CAPÍTULO CATORCE

El autobús de la Enterprise Publique de Transport de Voyageurs hacia Tigzirt estaba abarrotado de lugareños y olía demasiado a sudor y a extrañas especias, pero la vista, que alternaba colinas escarpadas y olas azules, era encantadora. Los turistas normales que iban a Tigzirt llegaban en autobuses organizados por la Oficina de Turismo Argelina o en Fiats alquilados. Aunque solo se encontraba a veintiséis kilómetros al este de Argel, hubo muchas paradas y tardamos una hora y media. Intentaron varias veces hablarme en francés, árabe y bereber, pero yo solo me encogía de hombros.

Al mediodía el autobús se detuvo en la N24, cerca de un puente en el que un diminuto riachuelo bajaba del Atlas Telliano y desembocaba en el mar. No vi edificios. Los pasajeros y el conductor salieron en tropel del autobús y se lavaron las manos en el arroyo. Algunos llevaban pequeñas alfombras. Otros se arrodillaron en el suelo. Todos empezaron a rezar hacia la Meca. Al cabo de un cuarto de hora, volvieron a entrar en el autobús y seguimos el trayecto.

En Tigzirt el recepcionista del Hotel Mirzana hablaba algo de inglés, pero no dejaba de decir que no había habitaciones libres. Yo ya me esperaba que no hubiese habitaciones. Me habían dicho que los centros turísticos costeros en Argelia se reservaban con meses de antelación.

—Yo no quiero una habitación —le repetí—. Estoy buscando a alguien. A un huésped —puse un billete de veinte dólares en el mostrador. Al cambio oficial eran unos noventa y cinco dinares, pero al cambio de la calle eran cinco veces más. Me pregunté si el recepcionista lo sabría. Yo me había enterado leyendo una guía Fodor.

El recepcionista cogió el billete y pareció más atento.

—¿Y a quién está buscando usted?

—A Rashid Matar.

El recepcionista parpadeó y se quedó inmóvil por un momento, y luego dijo:

—No conozco a esa persona.

Gilipolleces. Saqué la foto de su cara y se la mostré. Volvió a parpadear, se encogió de hombros, y me respondió:

—Lo siento, no.

—¿Está seguro?

—Sí. Muy seguro —volvió a encogerse de hombros.

—Bueno, gracias por su tiempo —le dije, y atravesé el vestíbulo metiéndome en dirección al restaurante.

Me dieron una mesa con vistas al mar y a las pistas de tenis. El Mirzana estaba situado sobre una colina, a unos cuantos metros por encima del mar. La gente venía a Tigzirt por la playa o por las impresionantes ruinas romanas o por la basílica bizantina. Pedí un té con menta y mostré al camarero la foto de Rashid Matar.

Se asustó visiblemente y se negó incluso a mirarla, aunque le ofreciese dinero. No tocó el dinero.

El té, cuando vino, me lo trajo otro camarero que no entendía el inglés y que se fue de inmediato, haciendo caso omiso a la foto que le enseñé.

El té era demasiado dulce.

Dos hombres de piel aceitunada, poblados bigotes y ropa de tenis de un blanco deslumbrante estaban jugando en una pista, y la pelota iba de un lado a otro de la red como si la disparasen. Por una puerta abierta podía oír los porrazos de las raquetas contra la bola. Ninguno de los dos era Matar. Había diversos yates y veleros anclados a cierta distancia de la costa balanceándose con el ligero oleaje. Incluso pude divisar una parte de la abarrotada playa a lo lejos, a mi derecha.

Le di un sorbo al té y seguí mirando, comparando a todos los que pasaban con mi foto.

Matar podría no estar allí. Aquel era el mejor hotel, pero había algunas residencias privadas que podrían estar alquiladas. Mi informante solo había dicho que a Matar le habían enviado allí.

—Estuvo allí en la playa, estoy seguro. Había policía por todas partes, vigilando todo, protegiéndole a él o al Wali local, creo.

El doctor Perston-Smythe de la Universidad de Georgetown me había dado una carta de presentación para el señor Theodore, de la embajada inglesa. Me llevó al restaurante Bacour, en rue Patrice Lumumba. La comida era local. Acabamos con un té mucho mejor que el que ofrecía el Mirzana.

El señor Theodore se pasó casi todo el rato advirtiéndome contra los guías más o menos oficiales que merodeaban el Museo de Artes Populares y lamentando el estado de la Casbah, donde lo pintoresco hace tiempo que fue sustituido por lo sórdido.

—Los franceses dejaron Argelia con un sistema hospitalario excelente y con algunas obras públicas bastante buenas, pero la economía estaba controlada por el petróleo hasta el crac, y ahora tienes a una nación con explosión demográfica, gracias a un sistema sanitario decente, y una economía que se viene abajo. Argelia solía ser un importante exportador de alimentos, pero ahora todo el mundo se amontona en la ciudad y el desierto se está tragando una parte de las mejores tierras de cultivo. Y ahora la Casbah es un enorme suburbio marginal —bebió un poco de té, con precisión—. Yo soy zurdo, pero nunca se utiliza la mano izquierda para comer. No en público. Se usa para otras cosas más sucias.

Sobre Rashid Matar fue el único capaz de decirme que le habían visto en Tigzirt, al parecer de vacaciones, al parecer relajándose.

—No hay una evidencia directa que lo relacione con el secuestro.

—¿Y realmente cree que no lo hizo?

Sonrió.

—No. Él es culpable sin duda. Lo que pasa es que los argelinos hicieron un trato con él para liberar al resto de los rehenes y se justifican así. No serán favorables a ningún intento de extraditarle.

Asentí.

Me miró casi con gravedad.

—¿No estará planeando algo estúpido, verdad? Me refiero a que no le culparía si estuviera planeando matarle, pero eso no funcionará. El asesino es él y le verán venir kilómetros antes.

Sentí que se me enrojecían las orejas.

—No sé lo que haré. Por el momento, solo quiero encontrarle.

—Bueno, pero si fuera usted de nacionalidad británica, consideraría seriamente despacharle de vuelta a casa.

Así que allí estaba yo en Tigzirt, donde Rashid Matar había sido visto jugando en la playa y tratando con el Wali, el gobernador de la Wilaya local. Decidí que estaría en el hotel otra hora, luego volvería al día siguiente y probaría en la playa. Pagué la cuenta en dinares y luego volví al vestíbulo. Había un banco justo al lado de la entrada principal con una buena vista del hall y del ascensor. Cogí un libro de mi bolsillo y empecé a leer.

Algunos turistas alemanes entraban y salían, así como un grupo de franceses. Los árabes ocasionales que aparecieron no se parecían nada a Matar. Estaba a punto de rendirme, cuando dos miembros uniformados de los Darak al Watani, la gendarmería nacional, aparecieron en la puerta. Fueron a hablar con recepción y después me miraron.

¡Hijo de puta! Me fui hacia la puerta y la atravesé. Detrás de mí oí que alguien gritaba: «Arrêtez! Arrêtez!». Giré de inmediato a la derecha y, sin que me viesen los polis, salté a mi apartamento en Stillwater. Se me destaparon los oídos y me senté enseguida, porque me fallaban las piernas. Oí un autobús en la calle y me sobresalté.

Cálmate. ¿Es que esperas que entren por la puerta? Están en la otra punta del planeta.

Respiré hondo varias veces. ¿Por qué era tan poco osado? En realidad, era intocable. Podía volver allí de un salto, y, mientras saltase antes de que me esposaran, no habría ningún modo de retenerme. Incluso podría esperar hasta que me encerrasen en una celda, y luego me iría de un salto.

También podrían matarte. Bueno, sí.

* * *

Millie estaría en casa de su padre, en la ciudad de Oklahoma, durante la primera semana de las vacaciones de Navidad. El día de Navidad se iría en coche hasta Whichita, Kansas, para pasar la semana siguiente con su madre y su padrastro. En cualquier caso, estaba ocupada con su familia y, aunque habíamos quedado algunos días durante aquel período, tuve que dejarla sola la mayor parte del tiempo.

Salté a Stanville, junto al Dairy Queen de Main Street, y paseé lentamente por la calle, mirando las decoraciones navideñas.

Había nevado justo después del día de Acción de Gracias y el tiempo se había mantenido frío, de manera que los patios y el parque estaban cubiertos de blanco, sucios de hollín y basura. Estrechas sendas oscuras donde las pisadas habían dejado al descubierto el césped atravesaban la nieve gris frente al juzgado. Las calles estaban limpias excepto donde el quitanieves había hecho montones contra los bordillos.

Las decoraciones navideñas, maravillas de la ciencia petroquímica, eran las mismas estrellas y las mismas barras de golosinas de plástico utilizadas por la ciudad durante los últimos seis años. Las hileras de acebo de plástico se veían destrozadas, y sobre una de las estrellas rojas en una farola del juzgado alguien había pintado con espray «¡REVOLUCIÓN AHORA!». Otro había tachado «ahora» y había puesto «cuando sea».

Los poderes del Stanville imperialista probablemente estaban temblando.

Era media tarde en Argelia, pero mediodía en Stanville. Había bastantes compradores por la calle. Si había tanta gente en el centro de un pueblo relativamente estéril, me estremecí al pensar cómo estaría el Wal-Mart de las afueras. Entonces vi el coche de papá aparcado frente a la taberna Gil’s junto a un parquímetro al que se le había acabado el tiempo.

Por la calle venía un triciclo que la policía utilizaba para la mujer del parquímetro. La señora Thompson, demasiado gorda y demasiado arreglada con su chaqueta de policía genuina con el cuello de piel azul, estaba poniendo una multa a un BMW con matrícula de fuera del estado. Me pregunté si realmente se le habría acabado el tiempo o si la señora Thompson simplemente estaba multando al propietario por pecaminosa decadencia y/o por ser de fuera. La señora Thompson era la esposa del reverendo Thompson, el pastor baptista.

Hurgué en el bolsillo y saqué unas monedas. La mitad eran argelinas y también había algunas monedas inglesas de 5 peniques, pero tenía suficientes monedas de cinco centavos como para añadir cuarenta minutos a la máquina.

Solo cuando vi que la pequeña flecha señalaba hacia arriba me di cuenta de que estaba ayudando a mi padre.

Fruncí el ceño. Había un ladrillo cerca de la puerta de entrada de Gil’s, que se utilizaba para aguantar la puerta cuando hacía buen tiempo. Me planteé cogerlo y tirarlo contra el parabrisas del Cadillac. Incluso me acerqué y me lo quedé mirando, cuando el triciclo de la señora Thompson se acercó lentamente, distrayéndome.

Papá debió de haber visto a la señora Thompson por la ventana, porque salió por la puerta en aquel momento, mirando la calderilla que llevaba en la mano izquierda. Luego me vio allí de pie, entre él y el parquímetro.

Pareció asustado.

—¿Davy?

La furia aún estaba ahí, incrementada de alguna manera por la sorpresa en su cara, el miedo. Alargué el brazo y le golpeé la mano haciéndole tirar las monedas. Entonces, mientras la calderilla rebotaba en la acera, me fui de un salto a mi vivienda del precipicio en el desierto de Texas.

* * *

Cuando regresé a Tigzirt, me vestí de manera diferente, más formal, con un fino traje de lino. Evité el hotel y bajé atravesando el pueblo hasta la playa. Había unos cuantos mendigos por la calle, pero eran muchos menos que en Argel. El viento venía del Mediterráneo y el sol brillaba con fuerza. Esperaba que mi descripción no estuviese circulando o, si lo estaba, esperaba que difiriese bastante de mi nueva apariencia.

La playa no estaba llena y las únicas mujeres en traje de baño no eran árabes. A lo largo de la orilla, vestidas con velo y chador de cuerpo entero, tres mujeres (¿quién lo diría?), con los vestidos arremangados hasta los tobillos, paseaban con los pies descalzos por la espuma. Pude adivinar que eran de Arabia Saudí por las ropas negras y porque parecían tan turistas como las suecas en biquini.

El turista número quince reconoció la foto. Era francés, pero su inglés, aunque con un fuerte acento, era bueno.

—Ah, sí. El hombre con guardaespaldas. Estaba en la cubierta del yate grande —miró hacia la bahía, hacia el grupo de yates anclados a sotavento en el cabo derecho—. ¡Um! No está. Era un enorme yate con una chimenea azul. Era muy grande, de al menos treinta metros. Ese hombre venía a la playa y hablaba con las mujeres hermosas, para llevárselas a hacer esquí acuático.

Le di las gracias y centré el resto de mis investigaciones en aquel yate. Nadie en la playa pudo decirme su nombre o cuándo se había ido, aunque varias personas lo habían visto. Una mujer inglesa me sugirió que probase en la gasolinera del muelle, junto a los barcos pesqueros.

—Hay un par de tiendas allí en las que toda la gente de las barcas se abastece. El capitán de puerto está allí también, y él debería saberlo.

Le di las gracias y me fui de la playa caminando. No me había quitado los zapatos y se me había metido arena dentro. Había un pequeño muro que separaba un jardín de la calle. Me apoyé en él y vacié los zapatos.

Estaba inclinado hacia delante para atarme los cordones cuando vi por casualidad al final de la calle a un hombre en una esquina, quizás a unos noventa metros. Llevaba una cámara con un enorme teleobjetivo, y estaba apuntando hacia mí.

¿Algún turista, quizá, tomando una larga perspectiva de la calle? No lo creía. Me levanté y caminé rápidamente hasta la vuelta de la esquina, hacia una de las estrechas calles que subían por la colina desde la playa. Luego salté a la terraza del Hotel Mirzana.

Estaba justo encima de la colina a la altura del puerto pesquero, en realidad más cerca de él que la playa, separado por un paseo cuesta abajo en lugar del camino serpenteante por la costa. Dejé el hotel enseguida, ansioso por evitar al recepcionista que me había entregado a los Darak al Watani. No sabía si la policía estaría aún por los alrededores.

La gasolinera del muelle fue fácil de encontrar, porque el fuerte olor a diesel casi se podía ver. El muelle era una pasarela que sobresalía del puerto con un pequeño edificio construido al final. La marea parecía estar baja, porque el agua estaba al menos veinticinco centímetros por debajo del entablado.

Los dos chicos que se ocupaban de los surtidores no hablaban nada de inglés, pero fueron al edificio a buscar a un hombre mayor que llevaba una chilaba encima de su camisa y corbata occidentales.

—Ah, el gran barco, el Hadj, de Omán. Ayer por la noche, ellos marchar. Venir por, eh, la gasolina, y luego irse.

—¿Hacia dónde iban? —saqué un puñado de dinares, con toda tranquilidad, y les dejé que los viesen.

Se encogió de hombros.

—Un momento —respondió, haciéndome gestos para que me quedase donde estaba—. Preguntar —volvió a su oficina. Por la entrada vi que cogía un teléfono y llamaba. Una vez miró de reojo hacia mí, como para asegurarse de que aún seguía allí. Luego colgó el teléfono y volvió caminando lentamente.

—Yo hablar con capitán de puerto. Él no decirme, pero yo, eh, discutir con él. Él es difícil —bajó la vista a mi mano, al dinero.

Le entregué cinco billetes de veinte dinares.

—¿Quizás esto ayude? Un regalo. Para mostrar mi gratitud.

Él asintió, pero en lugar de mirar el dinero, miraba a mis espaldas al muelle, hacia la costa. Me di la vuelta pero no vi nada.

—¿Adónde fue el barco?

El hombre se tiró de la corbata, pensativo, y contestó:

—Ellos ir a, eh, Sicilia —no sonó muy convincente y su mirada estaba en mi cara esta vez, casi fija. Me di la vuelta.

Por el muelle venían dos agentes de la policía, los Darak al Watani. Iban andando despacio, a propósito. El muelle se adentraba en la bahía y no había otra salida, al menos ninguna que ellos conocieran.

Me volví hacia el jefe de la gasolinera, furioso. Él empezó a apartarse de mí, sonriendo, fuera de mi alcance. Salté el metro y medio que había entre nosotros y le arranqué el dinero de la mano. Se apartó estremeciéndose, sin la sonrisita en la cara. Di otro paso hacia él y cayó por el borde del muelle al agua. Los dos muchachos empezaron a reír.

Se lo merece.

Se oyeron pasos pisando con fuerza el muelle. Me volví. Los Darak al Watani se acercaban corriendo, decididos a impedir que continuase con mi violencia. Fui hasta el extremo del muelle y me dejé caer. Antes de que mis pies tocasen el agua, salté a mi vivienda en el precipicio de Texas.

* * *

Más tarde aquel mismo día, salté a la Union Station en Washington, D.C., y utilicé una cabina para llamar al doctor Perston-Smythe. La secretaria del departamento contestó después de cinco llamadas, lo cual me sorprendió. Era Nochebuena, después de todo.

—Teléfono de doctor Perston-Smythe.

—¿Puedo hablar con él?

—Está en la sala de conferencias con algunos visitantes.

—Ah. Llamo desde una cabina, así que no puedo dejarle un número. ¿Sabe en qué momento podría encontrarle?

—Entraré un momento y se lo preguntaré. ¿Cómo se llama?

—David Rice.

—No se retire.

Me dejó a la espera. Pasé el rato observando a la gente frente a las tiendas decoradas y brillantes. Por los altavoces sonaban villancicos.

Un anciano con un traje a cuadros y un abrigo hecho pedazos pasó renqueando. Llevaba unas zapatillas de deporte mugrientas. Tenía el pie izquierdo doblado hacia dentro, con la planta del pie mirando a la otra pierna en lugar del suelo, y apoyaba el peso en el borde exterior del pie. No es de extrañar que renquease.

Detrás de él caminaba una mujer con un abrigo de pieles hasta las rodillas. Miraba fijamente hacia delante, hacia el infinito. Cuando el entrecortado caminar del hombre le obstruyó el paso, lo rodeó con cuidado, acercándose con una mano el dobladillo del abrigo, por si le rozaba. En la otra mano llevaba una enorme bolsa repleta de regalos navideños.

El teléfono dejó de estar en espera, pero era el doctor Perston-Smythe en lugar de la secretaria.

—No pretendía interrumpir su reunión.

—No hay problema, señor Rice. A ella no se le ha ocurrido que debía usted estar llamándome desde Argelia.

—Ah, no, no. Estoy en D.C.

—¿Ah sí? Esto, ¿sería posible que viniese a mi despacho?

—Estaba a punto de preguntarle lo mismo.

Le oí que tapaba el teléfono con la mano y decía algo a alguien. Luego dijo:

—¿Cuándo cree que podría llegar aquí?

Inmediatamente. La tentación de saltar a su despacho era fuerte.

—Oh, déme diez minutos.

—Muy bien.

Pasé los diez minutos siguientes saltando a Texas para coger dinero y luego buscando al anciano con el pie torcido. Le di veinte mil dólares y confié en que nadie le matase por ello.

Once minutos después de colgar el teléfono en la Union Station, llamé a la puerta del despacho de Perston-Smythe. La abrió él mismo.

—Entre, David.

Empecé a entrar y vi a otro hombre sentado en la mesa de Perston-Smythe.

—Oh, puedo esperar fuera hasta que hayan terminado.

El otro hombre habló.

—No. Por favor, entre. Le estábamos esperando —su voz era grave y potente, bien modulada.

—Este es el señor Cox. Brian Cox.

Asentí y entré en el despacho a regañadientes. Perston-Smythe cerró la puerta detrás de mí y me señaló una de las dos sillas. La que cogió él estaba más cerca de la puerta.

Esto tiene mala pinta.

—¿Están seguros de que no interrumpo nada?

—Segurísimos —respondió Cox. Era un hombre alto con cara mofletuda y pelo negro rizado cortado muy corto en los lados. Parecía un ex jugador de fútbol, de espaldas anchas y con aspecto de poderme partir en dos—. ¿Qué ha estado haciendo en Argelia, señor Rice?

Pestañeé.

—¿Qué le hace pensar que he estado en Argelia?

—El viernes pasado pasó por la aduana argelina. El domingo se encontró con Basil Theodore de la embajada británica. Ayer la policía persiguió a un ciudadano americano desde un hotel en Tigzirt después de que fuese retenido por irregularidades monetarias. El americano se parecía mucho a usted.

—¿Es usted de la universidad, señor Cox? —de algún modo sabía que no.

Cox sacó una funda de piel y la dejó abierta sobre la mesa delante de él. La documentación con la foto le identificaba como agente de la Agencia de Seguridad Nacional[16].

Mierda.

—¿Qué es lo que quiere, señor Cox? Si ha hablado con el doctor Perston-Smythe, ya sabe que he estado buscando a Rashid Matar. También sabe por qué.

—Si se hubiese alojado en un hotel normal en lugar de desaparecer de un lavabo de aeropuerto, creería eso. La embajada no encontró ni rastro de usted entre la hora de llegada y el rato que estuvo cenando con Theodore. Después tampoco hubo rastro alguno desde entonces hasta que apareció en Tigzirt. ¿Para quién trabaja? ¿En qué piso franco se alojó? Usted no es uno de los nuestros. Ya hemos preguntado a todas las demás agencias. ¿Quién es usted?

—Soy David Rice, un muchacho americano de dieciocho años. Y no trabajo para nadie —me levanté y me dirigí a la puerta. Me esperaba a medias que Perston-Smythe se levantase de su silla para detenerme, pero solo miró por encima del hombro mientras abría la puerta.

Afuera había tres hombres, trajeados. Dos de ellos tenían las manos en las chaquetas. El tercero llevaba un par de esposas. Cerré la puerta.

—¿Estoy bajo arresto?

Cox hizo caso omiso a la pregunta. Abrió una carpeta de papel manila sobre la mesa y sacó una fotografía.

—Esa imagen se tomó hace seis horas en Tigzirt. Fue revelada y luego transmitida por satélite hace una hora. Por eso estaba aquí cuando ha llamado —la empujó para que la viese.

Era yo, sentado sobre un muro de jardín, atándome los zapatos. Estaba mirando a la cámara con recelo. Llevaba el mismo traje fino que vestía en aquel instante.

La voz de Cox aumentó en intensidad y golpeó con la mano sobre la foto.

—¡Quiero saber todas las respuestas a las preguntas que le he hecho, pero sobre todo, quiero saber cómo diablos ha viajado desde Argelia hasta Washington D.C. en menos de seis horas!

Me aparté, sobresaltado por el golpe. Había un interruptor de la luz en la pared, pero la luz del sol de la tarde entraba por la ventana detrás de Cox. No podía saltar sin ser visto. Siempre ha existido esta posibilidad. Lo sabías desde el principio. ¿Aquellos hombres conocían a otros saltadores? ¿Conocían mis capacidades? Me empezaron a sudar las manos y el corazón me latía con fuerza.

—Quiero hablar con mi abogado.

—No estás bajo arresto.

—Entonces me iré.

Cox se inclinó hacia delante. Casi sonrió.

—No lo creo —alzó la voz para llamar a alguien—. ¡Harris!

La puerta se abrió a mis espaldas.

Miré a Perston-Smythe.

—¿Va a dejar que lo hagan?

Entonces Cox sí que sonrió.

—El doctor Perston-Smythe es un empleado contratado por la agencia. ¿Quién cree que nos lo notificó en primer lugar?

Di un paso hacia la mesa y tuve el pequeño placer de ver cómo desaparecía la sonrisa de la cara de Cox. Cinco testigos. Será mejor que lo haga bien. Entonces sonreí yo.

—En ese caso solo tengo una cosa que decir. Y espero que informen a sus superiores, de los que debe de haber muchos.

Cox frunció el ceño.

—¿Y bien?

—No pretendemos hacer daño a vuestro planeta —respondí.

Y salté.