relataban me deprimía. Me volví a preguntar si habría otros teletransportadores allí fuera, observando esas historias.
El sábado, una semana después del secuestro, salté al Dairy Queen de Stanville y me compré un cucurucho. Atravesé la calle hasta una plaza y me senté en uno de los bancos con la pintura verde descascarillada. Había restos de nieve sucia con pisadas alrededor, pero no hacía viento bajo el cielo gris y la temperatura no llegaba al punto de congelación.
La gente salía del sótano de la iglesia bautista en grupos de dos o tres. Una mujer se separó de uno de los grupos y caminó hacia mí.
—Te conozco.
Me puse tenso, a punto de saltar; entonces la reconocí. Era Sue Kimmel, la chica que había organizado la fiesta, la que me había llevado a su habitación.
—Yo a ti también —respondí. Me sentí incómodo—. Eh… ¿Cómo te va la universidad?
Se puso a reír con el tipo de risa que deja traslucir dolor.
—Bueno, la universidad no me fue bien. Lo voy a intentar otra vez en verano.
—Lo siento. ¿Cuál fue el problema? —pensé demasiado tarde que probablemente ella no querría hablar de ello.
Se sentó en el borde del banco, ni cerca ni lejos, y estiró las piernas. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de su abrigo.
—La bebida. El problema fue la bebida.
Me moví, incómodo.
Ella señaló con la barbilla hacia la iglesia.
—Acabo de salir de una reunión de AA[19]. Hace solo un mes que he salido de Red Pines —Red Pines era un centro de desintoxicación que había a las afueras de Stanville. Se estremeció—. Es más duro de lo que creía.
Pensé en papá y en sus botellas de whisky.
—Espero que funcione.
—Tiene que funcionar —dijo, sonriendo de nuevo. Miró mi cucurucho, del que solo quedaba la mitad—. Vaya, eso tiene buena pinta. ¿Te importaría venir conmigo a por otro?
—Bueno, pero tomaré café.
Volvió a mirar hacia la iglesia.
—Yo ya he tomado bastante café. Somos muy fanáticos del café en AA.
Fuimos andando hasta el DQ y le compré un cucurucho a ella y a mí un café pequeño. Nos sentamos en el reservado del rincón y yo apoyé la espalda en la pared.
—Tu padre es alcohólico, ¿verdad?
Me sorprendió el comentario y aún más mi primera reacción: defenderle.
—Sí… y tanto.
—Vino a dos reuniones el mes pasado, pero se marchó antes de que empezaran. Tenía un aspecto terrible, como si estuviese temblequeando. Alguien le vio después en el Gil’s, las dos veces. Un alcohólico avanzado puede matarse intentando desintoxicarse por sí solo. ¿Lo sabías?
Negué con la cabeza.
—No.
Sue asintió.
—Sí, los aldehídos sustituyen a los neurotransmisores y si dejas de beber de golpe, te quedas sin esos pequeños mensajeros, sin chispas químicas. Pueden darte convulsiones y te puedes morir. ¿Ves mucho a tu padre?
Negué con la cabeza.
—No.
—Bueno, pues debería ponerse en tratamiento. Creo que incluso él lo sabe, pero no puede hacer el último esfuerzo, dar ese duro paso.
Le di un sorbo al café y no dije nada por un momento. Luego le pregunté:
—¿Qué te hizo buscar ayuda?
Sue parecía incómoda.
—Muchas cosas. Beber a escondidas. Beber en clase. Alucinaciones. Como cuando aluciné en la fiesta a la que viniste. Esto, viniste a mi fiesta, ¿verdad?
—Oh, sí.
—Bueno, pues tuve una extraña ensoñación en la que tú salías volando por la ventana de mi cuarto de baño.
Me la quedé mirando.
—No me mires así. Sé que es una locura.
Se me empezaron a enrojecer las orejas.
—De todos modos, quiero disculparme por cómo me comporté aquella noche. Iba bastante bebida. He tenido que disculparme muchas veces. Lo llamamos el noveno paso.
Me atraganté con el café. ¿El noveno paso?
Cuando volví a respirar con normalidad, le comenté:
—Mi madre no era alcohólica, pero decía que estaba haciendo el noveno paso conmigo antes de irse a Europa. Antes de morir.
Ella asintió.
—Ya, Alanon está basada en el programa de los doce pasos, como AA. Yo estaba bajo tratamiento cuando murió tu madre, pero mis padres me lo contaron. Sentí enterarme de ello.
—Uhm.
Ella suspiró.
—Espero no haber hablado demasiado. Tiendo a hablar y hablar de ello. Es como una religión, ya sabes, y soy una conversa nueva.
—No importa.
Hablamos un rato sobre amistades comunes y después tuvo que marcharse.
—Me alegro de haberme acercado a ti —dijo.
—Yo también —respondí.
Era cierto.
Después de que se fuese, me quedé mirando la taza vacía. Me preguntaba si papá aún tenía a la NSA acampando delante de su casa.
Había una cabina junto a los lavabos del Dairy Queen, pero me gustaba ir allí. Era una parte agradable de mi pasado. Si llamaba desde allí, la NSA se apostaría en espera de mi regreso. Salí y me fui a la parte trasera, junto al cubo de basura, y salté a la estación de autobuses de Stanville.
La pequeña sala de espera con las máquinas expendedoras parecía exactamente igual que dieciocho meses antes, cuando me marché a Nueva York. Parte del miedo y de la tristeza de aquel entonces parecían impregnar el lugar. Entré y puse un cuarto de dólar en la cabina.
El teléfono sonó dos veces y contestó papá.
—¿Diga? —sonaba irritable y supe que necesitaba un trago.
—Hola, papá.
Los ruidos de habitación habituales a los que normalmente no prestas atención desaparecieron y, al hacerlo, se hicieron evidentes. Me sentí aún más triste.
—No tienes que tapar el auricular, papá. Saben cómo localizar la llamada.
Tartamudeó:
—¿De qué estás hablando?
—Ponte en tratamiento, papá. Tienes seguro. Inscríbete en Red Pines.
—¡Diablos, no! ¿No sabes la diferencia entre un borracho y un alcohólico?
Era un viejo chiste; la respuesta era «los borrachos no tienen que ir a todas esas reuniones». Antes de que pudiese acabar la gracia, le dije:
—Sí. Los borrachos empeoran hasta que mueren. Algunos alcohólicos mejoran.
Me respondió:
—¡Vete a la mierda!
—Ponte en tratamiento.
Se calló un momento.
—¿Por qué estás huyendo de esos hombres del gobierno? ¿Es que no tienes respeto por tu país?
Entonces casi le cuelgo, enfadado. Respiré hondo y le contesté:
—Tengo más respeto por la Declaración de Derechos que ellos. Tengo más respeto por la constitución que ellos. No soy ninguna amenaza para ellos, pero no se lo creen. Probablemente no pueden creerlo.
Oí un chirrido de ruedas en el aparcamiento; nada exagerado. Era más bien el ruido de alguien que había entrado demasiado deprisa, pero ya sabía de qué se trataba.
—Ponte en tratamiento, papá. Antes de que mueras. Antes de que jodas la vida de alguien más.
Dejé el teléfono colgando, salí al vestíbulo que llevaba a los servicios y me quedé dentro, en la sombra.
Abrieron de golpe ambas puertas a la vez, cuatro hombres, cada uno llevando algo parecido a una escopeta de cañón corto de gran calibre. ¡Dios santo! ¿Qué diablos es esto? Juro que había algo que sobresalía del cañón de la escopeta y que brillaba bajo la luz fluorescente de la estación. Entonces uno de los hombres me vio y se apoyó el arma en el hombro.
Salté.
* * *
Llamé al doctor Perston-Smythe desde una cabina de la calle. Todavía tenía mucho que explorar de Washington, pero permanecía lejos del Mall. No quería que vigilasen el Museo del Aire y el Espacio antes de que tuviese oportunidad de visitarlo.
Contestó su propio teléfono y me pregunté si tendría a un agente sentado en su oficina, con uno de esos rifles de cañón corto en la mano, o una de las pistolas lanzadardos como la que me dispararon la primera vez en casa de papá.
—¿Qué diablos son esos horribles rifles que llevan por ahí?
Inspiró con fuerza.
—¿Qué quiere, señor Rice?
—Quiero que me dejen en paz. No estoy perjudicando a nadie, ni mucho menos la «seguridad nacional», y ustedes se están pasando de la raya.
Se oyó un clic y la voz de otra persona entró en línea.
—Señor Rice, por favor no cuelgue. Soy Brian Cox.
—¿Seguro que no se pasa todo el día en el despacho del Dr. Perston-Smythe?
—Bueno, no. Acordamos que me pasaría la llamada en caso de que usted llamase. El Dr. Perston-Smythe ya no está en línea.
—¿Qué quiere?
—Queremos sus servicios.
—No.
—De acuerdo, pues queremos que nos diga cómo lo hace.
—No.
—En realidad, ya está trabajando para nosotros. Buen trabajo lo que hizo en Argel y en Larnaca. Sobre todo en Larnaca.
Noté que arrugaba la nariz.
—No mucho. No fui a por ellos por ustedes.
Se rio en voz baja y yo volví la cabeza, mirando las calles. Me pregunté si estaba intentando distraerme deliberadamente, para dejar que los otros se me acercasen a hurtadillas. Estaba desesperado por preguntarle si conocían a otros teletransportadores, pero estaba seguro de que sería capaz de mentirme acerca de ello, para atraerme. No quería que supiese aquella obsesión, para que la pudiese utilizar.
—Bueno, aunque fuese por vengar la muerte de su madre, a nosotros nos sirve. Podríamos llevarle hasta Matar.
Qué cabrones.
—¿A cambio de qué?
—Ah. De un favor aquí y allá. Nada arduo, ni siquiera desagradable. Por supuesto nada peor que lo de Larnaca.
No debería haberlo hecho, pero le dije:
—Se hizo explotar a sí mismo. Lo único que hice fue recoger los trozos. Habría muerto toda la gente del vuelo si no lo hubiese hecho.
—Oh —su voz era completamente neutral. No sé si me creyó o no—. ¿Cómo puede estar seguro? Por lo que sabemos, podría haberse entregado cinco minutos más tarde. ¿Está seguro de que no puso a los pasajeros aún más en peligro? Puede que nunca hubiese apretado el botón si usted no hubiese interferido.
Estaba verbalizando lo que yo me había estado diciendo durante toda la semana.
Se aproximaba un coche lentamente, con cuatro hombres dentro. Otros venían por las aceras. Llevaban abrigos largos, abiertos; todos llevaban una mano pegada a un lado, aguantando algo debajo del abrigo. Se detuvieron a unos cuarenta metros, a plena vista.
—Veo a sus hombres, Cox.
—Bueno. Permanecerán lejos mientras hablamos.
—¿Por qué se molesta? ¿Cree que pueden atraparme? ¿Qué es esa horrible pistola que llevan por todas partes?
—Tranquilizante.
Pensé que estaba mintiendo. El calibre era demasiado grande.
—¿Y si soy alérgico a la droga? Salto a algún sitio y muero. Están locos.
—Debería trabajar con nosotros. Protegemos el país. ¿Es eso algo malo?
—Voy a vomitar.
—¿Quiere a Matar?
—Lo atraparé yo mismo.
—Al final le cogeremos, a menos que quiera seguir escondiéndose para siempre.
—¿No temen que me vaya al otro bando? Con la perestroika y todo eso, cada vez veo menos diferencias. Ellos, al menos, están empezando a deshacerse de su policía secreta. Nosotros aún les tenemos a ustedes. Déjenme en paz.
—¿Y qué me dice de su padre?
—Hagan con él lo que quieran —respondí—. Se lo merece.
Colgué el teléfono y salté.
* * *
Pasé ocho horas en el aire volando desde el aeropuerto DFW hasta Honolulú. Unos terroristas del Ejército Rojo Japonés habían secuestrado y retenido a trescientos turistas a las afueras del aeropuerto de Honolulú. Para cuando llegó mi avión, todo había acabado.
Un asalto de las tropas especiales de la Armada de Pearl Harbour, apoyado por las fuerzas especiales del ejército de Schofield Barracks, liberó a la mayoría de los rehenes. Las bajas fueron «pocas», dos turistas, un soldado y seis o siete terroristas.
Honolulú era precioso, el agua increíblemente azul, las montañas verde esmeralda, pero me fui después de adquirir un lugar de salto, profundamente deprimido. Uno de los muertos era una mujer, de la edad de mamá.
* * *
—No puedes estar en todas partes.
Estaba sentado en una alfombra de piel de oveja, metiendo ramitas en la estufa de madera. Tenía frío. Desde que recogí el cuerpo del secuestrador del agua fría y oscura del foso, había sido incapaz de entrar en calor. Incluso en el templado Hawai el sudor era frío.
Millie estaba sentada a mi lado, con su bata abierta sobre la piel desnuda, cómoda. Yo aún iba vestido, con el abrigo cubriéndome los hombros.
—Ya lo sé —me apreté las rodillas contra el pecho. El calor de la estufa era casi doloroso para mi piel, pero no me llegaba a los huesos.
Ella quería que fuese a ver a un terapeuta, otro doloroso eco de mamá. Yo no quería.
Se desplazó sobre la alfombra, apoyándose en mí, con su cabeza en mi hombro. Volví la cabeza y le besé en la frente.
—Tú crees que si coges a Matar, todo habrá terminado. Que de alguna manera pondrá todo en su lugar. Creo que te equivocas.
Negué con la cabeza, aún más cerca del fuego.
Continuó hablando:
—Creo que te darás cuenta de que no servirá de nada. Y tengo miedo de que te maten cuando pase. Puedes saltar lejos de pistolas, cuchillos o bombas, pero hasta que no puedas saltar lejos de ti mismo, no te librarás del dolor. No a menos que te enfrentes a él y lo superes.
—¿Que lo supere? ¿Cómo?
—Deberías ver a un terapeuta.
—¡No empieces otra vez!
—Un terapeuta no te va a matar… no como un secuestrador. ¿Por qué será más fácil llevar los hombres a la guerra que a ver un consejero?
—¿Es que debería dejar que las cosas pasen? ¿Debería dejarle matar a gente inocente?
Miró al fuego un momento, y luego respondió:
—Hoy han puesto una entrevista con un palestino en la CNN. Quería saber por qué el misterioso antiterrorista no rescató a los niños palestinos de las balas israelitas.
—No puedo estar en todas partes —me estremecí al decirlo.
Sonrió.
—¿Entonces dónde pones el límite? Porque sabías que la situación en Honolulú no tenía nada que ver con extremistas chiítas antes de que fueras hacia allá. Sabías que Matar no estaría entre ellos.
Volvíamos a estar como al principio.
—¿Es que no puedo estar alerta? ¿Cuando podría hacer algo?
—Vete a trabajar con los bomberos. Podrías rescatar a más gente con menos peligro. Me temo que acabarás como la NSA si sigues así. Cuanto más te asocies con terroristas, más terrorista será tu comportamiento.
Me aparté de ella.
—¿De verdad que he empezado a comportarme así?
Negó con la cabeza y me acercó a ella.
—Lo siento. Es lo que temo. Puede que si te lo recuerde con frecuencia, no pase.
Me dejé caer en sus brazos, acurrucándome, y con la cabeza en su hombro.
—Eso espero.
* * *
Atenas, inicio de muchos secuestros, fue el escenario del próximo. Un DC-10 de la Olympia Airlines despegó de Madrid y, diez minutos más tarde, pidió un aterrizaje de emergencia debido a la despresurización. Al mismo tiempo pusieron su transpondedor de vuelo a 7500, la señal internacional de secuestro aéreo.
El avión había aterrizado hacía dos horas cuando me enteré por la Manhattan Media Services.
Había unidades del ejército griego en el lugar, rodeando el avión, cuando llegué a la terminal. Empecé buscando a la prensa primero, porque supuse que sabrían algo acerca del número de secuestradores, sus armas y sus exigencias.
El reportero de Reuters de Argel estaba allí. Se le quedaron los ojos como platos cuando me vio, salió de su posición en primera fila y me apartó del grupo de periodistas.
—Eres tú —susurró, nervioso—. Pensé que eras tú en las imágenes —no paraba de mirar a su alrededor, ansioso por adelantarse a los demás.
—¿De qué está hablando? —me pregunté si aquello era un desastre o si podría utilizarlo de algún modo.
—No te vayas. ¡Déjame entrevistarte!
—Relájese. Atraerá a todos sus colegas y me iré.
Respiró hondo y bajó los hombros.
—¡Lo sabía! —susurró—. ¿Por qué no vamos a un lugar más tranquilo?
—¿No se le olvida algo? —le pregunté, señalándole con la cabeza hacia la ventana de la terminal. El avión estaba al final de la pista, a unos ochocientos metros.
Se mordió el labio.
—¿Después?
—Depende. ¿Qué está pasando con el secuestro? ¿Qué puede contarme?
—Entonces, si te digo lo que sé…
—Puedo preguntar allí —contesté, señalando al resto de la prensa con el pulgar.
—Vale, vale. Toma mi tarjeta —me entregó una tarjeta blanca con la cabecera de Reuters, su nombre, Jean-Paul Corseau, y un teléfono, un fax y un télex—. Son tres. Llevan pistolas. Había un guardia de paisano que hirió a uno, pero los otros dos le mataron. En la refriega, una bala salió por una ventana de primera clase. Solo habían alcanzado los dos mil cuatrocientos metros de altura, así que no era muy grave, pero el piloto insistió en aterrizar. Exigen un avión de recambio. No dejan que el piloto salga de la pista de despegue, así que están redirigiendo el tráfico hacia otras pistas.
—¿Han pedido algo más? ¿De dónde son?
—De momento, no. Son de ETA, independentistas vascos. La mayoría de los pasajeros son españoles.
—¿Vascos? ¿Desde cuándo los vascos secuestran aviones? Pensaba que se dedicaban a los atentados.
Se encogió de hombros.
—¿Nada más? ¿Está grave el tercer secuestrador?
—No lo sabemos.
—Vale, gracias. Si sale bien, le daré algo después —miré a mi alrededor. Nadie parecía estar mirándonos—. ¿Qué es aquello? —pregunté, apuntando a la prensa.
Corseau volvió la cabeza y salté.
* * *
Uno de ellos estaba en la puerta, mirando hacia fuera, vestido con una chaqueta de piel y con una pistola en la mano. La puerta trasera estaba cerrada y todas las ventanillas también. Uno de ellos estaba en la cabina de mando, apenas visible. Estaba usando la radio. Aquello dejaba a uno, el herido.
En un DC-10 la puerta delantera está detrás de la sección de primera clase, con una separación delante dividida en dos pasillos, uno hacia el frente y otro hacia el final. Una cocina en el medio lleva al segundo pasillo. Salté en medio de la cocina, tapado en la parte delantera por la separación y en la trasera por la cocina.
No vi a nadie mirando al hombre de la puerta, el cual me daba la espalda, pero era posible. Decidí arriesgarme y salté detrás de él, le puse una mano alrededor de la cintura y la otra en la boca. Salté con él al foso, le dejé caer, y salté de vuelta a la cocina. Escuché. Nadie parecía haberse dado cuenta. Utilicé el espejo de dentista para mirar hacia delante.
Un hombre con un traje arrugado estaba apoyado contra el mamparo delantero, y una extraña pistola en su mano derecha apuntaba en dirección a los pasajeros. La sangre le empapaba el costado izquierdo de la chaqueta, hasta abajo, y se apretaba el brazo de aquel lado contra el cuerpo. Tenía la cara cubierta de sudor y estaba muy pálido. Desde donde estaba, podía ver el pasillo junto a la puerta.
A sus pies vi la cabeza y el brazo de un cuerpo inmóvil, con la mano extendida, los dedos hacia arriba, medio abiertos, casi implorando.
Me fui hasta el otro pasillo y usé el espejo para examinar la puerta de la cabina de mando.
Estaba abierta y pude ver al tercer terrorista allí de pie, con los auriculares en la cabeza. Estaba justo en la entrada, agitando la pistola para enfatizar lo que estaba diciendo.
Desde mi ángulo, la única tripulación que veía era el piloto, sentado sin moverse, con la cabeza hacia delante. Tenía una calva.
Saqué la barra de acero de mi bolsa. No veía cómo podría llevarme al terrorista de la radio de un salto sin que me viese el otro. Alcé la barra por encima de mi cabeza y salté.
Aparecí en la puerta de la cabina y la barra golpeó la parte trasera de la cabeza del terrorista. Tuve la vaga impresión de que caía hacia delante, pero me giré de inmediato para bajar la barra sobre la mano del terrorista herido. Oí crujido de huesos y me encogí.
La pistola cayó hacia delante y el pasajero del asiento delantero la cogió. El terrorista se desplomó en el suelo de repente, cogiéndose la muñeca y el costado. Había sangre en la pared detrás de él.
Miré hacia el interior de la cabina. El ingeniero de vuelo y el copiloto sujetaron al terrorista inconsciente mientras el piloto le quitaba la pistola de la mano. Miró a la puerta, con miedo y determinación en la cara.
—No dispare —le dije, sonriendo—. Estoy de su parte —me di la vuelta y caminé por el pasillo, pasando por la cocina, hasta clase turista. Oí que el piloto salía de su asiento y me seguía. Todo parecía estar bien. Las azafatas estaban al final del avión.
—¿Dónde está el tercero? —preguntó.
—Ah. Eh… le he puesto en espera. Volveré con él en un segundo.
Me fui de un salto al barranco encima del foso.
El hombre con el largo abrigo de piel estaba en la isla, temblando. Había conseguido conservar la pistola y estaba de pie, con los brazos cruzados, encorvado hacia delante. El agua chorreaba del abrigo. No paraba de mirar a un lado y a otro.
—Tira el arma —grité.
Alzó la cabeza de golpe, y las gotas de agua brillaron bajo los últimos rayos del sol de mediodía. Me apuntó con la pistola y me gritó algo en una lengua que no conocía.
Salté al borde de la pared, en el otro lado, detrás de él.
—Tira el arma —volví a gritar.
Se dio la vuelta con rapidez, esta vez disparando. La bala dio en la piedra a unos cuantos metros a la izquierda.
Salté detrás de él, en la isla, y le di en la cabeza con la barra. Él gritó y cayó de rodillas, llevándose ambas manos a la cabeza. Le golpeé en la mano que llevaba la pistola y esta cayó. La recogí rápidamente y me separé de él.
La pistola era de plástico. Había leído acerca del tema; podían pasar los detectores de metales del aeropuerto.
Se aguantaba la cabeza y decía cosas que sonaban como insultos, fuese la lengua que fuese.
Le hice gestos para que se pusiese boca abajo y me escupió. Alcé la barra de manera significativa. Él se encogió y se estiró boca abajo. Me puse la pistola en el bolsillo y le até las manos a la espalda con una brida; luego le levanté y salté con él de vuelta a Atenas, al pasillo del DC-10.
El capitán estaba allí, hablando en griego con una de las azafatas. Ambos dieron un respingo cuando aparecimos el prisionero y yo.
—Perdonen —dije—. Aquí está el tercer secuestrador.
El capitán asintió lentamente y salté.
* * *
Permanecí fuera de la vista mientras los pasajeros salían del avión en tropel. Dos de los terroristas salieron en camillas. El tercero salió rodeado por la policía. Detrás de la tripulación y las azafatas apareció una última camilla, tapada. Era triste, pero no me afectó tanto como con los turistas de Hawai.
Cuando leyeron el comunicado oficial a la prensa, le di un toque en el hombro a Corseau, el tipo de Reuters. Giró su grabadora hacía mí y yo negué la cabeza.
—De acuerdo —dijo, apagándola—. ¿Puedo entrevistarte?
Pensé en ello.
—¿Dónde es su próximo trabajo? ¿Se encontró con este porque estaba aquí, de tránsito?
—Sí. Iba hacia El Cairo.
—¿Dónde está su equipaje?
—Está todo aquí. Lo había facturado y estaba a punto de embarcar cuando ocurrió todo esto.
Sonreí.
—Bien —me puse detrás de él. Empezó a volverse—. No se mueva. —Miré a mi alrededor; nadie nos miraba. Le agarré por el cinturón y salté con él, la funda de la cámara, el ordenador portátil, y todo, a la terminal del aeropuerto de El Cairo, en la acera detrás de la parada de taxis.
—Merde! —casi se le cae el portátil. Le sujeté.
—¿Reconoce dónde está?
—Sí.
—Bien —dije. Salté.
* * *
En Hawai eran cinco horas antes que Oklahoma, así que imaginé que podría recoger a Millie a las once, hora local, y pasar una buena tarde en Honolulú. Salté allí desde El Cairo y cogí un taxi hasta el aeropuerto.
Era extraño. A excepción de la ciudad de Nueva York, Hawai era el único lugar de los EE.UU. donde había estado en el que me sentía como en otro país. Aunque los letreros y las señales estaban en inglés, el paisaje no cuadraba. Pero era precioso y, por primera vez en semanas, tenía calor.
Pasé la tarde paseando por Waikiki. Me compré una camisa hawaiana para mí y un mu-mu[20] para Millie, y reservé una mesa en un restaurante del Royal Hawaiian. El día siguiente era sábado, así que ella no tendría que levantarse temprano.
Sentí como si fuésemos a celebrar algo.
A las once, horario de la zona centro, salté al dormitorio de Millie. Iba vestido con pantalones blancos y la camisa hawaiana turquesa que me había comprado. Su vestido la esperaba en Texas, pero le llevaba un leí de orquídeas para colgárselo del cuello.
La lámpara de la mesita, una de esas de cuello alargado con pantalla de metal, estaba apartada a un lado, dejando la cama a oscuras. Di un paso adelante, pensando que se habría quedado dormida, cuando algo brilló en la cama.
Me hice a un lado y algo me dio un golpe de refilón en la pierna. Bang, pensé, y salté a un rincón del Adams Cowley Shock Trauma de Baltimore.
Me miré la pierna. Un tubo plateado, de quince centímetros de largo por dos de diámetro, me colgaba de allí. En un extremo, sobresalía una fina antena. En el otro, una varilla de acero inoxidable, quizá de unos seis milímetros, se me había clavado en los pantalones. Me lo saqué y vi que cinco centímetros después acababa en una púa, una especie de arpón. Había un fluido claro que se acumulaba en la punta y me incliné hacia adelante. Tenía un agujero.
Bueno, Cox no me había mentido. Era un tranquilizante. Pero, Dios, si aquella púa se me hubiese metido un poco más en la pierna, no me la habría podido sacar.
También había un poco de sangre, pero parecía que solo me había rozado, enganchándose en los pantalones. Y el dispositivo de la antena quería decir que tendría algún sistema de seguimiento.
La imagen era escalofriante. El arpón se me habría metido en la pierna y yo habría saltado. Antes de que me lo hubiese podido sacar, el tranquilizante me habría tumbado. Y el sistema de seguimiento haría el resto. ¿Podrían rastrearlo por satélite?
¿Cuánto tardarían en llegar? ¿Lo habrían diseñado solo para mí o estaban utilizando una tecnología existente para un problema habitual? Es decir, ¿habría más teletransportadores a los que ya habrían cazado?
Salté a Central Park, a oscuras y frío, vestido con mi camisa hawaiana de manga corta y sandalias. Mi navaja sacó el arpón. Me pasó por la cabeza destrozarlo.
¿Qué han hecho con Millie?
Esperé cinco minutos y volví a saltar, hasta la parada de camiones en Minnesota. Un enorme camión de grava, vacío, estaba saliendo del aparcamiento. Salté detrás de la cabina y tiré el arpón al volquete. Le oí que golpeaba con eco; entonces el camión aceleró por el tramo de acceso hacia la entrada a la autopista.
Me pregunté adónde iría.
* * *
No fue una noche agradable. El poco sueño que logré conciliar estuvo repleto de pesadillas. El amanecer me encontró encogido frente a la estufa de madera rompiendo astillas que no necesitaba en trozos más y más pequeños.
El complejo de apartamentos de Millie estaba plagado de agentes de la NSA aquella mañana, pero si ella estaba allí, no fue a ninguna parte. Lo observaba desde un tejado, con los prismáticos. Cuando llamé, una mujer contestó el teléfono, pero no era ni ella ni su compañera de piso, así que colgué sin hablar.
* * *
En Topeka, Kansas, llamé al cuñado de Millie, el abogado. Le di a la recepcionista un nombre falso.
—Tu cuñada, Millie Harrison, fue secuestrada ayer por agentes de la Agencia de la Seguridad Nacional.
—¿Quién eres?
—Un amigo de Millie. Están por todo el complejo de apartamentos y ni ella ni su compañera de piso están en casa.
—¿Cómo te llamas?
—Por favor, haz lo que puedas —colgué.
* * *
Un proveedor de acuarios en Manhattan me vendió un cilindro de dos mil dólares de plástico Lexan transparente de siete centímetros de grosor. Hacía casi un metro setenta de alto y noventa centímetros de diámetro. Quiso venderme también el fondo con junta de acero y accesorios para los conductos del filtro, pero decliné su oferta. No lo iba a usar como acuario.
Salté con el tubo a la vivienda del precipicio y enseguida lo eché a perder como recipiente para meter peces, porque remaché dos asas por dentro, a media altura. Cuando me colocaba dentro del tubo cogiendo las asas, me llegaba desde los tobillos hasta por encima de la cabeza, protegiéndome todo el cuerpo.
Salté al despacho de Perston-Smythe en D.C.
Un arpón golpeó el escudo de plástico y rebotó. El Dr. Perston-Smythe no estaba en su despacho, pero un hombre en un rincón dejó el lanza arpones y se lanzó hacia mí, con los brazos abiertos.
Salté a un lado un metro y medio, junto a la librería. El hombre pasó por el espacio que dejé y se estampó contra la mesa, intentando protegerse con las manos en el último segundo. Falló y se dio con la cabeza y el hombro izquierdo con el borde de la mesa. Cayó al suelo, gimiendo.
Salté fuera del tubo y me puse a escuchar en la puerta. No parecía que viniese nadie. Cogí el arma de su funda en la espalda, le agarré por el cinturón y lo levanté. Él empezó a forcejear. Salté con él a la playa de Tigzirt, Argelia, y lo dejé boca abajo en la arena.
Me encontraba detrás de la mesa de Perston-Smythe cuando este volvió a su despacho. Estaba solo. Le apunté con el arma del agente y le pedí que cerrase la puerta. Entonces, después de cachearle, salté con él al desierto, en las estribaciones de El Solitario.
Cayó de rodillas cuando le solté. Me aparté unos tres metros de él y me senté en una roca.
Se puso a mirar a su alrededor, entrecerrando los ojos bajo el sol abrasador.
—¿Cómo lo hace?
Si mi mente no hubiese estado centrada en Millie, podría haber encontrado divertida su expresión.
—¿Dónde está Brian Cox?
—¿Eh? En su despacho, supongo. ¿También lo trajo aquí?
—¿Dónde está su despacho?
Vaciló un momento.
—Bueno, está listado en el Directorio del Gobierno. Supongo que puedo decírselo. Organiza su pequeño espectáculo desde el Edificio Pierce, encima del Departamento de Estado.
—¿No está en Ford Meade?
—No. La NSA tiene oficinas por todas partes. ¿Qué le ha hecho a Barry?
—¿Quién es Barry?
—El agente de mi despacho. El del turno de la mañana.
—Ah. Bueno, Barry se ha ido a la playa. ¿Dónde se han llevado a Millie Harrison?
—Nunca he oído hablar de ella.
Le apunté con el arma en la cabeza.
—Dios. Es cierto. Nunca he oído hablar de ella. ¿Está seguro de que yo tendría un motivo? Recuerde con quién está tratando. Esos tipos no le dicen nada a nadie, a menos que se vean obligados a hacerlo.
Bajé el arma.
—Le recuerdo que de alguien con mi talento es muy difícil huir. Si me entero de que me está tomando el pelo, se va a enterar.
—Es la verdad. Nunca he oído hablar de ella. Mi único trabajo tiene que ver con Oriente Próximo.
—Dése la vuelta.
—¿Va a dispararme?
—No a menos que me obligue a hacerlo. Dese la vuelta. Se movió lentamente. Le agarré y salté con él hasta la terminal del aeropuerto de Ankara, Turquía, y lo dejé allí.
Supuse que tendría su tarjeta American Express.
* * *
Cuando volví a comprobar el apartamento de Millie, habían reducido el número de agentes en el complejo. Había dos hombres fuera, medio escondidos en las esquinas del edificio. Vi a uno sacarse una radio del abrigo y ponerse a hablar.
Le dejé en el aeropuerto de Bonn, agitando su lanza arpones e intentando volver a hablar por radio. La seguridad del aeropuerto se le acercaba con rapidez.
No creo que su radio tuviese alcance intercontinental.
Al otro guardia lo llevé al aeropuerto de Orly, a las afueras de París. Logró clavarme un codo en las costillas, muy fuerte, pero le apreté más y le dejé junto a un grupo de turistas japoneses amontonados alrededor del mostrador de información.
Me ocupé de los que había dentro del apartamento con el cilindro de Lexan, evitando sus disparos y saltando con ellos a aeropuertos de Chipre, Italia y Arabia Saudí.
* * *
Al parecer, papá estaba trabajando. Al menos, el coche no estaba allí. Solo había tres agentes en la casa y los esparcí por Túnez, Rabat y Lahore. Durante el proceso, me gané otro moretón en las costillas y un pisotón en el empeine.
Pensé en utilizar la barra de hierro en el futuro, pero no me quería arriesgar a matar a alguien. Estaba dispuesto a correr ese riesgo cuando todo un pasaje estaba en juego, pero ¿americanos?
Son terroristas a su manera.
Me estremecí, recordando la advertencia de Millie. No quería convertirme en uno de ellos. Y aún peor, no quería convertirme en alguien como mi padre.
* * *
Estaba oscureciendo en Washington, unos densos nubarrones tapaban la puesta de sol y venía un aire frío del este. Entré en la estación de trenes y llamé al número de Perston-Smythe. Me imaginé que aún estaría en Turquía, a menos que llevase el pasaporte encima, pero era Cox con quien quería hablar.
Una voz masculina, neutra, no la de Perston-Smythe, contestó al teléfono. Le dije:
—Soy David Rice. Quiero hablar con Brian Cox.
Hubo un instante de vacilación al otro lado de la línea.
—¿Cuál es el problema? —pregunté—. Además de que están rastreando el número, claro.
—El señor Cox está en otra línea. ¿Puede esperar un momento, por favor?
—No me lo trago.
—De verdad… está hablando con el embajador de Bonn. Usted causó el problema, después de todo.
Ah, el lanzaarpones en el aeropuerto. Sonreí.
—Llamaré más tarde.
Cogí el abarrotado metro en hora punta y bajé cinco paradas después. Las estaciones limpias y con aire fresco me sorprendieron, tan diferentes de las de Nueva York. En el andén utilicé otra cabina. El propio Cox contestó la llamada.
—Ha causado muchos problemas —dijo, enojado.
Su tono de voz me recordó al de papá. Por un momento sentí como si hubiese hecho algo malo, terriblemente vergonzoso. Me quedé sin habla, primero por el shock, después por la ira.
Colgué el teléfono y grité con todas mis fuerzas, en un arrebato de furia. Los viajeros de aquella hora se volvieron y se me quedaron mirando, sorprendidos, y un tanto asustados. Un marine uniformado que mascaba tabaco me preguntó:
—¿Malas noticias?
—¡Que te jodan! —le respondí, y salté a mi vivienda del precipicio en Texas. Ojalá se atragantase.
Volví a gritar, enfadado, furioso. El tío había secuestrado a Millie. Tenía a gente disparándome con púas de acero afiladas y tenía la cara de decir que yo estaba causando muchos problemas… Me dejé caer de rodillas en la cama y empecé a aporrear el colchón.
Dios, estaba asustado.
* * *
Papá llegó a casa del trabajo escoltado por dos agentes, uno en el asiento del pasajero delantero y otro detrás. Les observé desde la ventana de la cocina mientras metía el coche en la entrada. Me sorprendía que fuese él quien conducía. Teniendo en cuenta que la NSA estaba con mi padre desde hacía ya un par de semanas, tenían que conocer su alcoholismo. Yo no me metería en un coche que él condujese.
Uno de los agentes llevaba un lanzaarpones. Se lo metió debajo del abrigo mientras se dirigían hacia la casa, pero afuera estaba oscuro, y no se molestó en abrochárselo.
Le llevé de un salto al aeropuerto de Sevilla justo después de que entrase en la casa. Al otro agente lo llevé a El Cairo. Cuando volví, papá estaba corriendo por el césped hacia el coche.
Cuando llegó a la puerta, salté al asiento del conductor y me lo quedé mirando a través de la ventanilla. A la vez, la alarma empezó a sonar. Chilló y se apartó del coche, y salió corriendo torpemente calle abajo. Le dejé marchar y salté de vuelta a Washington, D.C.
* * *
Aquella vez él solo dijo:
—Le escucho.
—¿Dónde está Millie Harrison?
—En un lugar seguro.
—¿Dónde?
—¿Por qué deberíamos decírselo?
Me quedé mirando el teléfono, y recordé que debía comprobar las aproximaciones a la cabina. Me encontraba delante de una tienda de veinticuatro horas en Alejandría.
—Deberían hacer mucho más que decírmelo. Hay otros lugares mucho más desagradables que los aeropuertos en los que pueden acabar sus hombres. Habría sido mucho más fácil dejarles caer desde lugares altos. Muy altos. Y no tienen por qué ser solo sus hombres a los que me lleve en mis pequeños viajes. ¿Qué diría el presidente si saltase con él a Colombia a charlar un rato? No creo que sea muy popular allí entre ciertos grupos de especial interés. ¿Y a Cuba? Sería todo un golpe maestro: el presidente se va en una misión de investigación. Un viaje relámpago. Incluso sorprendería al Servicio Secreto.
Cox estuvo en silencio durante un instante.
—Usted no haría eso.
—Póngame a prueba.
—No tengo por qué hacerlo. Tenemos a su novia y no sabe dónde está. Usted no haría nada que la pusiera en peligro.
—¿Por qué no? Usted está dispuesto a poner en peligro al presidente.
—No creo estar arriesgando nada. Venga a hablar con nosotros. Ayúdenos a entender cómo hace lo que hace. Podemos ayudarle. Lo está haciendo bien con esas actuaciones antiterroristas. Podemos localizarle a Rashid Matar.
Colgué el teléfono.
* * *
A la mañana siguiente había más guardias en el apartamento de Millie. Salté con ellos a Cnosos, Muscat y Zúrich. Me estaba convirtiendo casi en una pequeña agencia de viajes. Esperaba que a la NSA les costase mucho traerlos de vuelta.
Cuando comprobé la casa de papá estaba vacía, cerrada con llave.
El metro me dejó a dos bloques del Edificio Pierce. Un edificio gubernamental al otro lado de la calle no tenía seguridad y accedí al tejado sin problemas. Desde allí veía un lado del Edificio Pierce y la entrada trasera, la que llevaba al aparcamiento.
El aparcamiento estaba vallado, con un guardia en la entrada. Había otro guardia en una garita de cristal en la puerta del edificio. Con los prismáticos, vi que ambos guardias examinaban credenciales. El de la garita tenía que apretar un botón antes de que se abriese la entrada al edificio.
Un circuito cerrado de cámaras inspeccionaba el aparcamiento, todos los lados del edificio, e incluso el tejado.
Salté a la Union Station y usé el teléfono.
—Déjenme hablar con Cox.
Se oyó ruido de papeles.
—Hola.
—Reunámonos.
—Bien. Puede venir a mi despacho.
—No sea estúpido.
—Dónde, entonces.
—Vaya al estanque del Capitolio. Vaya por el césped hasta la mitad, en dirección al Monumento a Washington. Solo.
—¿Y ahora quién es el estúpido?
No me importaba cuánta gente llevase con él. Solo quería hacerle creer que pretendía encontrarme con él.
—Bueno, puede ir con alguien más, pero dejen sus armas. Nada de abrigos largos, nada que pueda esconder esos horribles lanzaarpones. Que vayan detrás de usted.
Acordamos dos guardias.
—Cuándo —preguntó.
—Ahora mismo. Como ya sabe, estaré allí antes que usted, así que sea honesto. El Mall está bastante vacío en este momento. Podré ver si lleva a algún impostor.
Le oí tragar saliva.
—De acuerdo. Llegaremos en diez minutos.
Colgué el teléfono, salté de vuelta al tejado y saqué los prismáticos.
Salió del edificio con otros seis hombres. Algunos llevaban lanzaarpones. Cuatro de ellos entraron en un coche y los otros dos, con gruesos jerséis en lugar de abrigos, se fueron hacia otro coche. Cox se quedó el último, despreocupado, esperando que la confrontación real se diese en el Mall.
Uno de los hombres abrió una puerta y se la aguantó a Cox. Entonces fue cuando le cogí.
Cox era grande y pesado, pero yo ya había perfeccionado el arte de desequilibrarlos y saltar con ellos. Justo antes de desaparecer del aparcamiento, oí que el agente que aguantaba la puerta empezaba a gritar, y el sonido desapareció enseguida en mi transición hacia Texas, a quince metros por encima del agua fría y dura del foso.
Salté a la isla para verle caer.
Hubo una explosión de agua y las gotas llegaron hasta mi abrigo. Se había inclinado hacia delante después de soltarle y su impacto, aunque dio con los pies primero, fue seguido por el choque con el pecho y la barriga. Le oí gruñir cuando el aire le salió de golpe.
Tardó unos segundos en subir a la superficie y aún más para recobrar el aliento.
Esperaba que le hubiese dolido.
Aunque no parecía tan afectado como algunos de los otros que habían caído igual. Nadó de costado hasta la isla y la verdad es que salió del agua andando.
Le apunté con el arma de Barry.
—Si no saben nada de mí en poco tiempo, las cosas se podrán muy feas para su novia.
Moví un poco el arma a un lado y disparé junto a él, al agua. La bala pasó por la superficie del agua e hizo saltar la roca de la pared del barranco. El ruido fue ensordecedor, un shock tremendo, pero yo ya había visto detonar explosivos allí. Sabía qué esperar. Aun así, me estremecí un poco.
Cox se sobresaltó y frunció el ceño.
—Quítese la ropa. Rápido —volví a apuntarle a él.
Negó con la cabeza.
—No, gracias.
Noté que la frustración se apoderaba de mi expresión calmada. Volví a disparar el arma, aquella vez al otro lado.
Él volvió a estremecerse, pero apretó los dientes y negó con la cabeza.
Cada vez me recordaba más a papá. Y por qué no. Se llevó a la mujer que yo amaba. Alcé la pistola sobre mi cabeza y salté, bajándola sobre la nuca de Cox, con fuerza.
Cayó hacia adelante como un árbol.
Saqué un cuchillo muy afilado del bolsillo y le rasgué la ropa. Llevaba dos pistolas, pero lo que estaba buscando lo llevaba atado a la pantorrilla. Era uno de los tubos plateados con una antena que le bajaba hasta el calcetín. No tenía la punta afilada, pero era igualmente peligrosa.
Salté a sesenta kilómetros al sur, donde el Río Grande se abría camino por la roca entre los EE.UU. y México, tiré el tubo a las espumosas aguas. Apenas flotaba y pude ver cómo oscilaba, en dirección a Del Río, a través del parque nacional Big Bend.
Cuando volví al islote, acabé de rasgarle la ropa, y salté con ella a Central Park, Nueva York, donde la tiré a un cubo de basura cerca de Sheep Meadow. Las pistolas las dejé en la vivienda del risco.
Ya había demasiadas pistolas en Nueva York.
De vuelta al foso, le di la vuelta y comprobé sus pupilas, manteniéndole los párpados abiertos. Parecían del mismo tamaño y ambas reaccionaban a la luz. Tenía el cuerpo con piel de gallina, pero parecía que respiraba bien. El sol entraba por el foso y la temperatura era de unos veinte grados. En cualquier caso, Cox estaba mejor ahí fuera sin su ropa mojada.
Salté al K-Mart de Stillwater, Oklahoma, compré un saco de dormir y volví. La cremallera lo abría por completo. Lo extendí en el suelo junto a Cox, le hice girar hacia una mitad, y subí la cremallera, tapándole.
Había una hinchazón en su cabeza que tenía un poco de sangre. Me recordó a cuando me atracaron, al llegar a Nueva York.
De nuevo, esperaba que le doliese, pero la malvada idea me hizo sentir mal. Me hizo sentir mezquino.
Mierda. Me hizo sentir como con papá.