Contraté un servicio de limpieza para que viniese el miércoles. Hacía tanto que no abría la puerta del piso, que se quedó atascada y tuve que decirles que la empujasen desde fuera para abrirla. Tenían una expresión divertida en sus caras cuando les abrí la puerta.
—¡Jesús! —exclamé—. ¿Qué es ese olor?
La primera de las tres mujeres señaló por encima del hombro en respuesta a mi pregunta. Miré hacia allí.
Alguien se había hecho una guarida en el pasillo delante de mi puerta con periódicos y viejos cojines de sillón. Había un bote de café con moscas revoloteando por encima. Por el olor era un lavabo provisional, bien lleno.
—Oh, vaya —dije, incómodo—. Es que yo no entro por aquí.
—No me extraña —contestó la mujer. Era una negra alta de anchas espaldas con un mechón gris que le llegaba a la oreja izquierda—. Soy Wynoah Johnson, de Manos que Ayudan. ¿Es usted el señor Reece?
—Sí.
—De acuerdo. Tengo entendido que quiere usted el servicio de lujo. ¿Quiere que empecemos por la escalera? Eso será aparte, porque no está dentro del piso. Además, lo que llamamos «mugre excesiva».
Me sentí avergonzado por alguna razón.
—Eh… supongo que sí. No me importa lo que cueste. En realidad no sabía que estaba así.
Se encogió de hombros.
—De acuerdo. Tendría que hablar con su casero. ¿Este edificio tiene vigilante?
Negué con la cabeza.
—Charlene —dijo Wynoah—, tira esta mierda a la basura.
—Ahhhhhh —exclamó una de las otras mujeres, una hispana joven—. ¿Por qué siempre me toca a mí limpiar el pipí? —dejó su cubo y su fregona en el suelo y bajó por las escaleras con el bote de café bien apartado.
Wynoah estaba echando un vistazo a mi salón. Señalé hacia fuera y le pregunté:
—¿Ven muy a menudo este tipo de cosas?
—Demasiado. Cuando un piso está vacío por un tiempo en algunos de estos edificios donde las puertas no cierran bien, entran ocupantes ilegales que no pueden usar el agua porque no tienen contrato de arrendamiento. Luego consiguen echarles y nos llaman para que lo limpiemos todo —asentía mirando a la habitación con el vídeo y el equipo de música, el sofá, el sillón abatible y los estantes—. Demonios, con el aspecto que tenía la entrada, pensaba que iba a ser uno de esos asquerosos trabajos. Esto no es nada. Veamos el resto.
Le enseñé el cuarto de invitados, con el escritorio del ordenador y las estanterías y el sofá de futón nuevo que acababa de comprar como cama de invitados. Mi dormitorio con una cama tatami con futón, estanterías, y una antigua mecedora acolchada que había comprado en el Soho. El cuarto de baño y la cocina eran diminutos.
—Bueno, a mí me parece que hay mucho polvo, pero no es gran cosa. Los libros acumulan polvo —me informó en un tono que indicaba desagrado.
Se me ocurrió que eran las primeras personas que entraban en mi piso aparte de mí. Incluso cuando me enseñaron el piso, antes de alquilarlo once meses antes, la agente inmobiliaria me envió con las llaves sin molestarse a venir.
Por supuesto, en parte era paranoia. Aún tenía tres cuartos de millón en el armario del dinero. No quería que la gente se preguntase acerca del espacio entre la cocina y el dormitorio. Pero en parte era porque resultaba mucho más fácil llevarse un libro a casa que a una persona. Un libro o un vídeo o un bocadillo de la charcutería… todas eran cosas cómodas, poco exigentes.
Pero no hacían que el sitio estuviese vivo, no como la gente.
* * *
Visité la compañía de seguros Hamilton aquella tarde, después de que se marchase el servicio de limpieza. La Hamilton utilizaba anuncios pregrabados automáticos, como el que comenzaba «¿Ha considerado alguna vez las ventajas de un seguro de vida?». Metí las narices en la zona de recepción, adquirí el lugar para saltar y me fui sin hablar con nadie.
Más tarde, después de que se hubiesen marchado todos los empleados, volví y localicé su equipo de telemárketing automático instalado en un rincón. Encontré una lista de empleados con los teléfonos privados en la zona de recepción.
Una hora después, el equipo estaba llamando a los empleados de la compañía y les ponía el anuncio una y otra vez.
Me fui a casa, a la cama, con una sonrisa en los labios.
A las 11 de la noche, el señor Washburn empezó a pegar a su mujer otra vez. No hubo mucha disputa, solo un par de frases furiosas, y su mujer empezó a gritar mientras yo oía sus puños golpearla en la piel y los huesos.
Salté a su rellano y empecé a aporrear la puerta.
—¡Deténgase! ¡Deténgase! —grité.
Pararon los gritos y oí fuertes pisadas que se aproximaban a la puerta. Se abrió y allí estaba él, con la cara colorada, los ojos entrecerrados y mostrando los dientes.
—¿Y tú qué cojones quieres? —una mano estaba cerrada en un puño y la otra la tenía detrás de la puerta.
Ya le había visto antes, en las escaleras, saliendo o entrando. Era más alto que yo y más gordo. Iba descalzo con unos pantalones oscuros y una camiseta de tirantes. Sacó la otra mano de detrás de la puerta. Llevaba una pistola.
Me quedé helado. Volvió a preguntar.
—¿Qué quieres?
Al fondo se oía a su mujer gimiendo. Me vino a la nariz un olor familiar, el olor del whisky. Se me removió el estómago.
Salté detrás de él, le cogí por la cintura y lo levanté. Era pesado, muy pesado, y en cuanto notó mis brazos encima, se tiró hacia atrás. Perdí el equilibrio y empecé a caer, con todo su peso sobre mí. Antes de que llegásemos al suelo, salté a Central Park, al parque que hay cerca de la calle Cien, en el West Side.
Caímos en la arena, junto a la colina de cemento con todos los túneles. El cuerpo de Washburn me vació todo el aire de los pulmones y él se dio la vuelta, rápido como una serpiente, para agarrarme y apuntarme con el arma.
Me fui de un salto, instintivamente, y di una boqueada en la biblioteca pública de Stanville. Dios, cómo pesaba. Después de varios minutos pude respirar sin aquel agudo dolor.
Salté de vuelta al piso de Brooklyn y miré en la puerta de entrada de los Washburn, aún abierta de par en par. Oí un ruido en su dormitorio y dije:
—¿Hola? ¿Se encuentra bien?
Genial. Ya sabes que no se encuentra bien, ¡idiota!
Entré, vacilante. Estaba en el suelo al lado de la cama, intentando levantarse. Olvidé el allanamiento de morada y fui hasta ella.
—No intente moverse. Llamaré a una ambulancia.
—No. A una ambulancia no —aún estaba intentando levantarse, tratando de subirse a la cama. La ayudé a subir, pero no se estiró. Quería sentarse.
—¿Dónde está él?
—En Manhattan.
—¿Cuánto hace?
—¿Eh?
—¿Cuánto hace que se ha ido?
—Ah. Acaba de marcharse.
Tenía la cara hinchada. Ambos ojos estaban morados, pero por la manera en que se extendía el color, supuse que eran del día anterior. Sangraba por la boca y tenía un corte en la frente del que también salía sangre.
—Mi bolso.
—¿Perdone?
—Por favor. Coge mi bolso. Creo que está en la cocina.
La miré con recelo. Me parecía que estaba a punto de tener una hemorragia cerebral por la paliza que había recibido. Debía estar en un hospital.
—Por favor…, tiene la dirección de un refugio. Un refugio para mujeres maltratadas.
Fui a coger el bolso, volví, y busqué lo que me había dicho. La dirección estaba escrita en un papel lavanda. Tenía corazones y flores en la parte superior.
Jesús.
Llamé a un taxi y la ayudé a empaquetar algunas cosas: algo de ropa, algo de dinero escondido en un libro y un álbum de fotografías antiguas. Luego la ayudé a bajar las escaleras para ir a coger el taxi.
Ya se movía un poco mejor cuando llegamos abajo y empecé a creer que solo parecía medio muerta. Pagué al taxista (demasiado) por adelantado y me aseguré de que conociese la dirección. También le dije que si ella empeoraba la llevase directo al servicio de urgencias del hospital más cercano.
El taxi se puso en marcha y se alejó calle abajo, haciéndose cada vez más pequeño. Confiaba en que le iría bien, pero para ayudar, le había puesto dos mil dólares en el bolso mientras la ayudaba a coger las cosas.
Temía quedarme en el piso el jueves y el viernes, por miedo a ensuciarlo y por miedo de Washburn.
Sin pensarlo, salté a la terminal Delta del aeropuerto internacional Dallas-Fort Worth y pillé un vuelo a Alburquerque, donde hice turismo durante casi todo el día, incluyendo un viaje en teleférico hasta la cima de las Montañas Sandía. Me agoté lo suficiente como para dormir después de saltar a casa.
La alarma sonó a las 10 de la noche y llamé a Millie.
—¿Qué has hecho hoy?
Vacilé.
—Me he entretenido por ahí, he hecho turismo y he jugado con unos ordenadores —me sonreí—. Estaba intentando no pensar en la visita de mamá.
—¿Nervioso?
Resoplé.
—Mucho —el peso de mis expectativas era grande, como una tarea doméstica pendiente sin tiempo para hacerla antes de que papá llegase a casa. No sentía entusiasmo, sino pavor.
—Bueno, puedo entenderlo. Tienes todo el derecho a estar nervioso.
—¿Qué? ¿Crees que va a ir mal?
Respiró hondo.
—No, encanto. Creo que irá bien, pero hace tanto tiempo que no la ves que no sabes qué esperar. Te han pasado muchas cosas malas desde que se fue; no me sorprende que no sepas qué esperar. Eso pondría nervioso a cualquiera.
—Ah. Bueno, me preguntaba si no me estaba inquietando demasiado…
—No más de lo que dictan las circunstancias —se calló por un momento—. Me sorprendes, Davy, a veces, por lo bien que llevas esas cosas, teniendo en cuenta lo que te ha pasado.
Tragué saliva.
—Tú no sientes desde este lado, Millie. A veces no sé si puedo soportarlo. Duele.
—La mayoría de las personas en tus circunstancias ni siquiera sabrían que duele, Davy. Se habrían hecho un muro de insensibilidad tan grueso que no sabrían si sentir tristeza o dolor o incluso felicidad. El dolor sería tan grande y tan cercano que lo único que podrían hacer es esconderse de él y de todos los sentimientos. Saber lo que duele es la única manera de superarlo, de curarse.
—¡Um! Si tú lo dices… Suena como si esa otra gente lo hiciese bien. Que no te duela parece buena idea.
—¡Escúchame, David Rice! Si vas por ese camino, tampoco sentirás alegría ni amor. Lo que pasó entre nosotros no habría pasado nunca. ¿Es eso lo que quieres?
—No, para nada —respondí enseguida, a media voz—. Yo te quiero. Pero eso también duele, a veces.
—Bueno. Se supone que es así —dio un bufido—. Al menos a mí también me duele a veces. Creo que vale la pena. Espero que tú también sientas eso.
—Sí, claro.
—¿Vendrás de aquí a una semana? —preguntó.
—Podría volver a ir el jueves.
—Oh… tengo un examen el viernes. Debo estudiar… pero puedes quedarte hasta el martes, si quieres.
Esbocé una pequeña sonrisa de satisfacción.
—Vale. Eso haré.
* * *
Más tarde, salté a Stillwater y observé la ventana de la habitación de Millie durante un rato. Luego salté al aeropuerto de Alburquerque, dejé que los oídos igualasen la presión de aire, salté al aparcamiento en la base del teleférico, volví a igualar los oídos y salté al mirador en la cima de la montaña. Aquella vez noté dolor, pero se me destaparon los oídos al momento.
Tengo que encontrar algún lugar intermedio, alrededor de los dos mil quinientos metros, para adaptarme a la presión.
La ciudad se extendía allá abajo, como estrellas caídas del cielo, en cuadrículas de calles y aparcamientos salpicados por columnas de luces de edificios. Eran dos horas menos que en Nueva York, por lo que aún había un ligero resplandor en el lejano horizonte de poniente que iba desde el azul claro hasta el negro, con estrellas justo encima casi tan densas como las luces de la ciudad de abajo.
Había una ligera brisa, pero el aire era muy frío, lo que hacía que las luces de arriba y de abajo pareciesen de alguna manera distantes, remotas, sin calidez alguna. Mirándolas, hermosas como eran, me hicieron sentir frío dentro. No eran el tipo de cosas que uno debería presenciar solo, porque su tamaño, su enorme cantidad, le hacían sentir a uno diminuto. Me hicieron sentir muy pequeño.
Me apreté la nariz y salté a casa por etapas.
* * *
Fui a buscar a mamá al aeropuerto con rosas y una limusina.
Había una enorme multitud esperando fuera de la puerta de seguridad en La Guardia. El aeropuerto está siempre tan abarrotado que no dejan pasar más que a pasajeros por la puerta de entrada. Naturalmente, aquello no me detuvo. Simplemente salté el control de seguridad y fui a un punto que pude ver al final del largo pasillo, mucho después de los detectores de metales y los escáneres del equipaje de mano.
Su conexión en Chicago llevaba veinte minutos de retraso, con lo que aumentó mi ansiedad. Pensé en accidentes de avión, indicadores equivocados, vuelos perdidos. ¿Qué pasaría si no apareciese en ese vuelo? Olí las rosas por enésima vez; el aroma había ido cambiando de un ligero perfume a una fragancia empalagosa, casi rancia. Sabía que no eran las flores, sino mi ansiedad.
¡Entonces deja de olerlas!
Me puse a andar de un lado al otro de la sala de espera de la puerta de embarque, oliendo las flores de vez en cuando.
Cuando por fin llegó el vuelo, ella iba entre los últimos que bajaron, caminando despacio, con un maletín en la mano.
Había cambiado. No sé por qué me sorprendió eso. Antes de marcharse, mamá tenía un pelo negro y brillante, largo y abundante. También había estado rellenita, y hablaba constantemente de ponerse a dieta, pero sin rechazar nunca un postre. También había tenido una nariz que podría calificarse de aguileña si se era amable, o una napia si se quería ser cruel. Yo tenía la misma nariz que ella y que su padre, así que sabía perfectamente lo que la gente podía decir de ella.
Ahora llevaba el pelo corto, a la altura de la cara, más corto que el de Millie, y era blanco, lo mismo que sus cejas. Había perdido como veinte kilos y llevaba un vestido entallado. Al menos dos ejecutivos se volvieron para verla pasar. Y su cara había cambiado. Es cierto que aún podía reconocerla, pero me llevó un minuto darme cuenta de quién era. Su nariz era más pequeña, ligeramente respingona, y sentí un momento de agudo dolor, una sensación de haber perdido otra conexión con ella. Durante un momento de paranoia me pregunté si no me había inventado los rasgos comunes, si realmente estaba emparentado con ella o si era un extraño. Realmente extraño, alienígena.
Entonces recordé su estancia en el hospital y la cirugía para reconstruirle la cara después de dejarnos.
Estaba observando a la gente en la puerta, todos, excepto yo, esperando embarcar en la continuación de su vuelo hasta Washington. Su mirada resbaló sobre mí, un joven con un caro traje (nuevo), y volvió atrás, con un intento de sonrisa en la cara.
Avancé, con las flores delante de mí, casi como un escudo.
—Bienvenida a Nueva York —le dije.
Me miró a la cara, luego a las flores, y volvió a la cara. Dejó el maletín en el suelo, cogió las flores y abrió los brazos. Las lágrimas corrían por sus mejillas… y por las mías. Di un paso adelante y la abracé tan fuerte como ella.
Fue algo raro. Era más baja que yo, y el amplio y blando abrazo que recordaba de mi niñez también había desaparecido. Me sentí incómodo, era como abrazar a Millie. Me separé después de un minuto y di un paso atrás, profundamente, trastornado, confuso. ¿Quién era esa persona?
—Dios, cómo has crecido —dijo, y todo volvió a la normalidad.
Aquella voz estaba allí, la voz de mi pasado, la voz que me decía «Oh, no mucho. ¿Cómo ha ido la escuela?». La voz que me decía «Tu padre no lo puede evitar, cariño, está enfermo, enfermo». La voz no había cambiado.
—Bueno, supongo que sí. Han pasado seis años.
Le cogí el maletín y me maldije a mí mismo. Ya sabe cuánto tiempo ha pasado. ¿Por qué le dices eso?
—Tienes muy buen aspecto, mamá. Me gusta tu pelo, y has perdido mucho peso —no mencioné su cara porque no quería hablar de los sucesos que causaron las operaciones, lo que hizo que se marchase en primer lugar.
Simplemente asintió y se puso a andar a mi lado, oliendo las rosas de vez en cuando. Las llevaba entre los dos brazos, contra el pecho, como si fuesen un bebé.
Utilicé una cabina en la zona de recogida de equipajes para llamar al móvil de la limusina. Me esperaba en la calle Noventa y cuatro, justo al otro lado del paseo Grand Central que salía desde al aeropuerto. Cuando recogimos el equipaje de mamá y salimos a la acera, ya estaba aparcada en el bordillo. El chófer, un pequeño negro con traje negro, estaba apoyado en el capó.
Le había conocido en la agencia de limusinas el día anterior, así que nos reconoció enseguida, se nos acercó y dijo:
—Yo le llevaré eso, señora.
Mamá me miró, sorprendida, y puede que un poco asustada.
—No pasa nada —le comenté—. Este es el señor Adams, nuestro conductor.
Se relajó y le dio la maleta.
—¿Una limusina? —preguntó, mirándome.
—Bueno, sí. Creo que es como las llaman.
El señor Adams le sostuvo la puerta trasera, con el cuerpo hacia delante y una mano preparada para ayudarla a entrar. Después de que mamá entrase, siguió aguantando la puerta, mirándome.
—Oh —dejé el maletín que aún llevaba con las demás maletas y subí. El señor Adams cerró la puerta y colocó el equipaje en el maletero.
—¿Una limusina?
—No paras de decirlo, mamá. ¿Quieres algo de beber? —abrí la pequeña nevera—. Hay una botella individual de champán —se la haría abrir a ella si era lo que quería; yo no iba a abrir más botellas de champán sin practicar antes en privado.
Se decidió por agua mineral. Yo cogí ginger ale. Usamos las copas de champán de todas formas. El señor Adams tomó la autopista Van Wyck hasta la circunvalación Belt-Parkway. El tráfico del sábado por la tarde era fluido, así que solo transcurrieron treinta minutos hasta que la limusina aparcó delante de mi edificio de piedra rojiza.
—¿Es esta la dirección correcta? —preguntó, dubitativo.
—Sí —respondí, ruborizándome. Estaba viendo mi barrio con sus ojos: la basura y los grafitis y las bandas de hoscos hispanos y negros parados en las esquinas. Nunca había visto aquella parte porque siempre saltaba directo a mi piso. Si quería ir a dar un paseo, saltaba al Village o al extremo sur de Central Park o al centro de Stanville, Ohio. Lugares que no te ponían nervioso.
Aun así, era mi edificio lo que me preocupaba de verdad. Esperaba que nos encontrásemos de cara con Washburn. No sucedió.
El señor Adams se aseguró de que la limusina estuviese bien cerrada y con la alarma conectada antes de subir las maletas a mi piso. Una vez hubo colocado el equipaje en el cuarto de invitados, mamá trató de darle propina.
—Oh, no, señora. Ya me han pagado una gratificación más que adecuada por el fin de semana.
—¿El fin de semana?
—El señor Adams conducirá para nosotros durante tu visita. Puede ser difícil conseguir taxis por aquí, a veces.
Parpadeó.
—De acuerdo.
El señor Adams se llevó la mano a la gorra.
—Sería mejor que volviese al coche. ¿Puedo sugerirle, señor, que me vaya hasta que me necesite? Tiene muchas cosas bonitas aquí en su apartamento… Sería mejor que la limusina no estuviese allá abajo para no llamar la atención de alguien no deseado. Puede ponerse en contacto conmigo llamando al teléfono del coche.
—Muy bien pensado —le acompañé a la puerta. Antes de que se fuera le dije—: Hay una comisaría tres bloques más allá, en dirección Flatbush Avenue. Quizá sería un buen lugar para descansar… el coche, me refiero.
—Sí, señor —respondió, aliviado—. Espero que esto no sea un inconveniente.
—No —aseguré—. Probablemente sea lo mejor por ambas razones.
* * *
Mamá se pasó un rato en el cuarto de baño, arreglándose. Yo me senté en el salón, en el sillón reclinable, con los pies en alto, y escuché el sonido del agua corriente. Ella tarareaba mientras se lavaba, otro recuerdo del pasado, reconfortante e inquietante al mismo tiempo.
—Veo que has conseguido «ordenar tu habitación» —dijo, saliendo al salón, deteniéndose delante de las estanterías.
—Bueno… sí —después, añadí casi convulsivamente—: Hice venir a un servicio de limpieza.
Rio en voz baja.
—Me alegro de ver que todavía lees. Tu padre no era para nada un lector.
No dije nada por un momento. Ella se volvió hacia mí con las cejas arqueadas.
—Sí, leer es muy importante para mí —dije en aquel incómodo silencio—. Creo que si no hubiese sido lector, me habría vuelto loco.
La leve sonrisa en su cara desapareció.
—¿Una vía de escape?
—Sí… Es un escape y una sensación de que el resto del mundo no es un lío o está loco. De que la gente podría realmente tener vidas que no implicasen… —cerré la boca. Estúpido, estúpido, estúpido.
Mamá respiró hondo.
—Necesito decirte algunas, Davy. Necesito decirte algunas cosas que he estado pensando durante años —parecía asustada, pero de algún modo decidida.
Me incorporé en el sillón reclinable, bajando el reposapiés con un pequeño clic. Se me empezó a remover el estómago.
—De acuerdo —dije.
Se sentó en el borde del sofá más cercano al sillón reclinable y se inclinó hacia delante con los codos sobre las piernas y los dedos entrecruzados.
—¿Has oído hablar alguna vez de Alanon?
Negué con la cabeza.
—Alanon es una organización creada a partir de Alcohólicos Anónimos. Su énfasis no está en los mismos alcohólicos, sino en sus familiares, sus esposas o hijos. Empecé a ir a sus reuniones después de trasladarme a California —se calló un instante—. Cuando una persona vive con un alcohólico, con un maltratador, empieza a tener el mismo desarrollo emocional atrofiado que el alcohólico. Por la misma razón, las técnicas para tratar alcohólicos también resultan efectivas para tratar a las víctimas de sus abusos.
Asentí. No sabía hasta dónde quería llegar y sospeché que no quería saberlo, pero era mi madre.
—Las dos organizaciones se sirven de algo llamado «programa de doce pasos». Los pasos son cosas que la gente tiene que cumplir o aceptar para superar y curar lo que les ha pasado. No te voy explicar toda la lista, pero necesito hacer lo que se llama «el noveno paso» contigo.
Aquella no era mi madre. Aquella no era la mujer que se reía conmigo, me reconfortaba y se preocupaba por mí. No sabía quién era aquella mujer seria y decidida. A regañadientes, pregunté:
—¿Qué es un «noveno paso»?
—Desagraviar a alguien. Reconocer el dolor y el daño que uno ha causado en la persona que ha sufrido todo eso.
—Oh, mamá. Tú no lo hiciste…
—Shhh. Esto no es fácil. Déjame acabar lo que tengo que decir.
Crucé los brazos y miré al suelo que había entre nosotros.
—Te hice cosas terribles, Davy. Te abandoné durante seis años con un hombre que sabía que era alcohólico, capaz de abusar de ti emocional y físicamente. Antes de marcharme, induje calladamente el abuso emocional. Le dejé que destruyera tu autoestima. Le dejé que te «castigase» por cosas que no merecían castigo. Fui un cómplice silencioso en su abuso hacia ti.
Mientras hablaba, me retorcía, como si el estómago me diese calambres, como si quisiese enroscarme alrededor de mi dolor, de mi pena, para protegerla del mundo.
Continuó.
—Fracasé al enfrentarme a su abuso hacia ti por miedo, por duda y por incertidumbre. Fracasé en tomar medidas después de abandonarte, medidas para protegerte de sus abusos, medidas para recuperarte. Y, lo peor de todo, abusé de ti directamente al abandonarte, llevándome mi amor y mi afecto lejos de ti, tratándote como si fueras una maleta extraviada, esa sobre la que no se tienen obligaciones ni responsabilidades.
Respiró profundamente y le miré a la cara, sin levantar la cabeza, sino atisbándola entre el pelo, donde me caía el flequillo. Tenía las mejillas mojadas, pero sus ojos me observaban, pestañeando para sacar las lágrimas.
—Rezo —dijo— para que llegue el día en que seas capaz de perdonarme.
—Oh, mamá… no fue culpa tuya. ¡Te viste obligada a hacerlo!
Sacudió la cabeza con violencia.
—Soy igualmente responsable. Reconozco esa responsabilidad aunque tú no quieras pensar de mí así. Algún día lo harás, y temo que la ira hacia mí será mucho mayor que la que sientes hacia tu padre.
—¡No, nunca! Si… si ni siquiera puedo hablar de él sin… sin, ah mierda —empecé a llorar. Mamá vino a mí enseguida y se sentó en el brazo del sillón. Me apoyé en ella y ella me abrazó, en silencio, dándome palmadas en la espalda con una mano.
Al cabo de un minuto, intenté secarme las lágrimas de la cara con los dedos. La nariz me chorreaba, así que farfullé:
—Perdóname —y me levanté. Los brazos de mamá se separaron. Traje una caja de pañuelos de papel del dormitorio. Conocíamos nuestras narices y nos reímos un poco.
—La genética es maravillosa —comenté.
—No hay de qué —se sonó la nariz con fuerza, y pareció la voz de una mezzosoprano—. Gracias por escucharme.
No fuiste tú. No fue culpa tuya.
—No hay de qué, supongo… —quería discutir el tema, pero quería aún más dejarlo correr, hablar de cualquier otra cosa—. ¿Tienes hambre?
—Un poco.
—Tengo una reserva en el Village para la seis y media. Tardaremos unos cuarenta y cinco minutos en llegar, así que deberíamos marcharnos en media hora. También tengo entradas de teatro para Grand Hotel.
—Dios mío. ¿Te estás arruinando por mi visita?
Pensé en el dinero, a solo tres metros de ella.
—Para nada, mamá. Para nada.
—Bueno —dijo con una especie de falsa alegría—, entonces será mejor que me cambie.
* * *
Fuimos al I Tre Merli, un restaurante italiano en West Broadway. La gente se nos quedó mirando cuando salimos de la limusina. Intenté actuar con despreocupación. Mamá le agradeció al señor Adams que le aguantase la puerta. Quedamos con él a una hora para que nos viniese a buscar con suficiente tiempo como para llegar al teatro.
Nuestra mesa estuvo preparada inmediatamente, una consecuencia de cenar temprano, aunque el maître había visto al señor Adams ayudarnos a salir de la limusina, y quizás aquello también ayudaba.
Durante la cena, el camarero sugirió vino de la propia viña del restaurante. Mamá aceptó. Yo bebí una copa de un tinto que parecía ir bien con la comida. Me ponía alegre y nervioso. Le hablé de él.
—¿Bebes mucho, Davy? —miró de reojo y se inclinó hacia delante—. Supongo que, técnicamente, aún eres menor en Nueva York, ¿verdad? Aunque no lo pareces.
Me encogí de hombros.
—No es el caso. Aunque siempre podría pagar a alguien para que me comprase lo que quiero. No sé…, quiero decir, papá…
—Ah. Te preguntas si también eres alcohólico. Yo no me preocuparía mucho de eso, no si es la primera copa de alcohol que te tomas en… ¿cuánto tiempo?
—Probé un poco de champán hace unos seis meses. No me impresionó mucho.
Asintió.
—Bueno, eso es algo que debes vigilar, pero no seas demasiado paranoico. Fue uno de mis temores, también, cuando me fui a California. Mi terapeuta me convenció de que mis problemas tenían diversas causas.
Me pregunté si no había una organización secreta por ahí: Teletransportadores Anónimos. Hola, me llamo David Rice y soy teletransportador. Mamá no parecía una teletransportadora, ¿no? ¿Qué aspecto tiene un teletransportador? Quería contárselo, pero las cosas iban tan bien… que no quería estropearlo revelando mi extrañeza. O el robo al banco, ¡por Dios! La única vez que la recordaba castigándome fue cuando robé un juguete a un vecino.
* * *
Grand Hotel estuvo bien, espléndidamente puesta en escena, con música maravillosa. Mi personaje favorito era el señor Kringelein, el contable judío enfermo terminal. Los Jimmies, dos negros animadores/camareros, también estuvieron bien, pero aunque me gustó la manera cómo acabó la obra, había algo que me molestaba mucho.
La bailarina envejecida, esperando que el apuesto y joven Barón se encuentre con ella en la estación, no es avisada por su representante y compañero de que ha muerto la noche anterior. Odié aquello. Me pareció la peor muestra de crueldad que jamás había visto, como una traición, como manipulación, para hacerla seguir bailando. Lo odiaba.
Mamá se encogió de hombros.
—Es la vida. Puede que sea demasiado parecido a la vida, pero es realista.
Ninguno de los dos había dormido bien la noche anterior, por las expectativas y el terror de la visita, así que el señor Adams nos llevó de vuelta al piso y nos fuimos a dormir.
La mañana siguiente, cuando estábamos entrando en la limusina, vi a Washburn observándonos desde su ventana. No le hice caso, y actué como si no estuviese, pero no podía evitar recordar la pistola en su mano. Me pregunto cómo volvió desde Central Park.
Desayunamos en el Upper West Side; luego el señor Adams nos dejó en el Metropolitan Museum, donde visitamos la exposición itinerante rusa de pintores impresionistas franceses.
—¿Eres socio del museo? ¿Cada cuánto vienes?
Me encogí de hombros.
—Más desde que me hice socio. Pasé algún tiempo aquí cuando aún vivía en Manhattan.
—Ah.
Disfrutamos de la exposición, aunque la multitud del domingo era considerable y detestable.
Después de que una mujer se pusiese justo entre mamá y el cuadro que estaba mirando, me apartó a un lado y me preguntó con una sonrisa:
—¿Es que entrenan a la gente para ser neoyorquinos? Es que si no, no veo cómo pueden ser tan maleducados —entonces, frunció el ceño—. Bueno, supongo que sí. El comportamiento familiar es el entrenamiento. La disfunción pasa de generación en generación. Dios, espero que todos los neoyorquinos no sean producto de familias disfuncionales.
—Yo he conocido a muchos neoyorquinos amables —respondí—. Yo, por ejemplo.
—¡Ja! Tú eres de importación. Definitivamente, material extranjero.
—Bueno, pues el señor Adams.
Asintió.
—Estoy segura de que hay muchos.
Llamé al señor Adams desde la cabina y nos recogió en la entrada. Probablemente tardaríamos una hora en llegar al aeropuerto Kennedy.
—Sé que tenemos mucho tiempo —dijo mamá—, pero quiero asegurarme de que tengo un asiento en el pasillo. No soporto sentarme en el medio o en la ventana. Lo odio.
De camino al aeropuerto, mamá intentó convencerme de que fuese a hacer terapia.
—¿Me estás diciendo que estoy loco? —estaba un poco enfadado, molesto. Había estado intentando reunir el valor suficiente para decirle lo de la teletransportación, preguntarle si ella también podía o alguien en la familia. Si creía que necesitaba terapia…
—No, loco no. Sin embargo, no puedes ignorar lo que has sufrido. Todos llevamos esa carga con nosotros, esa basura emocional. Tenemos que trabajarla, o acabaremos infligiéndola a nuestros hijos —evitó mirarme cuando dijo aquello—. Ir a un terapeuta no significa que estés loco, o mal, o enfermo. Un terapeuta es como… como un guía. Conoce las señales, los caminos, los agujeros. Puede ayudarte a encontrar el dolor dentro, reconocerlo y reconocer su causa, y superarlo.
Miré por la ventanilla.
Ella siguió hablando.
—Tú huiste de tu padre y aquello fue algo bueno. Pero el daño está ahí y no puedes escaparte de él. Es parte de ti.
No hay un problema tan grande del que no puedas huir de un salto. Linus Pauling, parafraseado.
Noté que me estaba enfadando cada vez más. Tranquilo, Davy. No vale la pena.
—Pensaré en ello —mentí, al final, para que se olvidase del tema.
Pareció, por un momento, que se lo iba a tragar, pero sonrió un minuto después y dijo:
—Háblame de tu trabajo.
Me encogí de hombros. Debería haberla dejado seguir con lo de la terapia.
—Es algo parecido a intereses bancarios. No es algo de lo que se pueda hablar. Preferiría que me explicases tu viaje a Europa.
Creo que no la engañé. Creo que sabía que había algo de mi «trabajo» de lo que no quería hablar, pero no me presionó.
—Pasaremos cuatro días en Londres, dos en París, tres en Roma, dos en Atenas, tres en Estambul y volveremos a casa. Es una locura, pero es uno de esos viajes solo para agentes, para que evaluemos los hoteles. Ya lo he hecho dos veces antes y acabas tan cansada que en realidad no te acuerdas de nada de las instalaciones. Aun así, ayuda para decirles a los clientes lo que tienen que hacer para conseguir un taxi en Lisboa o cambiar dinero en Ámsterdam. Y nunca he estado en Turquía, así que estará bien.
—Suena fantástico. Si tuviese pasaporte, iría contigo.
Sonrió.
—Bueno, me gustaría. La próxima vez. ¿Me dijiste que ibas a venir a California?
Asentí.
—Cuenta con ello. Te daré una semana para que descanses después de tu viaje, y después iré a verte.
Ella sonrió y por un breve instante sentí que las cosas iban bien, que habíamos hecho lo imposible y habíamos vuelto a unir los caminos de nuestras vidas. Puede que no en la misma dirección, pero podrían cruzarse en ocasiones y quizás ir juntos por un tiempo. Sentí que tenía una madre otra vez.
Antes de que embarcase en el avión, lloró y me abrazó fuerte. Me sentí vacío al caminar hacia el bordillo, hacia la limusina del señor Adams.
Él me abrió la puerta, pero levanté la mano.
—No, gracias, señor Adams. El baile se ha acabado y me voy a convertir de nuevo en calabaza —le di un billete de cien dólares y dije—: Disfrute del resto del fin de semana, lo que queda de él. Ha sido muy bueno con nosotros.
—¿Está seguro de que no quiere que le deje en casa?
—No, gracias. Iré por mi cuenta. De verdad —añadí, cuando empezó a insistir—. Gracias de nuevo.
Asintió.
—Si alguna vez necesita una limusina…
—Ya sé a quién llamar.
Se metió entre el tráfico de la tarde, como una brillante ballena negra atravesando suavemente un banco de inquietos y rebeldes peces.
Salté a casa.