El lunes llevé la ropa a lavar como tenía por costumbre, saltando al callejón de detrás de la lavandería y dejándola encargada por dos dólares el kilo, sin almidón, camisas ni perchas. Cuando salí hacia la acera de nuevo, el sol brillaba bastante, el aire era frío y, para variar, limpio. Se notaba fresco como cuando muerdes por primera vez una manzana, fresco como el de la nevera. Decidí recorrer los seis bloques hasta mi piso andando.
Durante el fin de semana, con el señor Adams llevándonos a todas partes, había visto más de mi barrio que lo habitual. Y no sin aspectos agradables, pero a principios de noviembre, con todos los árboles y arbustos sin hojas, parecía inhóspito y sucio. Increíble lo que hace un toque de verde. Además, cuanto más me acercaba a mi bloque, más grandes eran los grafitis y más basura había.
Me pregunté si debía mudarme. ¿Cómo me sentiría si Millie se quedase aquí, si tuviese que pasear por esta zona? Me di cuenta de que estaba mirando a hombres sentados en las entradas de los pisos o de pie en las esquinas. Me devolvían la mirada, desafiantes, hasta que apartaba la vista. Si viene Millie, nos alojaremos en un hotel de Manhattan.
Gracias a que estaba mirando a todos los de la calle me di cuenta de los tipos del coche. Estaban aparcados a tres edificios de mi piso, leyendo periódicos, con las ventanillas medio bajadas. Un vaso de café de papel sobre el salpicadero dibujaba un círculo de vaho sobre el parabrisas. Cuando pasé junto a ellos, oí el crepitar de un equipo de radiollamada, como el que sale en las películas de polis.
Miré al hombre que había en el asiento del pasajero. Era Washburn. Estaba bebiendo de otro vaso de café y leyendo el diario, pero al oír mis pasos miró hacia donde me encontraba. Cuando nuestras miradas se cruzaron, echó la cabeza hacia atrás, sorprendido. Un buen chorro de café caliente le cayó en el pecho y se revolvió, maldiciendo y limpiándose inútilmente la pechera con el periódico. Mientras lo hacía, vi bajo la chaqueta abierta la culata de madera de su pistola en una pistolera de hombro.
Dios, ¿es un poli? Aquello explicaba el arma y por qué los polis que patrullaban no hicieron nada la noche en que llamé al 911.
Seguí andando, casi sin pararme, satisfecho de que se le hubiese derramado el café, pero sin querer reconocerle. No hay nada que cabree más a una persona que se le queden mirando cuando ha cometido una torpeza.
Como estaban allí, me metí en el callejón, hacia la puerta de atrás, y salté a mi piso desde un espacio privado entre los cubos de basura. Miré por la ventana y vi a Washburn, manchado de café por completo, salir del coche y meterse en la acera hasta que estuvo justo debajo. Miró a la vuelta de la esquina, en el callejón.
Me metí en el cuarto de baño y tomé un Alka-Setzer.
¿Qué es lo que quiere?
No podía ser el robo del banco, ¿verdad? El único delito que había cometido aparte de ese era usar un carnet de conducir falso, a menos que abrir una cuenta en el banco con una documentación falsa fuese fraude o algo así.
Demonios, ¿me estarán vigilando? Quizás estoy siendo paranoico.
A la una de la tarde, los dos hombres en el coche aún estaban allí.
Salté a la calle Cuarenta y siete, compré un trípode, regresé, y coloqué la videocámara sobre él, en la ventana. Llevé un cable de vídeo hasta el otro lado de la habitación, lo conecté al televisor y les observé aumentando el zoom, a todo color, en mi pantalla de veinticinco pulgadas. En un par de ocasiones uno u otro iba al lavabo o a tomarse un café en la charcutería coreana de la esquina.
¿Me están vigilando?
Salté al rellano de mi piso, bajé las escaleras y salí por la puerta. Hice caso omiso del coche y me alejé de ellos andando. La calle aún estaba bastante tranquila. A lo lejos, oí cerrar la puerta de un coche y un motor que se ponía en marcha.
Doblé la esquina a la derecha y salté de vuelta a mi piso, justo a tiempo para ver que Washburn caminaba con paso ligero por la acera. En la esquina, miró a su derecha, se puso una mano en la oreja y movió los labios. Oí chirriar las ruedas del coche y luego girar. Pasó mi casa de largo y dobló la esquina.
Bueno, supongo que no hay duda. Eché un vistazo al piso, triste. Sabía que no podían arrestarme. Me habría ido antes de que pudiesen abrir la puerta, pero todas mis cosas… todos mis preciosos libros…
Papá no me dejaba tener libros.
¿Cuál es el problema… te los has leído, no?
Entonces se los llevaba a la tienda de libros usados y los vendía por una miseria. Nunca supo para nada cuál era su valor. No le gustaba que estuviesen amontonados por la casa, ni siquiera en mi habitación.
No iban a quedarse mis libros.
* * *
En el complejo de apartamentos de Millie, al final del campus de la OSU, había uno libre. Se sorprendieron de que apareciese un inquilino en mitad del semestre. El alquiler, para un apartamento de dos habitaciones en el segundo piso, era menos de la mitad de mi alquiler en Nueva York, y el depósito solo era de doscientos dólares. Para simplificar las cosas, pagué el alquiler hasta el final del segundo semestre, ocho meses en total, explicando que acababa de cobrar el cheque de la beca y que si no lo utilizaba para el alquiler, probablemente me lo gastaría en pizza. Aceptaron mi carnet de Nueva York y la dirección de mi padre en Ohio y me dejaron hacer el traslado de inmediato.
Empecé en el salón del piso de Nueva York, sin la camiseta y con las manos sudadas. Miré a una librería y luego salté al apartamento de Stillwater para escoger una pared. Luego volví al piso de Nueva York. Me acerqué a la librería, de noventa centímetros de ancha y casi tan alta como yo, agarré uno de los estantes más bajos e intenté levantarla. Los ligamentos y los tendones de hombros y cuello se me tensaron y note un tirón en las lumbares, pero la librería, una de las más grandes que tenía, no parecía moverse. Resoplé y me tiré hacia atrás. El mueble se inclinó y se levantó del suelo.
Salté.
En el apartamento de Stillwater volví a inclinarme hacia delante enseguida. La librería chocó en el suelo y se movió hacia atrás, golpeando en la pared y haciendo saltar siete libros desde el último estante al suelo.
Los dejé allí. La librería solo había estado sin tocar el suelo un segundo, pero vino conmigo al saltar. Aquello merecía pensarlo un poco, pero no quería perder el tiempo.
Las otras librerías fueron más fáciles, pero para cuando hube terminado, me dolían los hombros. Cogí el equipo de entretenimiento por partes, en cargas mucho más pequeñas que las librerías. El escritorio del ordenador también fue fácil, pero saqué todos los cajones y los llevé por separado. Ya había acabado con la ropa colgada y estaba a punto de llevarme la cama, cuando pensé en el dinero.
Oh. Empecé a reír. Cuanto más reía, más divertido me parecía. Había más de setecientos mil dólares en el armario y quería salvar los libros. Me apoyé en la pared y sacudí la cabeza, con las lágrimas corriéndome por las mejillas, casi sin aliento por las carcajadas. Puede que aún haya esperanza para ti, Davy.
Salté a Stillwater y encontré un armario de ropa blanca en el pasillo. Tenía estantes, pero no parecían lo suficientemente grandes. Alcé la vista, pensando en añadir una estantería por encima, y vi que había una trampilla para acceder al desván. Después de coger un taburete con escalones y una linterna del piso de Brooklyn, vi que había un altillo de un metro de alto entre el techo de mi apartamento y el tejado. Me recordó a la biblioteca de Stanville.
El ático estaba cerrado a los demás apartamentos por cortafuegos, lo que lo hacía suficientemente privado para mis propósitos. Trasladé el dinero por etapas, olvidándome del resto de mis pertenencias hasta que el último dólar estuviese bien colocado en el altillo.
¿Qué pensarán de mi armario sin puertas? ¿Debería volver a abrir la puerta? Recordé un absurdo reportaje en la tele sobre una bodega de un hotel de Chicago y a un célebre «periodista» que creía haber encontrado el sótano perdido de Al Capone. Sería interesante ver su reacción cuando lo descubriesen. Casi barajé la idea de dejar un poco de dinero, solo para confundirles.
Entonces hice un descanso y me fui a cenar a la taberna Fraunces, en el distrito financiero. Aquello fue un error. El servicio es lento, y al llegar al postre se me había agarrotado la espalda y mi cuerpo era todo dolor desde la cabeza a las pantorrillas.
Intenté pasear cerca del agua en Battery Park, para desentumecerme, pero el viento frío que venía desde la desembocadura del Hudson parecía empeorar las cosas, añadiendo un dolor de cabeza a mis otros males.
¡Estúpida policía!
Salté directamente al lavabo del piso de Brooklyn, para tomarme un poco de ibuprofeno. Estaba a oscuras, y estiré el brazo para darle al interruptor, pero me detuve.
Había alguien en el piso.
¿Cómo habrían abierto la puerta?
La puerta del cuarto de baño estaba medio abierta y me coloqué rápidamente detrás de ella para echar un vistazo por la rendija de las bisagras. La puerta principal estaba entreabierta unos quince centímetros y había un agujero irregular, ovalado y ennegrecido, hecho en la puerta de acero. En el suelo, justo en la entrada, había un equipo de oxígeno-acetileno, con un par de botellas móviles y un soplete. Una pegatina sobre la botella de oxígeno decía «PROPIEDAD DEL NYPD»[13].
Al final del pasillo un policía uniformado estaba ayudando a un hombre trajeado a examinar mi cama. Estaban sondando el colchón con algo que parecía alfileres de sombrero, delgadas agujas de un palmo de largo. Desde la cocina oí un estruendo de potes y sartenes que alguien estaba moviendo.
Me preguntaba si tendrían una orden de registro.
¿Quieres preguntarle, Davy? «Oh, perdone, agente. ¿Tiene el papel que le permita practicar acupuntura con mi cama?».
Decidí tomarme el ibuprofeno en otra parte. Aunque me quedé allí, fascinado de manera un tanto perversa. Casi sentía como si estuviese presenciando mi propia violación de la ley. Oí ruido de platos que se rompían y apreté los puños. Los platos en la cocina eran de cerámica hecha a mano que había comprado por quinientos dólares en una tienda especializada en el Village.
Al menos los libros están bien.
Sonó el teléfono. Miré el reloj.
¡Oh, Dios! ¡Millie!
No me había llevado el teléfono ni el contestador. No había tenido motivo; no había electricidad en el apartamento de Stillwater, y mucho menos línea telefónica.
El teléfono estaba en mi dormitorio, a la vista encima de la mesita de noche. El hombre trajeado cogió el teléfono antes de que se activase el contestador.
—Hola —dijo, girando la cabeza hacia el pasillo. Era Washburn. Se había cambiado la camisa desde la mañana.
—No, no se ha equivocado. Este es el piso de David. Soy el sargento Washburn de la policía de Nueva York. ¿Con quién hablo? —tapó el micrófono con la mano y se dirigió al policía uniformado—. Llama a la centralita y que rastreen la llamada —el agente uniformado cogió una radio de su cinturón y se fue al salón.
Washburn destapó el micrófono.
—No, por lo que yo sé, David está perfectamente. Ha dejado el piso esta mañana. No parece haber vuelto. ¿Conoce a David desde hace tiempo? —escuchó—. ¿Problemas? Bueno, eso tendrá que verse. Queremos hablar con el señor Reece sobre un par de cosas —volvió a escuchar—. Bueno, pues tenemos una orden de registro… por eso. ¿Podría darnos su dirección y su número de teléfono, señorita Harrison? —escribió en un bloc que sacó del bolsillo de la chaqueta—. ¿Oklahoma? ¿Pero está usted en la ciudad ahora?… ¿No? Bueno, pues si sabe del señor Reece, dígale que llame al sargento Washburn, en el distrito policial 72 —el poli uniformado volvió a entrar en la habitación y mostró algo a Washburn escrito en un bloc. Washburn lo comparó con su propio bloc y asintió.
—No, no se ha equivocado de piso. El contrato de arrendamiento de David dice Rice, pero su cuenta bancaria dice Reece. No sabemos si Rice o Reece es correcto. Esa es una de las cosas de las que queremos hablar con él. Por favor, dígale que llame. Adiós.
Colgó el teléfono. El otro poli de paisano sacó la cabeza desde la cocina.
—¿Y bien?
—Su novia, quizá. En Oklahoma. Habla con él cada noche. Parecía sorprendida y disgustada. Sonaba como si no supiese nada del personaje Reece. El número que nos ha dado es legal.
—Me pregunto si sabrá dónde consigue el dinero.
—Bueno, podemos localizarla después, si no lo averiguamos aquí —respondió
Washburn.
—¿Está seguro de que todo esto merece tanto jaleo? Me refiero a que lo único que tenemos del chaval es documentación falsa.
—¡Mierda, Baker! ¿Qué te parece agresión? ¿De dónde saca todo su dinero? El número de la Seguridad Social que dio pertenece a una anciana de Spokane, Washington. En Hacienda quieren saber algo de eso. Nadie llamado David Rice o David Reece en su registro tiene esta dirección, así que es probable que nunca haya pagado impuestos. Para mí, eso son drogas… drogas y dinero fácil.
El poli uniformado dijo:
—No encuentro nada en este colchón. ¿Qué le puso sobre la pista de este tío? Washburn respondió:
—Cállate y sigue buscando.
—Caray, sargento. ¿Cuál es el problema?
Baker sacó la cabeza desde la cocina.
—Washburn vive en el piso de abajo. Ha estado observando al chaval durante un tiempo, y él tuvo que olerse algo. Él y algunos amigos suyos asaltaron a Washburn, lo noquearon y lo dejaron tirado en Central Park.
—Joder, sargento, ¿y por qué no presentó cargos?
Porque no pasó eso.
Washburn se encogió de hombros.
—Preferiría que cayese por algo gordo. Además —admitió, a regañadientes—, no hubo testigos y no vi quién le ayudaba. Saltaron sobre mí por detrás. Pero aquí está pasando algo. He hablado con el casero. El chaval pagó el depósito y, en un principio, el alquiler de varios meses con giros postales. Al final, empezó a pagar con talones, pero era un nombre diferente del que hay en el contrato de arrendamiento. El sábado pasado vieron una limusina dejando al crío y a una mujer aquí. ¿Una limusina, en este barrio? Comprobamos el número de carnet del talón y, ¡quién me lo iba a decir!, no es la dirección del carnet, así que comprobamos aquella dirección y nos encontramos a otro David Reece; con una cara diferente, pero el mismo permiso de conducir. Así que empezamos a seguirle desde el domingo, pero se nos perdió en el Kennedy. Temíamos que se hubiese largado, pero vuelve caminando a su piso el lunes por la mañana. El mismo día por la tarde sale del edificio, dobla la esquina, y vuelve a desaparecer.
Baker, en el pasillo, dijo:
—La próxima vez que le veamos, le arrestaremos. Es demasiado bueno esfumándose. Por eso Ray y tu compañero están abajo —volvió a la cocina.
El poli uniformado preguntó:
—¿Y quién es la mujer?
—Su madre. Eso es lo que el chófer de la limusina nos dijo. El chaval pagó por adelantado, en efectivo, por todo el fin de semana, y le dio una propina adicional de cien pavos al final. La recogieron en La Guardia y la dejaron en el Kennedy. El chófer no llegó a oír su nombre ni los números de los vuelos. Dice que el crío solo le dijo a qué terminal y cuándo. Es posible que ella le proporcione la droga.
¡Dejad a mi madre en paz! Se me ocurrió saltar a la calle e incendiarles los coches, o quizá romperles los parabrisas. La furia me provocó más dolor de cabeza.
Salté a Stillwater, donde compré ibuprofeno en una tienda 24 horas y me lo tragué con 7UP.
¿Qué voy a hacer con Millie?
* * *
Sherry, la compañera de piso de Millie, respondió a la puerta. Las expresiones que pasaron por su cara cuando me reconoció lo decían todo.
—Espera un momento —me dijo. No me pidió que entrase. No me dijo hola ni me preguntó cómo iba todo. Me cerró la puerta en las narices.
El dolor de cabeza y el enfado volvieron. Cuando Millie abrió la puerta, mi cara estaba colorada y sentía el pulso en las orejas. Parecía asustada.
—Davy, ¿qué estás haciendo aquí?
Me encogí de hombros.
—Necesito hablar contigo. Ya que no soy bienvenido dentro, quizá podamos dar un paseo.
Tragó saliva.
—No estoy segura de que quiera pasear contigo.
—¡Oh, por el amor de Dios! —ella se estremeció y continué en un tono más normal—. El sargento Washburn no te ha dicho que sea violento, ¿no? Seguramente te lo habría dicho si fuese sospechoso de asesinato o algo así.
—¿Cómo sabías…? Está bien, vale. Cogeré el abrigo.
Se reunió conmigo en el porche un minuto después, con las manos metidas en los bolsillos de su abrigo, la mirada remota y la cara inexpresiva.
Salí a la calle y ella me siguió a unos pocos pasos. Empezamos a andar lentamente por la acera. El cielo estaba nublado, la temperatura era más que fría, y una neblina, más que una niebla y menos que lluvia, iba dejando todo resbaladizo y mojado. Se olía a humo de leña.
Ella fue quien primero rompió el silencio.
—¿Por qué caminas así? ¿Estás herido?
—He estado trasladando muebles. Me he pasado un poco, pero es que estaba en un aprieto.
—Ya…
Su tono de voz dolía.
—¡Es la verdad!
Giró la cabeza de repente, con la mandíbula apretada.
—¡Ah, la verdad! Eso es un tema interesante. ¡Hablemos de la verdad!
Resoplé.
—De acuerdo. Por qué no.
—Empecemos con los nombres, señor Rice, ¿o debo llamarte señor Reece? ¿Cómo te llamas?
—Rice. Nunca te he mentido.
Alzó la cabeza, boquiabierta.
—¡Oh! ¿Y a quién mientes? ¿Limitas tus mentiras a los cajeros del banco? ¿Las novias están exentas de mentiras?
Bajé la cabeza y repetí tercamente:
—Nunca te he mentido. Todo lo que te he dicho es cierto.
No me creía.
—Hay mentiras y mentiras. ¿Sabes qué es mentir por omisión? ¿Sabes qué es mentir implícitamente? ¿Por qué te busca la policía? ¿Qué has hecho? ¿Por qué no me lo has dicho?
—¡Porque quería que me quisieses!
Se hizo atrás, con la mirada asustada otra vez.
—Porque quería que me quisieses… Oh, ¡joder! —me detuve y alcé la vista a las nubes, mezclando las lágrimas con la neblina.
Ella apartó la mirada, sin ganas de mirarme. Reprimí las lágrimas, cerré los ojos con fuerza y me las sequé.
—¿Qué es lo que quieres? —pregunté—. ¿Qué puedo hacer para arreglarlo?
—Me has mentido. Me has traicionado. Te dije lo que significaba eso.
Negué con la cabeza, con incredulidad.
—Tú dijiste que si alguna vez te enterabas de que te había mentido, habíamos acabado. ¿Es eso lo que quieres? ¿Quieres que me vaya y no te moleste nunca más?
Me miró, con el ceño fruncido y con la boca en un rictus intransigente.
—Sí.
Vi su indignación, su ira, su odio, y no pude soportarlo.
—Pues adiós.
Entonces, con rencor, mientras ella miraba, salté, para escapar, sin pensarlo, sin dirección. Luego, en el suelo de la biblioteca pública de Stanville me hice un ovillo y lloré y lloré y lloré.
* * *
Pasé la noche en mi sillón reclinable, en el apartamento de Stillwater, con el largo abrigo de piel como manta. No había ni calefacción ni luz porque aún no los había dado de alta. Tuve pesadillas sobre papá, de cuando me pegaba por llorar. Millie estaba allí, de pie a un lado, asintiendo a todo lo que decía papá. Me desperté con la tenue luz del alba, tiritando y con dolor de espalda. Decidí no volver a dormir.
Después de ponerme los zapatos, salté al rellano de mi piso en Brooklyn. Había un picaporte nuevo y un candado cerrando la puerta, y un letrero que decía PRECINTADO POR EL NYPD. PARA INFORMACIÓN, CONTACTAR CON D. WASHBURN, DISTRITO POLICIAL 72.
Salté al dormitorio. La cama estaba hecha trizas, y la ropa estaba tirada en un rincón. Comprobé con cuidado el resto del piso.
En algún momento se dieron cuenta de que había demasiado espacio entre la cocina y el salón. Habían destrozado la puerta tapada del armario del dinero, pero sabía que no había nada que encontrar allí.
La cocina era un caos; los platos estaban amontonados de cualquier manera en la encimera. Algunos habían sido apartados y tratados con polvo de huellas. Habían tirado la basura en el fregadero y la habían examinado minuciosamente.
Ignoré el desorden y empecé a llevar cosas al apartamento de Stillwater, metiendo los potes y los platos en los armarios. Me sorprendió que no hubiesen roto nada, pero no parecía importarme.
Nada parecía importarme.
Sin embargo, cogí cada frágil pieza con un cuidado reverencial, sacándoles el polvo con un trapo de cocina antes de colocarlas en su lugar en el armario. Había comprado los platos al final del verano con la ayuda de Millie. A mamá le habían gustado mucho.
A media mañana ya había trasladado todas las cosas de la cocina y el baño, así como la cama y su bastidor. Las únicas cosas que dejé en el piso y que no me interesaban para nada fueron las cortinas y los estores, pero estaba seguro de que la policía estaría aún esperándome fuera y no quería que supiesen que estaba en el piso.
De vuelta a Stillwater, me dediqué a cumplir las formalidades para dar de alta el agua, la luz, la televisión por cable y el gas. También decidí no abrir ninguna otra cuenta en el banco. Si había algo que no podía pagar con giros postales o en efectivo, no lo compraría.
Ninguna de las empresas se inmutó al recibir dinero en efectivo para los depósitos. Quizá las cosas son diferentes en las ciudades con universidades. Todas se comprometieron a dar de alta los servicios al final del día siguiente. Mientras estuve fuera, pasé por la compañía telefónica, pero decidí no instalarme teléfono. No me sentía muy sociable.
Una de mis ventanas daba a la calle que había entre el campus y el complejo de apartamentos. Miré por ella casi toda la tarde, observando a la gente pasar, apresurándose por la lluvia. Salté a una tienda en Manhattan para tomarme un café y un bocadillo a media tarde, pero me los llevé a la ventana de Stillwater.
A las 16:15, Millie cruzó el campus y salió a la calle. Iba caminando más lentamente que la gente que iba a su alrededor, cabizbaja y con la mirada perdida. Llevaba un paraguas que le había comprado a un vendedor callejero en Nueva York cuando la conocí.
«Cuatro dólares, señorita. Cuatro dólares». Ella negó con la cabeza. «Tres dólares, tres dólares». Al final quedaron en dos y medio. Yo le comenté que seguramente se desharía con la lluvia, pero allí estaba, demostrándome que mentía.
Quise saltar a la acera y ponerme delante de ella, pero el recuerdo de su cara de la noche anterior había sido demasiado.
Entonces, ¿por qué estoy aún en Stillwater?
Contemplé cómo se alejaba lentamente.
* * *
Intenté escribirle una carta a Millie, para explicarle por qué la policía quería hablar conmigo. Para explicarle que había comprado una documentación falsa con dinero que había robado de un banco utilizando una habilidad que la gente no tiene. Cada vez que veía las palabras en la pantalla, eliminaba el documento. Maldita sea, yo mismo ponía en duda la historia. ¿Cómo podía esperar que Millie se la creyese?
Quería huir, esconder la cabeza, esperar a que pasase la tormenta. Visité la agencia Serendipity Travel y ojeé los folletos. Hice caso omiso de todos los lugares que mostraban a gente sonriendo y pasándolo bien. Sonreír no era compatible con la imagen que tenía en mi mente. Al fin encontré el sitio, un retiro, en West Texas. El folleto hablaba de aislamiento, naturaleza y meditación. Era perfecto.
Me llevó casi todo el día llegar a El Paso. Desde allí cogí un autobús justo a punto de irse, y me senté delante, lejos de la zona de fumadores. Tenía la cámara en una de las mochilas que había comprado para el robo del Chemical Bank, y en los bolsillos del abrigo llevaba antihistamínicos, ibuprofeno y pañuelos de papel.
Estaba resfriado.
Fuimos hacia el este por la I-10, serpenteando por el Río Grande y bajo una tormenta de arena. Me quedé dormido, pero el sueño estuvo repleto de extrañas pesadillas vagamente recordadas que no parecían detenerse cuando me desperté. En la parada de descanso, antes de que nos dirigiésemos hacia el sur en Van Horn, por la US 90, salí del autobús a trompicones para comprar algo de beber, porque tenía la boca seca y tenía calor. Me dolió al tragar.
La intensidad de la tormenta empeoró y el autobús tardó cuatro horas en recorrer el siguiente tramo del viaje. Mi fiebre parecía empeorar, pero no quería malgastar el tiempo que ya había perdido. Si me iba de un salto, tendría que volver a empezar desde la parada de descanso, a las afueras de Van Horn. Me soné la nariz y me quedé dormido.
En Marfa, el autobús giró al sur por la US 67, una carretera que atravesaba el desierto antes de subir por la Cuesta del Burro y las montañas Chinati y bajar la larga pendiente hasta el Río Grande en Presidio, con un desnivel de mil metros. El autobús hizo una parada para comer allí, en el Tastee-Freez[14] de Presidio, pero yo salté al Greenwich Village a por una pita con falafel. Solo me comí la mitad; no tenía apetito. Salté de vuelta para hacer el último trozo del viaje, desde Farm hasta Market Road 170.
Era la última hora de la tarde y estaba nublado, pero hacía calor en Redford. Le di las gracias al chófer del autobús, grabé un lugar para saltar y salté directamente al apartamento de Stillwater con un ligero dolor de oído.
* * *
Mi amante me había rechazado, la policía me buscaba, tenía 39 de fiebre, el oído derecho no dejaba de dolerme y me costaba respirar. Así que me sentí culpable por compadecerme de mí mismo.
Es muy fácil decir «Eh, Davy, tienes derecho a ello. Tienes muchas razones para compadecerte». Pero entender eso no me hizo sentirme menos culpable. En todo caso, empeoró las cosas, porque la culpa me enfurecía, me ponía a la defensiva. Así que me compadecía de mí mismo, me sentía culpable y furioso.
Porque, en el fondo, sabía que me merecía todo aquello.
A las ocho de la tarde salté a una clínica de urgencias en la periferia del centro de Manhattan. Mentí en los formularios acerca del nombre y la dirección y dije que pagaría en efectivo. El médico, un hindú llamado Patel, escuchó mis síntomas, me tomó la temperatura, me miró los oídos y me auscultó los pulmones.
—¡Caramba! —exclamó. Me dio un ataque de tos. Apartó el estetoscopio mientras me duraba y volvió a auscultarme cuando me calmé—. ¡Caramba!
Sacó una botella de una nevera y llenó una desagradable jeringa enorme.
—No tienes ninguna alergia, que tú sepas, ¿verdad?
—No.
—Bájate los pantalones.
—¿Qué es eso?
—Antibiótico. Ampicilina. Estás al borde de la neumonía. Te estoy poniendo esta inyección y te voy a recetar un antibiótico oral, un antitusígeno, un antihistamínico y gotas para el oído. Si tuvieras los pulmones solo un poco más congestionados o la fiebre un poco más alta, te habría enviado a una cama de hospital. Tal como estás, te vas a ir a una farmacia y te vas a tomar esto, y luego a casa a la cama.
Me clavó la aguja en la parte superior de la nalga derecha. Al principio no dolía, pero cuando apretó el émbolo, el músculo se me tensó mucho.
—¡Aaaau!
—No andes —añadió—. Coge un taxi. No hagas esfuerzos. Bebe mucho líquido. Bebe líquido hasta que creas que vas a reventar.
Asentí, frotándome los músculos debajo de la inyección. Me miró y frunció el ceño.
—¿Estás seguro de que lo has entendido?
Reí un poco.
—¿Tan mal aspecto tengo?
—Muy malo. Sí.
—De acuerdo. Farmacia, casa, cama, mucho líquido, mucho descanso. Y un taxi. ¿Qué más?
Parecía menos preocupado.
—Vuelve en un par de días. Siéntate mientras te hago las recetas.
—Preferiría estar de pie —contesté, aún frotándome el culo.
Señaló un sofá.
—Entonces túmbate. Órdenes del médico. Es muy importante que descanses.
Cuando acabó de escribir las recetas, me preguntó cómo me encontraba.
—Me duele el trasero.
—¿Tienes picores o aprensión? ¿Te notas los párpados hinchados, o los labios, o la lengua, o las manos, o los pies?
—No. ¿Por qué?
—Solo me aseguro de que no estés teniendo ninguna reacción alérgica a la inyección. Bueno, ya te puedes ir, y no te olvides de volver en un par de días.
Pagué en efectivo, salté a una farmacia de guardia que conocía en Brooklyn, y compré todo lo que habían recetado. El farmacéutico tardó una eternidad. No había ningún sitio para sentarse. Me apoyé en el borde de una vitrina y tosí. Cuando por fin volvió, pagué, salí por la puerta tambaleándome y salté, sin pensar nada más que en mi cama.
La habitación en la que aparecí estaba oscura y vacía; no había más que el estor de la ventana. Estaba en el piso de Brooklyn, aún precintado por la policía de Nueva York.
¡Estúpido! Me concentré, recordé el apartamento de Stillwater, sus vistas al campus donde había observado a Millie andar bajo la lluvia. Volví a saltar y acerté.
Me tomé todos los medicamentos, con las dosis apropiadas, no sin antes comprobarlo todo dos veces. Tal como me sentía, era probable que tomase una sobredosis por error. Los antibióticos fueron lo peor, eran de caballo, pero al menos me hicieron beber varios vasos de agua antes de que se me fuese el nudo en la garganta. Si entendía bien las indicaciones, no tendría que volver a tomar la siguiente dosis hasta la mañana.
Tuve que poner toda mi voluntad para desvestirme antes de caer en la cama.
* * *
Las treinta y seis horas siguientes fueron confusas, distorsionadas por la fiebre, los antihistamínicos y una mala noche. Cuando no dormía, mis pensamientos volvían inevitablemente a Millie. Si lograba evitar pensar en ella, me venía la policía a la cabeza. Cada ruido que oía fuera de mi apartamento me hacía creer que estaban a punto de entrar, iba dando trompicones hacia la ventana y miraba por todas partes desesperado, paranoico. En una ocasión, el cartero pasó por allí y por un momento confundí el uniforme con el de la policía.
La fiebre bajó un poco el jueves por la noche y caí en un sueño más profundo y reparador, aunque tuve pesadillas.
El viernes por la mañana me duché, me vestí y salté al hospital de urgencias de Manhattan. Hubo un momento extraño en el que tuve que esforzarme para recordar qué nombre había dado en mi visita anterior, pero al final lo logré.
—Bueno —dijo el doctor Patel, auscultándome el pecho—, esto está mucho mejor. ¿Cómo te encuentras?
—Débil, pero ya no me duele el oído.
—¿Y tienes algún dolor en el pecho?
—No.
—Bien. Creo que lo cogimos a tiempo. Asegúrate y acábate los antibióticos. Puedes seguir tomando los antihistamínicos y el antitusígeno si sigues teniendo los síntomas, pero, para asegurarnos, sigue con las gotas en el oído durante dos días más. Si el dolor no vuelve a aparecer, puedes dejar de ponértelas.
Le di las gracias y pagué por la visita.
De vuelta en Stillwater, vagué sin rumbo por el apartamento, inquieto. Intenté coger algunos libros pero me resultaba difícil concentrarme. Finalmente, pasé un rato conectando el equipo de entretenimiento, con todos los cables de la cámara, la tele, el equipo estéreo y el reproductor de cintas de ocho milímetros, y enchufando todo a la toma de corriente de la pared.
Vi el final de una antigua película clásica en uno de los canales de cine, y luego empecé a cambiar de canal, buscando algo interesante. Había varias series, unos cuantos concursos y películas que ya había visto o que consideraba estúpidas. Entonces le di a la CNN y me detuve.
«La crisis de rehenes en el aeropuerto de Argel ha acabado con un rehén muerto y varios heridos. Los tres secuestradores y catorce rehenes fueron conducidos desde el aeropuerto en un camión y atravesaron los controles del ejército argelino. Cinco horas después, un autobús con los rehenes a bordo se detuvo frente al consulado suizo. Los catorce rehenes liberados del avión eran los únicos americanos a bordo tras la muerte de Mary Niles».
¿Qué…?
«No ha habido respuesta a las peticiones americanas y británicas para que Argelia arreste y procese a los secuestradores. Vamos ahora al aeropuerto de Atenas, donde empezó el secuestro del vuelo 932 de la Pan Am».
La pantalla cambió de la presentadora a un locutor rubio que se encontraba en la explanada de un aeropuerto. Decía:
«El personal del aeropuerto vio a tres hombres con talegos embarcando en el 727 de la Pan Am desde un camión de comida, justo antes de que el avión empezase a rodar por la pista. Según uno de los pasajeros británicos, esos hombres se escondieron en los servicios de popa, y salieron después de que el avión hubiese despegado con granadas y metralletas Uzi. Obligaron a todos los pasajeros a ponerse las manos en la nuca y la cabeza entre las rodillas. Los de primera clase oyeron a uno de los secuestradores gritando en mal inglés por el intercomunicador de la cabina de mando que empezarían a matar a las azafatas si no abrían la puerta de la cabina.
»El capitán Lawrence Johnson, piloto del vuelo 932, informó del secuestro al control radar de Atenas y cambió el código transpondedor para que indicase 7500, la señal internacional de secuestro aéreo. Luego hizo que su copiloto abriese la puerta».
La imagen en la tele cambió al exterior de una torre de control mientras que una voz en off con muchas interferencias decía: «Este es el vuelo Pan Am 932. Tenemos un secuestro y nos desviamos a Beirut». Un mensaje que decía «Grabación» apareció en la parte inferior de la pantalla.
La imagen volvió a cambiar de vuelta a la presentadora de la CNN.
«Cuatro horas después, el vuelo 932 de la Pan Am intentó aterrizar en el aeropuerto de Beirut, pero las fuerzas del ejército sirio, al mando del Beirut occidental, negaron el permiso para aterrizar bloqueando la pista de aterrizaje con camiones de bomberos y autobuses del aeropuerto. Después de amenazar con estrellar el avión o aterrizar en el mar, les dijeron: “No nos importa. No aterrizarán aquí”.
»Entonces los secuestradores desviaron el avión al aeropuerto de Nicosia, en Chipre, que también les negó el permiso para aterrizar, pero, considerando los problemas de combustible, les permitieron aterrizar en Larnaca. Allí exigieron que les abasteciesen de combustible. Las autoridades chipriotas se negaron, pero transigieron cuando los secuestradores amenazaron con matar a los pasajeros uno a uno, hasta que recibiesen combustible. Durante el abastecimiento, el personal antiterrorista del aeropuerto, vestido como el personal de abastecimiento, colocó cargas explosivas por control remoto en las ruedas del tren de aterrizaje».
La cámara mostró al avión alejándose de los tanques de combustible, y entonces, cuando estaba en medio de la pista de despegue, salieron unas pequeñas ráfagas de vapor de las ruedas y el aparato se paró abruptamente.
La imagen siguiente fue la de una mujer en una cama de hospital. Tenía la cara hinchada y llevaba vendaje en una mejilla. Una voz en off explicó que era Linda Matthews, azafata del vuelo 932 de la Pan Am. Empezó a hablar.
«Cuando las ruedas explotaron, los secuestradores empezaron a gritar, muy furiosos. Empezaron a pegar al copiloto y a vociferar al capitán Johnson que despegásemos. Él intentó mover el aparato dos veces más, pero el armazón se zarandeó. Al final, les dijo: “No puedo. El tren de aterrizaje está roto”. Abrieron la puerta, entonces, e hicieron que algunos pasajeros me aguantasen en el aire para que mirase al tren de aterrizaje. Les dije que todas las ruedas estaban pinchadas. Les dije que no había manera de que el avión despegase. Fue entonces cuando uno de ellos empezó a golpearme con la culata de su arma. Fue entonces también cuando empezaron a golpear al capitán Johnson».
La pantalla volvió a la presentadora.
«Entonces los secuestradores exigieron otro avión de inmediato. Las autoridades se negaron. Las negociaciones se alargaron siete horas. Durante aquel tiempo, los secuestradores exigieron la liberación de varios musulmanes chiítas encarcelados en Jordania, Arabia Saudí e Italia. Finalmente, en el primer avance aparente, los secuestradores dijeron que liberarían a todos los pasajeros menos a los americanos a cambio de otro avión. Las autoridades respondieron con una oferta de otro aparato si liberaban a todos los pasajeros. Los secuestradores contestaron: “Esperen nuestra respuesta”».
La pantalla volvió a Linda Matthews, la azafata.
«Durante el vuelo desde Atenas sacaron a todos los pasajeros de primera clase y los colocaron en asientos vacíos de clase turista. El vuelo no iba muy lleno, así que no hubo problema. El líder, el secuestrador que siempre hacía las demandas, salió de la cabina. Parecía muy enfadado. Me habían llevado a un asiento al final de la primera clase donde fingí estar inconsciente. No quería que me volviesen a golpear. El líder gritó en árabe al secuestrador que había al fondo de turista para que viniese. El hombre trajo un maletín. Mientras se acercaba, pude oír cómo golpeaba a cualquiera que no estuviese completamente inclinado hacia delante, con la cara en el regazo. Cogieron a una pasajera del primer asiento del pasillo y esposaron el maletín a su muñeca. Luego oí que el líder le decía: “Llevar mensaje a americanos”. La mujer, la que habían sacado de turista, parecía muy asustada, apenas capaz de tenerse en pie. Oí que el líder le decía: “Tener mucha suerte. Salir del avión”».
La imagen cambió a una vista exterior del avión, con un zoom a la puerta mientras alguien sacaba de una patada el tobogán inflable de emergencia amarillo. Entonces empujaron a alguien desde la puerta, casi lo lanzaron, y cayó en la rampa de lado. Se deslizó y acabó cayendo de cualquier manera al cemento.
Era mamá.
Se levantó con dificultad y cojeó al alejarse del avión. El maletín parecía pesado y ella intentó cambiárselo de mano, pero la esposa no le dejaba, así que tuvo que aguantarlo con ambas manos, inclinándose a un lado y golpeándose la rodilla al caminar.
La imagen volvió a Linda Matthews, en su cama de hospital.
«Los tres terroristas estaban mirando por la ventana. El líder tenía una caja en la mano. Pensé que sería una radio. Bueno, tenía una antena. Apretó un botón».
La imagen volvió a la pista y a mamá, ya a varios metros del avión. Un jeep del aeropuerto se acababa de poner en marcha para recogerla cuando el maletín estalló con una explosión de fuego y humo.
Mamá salió despedida varios metros y cayó desplomada, como un montón de harapos sangrientos, con un brazo de menos. Justo antes de que cortasen la emisión y volviesen a la presentadora, se oyó una voz de fondo, probablemente la del cámara, que exclamaba: «¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!».
La presentadora continuó, con una adusta expresión en la cara.
«Poco después de la sangrienta muerte de Mary Niles, las autoridades chipriotas proporcionaron un 727 lleno de combustible a los terroristas. Manteniendo a los catorce pasajeros americanos delante de ellos, embarcaron en el avión y volaron a Argelia. Una vez allí, las negociaciones con un equipo formado por representantes argelinos, saudíes y de la OLP continuaron durante quince horas. Después, los rehenes fueron liberados y los terroristas fueron trasladados del aeropuerto bajo escolta del ejército».
La cámara cambió a un ángulo diferente de la presentadora. Dijo:
«Hoy en la Comunidad Europea, los contactos entre…».
Apagué la tele con el mando a distancia.
«No soporto sentarme en el medio ni en la ventanilla».
Dejé caer el mando al suelo, aflojando la mano. Supongo que no pudo teletransportarse… ojalá hubiese podido. Ojalá hubiese estado yo allí. ¡Tendría que haber estado allí!
Bueno, conseguiste tu asiento en el pasillo, mamá.
* * *
En un rincón del apartamento recuperé el sentido, sentado en el suelo, metido entre el final del sofá y una librería. Había un libro en el suelo, con la mitad de las páginas arrancadas y arrugadas, una a una, en forma de bolas apretadas. Tenía la mano a punto de arrancar otra cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo.
Mamá…
Miré el libro. Era Cabezahueca Wilson, de la colección de Twain que me había regalado mamá. Me sentí fatal. Papá rompía libros. Yo no quería ser como papá. Tiré el libro por el salón. Me senté en el brazo del sofá. Me sentía como si tuviesen que haber lágrimas pero no las había.
No ha pasado. Ha sido la fiebre. Estaba delirando.
Puse las noticias de la noche y volvió a aparecer la filmación, en la ABC. Apagué la tele rápidamente, antes de la explosión.
Millie… Millie tiene que ayudarme.
Era demasiado para que una persona lo soportase. Demasiado para soportarlo solo. Salí del apartamento y doblé la esquina, con la intención de que me escuchase, para contarle lo de mamá, pero me detuve en la esquina, vacilante.
Dos imágenes diferentes, la explosión y la cara de Millie cuando me dijo que me marchase y que no volviese a molestarla más, iban y venían en mi mente, disputándose mi atención, luchando entre ellas, y en ocasiones fundiéndose para causarme aún más dolor.
El exterior del apartamento era de ladrillo rojo. Me apoyé en él. Tenía la cara contra el ladrillo frío y áspero. El viento era helado, venía del norte, y el cielo estaba limpio con diminutas y frías estrellas, como trozos de sílex, como fragmentos de cristal roto.
Oí pasos en la acera y me volví, encorvado en la oscuridad del seto que bordeaba el camino. Un hombre pasó sin verme, en dirección hacia el edificio de Millie. Pasó bajo el haz de una farola y le vi la cara.
Era Mark, el antiguo novio de Millie, el tipo al que había llevado de un salto a cien kilómetros de distancia y había dejado en el mirador del aeropuerto Will Rogers.
¿Ha venido a molestar a Millie otra vez?
Podía volver a ser un héroe, podía esperar a que empezase a molestar a Millie y después me lo podía llevar de un salto a Brooklyn, a Minnesota, lejos, donde no pudiese molestarla. ¿Me escucharía ella entonces?
Mark llamó a su puerta con decisión. Salté a su acera, detrás de un arbusto de hoja perenne que me llegaba al pecho. Flexioné las manos, ansioso por tener algo que agarrar, algo a lo que golpear. Pensé en el puente de Battery Park, en la barandilla entre el suelo y un agua muy fría.
Qué fácil llevarle de un salto y dejarlo en el borde…
La puerta se abrió y me preparé para saltar, para agarrar, para pegar. Escuché con atención, esperando oír palabras de enfado, pero aunque escuché la voz de Millie, no había ira, no había enfado.
—Ah, Mark. Gracias por venir —dijo.
La puerta se abrió del todo, Mark entró y la puerta se cerró. La puerta se cerró. La puerta se cerró.
¡Oh, Dios! Me sentí un tonto, como un idiota. Me estremecí y salté a mi apartamento a unos pocos metros. ¡Oh, Dios! Vi mi antibiótico en la encimera y, automáticamente, miré el reloj. Era hora de tomarme otra pastilla y ponerme las gotas en el oído. Me apoyé en la encimera por un momento, con los ojos cerrados con fuerza, pensando. ¿Dónde están las lágrimas? ¿Dónde están las malditas lágrimas?
El tapón de los antibióticos estaba hecho a prueba de niños, y requirió más atención para abrirlo de la que podía prestar. Al final logré abrir la pestaña e intenté tragarme una pastilla sin agua. Se me quedó en la garganta, como un trozo de hueso, como un trozo de pan seco y duro. Abrí el armario que tenía más a mano y vi los platos, los maravillosos platos hechos a mano. Los vasos estaban en el otro extremo del armario, pero no tenía ganas de ir hasta allí.
Cogí una taza enorme, la llené con agua del grifo, y conseguí que la pastilla bajase por la garganta, aunque no mucho. Parecía encallada al final del esófago, incómoda y desagradable. Volví a llenar la taza, furioso con la pastilla, con Millie, con Mark, y conmigo mismo.
El segundo trago de agua hizo bajar la pastilla del todo y dejé la taza en el borde del fregadero, de cualquier manera. Se tambaleó y cayó, golpeando con el asa. Sonó como cuando rompes un palo seco con las manos.
¡Al diablo con todo!
Cogí los dos trozos y me puse a juntarlos, pero parecía inútil. Tiré la taza al fregadero con fuerza y se hizo añicos. El ruido me sorprendió y me gustó, y un trozo de cerámica pasó rozándome la oreja y dio en la nevera.
Saqué otra taza del armario y la tiré aún más fuerte.
Entonces aparecieron las lágrimas, incontrolables sollozos que no pararon hasta mucho después destrozar todos los platos que tenía.