Aparecí en El Solitario, por encima del foso lleno de agua con la isla verde, en un saliente a unos quince metros del agua. Las paredes se alzaban otros quince metros más por encima de mí, pero aquel saliente estaba encima de aguas profundas. Además, si caes desde treinta metros, alcanzarías casi los noventa kilómetros por hora antes de chocar con el agua. Aunque los grandes saltadores lo hacían, podías romperte el cuello si caías con un mal ángulo.
El sol aún no estaba muy alto y solo la parte superior de la pared opuesta estaba iluminada directamente por los rayos. Aun así, la roca era piedra caliza clara y reflejaba bien la luz. El agua de debajo era un espejo perfecto que reflejaba el cielo azul, las paredes blancas y mi silueta.
Me situé en el borde del saliente y me dejé caer. Tardaría 1,767 segundos en llegar al agua, pero poco después de un segundo el viento empezó a silbarme en los oídos y salté a la parte superior del foso, mirando hacia el agua quieta.
Respiré hondo. El agua parecía muy fría y dura, como hierro pulido.
Lo hice de nuevo, pero esta vez no aparecí en el saliente, sino a medio metro por delante del saliente, en el aire. Me dejé caer de nuevo, y volví a saltar antes de llegar al agua.
Lo hice una y otra vez.
* * *
Atenas, Beirut, El Cairo, Teherán, Bagdad, Ammán, Bahrein, Ciudad de Kuwait, Estambul, Túnez, Casablanca, Rabat, Ankara, Karachi, Lahore, Riad, La Meca, Cnosos, Rodas, Esmirna, Abu Dhabi, Muscat, Damasco, Nápoles, Venecia, Sevilla, París, Marsella, Barcelona, Belfast, Zúrich, Viena, Berlín, Bonn, Ámsterdam.
No pude conseguir un visado para Trípoli, en Libia, pero fui de todas formas, sin ni siquiera comprar un billete, solo saltando al otro lado del guardia de la puerta y de la azafata. No era un vuelo popular; el avión estaba medio vacío. Repetí el proceso al llegar.
Intenté hacer por lo menos un aeropuerto al día, a veces dos. Me levantaba a las dos o a las tres de la mañana, saltaba a la ciudad de la que salía el vuelo, dormía en el avión, adquiría un nuevo lugar de salto y volvía a eso de las diez de la mañana. Luego llamaba a Manhattan Media Monitoring y veía si había algún secuestro aéreo.
Hubo solo uno durante el mes de enero, un vuelo de la Aeroflot desviado a Kabul, Afganistán, por varios convictos soviéticos. Se habían entregado poco después del aterrizaje. No sé qué habría hecho si no hubiese sido así. No tenía ningún lugar de salto en Afganistán en aquel momento.
Después de una semana de inconvenientes y objeciones. Millie acordó un interrogatorio supervisado por un juez federal con la NSA y su abogado. Me lo contó después de saltar con ella a la vivienda del precipicio una noche.
—Trajeron a tu amigo de Washington.
—¿A quién? ¿A Perston-Smythe?
Negó con la cabeza.
—No, no. A Cox, Brian Cox, el tío de la NSA con los flancos.
—¿Flancos?
Se tocó el lado de la cabeza.
—Afeitado por los lados. Con el cuello grueso y anchas espaldas.
—Ya sé a quién te refieres. Es que no sabía qué querías decir con flancos.
—Ah. Bueno, pues empezó a preguntarme dónde estabas.
—¿Qué dijo exactamente?
—«¿Dónde está David Rice?». Yo respondí con la verdad literal. Le dije que no lo sabía, y que habíamos roto en noviembre. Ambas cosas eran ciertas; tú estabas volando por Europa y sí que rompimos en noviembre.
Asentí.
—Continúa.
—Bueno, luego tuve que mentir. Me preguntó si te había visto desde que lo dejamos. Le respondí que no. Temía no parecer muy convincente, pero creo que sonó bien. Me temo que eres una muy mala influencia.
»Entonces Cox me preguntó si sabía algo de ti, y le dije que no. Le dije que nuestra ruptura había sido horrible y que no quería saber nada de ti nunca más —me besó en la mejilla—. Otra mentira.
Sonreí y esperé que continuase.
—Me preguntó por la causa de nuestra ruptura y le expliqué lo de la llamada de la poli de Nueva York. No pareció muy sorprendido.
—No —le dije—. Tuvieron que hablar con Washburn y Baker para llegar hasta ti, así que ya habían oído su versión. Me pregunto si se enterarían de lo de la mujer de Washburn… Si los interrogaron por separado, probablemente sí. Sobre todo si utilizaron el polígrafo.
Millie puso mala cara al oír eso. Una de las condiciones de la NSA había sido interrogarla con un polígrafo. El juez se había negado en redondo. No ayudaba al caso de la NSA que no estuviesen dispuestos a hablar sobre el propósito de su investigación.
—Después Cox me preguntó cuándo te conocí, con qué frecuencia nos habíamos visto y qué grado de intimidad habíamos tenido. Respondí a las dos primeras preguntas pero no quise responder a la tercera. Le pregunté otra vez qué habías hecho para merecer aquella investigación, pero él se negó a responder, así que me levanté para marcharme.
Me puse a reír.
—Qué malicia. Te quiero.
Se encogió de hombros.
—Entonces cedió un poco, diciendo que no podía decir por qué estabas siendo investigado ya que era confidencial. Sí me dijo que podría decírmelo si reconsideraba lo del polígrafo. No tuve tiempo para responder; Mark y el juez se le tiraron a la yugular. El juez ha estado de nuestra parte desde que encontramos escuchas telefónicas.
—Bien por él.
—Casi lo sentí por Cox. Creo que quería saber hasta dónde llegué contigo en la relación para juzgar si eras humano o no. Estuve a punto de ceder y decirle que me preguntaba por qué tenías cuatro testículos y una bolsa marsupial, pero no quería meter el asunto en la dimensión desconocida. Si yo no sabía que podías desaparecer, ¿cómo me iba a hacer la pregunta sin parecer un lunático?
Asentí.
—Tiene un problema doble. Si soy un extraterrestre o incluso humano no alineado, no quiere dejar que otros gobiernos sepan de mi existencia. ¿Y si ellos me vieron primero? ¡El país que controle la teletransportación, controlará el mundo!
—Dios bendiga América —dijo ella, con sequedad.
—Por desgracia, eso tampoco nos dice si tienen experiencia con teletransportadores como yo. A menos que dijesen algo que lo diese a entender…
—No. Bueno, sí que me preguntó si pensaba que había algo extraño en ti, en tu manera de comportarte. Yo le dije «¿Qué? ¿Como que hable en ruso mientras duerme o algo así? No que yo sepa». Entonces dije una verdad a medias. Dije «Es un ganso, un ganso mono, pero un ganso. Dios, es de Ohio. ¿Qué se espera?».
—Ah. ¿Y qué parte era la verdad? ¿Que soy un ganso?
Se puso a reír y me abrazó fuerte.
—Que eres de Ohio. Entonces Cox se rindió. Me pidió que me pusiera en contacto con ellos si sabía algo de ti y que retirarían la vigilancia.
—¿Y lo han hecho?
Sacudió la cabeza.
—No lo sé. La verdad es que lo obvio sí ha desaparecido, pero la casa que hay en venta al final del bloque, la que no han podido vender en tres años, la han comprado de repente. ¿Quién compra casas en enero? No sé.
—Por tanto, asumimos que aún están vigilando. Tú vuelves a las clases dentro de dos semanas. Podría valer la pena hacer que alguien limpie tu apartamento de micros cuando vuelvas. Afortunadamente —dije, dejando que mis dedos la recorrieran un poco—, ya conozco tu dormitorio.
Se le arqueó la espalda e inspiró hondo. Llevó su mano a la parte baja de mi espalda.
—Ya. Pero una vez empiece las clases, ya sabes que no podré estar tanto tiempo contigo. Necesitaré dormir.
—¡Pero no podré verte durante el día, ni siquiera durante los fines de semana! No es justo.
Sus manos se movieron por debajo de mi cintura.
—Ya veremos —respondió.
* * *
Después de un vuelo abarrotado hasta Glasgow, desde Londres, salté a Nueva York, como de costumbre, y llamé a MMM, Manhattan Media Monitoring. Se había convertido en un pequeño ritual. Yo llamaba, la operadora comprobaba mi nombre en el ordenador y me decía «No, no hay nada». Le daba las gracias y colgaba, y volvía a comprobarlo a eso de las cinco de la tarde.
Esta vez, en cuanto oyó mi voz dijo:
—Ah, señor Ross, tenemos algo para usted.
—¿Sí? —se me aceleró el pulso.
—Un 727 de Air France ha sido secuestrado después de despegar de Barcelona. Ha sido desviado a Argel. Solo tenemos el teletipo inicial de la UPI[18]. ¿Se lo enviamos por fax?
El corazón me latía con fuerza y me costaba respirar.
—No. ¿Hay alguna indicación acerca de cuántos secuestradores van a bordo?
—No dice nada.
—¿Ya ha aterrizado en Argel?
—Aquí no lo dice, pero sí que los argelinos les dejarán aterrizar.
—Gracias. Bueno, estén atentos por si hay más información. Llamaré más tarde.
Colgué y salté, primero a Texas, a por los prismáticos y una pequeña bolsa de cosas sueltas, y luego a Argel, al aeropuerto.
Dentro de la terminal se había colocado una barrera que cerraba el paso a la terminal VIP. Los Darak al Watami la vigilaban, armados con ametralladoras. Había una multitud de curiosos pero estaban bastante apartados de la barrera. Fui avanzando entre la gente, preguntando qué estaba pasando una y otra vez hasta que encontré a alguien que hablaba suficiente inglés como para responderme.
—Los secuestradores han aterrizado hace solo diez minutos.
El hombre que me había contestado hablaba con acento americano mezclado con francés. Llevaba un ordenador portátil y una bolsa con una cámara.
—¿Es de la prensa?
Asintió.
—De Reuters. Me dirigía a casa después de cubrir la reunión de ministros de la OPEP, pero supongo que perderé el vuelo —miró a su alrededor—. Me pregunto dónde habrán colocado a la prensa —se alejó un poco, esquivando a la gente y fue directo a un extremo de la barrera. Le seguí a una cierta distancia y le oí hablar en rápido francés con uno de los guardias, que señaló el final de la terminal. El reportero se dio la vuelta y empezó a caminar a paso ligero hacia allí.
La barrera estaba situada antes del ángulo que conducía a la terminal VIP, de modo que no se podía ver lo que ocurría en ese tramo. Salté, a ciegas, al lugar que había visitado durante mi primer viaje a Argel. Había un grupo de personas junto a la puerta, al final del vestíbulo.
Miré por la ventana y vi un 727 de Air France aparcado en la pista, a unos cien metros de la puerta de embarque. Tenía la puerta delantera abierta, pero no había ninguna pasarela sujeta al aparato. Por los prismáticos vi una figura en la puerta, un hombre con una ametralladora tipo Uzi y una bolsa violeta con agujeros en la cabeza. Estaba de pie en la puerta, vigilando, y tuve la impresión de que me estaba mirando a los ojos. Luego volvió la cabeza a la izquierda, hacia la cabina, y después a la derecha, hacia los pasajeros.
Cuando desplacé los prismáticos hacia las ventanas de la cabina, solo pude ver al piloto y al copiloto, sentados e inmóviles. Las persianas de las ventanillas de los pasajeros estaban todas bajadas.
Alguien me gritó y miré hacia la puerta de embarque. Un hombre uniformado me habló, primero en árabe y luego en francés. Volví a mirar la puerta del avión, estudiando cada detalle. Oí pasos en la terminal, en mi dirección. Cuando volví a mirar a las voces, dos Darak al Watami estaban aproximándose, acompañados de otro hombre, probablemente un oficial del ejército.
Miré a la pista que había debajo de mí. Había un camión de equipaje aparcado en la sombra de la terminal. Salté hacia allí y luego lo rodeé para no ser visto desde la terminal VIP.
Con los prismáticos volví a estudiar la entrada otra vez, esperando mi oportunidad. Ya tenía bastantes detalles para saltar al avión, pero aparecería justo al lado de uno de los terroristas. Si solo hubiese uno, estaría bien, pero si había otros, necesitaba saberlo.
Podrían matar a muchos rehenes si la cagaba.
De repente me empezaron a fallar las piernas. ¿Qué te crees que estás haciendo, Davy? La enormidad, la arrogancia y el peligro de lo que pretendía me impactó de repente. Me asustó, se me hizo un nudo en el estómago y comencé a respirar con dificultad. ¿Debería dejarlo?
Mirar al asfalto, el mismo tipo de pista de cemento sobre la que murió mamá, deshizo mis dudas.
Tendré cuidado. Por favor, por favor, por favor, haz que no la cague.
No sabía a quién se lo decía, pero me hizo sentir mejor.
El terrorista de cabeza violeta que había en la puerta se volvió de repente y fue hacia los pasajeros, alzando el Uzi con brusquedad. La entrada estaba libre.
¡Oh, Dios!
Dejé los prismáticos y salté.
Alguien estaba gritando a la vuelta de la esquina. Me aplasté contra el portaequipajes que había a la derecha de la puerta. Justo delante estaba la cocina para los pasajeros de primera clase. Estaba vacía. Miré hacia delante y vi el interior de la cabina de mando. El copiloto, volviendo la cabeza para ver qué eran aquellos gritos, me vio. Tenía los ojos como platos.
Me puse el índice delante de la boca y articulé la palabra «Silencio» para que me leyera los labios.
Pestañeó varias veces y asintió. Me di cuenta de que sus muñecas estaban atadas a los apoyabrazos de su asiento. También vi que había un espacio detrás de él, entre el mamparo y el asiento. Salté allí.
Tanto el copiloto como el piloto se sobresaltaron. El piloto exclamó en voz alta:
—Merde!
Volví a alzar el dedo, pero era demasiado tarde. Se oyeron pasos por el pasillo. Me fui de un salto, de vuelta a la pista, junto al camión del equipaje. Vi a Bolsavioleta pasar por la entrada hacia la cabina. Alcé los prismáticos y le vi pegando bofetadas a los dos pilotos. Sus cabezas se sacudían violentamente y apreté los dientes.
Hijo de puta.
Se fue de la cabina, se detuvo en la puerta para comprobar la zona alrededor del avión y volvió a la sección de pasajeros.
Salté a la cabina otra vez.
Aquella vez el piloto se sobresaltó, pero permaneció en silencio. Cuando aparecí, estaba mirando hacia la puerta, con cara de odio. Tenía marcas rojas en la cara y un labio le sangraba.
Volví a alzar el dedo para pedirle silencio. Asintió con firmeza. Me acerqué a la oreja derecha del copiloto.
—¿Cuántos son?
—Tres —susurró.
—¿Qué armas llevan?
—He visto pistolas, ametralladoras y granadas de mano.
Mierda.
Le pregunté:
—¿Y tiran de las anillas?
—A veces.
Me volví y saqué un pequeño espejo de dentista de mi bolsa. Lo puse lentamente en la esquina y lo usé para mirar hacia el fondo del pasillo.
Las luces de la cabina estaban encendidas y las finas persianas que tapaban las ventanillas de los pasajeros brillaban con un naranja apagado en el lado del avión en el que daba el sol. No pude ver a ningún pasajero, pero los tres terroristas estaban en el pasillo, dos al final de la primera clase y el otro a mitad de camino de la clase turista, volviendo la cabeza constantemente.
La sección de primera estaba vacía. Supuse que habrían trasladado a todos a turista y les hacían mantener las cabezas agachadas.
Cada secuestrador tenía una bolsa de un color diferente en la cabeza. Bolsavioleta, el que tenía más cerca, llevaba la ametralladora preparada, con una mano en el gatillo y la otra en la culata. El otro, Bolsanaranja, llevaba la suya colgada del hombro y también una pistola metida en el cinturón. Estaba hablando a los pasajeros mientras se cambiaba de mano una granada.
Al menos eso quería decir que la anilla estaba puesta.
El tercer secuestrador, Bolsaverde, tenía la ametralladora preparada, como Bolsavioleta. Le vi ir de repente hasta el final del pasillo y golpear a uno de los pasajeros escondidos con el cañón. Apreté los dientes y tomé nota de las posiciones de los secuestradores.
Aquellas bolsas me beneficiaban. No permitían la visión periférica y por eso, cuando me moví, no me vieron.
Salté detrás de Bolsavioleta y lo agarré, salté hasta el foso a quince metros del agua fría y dura, y lo solté, y me fui de inmediato. Aparecí detrás de Bolsanaranja, que volvió la cabeza para ver qué significaba el gruñido de sorpresa de Bolsavioleta, con la mano buscando la ametralladora.
Lo agarré, salté con él al foso, lo dejé caer, y me fui. Justo antes de hacerlo, oí el ruido del agua de Bolsavioleta en el lago. Me pregunté si saldría a la superficie justo a tiempo para impactar con Bolsanaranja.
Aparecí a unos dos metros de Bolsaverde. Había avanzado por el pasillo desde donde estaba. Estaba gritando. Salté hacia delante, para acortar la distancia, pero no lo tenía a mi alcance, porque se movía. Maldita sea. Salté justo delante de él, apartando la ametralladora de mí y de los demás pasajeros. El arma se disparó, haciendo saltar trozos de plástico del techo, y su cuerpo se abalanzó sobre el mío, haciéndome caer con él encima.
Antes de poder sentir el golpe del suelo de moqueta, le agarré y salté al foso, apareciendo a media caída, pero dándome la vuelta, para liberarme y dejar a Bolsaverde aterrorizado mirando hacia quince metros de caída libre.
Salté al risco de encima y le vi impactar con el agua justo al lado de donde Bolsavioleta se agitaba débilmente en la superficie. Hubo un tremendo ruido de agua y luego vi a Bolsanaranja aparecer en la superficie rabiando. Estaba intentando agarrar la ametralladora, pero parecía que le tiraba hacia el fondo. Al final, la soltó.
Entonces Bolsaverde salió a la superficie. Se le había doblado la bolsa debajo del agua y estaba intentando sacársela antes de que le ahogase. Se la quitó y le oí toser de ahogo desde arriba del barranco. Había perdido su ametralladora en el agua. Miré con atención. El pelo de Bolsaverde estaba empapado y oscurecido por el agua, pero no cabía duda de que era rubio. Su cara era muy blanca, por el frío del agua, pero también por su complexión natural.
Se dirigieron, débilmente, hacia la isla, agotados y respirando con dificultad, incapaces de poder seguir más adelante.
Salté a la isla, me metí en el agua hasta los tobillos y arrastré a Bolsavioleta por el cuello hasta tierra firme. Él forcejeó con debilidad, intentando llevarse la mano a la cintura. Respiré hondo y le di una patada en el estómago. Dejó de moverse y vomitó. Acabé de sacarle a la orilla y luego saqué un largo cable de nylon de mi bolsa y lo usé para atarle las muñecas a la espalda. Luego saqué a rastras a los otros dos y les hice lo mismo.
Los cacheé, sacándoles dos pistolas, tres granadas y un cuchillo. Solo entonces les saqué las bolsas a los otros dos.
Rasgos europeos, piel blanca. Ninguno era Rashid Matar.
—¿Quiénes sois?
Se me quedaron mirando, aturdidos, sin comprender. El agua estaría por debajo de los 15o C. Probablemente estaban sufriendo un poco de hipotermia. Aunque caer al agua a sesenta y cinco kilómetros por hora tampoco ayudaba.
Disparé una de las pistolas hacia el agua, cerca de ellos. Se estremecieron, más alertas, con el sonido doblemente intimidante al resonar en las paredes del precipicio.
—¿Quiénes sois?
El que había llevado la máscara naranja respondió en voz baja:
—Facción del Ejército Rojo —tenía un acento alemán.
No son extremistas chiítas. Para nada. Pensé en preguntarle por Rashid Matar, pero no me pareció probable que lo supiesen.
Habían pasado casi cinco minutos desde que me llevé a los secuestradores. La bolsa verde llegó lentamente a la orilla y se quedó junto al secuestrador. La saqué del agua y se la puse al rubio. Luego les puse las otras a los otros dos.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Bolsanaranja. Le puse de pie. Apenas se aguantaba. Salté a la sección de primera clase del avión y le dejé que cayese en un asiento; luego fui a buscar a los otros dos. Llevé algunas de las armas, como prueba.
Los pasajeros empezaron a salir de su parálisis. Todos miraban con temor por el pasillo cuando aparecí, algunos agachándose de nuevo en sus asientos, pero ninguno se había aventurado hasta la cabina de mando. Resultó que las azafatas estaban maniatadas a los asientos al final de primera.
—No pasa nada —les dije a todos—. Se ha acabado. Que alguien desate a estas personas —señalé a las azafatas. Me dirigí hacia la cabina y, con el cuchillo capturado, liberé a los pilotos. Les dije lo mismo.
—Se ha acabado. Los secuestradores están maniatados en primera clase.
El piloto me miró, aturdido, perplejo.
—¿Y qué hacemos ahora?
—Lo que quieran —le respondí, y salté.
* * *
Me quedé entre la prensa mientras acercaban el avión. La multitud aún estaba detrás de la barrera, pero la prensa estaba lo suficientemente cerca como para ver salir a los pasajeros. Había cogido mis prismáticos del camión de equipaje antes de ir allí. Intenté quedarme detrás de los periodistas, para usarlos de escudo ante los argelinos y los pasajeros.
La adrenalina aún me corría por el cuerpo y sentía el estómago vacío y las manos temblorosas. Tenía ganas de reír pero no había nada divertido.
El reportero de Reuters estaba haciendo fotos con rapidez; estaba cambiando el carrete de la cámara cuando me vio. Le saludé con la cabeza, educadamente. Él hizo lo mismo, con cara de no entender, y siguió haciendo fotos.
Se había leído un comunicado del contacto de la prensa argelina justo antes de que acercasen el avión a la puerta. Afirmaba que los pasajeros se habían enfrentado a los secuestradores y los habían apresado.
Mientras iban saliendo los pasajeros, apartados de la prensa por los argelinos, iban bromeando, pero las risas parecían contenidas, como si fuesen a soltar una carcajada en cualquier momento. Reconocía el sonido. Era así cómo me sentía yo.
El personal de vuelo salió al final y vi que el copiloto dirigía la vista hacia donde me encontraba y se me quedaba mirando cuando me vio detrás de los periodistas. Volví a poner el dedo sobre los labios, como había hecho en el avión. Shhh. Frunció el ceño, le sonreí y salté.
* * *
La cuchara sopera estaba casi en mi boca cuando Millie dijo:
—¡Bang!
—¡Millie!
Tenía la mano en forma de pistola, con el pulgar hacia arriba y el índice hacia delante, y la presionaba contra mi frente.
—¡Bang! Demasiado tarde. La primera te dio en el abdomen, puede que te hubieran salvado, pero esta te ha dado en el cerebro. Muy mal, no hay nada que hacer.
Bajé la cuchara. Estábamos en Manhattan, en un reservado de Bruno’s, en la Cincuenta y ocho este, y la zuppa di cozzi estaba realmente buena, pero de repente se me quitaron las ganas de comer.
—Sabes cómo quitar el apetito a alguien.
—Hicimos un trato —dijo.
Asentí.
—Sí, está bien. Lo siento. No volverá a ocurrir.
Se relajó un poco.
—De acuerdo. Acábate la sopa.
Cogí una cucharada, apartando las valvas abiertas de los mejillones. La tenía a medio camino de la boca cuando ella dijo:
—No quiero que te pase nada, pero si te pasa, quiero que sobrevivas.
Asentí.
—Te quiero y… bang.
Salté, con la cuchara aún en la boca, a un rincón empotrado de la sala de urgencias del hospital Adams Cowley Shock Trauma Center, en Baltimore. Una enfermera pasaba por allí pero no miró en mi dirección. Las paredes eran blancas y olía a alcohol y a desinfectante. Arrugué la nariz. Los olores no acompañaban la sopa, pero el Shock Trauma estaba considerado uno de los mejores centros de urgencias del país.
Salté de vuelta a la calle delante de Bruno’s y volví a entrar, con la cuchara escondida discretamente en la mano y la servilleta guardada en el bolsillo de atrás. La camarera parecía desconcertada cuando volví a la mesa. Millie sonrió y me besó mientras me sentaba.
Habíamos estado jugando a eso desde que le describí cómo la ametralladora se había disparado durante el secuestro. En cualquier momento durante el tiempo que estuvimos juntos, si decía «Bang» se suponía que yo debía saltar a la sala de urgencias, sin preguntas ni retrasos. No se suponía que importase si estaba desnudo, comiendo o sentado en el váter.
Además, me había comprado varios despertadores. Estaban por toda la vivienda del risco, boca abajo. Millie los programaba cada noche a horas diferentes. Cuando sonaban las alarmas, también se suponía que debía saltar a la sala de urgencias.
Me había ido mucho mejor respondiendo a las alarmas, e incluso saltando desnudo a la sala de urgencias cuando mi alarma normal me despertó una mañana. Una enfermera gritó al verme, más sobresaltada por mi súbita aparición, supongo, que por mi desnudez.
Eran las 11 de la mañana en Nueva York. Millie, de vuelta a las clases, había llegado temprano, y había saltado con ella a Manhattan, para nuestra primera «cita» en casi un mes.
—La CNN hizo otra entrevista a los americanos y a los dos ingleses que están dispuestos a decir que apareciste y desapareciste en el avión. Hicieron una entrevista más larga con un psicólogo que hablaba de los efectos del síndrome de estrés postraumático. Nadie cree lo que pasó realmente.
Sonreí.
—O lo admite. La NSA puede que esté suprimiendo algo. Aunque no haya teletransportadores en la NSA, cualquier teletransportador que vea las noticias sabe que yo existo. Si es que hay más gente.
Millie se encogió de hombros.
—Si existen, puede que estén diciendo «Qué estúpido hacerse público».
—¿Y cómo explican los expertos el agua? ¿Que los terroristas estuviesen empapados de pies a cabeza?
Rio.
—Sudor. Sudor nervioso.
—Parece como si les hubiese fallado el desodorante por completo.
Volvió a reír.
—¿Cuál es la versión oficial?
—La original; que un pasajero logró capturar a los tres terroristas, pero que dejó el avión en Argel en lugar de coger el vuelo de repuesto hacia Roma.
La sonrisa desapareció en mi cara.
—En realidad me da igual a quién crean. Solo desearía que Rashid Matar hubiese estado a bordo.
Millie frunció el ceño.
—Hay doscientas personas inocentes que están sanas y salvas hoy por lo que tú hiciste. ¿Es que eso no es suficiente?
Me moví en mi asiento, incómodo.
—¿Qué pretendes hacerle, si le atrapas?
—Cuando le atrape. Cuando, no si. Y no lo sé.
Se estremeció.
—Bueno, piensa en cómo te afectaría usar sus métodos. Hagas lo que hagas, no te vuelvas como él, ¿vale?
La idea me heló la sangre, y de nuevo la sopa sabía rara.
—Vale —respondí.
Ella dijo:
—Bang.
* * *
No había visto a papá desde antes de Navidad, cuando me lo encontré en la acera delante de su bar, así que salté al patio trasero una noche y miré hacia la casa. Su coche estaba en la entrada, pero las cortinas estaban corridas. Había luces en la cocina y en el salón, y ninguna en mi antigua habitación.
Cuando salté a mi dormitorio, estaba oscuro y la puerta del pasillo estaba ligeramente abierta, con lo que entraba una rendija de luz por el suelo. Había pisadas en el polvo del suelo.
Detrás de mí oí un movimiento y luego un leve ruido de tos, mecánico, y la abeja más grande del mundo me picó en la parte trasera de la pierna.
Me aparté, saltando, y aparecí en la sección de ficción de la biblioteca pública de Stanville.
Después de todo lo que había trabajado con Millie…, pensé mientras me retorcía para ver lo que me había tocado con la mano. Era metálico, con un penacho de espuma en el extremo, de casi cuatro centímetros de largo. Lo saqué de un tirón. La aguja era unos dos centímetros de largo y lo suficientemente gruesa como para que hubiese sangre sobre ella. Un líquido claro salió de la punta.
Esto me recuerda a «El reino salvaje».
La habitación empezó a darme vueltas y salté, con el dardo en la mano, a la vivienda del risco, donde caí boca abajo sobre la cama. No estoy seguro de si perdí el conocimiento antes o después de darme con el colchón.
En las películas de espías, el valeroso héroe se despierta después de que le hayan disparado un dardo tranquilizante con la mirada y la mente claras, completamente consciente de su situación.
Lo primero que recuerdo es haber sacado la cara por el borde de la cama y haber vomitado. Creo que eso es lo primero. Por las evidencias, debí de hacerlo varias veces antes de estar lo suficientemente despierto como para ver qué hora era.
Habían pasado catorce horas desde que visité la casa de mi padre. Me estaba costando pensar, y el hedor me estaba mareando otra vez. Rodé hacia el otro extremo de la cama, lejos de aquel revoltijo, y se me ocurrió que la NSA no tenía a papá con vigilancia encubierta; se habían ido a vivir con él.
Bueno, con un poco de suerte, harían su vida un poco más miserable que la de Millie. Esperaba que le interrogasen con drogas. Quizá se sintiera tan mal como yo en aquel momento.
Salté a mi oasis favorito; el sol brillaba en lo alto y la temperatura era de unos veinte grados. Me enjuagué la boca en el arroyo y me lavé la cara en el agua fría.
Se me ocurrió que no había visto a Millie la noche anterior y que probablemente estaría muy preocupada. Consideré la idea de saltar a su apartamento y esperar a que volviese de clase, pero podría encontrarme con su compañera de piso o aparecer en sus cintas si habían puesto vigilancia electrónica en el lugar.
Estaba empezando a enfurecerme.
Había una mujer sin hogar en la estación de autobuses de Stillwater que aceptó mi oferta de cien dólares. Les escribí el mensaje y llamé al número de Millie desde una cabina, tapando los números con la mano. Cuando acabó el mensaje del contestador, le entregué el auricular.
Con una voz sorprendentemente agradable dijo:
—Tengo noticias de Bruno y está bien. Pensaba que tenía un trabajo en un hospital, pero no resultó. Siente no haber respondido a tu última carta pero promete que te escribirá muy pronto. Hablaré contigo después.
Bruno’s era donde habíamos cenado la noche anterior. La mujer sin techo me devolvió el auricular y colgué. Le di otros cuatrocientos dólares. Parecía sorprendida.
—Caray —exclamó—, pensaba que me ibas a quitar el dinero después de hacer la llamada.
—Salga de la calle —le dije—. Es una vida dura.
—No es verdad.
Caminé hasta la esquina, a una ferretería, y compré una fregona y un cubo.
* * *
Millie quería que evitase a papá desde entonces, pero lo único que consiguió es que le prometiera que tendría cuidado.
Le enseñé el dardo, después de saltar con ella a la vivienda del risco a medianoche. Se lo quedó mirando, e insistió en limpiarme la herida. Quería saber cuándo me habían puesto la inyección del tétanos por última vez.
—Hace dos años.
Se mordió el labio.
—Entonces no debería haber problemas… ¡Maldita sea! ¡Estoy empezando a odiar a esos tíos! ¿Qué es ese olor?
—Desinfectante —respondí, y cambié de tema.
* * *
—Han secuestrado un 727 de la Pan Am al despegar de Atenas. Aterrizó en Larnaca, en la mitad turca de Chipre. Las autoridades dicen que solo hay un secuestrador, pero va cargado de explosivos y los tanques de fuel están llenos más de tres cuartos.
—Volveré a llamar —le dije.
Salté a Texas y luego a Larnaca. La prensa apuntaba con las cámaras como cañones desde el terminal. El aparato estaba rodeado de coches de bomberos como las diligencias del oeste bajo un ataque de los indios. ¿Dónde estaba John Wayne cuando lo necesitabas? Me coloqué en la sombra de uno de los camiones y usé los prismáticos.
Las puertas del avión estaban cerradas y uno de los motores funcionaba al ralentí. Supuse que para que funcionase el aire acondicionado. Las ventanas de los pasajeros no estaban tapadas y pude ver caras de preocupación mirando a través de ellas.
En el otro extremo del camión los bomberos estaban reunidos en torno a la puerta abierta de la cabina, escuchando la radio. Me acerqué hasta que pude oír algo.
—… y a menos que cumplan mis exigencias, haré detonar los explosivos y mataré a las doscientas personas que hay aquí, pasajeros y tripulación —la voz era tranquila, con naturalidad. El acento era de Oriente Medio. Me pregunté si sería Matar, pero lo dudaba. Él podría hacer volar por los aires a los pasajeros, pero nunca a él mismo.
Volví a mirar al avión. Si el secuestrador hablaba por la radio, entonces se encontraba en la cabina de mando. Salté sobre un ala, junto al fuselaje, cerca del borde de salida. Solo podía mirar por una de las ventanas. Una cara aterrorizada me miró.
Me llevé el dedo índice a los labios. El hombre pestañeó con rapidez pero no pareció decir nada. Me moví por el ala hasta la ventana siguiente. Los asientos de la ventana y del centro estaban vacíos en aquel lado del avión, pero una mujer en el asiento del pasillo me vio y se puso una mano en la boca, luego la bajó y apretó los labios.
Salté dentro del avión, al asiento vacío.
El avión apestaba a miedo; la mujer en el asiento del pasillo dio un respingo cuando aparecí, y chilló. Al final del avión un bebé se puso a llorar y hubo un grito ahogado colectivo como reacción a ambos sonidos.
—¡Silencio! —bramó una voz desde la parte delantera del avión. Era la voz de la radio, pero no podía ver más allá de la separación de primera clase.
La mujer a mi lado se puso ambas manos en la boca. Iba mirando al pasillo y a mí. Me cambié al asiento del medio, haciéndole señas para que se tranquilizase. Ella se apartó de mí, evitando el contacto.
Desde el asiento del medio podía ver la sección de primera clase casi hasta la cocina delantera. No veía la cabina de mando, pero el secuestrador escogió aquel momento para caminar hacia la separación entre primera y turista.
No era Matar. Era un árabe delgado, joven, con gafas de montura de acero. En un principio pensé que llevaba puesto un chaleco de plumón, pero me equivocaba. Eran los explosivos, atados a una especie de arnés, con cables que iban hasta los detonadores, unas baterías metidas enganchadas a su cinturón. En su mano izquierda llevaba un interruptor con un cable. Tenía el pulgar a medio centímetro de un pequeño botón rojo. Medio centímetro.
¡Dios santo! ¡Vete enseguida!
En la mano derecha sostenía una pistola para amenazar a individuos más que a grupos enteros. No me importaba la pistola. Lo que me preocupaba era el medio centímetro, el pequeño botón rojo.
Pasó a nuestro lado, y fue hasta el final del avión. Vi cómo se bajaban las cabezas mientras iba pasando, evitando mirarle a los ojos. No había duda de quién tenía el dominio en aquel grupo. Pero las miradas volvían a subir, tan pronto pasaba, intentando ver bien los explosivos y el botón, como si observar pudiese prevenir la detonación.
Medio centímetro.
Al menos no era un interruptor de seguridad, que se cerraría cuando la persona lo soltase. Caminó hacia delante, volviendo a la parte delantera del avión. Cuando pasó por delante de mí, saqué la barra de metal que llevaba en mi bolsa de cosas sueltas.
Era de acero, de centímetro y medio de grosor y treinta de largo. Los últimos diez centímetros estaban envueltos en cinta de tela, para que formase una empuñadura. Pesaba medio kilo y era del color y la dureza de los ojos del secuestrador.
Cuando el secuestrador volvió a alejarse, salté a la separación, al final de la primera clase. Los tres hombres sentados allí se sobresaltaron, pero la admonición del secuestrador evitó que gritasen. Les hice señas para que callasen y pestañearon.
Utilicé el espejo de dentista para mirar a mi espalda.
El secuestrador estaba hablando con una de las azafatas, una rubia despampanante con una cara muy blanca y manchas de sudor en las axilas del uniforme. El secuestrador enfatizaba lo que le estaba diciendo moviendo la mano izquierda, y la azafata se estremecía con el movimiento del interruptor.
Me vino una frase a la cabeza de mis lecturas recientes, de manera espontánea. Insh’allah, pensé. Si Dios quiere.
Levanté la barra por encima de mi cabeza, y entonces la bajé muy rápido, muy fuerte. Antes de que alcanzase la altura del brazo del secuestrador, salté.
Aparecí junto a él justo a tiempo para que la barra le golpease en el cubito, a cinco centímetros por detrás de la muñeca. Como esperaba, se le tensó el pulgar y lo apartó del interruptor. Sus otros dedos perdieron fuerza y el interruptor cayó libre, oscilando sobre su cable junto al muslo.
El daño tuvo que ser considerable (estoy seguro de haber oído cómo se rompía el hueso), pero su mano derecha hizo girar la pistola muy rápido. La barra volvió a la carga y le golpeó en la base de aquella muñeca, haciendo que la pistola se elevase mientras se disparaba. Se me clavaron en la mejilla unos granos de pólvora ardiente y la bala me quemó la parte superior del hombro. La pistola cayó detrás de él y su mano derecha intentó alcanzar el interruptor.
Entonces le agarré y salté al foso. Mientras lo soltaba, él aún se estaba retorciendo para intentar agarrar el botón. Me aparté de golpe, saltando al borde del precipicio.
Detonó a metro y medio de la superficie.
Una mano gigante me golpeó, me levantó del suelo y me marché de un salto, antes incluso de que el sonido me llegase, antes de chocar contra las rocas. Salí a trompicones del hueco de la sala de urgencia del Shock Trauma y caí al suelo. El hombro estaba sangrando, la cara me escocía y me estaba costando respirar.
Una enfermera se me acercó y empezó a hacerme preguntas, pero yo aún estaba intentando recobrar el aliento, así que no le hice caso. Finalmente inspiré una gran bocanada de aire, seguida de varias respiraciones progresivamente más calmadas.
No dejaba de ver el resplandor inicial de la explosión. Mi mente completaba el resultado, aunque no estuviese allí, basándome en la muerte de mamá.
—Lo siento —respondí—. ¿Qué quería?
Le he matado. Le he hecho volar en pedazos, igual que mamá.
Entonces vio la sangre en mi hombro y las quemaduras en mi cara.
—Te han disparado —giró la cabeza y gritó—. ¡Gurney, ven aquí!
Parecían decepcionados, casi, cuando vieron que la causa de la sangre era una rozadura superficial a lo largo del hombro y que las otras heridas eran las quemaduras de pólvora. Después de vendar el hombro, una enfermera me sacó los granos de la cara con unas pinzas muy finas.
—Si no las sacamos, serán como tatuajes.
Antes de que acabasen conmigo, dos policías de Baltimore aparecieron y esperaron en la puerta. Les pregunté por qué estaban allí.
—Por la herida de bala. Tenemos que informarles. Te sorprendería la cantidad de trapicheos de drogas que salen mal y acaban en este lugar. No quieren hablar con los polis, claro, pero quieren vivir. Somos los mejores, así que sus amigos los dejan aquí y se van. ¿Quién te ha disparado?
Negué con la cabeza lentamente, con cuidado, procurando no tirar del hombro. Me quedé mirando la pared. Está muerto.
Ella frunció el ceño y volvió a comprobar mis pupilas, utilizando una pequeña linterna para comprobar la contracción y si tenía una conmoción cerebral.
—No es problema mío. Tendrás que decírselo a ellos —bajo la linterna y me dio unos toques en las pequeñas heridas faciales con Neosporin dérmico—. No vale la pena ni poner tiritas. Mantenlas limpias y se te curarán enseguida. A menos que te vuelvan a disparar.
Asentí lentamente, aún mirando a la pared.
—Gracias.
Salió hacia los polis por la única puerta de la habitación.
—Es todo suyo —les dijo.
Los dos se volvieron para verla marcharse por el pasillo. Mientras tenían las cabezas vueltas, salté.
* * *
Utilicé un traje de neopreno de cuerpo entero y un equipo de submarinismo para recuperar todo lo posible del cuerpo del secuestrador.
No era un asunto de respeto por el muerto, sino más bien de respeto por el medio ambiente. Cada vez que pensaba que su sangre estaba en el agua, apretaba más con los labios la boquilla del regulador.
Había muchos pedazos pequeños, pero la sangre se había diluido. Una corriente subterránea llenaba el foso y otra lo secaba, un hecho del que no me percaté hasta que me di cuenta de que la corriente me llevaba hacia un lado del fondo. Llevaba una bolsa de malla fina para meter los trozos y solo pude hacerlo al mediodía, cuando la luz del sol llegaba a la superficie del agua.
Las piernas y los brazos estaban prácticamente intactos y había encontrado la cabeza boca abajo, con el pelo flotando como un alga. No le miré a la cara, solo metí la cabeza en la bolsa apartando la vista.
Vomité mucho.
La primera vez no logré sacarme el regulador de la boca y el vómito llenó la boquilla. Estaba a seis metros de profundidad, donde había más profundidad, y tuve que dar patadas para subir a la superficie, ahogándome y escupiendo. Salté al manantial del cañón encajonado para enjuagar la boquilla.
No quería usar el agua del foso.
Durante el segundo día, cuando ya tenía todo lo que pensaba que iba a encontrar, vacié tres cubos de percas, dos cubos de siluros pequeños y cuatro cubos de cangrejos de río en el agua. Cuando compré los peces, el proveedor de cebo de Stillwater me habló bastante sobre la pesca con sedal. Le escuché con atención y le di las gracias cuando acabó.
Esperaba que los peces y los cangrejos encontrasen el resto del secuestrador. Podía llamarse mi propio método de biorremedio.
Tres días después del secuestro, dejé los trozos del cuerpo en la pista de Larnaca, Chipre, en una tina de lavar galvanizada, tapada con plástico transparente para evitar las moscas. Consideré dejar una nota, explicando que su propia bomba le hizo aquello, pero pensé que sería mejor dejarlo así. Si querían pensar que yo le había hecho aquello, bueno. Quizá disuadiría al próximo secuestrador.
¿Quién recogió el cuerpo de mamá?
Millie me abrazaba cada noche mientras yo lloraba.