El tercer día de mis pequeñas caminatas, el décimo en Serenity Lodge, la señora Barton se detuvo en mi mesa mientras desayunaba en el tranquilo comedor.
—¿Todo bien, señor Rice?
—Llámeme Davy, señora Barton. —Así es como me llamaba mi madre.
—De acuerdo, Davy. ¿Qué tal tu cabaña? ¿Necesitas algo?
Negué con la cabeza.
—No, gracias. Todo está bien.
Tenía cincuenta y seis años, una viuda cuyo marido había muerto de cáncer hacía diez años. Ofrecía apoyo psicológico para personas en duelo si se lo pedían, pero yo solo había hablado con ella de mamá una vez, cuando me registré. Aunque no le dije cómo había muerto.
—Bueno, nos gusta comprobarlo. ¿Qué estás haciendo estos días?
—Doy paseos. Largos paseos.
—Si necesitas algo…
—De acuerdo. Gracias.
Siguió deambulando, parándose brevemente en las demás mesas. La mayoría de los otros huéspedes eran mayores, jubilados, pero me dejaron en paz. Era una de las reglas de la señora Barton. Los clientes que quisiesen socializar se reunían en el albergue entre las comidas. Se suponía que no podías hablar con la gente de otro modo. Me mantuve al margen de las reuniones sociales, de la sala de televisión y las partidas de cartas.
Creo que a la señora Barton le preocupaba que pudiese suicidarme.
De camino a mi cabaña, me detuve en la recepción y me quedé mirando un mapa a gran escala de Presidio County, más de cuatro mil ochocientos kilómetros cuadrados de desierto con cadenas montañosas enteras, pero con menos población que un pueblo grande. Brewster County, al este, era aún más grande, pero también estaba más poblado, ya que tenía el parque nacional Big Bend en sus confines. El área estaba justo en el medio de la parte más septentrional del desierto de Chihuahua.
Redford, el pueblo más cercano, estaba en el Río Grande, a veinticinco kilómetros del pueblo de Presidio y a cincuenta y cuatro del pueblo de Lajitas, en el borde occidental de Big Bend. Al noreste estaba El Solitario, un área circular de terreno montañoso que compensaba su poca altitud siendo uno de los terrenos más agrestes e inhóspitos en la faz de la tierra.
Había llegado a Serenity Lodge con el reparto de comestibles semanal. El conductor me dijo que había guiado a un equipo de geólogos hasta El Solitario. Llevaban vehículos todoterreno y con suerte conseguían hacer diez kilómetros al día.
Sobre el mapa, mi progreso hasta la fecha era lamentable.
Me fui a la cabaña y salté.
La primera mañana que dejé la cabaña, caminé unos diez kilómetros por el ondulado desierto, empezando justo antes del alba, a las seis y cuarenta, y deteniéndome cuando empezaba a hacer demasiado calor, a eso de las doce. Grabé el particular escenario de arena, rocas y ocotillos con la videocámara y salté de vuelta a la cabaña.
Después de comer en el albergue, volví a mi cabaña y me eché una siesta durante toda la tarde. Según la señora Barton, aquello era de esperar; era una típica reacción al dolor y a la depresión. Durante mi primera semana en Serenity Lodge dormí de diecisiete a veinte horas diarias.
A las cinco, agarrotado por la excursión de la mañana, salí a trompicones hacia el albergue, cené en silencio, y volví a estudiar la cinta que había grabado por la mañana. Luego volví a saltar al desierto y seguí caminando hasta el anochecer, puede que una hora. Se veía lo bastante bien como para seguir caminando, pero quería luz suficiente para grabar el lugar correctamente con la videocámara.
El ondulado desierto, con sus semejanzas de un sitio a otro, era difícil de memorizar. Había diferencias de un lugar a otro, pero eran sutiles: un tronco de mesquite erosionado de tal manera, una roca con un agujero, una zona de agaves con la forma del lago Ontario…
El segundo día llegué a las laderas y la caminata fue más dura. Recorrí menos de ocho kilómetros, subiendo lentamente por las colinas, con los músculos entumecidos del día anterior.
El primer día había cruzado polvorientos caminos de ranchos con huellas recientes de ruedas y había «saltado» varias alambradas. El segundo día solo salté una, aunque pasé por encima de muchas otras vallas, dobladas y oxidadas. El tipo de alambrada era diferente, sólido, antiguo. Los postes de las vallas viejas eran de mesquite, retorcido y erosionado. Cada vez había más terreno definido por rocas, desde grava hasta afloramientos del tamaño de un edificio, y los caminos polvorientos, los pocos que atravesé, estaban llenos de maleza y desdibujados. No había huellas recientes.
* * *
El quinto día me torcí el tobillo mientras rodeaba un saliente a tres metros del suelo más bajo. El agudo dolor me distrajo, perdí el equilibrio y caí. No era una gran distancia y conseguí mantenerme derecho para caer de pie, pero la idea de tener que apoyar el tobillo torcido me hizo dar un respingo.
En lugar de caer dolorosamente en el pedregal de abajo, me encontré sobre un solo pie, apoyado contra una estantería de la biblioteca pública de Stanville.
Espera un momento. ¿Eso no viola, algún tipo de ley física? ¿La conservación del momento lineal o algo así? Fui cojeando hasta Periódicos y me senté en un sofá. La biblioteca estaba abierta, pero nadie pareció darse cuenta de que iba vestido para un clima mucho más cálido.
Se me ocurrió que la teletransportación en sí podría violar unas cuantas leyes físicas. Me froté el tobillo y pensé en ello.
Cuando salto de Florida a Nueva York, ¿por qué no me estampo contra un muro o algo? Después de todo, en Florida estoy más cerca del ecuador, y en Ohio más cerca del polo. La tierra gira a mil seiscientos kilómetros por hora en el ecuador. No sabía cuál era la diferencia entre Nueva York y Florida, pero tenía que ser de más de ochenta kilómetros por hora. ¿Y por qué esa diferencia en la velocidad no me lanza hacia el este a ochenta kilómetros por hora cuando aparezco en Nueva York?
Por un momento estuve convencido de que aquello era probable, de que la próxima vez que saltase me empotraría contra la pared más cercana como si me atropellase un coche.
Relájate. No te ha ocurrido nunca y ya llevas más de un año saltando.
Bueno, pero ¿qué pasa cuando salto? ¿Por qué no había un puto manual de instrucciones?
Si no me aplasté contra el suelo después de saltar desde Texas, quería decir que mi velocidad relativa no importaba.
Recordé un libro que había leído que analizaba la teoría de la relatividad de Einstein. No entendí casi nada, pero una de las cosas de las que hablaba eran las estructuras de movimiento relativo. Aunque en Texas estaba viajando de este a oeste a una velocidad diferente de la que habría existido en Ohio, y estaba cayendo a casi ochocientos centímetros por segundo, debí de igualar las dos estructuras de referencia cuando salté, por eso no hubo diferencia en la velocidad, ni en el momento angular.
Las implicaciones eran interesantes.
Salté de vuelta a Texas, al saliente en el que me había torcido el tobillo. No lo había grabado, pero estaba fresco en mi memoria.
El propio saliente estaba al borde de un barranco sin salida en el que me encontraba. Estaba intentando evitar retroceder y el saliente parecía como si llevase hasta la cima. La temperatura era relativamente fresca en el barranco, puede que unos dieciocho grados, porque la ladera de una montaña aún tapaba la luz del sol.
Miré al pedregal tres metros por debajo de mí, y localicé un sitio a un lado. Salté a él y me tambaleé, poniendo el mínimo peso sobre el tobillo torcido. Era un lugar de salto bastante diferenciado, con un extraño cactus que crecía de una grieta en la roca. Salté de vuelta al saliente y me giré, de espaldas a la roca.
Si esto no funciona, me va a doler una barbaridad.
Di un paso en el vacío y me dejé caer. Antes de llegar abajo, salté al lugar llano cerca del cactus. No hubo ni sacudidas ni golpes bruscos. Sentía un dolor punzante en el tobillo, pero era por estar de pie.
Volví a saltar al saliente y seguí avanzando por allí. Un minuto después, como el pedregal caía abruptamente, me encontraba a seis metros del terreno de abajo. El corazón me latía con fuerza y me costaba respirar. Me tiré al vacío y pasó una corriente de aire. Presa del pánico, salté al terreno llano cerca del cactus antes de que ni siquiera hubiese caído un metro y medio.
¡Maldita sea!
Volví a saltar al saliente.
—Davy —me dije, en voz alta—, puedes caer al vacío durante un segundo entero antes de impactar con el suelo de abajo. Solo caerás unos cinco metros durante el primer segundo. Ponte a prueba de verdad.
Salté al vacío y dije con rapidez «Uno, mil uno». El aire soplaba con fuerza, silbándome en las orejas, cuando respingué ante el suelo que se acercaba y me encontré agachado en el terreno llano cerca del cactus. De nuevo, fue como cualquier otro salto anterior. Ni sacudidas ni golpes bruscos.
Salté otra vez al saliente y volví a hacerlo, con menos miedo pero aún nervioso. Dar un paso al vacío iba contra todos mis instintos, pero estuve más cerca del suelo, más cerca de impactar, cuando salté. De nuevo, ningún problema.
Pero el tobillo me daba punzadas, por estar de pie, así que grabé el lugar y salté.
* * *
Después de comer, por primera vez en días, no tenía ganas de dormir. Quizá se debiese a que mi excursión matutina había sido más corta, pero también podría ser porque, por primera vez desde el funeral, pude pensar en mamá sin que mi mente se bloquease. Me di cuenta de que había estado como atontado durante las últimas dos semanas.
Anduve dando vueltas por la cabaña y recordé cosas. Cosas como mi primer viaje a Nueva York, con mamá, y su visita a mi piso de Nueva York, antes de irse a Europa. Recordé la exposición en el Metropolitan Museum. Recordé la cena en el Village.
Fui capaz de hacerlo, en lugar de cerrarme en banda, en lugar de esconderme en las profundidades del letargo. Aún lloraba y todo estaba todavía cargado con el recuerdo de las imágenes de televisión, pero podía pensar en ella.
Pude recordar el estúpido sermón en su funeral sin enfadarme mucho.
Al pensar en el funeral me acordé de la promesa de Jane de enviarme una foto de mamá. Me preguntaba si ya estaría allí, en el apartado de correos de Manhattan.
Sí que estaba. Era una foto de siete por diez metida en un rígido sobre de papel manila. También había una carta de Millie. Salté de vuelta a Serenity Lodge, a mi cabaña, y la puse sobre la mesa, sin abrir. Tenía un nudo en el estómago y ganas de llorar de nuevo.
La foto de mamá la puse en la esquina del espejo del tocador, metida en el marco. Me miraba, sonriendo dulcemente, aquella cara familiar con una extraña nariz.
«Parece maravillosa».
Aquello fue lo que mamá me había dicho cuando le hablé de Millie.
Abrí la carta.
Querido Davy,
Me ha llevado mucho tiempo escribir esto. No estoy segura de lo que siento ni estoy segura de lo que quiero. Si no te hubieses «ido» tan de repente, probablemente habría dicho «No, no quiero que te vayas». Cuando estoy enfadada, seguramente soy como cualquiera y digo y hago cosas odiosas. Supongo que quería herirte, pero no que te fueras.
Ahora, en cambio, no estoy segura. Me asustas, Davy, y me haces dudar de mi cordura. Eso apenas es saludable. Además, haces que dude de tu sinceridad. Te marchaste y pensé que al menos llamarías, pero ya han pasado dos semanas.
No estoy segura de que quiera que vengas, pero creo que me gustaría que me escribieras.
Millie
Me sentía aliviado y enfadado. Cogí un trozo de papel del albergue y escribí:
Millie,
El nombre de mi madre era Mary Niles. Apareció en las noticias hace poco. He estado ocupado.
Davy
Lo puse en un sobre y escribí su nombre, salté a Stillwater y lo deslicé por debajo de su puerta.
* * *
Al día siguiente, después de dormir profundamente, me fui de un salto al último lugar explorado, el saliente que daba al barranco. Según mis cálculos, me encontraba a unos veinticinco kilómetros de Redford y casi había atravesado las estribaciones de El Solitario.
Seguí subiendo por el saliente, caminando con cuidado. Cuando salí del barranco, el tobillo me daba punzabas y casi no podía andar. El sol era abrasador y la sombra más cercana estaba a unos treinta metros. Empecé a cojear en aquella dirección, y entonces dije «A la mierda». No podía ver bien la zona de sombra para saltar a ella, pero sí vi un punto a medio camino. Salté unos trece metros en dirección a la sombra. Desde allí vi un buen sitio contra una roca en forma de casa, con una roca pequeña para sentarme. Salté otra vez.
—¿Entonces por qué voy andando? —me di una palmada en la frente. Si podía ver bien algún sitio, y sabía dónde estaba en relación a mí, podía saltar hasta allí.
Durante los días anteriores había utilizado un punto de referencia concreto, el pico de una montaña de mil cuatrocientos metros a lo lejos llamada La Mota, para orientarme. Estudié el paisaje inmediato. Mi mejor ruta parecía ser rodear la cresta justo delante de mí… No lo era. Mi mejor ruta era ir directamente por la cresta, subiendo una colina más parecida a un precipicio que a una pendiente.
Estudié el suelo que había entre donde me encontraba y la ladera, y la crucé con tres saltos de diez metros cada uno. Después salté en diagonal, subiendo por la ladera de la colina, escogiendo lugares a izquierda y derecha tres metros más altos que el anterior. Me llevó menos de un minuto llegar a la cima de una colina que habría tardado medio día en escalar con un tobillo sano.
La vista desde la cima era espectacular. Era el punto más alto al que había llegado en mi caminata. Me volví a mirar hacia Redford y vi los edificios apiñados cerca de la carretera. El Río Grande, por detrás, no se veía, pero la cima de su cañón estaba a la vista.
Me di la vuelta y miré hacia El Solitario. Era intimidante. Aunque hubiese menos de quince kilómetros de distancia, cada zona de tierra entre donde me encontraba y La Mota parecía más agreste e inhóspita que la anterior.
Lástima que no vea mejor. Quizá podría saltar directamente desde aquí.
¿Ver mejor? Grabé enseguida la cima de la cresta y salté a la esquina de la Primera Avenida con la calle Cuarenta y seis en Manhattan. Veinte minutos después, salí de una tienda con una funda de prismáticos enorme colgando del hombro. Estaba lloviendo y la temperatura era inferior a los cuatro grados. Tiritando, salté de nuevo a Texas, a la cima de la cresta a veinticinco kilómetros de Redford.
A la hora de comer ya me encontraba en el pico de La Mota, a mil cuatrocientos metros sobre el nivel del mar. A mi alrededor, El Solitario se extendía como la superficie de la luna.
Regresé y comí, y ni siquiera el hecho de ver la carta de Millie pudo deprimirme.
Bueno, no mucho.
* * *
Hubo una carta en el apartado de correos dos días después, enviada por correo urgente.
Querido Davy,
Cuando supe quién era Mary Niles mi primera reacción fue de incredulidad. No vi la cobertura televisiva (estaba de exámenes), pero cuando busqué en la biblioteca, lo sabían todo sobre el tema, e incluso describían las imágenes del telediario. ¿Cómo puede ser tan cruel el destino, tan brutalmente vengativo? Estoy segura de que las palabras son inadecuadas a estas alturas.
Ojalá hubieses venido a mí, cuando ocurrió. No sé cómo haces lo que haces, pero me parece que podrías haber hecho eso… Me duele que no vinieras a verme. Me hubiera gustado hacer todo lo posible por ayudarte.
Millie
P.D. Y si puedes dejarme notas debajo de la puerta, ¿por qué no me puedes dar una dirección más cercana para que te escriba?
Millie,
Te agradezco, creo, tus condolencias.
Sí que fui a verte, justo después de que ocurriese. Justo a tiempo para ver cómo recibías a Mark en tu apartamento. Las palabras creo que fueron: «Gracias por venir, Mark».
Supongo que no puedo culparte. Después de todo, me habías dicho que me largase, pero, por lo que habías dicho antes, pensaba que tendrías mejor gusto.
Davy
P. D. Puedes meter tu respuesta por debajo de la puerta del apartamento 33. Y no, no estoy allí, pero comprobaré el correo cada día, si puedo. Si es que de verdad quieres seguir con esta discusión.
Salté a Stillwater y pasé mi respuesta por debajo de la puerta. Antes incluso de incorporarme, oí una mano en el pomo. Salté al apartamento de Stillwater y me estremecí.
Me sentí culpable y asustado. Me apoyé en la pared junto a la ventana delantera y observé el acceso a la escalera de los apartamentos.
Al instante, Millie apareció a la vuelta de la esquina, mirando los números de los pisos. La vi que miraba a mi ventana, pero el apartamento estaba a oscuras y hacía sol. No me vio. Siguió andando y oí sus pasos en la escalera. Cuando llegó al final, llamó al timbre.
Oh, Millie…
Caminé, inseguro, hacia la puerta principal y me detuve allí, con la mano en el pomo. El timbre sonó otra vez y me estremecí. Aparté la mano del pomo como si estuviese ardiendo. Salté a Texas, a mi cabaña en Serenity Lodge, me dejé caer en la cama y hundí la cara en la almohada.
* * *
Justo cuando pensaba que El Solitario era la representación perfecta de mi estado de ánimo, sombrío, maldito, asolado, tropecé con el primer oasis.
Era un cañón encajonado por altas paredes, cuya salida por la parte superior se encontraba obstaculizada por un antiguo desmoronamiento y la parte inferior acababa al borde de un precipicio, que caía unos veinticinco metros, donde una antigua elevación rompía la roca. Cerca del extremo superior del cañón manaba un manantial de agua dulce que bajaba a lo largo del cañón hasta un pequeño lago sin desagüe visible. El lago estaba a la sombra de arbustos mesquites que se habían convertido en árboles adornados por hierba de la virgen. Había cabras montesas y liebres grandes, y varias clases de pájaros.
Pasé un día entero sentado junto al manantial leyendo, durmiendo un poco, o simplemente escuchando el agua mientras ponía mi tobillo en remojo.
Había otras dos zonas verdes en medio del desierto. Una era más grande, tres kilómetros de valle bendecido por múltiples arroyos. En aquel lugar vi excrementos de ciervo, huellas de puma y latas de cerveza tiradas. Me enfurecí al ver las latas. No había muchas, pero significaba que venía gente a aquel remanso de paz y eso no me gustaba. Me pasé un par de horas recogiendo las latas y otros restos de humanidad, saltando, de vez en cuando, a un contenedor de Stanville para tirar la basura.
Puede que fuese un ladrón de bancos, pero no un tirabasura.
El tercer oasis era un foso, formado por desmoronamientos y puede que por agua subterránea. Las paredes eran muy altas y el sol no llegaba al fondo excepto a mediodía. El fondo era más ancho que la parte superior y estaba lleno de agua, menos un islote verde en el centro, de unos dieciocho metros de largo por seis de ancho. Allí no había latas de cerveza.
Las paredes quizá tenían unos treinta metros de altura, y tardé varios minutos en adquirir suficiente información para saltar al islote del fondo. Hacía fresco allí, casi desagradable, y las paredes, alzándose hacia lo alto, eran intimidantes. Me pregunté si no sería más agradable en verano, cuando todo a su alrededor estuviese ardiendo bajo el sol.
Davy,
¿Es que no pensaste que lo único que quería de Mark era su versión de la noche en que tú, bueno, lo sacaste de la fiesta? Sé que Mark es una mala persona. No estoy liada con él de ninguna manera, pero cuando te desvaneciste delante de mí, ¿qué se supone que tenía que pensar?
Ni siquiera sé si eres humano. Por lo que sé, puedes estar volando por ahí en un platillo volante secuestrando personas a diestra y siniestra. Si este tipo de conclusiones precipitadas te molesta, piensa en la explicación alternativa que me ofreciste.
Sé que estás dolido, y supongo que aún te dolió más pensar que volvía a estar enrollada con Mark. Pero, diablos, tú mismo ya te estás machacando bastante.
Millie
P.D. Aún no sé si eres humano, pero sí que sé que me importas tanto que puedes hacerme sufrir. Y lo hiciste.
Había varios trozos de papel, arrugados en forma de bola, esparcidos por el escritorio. Todos tenían dos o tres líneas que había escrito antes de descartarlos. Por mucho que lo intentase, no era capaz de escribir una respuesta que me pareciese bien. Los barrí del escritorio y los tiré a la papelera.
Pensé presentarme ante ella, pero tenía miedo. En realidad, no quería ver a nadie.
Durante aquel día, antes de recoger la carta de Millie, había encontrado un saliente que daba al sur, en las profundidades de El Solitario. Salté allí. Era más una cueva que un saliente, un amplio banco protuberante a treinta metros de altura en una escarpada pared rocosa. Había otros quince metros hasta la cordillera, por encima, y solo un escalador especializado o un teletransportador podrían llegar hasta allí.
Tenía unos nueve metros de profundidad y era relativamente plano. Caminé hacia delante y permanecí en el borde, con ráfagas de viento seco empujándome la camisa. Me sentía despreocupado, apático. La caída sería más que suficiente para matarme, si llegaba hasta abajo. El sol casi se había puesto y hacía que las nubes hinchadas fuesen anaranjadas. El banco de roca sobresalía por encima aún más que el saliente, sólido, a todas luces pesado.
Era como la boca de un gigante, una boca abierta, con gigantes molares dispuestos a caer, a quitarme la vida de un mordisco.
Me gustaba.
* * *
Aquella noche empecé a trasladar materiales desde un almacén de maderas en Yonkers, al que ya había ido una vez. Había un vigilante, pero estaba en la puerta de entrada y contaba con las alarmas. Solo cogí mortero y un poco de colorante para cemento, aparte de un recipiente para la mezcla, paletas y algunas tizas para marcar las paredes.
El libro de bricolaje de albañilería me decía que trabajar con la piedra natural era difícil, y que los proyectos que utilizaban ladrillo común eran mejores para empezar. Hice caso omiso de aquella parte y leí el resto del libro con atención.
Hacía frío en el saliente por la noche, y guardé todos los materiales amontonados al fondo, donde solo los podría ver alguna águila ratonera.
De vuelta a la cabaña, me quedé mirando otra vez la carta de Millie. Aún estaba confuso, furioso, con ira, pero ahora sabía que ella no era la causa. Escribí una breve nota.
Querida Millie,
Lo siento. Siento demasiado dolor ahora para ser racional. Lo que dijiste de que te importo y de hacerte sufrir tiene sentido. Si no me importase mamá, no sufriría por su muerte. Si tú no me importases, no sufriría por tu rechazo.
No te volveré a escribir hasta que me haya acostumbrado mejor a las cosas, pero volveré. Espero que te parezca más bien que mal. No puedo renunciar a ti sin renunciar a mí.
Te quiero,
Davy
Existe un abandono, una huida, que proporciona el trabajo físico.
Cogí mis rocas del pedregal al fondo del precipicio. Eran piedras del mismo color y la misma textura, agrietada y hecha añicos por el clima y el paso del tiempo.
El mortero era difícil de colorear y gasté un par de bolsas antes de conseguir las proporciones correctas. Parte del problema era que el color del mortero era más oscuro mojado que cuando se secaba. Empecé la pared a tres metros del borde, en el fondo del saliente, y la alargué doce metros, aproximadamente la mitad de la longitud del saliente.
A media tarde me dolían la espalda y los brazos, pero tenía una pared que me llegaba a la rodilla a lo largo de mi saliente. Dejé un trozo en el extremo abierto del saliente para la entrada, pero el otro extremo tocaba con la cara rocosa. Donde el mortero de las hileras inferiores se había secado resultaba difícil, incluso desde tres metros de distancia, decir dónde acababa la roca y dónde empezaba la pared. Desde el otro lado del cañón, en la otra cresta, era imposible.
Me fui a nadar al oasis del cañón encajonado durante diez minutos. Luego volví y continué trabajando en la pared hasta que se puso el sol.
Por la noche, volví a asaltar el almacén de Yonkers, esta vez para coger ventanas de doble cristal ya montadas con sus marcos, una puerta exterior con una ventana de cristal tallado, maderas para el marco y barniz. También cogí un poco más de mortero, una estufa de madera, un conducto de estufa y los utensilios de ferretería apropiados.
Después de saltar con esos materiales al saliente —la estufa apenas pude levantarla—, me pasé un rato en la caja registradora sumando. Dejé la lista con mis cálculos y mil doscientos dólares en el mostrador, sujetos por un vaso de café.
Podría robar un banco, pero no era un vulgar ladrón.
* * *
—Te echamos de menos ayer, a la hora del almuerzo, Davy.
—Estuve caminando, señora Barton. Supongo que caminé demasiado.
Sonrió.
—Bueno, probablemente sea bueno para ti hacer un poco de ejercicio. Me alegro de ver que tu apetito está mejorando.
Miré el tenedor en mi mano. No había estado pensando en comer, sino calentándome la cabeza con marcos de ventanas y aire acondicionado para mi fortaleza secreta, mi «fortaleza de soledad». Al mirar el huevo en el tenedor, la comida en mi estómago pareció solidificarse como un bulto, pesado e incómodo.
La señora Barton siguió paseándose por el comedor. Dejé el tenedor y aparté el plato de mi vista.
Antes de salir hacia el saliente, salté a Nueva York y comprobé el apartado de correos, apareciendo primero en el callejón antes de doblar la esquina con Broadway hasta la oficina de correos de Bowling Green.
Había una carta de Leo Silverstein pidiéndome que le llamase. Salté al aeropuerto de Pine Bluffs y utilicé la cabina.
—Señor Silverstein, soy David Rice.
—Ah. ¿Recibiste mi carta?
—Sí.
—Entonces, has vuelto a Nueva York.
—No —no veía razón para mentir—. En este momento estoy en Pine Bluffs.
—¿Ah sí? Bueno, tenemos un asunto que tratar. Como sabes, figuras en el testamento de tu madre.
Tragué saliva.
—No quiero nada.
La imagen apareció como un flash ante mis ojos. La explosión, la postura de su cuerpo como un maniquí roto, la sangre y el humo.
«No soporto sentarme en la ventana o en el medio».
Silverstein se aclaró la voz.
—Bueno, deberías venir y escuchar las condiciones, al menos.
—¿A su despacho? No sé. ¿Aún me busca la policía?
—No lo sé. Buscaron por los alrededores bastante a fondo durante un par de días, pero el sheriff Thatcher considera que hay un límite de tiempo para atrapar a alguien cuyo único delito es tener un carnet de conducir falso.
—Allí estaré.
Paseé un rato por el aeropuerto y vi cómo despegaba una avioneta monomotor. Luego salté a los escalones que llevaban al despacho de Silverstein. Había alguien en la escalera, pero, por suerte, bajaba y se alejaba de mí.
Aguanté la respiración mientras el hombre salía del edificio, y luego subí. El señor Silverstein estaba en la recepción, mirando a la plaza por la ventana. Miró por encima del hombro cuando entré.
—¿Olvidas algo, Joe?… Oh, ¡Davy! No te he visto por la acera. ¿Cómo lo has hecho?
—¿Hacer qué?
Cambió de tema, incómodo.
—Entra.
Una vez en su despacho, me entregó un montón de papeles etiquetados como «Ultimas voluntades y testamento de Mary Agnus Niles».
Los ojeé y el dolor salió a la superficie, agudo y molesto. Me puse a bostezar, adormilado, con la cabeza espesa.
¡Mierda! Pensaba que lo había superado.
Los puse sobre la mesa.
—¿Qué dice?
—En esencia, y con la excepción de diez mil dólares en asignaciones testamentarias y regalos, te lega el balance de su patrimonio, aproximadamente sesenta y cinco mil dólares en certificados de depósito y ahorros, y una casa unifamiliar en California.
Pestañeé.
—Supongo que ganó bastante dinero como agente de viajes.
Silverstein negó con la cabeza.
—No mucho. Tu abuelo le legó una buena suma, especialmente con la venta de la casa.
—Oh.
—No tienes por qué hablar del tema, y para ser del todo honesto, sería mejor que no lo hicieses, pero tengo la sensación de que tu actual fuente de ingresos no resistiría un examen riguroso.
Me miró para ver si lo entendía. Podía sentir mis orejas poniéndose rojas. Prosiguió:
—Bueno, esta herencia te daría al menos una fuente de ingresos legítima. Es una oportunidad de salir del área gris en la que estás.
Asentí lentamente, de mala gana.
—¿Qué tengo que hacer?
—Bueno, lo primero que necesitas hacer es conseguir la partida de nacimiento. Ya me ocuparé de eso, si quieres. Luego tenemos que solicitar un número de la Seguridad Social y un carnet de conducir de verdad, y yo me ocuparé de liquidar el impuesto sobre la renta desde que dejaste a tu padre. Supongo que no sabrás si te declaró como carga familiar o no después de que te fueras, ¿verdad?
—No me extrañaría que lo hiciese. Esto, no conduzco, señor Silverstein, así que el carnet…
—Oh, bueno, hay documentación para los no conductores. No tienes por qué preocuparte de eso.
—¿Y qué hay de la policía de Nueva York?
—Ah, bueno, algo gracioso. Después de que te fueses de la recepción, el sheriff Thatcher no estaba dispuesto a llevar a cabo el asunto sin algún tipo de petición oficial por parte del Departamento de Policía de Nueva York. El sargento Washburn se puso furioso, pero hasta esta mañana cuando he hablado con el sheriff Thatcher, no ha llegado ninguna petición —se calló y miró por la ventana, estirando los brazos—. Sospecho, por lo que me contaste y por las reacciones del sargento Baker, que el sargento Washburn se excedió un tanto al venir hasta Florida.
Resoplé.
—Bueno, eso es un alivio.
—Entonces —dijo Silverstein—, deduzco que te gustaría hacer todo esto, ¿verdad? ¿Conseguir la partida de nacimiento y todo lo demás?
Asentí enérgicamente.
—Oh, sí. ¿Cree que podría conseguir un pasaporte?
Me miró fijamente.
—No veo por qué no. ¿Por qué? ¿Estás pensando en dejar el país?
Miré por la ventana pero mis ojos no veían la plaza del pueblo. Estaba viendo la explosión que mató a mi madre, una y otra vez. Tenía una sensación de expectativa, de cosas aún por hacer. Sacudí la visión de mi cabeza y volví a mirar a Silverstein.
—Quiero ir a Argelia —respondí.