—Lo primero que quiero dejar claro es que esa violencia, ese terrorismo, no es cultural. Ni tampoco es esencial a la cultura árabe o musulmana. He hecho demasiadas reuniones informativas para senadores y congresistas que piensan que todos los «cabezatoallas» llevan una pistola y una granada. Si no puede ver más allá de este estereotipo, entonces sería mejor que lo dejásemos aquí.
Sentí que se me ponían las orejas rojas. En realidad no había pensado en ello, pero seguramente había sentido algo parecido. Me hacía sentir mal. Era papá el que clasificaba a la gente por el color de la piel.
—Yo no pienso eso —contesté—. Sí que siento cierta hostilidad, aunque procuraré no generalizar.
Él asintió. Estaba sentado detrás de una mesa de madera en un pequeño despacho. Las hombreras de su traje de tweed se encorvaron de manera extraña cuando apoyó los codos en la mesa de trabajo y se inclinó hacia delante. Una de sus manos aflojó el nudo de la corbata roja de lana que llevaba con su camisa gris.
Había cogido el tren Amtrak desde la Penn Station en Nueva York hasta la Union Station en el distrito de Columbia. El señor Anderson, del Departamento de Estado, había preparado la reunión. El hombre de la corbata de lana era el Dr. Perston-Smythe, profesor asociado de Estudios Árabes de la Universidad de Georgetown, y estábamos hablando en su despacho.
—Puedo entender la hostilidad. Sin embargo, no comprenderá a los árabes o el tema del terrorismo hasta que no consiga sacarse esos estereotipos de la cabeza.
Asentí.
—Entiendo.
—Considere esto: hubo más de cuarenta mil libaneses muertos en el período entre 1980 y 1987. Más de un millón de muertos en la guerra Irán-Iraq. Menos de quinientos americanos murieron durante el mismo período en Oriente Próximo por acciones terroristas, si es que cuenta el camión-bomba de los marines en Beirut; yo no.
—¿Y por qué no?
—Uno de los problemas con la política antiterrorista americana es que nuestro gobierno insiste en desdibujar la diferencia entre la insurgencia armada contra fuerzas militares e instalaciones y los ataques contra civiles inocentes. Obviamente, atacar a civiles desarmados sin ninguna relación con algún tema político en particular es terrorismo. Pero ¿y un ataque a una fuerza militar armada que ocupa tu patria? Eso no es terrorismo. No estoy diciendo que esté bien o mal. Solo digo que si llamamos a eso terrorismo, entonces los Estados Unidos también estuvieron involucrados en la financiación de terroristas en Afganistán y en Centroamérica. ¿Ve lo que quiero decir?
—Sí.
—En cualquier caso, lo que estoy intentando decir es que la proporción de víctimas americanas por terrorismo no se puede comparar con la respuesta que genera. No hicimos nada para detener la guerra entre Irán e Iraq porque consideramos beneficioso para nuestros intereses que aquellos dos países se perjudicasen mutuamente. Personalmente, creo que eso es inexcusable, pero no estoy en una posición para hacer política. Por supuesto, ambos líderes estaban locos y tenían pendiente una rencilla personal que venía de largo, pero sus gentes pagaron un horrible precio.
—No sabía que había algo personal.
—Pues, sí. En 1975, cuando Saddam Hussein firmó con el Sha de Irán el acuerdo sobre la orilla oriental del río Shat-al-Arab, una de las condiciones no escritas era que Hussein haría que el ayatolá Jomeini dejase su actividad política.
—¿Y cómo esperaba que Hussein lo hiciera?
Perston-Smythe me miró como si fuese un idiota.
—Jomeini estaba en Iraq. Cuando se exilió de Irán se fue a la ciudad santa chiíta de An Najaf. En resumidas cuentas, Hussein le dijo a Jomeini que parase, pero este se negó, así que Hussein le expulsó a Kuwait, donde enseguida le expulsaron a Francia. Durante un período de quince años, setecientos mil chiítas fueron expulsados de Iraq. Hay mucho resentimiento allí. Y más después de la guerra, por supuesto.
Le miré fijamente.
—Sé que está intentando ofrecerme una visión global, pero ¿qué me dice de aquellos terroristas en concreto?
—Nos estamos acercando. Estamos dando un rodeo, pero es mejor para el viaje. ¿Qué sabe de las creencias sunitas frente a las chiítas?
Había estado leyendo, por las noches, después de trabajar en mi vivienda del risco en El Solitario.
—Los sunitas son aproximadamente el noventa por ciento de los musulmanes. Creen que la sucesión de los califas fue apropiada después de la muerte de Mahoma. Los chiítas creen que los sucesores legítimos eran los descendientes de Alí, primo de Mahoma, y no de su mejor amigo, Abu Bakr. Creen que los descendientes legítimos han sido asesinados y discriminados desde entonces.
—Los sunitas tienden a ser más conservadores y no creen en un clero ni en una liturgia. Los únicos países con mayorías sunitas son Irán, Iraq, Líbano y Bahrein.
—Así es —dijo Perston-Smythe. Parecía sorprendido por mis conocimientos después de mi ignorancia previa—. Incluso entre los chiítas, el terrorismo es detestable. Uno de los preceptos de Mahoma habla de la protección de las mujeres, los niños y los ancianos. Uno de los noventa y nueve nombres de Alá es «el Misericordioso».
—Muy bien. Acepto que la mayoría de los musulmanes no practicarían el terrorismo. Lo tendré en cuenta. Pero quiero saber de los hombres que sí lo practican. Quiero saber de los que mataron a mi madre.
Se inclinó hacia atrás.
—De acuerdo —abrió una carpeta delante de mí—. Todo indica que los secuestradores del vuelo 932 eran chiítas extremistas pertenecientes a la Yihad Islámica, un grupo terrorista asociado a Hezbollah, el «Partido de Dios». Si bien desconocemos la identidad de dos de los secuestradores, sospechamos que el líder era Rashid Matar, un chiíta libanés conocido por haber trabajado con Mohammed Abbas, el organizador del secuestro del Achille Lauro. Lo curioso es que la razón por la que creemos que es Matar es porque escogió a su madre como víctima. Con la excepción de atentados aislados, las mujeres rehenes son normalmente las primeras personas en ser liberadas en situaciones de terrorismo aéreo.
»En 1987, Matar estuvo implicado en las palizas a diversas prostitutas italianas en Verona. Dejó el país antes de que lo cogiera la policía, pero encontraron armas automáticas y manuales técnicos de diversos tipos de aviones en el piso que se vio obligado a abandonar. A principios de 1989, tuvo que dejar El Cairo después de matar de una paliza a una turista sueca.
»Matar también fue captado por una cámara de seguridad del aeropuerto de Atenas el día anterior al secuestro. Eso es demasiada coincidencia —Perston-Smythe me entregó una fotografía de siete por diez.
Era una toma ampliada de una foto de periódico, la cual, a su vez, parecía haber sido tomada de una foto de pasaporte. El titular del periódico estaba en italiano, pensé, y lo único que entendí fue el nombre de Rashid Matar. La trama de la impresión era muy visible y tuve que alejar la foto un poco para ver bien su cara. Era más joven de lo que me esperaba, a pesar de las lecturas que había estado haciendo. No llevaba barba y tenía unas oscuras cejas pobladas. Aunque era de complexión morena, no se ajustaba a la imagen que yo tenía del árabe. Su nariz era normal y su mentón poco pronunciado. Tenía la cara delgada y alargada y sus orejas estaban aplastadas contra la cabeza. Sus ojos eran oscuros y tenían la mirada perdida.
—El hecho de que los terroristas no solo no soltaron a las mujeres, sino que escogiesen a una de ellas para matarla, apunta directamente a Matar, un misógino declarado.
Agité la foto.
—¿Puedo hacer una copia?
—Es un duplicado. Puede quedársela.
—¿Dónde se encuentra ahora?
—No lo sabemos. Tengo algunas ideas, pero no estoy seguro.
Apreté los dientes y esperé.
Él se encogió de hombros.
—Solo es pura especulación, ¿comprende?
—Especulación a partir de una información —contesté.
—Bueno, sí —se inclinó hacia delante de repente, con los dedos entrelazados—. Un jet privado salió de Argelia casi inmediatamente después del secuestro del avión y voló hasta Damasco, en Siria. Aunque no se hicieron comentarios sobre sus pasajeros, a la prensa de Argel se le permitió verlo despegar. Eso implica que, A, las autoridades argelinas prometieron a los secuestradores pasaje gratis si liberaban a los rehenes, y B, que se los llevaron a Siria. Eso es exactamente lo que ocurrió después del secuestro del avión kuwaití en 1988.
—Entonces, ¿está diciendo que se encuentran en Siria?
—En el caso del secuestro del aparato de Kuwait Airways, los secuestradores viajaron desde Damasco al Líbano por tierra. Allí se refugiaron en el valle de la Beká, el bastión de Hezbollah.
—Entonces está diciendo que están en el Líbano.
—Eso es lo que se supone que debemos pensar. Yo no creo que ni siquiera dejasen Argelia. Tengo un amigo que trabaja en Reuters y me dijo que había una zona que los Darak al Watani estuvieron protegiendo con cuidado mientras se permitía a los periodistas observar el despegue del jet. Mi amigo suele ser desconfiado. Siempre que un oficial apunta hacia una dirección, mi amigo mira hacia el otro lado. Por eso vio cómo tres hombres sin afeitar y con uniformes militares inadecuados subían a un camión que se alejó del aeropuerto bajo escolta policial. Cree que uno de ellos era Matar, pero no pudo verlo con claridad.
»Pienso que es muy probable que aún estén en Argelia.
* * *
Aparecí en su puerta, después de doblar la esquina andando. Tenía un nudo en el estómago, estaba nervioso y me costaba respirar, como si hubiese corrido un buen rato o me hubiesen golpeado en la boca del estómago. Me temblaba la mano al intentar llamar al timbre, y al final la bajé para ver si el temblor cesaba. Estaba tratando de armarme de valor para volver a intentarlo, cuando Millie abrió la puerta.
—Hola —me dijo, rápidamente. Luego, siguió hablando más despacio—. Me ha parecido que podrías cambiar de parecer. ¿Estás realmente preparado para esto?
—Bueno, han pasado ya dos semanas —dos semanas desde mi última nota.
—Me alegré de que llamaras, pero no parecías muy convencido.
Me encogí de hombros.
—No. Es que…, es que, bueno…, tenía miedo. —No me moví para tocarla, ni para acercarme. Aún tenía miedo.
Hizo un gesto a la puerta abierta.
—¿Quieres pasar mientras cojo mi abrigo?
—Esperaré aquí. De verdad. No me iré.
Ella sonrió con aire de inseguridad.
—De acuerdo —volvió enseguida, arrebujándose en un largo abrigo gris—. ¿Adónde quieres ir? —hurgó en su bolso, buscando las llaves del coche.
Yo no tenía nada de hambre.
—No lo sé. A cualquier sitio que tú quieras.
Se me quedó mirando.
—¿A cualquier sitio?
—A cualquiera que podamos ir.
Bajó la vista a la acera un instante, luego subió la cabeza a medias y me miró a través del flequillo.
—Quiero ir a comer algo a Waverly Inn.
Me tocaba a mí mirarla. Waverly Inn estaba en el West Village, en Manhattan. Miré el reloj. Eran las seis, y serían las siete en Nueva York. No tenía un lugar de salto para Waverly Inn, pero podía saltar a diez minutos de allí.
—Tendré que cogerte —le dije.
Me miró, se mordió el labio superior un segundo, y luego respondió.
—Vale. ¿Qué tengo que hacer?
—Solo quedarte ahí.
Me situé detrás de ella y le puse los brazos alrededor de la cintura. Su pelo, su perfume, estaba en mi cara. Permanecí así un momento hasta que pude sentir su inquietud. Entonces la levanté y salté a Washington Square, junto al arco. La solté y la tuve que agarrar de nuevo, porque le fallaron las rodillas.
—¿Estás bien? —la ayudé a llegar a un banco a pocos metros de allí.
—Lo siento —respondió. Tenía los ojos como platos y no dejaba de mirar a un lado y a otro para ver el arco y los edificios de alrededor—. Sabía que podías hacerlo, pero no lo conocía, no sé si sabes a qué me refiero.
—El conocimiento teórico frente a la certeza. Créeme, lo sé. De la misma manera que sé que más tarde dudarás de que haya pasado, aunque lo estés experimentando ahora mismo.
Hacía más frío que en Stillwater, puede que estuviésemos bajo cero, y las pocas personas que había en el parque iban caminando con brío. Aun así, era viernes por la noche y había bastante ambiente. Millie se levantó lentamente y preguntó:
—¿Hacia dónde vamos?
La conduje hasta el final del parque. Por el camino, Millie me preguntó sobre el funeral y le dije que estuvo bien. Me quejé del cura y le hablé de los amigos de mamá. Luego le dije lo que le había hecho a papá cuando apareció en la ceremonia.
—Me siento culpable por ello.
—¿Por qué?
Sacudí la cabeza.
—Simplemente me siento así.
Doblamos por Waverly Place.
Millie titubeó un momento, y después dijo:
—Él os maltrató a los dos, pero creo que te das cuenta de que es capaz de sentir la pérdida. De que la quería de algún modo. De ninguna manera fue aquello una relación sana, pero puede que te estés sintiendo culpable porque crees que le has privado de su oportunidad de llorar a alguien.
—¡Ja! ¡Que la llore lejos de mí! —bajé la voz—. Puede que tengas razón. O puede que me sienta culpable porque le desafié.
Asintió.
—Es posible. Oh… ahí está la taberna.
No había sitio, así que esperamos quince minutos, justo en la entrada, resguardados del frío, intentando evitar que tropezasen las camareras. Cuando cenamos Millie y yo la última vez allí, habíamos tenido que sentarnos en la terraza, pero entonces había sido verano.
Le hablé de los sargentos Washburn y Baker y de por qué me habían estado persiguiendo. Frunció el ceño un momento y luego me dijo:
—Podrías habérmelo dicho.
Aparté la vista de ella y tragué saliva. No quería ponerme a discutir por aquello. Ella se encogió de hombros.
—Está bien. Puede que no te diese una oportunidad para que lo dijeras.
La encargada nos condujo hasta una mesa para dos, metida en un rincón. Le aguanté la silla a Millie mientras se sentaba.
—¿Cómo lo haces? —preguntó, frotando las manos alrededor del candelero de cristal para calentárselas.
Me mordí el labio.
—Bueno, agarras el respaldo de la silla y tiras de él. Una vez la persona está sentada, la empujas hacia delante mientras la acercan a la mesa.
—Ja, ja. Très amusant —no parecía divertida.
—¿Cómo hago qué? —sabía exactamente a lo que se refería.
—Cómo te… teletransportas.
Solté el aire de golpe.
—Yo lo llamo «saltar» y no tengo ni la más remota idea de cómo lo hago. Simplemente lo hago.
Frunció el ceño.
—¿Quieres decir que no hay ningún tipo de aparato ni nada?
—Solo yo —me puse a jugar con el tenedor. Luego me encogí de hombros y le expliqué mi primera vez. Ya sabía todos los detalles escabrosos, pero no cómo me había escapado. Le expliqué lo de mi venganza sobre Topper y el intento de violación, el tipo del hotel de paso en Brooklyn, y, finalmente, lo del robo del dinero.
—¿Que hiciste qué? —se irguió en su silla, con los ojos como platos y la boca abierta.
—Shhh.
Los demás comensales nos estaban mirando, callados como estatuas, algunos con tenedores o cucharas a mitad de camino de la boca.
Millie estaba pestañeando rápidamente. Con un tono más bajo, me dijo:
—¿Robaste un banco?
—Shhh —me ardían las orejas—. No montes una escena.
—¡No me hagas callar! ¡Yo no robé un banco! —afortunadamente, lo dijo en un susurro.
Entonces vino la camarera y nos tomó nota. Millie pidió un Martini con vodka. Yo pedí una copa de vino blanco. No sabía si ayudaría, pero supuse que no me iría mal.
—¿Un millón de dólares? —preguntó, cuando la camarera se hubo marchado.
—Bueno, casi.
—¿Y cuánto te queda?
—¿Por qué?
Se ruborizó.
—Por curiosidad. Debo tener aspecto de cazafortunas.
—Unos ochocientos mil.
—¿Dólares? —el hombre de la mesa de al lado derramó el agua.
—Dios, Millie. ¿Quieres que te deje aquí? Estás a dos mil cuatrocientos kilómetros de casa en este momento.
La camarera llegó con las bebidas y nos preguntó si ya sabíamos qué íbamos a pedir.
—Será mejor que nos dé un momento. Ni siquiera hemos mirado la carta.
Millie dio un trago a su Martini y puso mala cara.
—¿Qué ocurre? ¿Se han equivocado de bebida?
Negó con la cabeza, bebió otro trago, y volvió a hacer la misma cara.
—Está perfecto. No me dejarías tirada aquí en Nueva York, ¿verdad? Quiero decir, que solo llevo quince pavos.
—Bueno… podría dejarte en Central Park. O hay otros lugares de Washington Heights que seguramente están muy animados ahora.
—¡Davy…!
—Está bien. No te abandonaré.
Me miró de un modo extraño.
—¿Qué? Pensaba que te sentirías liberada.
—Extraña elección de palabras —se mordió el labio—. No tan extraña como demasiado apropiada.
—¿Cómo?
Negó con la cabeza.
—Abandono. Ese es el tema, ¿verdad? Ella volvió a abandonarte, ¿no?
—Ella murió. No salió corriendo.
Millie asintió.
—El último abandono.
Sentí que me estaba enfureciendo.
—Perdóname un momento —me levanté de golpe y fui al servicio. Estaba ocupado. Me apoyé en la puerta, con los brazos cruzados, la mirada al frente pero sin mirar nada.
En realidad, no necesitaba ir al lavabo, pero no quería gritarle a Millie. Mi madre había sido víctima del terrorismo, no alguien que me había abandonado. Bueno, no aquella vez.
Nadie estaba mirando, así que salté al lavabo del apartamento de Stillwater.
Tenía ganas de pegar a alguien. No me quedaban platos que romper. Me dejé caer de rodillas en la cama y golpeé el colchón con fuerza, puede que unas veinte veces, hasta que las palmas de las manos me empezaron a doler. Luego respiré hondo varias veces y me fui al lavabo a lavarme la cara.
El recuerdo de la acera del restaurante estaba fresco y volví allí. La encargada me vio entrar y pestañeó.
—No le he visto salir.
Me encogí de hombros.
—Necesitaba tomar un poco de aire fresco.
Ella asintió y volvió a la mesa. Había estado fuera unos cinco minutos. Millie parecía aliviada.
—La camarera ha vuelto a venir —me dijo—. Deberíamos mirar al menú.
El tema de escoger y pedir la cena nos llevó los diez minutos siguientes. Cuando volvimos a estar solos, Millie parecía no tener ganas de hablar de nada serio. Supongo que no quería ahuyentarme otra vez.
—Lo siento, Millie. Ahora mismo no soy muy racional cuando se trata de mamá. Preferiría que no nos pusiésemos a discutir sobre ella.
Millie asintió. Su cara parecía pálida a la luz de la vela y sus manos rojas mientras las frotaba de nuevo en el candelero. Mi irritación desapareció, derretida como la cera. Ella era muy hermosa, muy deseable. Sentí que se me humedecían los ojos y pestañeé con rapidez. Aparté la vista de ella, hacia la pared y dije:
—Te he echado de menos, Millie.
Estiró un brazo y me apretó la mano. La suya estaba muy caliente. Impulsivamente, se la besé y ella se quedó boquiabierta. Se la cogí entre mis manos. Ella respondió:
—Te he echado de menos —no dijo nada más durante un rato, y después apartó la mano con delicadeza.
—Tengo que decirte que me ha afectado lo del dinero robado. No creo que estuviese bien hacerlo.
—No hice daño a nadie.
—¿Y qué me dices de los clientes?
Ya había pensado en eso durante mucho tiempo.
—El banco pierde todo ese dinero con malos préstamos cada mes. Y lo ganan en intereses cada día. Son un banco grande. El dinero que cogí es una pequeña cantidad para ellos. No perjudiqué a ningún cliente.
Negó con la cabeza.
—Sigo sin estar de acuerdo. Pienso que no está bien.
Me sentí lejano, inmóvil. Crucé los brazos y sentí frío.
Ella extendió las manos.
—Eso no cambia el hecho de que aún te quiera. Te he echado mucho de menos. He extrañado tus llamadas y tu cuerpo junto al mío en la cama. No sé qué hacer al respecto. Te quiero por encima de mi desaprobación de tu robo.
Descrucé los brazos y me incliné hacia ella. Ella se inclinó también y nos besamos hasta que la vela me hizo un agujero en la camisa. Entonces nos pusimos a reír, le puse un cubito de hielo a la quemada, llegó la cena y todo estuvo bien.
* * *
Salí del aeropuerto Kennedy hacia la terminal sur de London Gatwick en el vuelo 1555 de American Airlines. Salió después de medianoche y llegó a Gran Bretaña a las 7:20 de la mañana, hora local. Era un DC-10 y el hombre en primera clase a mi lado no paraba de hacer chistes estúpidos sobre fluido hidráulico.
Me planteé seriamente saltarle de vuelta a Nueva York cuando llegásemos a Londres. Gilipollas.
Llovía y hacía frío y la gente hablaba como si estuviesen en la tele. Si no hubiese dormido tan mal en el avión, podría haberme quedado escuchándoles durante horas. Mi conexión a Argel vía Madrid no salía hasta seis horas después. Después de pasar la aduana, salté de vuelta a Stillwater, cogí la videocámara, y grabé algunos lugares de salto en el aeropuerto. Luego salté a El Solitario, me puse la alarma a las cuatro y media, y me eché a dormir.
El vuelo a Madrid era con Air Algerie. Permitían fumar en los vuelos y los remolinos de humo no paraban de pasarme por encima desde el fondo de primera clase, donde cuatro franceses fumaban como chimeneas. Afortunadamente, el vuelo a España fue de solo dos horas y media y los franceses fueron sustituidos por árabes no fumadores durante el trayecto a Argel.
Hubo algunas dificultades en la aduana argelina. No tenía billete de vuelta ni reserva de hotel, así que me pusieron a un lado mientras se ocupaban de los demás pasajeros. Me hubiese ido de un salto si no fuese porque tenían mi pasaporte.
Después de un retraso de tres cuartos de hora, me ofrecieron la posibilidad de comprar un billete de vuelta o pagar una fianza. Compré un billete totalmente reembolsable de Air Algerie a Londres para la semana siguiente bajo el ojo atento de un oficial de aduana. También cambié dinero por la mínima cantidad requerida, 1000 dinares argelinos, unos 190 dólares americanos, y declaré los dólares que llevaba, más de 5000 DA (dinares argelinos). Solo entonces me devolvieron el pasaporte con la advertencia de que todo el dinero cambiado debía registrarse debidamente y que Alá me ayudase si no podía dar cuentas de mis dólares al salir del país.
Grabé unos pocos lugares de salto y luego salí al exterior. Era frío, húmedo y verde, con montañas que se alzaban desde el Mediterráneo. De no ser por los hombres con caftán y chilaba y unas cuantas mujeres con gruesos velos, habría pensado que estaba en cualquier parte menos en el norte de África. Un grupo de ingleses parlanchines pasó con esquís. Iban a Tikjda, donde «la nieve era particularmente buena este año».
Dentro de la terminal, un hombre en una taquilla me dirigió hacia la sala VIP. No pude entrar allí, pero por una ventana cerca del control de seguridad pude ver la pista donde el avión con rehenes estuvo durante dos días de negociaciones. Me pregunté si debía volar hacia Chipre y ver el otro tramo de pista donde murió mamá.
Solo tardé un minuto o dos en grabar lugares de salto, pero no pude irme de allí saltando porque los mendigos eran numerosos, pesados y más andrajosos que cualquiera de Nueva York. Tan pronto como acababa de dar limosna a unos cuantos, se me acercaba otro grupo. Al final, volví a entrar en la terminal y salté desde un váter.
* * *
Las puertas se abrían a las diez de la mañana, así que salté con Millie al interior de Disney World cinco minutos después, justo delante de la Space Mountain. Éramos la segunda pareja a bordo y montamos tres veces antes de que la cola empezase a ser considerable. Hicimos el Star Tours en los estudios Disney MGM y después fuimos a Body Wars, en el Epcot Center.
Después montamos en Piratas del Caribe, La Mansión Embrujada y en el Viaje Salvaje del Señor Sapo. Por aquel entonces, eran las vacaciones de Navidad y las multitudes llegaban hasta el punto de ser desagradables, por lo que salté con ella a Londres y cogimos un taxi hasta el centro de la ciudad.
Eran cuatro horas más tarde en Londres, y hacía frío después del sol de Florida, pero el taxista nos llevó a un viejo hotel donde servían una merienda decente con té. Más tarde, caminamos a la orilla del Támesis hasta que una fría y húmeda niebla empezó a subir por el río, y salté con ella a El Solitario.
Habíamos visto ponerse el sol en Inglaterra, pero en Texas aún eran las dos de la tarde, y la temperatura rondaba los treinta grados. Millie echó un vistazo desde la cima de La Mota y dijo:
—Pensaba que lo estaba llevando bien, pero creo que necesito sentarme.
Salté con ella a mi vivienda en el precipicio y la puse en el sofá.
Durante las semanas desde que empecé la construcción, había acabado la pared hasta arriba del saliente, con ventanas, puerta, y un conducto para la estufa de madera. También había construido un espacio separado en el fondo del saliente que guardaba el generador a gasolina más grande que había podido levantar. Me proporcionaba electricidad para las cinco lámparas de suelo que había llevado para iluminar el lugar.
Había rellenado los peores tramos del suelo, de manera que era bastante liso, aunque tenía una pronunciada inclinación. Había comprado varias alfombras de piel de borrego teñida y algunos muebles rústicos de pino nudoso. En la parte trasera de la vivienda, donde el techo se unía con el suelo, había puesto una cama. En las partes más altas de mi pared hecha a mano, entre las ventanas, había colocado estanterías, calzadas y fijadas para situarlas más o menos a nivel, y poco a poco las iba llenando con nuevas adquisiciones.
Millie se apoyó en el sofá y cerró los ojos. Yo salté al apartamento de Stillwater, llené un vaso grande con agua fría y regresé. Aún tenía los ojos cerrados.
—Aquí tienes un poco de agua —le dije, dejándosela al borde de la mesa.
Ella abrió los ojos y miró al vaso, con las paredes empañadas por el frío. Bebió un sorbo y miró a su alrededor, observando la roca natural sobre el sofá y mirando a un lado y a otro para ver el tamaño de la estancia.
—¿Dónde estamos?
—En Texas —respondí—. No está lejos de la cima que te he enseñado.
—¿Y de dónde has sacado esto? —levantó el vaso.
—De Stillwater.
Negó con la cabeza.
—Esto me recuerda al Sueño de una noche de verano.
—¿Qué parte?
—Aquella en que Puck dice: «Daré una vuelta en torno a la tierra en cuarenta minutos».
—Vaya tortuga.
—Luego hay una parte en la que un hada dice: «Por los montes y los valles, cruzando cercas y verjas, por las olas, entre el fuego, a todas partes, ligera, más rápida que la luna».
Sonreí.
—Te conoces a Shakespeare mejor que yo.
Sonrió.
—Yo era aquella alegre criatura de la noche. Bromeaba con Oberón y le hacía reír. Una función del instituto. Aunque con buenas críticas. Querían que hiciese de la idiota de Hermia, pero me mantuve firme. Todos los chicos querían hacer de Puck, pero yo era la única persona en las audiciones que podía hacer el primer acto sin mirar el texto.
Se levantó, casi con timidez, y caminó hacia la ventana.
El sol proyectaba largas sombras desde lo alto, y la estratigrafía de la roca se veía claramente reflejada en la pared opuesta del cañón, inclinada tres grados, como mi suelo inclinado. Se asomó de puntillas, para ver más allá del borde. El fondo del cañón solo era visible sesenta metros más abajo.
—¿Por qué no te he oído cuando has saltado hacia Stillwater?
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, el aire debería arremolinarse o algo así, ¿no? ¿No tendría que hacer algún tipo de estallido?
No había pensado en ello.
—Bueno, quizás es que no estabas escuchando con atención. O puede que sea un sonido leve.
Bajó el vaso de agua.
—Bueno, inténtalo de nuevo, y lo veremos. Prestaré mucha atención.
—¿Que me vaya de un salto y vuelva?
Asintió.
—Vale —salté afuera, al saliente, junto al generador. Después de respirar hondo, salté de vuelta y Millie se estremeció.
—¿Y bien?
Resopló.
—Nada. Y sigue siendo de lo más desconcertante, aunque te lo esperes.
Me acerqué y la atraje hacia mí.
—Lo siento. Esa es una de las razones por las que no te lo dije. No quería asustarte. No quiero perderte. Ya he perdido demasiado.
Se apoyó en mí, con los brazos doblados sobre mi pecho. La mecí un poco. Al poco tiempo me apartó y dijo:
—¿Dónde está el lavabo?
—Esto… en Stillwater.
Puso los ojos en blanco.
—¡Fantástico! Cerraré los ojos.
La levanté y salté con ella a mi apartamento de Stillwater. Nunca había estado en el piso de Brooklyn, así que los muebles y los juguetes eran nuevos para ella. Le mostré el cuarto de baño y esperé en el salón.
—Acabo de tener una idea horrible —me dijo, después de salir del váter—. ¿Y si me llevaras a tu casa allí en el barranco, te marchases, y te hicieses daño o murieras?
La situación era desgraciadamente fácil de visualizar. No había ni agua ni comida ni salida. Duraría menos de siete días.
—No lo había pensado.
Se encogió de hombros.
—No me importa ir allí, pero no creo que quiera que me dejes sola. ¿Sabes a qué me refiero? Que si necesitas ir a por algo, quiero ir contigo o volver a mi casa. ¿De acuerdo?
Asentí.
—Sí. Ha quedado claro.
Echó un vistazo al salón y vio el equipo de vídeo. Le expliqué lo de grabar sitios para saltar y ella miró a la cámara y después a mí varias veces.
—¡Um! ¿Te has grabado alguna vez saltando? Quizá se vea algo a cámara lenta…
—Bueno. Probémoslo —preparé la videocámara con el trípode y apunté al centro de la habitación. Conecté los cables a mi enorme televisor para ver la imagen y coloqué la cámara en modo de grabación lenta.
—¿Y adónde me voy?
Millie estaba mirando mi imagen en el monitor. Me vi en la pantalla, luego aparté la vista, incómodo al ver aquel extraño allí.
—A cualquier sitio, Davy, pero salta de vuelta justo cuando hayas contado hasta cinco.
Salté al mirador del aeropuerto internacional Will Rogers. La altitud era prácticamente la misma y no me dolieron los oídos. Miré a mi alrededor, girándome para ver todo el mirador. El lugar, por suerte, estaba vacío, y conté lentamente hasta cinco antes de volver.
Aunque me estaba esperando, Millie se sobresaltó de nuevo.
—Lo siento.
Resopló.
—Ya me acostumbraré. Quizá. Ojalá me pudieses enseñar cómo hacerlo.
—Si supiese cómo…
Rebobiné la cinta y la puse a velocidad normal. Estaba allí, en medio del salón, la imagen me llegaba hasta las rodillas; desaparecí. Volví a contar hasta cinco, y justo en ese momento, aparecí de nuevo.
Millie, sentada en el sofá, se inclinó hacia delante, con los codos sobre las rodillas.
—Si hubiese estado viendo esto en la tele, habría dicho que es un efecto especial barato. Ya sabes, como cuando paran la cámara, hacen que el actor salga de la escena y siguen filmando.
—Ya. Intentaré ponerlo superlento —rebobiné la cinta y la puse otra vez a la velocidad más lenta.
Esperamos, observando cómo mi imagen preguntaba a Millie dónde saltar, con mi boca abriéndose y cerrándose con un movimiento lento y pesado. Tardó casi un minuto en llegar a la parte en la que desaparecía. Un momento estaba y al siguiente ya no.
—¿Qué era eso?
—¿Qué?
—Justo cuando saltabas. Había una especie de flash.
Negué con la cabeza.
—No he visto nada.
—Rebobínalo. ¿Puedes hacer que vaya más lento?
—Esto es lo más lento, pero supongo que puedo ir por fotogramas —me quedé frente a la cámara y la rebobiné justo antes del salto, y empecé a avanzar usando el botón de pausa y el avance por fotogramas. Aún tardamos más en llegar hasta el punto en que desaparecía, pero entonces…
—¡Vaya! —exclamó Millie.
La imagen de vídeo, pausada y temblorosa, era yo de pie, aunque más bien una silueta de mí mismo, un agujero en forma de Davy. Dentro de ese agujero había la cola de un 727 de American Airlines como si se viese por las ventanas del mirador del aeropuerto.
—¿Qué es?
Le dije que era adonde había saltado. Ella asintió enérgicamente, con los ojos como platos. Le di al avance por fotogramas y la ventana en forma de Davy desapareció. La escena volvía a mostrar el salón de mi apartamento.
—¡Claro! No me extraña que el aire no haga ningún ruido. No estás desapareciendo de un lugar y apareciendo en otro; estás atravesando un portal. O el portal está pasando a través de ti, porque tú no te mueves. Pasa la cinta hasta cuando reapareces.
Cuando localicé ese momento en concreto, avancé por fotogramas hasta que otra ventana en forma de Davy apareció, ligeramente diferente para reflejar mi postura cambiada. La vista era otra parte del 727, que reflejaba donde había estado cuando salté de vuelta. Avancé un poco más y la ventana fue sustituida por mi cuerpo entero.
—¿Lo ves?
Asentí.
—¿Qué pasaría si no pudiese atravesar ese portal?
—¿A qué te refieres?
—Bueno, pues a ¿qué pasaría si estuviese esposado a algo demasiado grande para moverlo? ¿O si me estuviese agarrando alguien que no pudiese levantar?
Millie se puso en pie.
—Inténtalo. Déjame que te coja por detrás y tú intenta saltar.
Pensé en ello.
—Esto…, creo que no me gusta esa idea. ¿Y si se fuese una parte de ti conmigo y el resto no?
Pestañeó.
—¿Te ha pasado alguna vez algo así?
Negué con la cabeza.
—Bueno, no parece muy probable, pero debo admitir que la idea de dejar que solo mis brazos se vayan contigo no me atrae mucho.
—Espera, podemos probarlo de otra manera.
Salté a una tienda de artículos de broma en la Séptima Avenida, cerca de Times Square, y compré un par de esposas baratas. El dependiente intentó venderme también una máscara de Richard Nixon muy barata, de oferta, pero no quise.
—Bueno —dijo Millie, cuando se las enseñé—. Ahora no es momento de sexo pervertidillo.
Reí.
—Vamos a algún sitio donde pueda ponerlas en algo sólido.
Salimos al porche. Estaba fuera de la vista de los demás apartamentos y tenía una barandilla de hierro montada sobre el suelo de hormigón. Antes de que me pusiera las esposas, me aseguré de que ambas llaves funcionaban en las dos y le di una de las llaves a Millie para que la guardara en un lugar seguro. Luego cerré con llave una esposa puesta en la barandilla y me puse la otra en la muñeca izquierda.
—¿Adónde vas a saltar?
—Adentro.
Me imaginé el salón e intenté saltar. Durante un breve instante parecía que lo iba a conseguir; entonces sentí un dolor punzante en el brazo izquierdo y en la muñeca, y me di cuenta de que aún estaba en el porche.
—¡Mierda! —tenía ganas de decir de todo. La muñeca me sangraba por la rozadura de la piel y notaba el brazo como si me lo hubiese estirado un gorila. El hombro y el codo me dolían pero no creí que me los hubiese dislocado—. Por favor, abre las esposas —dije jadeando.
Cogió su llave y me liberó la muñeca. Me cogí el brazo y solté tacos. Volvimos dentro, y mientras me lavaba la muñeca en el lavabo, Millie me dijo lo que había visto.
—Es como si todo tú hubieses parpadeado. Te juro que he podido ver la librería del salón durante solo un instante, pero no te has ido a ninguna parte. ¿Tú qué has sentido?
—Como si me estuviesen torturando. Ya sabes, descuartizado por caballos salvajes —ya podía mover mejor el codo y el hombro, y la hemorragia se había reducido a un lento goteo. Millie se fue a su apartamento y volvió con un rollo de gasa y esparadrapo. Me vendó la rozadura con cuidado.
—Bueno, al menos no hemos tenido que preocuparnos de que te vayas por partes. Si no puedes llevarte algo por el portal, te tira hacia atrás. Deberíamos ver qué pasa si te retengo por detrás.
Yo tenía mis dudas, pero ella sentía curiosidad. Fuimos al salón y movimos el sillón reclinable para tener más espacio. Millie me agarró por detrás, con sus brazos alrededor de mi pecho, por debajo de las axilas.
—¿Preparada? —pregunté.
Ella me cogió con más fuerza.
—Lista.
Salté al dormitorio, preparado para notar resistencia en mi espalda, y casi me tambaleé hacia delante cuando aparecí en la habitación, sin Millie. La oí dar un grito ahogado al otro lado de la puerta. Fui hacia ella andando y vi que estaba en el suelo, a cuatro patas.
—¿Estás bien?
—Solo he perdido el equilibrio. He sentido como si, oh, fueras resbaladizo, como si te escurrieras de mis brazos como una pepita de melón. Déjame probarlo otra vez.
Me encogí de hombros.
—Está bien, si tú quieres…
Aquella vez puso un brazo por encima de mi hombro izquierdo y el otro debajo de mi brazo derecho para rodearme el pecho en bandolera. Se agarró las muñecas y las apretó tan fuerte que me costaba respirar.
—Venga —dijo.
Fue más difícil en aquella ocasión, y cuando aparecí en el dormitorio, Millie estaba conmigo, con los brazos aún cogidos. Dio un grito ahogado en mi oreja derecha y se soltó.
—Interesante, interesante, interesante —me di la vuelta y la vi sonriendo, de espaldas a la cama. Di un paso adelante y la empujé. Aquello acabó con los experimentos de teletransportación de aquel día, pero dejaba paso a experimentos de otro tipo.
Más tarde dijo:
—Davy, hoy he estado en Florida, Londres, Texas y Oklahoma. Solo hay una cosa que quiero saber.
—¿Cuál?
—¿Tengo puntos por ser viajera asidua?