CAPÍTULO CINCO

Conocí a Millie durante el intermedio de una reposición de Broadway de Sweeney Todd, el barbero asesino de Fleet Street. Era la sexta vez que la veía. Después de pagar la primera, simplemente saltaba a un palco al final de la platea alta cinco minutos después de las ocho. Las luces de la sala están apagadas para entonces y puedo encontrar sitio sin problemas. Si parecía que alguien llegaba tarde y se dirigía a mi asiento escogido, me agachaba como si me estuviese atando un zapato y saltaba de vuelta al palco. Luego localizaba otro asiento vacío.

No me importa pagar, pero no suelo decidir si quiero verla hasta después de que suban el telón. Entonces la taquillera me hace perder el tiempo intentando que me quede una entrada para otra función. Demasiados problemas.

Aquella era la del jueves por la noche y la multitud era sorprendentemente abundante. Me encontraba apretado contra la barandilla de la galería bebiendo un ginger ale excesivamente caro y observando las colas de los lavabos.

—¿Y tú de qué te ríes?

Volví la cabeza de inmediato. Por un momento pensé que era uno de los acomodadores que me iba a sacar por haberme colado, pero era una chica, no mucho mayor que yo, aunque debía de pasar de los veintiuno, al menos, que estaba bebiendo champán.

—¿Estás hablando conmigo?

—Claro. Puede que sea impertinente por mi parte, pero entre una multitud tan densa, la intimidad es de prever.

—Bueno, sí lo es. Me llamo David.

—Millie —dijo ella con un vago gesto con la mano. Llevaba una elegante blusa y unos pantalones de sport negros. Era guapa, llevaba gafas de búho, nada de maquillaje y su brillante y moreno cabello era largo arriba y rematado en punta en la nuca—. Entonces, ¿de qué te reías?

Fruncí el ceño.

—Ah… supongo que porque me sentía un tanto superior al no tener que hacer cola. ¿Esta intimidad temporal implica hablar de lavabos?

Se encogió de hombros.

—¿Por qué no? Yo también estaría en la cola, pero me he escabullido durante el primer acto. Y es probable que lo vuelva a hacer después. ¿Cuál es tu secreto? ¿Una vejiga de acero?

Me ruboricé.

—Algo parecido.

—¿Te estás sonrojando? Vaya, pensaba que los adolescentes hablaban de las funciones corporales continuamente. Al menos mis hermanos lo hacen.

—Hace calor aquí.

—Sí. De acuerdo. No hablaremos más de funciones excretoras. ¿Algún otro tema tabú?

—Preferiría no darte ideas.

Se puso a reír.

Touché. ¿Eres de aquí?

—Más o menos. Viajo mucho, pero por ahora es mi casa.

—Yo no. Estoy aquí durante una semana de compras turísticas. Tengo que volver a las clases en dos semanas.

—¿Adónde?

—A Oklahoma State. Estudio psicología.

Pensé por un momento.

—¿En Stillwater?

—Sí. Veo que sí que viajas.

—No a Oklahoma. Mi abuelo estudió allí cuando aún se llamaba Oklahoma Agricultural and Mechanical.

—¿Dónde estudias tú?

—No estudio. No tengo aptitud para eso.

Me miró por encima de las gafas.

—Pues no pareces especialmente tonto.

Volví a ruborizarme.

—Me estoy tomando mi tiempo.

Las luces empezaron a atenuarse para el segundo acto. Ella terminó su champán y tiró el vaso de plástico a la papelera. Luego me tendió la mano.

La cogí. Me la sacudió con firmeza dos veces y dijo:

—Ha sido un placer hablar contigo, David. Que disfrutes el resto de la obra.

—Tú también, Millie.

* * *

Lloré durante el segundo acto. La esposa de Sweeney, a quien habían robado la hija y se había vuelto loca tras ser violada, resulta ser la loca y disoluta mendiga/prostituta, pero solo después de que Sweeney la mate mientras ella presencia el asesinato de su violador, el juez Turpin.

La primera vez que vi aquella escena decidí que no me gustaba. De hecho, me marché con una impresión muy negativa de la obra. Fue después de sorprenderme examinando los rostros de cada vagabunda que veía para ver si era mi madre cuando me di cuenta de por qué no me gustaba la escena.

Aun así, no dejé de mirar a las vagabundas y, al cabo de un tiempo, volví a ver Sweeney Todd.

Evité el final y salté a la Grand Central Terminal. Es uno de los lugares en los que puedes encontrar un taxi bien entrada la noche. Alcé la mano y un hombre negro, de unos veinticinco años y harapiento, se lanzó a la calle.

—¿Taxi? ¿Necesitas un taxi? Te conseguiré un taxi.

Podría haber caminado hasta la parada de taxis oficial en Vanderbit Avenue, pero qué demonios. Asentí.

Se puso un silbato cromado de policía entre los dientes y dio dos largos y agudos pitidos. Al final del bloque un taxi cambió dos carriles y se acercó. El tipo negro me sujetó la puerta. Le di un billete.

—Eh, tío. Dos dólares por conseguirte un taxi. Dos dólares.

—Es de diez.

Se hizo atrás, sorprendido.

—Ah, sí. Gracias, tío.

Hice que me llevase de vuelta por la calle Cuarenta y cinco hasta el teatro en el que representaban Sweeney y le hice aparcar en el bordillo. Salí a la acera, con un pie aún en el taxi, y ahuyenté a la gente que quería cogerlo.

—Voy a recoger a alguien. Este taxi está reservado. Acabo de coger el taxi. Lo siento. No, no quiero compartir este taxi. Estoy esperando a alguien. Váyase.

Empezaba a cuestionarme aquel esfuerzo cuando por fin Millie apareció, con un aspecto muy de Nueva York, con su bolso en bandolera y una expresión muy decidida y resuelta.

—¡Millie!

Se volvió, con cara de sorpresa.

—David. ¿Cómo has conseguido un taxi?

Le hice señales para que viniese y me encogí de hombros.

—Magia. Deja que te lleve.

Se acercó.

—No sabes adónde voy.

—Bueno.

—Me hospedo en el Village.

—Suficiente como para servir al gobierno. Sube —le aguanté la puerta y me dirigí al conductor: Sheridan Square—. Fruncí el ceño. Suficiente como para servir al gobierno[6]. Mi padre utilizaba aquella frase. Me pregunté qué otras cosas hacía que fuesen como mi padre.

Millie torció el gesto.

—¿Dónde está eso?

—En el centro del Village. También está cerca de unos restaurantes fantásticos. ¿Tienes hambre?

—¿Esto qué es? Pensaba que solo íbamos a compartir un taxi —aunque estaba sonriendo—. ¿Y a cuánto va a subir el viaje? Yo iba a coger el metro de vuelta. No es que tenga presupuesto para un taxi… Y me han contado lo imposible que es conseguir uno después de salir del teatro.

—Bueno, eso es cierto. Parecía el planeta de los zombis buscataxis mientras te esperaba.

—¿Me estabas esperando? —pareció nerviosa por un momento—. Mi madre me dijo que no hablase con extraños. ¿Cuánto va a costar el taxi?

—Olvídate del taxi. Te he ofrecido llevarte, no medio taxi. Y soy bueno encontrando algo de comer si quieres.

—¡Um! ¿Cuántos años tienes, David?

Me ruboricé y miré mi reloj.

—En cuarenta y cinco minutos tendré dieciocho —aparté la vista de ella y miré a las luces que pasaban y las aceras. Recordé los sucesos ocurridos durante mi diecisiete cumpleaños y me estremecí.

—Oh. Pues feliz casi cumpleaños —se me quedó mirando—. Actúas como si fueras mayor. Vistes muy bien y no hablas como alguien de esa edad.

Me encogí de hombros.

—Es que leo mucho… y puedo permitirme vestirme así.

—Debes de tener algún trabajo.

Me pregunté qué estaba haciendo en aquel taxi con aquella chica. Solo.

—No tengo trabajo, Millie. No lo necesito.

—¿Tus padres son tan ricos?

Pensé en papá, el roñoso, con su Cadillac y su botella.

—A mi padre le va bien, pero no le cojo nada a él. Tengo mi propio dinero… intereses bancarios.

—¿No estudias ni trabajas? ¿Entonces qué haces?

Sonreí con humor.

—Leo mucho.

—Eso ya lo has dicho.

—Bueno… es cierto.

Miró por la ventana al otro lado del taxi. Sus manos agarraban con fuerza el bolso. Finalmente, se volvió y dijo:

—He cenado antes del espectáculo, pero un cappuccino o un espresso en uno de esos cafés con terraza estará bien.

* * *

Un par de días después del robo al banco, cuando los nervios se calmaron un poco, me trasladé al hotel Gramercy Park. Estuvo bien por un tiempo, pero la atmósfera del hotel y el tamaño de la habitación pudieron conmigo después de un mes.

Empecé a buscar un piso en el Village, primero, pero, aunque podía permitirme algo allí, la mayoría de lugares querían referencias, identificaciones y cuentas bancarias… cosas que yo no tenía. Al final encontré un sitio en East Flatbush por la mitad del precio y de jaleo. Conseguí un contrato de arrendamiento durante un año y le pagué al casero el depósito y el alquiler de tres meses con giros postales.

Él pareció feliz.

Poco después de trasladarme, hice algunas pequeñas reparaciones, añadí soportes de acero a ambos lados de las puertas para colgar estantes y tapié un armario que daba al vestíbulo. Cuando acabé, era como otra pared vacía, una habitación sin entrada.

Excepto para mí, claro.

Y, a excepción del extraño martilleo, que procuré hacer durante el día, mientras los vecinos de abajo estaban trabajando, nadie se enteró de nada, porque había saltado con el material directamente al piso desde un almacén maderero en Yonkers. Nadie me vio transportar las maderas o los paneles de yeso Sheetrock al piso.

Después trasladé el dinero desde la biblioteca, amontonándolo con cuidado sobre los estantes en el armario escondido y dediqué una semana entera a reemplazar las bandas de papel Chemical Bank con bandas de goma y luego a quemarlas en el fogón de la cocina.

Antes de aquello, solo sabía que en cualquier momento iba a aparecer en la biblioteca y me iba a encontrar a un policía esperándome. Ahora lo máximo que temía era al casero entrando y preguntándose qué había hecho con el armario.

Tapar la pared tan limpiamente significó mucho para mí. No era algo que había comprado con dinero. No era algo que había pagado para que lo hicieran. Me hacía sentir bien.

Decidí hacer más trabajos manuales en el futuro.

Para amueblar el piso compré solo cosas que podía llevar. Si era algo demasiado grande para transportarlo, tenía que separarse en piezas más pequeñas. De esa manera podía saltar con ellas directamente al piso.

La mayoría de mis compras de muebles fueron estanterías. La mayoría de mis otras compras fueron libros.

* * *

Millie estuvo en la ciudad durante cuatro días más. Me dejó que la siguiese a unas cuantas visitas turísticas típicas de Nueva York: el zoo del Bronx, el Metropolitan Museum, el Empire State. La llevé a ver dos espectáculos más de Broadway y a cenar al Tavern on the Green. Ella aceptó a regañadientes.

—Eres realmente adorable, David, pero tienes tres años y medio menos que yo. No me gusta que te gastes dinero conmigo con falsas pretensiones.

Íbamos paseando por Central Park, atravesando el Sheep Meadow, de camino al paseo. Las cometas, brillantes manchas de pigmento fugaz, intentaban pintar el cielo. Los ciclistas pasaban en grupos sobre la acera al otro lado de la cerca.

—¿Qué hay de falso en ello? Para empezar, no estoy intentando crear un contrato implícito entre nosotros. Tengo ese dinero y me gusta pasar el tiempo contigo. Lo único que espero de ello es el tiempo en sí. El tiempo en el que no estoy solo. No me importaría algo más, pero no espero comprarlo. Y el tema de la edad es una estupidez sexista. Me sorprende viniendo de ti.

Ella frunció el ceño.

—¿Qué tiene de sexista?

—Si yo tuviese tres años más que tú, sería posible una relación sentimental, e incluso probable. ¿Has quedado alguna vez con alguien mucho mayor que tú?

Se ruborizó.

Continué.

—Creo que es aceptable en la sociedad porque los hombres mayores han acumulado más bienes mundanos. Por lo tanto, son mejores pretendientes. Quizá sea esa la razón original. Quizá todo sea basura machista. Los machos mayores han sobrevivido más, lo que hace que sus genes sean codiciados. ¿No estás por encima de esos factores anticuados? ¿Vas a dejar que una idea machista acerca de qué y quién deberías ser escoja por ti?

—¡Dame un respiro, David!

Me encogí de hombros.

—Si no quieres pasar el tiempo conmigo por otras razones, solo tienes que decirlo. Pero no uses el tema de la edad —bajé la vista a los pies y seguí en voz baja—. Ya tengo que soportar bastante mierda debido a mi edad.

No me dijo nada durante un largo rato, hasta que pasamos delante del café de la fuente. Sentía que me ardían las orejas y estaba furioso conmigo mismo, casi avergonzado por alguna razón. Ojalá hubiese mantenido la boca cerrada.

—No es muy justo, ¿verdad? —respondió, por fin—. Tenemos ese condicionamiento, ese modo de pensar. Se nos inculca desde que somos críos —dejó de andar cuando volvimos a la acera, y se sentó en un banco cercano—. Déjame que lo intente de otra manera. No es justo tener una relación contigo, ni para ninguno de los dos, cuando mañana cojo el vuelo de vuelta a Stillwater.

Me encogí de hombros.

—Yo ya viajo mucho. La OSU[7] no está tan lejos.

Ella sacudió la cabeza.

—No sé.

—Venga —le agarré de la mano y la levanté de un tirón—. Te compraré un helado italiano.

Ella rio.

—No. Yo te compraré un helado italiano. Mi presupuesto llegará para eso —siguió cogida de mi mano después de levantarse—. E intentaré tener una mente abierta con las cosas.

—¿Qué clase de cosas?

—¡Cosas! Solo cosas. Cállate. Y deja de sonreír.

* * *

No fue hasta después de llegar al piso que volví a casa de papá. Mientras me hospedaba en el Gramercy Park, el hotel me lavaba la ropa y comía gracias al servicio de habitaciones si no quería salir, así que tenía menos motivos para saltar de vuelta a Stanville.

Sin embargo, en mi segundo día en el piso necesité un martillo y un clavo para colgar un grabado enmarcado que había comprado en el Village. Podía haber saltado a una tienda, pero quería colgarlo justo en aquel momento.

Salté directamente al garaje de papá y rebusqué entre los estantes buscando un clavo. Había encontrado uno y estaba cogiendo el martillo, cuando escuché pasos. Miré por las ventanas de la puerta del garaje y vi el techo del coche de papá.

Oh. Hoy es sábado.

La puerta de la cocina empezó a abrirse y salté de vuelta a mi piso.

Me di en el pulgar dos veces mientras martilleaba el clavo para la pintura. Luego, cuando la colgué, vi que la había puesto demasiado baja y tuve que hacerlo todo de nuevo, incluyendo los golpes en el pulgar.

¡Al diablo con él!

Volví a saltar al garaje, tiré el martillo a la mesa de trabajo con bastante ruido, y salté de vuelta al piso.

Le estaría bien empleado, pensé, entrar corriendo otra vez y no encontrarse nada.

La semana siguiente salté a la casa y, después de determinar que él no estaba allí, hice una lavadora entera. Mientras se lavaba la ropa, me paseé por la casa, mirando a ver qué había cambiado.

Todo estaba mucho más ordenado que cuando fui a lavar cuatro semanas antes. Me preguntaba si había contratado a alguien, porque yo ya no estaba para hacer las tareas de casa. Su habitación no estaba tan arreglada: había calcetines y camisetas amontonados en un rincón. Un par de pantalones colgaban torcidos en el respaldo de una silla. Recordé que había encontrado la cartera de papá cuando le saqué unos pantalones como aquellos. Fue entonces cuando encontré los billetes de cien dólares.

Sentía un dolor punzante en la parte trasera de la cabeza cada vez que recordaba aquel dinero. Me lo habían quitado casi todo cuando me atracaron en Brooklyn. Sentí una punzada de remordimiento.

Mierda.

Me llevó menos de medio minuto saltar de vuelta a mi armario de dinero, coger veintidós billetes de cíen dólares y volver a saltar. El dinero hacía un bonito dibujo sobre su colcha, con cinco filas de cuatro y un solo billete de cien a cada lado.

Me lo imaginé volviendo a casa y encontrándoselo allí, bien puesto. Saboreé su sorpresa, su estupefacción y pensé en el lenguaje que utilizaría.

Cuando saqué la ropa de la secadora, me propuse encontrar otro sitio para hacer la colada. Me gustó la sensación de no tener que deberle nada.

Decidí que a partir de entonces lo único que cogería de la casa serían cosas de mi habitación, cosas que me pertenecían. Nada más de él. Ni una sola cosa.

* * *

Empecé a buscar a otros teletransportadores en los lugares en los que me encontraba más cómodo: las bibliotecas. Mis fuentes eran libros de los que antes me había reído, los de la sección de ocultismo y fenómenos paranormales. No había mucho a lo que podía dar crédito que no fuese folklore, pero me encontré leyéndolos con una intensidad desesperada.

Había un montón de libros en la sección «Nueva Era» de la biblioteca; eran cosas bastante extrañas: lluvias de ranas, círculos en los campos de cosechas, casas encantadas, profetas, gente con vidas pasadas, adivinos, dobladores de cucharas, zahorís y ovnis.

No es que hubiese mucho de teletransporte.

Me trasladé desde la biblioteca de Stanville a la rama de investigación de la biblioteca pública de Nueva York, la que tiene los leones en la entrada. Allí había más material, pero vaya, la evidencia no era muy convincente. Bueno… en realidad, ¿qué evidencia?

Mi talento parece ser documentable. Es repetible. Es verificable.

Creo.

A decir verdad, pensaba que solo yo podía repetirlo. Sabía que mi experiencia parecía repetible. No la había llevado a cabo unas cuantas veces ante testigos objetivos. Y no iba a hacerlo.

La única evidencia objetiva que podía señalar era el robo del banco. Eran los billetes, después de todo. Puede que en la búsqueda de otros teletransportadores debiera investigar historias de crímenes sin resolver.

Muy bien, David. ¿Y cómo te ayudará eso a encontrar a otros teletransportadores? Ni siquiera te garantiza que haya otros, solo crímenes sin resolver.

Dejé la búsqueda por un momento, desanimado, e intenté pensar en el porqué.

¿Por qué me podía teletransportar? No cómo. ¿Por qué? ¿Qué tenía yo de especial?

¿Es que cualquiera podía hacerlo si estuviese en una situación lo suficientemente desesperada? No me lo creía. Demasiada gente sufría esas situaciones y simplemente las soportaban, las sufrían o se desmoronaban.

Si escapaban de la situación era por medios ordinarios. A menudo (como mi encuentro con Topper) significaba salir del fuego para meterse en las brasas. Sin embargo, puede que algunos se escapasen como yo.

Pero ¿por qué yo? ¿Era genético? La idea de que quizá papá podía teletransportarse me helaba la sangre, me hacía mirar en los rincones oscuros y a mis espaldas. Racionalmente lo dudaba. Hubo demasiadas veces en las que habría saltado si hubiese podido. Pero no importaba cuántas veces me lo dijese a mí mismo, la sensación en la tripa aún seguía.

¿Podría teletransportarse mamá? ¿Es eso lo que hizo? ¿Saltar lejos de papá, como hice yo? ¿Por qué no me llevó con ella? Si podía hacerlo, ¿por qué no volvió a por mí?

Y si no podía teletransportarse, ¿qué le había pasado?

Toda mi vida me había preguntado si yo era algún tipo de alienígena, de niño sustituido por otro al nacer. Entre otras cosas, eso explicaría por qué papá me trataba como lo hacía.

Según muchos de los libros más radicales, el gobierno estaba ocultando toda aquella información; ocultando evidencias, acallando testigos e inventando espurias explicaciones alternativas.

Aquel comportamiento me recordaba a papá. Los acontecimientos constantemente cambiaban en casa. Los permisos variaban, los hechos mutaban y los recuerdos se desvanecían. A menudo me había preguntado si yo estaba loco o lo estaba él.

Aunque no creía ser un alienígena… pero no estaba seguro.

* * *

El casero me miró extrañado cuando le pregunté si podía pagarle el alquiler mensual en efectivo.

—¿En efectivo? Diablos, no. Ya tengo bastante con esos giros postales. ¿Por qué no te abres una cuenta en el banco? Me pareció extraño cuando me pagaste con aquellos giros postales, pero te lo acepté por ser nuevo en la ciudad. ¿Es que quieres que Hacienda se me eche encima?

Negué con la cabeza.

—No.

Frunció el ceño.

—En realidad, Hacienda sospecha solo de las grandes transacciones. No querría pensar que hay algo extraño con tus ingresos.

Negué con la cabeza.

—No. Es que tengo mucho suelto que me quedó de un viaje que hice —me ardían las orejas y sentía el estómago extraño.

Más tarde aquel día le di al casero otro giro postal para el alquiler, pero vi que estaba dándole vueltas al tema.

Una mujer me dijo por teléfono que para abrir una cuenta en su banco necesitaría un permiso de conducir y un número de la Seguridad Social. No tenía ninguna de las dos cosas. Incluso para hablar con ella tenía que utilizar un teléfono público. Tenía miedo de intentar que me instalasen el teléfono sin documentación.

Me puse mil dólares en el bolsillo y salté a Manhattan, al oeste de Times Square, donde las librerías de adultos y los cines porno flanqueaban la calle Cuarenta y dos y la Octava Avenida. En dos horas me habían ofrecido drogas, chicas, chicos y niños. Cuando uno de ellos dijo que podían conseguirme un carnet de conducir, solo fue para atraerme a un callejón y que pudieren asaltarme. Pero salté yo primero y dejé de intentarlo aquel día.

* * *

La biblioteca pública de Stanville da justo al centro del pueblo, una zona de dos por tres manzanas de edificios públicos, restaurantes y tiendas de ropa. El Wal-Mart a las afueras y el gran centro comercial a treinta kilómetros, en Waverly, se estaban llevando el negocio del centro.

Paseaba por la calle principal pensando lo diferente que era aquel estúpido pueblucho de la ciudad de Nueva York.

La fachada tapiada con tablas del cine teatro Royale tenía grafitis en el contrachapado, pero el mensaje era «¡Vivan los Stallions!». En Nueva York los grafitis en los teatros eran obscenos o furiosos, no fanfarronerías atléticas de instituto. Por otra parte, había más de cincuenta cines en la periferia de Manhattan y eso sin contar las salas porno. Allí en Stanville la única sala estaba cerrada, arruinada por el negocio del videoclub. Si la gente quería un cine de verdad, tenía que ir en coche hasta el multisalas de Waverly.

Era inútil comparar los restaurantes, pero la cantidad y la variedad saltaban a la vista cuando entré en el Dairy Queen[8]. Era un edificio de ladrillo con altas ventanas y brillantes luces fluorescentes. Tenía todo el ambiente y el encanto de un consultorio. Pensé en siete lugares en Greenwich Village en los que me servirían cualquier cosa desde helado gourmet a «tofutti»[9], pasando por yogur helado y tarta bávara de crema. Podía estar en cualquiera de ellos en un abrir y cerrar de ojos.

—Póngame un cucurucho de una bola, por favor.

No conocía a la señora mayor del mostrador, pero Rober Werner, que solía ir a clase de biología conmigo, estaba friendo hamburguesas. Alzó la vista de la plancha, me vio y torció el gesto, como si yo le resultase familiar pero no pudiese identificarme. Había pasado más de un año, pero me dolió que no me reconociera.

—Serán setenta y siete céntimos.

Pagué. En el Village el precio habría sido bastante más. Cuando me dirigía a uno de los asientos de laminado plástico, me vi en el espejo que había en el fondo. No era extraño que Robert no me reconociese.

Llevaba unos pantalones de Bergdorf’s, una camisa que le había comprado a un estirado dependiente en la Avenida Madison, y unos zapatos del Saks de la Quinta Avenida. Llevaba un buen corte de pelo, ligeramente punkoide, muy diferente de la maraña despeinada que llevaba un año antes. En aquel entonces vestía raídos pantalones enormes, camisas con estampados horteras y zapatillas de tenis pasadas de moda. Y llevaba los calcetines agujereados.

Me quedé mirando al espejo un momento, con la fantasmagórica silueta del pasado superpuesta, y me estremecí. Me senté, de espaldas al espejo y me tomé el helado.

Robert salió de la cocina a limpiar una mesa cercana a la mía. Me volvió a mirar, aún confuso.

Qué demonios.

—¿Cómo te va, Robert?

Sonrió y se encogió de hombros.

—Bien. ¿Y a ti qué tal? Hacía tiempo que no te veía.

Aún no me reconocía.

Me puse a reír.

—Ni que lo digas. Más de un año.

—Entonces sería en… —se calló, como si lo recordara, invitándome a acabar la frase.

Sonreí.

—Vas a tener que acordarte tú solo. No te voy a ayudar.

Me lanzó una mirada desafiante.

—Está bien. Caray. Te conozco, pero ¿de dónde? ¡Espera un momento!

Sacudí la cabeza y mordisqueé el cucurucho.

Se giró para acabar de limpiar la mesa, y entonces se irguió de repente.

—¿Davy? ¡Dios mío, Davy Rice!

—Bingo.

—Pensé que te habías desvanecido.

Hice una mueca.

—Muy poético.

—¿Has vuelto a casa?

—¡No! —parpadeé, sorprendido por el tono de mi voz. Continué más tranquilo—. No, no lo he hecho. Solo he venido a visitar mi pueblo natal.

—Ah —se puso las manos en los bolsillos—. Bueno, tienes buen aspecto. Estás realmente diferente.

—Me va bien. Estoy… —me encogí de hombros.

—¿Y dónde vives ahora?

Iba a empezar a mentir, a contarle algo engañoso, pero me pareció mezquino.

—Será mejor que no te lo diga.

Frunció el ceño.

—Ah. ¿Y tu padre aún va poniendo esos carteles por ahí?

—Dios, espero que no.

Empezó a limpiar la mesa.

—¿Vas a estar por aquí el sábado? Hay una fiesta en casa de Sue Kimmel.

Sentí que me estaba ruborizando.

—Nunca me he llevado bien con esa gente. La mitad de ellos son universitarios. No me querrían allí.

Se encogió de hombros.

—No lo sé. Diablos, puede que piensen demasiado en ropa y cosas así. Me han invitado solo porque mi hermana es amiga de Sue. Tú parece que vayas a encajar entre ellos ahora más que yo. Si quieres venirte conmigo, responderé por ti.

Dios, debo de haber cambiado mucho.

—¿No sales con nadie?

—Nah. Nada en firme. Trish McMillan estará allí; hay algo entre los dos, pero no salimos juntos.

—Es muy amable de tu parte, Robert. En realidad no me debes nada parecido.

Pestañeó.

—Bueno… no es que suela ir por ahí con un grupo de clase alta. Quizá tú mejores un poco mi imagen.

—Está bien… me gustaría. ¿Trabajas aquí toda la semana?

—Sí, incluso los sábados hasta las seis. Es el rollo de trabajo de la beca universitaria.

—¿Cuándo crees que estarás listo?

—Puede que a las ocho.

—¿Conduces?

Señaló al aparcamiento.

—Sí, aquella vieja tartana es mía.

Respiré hondo. No quería ir a su casa. No sabía lo que me dirían sus padres o lo que le dirían de mí a mi padre. Aunque la idea de ir a aquella fiesta… era realmente tentadora.

—¿Podría pasar a buscarte por aquí?

—Claro. A las ocho en punto, el sábado por la noche.

* * *

Aquella tarde me pasé un rato hablando con Millie por teléfono. Era frustrante porque tenía que poner monedas en la cabina sin parar.

—Bueno, ¿y cómo te van los estudios?

—Bien. No he tenido que esforzarme realmente de momento. Solo es el primer mes.

Un mensaje grabado me pedía que pusiera más dinero. Metí unas cuantas monedas. Millie se puso a reír.

—Necesitas ponerte teléfono.

—Estoy en ello. Es que para que te den línea en Nueva York… te llamaré con mi número en cuanto lo tenga.

—Vale.

Me encontraba en los teléfonos públicos del vestíbulo trasero del Grand Hyatt que da a Grand Central, con una pequeña montaña de monedas sobre la repisa delante de mí. La gente pasaba a toda velocidad para ir a los lavabos. De vez en cuando un guardia de seguridad trajeado hacía salir a los no clientes. Normalmente eran negros, vestidos con harapos, y llevaban bolsas de plástico con las más variadas pertenencias.

Por alguna razón me molestaba que el guardia de seguridad también fuese negro.

—¿Qué decías?

Millie estaba indignada.

—Decía que hay una fiesta a la que me han invitado de aquí a dos semanas. No quiero ir porque Mark estará allí.

—¿Mark es tu antiguo novio?

—Sí. Solo que él cree que aún sigo con él.

—¿Y cómo es eso? Pensaba que no le devolvías las llamadas ni le dejabas entrar en tu piso.

—Y así es. Es increíble. No hace caso. Y el hijo de puta sigue con ello aunque yo sé que está saliendo con otra.

—Um. Parece que realmente quieres ir a esa fiesta.

—Bueno. Mierda. No quiero tomar decisiones basadas en evitar verle. Me revienta.

—Yo podría…

La grabación me hizo poner dinero.

—¿Qué decías, David?

—Yo podría acompañarte, si quieres.

—Sé realista. Estás en Nueva York.

—Ya. Ahora. Pero en dos semanas podría estar en Stillwater.

Se calló un instante.

—Bueno, estaría bien. Aunque lo creeré cuando lo vea.

—¡Eh! Cuenta con ello. ¿Me recogerás en el aeropuerto o debo coger un taxi?

—¡Dios! Un taxi no recorrerá noventa y cinco kilómetros hasta Stillwater. Ya iré yo a buscarte, pero tendrá que ser después de las clases.

—Vale.

—¿Qué? ¿Lo dices en serio?

—Sí.

Volvió a callarse.

—Bueno, entonces de acuerdo. Házmelo saber.

Aquello me tendría ocupado los dos próximos sábados por la noche. Me despedí y colgué. El guardia de seguridad salió del aseo siguiendo de cerca a otro vagabundo. Recogí el resto de monedas de la repisa y las dejé caer en una de las bolsas de plástico de aquel tío. Me miró, sobresaltado, y puede que un poco asustado. El guardia me fulminó con la mirada.

Me alejé caminando hasta doblar la esquina y salté.

* * *

Leo Pasquale era un botones del Gramercy Park, el bonito hotel que me había alojado antes de conseguir el piso. Era el ganador entre el personal del hotel en la competición para servirme a mí.

Yo daba buenas propinas.

—Eh, señor Rice. Me alegro de verle.

Asentí.

—Hola, Leo.

—¿Ha vuelto con nosotros? ¿A qué habitación?

Negué con la cabeza.

—No. Ahora tengo un piso. Aunque podrías ayudarme en algo.

Echó un vistazo al jefe de botones y me señaló con la cabeza el ascensor.

—Subamos hasta la diez.

—Vale.

En la décima planta me condujo por un pasillo y abrió una habitación con una llave maestra.

—Entra —me dijo.

La habitación era una suite. Abrió la puerta y caminó hasta un enorme balcón, casi una terraza. La tarde era agradable, sin ser bochornosa. El ruido del tráfico venía de la Avenida Lexington en oleadas, casi como el mar. Los edificios se veían como colinas.

—¿Qué necesitas, David? ¿Chicas? ¿Alguna droga recreativa?

Cogí el dinero de mi bolsillo y conté cinco billetes de cien dólares. Se los di y mantuve otros cinco en la otra mano, donde eran visibles.

—Pago por adelantado. El resto con la entrega.

Se mordió el labio.

—¿La entrega de qué?

Me tocaba a mí titubear.

—Quiero un carnet de conducir del estado de Nueva York lo suficientemente bueno como para pasar un control policial.

—Joder, tío. Puedes comprarte un carnet falso por menos de cien pavos… y uno bueno por menos de doscientos cincuenta.

Sacudí la cabeza.

—Tu dinero es solo una comisión, Leo. No te estoy pagando por una documentación falsa con estos mil. Te estoy pagando para que des con un experto. Espero pagarle por sus servicios yo mismo.

Leo arqueó las cejas y se volvió a morder el labio.

—¿Entonces los mil son todos para mí?

—Si me consigues el producto. Pero si es un trabajo de rutina, si no es bueno, olvídate de los otros quinientos. Encuéntrame a un mago y el resto del dinero es tuyo. ¿Podrás hacerlo?

Frotó los billetes entre los dedos, notando la textura del papel.

—Sí. Estoy bastante seguro. No conozco a nadie directamente, pero sé de muchos ilegales con papeles realmente buenos. ¿Tienes un número en el que te podría localizar?

Sonreí.

—No.

—Qué cauteloso.

Negué con la cabeza.

—No tengo teléfono. Ya me pasaré. ¿Cuándo sabrás algo?

Dobló el dinero con cuidado y se lo puso en el bolsillo.

—Prueba mañana.

* * *

Pagué a un sin techo veinte dólares más los costes para que entrase en una tienda de licores y comprase un mágnum de su champán más caro. Salió con la enorme botella en una mano y una jarra de vino en la otra.

—Ten, chaval. Que pases un mal rato. Eso es lo que yo pretendo.

Pensé en papá. Barajé la idea de quitarle el vino a aquel tipo. Agarrarlo y saltar antes de que pudiese hacer algo. En lugar de eso le di las gracias educadamente y salté de vuelta a mi piso tan pronto se dio la vuelta.

El champán apenas cabía estirado en la diminuta nevera, e incluso así chocaba con la puerta. Apoyé una silla contra ella para mantenerla cerrada.

Pasé las dos horas siguientes en la Quinta Avenida, comprando ropa y zapatos. Algunos dependientes incluso se acordaban de mí. Después fui a mi barbero en el Village y me corté el pelo.

Ni siquiera te gusta esa gente, Davy. ¿Por qué tanto alboroto?

Me afeité con cuidado, raspando los pocos pelos que tenía en la cara con solo unas pasadas. Decidí comprarme una maquinilla eléctrica. Espero que la sangre deje de salir antes de esta noche. El rostro en el espejo era el de un extraño, tranquilo y calmado. No había ni rastro del dolor en el estómago ni del pulso acelerado. Me quité las diminutas y brillantes gotas de sangre con un dedo, humedeciéndolas.

Mierda.

Aún quedaban tres horas para la fiesta, pero no quería leer ni dormir ni ver la tele. Me puse algunas prendas viejas y cómodas que me había llevado conmigo a Nueva York y salté al patio trasero de casa de mi padre.

El coche no estaba. Salté a mi habitación.

Había una fina capa de polvo sobre el escritorio y en la repisa de la ventana. Y un ligero olor a humedad. Intenté abrir la puerta que daba al pasillo, pero estaba cerrada. La forcé un poco, pero no cedía.

Salté al pasillo.

Había una brillante cerradura atornillada a la madera de la puerta. Un enorme candado de latón colgaba de ella. Me rasqué la cabeza. ¿Qué demonios era aquello?

Fui hasta el final del pasillo, a la cocina, y encontré una nota en la nevera.

Davy,

¿Qué quieres? ¿Por qué no vuelves a casa y ya está? Te prometo que no te pegaré más. Lo siento. A veces mi carácter saca lo peor de mí. No quiero que sigas entrando en la casa a menos que vengas de una vez por todas. Me asusta. Podría confundirte con un ladrón y dispararte accidentalmente. Vuelve a casa, eso es todo, ¿de acuerdo?

Papá

Estaba colgada en la nevera con un imán que yo había decorado en la escuela primaria; una gota de plastilina pintada de verde y azul. Cogí la nota y la arrugué.

Más promesas. Bueno, ya ha habido bastantes promesas rotas en el pasado. Después se me ocurrió desdoblar una esquina del papel y lo volví a colgar debajo del imán. Allí se quedó, una bola de papel en la nevera, bajo una gota de plastilina pintada.

Veamos a ver qué piensa de esto.

Estaba furioso y me dolía la cabeza. ¿Por qué sigo viniendo aquí? Cogí el bote de harina de la encimera. Era un enorme tarro de cristal con una tapa de madera. La lancé a lo alto. Se detuvo justo antes del techo, permaneció unos instantes en el aire y cayó. Salté antes de que golpease en el suelo.