—Caray, ¿dónde consigues esa ropa?
Me encogí de hombros en lugar de responder y subí al coche de Robert. Los amortiguadores crujieron y tuve que cerrar con fuerza la puerta dos veces. Puse la botella de champán en el asiento, entre nosotros, adornada con una cinta blanca.
Robert salió del aparcamiento con cuidado, y los amortiguadores se balancearon en exceso al pasar por encima de una alcantarilla.
—Los muelles van suaves —dijo—, pero es feo.
—Bueno. ¿Cuánta gente va a ir a esa fiesta?
Hizo un gesto con la mano libre.
—Ah, unas cincuenta o cien personas, quién sabe. Y hasta una banda, creo. Ella se lo puede permitir.
—¿Y qué harán sus padres?
—Están fuera del estado.
—Bien.
Tuvimos que aparcar a una manzana de distancia debido a la acumulación de coches. Había una multitud de jugadores de fútbol del Stanville High en la puerta principal, con latas de cerveza y cigarrillos en manos y bocas. Nos abrimos paso entre ellos.
Uno dijo:
—¿Con quién estás saliendo, Robert?
Robert simplemente siguió andando como si no le hubiese oído, pero vi que el cuello se le sonrojaba. Me detuve en la puerta y me volví a mirar. Todos estaban sonriendo. El que había hablado era Kevin Giamotti, el mismo que solía robarme el dinero de la comida en la escuela. Le miré, y por un momento se me hizo un nudo en el estómago, y se me aceleró el pulso.
¡Por Dios, si solo es un crío!
Sacudí la cabeza y empecé a reír. Comparado con aquellos tipos del callejón cerca de Times Square, Kevin era un niño. ¿Y yo le había tenido miedo? Me pareció ridículo.
Kevin dejó de sonreír.
—¿Qué? —empezó a fruncir el ceño.
—Nada —respondí, agitando la mano—. Absolutamente nada —me volví, riéndome aún más, de manera casi incontrolable, y entré en la casa.
Sue Kimmel estaba al final del pasillo hablando con una pareja que parecía mucho más interesada en toquetearse mutuamente que en escucharla.
—¿Vosotros dos vais calientes o qué? —preguntó—. El bar está en el salón. Si vais a beber, dadle vuestras llaves a Tommy. Está en la barra.
La pareja siguió caminando, pegajosamente unidos por cadera y labios.
—Hola, Robert. ¿Quién es él?
Robert abrió la boca y yo dije rápidamente:
—David —saqué la botella que llevaba detrás de la espalda y la presenté con una ligera reverencia—. Muy amable por su parte dejarme asistir.
Ella arqueó las cejas y cogió la botella.
—Sin duda, el placer es mío, señorita Doolittle[10]. ¿Bollinger? No venden esto por aquí. Los viejos creen que el André es la hostia —tocó el lazo y deslizó un dedo por las gotitas de condensación de la botella—. ¿De dónde la has sacado?
Tragué saliva y respondí:
—De mi nevera.
Rio.
—Muy sutil. Bueno, no voy a examinar más la mercancía —miró a Robert—. Trish te estaba buscando. Está allí fuera, en el patio.
—Gracias, Sue —se volvió hacia mí—. ¿Quieres conocer a Trish?
Empecé a decir algo, pero Sue Kimmel me interrumpió.
—Le acompañaré yo en un momento. Después de que abramos esto.
Me condujo con delicadeza por el pasillo hasta una enorme sala abarrotada de chicos y chicas de mi edad o mayores. La temperatura era unos cuantos grados más alta que en la entrada. Me aflojé la corbata y seguí a Sue mientras ella se abría paso a empujones usando la fría y húmeda botella de champán como un cayado de pastor, apartando a la gente a derecha e izquierda tocándoles la piel o la fina ropa.
Por fin llegamos a una larga barra que había a lo largo de la pared del fondo. Un tipo enorme, puede que de unos dos metros, estaba usando un dispensador de cerveza para llenar una jarra a uno de los chicos apoyados en la barra. Llevaba una correa encima del hombro repleta de llaves de coche.
—¡Hey, Tommy!
—Hey, Sue.
Puso el magnum de Bollinger en la barra.
—Copas.
—Sí.
Cogió dos copas de vino de un estante detrás de la barra.
—De esas no… las flautas. Dios, Tommy. Flautas de champán.
Me miró y puso los ojos en blanco. Tommy se ruborizó.
—Yo uso frascos de conservas —dije. Sonreí a Tommy y él asintió un minuto después, y se fue a un extremo de la barra a llenar otra jarra de cerveza.
—¿Y bien?
Me volví hacia Sue y arqueé las cejas.
Ella me hizo un gesto señalando la botella.
—Oh, bueno, vale.
Había leído algo sobre abrir botellas de champán, por si aquello ocurría. La lámina de aluminio salió como debía hacerlo y empecé a sacar el bozal de alambre, desenroscándolo y separándolo con cuidado del corcho. Tal como Sue había zarandeado la botella, temía que saliese disparado como un proyectil.
El libro que había leído recomendaba quitar el tapón con delicadeza, agarrándolo bien para evitar que saliese de golpe y golpease a alguien. Decía que hacer saltar el tapón era «para bufones y petimetres».
Intenté sacarlo con cuidado, pero aquello parecía inamovible. Me puse a tirar de él y a retorcerlo, pero seguía sin moverse. Saqué la botella de la barra y me la puse entre las piernas, para poder agarrarla mejor. Aquello hizo que bajase mi cabeza a la altura de los pechos de Sue.
—¡Caramba, David! ¿Qué es eso que tienes entre las piernas? —me puso una mano en la nuca y me acercó a ella. Mi frente chocó contra el hueco de su garganta y miré por debajo de su vestido. Olí su perfume y su piel.
Intenté incorporarme, pues tenía las orejas y la cara ardiendo. El corcho cedió un poco en el cuello de la botella. Intenté apartarme de Sue.
Ella estaba riendo, mirando cómo me ruborizaba. Entonces dejó de hacerlo y sentí que me cogían del hombro y me hacían girar. Una voz, potente y grave, me gritó en el oído:
—¿Qué cojones estás haciendo con mi novia?
No era tan grande como Tommy, pero seguía siendo mucho más alto que yo, y era mayor, rubio y con barba. Me lo quedé mirando, perplejo, con la botella sin abrir aún en la mano. Me empujó y yo me hice atrás, chocando contra la barra y contra Sue, y sin darme cuenta sacudí el champán. Entonces fue cuando salió.
El corcho le dio en la barbilla, haciendo que se mordiese la lengua. El champán salió a presión, empapándonos a los dos. Le miré horrorizado, intentando en vano detener el chorro con el pulgar. Aquello hizo que la espuma salpicase en vez de salir a borbotones.
A mi lado oí que Sue decía, casi en voz baja:
—Eyaculación precoz… otra vez.
—¡Gusano de mierda!
Arremetió contra mí, con las manos directas a mi cuello. Yo me agaché, me hice un ovillo, y noté que su peso se me venía encima, cubriéndome, tapándome.
Salté.
* * *
La corbata empapada de champán y la camisa dieron un golpe húmedo al chocar con la pared de mi cuarto de baño.
—Maldita sea. Maldita sea. Maldita sea.
¿Por qué siempre tiene que pasarme a mí esa mierda?
Sentí un dolor en la garganta y quería golpear algo, romper cosas. Me miré en el espejo.
El pelo mojado me cubría la frente y tenía la mandíbula cerrada con fuerza. Se me veían los músculos de la cara y del cuello. Me relajé un poco y me di cuenta de que me dolían los dientes. Respiré hondo varias veces, apoyándome en el lavamanos.
Un minuto después abrí el agua fría y me lavé la cara y me aclaré el pelo para quitar el olor a champán. Me peiné todo hacia atrás.
La diferencia de mi aspecto era sorprendente. El pelo parecía mucho más oscuro y la forma de mi cabeza había cambiado. Fruncí el ceño, y luego fui al dormitorio y cogí una camisa negra con cuello duro. Me la puse y comprobé el resultado en el espejo.
Casi no me parecía al muchacho que había entrado en casa de Sue Kimmel con el champán.
Salté.
* * *
Los futbolistas habían abandonado el porche de la puerta principal, pero el rastro de sus latas de cerveza aplastadas y sus colillas estaba desperdigado por la entrada y el césped. Incluso antes de entrar en la casa pude comprobar que la banda había empezado a tocar: los graves y las percusiones se oían en la acera y hacían vibrar las ventanas. Abrí la puerta y el sonido me golpeó con una fuerza casi palpable.
Me sentí tentado de volver a saltar a casa, pero respiré hondo y me metí en el ruido.
El pasillo estaba aún más lleno de gente que antes, pero cuando por fin llegué a la sala con bar, no había tanta. El estruendo venía del otro extremo de la sala. Vi a la gente bailando como locos.
Solo había un par de personas en el bar, pero Tommy seguía allí, tamborileando en la barra al ritmo de la música. Tenía el doble de llaves que antes colgadas del cuello.
Me coloqué en el apoyapiés e incliné los codos hacia delante. Él me echó un vistazo y me volvió a mirar. Vino desde el final de la barra y me habló gritando por encima de la música:
—Caray. Sí que te has cambiado rápido. Pensaba que conocía a todos los del vecindario.
Negué con la cabeza.
—Probablemente así sea. Pero yo no soy de por aquí.
—Bueno, pero sí que te has esfumado rápido. Sue te estaba buscando.
—¿Ah sí?
Buscó detrás de la barra y sacó el magnum de Bollinger.
—Aún queda un poco. Se podría haber sacado casi un litro escurriendo la camisa de Lester, pero sabría rancio —sacó una copa de tulipa y la llenó, vaciando la botella.
—¿Lester es el tipo que se me ha tirado encima?
—Sí. Sue lo ha enviado a casa. Estaba furiosa.
Sonreí.
—Quizá no debería haber vuelto. Aunque me alegro de que no esté.
Tommy asintió.
—Si fuera por mí, podría partirle un rayo.
Pestañeé.
—No te gusta, ¿eh?
Asintió, sonrió y se fue al otro extremo de la barra.
El champán sabía como ginger ale sin azúcar, y tenía un regusto desagradable. Miré en el espejo del bar y desarrugué la nariz. Cambié la forma de coger la copa, intentando parecer más sofisticado, menos torpe. Volví a sorber el champán y me estremecí.
Un poco más sofisticado.
Cogí la copa y salí a pasearme por la galería, lejos de la música. Había mesas y sillas blancas, de hierro forjado. Tres estaban ocupadas. Una estaba libre, a la sombra del seto. Me senté.
La banda empezó a tocar clásicos, canciones de principios de los sesenta. Habían sido éxitos antes de que yo naciera, pero las había oído bastante a menudo. Mi madre no escuchaba más que viejo rock and roll, canciones de su adolescencia. Crecí escuchándolas, preguntándome de qué iban. No es que me gustaran, pero tampoco me disgustaban.
Me sabía todas las letras.
—Estás aquí.
Sue Kimmel cogió una de las sillas del patio y puso una copa de algo con hielo sobre la mesa.
—Tommy me ha dicho que habías vuelto, pero he pasado delante de ti tres veces hasta que me he dado cuenta de que te has cambiado de ropa.
Me mordí el labio.
—No pretendía causar problemas.
Puso los ojos en blanco.
—Lester es el que ha causado problemas.
—Debe de quererte mucho.
Se puso a reír.
—¿Quererme? Lester no sabe qué significa eso. Él solo marca territorios. Mearía sobre las bocas de riego si creyese a la gente capaz de olerlas.
No sabía qué decir, así que tomé otro sorbo de aquel champán. ¡Puaj!
Ella tomó un trago de su bebida y se relamió los labios.
—De hecho, quería disculparme por el comportamiento de Lester. Él no se da cuenta, pero estamos a punto de romper.
—Lo siento.
—No tienes por qué sentir nada. He estado pensando en ello toda la semana. Ya me ha cabreado demasiadas veces.
Tomé otro sorbo. El gusto era malo, pero no tanto como antes. Alcé la copa hacia ella, pero no dije nada.
Ella alzó la suya y se la acabó.
—Venga —dijo—. Vamos a bailar.
Sentí un ataque de pánico. ¿Bailar? Dejé la copa.
—No soy muy bueno.
—Y a quién le importa. Venga.
—Preferiría no hacerlo.
Me agarró la mano y me sacó de la silla de un tirón.
—Venga —no me soltaba el brazo y tiraba de mí en dirección a la música.
La banda estaba tocando algo muy rápido, muy ruidoso. Nos abrimos paso entre cuerpos que giraban hasta que se hizo un pequeño espacio en la pista. Me sentí encerrado, amenazado por todos aquellos cuerpos y extremidades agitándose. Ella empezó a bailar. Permanecí allí quieto durante unos instantes, y entonces empecé a moverme. La música me golpeaba como las olas en la playa. Intenté encontrar un movimiento que fuese al compás, pero el ritmo era demasiado rápido.
Sue estaba ajena a lo que le rodeaba, con los ojos cerrados, y moviendo las piernas en contrapunto a la música. Yo intentaba no mirarle a las partes que le botaban arriba y abajo. Me sentí miserable.
Esperé hasta que empezó a girar y me tuvo de espaldas, y salté de vuelta al patio. Alguien dio un grito ahogado a mi derecha. Me volví y vi a una chica mirándome desde una de las otras mesas.
—¡Jesús! No te he visto venir, vestido así todo de negro.
—Lo siento. No pretendía asustarte —recogí la flauta de champán y la llevé de vuelta al bar.
—Hey, Tommy.
—Hey, David. No hay más champán, tío.
—Llénala con ginger ale. Y ponle espuma.
Sonrió y la llenó con el dispensador de cerveza.
—Su ginge ale, monsieur.
—Gracias.
Volví al porche y recuperé mi asiento. Al momento, Sue apareció, con cara de no entender, y un poco enfadada.
—¿Qué es lo que pasa? ¿Sabes cuántos tíos hay en esta fiesta que quieren bailar conmigo?
—Ya veo por qué. Eres muy atractiva y bailas de maravilla.
Pestañeó, boquiabierta, como si fuese a decir algo. Cerró la boca y se sentó.
—Ha estado bien. Muy bien. Casi demasiado bien. ¿Por qué no quieres bailar conmigo?
Me encogí de hombros.
—Me siento como un idiota. Tú sabes lo que estás haciendo ahí fuera. Pero yo me siento como un patoso estúpido. El contraste da pena. Supongo que soy corto, pero no quiero que nadie sepa cuánto.
—Sí, muy corto. Comparado con Lester, eres un lince.
—Apuesto a que Lester sabe bailar.
—De manera fingida y egocéntrica. Más John Travolta que Baryshnikov.
Volví a encogerme de hombros y me sentí estúpido. ¿Es que solo sé expresarme encogiéndome de hombros?
—Voy a buscar algo de beber. ¿Quieres algo?
Alcé mi ginger ale.
—No vuelvas a desaparecer.
—No, señora.
Volvió con su copa llena de un líquido ámbar. Detrás de ella venían Robert y una guapa pelirroja que recordaba vagamente del instituto. Era Trish McMillan, la chica con la que Robert tenía «algo parecido a una cita».
—Caray, tío. Te he estado buscando por todas partes —dijo Robert—. ¿Estás bien? He oído que Lester se te ha tirado encima.
—Estoy bien.
—¿Cómo te has cambiado tan rápido? ¿Es que llevabas una bolsa?
Sonreí y recurrí al siempre popular y socorrido encogimiento de hombros.
Parecía que quería preguntarme más, pero entonces habló Trish.
—Robert me ha dicho que te ha traído a la fiesta, pero no me he dado cuenta de que eras David Rice. ¿Cuánto hace que te escapaste?
Sue miró a Trish y me miró a mí.
—¿Qué quieres decir con «escaparte»?
Cogí la copa y bebí un poco más de ginger ale. No creí que funcionase volver a encoger los hombros.
—Me marché de casa hace un año y dos meses.
Trish no dejaba el tema.
—Bueno, vaya. Parece que te las has apañado bien. ¿Lo recomiendas?
—Depende.
—¿De qué?
—De lo mal que lo pases en casa. Tiene que ser bastante horrible para que pienses que es mejor fugarse.
—Bueno, ¿y qué tal en tu caso?
Dejé la copa.
—Preferiría no hablar de mi caso.
Me miró fijamente.
—Bueno, no era mi intención entrometerme. Lo siento.
—No hay problema. Hoy hace buen tiempo.
Robert parecía incómodo.
—Sí, buen tiempo. David, voy a acompañar a Trish a casa. Puedo volver después para recogerte.
Negué con la cabeza.
—Gracias, pero puedo volver a casa desde aquí.
Se levantaron para irse. Sue dijo:
—Anticoncepción, Trish. Aquella conversación de vital importancia de antes.
Trish y Robert se ruborizaron al unísono.
—Sí, de acuerdo —respondió Trish.
Cuando se hubieron marchado, Sue se volvió hacia mí.
—Buena gente. ¿Y tú dónde vives?
No veía razón para mentir.
—En Nueva York.
—Oh. Entonces solo has venido a visitar tu pueblo natal.
—Así es.
Rio.
—¿Y qué más haces?
—Leo mucho.
Bebió un sorbo más de su bebida.
—¿Qué es lo que bebes?
—Glenlivet.
Sacudí la cabeza, sin entender.
—Whisky.
—Ah.
—¿Quieres?
Recordé la imagen de un hombre en ropa interior, calcetines negros, con las piernas peludas y una botella vacía de whisky en un brazo como si fuese un bebé, boquiabierto, con los ojos cerrados… papá.
—No. Gracias por preguntarlo.
Se inclinó hacia delante, mostrando el escote. Aparté la vista. Ella se incorporó, subiéndose un tirante. Sorbí un poco de ginger ale.
—Entonces, ¿has visto la casa, Robert?
Negué con la cabeza.
—Venga. Podemos encontrar algún sitio más tranquilo para tener una conversación.
Se levantó y, tambaleándose un poco, me hizo entrar en la casa y subir las escaleras. Su recorrido consistió en «este el pasillo del primer piso. Esta es mi habitación».
Oh, Dios mío.
—Eh, Sue. ¿Qué estamos haciendo aquí arriba?
Cerró la puerta detrás de nosotros.
—Hablar. Esa conversación que estábamos teniendo antes. Ya sabes, antes de Trish y Robert —caminó hacia mí; di un paso atrás e intenté alcanzar la puerta cerrada. Ella seguía acercándose.
—Pero si podría ser el propio Charles Manson, Sue. Podría tener todas las ETS que existen.
Me puso las manos en los hombros. De puntillas era un poco más alta que yo.
—¿Es cierto?
—¿Qué?
—Que tienes alguna enfermedad de transmisión sexual.
—Eh… no que yo sepa.
Apretó su boca contra la mía. Me apartó los labios y metió la lengua entre mis dientes. Sentí que se me erizaba el vello de la nuca y en la espalda un escalofrío nada desagradable. Pero su boca sabía a whisky. La aparté con delicadeza.
—Eh, espera. —Oh, Dios, es preciosa. No sabía qué decir. Quería acostarme con ella. Quería salir corriendo. Quería saltar lejos de allí.
¿Y qué pasa con Millie?
Adaptó su cuerpo al mío.
—¿Qué? ¿No te gusto? ¿Es esto otra cosa más que no haces?
—Esto, esto… ¿dónde tienes el lavabo?
Señaló a una puerta al otro lado de la habitación y me siguió hasta ella. Entré y me encontré con un pequeño baño sin otra salida. Mierda.
Encendió la luz.
—Los condones —dijo— están en el último cajón —cerró la puerta de golpe, casi como el chasquido que hace una ratonera al activarse.
Abrí el último cajón. Había una caja de condones Trojan Gold entre cintas para el pelo, rulos y un tubo de lubricante K-Y. ¿Solo una caja? ¿Eso la hacía conservadora o fácil? Cerré el cajón y miré a la ventana. Era de un medio metro cuadrado, y estaba a la derecha del lavamanos. Saqué la cabeza. Había una caída de unos seis metros por una pared de ladrillo lisa.
Tendría que servir.
Cogí un pintalabios y escribí en el espejo: LO SIENTO, NO PUEDO. Luego tiré de la cadena, me aseguré de que la puerta pudiese abrirse, y salté a mi casa en Brooklyn.
* * *
—Encontraron a alguien que coincidía con tu descripción física y duplicaron su carnet con tu foto. El nombre puede ser un poco diferente, pero se parece. Desde luego, la dirección es la suya, pero si comprueban tu carnet, el expedidor encontrará que todo encaja en el ordenador —hizo una pausa y me miró—. Ah. También tienen acceso al plástico real, al papel certificado y al estampado de relieve. Tu documentación es de verdad.
—¿Y qué me dices de la firma? —pregunté a Leo.
—Bueno, tendrás que practicarla.
Caminé en silencio pensando en ello, echando ojeadas a la tarjeta.
Llegamos a Lexington y empezamos a subir.
—Es realmente un buen trato, señor Rice. De verdad.
—Relájate, Leo. Está bien. Estoy conforme —le pagué los honorarios y un plus, y nos separamos.
Más tarde, aquel día, puse treinta mil dólares en una cuenta conjunta en el Liberty Savings & Loans a nombre de David Michael Reece. Esa era la identidad de mi nuevo carnet de conducir. Me inventé un número de la Seguridad Social. La chica me ofreció escoger entre una tostadora o un robot de cocina. Me quedé con la tostadora.
Con mis nuevos cheques compré un billete de primera clase, solo de ida, al Will Rogers World Ariport, en Oklahoma.
—¿Está seguro de que no quiere un billete de ida y vuelta? Si después compra un billete de vuelta, le costará más de trescientos dólares más caro… en primera clase.
—No, gracias. No necesito un billete de vuelta.
—Ah, ¿es que no vuelve?
Sacudí la cabeza.
—No. Sí que vuelvo, pero con otro transporte.
—Ah. Regresará en coche.
Me encogí de hombros. Que pensase lo que quisiese.
Como no tenía una «tarjeta de crédito habitual» me dijo que tendría que venir a recoger el billete después de que el cheque estuviese compensado.
Me empezaron a arder las orejas y me sentí como si hubiese hecho algo mal.
—¿Entonces por qué no pago en metálico? —saqué un fajo de billetes de cincuenta.
Se me quedó mirando.
—Eh… preferimos no aceptar efectivo. ¿Tiene prisa por adquirir el billete?
—Sí —espeté. ¿Qué problema hay conmigo?
—Déjeme hablar con mi jefa.
Abrió una puerta al fondo y entró. Me sentía, por alguna razón, como si estuviese sentado en el despacho del director, esperando a que me sermonearan sobre el buen comportamiento. Tenía ganas de salir de allí. De romper cosas. De llorar.
Acababa de decidir que iba a saltar de vuelta a mi piso y olvidarme de todo aquello cuando salió de la puerta con una mujer mayor.
—Hola, señor Reece, soy Charlotte Black, la propietaria.
—Hola —mi tono era frío e indiferente.
—Normalmente no aceptamos efectivo, porque nuestro contable no lo aprueba. Además, yo llevo los depósitos al banco y, francamente, me pone un poco nerviosa llevar efectivo en este barrio.
—Ah, puedo entender eso —contesté. Me dio una punzada la parte trasera de la cabeza—. No quiero insistir en el tema, pero voy a estar viajando mucho y me gustaría hacer todos mis planes en un sitio —hice una pausa—. Pero no quiero estos líos de tener que esperarme a que el cheque esté compensado.
Frunció el ceño.
—Podría establecer crédito con nosotros y podríamos abrir una cuenta y cobrarle a final de mes.
—¿Y cómo funcionaría eso?
—Tendría que rellenar una solicitud de crédito y haríamos que nuestra agencia de crédito verificase sus datos.
Oh, fantástico. Eso es lo que necesito, que investiguen mi pasado.
—Qué me dice de lo siguiente —respondí—: les extiendo un cheque de diez mil dólares. Cuando se me acabe, me lo dicen y les hago otro. Y —añadí—, esperaré hasta que el cheque esté compensado para recoger mi billete a Oklahoma.
Pestañeó e inspiró con fuerza.
—Eso sería aceptable.
Garabateé el cheque, intentando hacer que la firma fuese natural además de parecida a la de mi carnet de conducir. Lo cogió y le echó un vistazo.
—Oh. Nosotros tenemos la cuenta en el Liberty. Lo llevaré al mediodía. ¿Podemos llamarle esta misma tarde?
Negué con la cabeza.
—Mi próxima parada es la compañía de teléfonos. Todavía no tengo línea. ¿Qué le parece que me pase por aquí a eso de las tres?
—Muy bien, señor Reece.
* * *
Millie me esperaba en la puerta de embarque con una sonrisa que no llegaba a iluminar sus ojos. Sentí que se encogía en mi interior.
—Hola —dije. No me moví para tocarla. Ella pareció aliviada.
—Vaya, has salido rápido. Debes de haber ido sentado delante de todo.
Me encogí de hombros.
—Solo había tres filas en primera clase.
—Ah —empezó a caminar y me puse a su altura—. ¿Has traído equipaje?
—Solo esto —respondí, levantando la bolsa de mano.
—Vamos por aquí para coger el coche.
Caminamos a lo largo de la explanada y giramos a la derecha.
—Espera un segundo, por favor.
—¿Eh? —se detuvo.
Habíamos llegado hasta una señal que decía MIRADOR. Había un torniquete que admitía diez centavos y una escalera hacia arriba.
—¿Podemos subir un momento?
Ella arqueó las cejas, sorprendida.
—Bueno, no es el Empire State, pero si tú quieres…
—Gracias —tuve que cambiar monedas en un bar de la explanada antes de que pudiésemos entrar y ascendiésemos por los tres tramos de escaleras. La vista eran las pistas, árboles lejanos y hierba marrón. Miré a mi alrededor, memorizando los detalles, para poder saltar directamente al aeropuerto la próxima vez.
—¿Qué ocurre? —le pregunté, con toda tranquilidad, mientras miraba el aeropuerto. La miré de reojo. Se estaba mordiendo el labio.
Me vio que la estaba mirando. Cerró la boca. Le sonreí.
—¿Soy yo el problema, Millie? ¿Sientes que haya venido?
Torció el gesto, abrió la boca y la volvió a cerrar sin decir nada. Entonces:
—¡Maldita sea! ¡No lo sé! ¡Odio esto! Me siento como una completa estúpida y también presionada y no sé qué es lo que quieres.
Parecía a punto de llorar.
Alcé la mano.
—¿Qué es lo que quieres tú?
Se volvió y miró hacia la ventana.
—No estoy segura.
—Bueno… ¿por qué no intentamos averiguarlo? ¿Te alegras o lamentas que haya venido?
—Sí.
—Ah. Un poco de todo. Mejor que lamentarse del todo, supongo —yo también me sentí casi con ganas de llorar—. ¿Por qué te sientes presionada? ¿Y para hacer qué?
Sacudió la cabeza, casi con ira.
—¡No es justo! Si nos estuviésemos acostando juntos, puede que pudiese justificar que te gastes el dinero en volar hasta aquí. Pero no es así. Y como has volado hasta aquí, es casi como si tuviese que acostarme contigo para equilibrar las cosas.
—Y tú no quieres hacer eso, ¿verdad?
Negó con la cabeza.
No pude evitar preguntar:
—¿Nunca?
Ella frunció el ceño.
—¿Lo ves? Incluso tú piensas que así es como se supone que tienen que ser las cosas.
Me ruboricé.
—No. Lo siento. No espero eso. Estaría mintiendo si dijese que no me gustaría, pero no lo espero. He volado hasta aquí para ir a esa fiesta contigo. No estoy intentando presionarte para hacer nada.
—Bueno, pero la presión está ahí. Es situacional.
—Hum. Parece como si hubieses pasado más tiempo pensando en acostarte conmigo que yo. Lo encuentro muy esperanzador.
Me fulminó con la mirada.
—Dame un respiro.
—Bueno, dámelo también a mí. Intenta asumir la responsabilidad solo de tus actos. Lo único que has hecho es estar de acuerdo en ir a una fiesta conmigo. Parece como si también estuvieses asumiendo la responsabilidad de los míos. Soy mayor de edad… al menos puedo votar. Sé que soy más joven que tú, pero eso no te obliga a «cuidar de mí».
Volvió a fruncir el ceño.
—Bueno —dije—, ¿quieres que me vaya? Estoy seguro de que puedo encontrar cosas que hacer durante el fin de semana en la ciudad de Oklahoma. ¿Dónde están los taxis?
—¿Es eso lo que quieres?
Resoplé con violencia.
—¡Lo que quiero es estar con alguien que quiera que esté aquí! Ya he malgastado bastante tiempo con gente que no me quería a su lado. Y no me gusta.
Aquello la detuvo por un momento. Después de mirar ensimismada a la pista respondió:
—De acuerdo. Vamos.
Me aparté.
—¿Adónde?
Me agarró del brazo, el que sostenía la bolsa, y tiró de mi.
—¡A la fiesta, maldita sea! —entrelazó su brazo con el mío en la escalera—. Y sí, quiero que estés aquí. ¡Y deja de sonreír!
* * *
Debido a la hora, cenamos por el camino y fuimos directamente a la fiesta. Sentí una extraña sensación de déja vu cuando nos acercamos por la acera hasta la casa. Había jugadores de fútbol con suéteres o chaquetas de cuero con letras en la entrada, bebiendo cerveza. Aquellos fumaban menos, pero claro, era lo que se podía esperar de atletas universitarios. Sin embargo, su presencia y la vibración de la música que venía desde el interior de la casa me hicieron pensar en la fiesta del sábado anterior.
Millie me presentó al anfitrión, un estudiante licenciado en antropología llamado Paul nosequé. Nos dimos la mano.
—Entonces —dijo—, ¿qué estás estudiando? —me miró la ropa y a la cara—. Déjame que lo adivine. Historia del arte, primerizo.
Negué con la cabeza.
—Lo siento. No soy de la ciudad. No estudio nada. No estoy en ningún curso.
—Oh —pareció decepcionado—. ¿De dónde eres?
—De Nueva York.
—Ah. ¿Eres pariente de Millie?
Millie, que había estado hablando con otra gente durante esa conversación, oyó aquellas últimas palabras.
—No. Estoy saliendo con él —respondió, con firmeza.
Paul pestañeó.
—Sí, señora. Es que pensaba que parecía un primo pequeño o algo así.
Millie le apuntó con el dedo.
—¡Cerdo sexista! Si tuviese tres años más que yo no habrías dicho nada. ¡Qué sarta de gilipolleces hipócritas!
Paul se hizo atrás.
—¡De acuerdo! De acuerdo —sonreía—. Sales con él. No es que no haya precedentes culturales…
Millie me miró.
—Cierra la boca. O te entrará una mosca.
Me empujó hacia la cocina, donde habían instalado el bar.
Decidí no hacer comentarios.
Me presentó a una serie de personas. Yo sonreí y di la mano, pero hablé muy poco. Millie llevaba una copa de vino. Yo la seguía con mi ginger ale.
Al cabo de un rato, me encontraba en el patio con Millie y dos de sus amistades. Estábamos hablando de Nueva York, de su criminalidad y su pobreza. La persona que no había estado allí tenía las opiniones más radicales.
—No me trago lo de los sin techo —aseguraba aquella mujer—. Creo que son drogadictos u holgazanes. No quieren trabajar y por eso mendigan.
Arqueé las cejas.
—Eso es bastante blanco y negro.
—¿Qué estás diciendo, que es algo racista?
Millie se llevó la mano a la boca.
—No. Estoy diciendo que tu punto de vista es muy simplista. Seguro que hay gente como los que describes. Pero también he visto a mujeres con críos que no pueden trabajar porque la única dirección que tienen es una esquina en la calle y…
Millie me puso la mano en el brazo.
—Aquel es Mark —me dijo, en voz baja.
Miré hacia la puerta. El tipo que entraba era poco más alto que yo y ancho de espaldas. Tenía el pelo rubio y barba. Había una chica bajo uno de sus brazos y con los suyos alrededor de su cintura. Estaba mirando hacia nosotros, a Millie.
Volví a mirar a la mujer de las opiniones.
—Te sorprendería saber la cantidad de personas en la calle que no cuadran con tu perfil —le dejé caer.
Millie se retrajo sobre sí misma cruzando los brazos.
Mark seguía mirando.
La banda empezó con una canción lenta, «Sittin’ in the Dock of the Bay» de Otis Redding.
—Venga, Millie. Bailemos.
Ella giró la cabeza, de golpe, como si hubiese olvidado que yo estaba allí, y me dedicó una pequeña sonrisa.
—Vale.
—Por favor, disculpadnos —dije, y la conduje a través del patio, a la puerta que llevaba hasta la pista de baile. Mark parecía observarnos en todo momento.
—Dios santo —me comentó Millie al oído mientras estábamos en la pista—. ¿Has visto cómo me está mirando?
—Ya. No dejes que te moleste.
—Es más fácil decirlo que hacerlo.
Le acaricié la espalda y se relajó un poco, moviéndose mecánicamente con la música.
—¿Cuánto se tarda?
—¿Eh? —me acerqué un poco más. No pareció importarle.
—¿En olvidar a alguien? ¿Sobre todo cuando no te dejan en paz?
—¿Quién rompió con quién?
Se puso un poco tensa.
—Yo rompí con él. Se estaba acostando con Sissy.
—Sissy.
—Sí. La lapa que lleva bajo el brazo.
—Ah. Pero a ti aún te importaba. Y él te traicionó.
Su cuerpo se tensó y hundió la cara en mi cuello.
Sentí una mano en el hombro. Era Mark.
Hice caso omiso de su mano y seguí bailando.
Me agarró del brazo. Millie le vio y se hizo atrás. Me volví hacia él.
—Solo quiero bailar, tío —dijo, con los brazos abiertos. Había una sonrisa en su cara, pero era mezquina.
Cogí a Millie del brazo y salí de la pista. Él nos siguió, intentó que Millie se diese la vuelta agarrándola del hombro. Sentí una punzada en el estómago, lejana, como cuando sabía que papá había estado bebiendo y estaba a punto de pegarme. Me puse entré él y Millie. Me empujó contra ella. Millie llevaba tacones y uno de ellos se quedó clavado en el umbral de la puerta. Agitó los brazos para evitar caer.
La aguanté y miré a mi alrededor.
Estábamos en la entrada al salón. Había una hilera de interruptores detrás de mí. Mark estaba con las piernas separadas y las manos en alto. La gente que bailaba más cerca había dejado de hacerlo y nos estaba mirando.
Sentí ganas de vomitar. De salir corriendo. De matar a Mark por hacerme sentir de aquella manera, por tratar a Millie así.
Me volví de golpe y apagué las luces con las dos manos. La sala se quedó a oscuras, y la única luz que quedaba era la del patio. Salté hacia Mark por su espalda (lo había decidido antes de dar a los interruptores), le agarré por la cintura y lo levanté del suelo. Él sacudió los brazos y uno de sus codos me golpeó en el ojo, pero no le solté. Salté al mirador del Will Rogers Airport, a cien kilómetros al suroeste de Stillwater, y le solté. Se tambaleó y cayó de rodillas en un lugar repentinamente extraño e iluminado, estirando los brazos para agarrar nada más que aire. Antes de que pudiese incorporarse y girarse, salté de vuelta, a la oscuridad de la pista de baile. Alguien encendió las luces.
Millie me estaba mirando con los ojos como platos. Me note algo en la cara e hice un gesto de dolor. Ella se acercó y me movió la cabeza hacia atrás para poder mirarme el ojo.
—Ay. Será mejor que le pongamos hielo a eso. ¿Dónde está Mark?
Miré a mi alrededor. La gente se puso a bailar otra vez. Me ceñí a la verdad.
—Creo que se ha ido al apagarse la luz.
—¿Te ha golpeado?
—Con el codo, creo.
Me empujó hacia la cocina, entrelazando su brazo con el mío. Mientras caminábamos siguió mirando por todas partes, buscando a Mark.
Pasamos por delante de Sissy en el pasillo. Estaba hablando por teléfono con un dedo en la oreja por el ruido de la banda. Estaba hablando en voz alta por el auricular.
—¿Qué estás dónde? ¡No me digas eso! ¡Hace solo un minuto que estabas aquí! ¡No, no voy a ir a buscarte! ¿Quieres que vaya con el coche a un sitio en el que no podrías estar? Si no quieres decirme la verdad, no me la digas. ¡Que te jodan! —dejó el auricular de golpe y salió pisando fuerte hacia la pista.
Millie arqueó las cejas y sonrió.
—Bueno. Supongo que ha empezado a mentirle a ella también. ¿Qué le has hecho?
Pestañeé y mantuve la boca cerrada.
En la cocina llenó un paño con cubitos de hielo y me lo colocó en la cara. Dolía, pero estaba disfrutando demasiado de las atenciones como para quejarme.
—¿Mejor así?
—Bueno, no, pero probablemente esté bajando la hinchazón.
Se puso a reír.
Entonces volvimos al patio, con otras bebidas y el hielo en el trapo. Al rato, bailé otra canción lenta con Millie. Después ella bailó un par de rápidas con Paul y con otro amigo. Luego nos fuimos.
—Me alegro de haber venido —me dijo en el coche—, pero siento mucho lo de tu ojo.
—No pasa nada. Ha estado bien. El viaje ha valido la pena.
Me miró por encima de las gafas. Luego suspiró y volvió a poner la atención en la carretera. Pasamos cerca de la universidad; entonces giró hacia un bloque de pisos.
—¡Eh! ¿Qué hay de mi hotel?
Hizo una sonrisita.
—Es tirar el dinero.
—Tengo el dinero.
Apagó el contacto y se quedó mirando a lo lejos. Luego se giró hacia mí y contestó:
—Quiero que te alojes en mi casa —apartó la mirada mientras lo decía.
—¿Estás segura?
Asintió.
—De acuerdo.
Tenía un piso de dos habitaciones, que compartía con una compañera. Cuando le pregunté por ello, me respondió:
—Sherry se ha marchado a casa el fin de semana, a ver a su familia en Tulsa.
Dejé mi bolsa en el sofá y me senté. La habitación estaba repleta de plantas colgantes, en jardineras y en el suelo. El sofá, una pequeña mesa de centro y una enorme silla de mimbre quedaban entre la vegetación como claros en una selva. Arrellanándome, me puse a examinar una cosa larga y frondosa en una maceta sobre mi cabeza.
El corazón me latía con fuerza.
—¿Cómo llamas a esta planta del tiesto?
—Es un helecho de Boston y apenas se aguanta de un hilo.
—Mi madre solía tener de estas. Nunca supe el nombre.
Tenía un vago recuerdo, un vívido flash de papá tirando maceta tras maceta por la puerta de atrás, rompiéndolas sobre las baldosas del patio, enfurecido, mientras un niño se encogía en un rincón, llorando porque su madre se había ido.
—¿Quieres algo de beber?
De repente tenía la boca seca, o puede que ya hiciera rato y me diera cuenta entonces.
—Agua, por favor. Mucha agua.
Me trajo un vaso de media combinación con hielo. Me bebí medio de un trago, de modo que la garganta me dolió del frío.
—Estabas sediento.
—Sí.
Se sentó a mi lado, pero no se reclinó. Me recordó a un pájaro, posado para salir volando.
Suspiré.
—Puede que esto no sea buena idea, Millicent.
Ella miró al suelo.
—¿Estoy siendo muy avasalladora? Tú fuiste quien habló de suposiciones sexistas.
Recordé su discurso, allá en la fiesta, ante Paul.
—No. Ese no es el problema. Me gusta. Me gustas. Pero estoy realmente nervioso y, bueno, hay algo que deberías saber.
Se apartó de mí en el sofá.
—¡No me digas que tienes herpes!
Me la quedé mirando con los ojos como platos y me ruboricé.
—No —bajé la voz, apoyé los codos en las rodillas y miré al suelo—. Soy virgen —farfullé. Se inclinó hacia delante.
—¿Eres qué? No lo he oído.
—¡Soy virgen! ¿Vale?
Se estremeció y me di cuenta de que había gritado.
—Lo siento —volví a mirar al suelo. Sentía las orejas más y más calientes.
Se movió en el sofá. La miré de reojo y vi que se había reclinado. Me estaba contemplando, boquiabierta.
—Debes de estar bromeando.
Volví a mirar al suelo y negué con la cabeza. Me sentí miserable, avergonzado.
—¿Cuántos años tienes?
—Ya lo sabes. Dieciocho años y dos meses. Me ayudaste a celebrarlo, ¿recuerdas?
Su tensión, aquella impresión de huida inminente, desapareció por completo. Se sentó con las manos abiertas y relajadas en su regazo. Sacudió la cabeza lentamente.
—Vaya. Eres virgen.
—¡Sí! ¿Es que es delito?
Noté que se movía otra vez, que me pasaba un brazo por encima de los hombros y me tiraba hacia atrás, contra el sofá. Me estaba sonriendo, con dulzura y delicadeza.
Empecé a llorar.
Apreté los párpados con fuerza y contuve la respiración. Las lágrimas me caían por la cara. ¡Mierda! Me sentía tan pequeño, tan avergonzado.
Apartó su brazo de mí, de mi espalda, por un momento, y sentí su rechazo como un cuchillo clavado. Esto lo ha estropeado todo. No podía dejar de pensar. Ahora sabe lo inútil que soy. Entonces volvió su brazo y el otro me rodeó, me cogió y tiró de mí hacia ella.
—Oh, Davy. No pasa nada —me meció en sus brazos y saltaron los sollozos, entrecortados y con fuerza. Me puso los labios en el pelo—. No pasa nada, suéltalo. Adelante. Llora.
Entonces no pude contenerme. Entre sollozos yo no paraba de decir, una y otra vez:
—Lo siento. Lo siento.
—¡Chsss! Está bien llorar. Está bien —y siguió meciéndome.
Pero mientras lo que ella me iba diciendo estaba bien, podía oír la voz de mi padre: «Llorica, llorica. Deja ya de lamentarte de ti mismo. Ya te daré algo por lo que llorar». Y no podía evitar decir «lo siento». Por ello las lágrimas y los sollozos continuaban sin parar.
Oh, Dios, aquello dolía.
Al fin, los sollozos y las lágrimas disminuyeron. Millie siguió meciéndome con delicadeza hasta que me incorporé.
—Necesito sonarme la nariz.
Me acercó una caja de pañuelos de papel de la mesa de centro, aún con una mano sobre mi hombro. Ya no me sentía avergonzado, pero sí incómodo. Tuve que usar tres pañuelos para limpiarme la nariz. Millie se apoyó en el sofá y se sentó con las piernas cruzadas.
Cogí los pañuelos usados y los apreté haciendo una pequeña bola empapada.
—Siento todo esto —dije.
—No tienes por qué disculparte. Es obvio que lo necesitabas. Me alegro de que hayas podido hacerlo conmigo.
La miré. La expresión de su cara, preocupada, tierna, amenazaba con hacerme llorar de nuevo. Suspiré.
—No estoy acostumbrado a hacer esto. Me parece mal que tengas que aguantarlo.
Parecía exasperada.
—¡Hombres! ¿Por qué es tan retorcida nuestra cultura? Está bien llorar. Es una bendición, un beneficio. Tienes el mismo derecho a llorar que cualquiera.
Me recliné, exhausto. Mamá solía abrazarme cuando lloraba.
Me resultaba difícil mirarla, pero no quería marcharme. Aquello me sorprendió. Habría sido tan fácil saltar de vuelta a Nueva York… Huir. Había mucho por lo que escapar.
—Voy a hacer un poco de té —decidió. Se levantó y me alborotó el pelo, despeinándome.
Alcé la vista y la miré, y ella cambió el gesto a una caricia, un suave movimiento que se fue apagando mientras ella iba a la cocina. Me quedó una sensación fantasma de su mano, cálida y ligera, en el pelo.
Me levanté y arrastré los pies hasta el lavabo. Tenía los ojos rojos e hinchados y aún me goteaba la nariz. Me lavé la cara con agua caliente y me la sequé con la toalla. Me pasé los dedos mojados por el pelo, donde Millie me había despeinado.
—¿Cómo es, Davy, que sabes todo sobre mi familia y yo no sé nada de la tuya? —llevó el té al salón en una bandeja laqueada. La tetera y las tazas eran japonesas, con los bordes sin esmaltar. Lo sirvió.
—Gracias —le dije.
—¿Y bien?
—¿Eh?
—Tu familia —me recordó.
Sorbí el té.
—Está realmente bueno. Delicioso.
Arqueó las cejas.
—Eso es lo que pensé. David, eres una persona que sabe escuchar, y puedes cambiar de tema enseguida. Después de todo, apenas has hablado de ti.
—Hablo… demasiado.
—Hablas de libros, de obras de teatro, de películas, de lugares, de comida, de cosas corrientes. Pero no hablas de ti.
Abrí la boca, pero la volví a cerrar. En realidad no lo había pensado. Desde luego no hablaba de mis saltos, pero ¿del resto?
—Bueno, no hay mucho que decir. No como esas historias de crecer con cuatro hermanos.
Sonrió.
—No te va a funcionar. Si no quieres hablar de ello, vale. Pero no me vas a distraer otra vez, ni a hacerme hablar de aquellos idiotas de nuevo.
Me puso más té en la taza.
Fruncí el ceño.
—¿Es verdad que hago eso?
—¿Qué? ¿No hablar de ti? Sí.
—No, intentar distraerte.
Se me quedó mirando.
—Eres jodidamente alucinante. Nunca he visto a nadie tan bueno en cambiar de tema.
—No lo hago a propósito.
Rio.
—Ya. Puede que no lo hagas conscientemente, pero sí que lo haces a propósito.
Le di otro sorbo al té y me quedé mirando la pared. Ella dejó la tetera y se me acercó de golpe.
—Mírame, Davy.
Me volví hacia ella. No estaba sonriendo y su expresión era tranquila, seria.
Dijo:
—No te voy a obligar a que me cuentes cosas de las que no quieres hablar. Tienes derecho a la intimidad. Si no quieres hablar de algo, vale. Por la manera en que has cambiado de tema, no creo que me hayas mentido nunca. ¿Dirías que eso es cierto?
Pensé en ello, recordando nuestros días en Nueva York y las conversaciones por teléfono.
—Creo que sí. Por supuesto que no pretendo mentirte. No recuerdo haberte mentido nunca.
Asintió.
—Ese no era el caso con Mark. No podía confiar en que no mentía. Si alguna vez me entero de que lo has hecho, lo que sea que haya entre nosotros se habrá acabado. ¿Lo captas?
Me la quedé mirando.
—Sí, señorita, lo capto —la miré con el rabillo del ojo—. Eh. ¿Significa eso que en realidad tenemos algo? ¿Como una relación?
Miró a la alfombra.
—Bueno, quizá —se volvió y me miró a los ojos de nuevo, desapasionadamente—. Sí. Tenemos una relación. Y estamos a punto de ver si va a convertirse en íntima.
Me removí en el sofá. Se me calentaron las orejas y no pude evitar sonreír.
Ella suspiró y miró al techo, pero las comisuras de sus labios temblaban. Me hundí en el sofá y me abracé a ella, con la cabeza en su hombro. Ella me pasó el brazo por la espalda y me apretó. No dijo nada, simplemente se quedó así, abrazándome con dulzura.
Al cabo del rato empecé a hablar. Le hablé de papá, de mamá, de cuando se marchó de casa. Le conté lo del atraco en Nueva York. Lo del hotel en Brooklyn y el incidente en el lavabo. Lo del camionero que quería violarme. Ella me escuchó en silencio, con la mano en mi hombro. Mi voz parecía remota mientras hablaba, como si no fuese la mía.
No le conté lo de los saltos y lo del robo al banco. Una parte de mí aún se sentía mal por haber robado el dinero. Aún soñaba que me atrapaban. Contarle lo de los saltos solo lo habría hecho todo más confuso.
Por fin dejé de hablar, y mi voz se fue apagando. Me sentí avergonzado, como si acabase de confesar cosas terribles. No la podía mirar, aunque estuviese allí, justo a mi lado, con la mano acariciándome el hombro, la calidez de un pecho contra mi brazo derecho, la sensación de su hombro contra mi mejilla.
También me avergonzaba por las cosas que no le había contado, y menos que digno de su interés y sus atenciones. Tenía ganas de llorar otra vez, pero no quise. Aún me sentía mal por eso.
Entonces me dio un abrazo, y apoyó mi cabeza en su nuca. Miré su cara un instante. Tenía los ojos cerrados con fuerza y una lágrima corría por su mejilla izquierda.
Aquello también me dio ganas de llorar.
Después me llevó a la cama.
* * *
—No pasa nada. Es lo que pasa la primera vez. La segunda será mejor.
* * *
—Lo ves, te lo he dicho. Vaya —respiró profundamente—. Eso ha estado más que bien.
* * *
—¡Oh, Dios mío! ¿Dónde demonios has aprendido eso? ¿Estás seguro de que es tu primera vez?
—Te lo dije —respondí, con sinceridad—. Leo mucho.