Leo Silverstein me dijo por teléfono que sería un ataúd cerrado, y así fue.
Llegué una hora antes, saltando al aeropuerto y cogiendo el servicio de transporte. Era la ranchera de Walt Steiger, pero el conductor era más joven.
—¿Dónde está Walt? —pregunté.
—Tiene un funeral —fue la respuesta.
En el interior de la funeraria Calloway-Jones, un hombre de expresión grave con el pelo blanco y un traje negro se me acercó en silencio y me preguntó mi relación con la difunta.
—Soy su hijo.
—Ah, entonces será el señor David Rice, ¿verdad? El señor Silverstein nos dijo que le esperásemos. Soy el señor Jones. Por aquí, por favor.
Me hizo pasar por un par de puertas dobles que llevaban a una sala parecida a una iglesia con vitrales. El ataúd estaba en la parte delantera de la sala, a la derecha. Había un hombre delante de él, cabizbajo, de espaldas a nosotros. Cuando nos oyó entrar se sacó un pañuelo y se sonó la nariz antes de darse la vuelta. No le había visto nunca.
Nos miró sin comprender durante un instante, y luego puso su atención en mí. Dio un paso adelante y preguntó, tímidamente:
—¿Davy?
Asentí. No es que me gustase mucho mirarle. El dolor de su cara me hacía querer salir corriendo y esconderme.
—Lo siento —dije—. No recuerdo su nombre.
—No nos conocemos. Me llamo Lionel Bispeck.
—¡Ah! Eres el, eh, novio, de mamá —me sentí estúpido llamando a un hombre de cuarenta y cinco años «novio».
Se giró de repente y se sonó la nariz.
—Lo siento. Oh, señor, se me han acabado los pañuelos.
—Espera —le dije, mientras hurgaba en mi chaqueta. Saqué un pañuelo de hilo supergrande—. He traído cuatro —los necesitaba por los persistentes síntomas de mi casi neumonía, y también para secarme las lágrimas.
El señor Jones se aclaró la voz y dijo:
—Cuando estén listos para sentarse, sepan que estas dos filas son para la familia —señaló a los primeros dos bancos más cercanos al ataúd. Había placas blancas en los extremos en las que ponía «PARA LA FAMILIA DIRECTA».
—Creo que soy la única familia que tiene, señor Jones.
Arqueó las cejas.
—Un señor llamado Carl Rice llamó y preguntó por la hora y el lugar de la ceremonia.
Tragué saliva.
—Oh. No esperaba que mi padre viniese —¡Le mataré!—. En cualquier caso —le dije—, mi madre se divorció de él hace varios años y no es familia.
El señor Jones parecía afligido.
—Si cuando venga me dice su nombre, intentaré sentarle en otra parte, pero no es algo que nosotros podamos controlar.
—Lo comprendo, señor Jones. ¿Leo Silverstein sabe que mi padre va a venir?
—No lo creo. No a menos que su padre telefonease al señor Silverstein directamente.
—¿Esperan al señor Silverstein?
—Por supuesto.
—Cuando llegue, ¿podría decirle lo de mi padre?
—Faltaría más —se marchó, como una sombra con corona blanca, irradiando corrección.
Me estremecí.
El dolor en la cara de Lionel Bispeck había desaparecido, sustituido por la ira.
—Ah…, sabes lo de mi padre.
Asintió, empezó a decir algo, y luego solo sacudió la cabeza.
—Bueno, será mejor que te sientes conmigo.
Vaciló.
—No está bien.
—No —acordé—. Él no pinta nada aquí.
—No, me refiero a que me siente delante.
Miré al techo.
—¿La querías? —le pregunté, exasperado.
—Sí.
—Entonces ven a sentarte. ¿No crees que ella hubiese querido que los que la queríamos nos sentásemos juntos? Además, si aparece mi padre, necesitaré todo el apoyo posible.
—Oh. Está bien —entonces casi sonrió.
—¿Qué?
Se encogió de hombros mientras se sentaba.
—Te pareces mucho a ella. Ella solía acosarme para que hiciese todo tipo de cosas razonables.
Me quedé boquiabierto.
—¿Acosar? No conoces el significado de la palabra. Aún no has conocido a mi padre.
La casi sonrisa desapareció.
—No… ¡Me gustaría romperle la cara!
—Puede que, después de todo, no necesites conocerle. Pero es un ángel comparado con los terroristas.
—¡Oh, joder! —Lionel estaba retorciendo el pañuelo entre los apretados puños—. Me creía pacifista. Fui objetor de conciencia durante la guerra de Vietnam, pero apretaría el gatillo con gusto si esos hijos de puta estuviesen en mis manos —se golpeó en las rodillas y luego dio un bufido—. No veo mucha diferencia entre ellos y tu padre. El terrorismo siempre va dirigido a los inocentes.
Respiré hondo, varias veces. Todo me daba vueltas. Quería matarlos yo mismo. La ira me puso fatal; se me hizo un nudo en el estómago y se me aceleró el pulso.
—Tranquilo —dije, más para mí que para Lionel—. Cálmate. Se sonó la nariz otra vez.
—Lo siento.
—¡Deja de disculparte, caray! Tú no hiciste nada malo —recordé que Millie me decía lo mismo y tuve que apartar la cabeza, intentando contener las lágrimas. Saqué otro de los pañuelos de hilo nuevos.
Entonces entró Leo Silverstein. Le presenté a Lionel.
—¿Podría hablar contigo un momento, David? —me condujo hasta un hueco con perchas al final de la sala.
—¿Se trata de mi padre?
—Oh, no. No sé qué hacer con tu padre. Me gustaría que le arrestasen, pero la testigo principal está…
—Muerta. Está muerta. Vale, ¿de qué se trata?
—Antes de que llamases ayer, intenté localizarte en tu número de teléfono de Nueva York.
—¿Cómo consiguió el número?
—Cuando me diste aquella carta para tu madre, la telefoneé. Me pidió que la abriera y se la leyera.
—Ah. ¿Y qué?
—Un operador de la policía de Nueva York contestó a tu teléfono. Me preguntaron dónde estabas. Les comenté lo del funeral.
Genial. Me encogí de hombros como si no importase.
—Está bien. ¿Algo más?
Se me quedó mirando.
—¿Por qué quieren hablar contigo?
—Eso a usted no le concierne —me volví para irme, pero me agarró del brazo.
—Espera un momento. Sí que me concierne. Soy el testamentario del patrimonio de tu madre. Tú eres el beneficiario.
Patrimonio. Los muertos tienen patrimonio. Mamá estaba muerta. Y ese era el tema; me estaba olvidando constantemente de que estaba muerta. Mi mente estaba intentando protegerme, pero seguía volviendo. Oh, mamá…, ¿por qué siempre me estás abandonando? Las imágenes de la tele volvieron a aparecer en mi cabeza. Me quedé mirando a Silverstein.
Me soltó el brazo como si estuviese al rojo vivo y se hizo atrás.
—¿Algo más? —repetí.
—La prensa está ahí afuera, las televisiones y los periódicos. El señor Jones está intentando impedir que entren las cámaras, pero no podrá evitar que entren los reporteros a mirar. Aunque si intentan hacer alguna entrevista aquí, saldrán escoltados por la policía.
—¿La policía está aquí?
—Solo lo habitual; dos agentes motorizados fuera de servicio para escoltar el cortejo fúnebre. Aunque también están vigilando a la prensa.
—Oh, gracias, señor Silverstein —le dije—. Ha sido de gran ayuda. Siento haberle hablado con brusquedad.
Se encogió de hombros, incómodo.
Estaba entrando más gente. Walt Steiger, el taxista, me puso la mano en el hombro un momento, y luego se fue a sentar al final. La señora Johnson, la mujer que vivía en casa del abuelo, apareció, me dio el pésame, y me presentó a su marido antes de tomar asiento atrás.
Leo Silverstein volvió al poco rato. Iba con un hombre de traje oscuro.
—David, te presento al señor Anderson, del Departamento de Estado.
Me levanté lentamente e incliné con la cabeza.
—Le agradezco, señor Anderson, que haya repatriado el cuerpo de mi madre.
—No es necesario que me dé las gracias. Es mi trabajo, pero los difuntos son normalmente turistas que han sufrido un infarto o un accidente de coche. No me gusta mucho mi trabajo cuando implica violencia.
Asentí lentamente.
Continuó:
—No es el momento, pero si tienes alguna pregunta, aquí está mi tarjeta.
Le volví a dar las gracias y se marchó.
Lionel se volvió en el asiento a mi lado.
—Dios, allí están Sylvia y Roberta y… toda la oficina —les saludó con la mano.
Un grupo de mujeres que acababa de entrar le vio y se acercaron en silencio por el pasillo lateral. Se encorvaron en aquella extraña postura protectora que la gente adopta cuando habla en una iglesia o con los familiares de un difunto. Lionel me las presentó.
—Estas son Sylvia, Roberta, Jane, Patricia y Bonnie. Son el personal de la agencia de viajes Fly-Away. Sylvia era la jefa de tu madre. Patricia y Bonnie estuvieron en el vuelo 932.
Sus edades oscilaban entre casi la ancianidad y la edad de Millie. De holgadamente gordas a delgadas.
Les estreché la mano a todas, absorbiendo sus condolencias y su dolor como una esponja.
—Les agradezco mucho que hayan venido de tan lejos.
Sylvia farfulló algo acerca de agencias de viajes y vuelos baratos.
—Miren —les dije—, ¿podrían sentarse aquí con nosotros? Han dado a la familia dos bancos enteros y así no estaré solo aquí delante.
Aquello les pareció bien. Llenaron el resto del primer banco y se sentaron en silencio, dirigiendo de vez en cuando una mirada hacia la sala, pero siempre volviendo a posarla sobre el ataúd.
Su presencia me reconfortaba, me hacía sentir menos solo, menos pequeño. Los seis años que mamá había pasado lejos de mí me parecieron menos malgastados. Había conseguido que aquella gente la cuidase, la quisiese.
Diez minutos antes de la hora, diez minutos antes de que empezase la ceremonia, vi que los sargentos Baker y Washburn entraban y se quedaban al final de la sala, escudriñando a la multitud. Iban vestidos apropiadamente, con trajes marrón oscuro y sobrias corbatas.
Aparté la vista de ellos, mirando hacia delante. Me noté la cara curiosamente inexpresiva y, al mirar al ataúd de mamá, sentí una enorme y violenta emoción bullendo justo debajo de la superficie.
Cuando faltaban cinco minutos para la hora, entró papá. El señor Jones le recibió en la puerta y le pidió que firmase el registro. Papá garabateó en el libro. El señor Jones le condujo por el pasillo central e intentó colocarlo en un asiento vacío.
Papá dijo algo y el señor Jones negó con la cabeza, aún señalando al banco. Papá rodeó al señor Jones y siguió andando por el pasillo. El señor Jones miró y abrió los brazos, en un gesto de impotencia.
Me levanté y salí de mi asiento. Lionel empezó a levantarse pero le dije que no con la cabeza, con una breve sonrisa. Papá se paró en seco al verme, palideciendo. Le hice señas y me dirigí a la doble puerta al lado del ataúd, las que llevaban al coche fúnebre. Abrí la puerta y pasé, y él me siguió lentamente. Tan pronto estuve dentro, giré a la izquierda, lejos del pequeño grupo de periodistas que había en la parte delantera del edificio, y lejos de los dos encargados apoyados en el coche.
Cuando hube doblado la esquina y estuve apartado de la vista de todos, memoricé un lugar para saltar, luego caminé unos cuantos pasos más y me volví.
Papá apareció en la esquina caminando despacio, con recelo. Fuera hacía frío, estaba un poco nublado, pero él sudaba copiosamente. Se detuvo a un metro y medio de mí.
Me lo quedé mirando, en silencio. Tenía un nudo en el estómago y recordé cosas… cosas malas. Llevaba un traje del oeste, botas de cowboy y un cordón como corbata. La chaqueta estaba abierta y pude ver su hebilla de rodeo.
—¡Malditos los ojos! ¡Di algo! —su tono era alto y nervioso. Una brisa hizo llegar el olor de sudor nervioso y de alcohol hasta mí.
No me moví. Solo me lo quedé mirando, recordando otra vez la noche que estuve ante él con la pesada botella.
—Pensé que te había matado —dijo, al fin—. Pensé que te había matado.
Ah. Recordaba haberme preguntado si mi habilidad para teletransportarme era solo el producto de vacíos mentales, porque papá los tenía muy a menudo. Casi sonreí. Cree que le he estado rondando.
—¿Qué te hace pensar que no me mataste? —le repliqué, y salté detrás de él—. Puede que sí me matases.
Se estremeció, se dio la vuelta, y me vio allí. Estaba pálido y boquiabierto. Volví a saltarle detrás, le cogí por la cintura —oh, Dios, qué ligero— y salté al salón de su casa en Stanville. Sacudió los brazos y le solté, empujándole hacia delante. Tropezó con la otomana y cayó. Antes de que tocase el suelo, salté de vuelta a Florida, detrás de la sala de funerales Calloway-Jones.
Cuando doblé la esquina para volver dentro, el sargento Baker se apoyó de repente en la pared del edificio y cogió un cigarrillo. Me pregunté si el sargento Washburn no estaba haciendo lo mismo en el otro lado del edificio.
Atravesé las puertas y me senté junto a Lionel.
—¿Qué ha pasado? —me preguntó susurrando, con cara afligida.
—Se ha ido a casa —le respondí.
—Ah.
Los sargentos Baker y Washburn volvieron a entrar y se sentaron al final. Parecían desconcertados.
El funeral fue horrible. El predicador metodista no había conocido a mamá, nunca había hablado con los que la querían ni tenía ni idea de qué tipo de mujer era. Habló de una tragedia sin sentido y de los inescrutables designios del Señor y, antes de que acabase, estuve a punto de causar más tragedias sin sentido, empezando por el pastor. Habló de la profunda e inquebrantable fe de mamá y supe que todo aquello eran gilipolleces. Mamá sí que había encontrado algún tipo de espiritualidad después de pasar por Alanon, pero había reconocido ante mí que no estaba segura de la forma que tenía su «poder superior».
Lo único que hizo todo aquello soportable fue que no era el único con aquella opinión. Cuando se acercó después para expresar sus condolencias, solo moví la cabeza.
Lionel fue menos educado, al preguntar, mientras estábamos saliendo hacia los coches:
—¿De dónde lo han sacado?
—Silverstein me dijo que ofició el funeral de mi abuelo. Supongo que Silverstein pensó que serviría.
—Pues se equivocó.
—Ya.
Hubo muchos empujones entre la prensa mientras íbamos saliendo a la calle. Las cámaras hacían clic, los flashes se disparaban, y los periodistas hablaban por micrófonos y grabadoras de mano. Pero ninguno de ellos se nos acercó.
Me hicieron ir en una limusina detrás del coche fúnebre, acompañado tan solo por un callado chófer. Pensé que la limusina del señor Adams era más bonita, pero no se lo dije. ¿Qué estoy haciendo aquí? Por mamá. Estás aquí por mamá.
El entierro fue, gracias a Dios, breve. Asistieron Lionel y la mujer de la agencia de viajes, Leo Silverstein y los sargentos Baker y Washburn. La prensa también estuvo allí, en el límite del cementerio, haciendo uso de teleobjetivos y micrófonos direccionales. Sentí tentaciones de saltar varias veces delante de ellos y darles algo realmente emocionante de que informar.
Se había preparado una recepción en un hotel local. La gente estaba subiendo a los coches cuando Washburn y Baker finalmente se me acercaron.
—Ah, sargento Washburn y sargento Baker. Qué amable por su parte haber venido —mi voz era amarga.
Aquello les detuvo de inmediato, desconcertados por un momento. No sabían que les había estado espiando aquella vez en el piso. De todas formas, mostraron sus placas, programados como estaban para hacer las cosas de determinada manera.
—Querríamos hacerle algunas preguntas, señor Rice, ¿o es señor Reece?
—Usted dice tomate, yo digo nabo —saqué el carnet de conducir y se lo tiré al sargento Washburn—. Aquí está, incluso con mis huellas dactilares. Puede que cuadre con los platos que empolvaron en mi piso. ¿Cómo está su esposa, sargento Washburn? ¿Luce buenos moretones últimamente?
El carnet rebotó en el pecho de Washburn y cayó al césped. Se agachó y lo cogió por los bordes. Se estaba sonrojando y Baker le miró de reojo.
Silverstein se acercó, con cara de no entender. Me giré hacia él.
—El sargento Washburn y el sargento Baker, de la policía de Nueva York. Consiguieron venirse de vacaciones a Florida para interrogar al conocido delincuente… a mí.
—¿Eres un delincuente, David?
Me salió toda la rabia.
—Maldita sea, sí. Soy culpable de escaparme de casa, de comprar una documentación falsa por desesperación, y de utilizarla para abrir una cuenta en el banco. ¡Y lo peor de todo, es que soy culpable por intervenir cuando un agente de policía casi mata a su mujer de una paliza! Casi tan malo como un terrorista, claro.
Leo parpadeó y miró a Washburn como si fuese algo que acabase de encontrar debajo de una piedra.
—Bueno, esto parece realmente una persecución en toda regla. ¿Por qué han venido hasta aquí, caballeros? ¿Por qué no solicitaron a las autoridades de Florida que lo detuviesen?
—Hay una cuestión de identidad —respondió Washburn, enfadado.
—Ya no —contesté.
Silverstein asintió.
—Eso es cierto. Ya no.
Miró a los policías y después me miró a mí.
—Vuelvo a decir que parecen estar fuera de su jurisdicción. ¿Han hablado con el sheriff Thatcher?
—Aún no.
—Bueno, pues entonces vamos, David. Hay una recepción en el Holiday Inn. Dudo que haya muchas amistades de tu madre allí, pero habrá unos cuantos amigos de tu abuelo que desean presentarte sus respetos.
Washburn, con una mirada de irritación en el rostro, se interpuso entre nosotros y me dijo:
—Aún tenemos algunas preguntas.
—David, mi consejo, como tu abogado y —añadió, mirando por encima de las gafas a Washburn—, como funcionario, ipso tacto, de un tribunal que sí tiene jurisdicción en este condado, es que no respondas a esas preguntas. Vamos o llegaremos tarde a la recepción.
Abrí los brazos y me encogí de hombros delante de Washburn, y seguí a Silverstein mientras iba hacia la limusina. Cuando estuvimos lo suficientemente lejos susurré:
—Usted no es mi abogado.
—Bueno, como te he dicho antes, soy el testamentario del patrimonio de tu madre y, con la excepción de unas cuantas cosas legadas a sus amigas de la agencia de viajes y al señor Bispeck, eres el beneficiario de la mayor parte de su patrimonio. Así que, en cierto sentido, sí que soy tu abogado. Además, me considero el abogado de la familia, por anticuado que parezca. Desgraciadamente, eres el único miembro que queda. Por cierto —dijo, abriendo la puerta de la limusina—, ¿qué le dijiste a tu padre que hizo que se fuera?
Subí.
—Preferiría no decírselo.
Se encogió de hombros.
—Hazme sitio, no creo que deba dejarte solo mientras esos dos sargentos están por aquí. Es increíble el efecto que tiene un abogado sobre el comportamiento de un policía, sobre todo cuando están fuera de su jurisdicción. Después ya volveré a buscar mi coche.
De camino al hotel me preguntó:
—¿Tienes un dólar, David?
Miré en la cartera.
—Lo siento. No tenía las ideas muy claras esta mañana. No he salido de mi… habitación sin nada más pequeño que uno de cien.
Miré a Silverstein. Estaba observando mi cartera abierta, en la que llevaba veinte billetes de cien dólares.
—Uh… ¿Con qué ganas dinero, David?
—Con especulación, especulación financiera —sonreí un poco. Especulo si hay dinero en un banco y lo cojo.
—Bueno, pues entonces dame uno de cien dólares.
Había leído mi parte de los misterios de Nero Wolfe.
—Ah, el viejo chanchullo de la confidencialidad entre abogado y cliente. Usted quiere hacerme unas preguntas y no quiere tener que decir a la policía las respuestas.
Se sonrojó.
—Bueno… digamos que me quiero reservar la opción de no tener que responder a sus preguntas.
Saqué cinco billetes de cien dólares.
—Entonces que sea un depósito convincente.
—¿Puedes permitírtelo?
—Sin problemas.
Sacó una libreta del bolsillo de la chaqueta.
—Deja que te haga un recibo.
—Confío en usted.
—Bueno, pues gracias por el voto de confianza, pero el recibo es para protegernos a los dos. Proporciona un «rastro documental», como decimos en la profesión —lo arrancó y me lo entregó—. No lo pierdas —guardó cuidadosamente la libreta y el dinero—. Bueno, por hacer una pregunta que ya te hecho hoy, ¿por qué querían hablar contigo?
—Washburn era mi vecino del piso de abajo en Nueva York. Maltrata a su mujer. La ayudé a marcharse a un refugio. Él empezó a investigarme y descubrió que había comprado y utilizado un carnet de conducir del estado de Nueva York falso.
Silverstein arqueó las cejas.
—¿Y por qué diablos lo hiciste?
—Era un fugitivo en Nueva York y no podía encontrar trabajo sin documentación. ¡Por eso!
—¿No tenías carnet de conducir de Ohio?
—No. Ni tampoco número de la Seguridad Social. Y, lo peor de todo, no tenía partida de nacimiento, así que no podía conseguir los otros documentos.
—¿Y por qué no solicitaste una copia de tu partida de nacimiento?
—¿Eh? ¿Puede hacerse eso?
Se puso a reír, y luego dejó de hacerlo cuando vio cómo le miraba.
—Lo siento. No sé cuáles fueron las circunstancias, pero parece irónico que incumplieses la ley sin saber que había una alternativa legal.
—Ja, ja, ja.
—¿Y por eso te estaban buscando?
—Eso es todo lo que tienen contra mí, pero… estoy casi seguro de que Washburn se imagina que soy una especie de traficante de drogas.
La cara de Silverstein mostró una expresión de desagrado.
—¿Es verdad?
—¡Maldita sea! Mi padre es alcohólico. Eso es lo más cerca que estaré nunca del tráfico de drogas. No, no soy un traficante. Ni tampoco un consumidor.
—Tranquilo. Me alegro de que no lo seas, pero tenía que preguntar. No habría revelado nuestra conversación, pero te habría devuelto el depósito —miró por el vidrio tintado de detrás—. Los dos sargentos aún están con nosotros. Pensaba que se separarían, uno para seguirnos y el otro para ir a ver al sheriff Thatcher.
—Solo tienen un coche —le recordé—. Aunque pueden llamar desde el hotel.
—¡Um! Si estuviera en tu lugar, evitaría que me arrestasen. La extradición es un proceso complicado y podrías acabar encerrado durante bastante tiempo en una celda de Florida antes de que consiguieran hacer los trámites.
—¿Me está aconsejando que escape?
Se encogió de hombros.
—Tómate unas vacaciones.
Meneé la cabeza.
—Es usted tan malo como yo.
Volvió a encogerse de hombros.
—Podemos despistarles en el hotel. Entra un momento en la recepción, y yo haré que Walt Steiger te recoja. Hay una salida en los servicios de caballeros. La he utilizado muchas veces para escabullirme de las reuniones de Kiwanis[15].
—Muy amable por su parte, pero ya he hecho mis planes.
—¿Para escaparte?
La limusina llegó a la entrada del hotel y se detuvo en la puerta.
—No, solo preparativos de viaje, pero servirán. Nadie va a arrestarme.
Estreché más manos de lo que parecía posible por la cantidad de personas que había en la sala. No pude evitar preguntarme si había algún pulpo disfrazado. «Sí, señora. Muy amable por su parte, señor. Sí, la echaré mucho de menos. Gracias por venir. Le habría gustado mucho que usted viniera». ¡Dios! ¿Es que no acabará nunca?
El grupo de Sacramento me rescató después de tres cuartos de hora.
—Mary me llamó desde Londres, ¿sabes? Para contarme cómo había ido su visita contigo —Lionel sonrió—. Señor, estaba muy asustada de ir a verte.
Tragué saliva.
—Era mutuo. ¿Dijo si la visita fue un éxito?
—Oh, sí. Estaba muy contenta de haberte visto —respondió.
Patricia asintió enérgicamente.
—Habló de vuestro fin de semana durante todo el viaje. Incluso cuando estábamos en el avión, cuando los terroristas estaban… bueno, dijo: «Al menos he visto a Davy».
Entonces me vine abajo.
—Esto, disculpad —salí a tientas hacia el servicio de caballeros, me metí en un váter y me apoyé en la pared de baldosas, con las lágrimas corriéndome por las mejillas. Dentro de mí una voz gritaba, inarticulada, poco inteligente, pero traspasada de dolor. Dolía. No sé por qué tendría que haberme sorprendido.
Después de unos minutos, de respirar hondo una docena de veces y de sonarme la nariz en varias ocasiones, salí del váter, me lavé la cara y me arreglé la corbata. Hora de despedirse y de darse el piro.
Había un agente de la policía de Florida vigilando la puerta de atrás, la que Leo Silverstein utilizaba para evitar las reuniones de Kiwanis. Volví a la recepción y sonreí para tranquilizar a Lionel y a las chicas de Fly-Away.
—Lo siento.
Hicieron gestos de haber entendido. En la entrada principal estaban los sargentos Baker y Washburn con una versión más madura del agente de la recepción. Leo Silverstein estaba hablando con ellos, y movía las manos enérgicamente. El agente de Florida alzó la mano, tranquilizándolo. Washburn parecía furioso y Baker seguía mirando a Washburn, con cara de preocupación.
Parece que Baker se está dando cuenta.
Jane, una de las agentes de Fly-Away, se me acercó y me dijo:
—Sé que es un mal momento, pero me gustaría sacarte una foto, para guardarla con la que tengo de Mary.
—Bueno, hagamos un trato. Yo no tengo ninguna foto reciente de mamá. Si me envía una copia, se la pagaré.
Parecía como si se fuese a poner a llorar.
—Oh, por supuesto. No tienes que pagármela. Me gustaría…
Tragué saliva, y le di el apartado de correos de Nueva York. No creí que la policía lo tuviese. Los recibos iban todos al piso, pero las cartas de Millie iban al apartado de correos.
—Hagamos una foto de grupo, David, Lionel y las chicas de Fly-Away. Buscaremos a alguien que nos la haga —señalé por encima de los refrescos—. Podemos hacerla en aquella pared.
Empecé a empujar y a dar codazos y, en un momento, todos estábamos en la pared; Sylvia en el medio, flanqueada por Lionel, Jane y Patricia a un lado, y por mí, Bonnie y Roberta. El señor Steiger cogió la cámara y nos hizo dos fotos rápidas.
—Genial. Está bien, todo el mundo, un paso grande hacia delante —dije, apartándonos de la pared con pequeños empujones. Le dije a Bonnie en voz baja—: Voy a dar un paso hacia atrás. ¿Podrías cubrir el hueco cuando lo haga?
Parecía confundida.
—¿Por qué?
Señalé con la cabeza hacia la policía.
—Por favor.
—De acuerdo —respondió, nerviosa.
Di un paso atrás y ella se puso delante, tirando de Roberta. Aquello me ocultaba perfectamente de todos los que había en la sala.
Salté.