—Hola.
—Eh… ¿qué hora es?
—Las once y media. ¿Te he despertado?
—Me he quedado dormida en el sofá. Estaba esperando tu llamada.
Sonreí al teléfono como un tonto.
—Perdona por llamar tan tarde. He estado ocupado —me encontraba en la cama, tapado, intentando entrar en calor después de mi pequeño asunto en Minnesota.
—¿Buscando a tu madre?
—No. Saldando cuentas pendientes.
Su voz cambió: se hizo más recelosa y despierta.
—¿Qué quieres decir? ¿No le has hecho nada a tu padre?
Apreté el teléfono. Había conseguido olvidar a mi padre durante un rato.
—No. Se lo merece, pero no le he hecho nada —hice una pausa—. Hoy me he enterado de algo malo, algo horrible.
—¿Qué?
—Mi madre pasó un año en un hospital psiquiátrico justo después de abandonar a mi padre. También tuvieron que hacerle dos operaciones para reconstruirle la cara.
Oí que daba un grito ahogado.
—Oh, Davy, qué horrible.
—Sí, Millie, ¡no quieren decirme dónde está! ¡Creen que se lo diré a mi padre!
—¡Eh, Davy! Cálmate. Respira hondo.
Cerré los ojos, expiré, inspiré.
—Lo siento —dije unos instantes más tarde.
—Es normal estar disgustado. Hoy has oído muchas cosas desagradables. Tiene que ser duro para ti. Oye, ¿quién no te quiere decir dónde está?
—Su abogado. Le dio instrucciones de no revelar su paradero a nadie, ni siquiera a mí.
—Oh, Davy. Eso tiene que doler —titubeó—. Ojalá pudiese estar ahí.
—Dios, te echo de menos, Millie.
Ambos nos quedamos callados unos instantes, pero era casi como si estuviese con ella.
—¿Qué demonios debería hacer? El abogado me ha dicho que le haría llegar una carta.
—Oh. Entonces, ¿puedes escribirle?
—Supongo.
—Bueno, ¿y no quieres?
—¡No lo sé! Me refiero a que si no quiere verme, ¿de qué sirve escribirle?
Hubo silencio en el otro lado de la línea.
—Davy, no sabes lo que ella quiere. Creo que solo le tiene miedo a tu padre. Escríbele. Dile cómo te sientes. Dile lo que tú quieres.
—No sé lo que quiero. No puedo escribir.
Millie dio un bufido y habló en voz baja.
—¿Qué pasa, Davy? ¿El rechazo real es peor que tu rechazo imaginario? Mientras no le escribas, puedes fingir que ella querría verte si supiese de ti. ¿Es eso?
¡Dios santo! Cerré los ojos con fuerza. Me saltaron las lágrimas.
—¿Estás ahí, Davy? —preguntó con delicadeza—. ¿Estás bien?
—No, no lo estoy —logré decir—. Has dado en el blanco —tenía un nudo en la garganta y me dolía agarrar el teléfono tan fuerte—. Mira, tengo que pensar en ello. Te llamaré mañana, ¿vale?
Respondió con un hilo de voz.
—Vale. Hasta mañana. Me preocupo por ti, Davy.
Colgué el teléfono, me puse la almohada en la cabeza y deseé morir.
* * *
Me había sentido tan bien después de que Topper volcase su camión… ¿Por qué parecía tan miserable a la luz del día? ¿Tan mezquino? ¿Es que no se lo merecía? Me estaba enfureciendo otra vez. Intenté coger un libro que había estado leyendo el día anterior, pero no sirvió de nada. No podía concentrarme y las palabras se arrastraban por la página.
Me puse el abrigo y salté a Minnesota.
—He visto un camión cisterna volcado al oeste de aquí. Un accidente extraño.
La camarera me sirvió el café.
—Sí, uno de nuestros clientes habituales. Al parecer se quedó dormido y salió de la carretera.
—¿Ha muerto? —por fin lo había dicho, y no sabía si era algo que temía o que esperaba.
—No. Se cortó un poco y creo que se hizo un esguince en un hombro. Ha pasado toda la noche en el hospital del condado en observación.
Está vivo. Sentí alivio y me sorprendí.
Un ayudante de camarero estaba limpiando la mesa de al lado.
—Cuatro agentes han entrado esta mañana a por donuts. He oído que uno decía que le hicieron el control de drogas a Topper. Insistía en que no se quedó dormido; decía que perseguía a un fantasma, que el fantasma le atrajo hasta una zanja.
La camarera sacudió la cabeza.
—Siempre ha habido algo extraño en Topper, algo sucio. ¿Qué se había tomado?
El muchacho dejó de limpiar.
—Nada. Han dicho que estaba limpio. Pero por eso le han tenido toda la noche en observación, para buscar algún daño cerebral. También le miraron la cabeza con rayos X, por si se había roto algún hueso.
—¡Uf! Caray —la camarera miró mi taza—. ¿Quieres un poco más de café, azúcar?
Sonreí y contesté:
—Sí, por favor.
Querida Mamá,
Me escapé de casa hace un año y tres meses. Ahora vivo en Nueva York y me va bien. Me gustaría verte, aunque no sé si es algo que tú desees. Te echo de menos, pero entendería que no quisieras verme. En cualquier caso, me gustaría saber de ti.
Puedes llamarme al 718/553-4465 o escribirme al PO Box 62345, Nueva York, NY 10004.
Tu hijo…
Era torpe, simple y grosera, pero era mi sexto intento y no quería volver a escribir la carta. Di la orden para imprimir y la impresora láser sacó la página silenciosamente. La firmé y la puse en un sobre con el nombre de soltera de mamá, Mary Niles.
Salté a las escaleras bajo el despacho de Leo Silverstein. Arriba, le di el sobre a su secretaria y le pedí que se lo entregase. Me respondió que lo haría, sin preguntarme nada. Creo que conocía la situación.
¡No quiero tu compasión! Sentí la tentación de teletransportarme a casa justo delante de ella, solo para quitarle de la cara aquella expresión comprensiva. Sin embargo, ya había hecho eso demasiado a menudo. Le di las gracias y salté desde la privacidad de las escaleras.
* * *
Llamé a Millie y le conté lo de la carta.
—Eso está bien, Davy. Sé que es un paso que asusta, pero al menos sabrás algo.
—¿Y si no quiere verme? ¿Y si le da igual?
Se tomó tiempo para responder.
—No creo que debas preocuparte por eso. Pero, incluso si es así como se siente, al menos lo sabrás y podrás continuar a partir de ahí en lugar de estar atrapado.
—¿Atrapado? Bueno, supongo que es una manera de decirlo. Estoy atrapado entre tener una madre o no tenerla.
Millie dijo con delicadeza:
—Davy… no has tenido madre durante seis años. En realidad, estás atrapado entre saber si va a volver a ser parte de tu vida otra vez o no.
Negué con la cabeza, enojado.
—No veo la diferencia.
—No eres la misma persona que dejó atrás tu madre. Ya solo el tiempo es un factor importante, por no mencionar un padre abusivo. Tu madre no es la misma persona. La terapia psicológica puede causar grandes cambios en una persona. Ninguno de los dos podrá volver a la relación que teníais, no sin mucho fingimiento. Simplemente, no cuadrará.
—Maldita sea, Millie. Es muy duro.
—Sí.
Cambié de tema.
—¿Qué quieres hacer este fin de semana?
—Pues no lo he pensado. Puede que descansar.
Sonreí un poco.
—¿En la cama?
—Bueno, un poco —respondió—. Pero no todo el tiempo. Esa es una buena manera de arruinar una relación.
—¿El sexo?
—Nada más que sexo. Tengamos algo más entre nosotros que una fina capa de sudor.
—¿Es que no te gusta? Pensaba… bueno, parecía que…
—Me encanta el sexo. Disfruto con él aunque mi educación protestante me remuerda la conciencia de vez en cuando. Me encanta el sexo contigo, Davy, porque, bueno…, te quiero.
Noté algo extraño en mi expresión y tenía un nudo en el estómago. No veía el teléfono, ni la silla, ni las estanterías. Solo su cara.
—Oh, Millie…, déjame que vuele hacia allí esta noche —mi voz era áspera y la mano en el auricular no paraba de temblar.
La oí suspirar.
—Aunque hubiera un vuelo esta noche, no podría llegar aquí hasta mañana. Y tengo que ir a clase.
Podría estar allí en un abrir y cerrar de ojos. El cálido silencio fue de añoranza compartida. Me sentí miserable y eufórico.
—Puedes venir el jueves, si quieres.
—¿Estás segura?
—Salgo de mi última clase a las cuatro y media. Puedo estar en el aeropuerto hacia las seis. No, a las seis y media… es hora punta.
—No. Estaré en tu apartamento a las cuatro y media, el jueves —luego, antes de que pudiese acobardarme, añadí—: Yo también te quiero.
Se quedó en silencio por un momento; luego, casi demasiado flojo para oírla, dijo:
—Oh, Davy, voy a llorar.
—Bueno, puedes hacerlo.
Ve con ella. Ve con ella ahora. Quería saltar tanto…, pero otra voz me decía: Espera. Ella te quiere, pero ¿querrá al saltador?
Oí que se sonaba la nariz.
—Odio la manera en que me gotea la nariz cuando lloro.
—Siento haberte hecho llorar.
—Oh, cállate, idiota. Te lo dije: las lágrimas son una bendición. Me has hecho un regalo y estoy feliz, no triste. Las lágrimas no siempre significan dolor. Y tú no eres idiota y te quiero.
Ve con ella. Espera. Aaaaaaaah.
—Te quiero. Quería decírtelo, te lo estaba diciendo cuando te llamé para contarte lo de la muerte de mi abuelo.
—Bueno, yo me preguntaba…
—Tenía miedo de decírtelo. Y aún lo tengo.
Su voz era seria.
—Me alivia oír eso. No es algo que deba decirse a la ligera.
—Entonces, ¿por qué quiero decírtelo una y otra vez?
—Quizá porque lo sientes de verdad. Tengo una teoría sobre esa frase. Debería decirse siempre y cuando sea cierta, pero no con tanta frecuencia que se convierta en automática y pierda el sentido. No debería ser como «buenos días» o «perdona» o «pásame la mantequilla, por favor». ¿Entiendes?
—Creo que sí.
—Pero puedes volverlo a decir ahora, si te apetece.
—Oh, Millie, te quiero.
—Te quiero. Ahora me voy a la cama, pero puede que me cueste dormir. Piensa en mí.
—¿Y cómo puedo evitarlo? —Ve con ella, ve con ella, ve con ella.
Se puso a reír.
—Buenas noches, cariño.
—Buenas noches, amor.
Colgó y me quedé mirando el auricular maravillado. Entonces salté a Stillwater, fuera de su piso, y miré la ventana de su habitación hasta que la luz se apagó.
* * *
Estaba buscando un regalo para Millie y recordé algo que había visto en la tienda de artículos de regalo del Metropolitan Museum. Intenté saltar a las escaleras de la entrada y no pasó nada. Rápidamente, antes de que perdiese la confianza, salté a Washington Square.
Sin problemas.
Solo había ido al museo una vez, con Millie, y aunque había intentado volver muchas veces, nunca lo había conseguido.
Lo único que pasa es que no lo recuerdo bien, pensé.
Cuantos más lugares visitaba, más tenía que recordar, si quería volver allí de un salto. ¿Es que voy a tener que saltar a todos los sitios que conozco una vez por semana, para mantenerlos frescos en mi memoria?
Decidí que era el momento de comprarme algunos juguetes.
En la calle Cuarenta y siete me resultó fácil gastarme dos mil dólares en: una videocámara, pequeña, con cintas de ocho milímetros; un reproductor de vídeo para las cintas; una caja de cintas de veinte minutos, en la que iban diez; dos baterías de níquel-cadmio extra; y un cargador rápido externo para las baterías.
Una hora después, tras haber cargado una batería y haberme leído las instrucciones de la cámara, salté a Central Park, al campo de croquet, en la parte oeste del parque, lo crucé y subí por la Ochenta y uno, donde se encuentra el Metropolitan. Luego estuve unos minutos filmando un hueco apartado cerca de las puertas del museo, primero grabando el hueco, y más tarde colocándome en él y grabando una vista panorámica. Hablé de las imágenes y los olores en el micrófono.
Luego salté a casa, saqué la cinta y la etiqueté con cuidado, «Metropolitan Museum, entrada principal». La puse en el vídeo conectado a mi pequeña cámara. La calidad era excelente.
Obviamente, no iba a tener ningún problema para saltar de nuevo al museo. Acababa de estar allí y había prestado atención. Sin embargo, dentro de seis meses, después de no haber estado allí durante un tiempo el recuerdo no sería tan bueno, y esperaba que la cinta de vídeo me sirviera de «recordatorio».
Ya lo veremos.
Después de comprar los regalos para Millie, pasé el resto del día grabando mis sitios de salto utilizados con menos frecuencia. En ocasiones, cuando el lugar era demasiado público, lo cambiaba por un rincón apartado. En Florida, por ejemplo, adquirí un nuevo sitio en el aeropuerto de Orlando, un hueco entre dos columnas. En Pine Bluffs encontré un lugar entre dos arbustos en la plaza del pueblo, delante del despacho de Leo Silverstein. En Stillwater, encontré un callejón dos casas más abajo del piso de Millie. En Stanville, escogí una zona detrás del contenedor del Dairy Queen, entre un seto y el edificio de la biblioteca pública, y el patio de casa de papá.
Tenía que comprar dos cajas de cintas más, además de un estante para irlas guardando.
Aquello me ocupó prácticamente todo el martes. El miércoles, a primera hora de la mañana, salté al aeropuerto de Orlando y cogí un enlace hasta Disney World. El autobús llegó veinte minutos antes de que abriesen las puertas. Encontré un espacio entre dos arbustos, lo adquirí, salté a casa para coger la video-cámara, salté otra vez y grabé el lugar. También grabé un lugar dentro del parque. La seguridad de Disney World es muy buena, así que procuré escoger un sitio sin cámaras. Me imaginé una extraña situación en la que Mickey Mouse se me acercaba y decía: «¡Se acabó el baile! ¡Se acabó el baile! ¡Ji, ji! Espósale, Goofy».
Tuve mucho cuidado.
Varias veces a lo largo del día me sentí tentado de saltar donde la gente pudiese verme, para evitar las largas colas. Odio las colas largas, pero no me arriesgué. Siempre podría saltar otra vez, a primera hora de la mañana, antes de que llegase la multitud, o poco antes de cerrar, después de que se marchasen.
Millie debería estar aquí, pensé. No me importaría esperar en la cola con ella.
Me vino un recuerdo olvidado durante años. Mamá me iba a llevar allí, a Disney World, en nuestro siguiente viaje para visitar al abuelo.
Lo dejé correr a eso de las seis de la tarde, porque ya no me aguantaba más de pie y me dolía la cabeza por el calor.
De vuelta en mi piso, dormí un par de horas y luego llamé a Millie. Hablamos durante más de una hora; luego, como en las noches anteriores, salté a Stillwater para observar su ventana hasta que se apagase la luz.
A medianoche me encontraba mirando una foto de Millie hecha en un fotomatón y discutía conmigo mismo.
¿Por qué no se lo dices?
¿Qué, decirle que soy un ladrón de bancos? ¿Que no hago nada productivo con mi vida? ¿Que robo el dinero que a la gente le cuesta tanto ganar?
Solo dile lo de los saltos.
Claro. Si se lo digo, imagínate todas las demás preguntas que me hará. Ahora me quiere. No tengo que ser un bicho raro para ganarme su amor. Puedo ser yo mismo.
¿Ah, sí? Ella quiere lo que tú has escogido mostrarle. ¿Es que omitir el resto no es tan falso como inventar mentiras? ¿Estás viviendo una mentira? Cuanto más tardes en decírselo, más traicionada se sentirá cuando lo descubra.
¿Es que tiene que descubrirlo?
¿Tú la quieres?
¡Ay! Bueno, se lo tengo que decir. Con el tiempo. Cuando se dé la situación correcta.
Me quedé mirando la foto de Millie y me estremecí.
* * *
A las dos de la mañana, los Washburn empezaron a discutir de nuevo, solo que esta vez llegaron a las manos. En un período de veinte minutos, la voz de ella pasó de comentarios furiosos en voz alta a gritos de miedo y luego a chillidos de dolor.
Parecía mamá.
Salté a la calle, frente a la charcutería, después de ponerme los vaqueros a toda prisa y el abrigo sin nada debajo. Marqué el 911 en la cabina e informé de una agresión en aquella dirección y aquel piso. Cuando me preguntaron mi nombre y dónde vivía, respondí:
—Yo solo pasaba por aquí. No quiero verme involucrado, pero parece como si la estuviese matando —colgué.
Incapaz de soportar los gritos, no salté de vuelta al piso, sino que me quedé moviéndome de acá para allá sobre la fría acera con los pies descalzos. Incluso desde allí, la podía oír gritando.
Dense prisa, joder.
La policía tardó cinco minutos en llegar, con un coche con las luces puestas pero sin sirena. Ya no la oía gritar más. Los dos polis llamaron al timbre del piso de los Washburn y hablaron por el interfono. Oí que se abría la puerta y entraron.
Me quedé junto a la cabina, en la sombra proyectada por la farola. Se me estaban congelando los pies por momentos. Pues salta a un sitio caliente. No me moví. No quería volver al piso ni quería marcharme. Era como tener una llaga en la boca, dolorosa al tacto, pero que sigues hurgando con la lengua.
Los dos agentes estuvieron en el edificio menos de dos minutos, luego salieron, se metieron en el coche y se fueron.
Mierda.
Salté de vuelta a mi piso y escuché con atención. Ella estaba llorando, pero al parecer él había dejado de pegarle. Encendí la radio para no oír el ruido y me volví a la cama.
* * *
El fin de semana fue mágico, estropeado solo por una voz gruñona que me decía, una y otra vez, díselo o lo lamentarás, y por el hecho de que su compañera de piso no se había ido a casa a ver a la familia.
Le di primero la cabeza de mármol esculpido.
—Oh, Dios mío, es precioso. ¿Qué es?
—Es una reproducción de un detalle de la Pietà de Miguel Ángel. Se llama La cabeza de la virgen. Me pareció muy apropiado.
Ella se sonrojó y rio.
—¿Tu segundo regalo de virginidad? Bueno, es absolutamente estupendo y me encanta. Temo preguntarte cuánto te costó.
Me encogí de hombros y saqué la otra caja.
Me lanzó una mirada acusadora.
—¡Te dije que me hace sentir culpable que te gastes el dinero en mí!
—Entonces me disculpo de antemano. Intenté controlarme, pero no pude. Tú mereces más, mucho más.
Se quedó mirando como una loca a la caja envuelta.
—¡Um! Intentar salir del paso con buenas palabras no va a funcionar —agitó la caja, consideró sus dimensiones, y la sopesó para hacerse una idea—. Parece un libro.
—No lo es.
La abrió despacio, con cuidado, manteniendo el papel intacto. Llegó hasta el estuche y me lanzó otra oscura mirada.
—Ábrelo.
Lo hizo y se quedó boquiabierta. Sorpresa y obvio placer.
—Te has acordado.
Era una copia del «Collar de la princesa», el original del cual había pertenecido a Sit-Hathor-Yunet, hija de Sesostris II, faraón egipcio durante la doceava dinastía. Tenía cuentas en forma de gota de lapislázuli, camelia, aventurina y plata dorada, separadas por cuentas de amatista. Estoy seguro de que el original tenía cuentas de oro macizo en lugar de estar bañadas en oro, pero no se puede tener todo. Doscientos cincuenta dólares más treinta por los pendientes a conjunto.
—Bueno, sí. Casi te ofrecí que te lo comprases entonces, pero eras muy susceptible con el dinero.
Dejó la caja y me empujó contra el sofá.
—Aún soy susceptible con el dinero. Deja de hacerme regalos caros —me besó lentamente, tomándose su tiempo—. Te lo digo en serio —volvió a besarme—. Y gracias.
* * *
Aquella noche fuimos al mejor restaurante de Stillwater, para que Millie pudiese arreglarse y ponerse el collar con los pendientes. Tres mujeres diferentes le preguntaron por él, obligándola a soltar cuatro vaguedades sobre la doceava dinastía egipcia. Me fulminó con la mirada después del último encuentro.
—¡Deja de reírte! Soy estudiante de psicología, no arqueóloga —pero siguió sonriendo a pesar de quejarse y no dejó de tocarse el collar durante la cena.
Hubo un momento incómodo cuando me preguntó cómo había conseguido que no se me arrugase el traje en mi diminuta bolsa de fin de semana. Había saltado de vuelta a mi piso desde su cuarto de baño para coger el traje del armario. No había estado en mi bolsa. No había estado doblado.
—¿Crees en poderes paranormales?
—Oh, ¿cómo que tienes el poder de planchar los trajes con la mente?
—Bueno, sería práctico, ¿verdad? ¿Tele-plancha-quinesis? ¿Psico-plancha?
Se puso a reír y cambié de tema.
El viernes ella tenía tres clases, así que salté a Brooklyn, a leer un poco; luego, cuando abrieron Disney World, salté a Florida y monté en el Star Tours tres veces seguidas.
No tuve que esperar en la cola.
Tengo que traer a Millie aquí.
Pasamos la tarde en la cama de Millie, calientes y seguros, en una fortaleza que nos defendía del frío de octubre. Después caminamos casi un kilómetro hasta un café cerca del campus. El humo de leña salía de algunas chimeneas y me recordó a Stanville.
Durante la cena, me preguntó:
—¿Sabes algo de tu madre?
—No, aún no, pero solo han pasado tres días. He comprobado hoy el contestador, y no había nada.
—Ah, ¿puedes hacerlo desde otro teléfono?
—Sí, sí se puede. Lo único que necesitas es un teléfono de marcación por tonos —no había utilizado el control remoto, pero puede hacerse. Medias verdades y omisiones. ¿A eso le llamas una relación honesta? Me tapé la boca un momento con la servilleta. Luego repliqué—: ¿Sabes algo de tu ex?
—¡Puf! ¿Por qué has sacado el tema?
—Lo siento.
—Sissy rompió con él.
Pestañeé.
—¿Por el incidente en la fiesta? —no podía resistirlo. Me preguntaba cómo habría acabado la historia.
—Bueno… se volvió bastante raro después de aquello. Salió con una historia de abducción extraterrestre digna de la dimensión desconocida. A Sissy le va esa mierda de la Nueva Era y se lo tragó —negó con la cabeza—. Nunca estuvo tan extraño cuando salía con él. Sin embargo, Sissy se saltó las clases un día y se lo encontró en la cama con su compañera de piso —sonrió—. Ese es el Mark que conozco.
—¡Qué sórdido! —Debería haberle llevado a Harlem o a Central Park; ya era de noche. No… él no es un Topper Robbins. Aun así, me alegré de haber hecho lo que hice.
Vimos una película mala después de cenar, tan mala que era divertida, y nos entretuvimos hablando entre susurros mientras tanto. Volvimos paseando por el campus y nos sentamos en un banco a contar estrellas hasta que el frío nos obligó a seguir andando, de vuelta a casa, y a la cama. Sorprendentemente, no hicimos el amor, sino que dormimos, acurrucados con los brazos entrelazados.
Y eso estuvo bien.
* * *
Alargué mi estancia hasta el lunes por la mañana, explicando que el avión no salía hasta entonces. Ella quería saber los horarios; de vuelo y casi le explico todo justo en aquel momento. En lugar de eso, tiré un vaso de agua encima de los dos, por «accidente» y con la subsiguiente limpieza se olvidó la cuestión.
De hecho, creo que ella sabía que yo no quería hablar de ello. Así que no me presionó.
De vuelta en Nueva York, el indicador de mi contestador mostraba tres mensajes. Me encogí de hombros, le di al botón de reproducción y me senté con las piernas cruzadas en el suelo, y la cabeza entre las manos.
El primer mensaje decía:
—¿Ha considerado alguna vez las ventajas de un seguro de vida? Los problemas de… —era un anunció grabado. Aporreé con furia el botón de avance rápido y la máquina pasó al siguiente mensaje.
—¿Ha considerado alguna vez las ventajas de un seguro de vida? Los prob… —volví a darle al botón, maldiciendo en voz baja. Esperaba que el mensaje siguiente no fuese el mismo anuncio estúpido.
—Hola, soy Mary Niles, llamo a David Rice. Es domingo por la noche en la Costa Oeste, esto, supongo que son las once, en tu horario local. Preferiría no dejar un número, pero volveré a llamar mañana, o sea, lunes, a la misma hora.
Mamá.
La voz era estremecedoramente familiar, igual, justo como la recordaba. Su tono era un poco vacilante al principio, después como de costumbre.
¿Y qué le digo? Lo puse otra vez, para escuchar su voz. Me di cuenta de que las lágrimas me corrían por la cara y me chorreaba la nariz, pero, en lugar de coger un pañuelo del lavabo, puse el mensaje una y otra vez.
* * *
La espera durante todo el día fue dura. Me quedé junto al teléfono toda la mañana, por si mamá decidía llamar antes, pero la tensión seguía en aumento. Al final, salté al multisalas de Times Square y vi dos películas seguidas, solo para distraerme un poco.
Cuando volví a casa, el indicador mostraba un mensaje. Solté tacos y le di al play, pero era un tipo llamado Morgan preguntando por una chica llamada Sheila; se habían equivocado de número. Sentimientos mezclados, alivio y decepción al mismo tiempo.
Llamé a Millie a las siete, las seis para ella, lo cual era temprano, pero no quería perder a mamá si llamaba. No quería que encontrase que estaba comunicando o que saltase el contestador.
Por suerte, Millie acababa de llegar a casa.
—¿Ha llamado tu madre? ¡Eso es fantástico! ¿Qué te ha dicho?
—Solo era un mensaje en el contestador. No me ha dejado un número, pero va a volver a llamar esta noche. Por eso te he llamado ahora, para tener la línea libre después.
—Ah. Me alegro mucho por ti, Davy. Espero que vaya bien.
—Bueno… ya veremos —estaba cagado de miedo, pero también esperanzado—. No le habría mandado una carta sin tu ayuda, Millie. No habría tenido el valor para hacerlo. Gracias.
—¡Eh! No tienes suficiente confianza en ti mismo. No desprecies al hombre que amo.
—Te quiero. Ahora voy a colgar. ¿Vale?
—Claro. Yo también te quiero. Adiós.
—Adiós —dejé el auricular con un cuidado exagerado, con delicadeza. Era estúpido, pero como no estaba ella para tocarla así, lo expresé al colgar. Me reí de mí mismo.
Aún tenía miedo.
La espera desde las siete a las once fue peor.
A las ocho y media el teléfono sonó y lo cogí enseguida.
—¿Ha considerado alguna vez las ventajas de un segur… —colgué de golpe.
Cinco minutos después volvió a sonar.
—Hola, soy Morgan. ¿Está Sheila en casa?
—Aquí no vive ninguna Sheila. Te has equivocado.
—Ah. Lo siento —colgó.
Volvió a sonar casi de inmediato.
—Hola, soy Morgan. ¿Está Sheila en casa?
—Te has vuelto a equivocar.
—Oh —irritación—. Debo de estar marcándolo mal. Ella lo apuntó con cuidado cuando me lo dio. Lo siento.
Capullo. Probablemente no te dio su verdadero número.
Hubo una pausa de dos minutos; entonces el teléfono volvió a sonar.
—Hola, soy Morgan. ¿Está Sheila en casa?
No dije nada. Entonces, con mi mejor acento de Brooklyn, una octava por encima de mi tono de voz habitual, respondí:
—Oh, vaya. Lo siento, tío. ¡Sheila está muerta! —colgué.
Eso no ha estado bien, Davy.
Me sentí culpable, pero no volvió a llamar.
A las nueve, el teléfono sonó otra vez.
—¿Ha considerado alguna vez las ventajas de un seguro de vida? ¿Los problemas de proteger a sus seres queridos de un futuro incierto?
Aquella vez dejé que sonara todo el anuncio hasta que apunté el nombre y el teléfono de la compañía. Luego colgué y pensé en el mal uso del correo de voz mientras buscaba su dirección en la guía telefónica.
A las 10:55, volvió a sonar.
Oh Dios, oh Dios, oh Dios.
Cogí el teléfono y me mordí el labio.
—¿Hola?
—¿Davy? ¿David Rice?
Di un soplido, estremeciéndome.
—Hola, mamá —respondí, en voz baja—. ¿Qué pasa?
Era algo del pasado, una frase de la infancia. Salía del autobús de la escuela, corría hasta la entrada y abría de golpe por la puerta de la cocina diciendo: «Hola, mamá. ¿Qué pasa?». Y ella me respondía: «Oh, no mucho. ¿Cómo te ha ido la escuela?».
La voz al otro lado de la línea bajó el tono tanto como yo.
—Oh, Davy… Davy. ¿Podrás perdonarme algún día?
¿Es que no se acaban nunca las lagrimas? Me dolían los ojos y parpadeé con rapidez.
—Mamá… sé lo de los huesos rotos en la cara. Sé lo del año en el hospital. No creo que tuvieses elección. Está bien.
Bueno, podría llegar a estar bien.
Podía oír que el auricular le rozaba la mejilla mientras negaba con la cabeza.
—Nunca respondiste a mis cartas… debí de herirte muchísimo.
—Nunca recibí tus cartas. ¿Cuántas cartas? —tenía la conocida sensación en la boca del estómago, como cuando papá estaba a punto de pegarme, o cuando me enfrenté a Mark, el ex novio de Millie.
—¡Maldito sea tu padre! Solo envié un par de largas cartas desde el hospital, pero te mandé una cada mes el año después de irme. Luego, como no recibía respuesta, te escribí cuatro o cinco al año. Durante los últimos años, solo te envié regalos para tu cumpleaños. ¿Los recibiste?
—No.
—¡Ese hijo de puta! Y yo te dejé con él…
Me moví en el sofá, incómodo. Quería que dejase de hablar de él, que dejase de recordármelo. Quería vomitar, salir corriendo, colgar el teléfono, o saltar. Saltar a Stillwater, al puente de Brooklyn. Saltar a Long Island y caminar por la arena mientras el Atlántico llevaba olas de tormenta a la playa.
—No pasa nada, mamá —pero mi voz no convenció a ninguno de los dos.
Ella se calló y luego preguntó, con la voz entrecortada:
—¿Te pegaba, Davy?
No se lo digas. ¿Por qué hacerla sentirse peor? Pero una parte de mí quería que se sintiese peor, que se sintiese mal, que sintiese parte del dolor que sintió un crío de doce años.
—A veces. Solía pegarme con el cinturón, con la hebilla de rodeo. Faltaba varios días a la escuela —se lo expliqué con toda naturalidad.
Entonces se vino abajo, y la voz se convirtió en sollozos, incontrolables, y lamenté haber dicho nada. Me sentí inmensamente culpable.
—Lo siento —me dijo, como pudo—. Lo siento. Por favor, perdóname —una y otra vez, hasta que las palabras se mezclaron con los sollozos, como gritos de dolor y pena, una letanía que parecía interminable.
—Shhhh. No pasa nada, mamá. No pasa nada —no sé por qué, pero dejé de tener ganas de llorar. Una tristeza melancólica, casi agradable en intensidad, me invadió, y pensé en Millie abrazándome cuando lloré—. Shhhh. Te perdono. No es culpa tuya. No es culpa tuya. Shhhh.
Finalmente, oí que se sonaba la nariz.
—Tengo mucha culpa por haberte abandonado. Pensaba que lo había superado, con mi terapeuta hace años. ¡Odio cómo me chorrea la nariz cuando lloro!
—Debe de ser hereditario.
—¿Tú también? ¿Lloras mucho?
—No lo sé, mamá. Supongo que un poco, últimamente. No soy muy bueno haciéndolo. Supongo que no he practicado mucho.
—¿Es eso una broma?
—Más o menos.
—¿Y a qué te dedicas, Davy? Para mantenerte.
Soy ladrón de bancos.
—Oh, tengo intereses bancarios. Me va bien… puedo viajar mucho —mentiras. Más culpabilidad y autodesprecio—. ¿Y a qué te dedicas tú?
—Soy agente de viajes. Yo también puedo viajar mucho. Es muy diferente a ser ama de casa.
—Viajar es una buena vía de escape, ¿verdad? —dije. De fugitivo a fugitiva. ¿Tú también te teletransportas? Quería preguntárselo, pero si no era el caso pensaría que estaba loco.
—Sí. En ocasiones escapar es lo que necesitamos todos. Te he echado de menos, Davy.
Ah, ahí estaban de nuevo mis lágrimas, justo cuando pensaba que se habían acabado.
—Yo también, mamá —aparté el auricular, pero ella oyó mis sollozos. Aunque los acallé enseguida.
La angustia en su voz era palpable.
—Lo siento, cariño. Lo siento mucho.
—Está bien. Es que a veces me pongo así. Y tienes razón. Odio cómo me chorrea la nariz.
Risa nerviosa.
—Y aun así intentas animarme, Davy. Mi bufón de la corte. Eres muy especial.
Más de lo que te puedes imaginar.
Quería decir algo, pero aún temía, me aterrorizaba, el rechazo. Entonces lo preguntó ella y no tuve que hacerlo.
—¿Puedo verte, Davy?
—Quería preguntarte eso. Puedo coger un vuelo hasta allí esta semana.
—¿No tienes que trabajar?
—No.
—Bueno, quizá la próxima vez, pero me voy a Europa dentro de una semana por un viaje, y salimos desde Nueva York, así que podría quedarme un día más y pasar la noche.
Me reí.
—¿Qué es tan divertido?
—Nada. Bueno… alguien que conozco me dijo que si volvías a mi vida, no podríamos volver a nuestra antigua relación, sino que tendríamos que redefinirla.
—Parece muy sabio.
—Muy sabia. Pero en el momento en que me has dicho que podrías venir aquí, he empezado a preocuparme por si tenía que ordenar mi cuarto.
Rio.
—Ah. Bueno, puede que algunas cosas sigan igual.
Hablamos durante una hora más. Supe del hombre con el que estaba saliendo, de los estudios universitarios que había hecho, y de la belleza del norte de la costa de California. Por mi parte, le hablé de Millie, de mi piso, de Millie, de Nueva York, y de Millie.
—Parece maravillosa —me dijo—. Te llamaré cuando tenga la información de mi vuelo. ¿Estás seguro de que tienes espacio? He oído hablar de los pisos en Nueva York y puedo permitirme un hotel.
—Esos son los pisos de Manhattan. Aquí hay mucho sitio —y compraré una cama nueva, pensé—. Si no estoy, déjame el mensaje en el contestador.
—De acuerdo, Davy. Me alegro mucho de saber de ti.
—Yo también, mamá. Buenas noches. Te quiero.
Empezó a llorar de nuevo y colgué.