Ni Millie ni su padre contestaron al teléfono. Lo interpreté como una buena señal. Estaba seguro de que si la NSA había llegado allí, hubieran contestado el teléfono, para intentar atraparme.
Conseguí trasladar la mayoría de mis pertenencias desde el apartamento de Stillwater antes de que se presentasen ante mi puerta. Las cosas más importantes, al menos, es decir, el equipo de vídeo y mi colección de lugares de salto, toda mi ropa, todo el dinero y la mayoría de mis libros.
Llegaron en silencio (no les oí en las escaleras para nada), pero había amontonado sartenes contra la puerta y se cayeron causando un estrépito. Me fui de un salto, con los brazos llenos de libros.
Le había dado a Leo Silverstein la dirección de mi apartamento. Esperaba que no le hubieran hecho daño para sonsacársela. La dirección en mi petición de pasaporte había sido la de su bufete de abogado, pero, si aquello no les había llevado hasta allí, lo hubiera hecho el funeral. El señor Anderson del Departamento de Estado también conocía a Leo y estaba relacionado con Perston-Smythe. Considerando que no entraron hasta medianoche, parecía probable que hubiese tenido que entrar en el despacho de Leo para conseguir la información.
Siempre había sospechado que la Declaración de Derechos era sometida en ocasiones a una interpretación «liberal».
Pero mi mayor preocupación era Millie. Si seguían mi pista hasta Nueva York y el sargento Washburn, podrían conseguir el nombre de Millie y la dirección. Se me había ocurrido casi inmediatamente después de salir del despacho de Perston-Smythe que debería haberles dejado que me llevasen con ellos, que me metiesen en una celda, o que me dejasen ir al lavabo, y saltar entonces. Cualquier cosa menos que me viesen saltar.
Oh, Dios, espero que no molesten a Millie.
Desde el Will Rogers International intenté de nuevo contactar con Millie en casa de su padre en Oklahoma. Millie contestó al teléfono.
—Te quiero —dije.
—¿Qué pasa?
—¿Qué te hace pensar que pasa algo? —me aclaré la voz antes de que ella dijese nada—. Está bien. Algo pasa. ¿Puedes salir esta noche?
—Es Nochebuena. Ya es bastante malo que me vaya a casa de mi madre el día de Navidad. Mi madrastra ya está refunfuñando porque paso la mayor parte de las vacaciones de Navidad en casa de mi madre. De todos modos, te recogeré mañana, como habíamos quedado.
No tenía ni idea de lo rápido que se moverían. O de si ya se habían movido.
—¿Recuerdas dónde nos paramos a cenar la primera noche que te visité en Stillwater?
—¿Te refieres a…?
—¡No lo digas!
Se dio cuenta de las implicaciones de mi comentario.
—¿Crees que la línea está pinchada?
—Podría ser. Espero que no.
—¿Y por qué tendría que estarlo? ¿Qué ocurre?
—Piensa.
Respiró hondo, y luego dijo:
—Antes de la fiesta, ¿verdad?
—Sí —el lugar del que estaba hablando era un restaurante especializado en carnes en la I-35, en la parte norte de la ciudad de Oklahoma. Nos habíamos detenido allí para cenar, viniendo desde el aeropuerto y de camino a la fiesta en Stillwater.
—¿Cuándo vas a ir a Stillwater? —no quería mencionar Wichita. Si estaban escuchando era posible que no supiesen adónde iría.
—Iba a salir a las nueve.
—Nos vemos en el… en aquel lugar. Te estaré esperando. Si te siguen, creo que lo verás. No habrá mucho tráfico el día de Navidad.
La oí tragar saliva.
—De acuerdo.
—Si se da el caso, Millie, y no han pinchado este teléfono, rompimos aquella vez cuando te llamó la policía. ¿De acuerdo?
—Casi lo hicimos.
—Ya. Te quiero.
—Te quiero —dijo ella.
Colgué el teléfono.
* * *
Un taxi me llevó desde el aeropuerto hasta el restaurante a las siete de la mañana del día siguiente. Ya había estado allí, pero no recordaba el lugar lo suficientemente bien como para saltar. El chófer no quería dejarme allí; el sitio estaba cerrado por vacaciones y el viento ártico cortaba como un cuchillo, pero insistí en que ya venían de camino para recogerme.
Había pensado en ir a casa de su padre, pero podría estar muy vigilada. Aquello parecía más seguro.
Salté, mirando a través de las ventanas, al interior. Habían dejado puesta la calefacción para evitar que se congelasen las tuberías. Memoricé un lugar de salto cerca de la cocina, y salté a mi vivienda del precipicio.
La noche anterior había usado el lavabo de la biblioteca pública de Stanville antes de irme a dormir, pero lamentaba profundamente haber perdido mi bañera y mi ducha del apartamento de Stillwater. Más adelante, cuando tuviese tiempo, pretendía alquilar una habitación de motel, probablemente en Minnesota. Había un Western Inn cerca de la parada de camiones que frecuentaba Topper Robbins.
Me puse la alarma a las 8:45 e intenté dormir. No funcionó. Estaba nervioso y las visiones de científicos de bata blanca con escalpelos y pinzas no dejaban de atormentarme.
Recordé una escena del libro de Alfred Bester, Las estrellas, mi destino, en la que unos científicos meten a un hombre en un tanque sellado e intentan ahogarlo, esperando que se vaya «de excursión», o sea, se teletransporte, para escapar del peligro. Lo hace, pero yo no pude evitar alargar la escena, con mis amigos de bata blanca metiendo a Millie en el tanque y llenándolo de agua. «Está bien», imaginé que uno le decía al otro. «Si puede teletransportarse, no le pasará nada, y si no, no tendremos que perder más tiempo con ella».
La alarma sonó y me desperté con un sobresalto, agradeciendo haber salido de aquella pesadilla. Supongo que pude dormir después de todo, pero no me gustó. Salté a la biblioteca de Stanville y me eché agua a la cara en el lavabo. Luego cogí los prismáticos en Texas y salté al interior del restaurante de Oklahoma.
Su padre vivía en la parte este de la ciudad, pero había poco tráfico y solo tardó veinte minutos en llegar al restaurante. Otros dos coches tomaron la misma salida. Uno pasó por delante del restaurante y se detuvo en la rampa de acceso; el otro se detuvo antes del desvío hacia el restaurante. Utilicé los prismáticos. Había cuatro hombres en cada coche.
Luego utilicé los prismáticos para mirar hacia Millie, mientras entraba con el coche en el aparcamiento delante del restaurante. Estaba nerviosa y era obvio que había visto a los coches que la seguían. Estaba a menos de cinco metros de distancia, pero los ventanales del restaurante estaban tintados y no podía ver el interior. Me puse de cuclillas, recordé el asiento trasero de su coche, y salté.
—No te des la vuelta.
Ella se sobresaltó y volvió la cabeza un poco antes de mirar otra vez hacia delante.
—Tampoco muevas los labios cuando hables. Esos cabrones pueden tener prismáticos.
—¿Y ji han ‘uesto ‘icrófonos en el coche?
No había pensado en ello. No era imposible.
—¿Lo dejaste en la calle anoche?
—No. ‘a‘á lo ‘uso en el garaje.
—Tendremos que arriesgarnos. Te quiero.
—‘ás te vale. ¡Es‘ecial‘ente con toda esta ‘ierda!
Sonreí.
—Feliz Navidad a ti también. Conduce hacia el norte. Una vez estemos en la carretera podrás dejar de hacer tu imitación de ventrílocua.
Puso en marcha el coche y salió hacia la rampa de acceso. Me puse tenso cuando pasamos junto a uno de los coches, y me aplasté un poco más contra el suelo.
—¿Qué están haciendo?
—Están mirando un mapa. Es una imitación convincente de cuatro perdidos…, debería ser el nombre de un grupo musical. El otro coche acaba de parar delante del restaurante. Creo que lo van a registrar. Ah, los Cuatro Perdidos acaban de poner en marcha el coche.
Me di la vuelta, intentando ponerme cómodo. El coche de Millie tenía tracción a las cuatro ruedas y, por consiguiente, había un bulto en el suelo para el cambio de marchas. Miré por el borde del asiento hacia la parte delantera del coche. El asiento del pasajero y el suelo delante de él estaban vacíos. Salté allí, encogido y apoyando la espalda en la base del asiento.
Millie se sobresaltó y el coche dio un viraje.
—Lo siento, pero estaba incómodo ahí atrás.
Extendió una mano y me tocó la cara. Yo le puse una mano en la pierna y se la apreté.
—¿Quiénes son? —preguntó.
—La Agencia de Seguridad Nacional. Uno de sus agentes me sacó una foto en Argelia. Seis horas después, mucho antes de que pudiese haber llegado allí con un vuelo comercial, otro de sus agentes me vio en D.C. Tenía una copia de la foto. Aún llevaba la misma ropa. Se sintieron, eh, curiosos.
—¿No hay ningún avión que hayas podido coger allí?
—Claro. Pero los cazabombarderos supersónicos no suelen llevar pasajeros. No les culpo por ser curiosos. Si realmente pudiese viajar en aviones militares, sería algo serio —hice una pausa—. En resumidas cuentas, me entró el pánico. Y me escapé de ellos saltando delante de cinco testigos.
—Uf. Eso no fue muy sutil.
—Lo sé. Lo siento. No me dejaban llamar a mi abogado. Temía que empezasen a torturarme con las empulgueras y las agujas.
Millie torció el gesto.
—Bueno, ya pasó. Para ti es muy fácil. Puedes marcharte de un salto a la más mínima señal de peligro. ¿Y qué pasa si empiezan conmigo?
—Espero que no tengas ese problema. Pero en realidad no lo sé. Ahora ya tienen una idea de lo que puedo hacer, empezarán con esa gilipollez militar de que la capacidad iguala al intento.
Puso su mano sobre la mía, encima de su pierna.
—¿A qué te refieres? ¿Temes que piensen que vas a robar todos los bancos del país?
Negué con la cabeza.
—Eso no lo saben. Esperemos que no me relacionen con eso. Lo que probablemente se les haya ocurrido es mucho peor.
»Podría matar o secuestrar al presidente. Podría robar cabezas nucleares y ponerlas en nuestras ciudades principales. Podría meter clandestinamente enormes cantidades de drogas evitando cualquier posibilidad de ser interceptado. Podría colarme en instalaciones de seguridad, robar documentos, y vendérselos a los chinos. O lo que es lo mismo, puede que quieran que haga todo eso a nuestro favor. ¿Pillas la idea?
—Tú no harías nada así, Davy.
No lo dijo como una pregunta. Lo dijo con absoluta confianza. Casi me pongo a llorar. Me moví un poco, apoyando la cara en su pierna. Me pasó los dedos por el pelo.
—Lo siento, Millie.
—No es culpa tuya. No estoy segura de si es culpa de alguien. Pero sí que estoy segura de que esto complica las cosas, ¿no es así?
—Ya.
—¿Qué crees que debemos hacer?
—No lo sé. Podría sacarte de todo esto de un salto. Podría instalar una ducha y un lavabo en la vivienda del precipicio y podríamos viajar por Europa y el Próximo Oriente.
—Es tentador, pero apenas posible. Tengo dieciséis horas de clases este semestre.
Pasé la mano por su pierna hasta que los dedos tocaron la costura interna de sus tejanos.
—¡Para! ¿Quieres que tenga un accidente? —se sacó mi mano de la pierna—. ¿Y qué se supone que debo hacer?
Cambié de posición.
—Si quieres llevar una vida normal, tendrás que dar la impresión de que nuestra relación se acabó. Si te pincharon el teléfono anoche, ya no sirve, pero si no lo hicieron, podríamos tener alguna posibilidad.
Millie adelantó a un camión lento. Me aplasté contra la puerta para que el camionero no me viese desde su posición elevada.
—No creo que pincharan el teléfono anoche cuando llamaste.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Ayer saqué a pasear al perro, dos veces. Una justo después de que llamaras y otra antes de irme a la cama. La calle estaba vacía la primera vez, pero la segunda había una furgoneta aparcada al final del bloque con el motor en marcha y un tipo en la esquina del otro extremo del bloque. Nadie espera en las esquinas en ese barrio. Y menos de noche, a diez bajo cero.
Desde mi posición en el suelo, la vista desde las ventanas era extraña, y consistía en copas de árboles y de vez en cuando un trozo de cartel o de señal de salida. Un par de veces también vi a un helicóptero, en lo alto, volando hacia el norte.
Mantuve la mirada fija en la cara de Millie para evitar marearme.
—Entonces estás diciendo que llegaron después de llamarte. Hmmm. Bueno, cada vez más me parece que tendrás que tomártelo todo con calma. ¿Saben tus padres lo nuestro?
Negó con la cabeza.
—No me gusta contarles nada de mi vida amorosa. Ellos tienen, bueno, opiniones. Les hablo sin concretar.
—¿Y qué me dices de tu compañera de piso?
—No. No se lo dije. Si le contase algo, tendría que explicárselo todo, y me parece que no me creería. Aparte de eso, piensa que eres demasiado joven para mí.
Me puse a reír.
—Ahora mismo me siento muy joven. Parece haber también un helicóptero siguiéndonos, así que si desaparecen los coches, no pienses que no sigues estando vigilada.
—¿Estás de broma?
—Míralo tú misma. Ahora mismo está un poco apartado al oeste, pero lleva ahí arriba un buen rato. Permaneceré contigo durante todo el trayecto hasta Wichita, así podré quedarme con la imagen de casa de tu madre. Ojalá pudiese ver la habitación en la que duermes. El único momento en que podré verte será cuando se supone que estarás durmiendo. Si sales a dar un paseo y desapareces, no les convencerás de que ya no nos seguimos viendo.
Asintió.
—Aparcaré en el garaje. Quédate con esa imagen. Esta tarde vamos a ir a casa de mi hermana para la cena de Navidad. La habitación de invitados está en la parte trasera de la casa. Dejaré mi bolsa encima de la cama para que sepas cuál es.
—¿A qué hora?
—Tenemos que estar allí a las cuatro.
—Vale. Voy a saltar al asiento de atrás para estirarme. No he dormido muy bien esta noche.
Se puso los dedos en los labios, los besó y luego los apretó contra mi boca.
—Sé a lo que te refieres. Que duermas bien.
* * *
Millie me despertó cuando entrábamos en el terreno de su madre. Volví al suelo del asiento delantero y dije:
—¿Aún tienes escolta?
—Sí. Cuando hemos entrado en la ciudad, los dos coches se me han acercado. Estoy empezando a volverme loca, Davy.
Tragué saliva.
—Lo siento.
Sacudió la cabeza.
—No es por ti. No te disculpes. Es su mentalidad de carrera armamentística lo que me revienta. Ya hemos llegado.
Metió el coche en el camino de entrada casi con violencia, y dio un frenazo cuando se paró. Me agaché aún más. Ella salió del coche de un salto y oí el ruido de la puerta del garaje abriéndose. Entonces volvió al coche y lo entró.
—Quédate ahí. Mamá habrá oído la puerta. La distraeré y tú podrás conseguir tu lugar de salto.
Salió del coche justo cuando se abría una puerta interior. Oí a una mujer que decía:
—¡Justo a tiempo! ¿Cómo estás, cariño?
Millie cerró la puerta del conductor y avanzó, fuera de mi alcance. Su voz apagada dijo:
—Hola, mamá. Dios, qué frío hace aquí. ¿Has hecho chocolate de Navidad este año?
—Por supuesto. ¿Quieres una taza?
—Me encantaría. Cerraré el garaje y cogeré mis cosas si pones a calentar el agua.
—Marchando —oí que se cerraba la puerta. Millie pasó delante de la ventana del conductor y luego el garaje se oscureció bastante cuando bajó la puerta.
—Dios santo —exclamé, saliendo del coche y estirándome. Millie vino hacia mí y nos besamos.
—Venga —me dijo, apartándome—. Puedes entrar en la casa entre las cuatro y las siete. Los críos de mi hermana ya habrán vuelto loca a mamá para entonces.
Miré a mi alrededor, memorizando el rincón cerca de su coche.
—Saltaré a tu habitación a medianoche, ¿de acuerdo? No me hables cuando llegue. Puede que pongan micrófonos por la casa mientras estáis fuera.
Una mirada de ira le cambió la cara.
—¿Y se supone que tenemos que dejarles?
Me encogí de hombros.
—No es precisamente justo.
—Bueno, siempre puedo llamar a la policía. De hecho, me parece una buena idea. Cuando les vuelva a ver siguiéndome, llamaré a la poli. Dos mujeres solas seguidas por cuatro hombres en un coche es ciertamente sospechoso. Será interesante ver qué pasa —me abrazó—. A medianoche.
—Sí —respondí, besándola. Luego, salté.
* * *
A excepción de un salto de vuelta a Wichita a las 16:15, pasé la tarde dormitando y pensando. Deseaba que Millie se escapase conmigo. No dejaba de preguntarme si seguiría en casa de su hermana o si se la habrían llevado los agentes de la NSA.
Pero si la vigilaba, dispuesto a rescatarla, me arriesgaba a que me viesen. Aquello aún la pondría más en peligro. Se me ocurrió que si se me veía en algún otro sitio, lejos, quizá la pasma la dejaría tranquila.
El doctor Perston-Smythe no estaba en su despacho. Desgraciadamente, sus archivadores estaban cerrados con llave y no sabía cómo abrirlos, pero tampoco tenía ganas de hacerlo. Todo el edificio estaba en silencio, cerrado por la festividad. En una lista en la recepción encontré su número de teléfono y su dirección.
Cogí un taxi.
Su casa estaba en M Street NW, una casa unifamiliar en una hilera de casas similares. Antes de acercarme a la puerta, busqué a gente sentada en coches aparcados o esperando en las entradas. No parecía haber nadie.
Abrió la puerta una mujer, de la edad de Perston-Smythe, unos cuarenta años, vestida con un suéter de cuello alto y una falda de tela escocesa; muy navideña. Tenía el pelo plateado y el rostro surcado por algunas arrugas.
—¿Está el doctor Perston-Smythe en casa?
Parecía ligeramente molesta pero lo disimuló enseguida.
—Claro. Entre y resguárdese del frío mientras voy a buscarle. ¿Quién le digo que pregunta por él?
—David Rice —respondí.
Asintió. Mi nombre, al parecer, no le decía nada. Me acompañó hasta un salón inmediatamente después de la entrada. Había una chimenea con un calentador eléctrico en el hogar. Le di la espalda y permanecí mirando a la puerta.
Perston-Smythe tardó un par de minutos en entrar en la habitación. Imaginé que habría llamado a alguien antes de venir a hablar conmigo. Las instrucciones por teléfono probablemente serían «Retenlo. Llegaremos enseguida». Cuando por fin apareció por la puerta su mano derecha estaba en el bolsillo de su chaqueta de tweed.
—Me sorprende que haya venido hasta aquí —comentó.
Me encogí de hombros.
—Bueno, no conseguí lo que quería cuando le visité ayer. Esperaba poder hoy.
Pestañeó. Tenía la frente perlada de sudor y se la enjugó lentamente con la mano izquierda.
—Esperaba, en particular, ver si usted sabía adónde se había marchado Rashid Matar. Dejó Argelia antes de ayer, en un yate privado. Se llamaba el Hadj, de Omán.
Se mordió el labio.
Di un paso a un lado, hacia una silla, y él se estremeció y se hizo atrás. Me senté despacio, con un cuidado extremo.
—Mírelo de esta manera. Si me lo dice, podría retenerme aquí un poco más, lo suficiente para que ellos lleguen. Quién sabe, puede que incluso lo suficiente como para capturarme.
—No puedo ayudarle —respondió—. La NSA ya anda a la caza del barco, pero no tienen ni su destino. Incluso es posible que el barco sea un cebo. No sabemos con seguridad si Matar va a bordo. Podría haberse quedado en tierra preparando su próximo secuestro —de repente, sacó la mano del bolsillo con una pequeña pistola automática—. No mueva ni un pelo —me dijo.
No me gustaba el oscuro orificio redondo al final del cañón. Me daba escalofríos.
—Tiene que estar bromeando.
—Acabo de llegar a casa. He pasado casi toda la noche conectado a un polígrafo y el resto del tiempo bajo hipnosis inducida por drogas. ¿Y cree que no dispararé?
Salté al vestíbulo detrás de él y le contesté:
—¿Disparar a qué?
Se dio la vuelta de golpe, procurando girar la pistola. Salté de vuelta a la silla. Se puso a mirar a un lado y a otro como un loco, y luego me vio sentado en el sofá reclinable, con las piernas cruzadas y las manos juntas.
—¿Cree realmente que Matar va a secuestrar otro avión?
Respiraba con rapidez y dificultad mientras agarraba con fuerza el arma. Si me disparase, tendría que pensar adónde saltar para intentar reponerme de la herida. Se me ocurrió que si tenía que seguir tratando con la NSA sería mejor adquirir un lugar de salto en una sala de urgencias.
—Sí, Matar no llegó a conseguir lo que se había propuesto con el último secuestro —respondió Perston-Smythe. Apuntó con la pistola al suelo entre los dos. Su respiración se iba calmando—. ¿Cómo hace eso?
—Con rayos Bertol —respondí—. Un tipo de energía que los humanos no han visto nunca —me pregunté si habría reconocido la tan sobada frase de Star Trek. También podría haber dicho «Transpórtame, Scotty».
Entonces entraron por la puerta, olvidándose del timbre y el pomo. Me estremecí cuando la jamba se astilló.
—Espero que le compren una puerta nueva —le dije, mientras el primer hombre entraba en la sala, con una metralleta en las manos. Antes de que pudiese llegar junto a Perston-Smythe, salté.
* * *
La biblioteca de Stanville estaba cerrada por Navidad, pero probablemente era lo mejor. Me preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que mi foto acabase colgada en las oficinas de correos. «Se busca por violación de la seguridad nacional». Quizá no se rebajarían tanto. Después de todo, los cargos públicos pueden defenderse públicamente.
Utilicé el índice del New York Times en microfilm para buscar los aeropuertos en los que se habían originado o habían acabado secuestros aéreos. Ya había estado en dos de ellos, Madrid y Argel. Había unos cuantos más, incluyendo dos en Chipre, donde se habían dado muertes por secuestro. De todas formas, quería ir a Chipre para ver dónde había muerto mamá.
Fue un trabajo lento tener que buscar en el índice, encontrar los carretes buenos, leer las historias, apuntarme el nombre de cada aeropuerto y cambiar al otro film. Para cuando hube terminado, pasaban cinco minutos de medianoche. Me metí la lista en el bolsillo, dejé los carretes bien puestos y salté a la habitación de Wichita, Kansas, donde Millie me esperaba.
Allí estaba con un largo camisón de franela, despierta en la cama, con una lucecita encendida, y las cortinas corridas. Mis preocupaciones de la tarde desaparecieron y me senté en el borde de la cama y la besé. Ella me rodeó con sus brazos, la cogí y saltamos a la vivienda del precipicio, cerca de la cama. La dejé allí.
—Qué frío —dijo. Se metió enseguida debajo del cubrecama.
—Encenderé la estufa. Dime qué ha pasado al final.
—Nos han seguido hasta la casa de Sue, mi hermana, así que he llamado a la policía y les he contado que un sedán oscuro con cuatro hombres nos había seguido a mi madre y a mí por toda la ciudad y que estaba aparcado en la calle. Cuando han llegado, han puesto un coche en cada extremo del bloque y les han cerrado el paso. Mamá y yo lo hemos visto desde el patio delantero.
»De todas formas, los otros han salido, les han puesto las identificaciones bajo las narices a los ayudantes del sheriff y los polis se han ido. He vuelto a llamar a la oficina del sheriff, más tarde, y apenas querían hablar conmigo. Al final, me han dicho que los hombres eran agentes federales y que no estaban haciendo nada ilegal. ¡Por su tono de voz, creo que pensaban que yo era algún tipo de delincuente!
La madera parecía haber prendido bien, así que regresé a la cama y me desvestí.
—Tiene que haber sido angustiante.
—Eso es lo que me revienta. Mi cuñado Mark hace trabajos de asistencia social individual en la ACLU[17]. Va a presentar un mandamiento judicial contra ellos tan pronto abran los juzgados mañana por la mañana.
—Bien. Les está bien empleado. Y pensar que estaba preocupado por ti —le dije, deslizándome dentro de las frías sábanas para apretarme contra su cálido cuerpo. Le conté lo de mi visita a Perston-Smythe y mi búsqueda en la biblioteca.
—¿Entonces vas a interferir en su próximo secuestro?
—Si puedo —respondí.
—No me gusta. Tengo miedo de que te maten.
La misma idea se me había ocurrido antes.
—Primero voy a adquirir un lugar de salto en un hospital. Con mi capacidad para saltar, debería poder sobrevivir aunque estuviese malherido, mientras pudiese saltar a una unidad de urgencias justo después de que me disparasen.
—No sé. ¿Y por qué correr el riesgo?
Volví a pensar en mamá, en aquellas impactantes décimas de segundo del vídeo sobre la pista del aeropuerto.
—Quiero atraparle, Millie, quiero que pague. No puedo dejar de correr el riesgo.
* * *
A las cinco de la madrugada salté con Millie de vuelta a Wichita para que durmiese el resto de la mañana y despertase bajo el continuado escrutinio de los agentes del gobierno. Yo salté a Londres y compré un billete a Chipre vía Roma, dos ciudades de secuestros aéreos. Dormí durante el vuelo.
En Roma usé los prismáticos para localizar un lugar de salto a través de la ventana del avión. Luego me metí en el lavabo, salté del avión, grabé el sitio en vídeo y volví a bordo. En Chipre, en el aeropuerto de Nicosia, repetí el proceso, menos volver a saltar a bordo del avión. Tampoco pasé por el control de pasaporte ni por las aduanas.
Entré en la terminal del aeropuerto por unas puertas que estaban cerradas desde el otro lado. Después de todo, el problema normalmente es evitar que la gente salga por el otro lado. Una vez dentro, pregunté en información cómo llegar al aeropuerto de Larnaca, en el extremo sur de Chipre.
Había un autobús, pero también había un puente aéreo con un precio excesivo que salía por la mañana. Compré un billete para el vuelo, apretando los dientes al pensar en otro vuelo local. Luego salté a Nueva York para comer y seguir con mi búsqueda.
Mi problema era el siguiente: ¿Cómo iba a saber cuándo iba a haber un secuestro aéreo? No podía depender de que todos fuesen como el del avión de las aerolíneas kuwaitíes, que duró veinte días. Tenía que saberlo en horas, para poder llegar al aeropuerto apropiado.
Acabé contactando con un servicio de seguimiento de noticias llamado Manhattan Media Monitoring.
—¿Secuestros de aviones? Hmm. Ya lo hacemos para algunas compañías aéreas y también para un par de compañías de seguros. ¿Quiere copias de los medios impresos o vídeos de la cobertura emitida, o ambas cosas?
—El vídeo me servirá, pero antes que nada solo quiero que se me notifique tan pronto como aparezca la noticia.
—¿Por teléfono o fax?
Me di cuenta de que ya no tenía teléfono.
—Estoy viajando constantemente. Mejor si les llamo yo un par de veces al día.
Luego acordamos el pago, varios meses por adelantado en cheques de viaje. Con eso me gané unas cuantas miradas extrañas, pero no dijeron nada. No les di mi verdadero nombre.
En Chipre son siete horas más tarde que en Wichita, Kansas. Por lo que solo tenía dos horas a solas con Millie antes de saltar al aeropuerto de Nicosia para el puente aéreo de las 9 de la mañana.
La recogí a medianoche y salté con ella a la vivienda del precipicio.
—Me he pasado el día luchando contra el fascismo del gobierno, cariño. ¿A ti cómo te ha ido?
—¿Eh? —contesté, desvistiéndome. Aquella vez había encendido la estufa una hora antes de recogerla, de manera que la temperatura era agradable. También compré una botella individual de champán con un cubo de plástico. Recordando mi aventura con las botellas de champán en la fiesta de Sue Kimmel, le pedí a Millie que la abriese.
—Hoy hemos encontrado un micrófono en la cocina. He vuelto a llamar a la policía y Mark ha presentado un mandamiento judicial. Han aparecido algunos abogados federales y se están enfrentando a eso. Mark también ha enviado un comunicado de prensa a todos los periódicos y servicios de noticias de los alrededores —el corcho del champán hizo «pum»—. En la policía han estado un poco más comprensivos después de que hayamos encontrado el micro. Al parecer, no había ninguna orden judicial. Mamá está escandalizada.
Me deslicé dentro del cubrecama y acepté una copa de champán.
—Me disculparía si no fuese que parece que te estás divirtiendo —el champán aún sabía como ginger ale malo.
—Está bueno —dijo Millie, bebiéndose media copa. Se acurrucó junto a mí—. Podría decirse que me estoy divirtiendo con la pelea. Aunque me gustaría poder ir a por ellos. Cuando salimos, están allí, con las gafas de sol puestas. No parece que estén locos, ni cansados, bueno, ni siquiera parecen humanos.
Me estremecí.
—Bueno, ellos tampoco creen que yo lo sea.
—¿Qué quieres decir?
Le conté lo de mi comentario final, lo de «No pretendemos hacer daño a vuestro planeta». Se puso a reír tontamente.
—¡Oh, no! ¿Por qué lo hiciste?
Sacudí la cabeza.
—Supongo que pensé que así me buscarían en otra parte, ya sabes, orbitando o algo así. Esperaba que no me buscasen como humano.
—Bueno, no estoy muy segura de que debieras hacer eso. Me apuesto a que ahora los militares también se meterán.
—Oh, Dios. Qué coñazo —bebí un poco más de espumoso y dejé la copa a un lado—. Tengo que llevarte a casa dentro de dos horas, para que pueda coger un vuelo a Chipre.
Se acabó la copa.
—Eso no es bueno. Será mejor que no perdamos el tiempo, ¿eh?
Me acerqué a ella.
* * *
El vuelo local solo duró veinticinco minutos. Dormí durante casi todo el trayecto. No tenía que pasar por la aduana. Aunque pregunté dónde había muerto la mujer americana dos meses antes. Un chipriota turco con un inglés aceptable me señaló el lugar desde una ventana del terminal.
—Fue muy mal. ¿Ve la zona gris? Era negra antes de la explosión. Por mucho que frieguen no se limpia. Muy mal.
Le di las gracias, e incluso le ofrecí una propina, pero no la aceptó. Simplemente negó con la cabeza y se marchó. Espero que no le ofendiese, pero no pensé en aquel momento. Solo me quedé allí mirando a la zona gris sobre la pista, como atontado.
En realidad, la zona gris era casi toda del color del asfalto. Solo estaba un poco descolorida, pero la repetición de la imagen de vídeo seguía en mi cabeza; una ráfaga de humo y llamas y el retorcido y despedazado cuerpo de maniquí.
Oh, mamá.
¿La venganza te la devolverá, Davy? Un millón de muertos en Irán e Iraq. Cincuenta mil en el Líbano. Una mujer en Chipre. ¿Vengarás todas sus muertes? ¿Y qué hay de los muertos en Camboya, Latinoamérica o Sudáfrica?
No están en mi cabeza. No son mi madre.
Me sentí mareado. Demasiados muertos, demasiados sufrimientos. ¿Por qué la gente se mata entre ellos? ¿Qué vas a hacer con Matar cuando lo cojas?
Apreté los ojos para enjuagar las lágrimas.
Responderé a eso cuando lo tenga.