CAPÍTULO SIETE

El amor apesta.

Millie no quería verme más de un fin de semana seguido y no más de dos fines de semana al mes. No quería que malgastase el dinero. Le ofrecí mudarme a Stillwater, pero fue categórica.

—De ninguna manera. Espera. Ya sé que eres rico como Midas, pero, joder, ¡yo también tengo una vida! Tengo clases a las que asistir, un trabajo de media jornada, y una parte de mi vida rica y plena que no te incluye a ti —alzó la mano—. Bueno, puede que te incluya más adelante, pero no ahora mismo. Tomémoslo con calma.

—No tienes por qué trabajar. Podría pagarte un salario.

Se quedó boquiabierta.

—Hay una palabra para eso. ¡No puedo creer que lo hayas dicho!

—¿Eh? —pensé en ello—. Lo siento. Yo solo quiero estar contigo tanto como pueda.

Fue un asunto de duras negociaciones conseguir que estuviese de acuerdo en dos fines de semana al mes en lugar de uno.

El amor apesta.

* * *

Un mago llamado «Bob el Magnífico» hacía un espectáculo en la calle Cuarenta y siete. La función incluía un escape que había desconcertado al crítico del New York Times, así que compré una carísima entrada para la primera fila y fui.

Bob, un hombre pequeño y regordete con barba y esmoquin, mantuvo al público entretenido con juegos de manos bastante buenos, trucos de cartas y palomas que aparecían de la nada. También era bueno con las anillas y el fuego. Aun así, para prepararme para aquella actuación, me había estado leyendo Un mago entre los espíritus, de Houdini, y no hubo nada en el número que me hiciese sospechar lo paranormal.

Como se puede suponer por su nombre, Bob el Magnífico (B.M. para abreviar) hacía mucha comedia como parte de la actuación. También tenía dos ayudantas, Sarah y Vanessa; iban vestidas, en un principio, con largos ropajes, pero conforme avanzaba el espectáculo, sus paños iban siendo «prestados» para tal truco o tal otro. Cuando llegó el intermedio llevaban el cuerpo cubierto de lentejuelas equivalente a un bañador, con medias de rejilla. Al menos para los hombres del público fueron convirtiéndose cada vez más en una distracción para los juegos de prestidigitación de Bob.

Durante el intermedio, salté a casa, fui al lavabo y me bebí una coca-cola. No me importaba pagar los escandalosos precios que cobraban en el teatro, pero odiaba tener que hacer cola. Además, los vasos que utilizan son muy pequeños. Ya estaba de vuelta en mi asiento cuando se abrió el telón.

Bob empezó la segunda parte haciendo subir a varios miembros del público al escenario y les sacó animales de las orejas, los bolsillos y los escotes. Lo que más me gustó fue la pitón de dos metros que sacó del bolsillo del abrigo de una mujer. A ella, sin embargo, no le gustó.

Para su siguiente truco Bob quería hacer desaparecer a una de sus ayudantas; llamó a otro voluntario de entre el público para verificar la normalidad de sus materiales. Me escogió a mí.

Vacilé, pero me levanté. Previamente había abandonado la idea de volver al teatro después del espectáculo y encontrar un escondite entre bastidores para ver el escape del día siguiente… y determinar si Bob el Magnífico se estaba teletransportando.

Si podía ver lo suficiente del área entre bastidores mientras subía allí arriba, podría esconderme a tiempo para presenciar el gran acontecimiento de aquella noche.

Bob el Magnífico dijo:

—Démosle la bienvenida a nuestro voluntario —los aplausos me siguieron al escenario. Cuando acababa de subir los escalones, di con un sitio para saltar justo fuera del escenario.

—Dígame —dijo Bob—, ¿cómo se llama, joven?

—David —parpadeaba por los deslumbrantes focos, y los micrófonos direccionales colocados en el borde del escenario me devolvían la voz, más alto de lo normal, resonando en el auditorio.

—¿Solo David? ¿Sin apellido? —juro que se sonrió.

Me ruboricé.

—Solo David.

Bob se volvió hacia la audiencia y dijo:

—¿No es triste cuando se casan los primos? —consiguió grandes carcajadas. Se volvió hacia mí otra vez, hablándome despacio como si estuviese tratando con un idiota—. Bueno, David el Corriente, yo soy Bob el Magnífico —hubo más risas—. ¿Crees que podrías recordar de dónde viene esto? —cogió un trapo de su ayudanta Vanessa. El pedazo de tela había empezado el espectáculo como falda de su largo vestido.

Asentí.

—Sabía que podrías —se calló para las risas—. Con este trozo de tela corriente, pretendo hacer que Sarah, aquí, desaparezca del escenario. Quiero que verifiques que es un trozo de tela corriente. Un trabajo corriente para un tipo corriente —hizo una pausa—. David el Corriente.

Me ardían las orejas. Con su ingenio dirigido hacia mí, Bob parecía cada vez menos magnífico. De hecho, había llegado a la conclusión de que era un gilipollas, y esperaba que no fuese un teletransportador.

Alcé el trapo y lo sacudí. Era velvetón, cortado lo suficientemente amplio y grande como para tapar a Sarah, pues ya no colgaba del talle de su vestido.

El público se puso a reír a carcajadas y yo miré de reojo a tiempo para ver que Bob hacía muecas a mis espaldas. Muy divertido. Me eché el trapo por encima de la cabeza y, cuando hubo bajado, ocultándome tanto del público como de Bob, salté al lugar que había escogido, a la izquierda del proscenio.

Sobre el escenario, el trapo se desplomó, cayendo al suelo.

La audiencia dio un grito ahogado de asombro y luego prorrumpió en fervientes aplausos. Bob, después de quedarse unos instantes mirando al trapo sin comprender, dijo:

—Bueno, ¿dónde demonios ha ido? —el público pensó que aquello era muy divertido y Bob, sorprendido por su reacción, hizo una reverencia y recogió el trapo con cuidado, como si fuese a morderle. Pisó en el suelo donde yo había estado y habló con voz temblorosa—. Esto… creo que necesitamos a otro voluntario.

No supe si se había quedado atónito por motivos normales o porque sabía qué era yo. No progresaba nada, no me había servido de nada. Lamenté haberlo hecho, pero un espectáculo de magia era probablemente el lugar más seguro para hacer que ocurriese.

Me aparté y me quedé detrás del telón. El extremo del escenario donde me encontraba parecía vacío, aunque vi a un hombre en el carril de donde colgaba el telón y a otro observando la actuación desde el otro lado. Estaba mirando al lugar del escenario donde había caído el trapo. El área entre bastidores estaba oscura y me sentía relativamente a salvo de que me descubriesen.

De vuelta al escenario, Bob procedía a hacer desaparecer a Sarah. Desde mi posición ventajosa vi cómo caía por una trampilla, pero no se encontraba cerca de donde yo había estado. Poco después, la hizo reaparecer en una caja vacía que colgaba del techo. Era bastante impresionante, pero la vi entrar en la caja suspendida en el aire desde una plataforma de detrás del telón, metiéndose por una rendija con mucho cuidado. Era impresionante; la caja apenas se movió.

Miré a mi alrededor para buscar otro escondite. El aparato para el gran escape estaba colocado detrás del telón y cuando lo corrieran, perdería mi sitio. Encontré un montón de cajas de utensilios apiladas a la izquierda y me puse en cuclillas detrás de ellas, colocando un cajón pequeño para sentarme.

Mientras hacía aquello, hubo más trucos de Bob y risas, pero me lo perdí casi todo. Poco después levantaron una sección del telón y dirigieron algunos focos hacia arriba para revelar el artefacto al público.

—Damas y caballeros… ¡Los Martillos de la Muerte!

En medio de los focos había una plataforma a un metro de altura del suelo colgada de cuatro enormes cables rígidos. Los cables iban desde los amarres en el escenario, en las esquinas de la plataforma, hasta los carriles sobre el escenario. Había dos émbolos, uno a cada lado de la plataforma, dos chapas redondas de acero de casi un metro de diámetro y unos veinticinco centímetros de grosor. Estaban soldados a unas deslumbrantes barras de acero de unos treinta centímetros de diámetro que brillaban como si las hubiesen engrasado. Las barras se alzaban hasta desaparecer en unos enormes cilindros de acero montados sobre vigas de acero y fijadas al suelo por sólidos pernos.

Al otro lado del aparato, Sarah estaba metiendo carbón con una pala en una caldera de vapor. Un indicador de temperatura mostraba una aguja subiendo poco a poco mientras la presión del vapor iba aumentando. Entonces caí en la cuenta de que había unos tubos que iban desde una válvula de palanca a un lado de la caldera hasta cada uno de los émbolos.

La otra ayudanta de Bob, Vanessa, volvió al escenario arrastrando una camilla de hospital sobre la que se veía una silueta cubierta por una sábana.

—Ustedes se preguntarán qué ha pasado con David el Corriente —dijo Bob, agarrando un extremo de la sábana—. Bueno, sigan pensando en ello —tiró de la sábana y descubrió a un muñeco como los que se utilizan en las pruebas de coches—. Les presento a Larry —sentó al muñeco en la camilla con las piernas colgando. El torso de Larry estaba vacío, y había un agujero de quizás unos sesenta centímetros de largo y treinta de ancho. Metieron una sandía enorme en el hueco.

Vanessa y Bob colocaron a «Larry» sobre la plataforma y le ataron las muñecas a unas esposas que colgaban de los cables a la altura de los hombros, de manera que quedó con los brazos abiertos en diagonal en medio de la plataforma y justo entre los dos émbolos.

—Bueno, no pinta muy bien para Larry, ¿verdad? —preguntó Bob, saliendo de la plataforma. Se dirigió a la caldera. La aguja se estaba aproximando a la zona roja del indicador—. Sarah, ¿arreglaron aquella válvula de seguridad? —Sarah se encogió de hombros, como si no lo supiese.

—Podría decirles cuántas toneladas de fuerza pueden generar estos dos martillos de vapor cuando chocan, pero se lo mostraré con este ejemplo gráfico. ¡Bajen la pantalla protectora, por favor!

Un armazón de tres metros de largo por uno de ancho con plástico transparente tensado descendió entre el público y la plataforma. Un redoble de tambor grabado sonaba de fondo. El indicador de la caldera casi estaba en la zona roja. Bob le sacó más ropa a Sarah para avivar el fuego, dejándola con un body tanga sin espalda con lentejuelas.

Entonces tiró de la palanca.

Una tremenda cantidad de vapor salió de golpe por las válvulas de escape de los cilindros, ocultando la plataforma al público, y entonces los dos émbolos chocaron con un terrible estruendo metálico. La sandía explotó hacia delante y hacia atrás, salpicando la pantalla protectora y dando una desagradable sensación, al caer chorreando como sangre.

Bob tiró de la palanca en dirección contraria y los dos émbolos se separaron. Al hacerlo, la mitad inferior de Larry, desde los hombros hasta abajo, cayó al escenario, aplastada por el impacto. La cabeza quedó colgando, boca abajo, aún suspendida por los brazos esposados.

—Mala suerte, Larry —dijo Bob.

Retiraron la pantalla protectora y las ayudantas de Bob cogieron los restos de Larry y los pusieron en la camilla, cubierta por la sábana salpicada por la sandía. Sonó un canto fúnebre y Bob se puso la mano en el pecho.

Sarah echó más carbón en la caldera, y el indicador de temperatura volvió a subir hacia el rojo. Bob añadió partes del vestido de Vanessa al fuego de manera que se quedó tan poco vestida como Sarah; entonces Vanessa hizo subir a otro espectador para que atase a Bob en la plataforma y comprobara la integridad de las esposas.

—¿Nervioso? —le preguntó Bob al hombre, que seguía mirando ambos lados, a los émbolos—. Debería estarlo. El último tipo que se ofreció como voluntario ha desaparecido y no se le ha visto desde entonces.

Tuve que admitir que se estaba tomando bien mi desaparición. Decidí reaparecer antes de que terminase la actuación.

Vanessa acompañó al voluntario fuera del escenario y entonces Bob dijo:

—Si piensan que voy a bajar la pantalla protectora, están locos. Si estoy entre estos dos émbolos cuando choquen… bueno, digamos que espero causar una gran impresión en el público.

La aguja se acercó más al rojo y empezó el redoble de tambores. Vanessa movió la palanca y Sarah la ayudó. El escenario se oscureció, y un enorme foco iluminó a Bob y al aparato. Otra luz enfocaba a las dos mujeres. En la repentina oscuridad, de la boca de la caldera salía un resplandor naranja hacia el escenario y un tercer foco se centraba en el indicador de temperatura.

Tapé la luz con la mano, mirando entre la oscuridad a Bob, intentando ver lo que no querían que viese el público. La tensión se estaba apoderando de mí y la posibilidad de que Bob quedase aplastado parecía cada vez más probable.

La plataforma elevada eliminaba la posibilidad de que pudiese caer a otra trampilla. Aunque el foco proyectaba sombra, tampoco estaba tan enfocado como para que pudiese escaparse a un lado sin ser visto.

El redoble subió de volumen y ambas mujeres alzaron tres dedos, luego dos, luego uno, y tiraron de la palanca.

Yo seguí mirando a Bob. A la cuenta de dos, movió las manos y se agarró con fuerza a las cadenas de las esposas. Mientras hacía aquello, las mangas del esmoquin se le bajaron y vi que llevaba como unas muñequeras metálicas, entre las esposas y su piel. Cuando las mujeres contaron a uno, vi que algo ocurría con los cables en los que estaban fijadas las esposas. Unos finos alambres, negro mate, salieron de la superficie de los cables se tensaron. Vi que las esposas se soltaban de los cables y se elevaban un poco, al estar obviamente unidas a los alambres.

Bob siguió con la ilusión de estar amarrado manteniendo los brazos en alto, para que pareciese que las manos aún estaban en las esposas. Entonces las mujeres le dieron a la palanca y el vapor salió disparado delante de la plataforma. Mientras salía el vapor, los alambres se tensaron y Bob salió literalmente disparado hacia arriba, tan rápido que estuvo entre las sombras sobre el escenario antes de que los émbolos se acercasen.

Entonces chocaron con un terrible ruido metálico y yo salté encima de ellos, donde habían chocado, y me senté allí en aquel breve instante, antes de que el vapor se disipase.

El aplauso fue increíble.

Entonces Bob volvió al escenario desde el otro lado de la caldera y cerró la puerta de la boca. Después de aquello, las luces del escenario se encendieron y dio un paso adelante para agradecer los aplausos del público. No fue hasta que se movió para decir a sus ayudantas que también saludasen, cuando se dio cuenta de que me estaban mirando a mí, encaramado sobre los «Martillos de la Muerte».

Se me acercó, con los ojos como platos y la boca cerrada. Bajé de un salto, primero a la plataforma y luego al escenario. Los aplausos aumentaron y me incliné un poco. Bob volvió a mirar al público y dijo:

—Gracias por su asistencia —entonces hizo un gesto con la mano derecha y el telón bajó.

Me pregunté si no sería buena idea marcharme.

Entonces Bob se dio la vuelta, con los brazos en jarras.

—Muy bien, gilipollas. ¿Cómo lo has hecho? —su voz era dura y fuerte, y yo me eché atrás de manera involuntaria. Empezó a caminar hacia mí.

Miré a mi alrededor con nerviosismo y vi a cuatro tipos del equipo técnico mirándome, preguntándose quién diablos era. Alguno de ellos también parecía furioso. Sarah y Vanessa solo miraban, impasibles.

—Bob —respondí en voz alta—, eres un farsante.

Entonces levanté las manos, chasqueé los dedos y salté.

* * *

La mañana después de mi encuentro con Bob el Magnífico, decidí, de repente, irme a Florida, para visitar a mi abuelo. Mi agencia de viajes me consiguió una plaza en un avión a reacción que salía desde La Guardia veinte minutos más tarde. Subí a bordo durante la última llamada.

Desde Orlando, hice transbordo a un pequeño vuelo regular para el último tramo hasta Pine Bluffs. Era ruidoso, estrecho, y se movía mucho con las corrientes de aire caliente de la tarde. Hubo un momento en que, después de que un vaivén particularmente violento me empujase hacia arriba, presionado por el cinturón de seguridad, estuve a punto de marcharme de un salto.

Lo único que me detuvo fue que no creía que pudiese saltar de vuelta a un vehículo en movimiento, y menos aún fuera de mi vista. Si iba a saltar del avión, decidí que esperaría hasta que estuviésemos más cerca del suelo o más fuera de control. El vuelo duró media hora de tiempo real y una eternidad de tiempo subjetivo. Todo fue mejor cuando estuvimos en tierra firme.

El edificio del aeropuerto era solo un poco más grande que el primer piso del edificio donde vivía y el vendedor de billetes era el personal de tierra, el manipulador de maletas y el guardia de seguridad. Los otros cinco pasajeros de mi vuelo fueron recibidos por amigos o familiares, dejándome a merced del servicio de transporte del aeropuerto, una ranchera azul abollada con un conductor cuya cara era todo arrugas.

—¿Adónde?

—Oh. Espere un segundo. Necesito salir a mirar en la guía telefónica —volví a entrar en el edificio, a la cabina del rincón.

No había ningún Arthur Niles listado. Mierda. Eché un vistazo al edificio; nadie miraba en mi dirección. Estudié mi rincón y lo «adquirí». Luego salté a mi antigua habitación, en casa de papá. Había más polvo que nunca. Revolví impaciente mi escritorio hasta que encontré una de las viejas cartas del abuelo, una postal de felicitación con sobre. Tenía la dirección. Me la metí en el bolsillo y cerré todos los cajones.

Oí pisadas en el pasillo que se detuvieron al otro lado de la puerta. Me quedé paralizado, quieto como una piedra. Si el pomo se movía, me esfumaría en segundos. Una voz, la de papá, con un temblor que no recordaba, dijo:

—¿Davy?

No sé por qué pero, después de vacilar un instante, respondí:

—Sí, soy yo.

No creo que esperase una respuesta. Oí que daba un grito ahogado y que el suelo crujía al mover su peso de un pie a otro. Después se puso a hurgar en el candado. Cuando oí que lo abría, salté de vuelta al aeropuerto de Pine Bluffs.

El vendedor de billetes/manipulador de equipaje alzó la vista cuando me apoyé contra la pared. Bueno, que le dé a la cabeza, pensé, refiriéndome a papá, no al vendedor de billetes. Tenía un nudo en el estómago, pero también una curiosa satisfacción, diferente de la sensación que tuve al romper el tarro de la harina. Aunque aquello no fue tan satisfactorio como podría haberlo sido. No llegué a ver el resultado, pero tampoco dejé huellas.

La postal y el sobre aún estaban en mi mano mientras me dirigía hacia al taxi.

—Al 345 de Pomosa Circle —le dije.

Entré en la parte de atrás y me senté, callado, mientras miraba las numerosas casas blancas con césped que pasaban de largo. Papá había sonado diferente, viejo. Intenté no pensar en ello.

—Aquí es: el 345 de Pomosa Circle. Son cuatro pavos.

Le pagué y se fue.

La casa era prácticamente como la recordaba, un pequeño bungaló blanco con palmeras datileras y un canal que pasaba detrás de cada casa. El apellido en el buzón era JOHNSON.

La mujer que abrió la puerta hablaba español y muy poco inglés. Cuando le pregunté por Arthur Niles, ella dijo:

Un momento, por favor[11] —y desapareció dentro de la casa.

Otra mujer, rubia, con un marcado acento del sur, vino a la puerta.

—¿El señor Niles? Falleció hace cuatro años, creo. Sí, hizo cuatro años en agosto. Sufrió un derrame cerebral, con todo el calor, y murió poco después aquel mismo día —se puso un dedo en los labios, como si pensase—. Entonces nosotros vivíamos al final de la calle, en el 330. Le compramos la casa a su hija.

Pestañeé.

—¿Mary Rice?

—Bueno, creo que ese era su nombre de casada. Creo que en el papeleo ponía Mary Niles.

—¿Y vive aquí en el pueblo?

—No lo creo. Estuvo aquí para el funeral, allí abajo, en el cementerio Olive Branch, pero en los trámites de la venta la representó un abogado con poder notarial.

—¿Recuerda el nombre del abogado?

Se me quedó mirando.

—Eh, ¿te importaría decirme por qué necesitas saber todo eso?

Hice una pausa.

—Bueno, soy David Rice, el hijo de Mary. Cuando ella dejó a mi padre, esto, también me dejó a mí —sentí que me sonrojaba y me sudaban las manos. Bueno, ¿no era cierto? ¿No te dejó porque no le valía la pena llevarte con ella?—. Estoy intentando encontrarla —añadí sin convicción.

Silencio.

—¡Um! Bueno, déjame mirar los papeles a ver qué nombre pone. Entra y ponte a la sombra mientras lo busco —me hizo pasar a la casa y me mostró una silla en el salón—. ¿Roseleeenda? Agua fría, por favor, para el chico[12] —entonces desapareció al final de la casa.

En un minuto la sirvienta me trajo un vaso de agua con hielo. Le dije:

Gracias.

Ella me respondió:

De nada —sonrió brevemente y se fue.

El salón me resultaba extraño, pues todos los muebles eran diferentes. No fue hasta que miré por la ventana y vi la manera en que encuadraba a la casa de enfrente que tuve la sensación de haber estado allí antes. Entonces los recuerdos fueron claros y dolorosos.

—¡Caray, Davy! Es la tercera vez que me sacas la reina de picas.

—Ahora, Davy, sé amable con tu abuelo. Después de todo, está viejo y débil.

—Aún puedo ponerte sobre mi rodilla y darte en el trasero, jovencita. ¡Toma esto!

—¡Oh, papá, otra de corazones! Bueno, creo que Davy vuelve a ganar.

Jugamos mucho a cartas durante aquella visita. El abuelo y yo salimos a pescar temprano cada mañana, y algunos días mamá y yo fuimos a la playa.

Fue un buen viaje.

—La escritura está en el banco, así que he llamado a mi marido. Él recordaba el nombre del abogado. Era Silverstein. Leo Silverstein —llevaba una guía telefónica en la mano cuando volvió al salón—. La guía dice que tiene la oficina en Main. Debe de dar a la plaza por la dirección… el 14 de East Main.

Le di las gracias y me fui. Cuando cerró la puerta salté al aeropuerto local, apareciendo en la cabina. Oí un grito ahogado en el mostrador, pero me fui hacia la puerta como si no hubiese pasado nada. Miré por encima del hombro y vi que el vendedor de billetes me estaba siguiendo hasta la puerta.

Joder.

Doblé la esquina y salté de vuelta a Nueva York.

* * *

Aunque Millie me había prohibido el contacto con su cuerpo más de dos veces al mes, sí me dejaba que la llamase cada noche.

—Hola, soy yo.

—¿Qué te pasa?

—¿Eh?

—Me llamas cada noche, pero sueles parecer la funeraria.

—Ah. Bueno, es que he estado intentando encontrar a mi madre. Fui a Florida, a visitar a mi abuelo.

—¿Qué? ¿Estás en Florida ahora?

—¿Cómo? No, no. He vuelto. Mi abuelo murió hace cuatro años.

La línea se quedó en silencio durante unos instantes.

—¿Y te has enterado hoy?

—Sí.

—Me pregunto si lo sabía tu padre.

—No lo sé —respondí, sin ganas—. No me extrañaría.

—¿Estabas muy unido a tu abuelo?

Pensé en ello. Los juegos de cartas, la pesca y la extraña postal de felicitación con un billete de veinte dólares doblado con cuidado en el sobre.

—Antes. Hace mucho tiempo.

—Es duro perder a alguien. Lo siento.

—Sí, bueno…

—No podías haberlo sabido.

Me quedé mirando al teléfono.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Qué? ¿Que te sientes culpable por no saber que se estaba muriendo? ¿Por no saber que murió?

—¡Debería haberlo sabido!

Ella respiró profundamente.

—No. Sé cómo te sientes, Davy. No puedes evitarlo. No pasa nada si te sientes así. ¡Pero no había modo alguno de que lo supieses! Todos nos sentimos culpables, de vez en cuando, de cosas que no son culpa nuestra. Confía en mí; eso es algo respecto a lo que no podías hacer nada.

Entonces me enfurecí, por su suposición, por su agudeza, por ponerle nombre al sentimiento con el que había estado luchando todo el día.

—Debería haberlo sabido cuando no recibí una postal de felicitación en mi quince cumpleaños. Podría haberle escrito. Podría haberle enviado una carta desde la escuela. ¡Papá no habría interceptado esa!

—¿Tu padre te leía el correo?

—Bueno, estoy casi seguro. Vivíamos en el campo, así que teníamos un buzón en la ciudad. Y yo no tenía llave. Una vez encontré un sobre en el coche dirigido a mí y sin remitente.

—¡Dios santo! ¿Por qué lo hacía?

—No lo sé. No me dejaba escribir a la familia, supongo.

—No me extraña, de la manera en que te trataba.

No dije nada durante un rato. Ella no me presionó, solo se quedó a la espera, en cordial silencio. Al fin, hablé:

—Lo siento, Millie. No soy buena compañía esta noche.

—Está bien. Pero siento que estés pasando un mal momento. Ojalá pudiese abrazarte ahora mismo.

Cerré los ojos con fuerza y noté que el auricular crujía por la fuerza con que la cogía. Podría estar en tus brazos en segundos, amor mío. Podría… Me obligué a responder:

—Ojalá yo también. Me esperaré hasta el viernes.

—Vale. ¿Estás seguro de que no quieres que vaya a esperar tu vuelo?

—No, no pasa nada. Estaré en tu puerta antes de las siete. No cenes sin mí.

—De acuerdo. Duerme bien.

—Gracias, lo intentaré. Esto… ¿Millie?

—¿Sí?

—Yo… yo… voy a volver a Florida mañana, pero te llamaré de todas formas, ¿vale?

Parecía ligeramente decepcionada por algo.

—Sí, Davy. Está bien.

* * *

Salté al edificio del aeropuerto de Pine Bluffs, fuera, en la acera. Cuando miré a la vuelta de la esquina, la abollada ranchera azul estaba allí con el anciano chófer. Parecía sorprendido de verme.

—¿Cómo has venido hasta aquí? El vuelo de Orlando no llega hasta dentro de quince minutos.

Me encogí de hombros.

—Necesito ir al cementerio Olive Branch, y luego al número 14 de East Main Street.

—Vaaaale. Sube.

Intentó entablar conversación un par de veces más, pero yo contestaba a sus preguntas con monosílabos o encogiéndome de hombros. Volvió a intentarlo en la carretera con curvas del cementerio.

—Conocí a la mayoría de gente que hay enterrada aquí. ¿Estás buscando a alguien en particular?

Era un cementerio enorme.

—Arthur Niles.

—Ah. Eso explica tu viaje a Pomosa Circle —llevó el coche hasta el otro extremo del cementerio y aparcó a la sombra de un árbol—. ¿Ves aquella lápida de mármol blanco allí, la cuarta desde el final? —señaló a una hilera de tumbas que iban hasta el extremo del cementerio.

—Sí. ¿Es allí?

—Claro. Tómate tu tiempo. Esperaré —cogió un periódico.

—Gracias.

Arthur Niles, nacido en mil novecientos veintidós y muerto en mil novecientos ochenta y nueve, querido por su esposa, su hija y su nieto. ¿Nieto? Oh, mamá, ¿por qué no me lo dijiste? Había flores en la lápida, secas y marchitas, en uno de esos aros oxidados de hierro colgado de una estaca. Saqué las flores y quité las pocas hojas muertas del césped.

Lo siento, abuelo, no llegué a decirte adiós. Hubiese preferido decirte hola. Me sentí triste… increíblemente triste.

Al poco rato adquirí conscientemente el lugar para próximos saltos, y luego llevé las flores y las hojas secas a una papelera metálica cerca de la calle.

El taxista aún estaba leyendo, así que me situé detrás de un árbol y salté al mercado de flores de la calle Veintiocho, en Manhattan. Compré un ramo preparado con rosas, crisantemos y orquídeas. Me costó treinta pavos. Salté de vuelta a la lápida y lo coloqué en el soporte de hierro.

El taxista bajó el diario cuando entré en el asiento trasero. No dijo nada, solo encendió el contacto y me llevó al pueblo.

Pero sí habló cuando detuvo el coche en Main Street.

—¿Quieres que te lleve después a algún otro sitio, Davy?

Me lo quedé mirando. ¿Cómo…? Ah.

—¿Conocía mucho a mi abuelo?

Se encogió de hombros.

—Bastante. Jugábamos al pinacle en su casa cada miércoles, un grupo de viejales. Era un buen hombre… un pésimo jugador de pinacle, pero un buen hombre.

Apoyé la espalda en el asiento.

—¿Sabe dónde está mi madre, señor…?

—Steiger, Walt Steiger. No sé dónde estará Mary. Después de que abandonara a tu padre, estuvo aquí durante casi un año, entre una cosa y otra —su expresión era adusta, y apartó la vista por un momento. Luego continuó—. Art decía que estaba trabajando en California, creo, después de aquello, pero no estoy seguro. Creo que también me dijo que se iba a trasladar otra vez, pero aquello fue justo antes del derrame cerebral. No recuerdo adónde —se retorció en el asiento—. Llegué a conversar con ella un instante en el funeral, pero solo hablamos de Art.

—Oh —me quedé allí sentado unos instantes más—. Gracias por la información. ¿Cuánto es?

Se encogió de hombros.

—Cinco pavos.

—Pero si ha tenido que esperarme más de media hora…

—Estaba leyendo. Dame cinco pavos.

No aceptó propina.

El despacho de Leo Silverstein estaba en un segundo piso, sobre una farmacia. Subí por unas estrechas escaleras y entré por una puerta de cristal, donde una mujer de mediana edad tecleaba a toda velocidad en un procesador de textos mientras escuchaba unos auriculares. Me puse delante de su campo de visión. Ella se quitó los auriculares.

—¿Dictado? —pregunté, sonriendo.

—Grateful Dead —respondió—. ¿Puedo ayudarte?

—Me gustaría ver al señor Silverstein, por favor. Me llamo David Rice. Me gustaría hablar con él acerca de mi madre, Mary Niles.

—Ah. ¿Tenía hora concertada, señor Rice? —lo preguntó con aquel tono que utiliza la gente cuando saben seguro que no tienes hora.

Negué con la cabeza y tragué saliva.

—Lo siento, no. He venido de Nueva York a pasar el día. No supe hasta ayer que el señor Silverstein llevaba las cuentas de mi madre y no estaba seguro de poder venir a Pine Bluffs hoy.

Se mostró escéptica.

—Solo necesito un momento de su tiempo. Ah, por cierto, ¿por qué llaman a este sitio Pine Bluffs? No he visto ni un pino ni un acantilado desde que he llegado.

Con una voz seca respondió:

—Los riscos están río arriba a veinte kilómetros, cerca del pueblo original. Talaron los pinos a principios del siglo diecinueve. Tome asiento —añadió, señalando al sofá frente a su mesa—. Preguntaré al señor Silverstein si puede verle.

Me senté mientras ella hablaba en voz baja por teléfono.

Odiaba aquello. Nunca me ha gustado conocer a gente nueva. Bueno, lo que pasa es que odio dar la mano a desconocidos. ¿De qué tienes miedo, Davy? ¿De qué se te queden la mano? Me retorcí en el sofá, intentando ponerme cómodo. Sí, podrían quedarse la mano, o peor, no gustarme.

La puerta al despacho interior se abrió y apareció un hombre de unos cincuenta años, de mi altura y pelo gris. Llevaba un chaleco y unos pantalones a conjunto y la corbata aflojada en el cuello.

—¿Señor Rice? Soy Leo Silverstein. Tengo una cita en diez minutos, pero puedo estar por usted hasta entonces.

Me levanté y le di la mano.

—Muy amable —respondí mientras le seguía al despacho.

Cerró la puerta y señaló una silla.

—Así que es usted el hijo de Mary Niles…

—Sí.

—¿Y qué puedo hacer por usted?

—Estoy intentando localizarla.

—Oh —cogió un pisapapeles de su escritorio y se lo fue cambiando de mano—. Me he estado preguntando si algún día pasaría algo así.

Fruncí el ceño. El asiento de felpa se me hizo duro de repente.

—¿Qué quiere decir?

Respiró hondo.

—Su madre apareció por aquí hace seis años con tres huesos de la cara rotos, laceraciones, moretones y severos traumatismos. Habían abusado de ella física y mentalmente. Pasó un largo año de terapia psicológica por una fuerte depresión y dos operaciones para reconstruirle la cara.

Me lo quedé mirando. Tenía un nudo en el estómago.

Leo Silverstein me observó con atención, con el pisapapeles en una mano, a punto de cambiarlo a la otra, pero aún no.

—¿Es eso una sorpresa para usted?

Asentí.

—Bueno…, supe de al menos una vez que mi padre le pegó. Pero, cuando ella se marchó, yo volví a casa del colegio un día y se había ido. Mi padre no quiso hablar de ello —¡debería haberlo sabido!—. Tenía solo doce años por aquel entonces.

Asintió con la cabeza.

—Intenté varias veces convencer a su madre para que presentase cargos contra su padre. Pero se negó. Decía que nunca se acercaría a él, que no quería estar en el mismo estado que él. Estaba absolutamente aterrorizada —volvió a cambiarse de mano el pisapapeles—. También creo que temía lo que pudiese hacerle a usted. Según parece, la amenazó en diversas ocasiones con eso.

Un maldito rehén. Él se salió con la suya por mí. Tenía ganas de vomitar.

—¿Y dónde está ahora? —pregunté. Lo siento, lo siento, lo siento

—Bueno, ese es el problema. No puedo decírselo. Mi cliente me dio instrucciones de mantener esa información completamente confidencial. No tengo elección en el asunto. No hizo excepciones.

—¿Ni siquiera por mí? ¿Por su hijo?

Se encogió de hombros.

—¿Y cómo sabe ella que usted no está compinchado con su padre?

—Me escapé de aquel hijo de puta hace más de un año. ¡No estoy compinchado con él!

Se reclinó en su silla y le vi que apretaba el pisapapeles de repente, casi como si fuese un arma. Relájate, Davy. Suspiré y me senté bien en la silla, con las manos en el regazo. Repetí más lentamente:

—No estoy compinchado con mi padre.

—Me parece que le creo —contestó Silverstein, aminorando la presión sobre el pisapapeles y relajándose un poco—. Sin embargo, eso no tiene nada que ver con el asunto. Sigo sin poder decirle dónde está.

Crucé los brazos. Las orejas me ardían y me sentí avergonzado y furioso y a punto de hacer o decir algo estúpido.

—No obstante, estaría dispuesto a hacerle llegar un mensaje o una carta.

¿Y qué diría? ¿Qué debe de pensar de mí? ¿Cómo puedo escribir una carta sin saber eso? En realidad no quiere saber nada de mí…

Me levanté de golpe.

—Tendré que pensar en ello —contesté. Me di cuenta de que Silverstein se había tirado hacia atrás otra vez y agarraba el pisapapeles con fuerza. ¿Qué tengo en la cara que le asusta tanto? Fui hacia la puerta y la abrí de golpe, pero me detuve. Aún estaba furioso con él, pero parte de mí se daba cuenta de que no era culpa suya, aunque no me quitaba el enfado. ¿Le gustaría que le llevase de un salto a una parada de camioneros en Minnesota, señor Silverstein? Sin darme la vuelta le dije—: Gracias. Por favor, perdóneme por mi mal humor —luego pasé frente a la recepcionista, crucé la puerta de cristal y bajé las escaleras.

Estaba a punto de salir a la calle cuando vi a Walt Steiger, el taxista, aún aparcado allí fuera, leyendo su periódico.

No quería hablar con él.

Salté a Brooklyn.

* * *

El piso era demasiado pequeño para contener mi mal humor. Intenté sentarme, pero no podía dejar de moverme. Intenté acostarme, pero no había manera de parar quieto. Abajo los Washburn estaban discutiendo otra vez, gritándose mutuamente. Oí platos que se rompían y me estremecí mientras caminaba impaciente de arriba para abajo.

Aún iba vestido para el clima de Florida, pero no quería cambiarme. Cogí el abrigo, el largo de piel, y salté a la pasarela peatonal del puente de Brooklyn.

El reloj en el edificio Watchtower marcaba siete grados, y el viento del East River cortaba como un cuchillo. El espeso manto gris del cielo plomizo concordaba con mi estado de ánimo.

Un año en el hospital… oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío. Apreté las solapas del abrigo y me quedé mirando al sur, hacia el puerto, ajeno al viento. Recordé estar frente a mi padre con una pesada botella de whisky en la mano, debatiéndome entre la indecisión y la duda. Recordé que decidí no matarle. ¿O es que no pudiste matarle?

Lo que fuese. Me arrepentí de lo que fuese que me impidió aplastarle el cráneo. Sentía no haberle matado.

¿Y matarle ahora? Encogí la cabeza entre los hombros. El viento aullaba en mis orejas, agitándome. Quizá.

Pasé el resto de la tarde pensando en maneras de hacerlo, la mayoría de las cuales implicaban saltar. Podría agarrarle, saltar hasta el último piso del Empire State y tirarle al vacío. Bajé la vista para ver las frías aguas del East River. La caída desde aquí tampoco está mal. Me imaginé cosas, centenares de actos violentos, y los recreé en mi cabeza. En lugar de calmar mi enojo, me hacían sentir más culpable, más avergonzado de mí mismo. Aquello me enfureció aún más. Me di cuenta de que estaba aferrado a la barandilla, apretando los dientes. Me dolía la mandíbula. ¡Por todos los demonios! ¡Yo no soy quien le rompió la cara!

Fue cuando me di cuenta de que podía matarle y salirme con la mía, que empecé a calmarme. Cuando me di cuenta de que no lo haría.

Aunque sí quería hacerle daño. Quería aplastar algo, sentir la carne bajo mis puños. Quería romperle algunos huesos yo mismo.

Recordé lo que había pensado en hacerle al abogado de Florida. Iba a llevarle de un salto a aquel bar de camioneros en Minnesota, donde Topper Robbins, el tipo que intentó violarme, se había ganado mi confianza con una asquerosa cena.

Topper Robbins. Ahora, sí que hay alguien que merece castigo.

Me ceñí el abrigo y salté.

* * *

Topper llegó a la parada de camiones a las 10:30 de la noche, veinte minutos más tarde de lo que me había dicho una de las camareras. Había estado esperando durante más de una hora, moderadamente cómodo a pesar de la nieve, debido al nuevo calzoncillo largo y los guantes que llevaba.

Sin embargo, esperando con aquel frío volví a pensar en ello, y estaba a punto de dejarlo correr cuando llegó él. Apreté los puños de repente y noté que los dientes me rechinaban. Irme a casa se convirtió en lo último que quería hacer.

Puso gasolina, aparcó el camión con remolque, cerró la cabina y entró en el bar. Observé cómo tomaba asiento en la zona de conductores, y me aproximé a su camión.

La cabina era pequeña. No tenía cama detrás, solo una ventanilla trasera para comprobar los puntos ciegos. Miré a mi alrededor y me metí entre el remolque y la cabina. Había una caja de conexiones soldada y los manguitos de conexión del aire de los frenos neumáticos del remolque. Vi que podía sentarme allí con la cabeza justo debajo de la ventana. Si me levantaba sobre la caja, podía mirar adentro. Adquirí el sitio para saltar, y entonces me dirigí a la parte trasera del camión.

Había una escalera de mano soldada en el remolque, que iba desde el logotipo de PetroChem a la señal de INFLAMABLE. La subí y vi que había muy poco a lo que agarrarse en la parte superior de la cisterna, pero en la parte de atrás, entre la escalera y el remolque, había un saliente formado por las cajas de conexiones. Di la vuelta en la escalera y me senté allí. El metal estaba muy frío, pero se podía ir sentado.

Salté al Café Borgia, en Greenwich Village, y me tomé un chocolate caliente con nata montada y canela. Entre el chocolate, el calor de la cafetería y el calzoncillo largo que llevaba, entré bien en calor, y estaba casi sudando cuando salté de vuelta a la parada de camiones, al borde de la carretera.

Topper aún estaba cenando.

Entonces me puse a caminar de un lado a otro, aplastando de vez en cuando la pequeña capa de nieve sobre la hierba. Cuando me enfrié, salté a mi piso durante unos minutos. Se me ocurrió que no había llamado a Millie, pero no quería perder la ocasión. Topper podría irse, y yo tendría que esperar otro día.

Después de caminar, saltar y entrar en calor unas cuantas veces, Topper salió al fin del restaurante. Le vi caminar hacia el camión, abrir la cabina, y coger un martillo de detrás del asiento. Entonces se puso a golpear todas las ruedas. Al parecer satisfecho, guardó el martillo, subió al camión y encendió el contacto.

Salté a la caja de detrás de la cabina antes de que el camión empezase a moverse. Una vez en marcha, podía saltar de allí, pero probablemente no podría saltar de vuelta al camión. No si no lo tenía a la vista.

El viento azotaba los bordes de la cabina mientras Topper maniobraba con lentitud cambiando las marchas. Me subí el cuello del abrigo. Cuando el camión salió a la carretera interestatal, intenté saltar a la parte trasera del camión, en el saliente formado por las cajas de conexiones. No tuve problemas, aunque allí hacía mucho más aire. Volví a saltar detrás de la cabina. De nuevo, sin problemas.

Había supuesto que iría bien. Aunque aquello era un vehículo en movimiento, conocía la distancia entre donde me encontraba y mi objetivo. Sospeché que podría saltar al camión desde fuera, aunque estuviese en marcha, siempre y cuando pudiese verlo. Si saltase a mi piso en aquel momento, estaba seguro de que no podría saltar de vuelta.

Antes de que me enfriase demasiado para poder concentrarme, empecé mi «juego».

Me levanté sobre la caja, justo detrás del asiento del pasajero, y me agarré a uno de los cables de conexión con la mano izquierda. Con la derecha, saqué una pequeña linterna y me la acerqué a la cara mientras miraba por la ventanilla trasera.

No pude ver a Topper, pero mi cara se reflejaba en la ventanilla, como si estuviese flotando en el aire. La posición de la linterna proyectaba sombras en mi cara y la hacía parecer anormalmente blanca. El abrigo oscuro no se reflejaba para nada.

Pasó un rato antes de que Topper se diera cuenta. Quizá miró al retrovisor derecho y vio de reojo una luz donde no tendría que haberla. Entonces se giró para mirar bien. Es probable que lo hiciese dos o tres veces. No lo sé, pero sí sé que lo siguiente que hizo fue frenar de golpe.

Apagué la luz y salté a la plataforma de atrás.

El camión tardó varios segundos en parar. En el último momento salió a la cuneta. Oí que se abría la puerta de la cabina y sus pasos al bajar. Vi una ráfaga de luz en el asfalto y me di cuenta de que yo no era el único con una linterna.

El traqueteo del motor diesel tapó su voz, pero oí sus maldiciones y sus pasos hasta la parte trasera del camión, y vi el haz de la luz que se acercaba en el asfalto. Esperé a que casi hubiese llegado y salté detrás de la cabina otra vez.

No podía oírle por lo cerca que estaba del motor en marcha. La puerta del conductor estaba ligeramente abierta, de manera que el interior de la cabina estaba iluminado y podía verlo. Salté dentro y apagué el contacto. El motor paró con un ruido sordo. Miré por los retrovisores. Topper venía corriendo por el lado del conductor. Salté al saliente trasero de nuevo.

Le oí maldecir. Subí la escalera del camión y miré hacia delante. Estaba frente a la puerta del conductor, mirando las llaves del contacto, con la linterna hacia el suelo. Cerró la cabina con llave; luego, poniendo con cuidado las llaves en el bolsillo de su chaqueta, empezó a andar hacia el final del camión, alumbrando por debajo y alrededor de las ruedas así como por toda la estructura. Le dejé que llegase hasta media cisterna y salté al interior de la cabina.

Se estaba caliente en la cabina.

Después de dar la vuelta por todo el camión, Topper se fue hacia los matojos que había en el margen de la carretera y alumbró con la linterna a un lado y a otro. Volvió sacudiendo la cabeza.

Me puse a reír. Mientras abría la puerta, salté al final del camión. Cuando encendió el motor y se puso en marcha, volví a saltar a la caja detrás de la cabina.

¿Os hacéis a la idea?

Durante la hora siguiente, repetí lo mismo cinco veces más. No hizo ni veinte kilómetros por la interestatal 94. La sexta vez, empezó a resollar mientras rodeaba el camión.

—¡Maldita sea! ¿Qué quieres? ¿Quién diablos eres?

Esperé a que estuviese al final del camión, y entonces bajé y me puse a andar por la cuneta hasta que estuve a unos cuatro metros del vehículo. Había una alcantarilla, señalada con reflectores, que iba desde el borde del arcén hasta meterse debajo de la autopista. Era una zanja de hormigón de metro y medio de ancho por dos de profundidad. Caminé un poco más hasta que adquirí un lugar para saltar, una señal de tráfico, y luego salté de vuelta a la alcantarilla.

A lo lejos, vi un punto de luz que se movía con lentitud alrededor de la cisterna. Me puse al borde de la cuneta, con el cuello del abrigo ceñido, las manos en los bolsillos y, casualmente, delante del primer reflector que señalaba el conducto subterráneo.

Topper finalmente subió a la cabina y le dio al contacto. Cuando encendió las luces, me dieron de pleno en la cara.

No me estremecí. Me quedé allí. El camión no se movió por un momento; entonces se puso en marcha con una sacudida. No parecía girar para incorporarse a la carretera, pero continuaba aumentando la velocidad. Me quedé mirando al parabrisas sin moverme. El camión seguía ganando velocidad. Topper pisó a fondo el acelerador, pero aun así, el camión solo iba a cincuenta o así cuando se me acercó. Seguí sin moverme y esperé hasta sentir el calor que desprendía el motor, antes de saltar a la señal de tráfico, más abajo.

La rueda derecha delantera del camión se metió en la zanja y provocó que el neumático pinchase estrepitosamente. La parte trasera de la cabina osciló hacia la derecha, empujada por la cisterna. Entonces todo el camión cayó de lado con un lento y pesado movimiento. Saltaron chispas cuando la cabina rozó los bordes de hormigón de la alcantarilla, acompañadas por brillantes trozos de vidrio, pues algunos trozos del parabrisas saltaron por delante de los faros del camión.

Me dispuse a saltar, temiendo que la cisterna explotase, pero se detuvo poco después. La cabina estaba retorcida y abollada, con un faro inutilizado y el otro apuntando hacia el cielo. El remolque ni siquiera parecía perder combustible.

Me acerqué.

Topper tenía un brazo enredado en el volante y colgaba sobre el cambio de marchas, hacia el asiento del pasajero. Tenía la cara salpicada de sangre. Sus ojos me miraban fijamente y me siguieron cuando me acerqué a la parte delantera de la cabina para verlo mejor. Gemía un poco, y su mano libre intentaba alcanzar el volante para liberar al otro brazo.

Al otro lado de la mediana los coches se iban parando. Oí puertas que se cerraban y voces excitadas. Les hice caso omiso.

Sonreí lentamente a Topper. Volvió a hacer aquel ruido y palpó desesperadamente el volante. Entonces, mientras me miraba, salté.