En Times Square el enorme panel electrónico decía que eran las once. Me quedé atónito. Había hecho todo aquello en menos de cuarenta minutos, y eso incluía ir a por los guantes y la linterna.
La gente aún abarrotaba la plaza; la mayoría era gente joven, en parejas o en grupos. Algunos de ellos hacían cola delante de los cines, otros simplemente paseaban por Broadway mirando las tiendas que aún había abiertas. Se respiraba un ambiente festivo, casi como en carnaval.
Entré en una tienda llena de camisetas, la mayoría de las cuales ensalzaban las virtudes de la ciudad. «Bienvenido a Nueva York. Ahora vete», decía una. Sonreí, aunque estaba temblando y la reacción me estaba dando náuseas.
En el bolsillo llevaba un fajo de billetes de veinte, cincuenta en total. Les había quitado el papel que los sujetaba y me aseguré de poder sacarlos uno a uno, pero aún estaba nervioso. La parte trasera de la cabeza, donde me habían golpeado los atracadores, me dolía y seguía mirando por encima del hombro casi como un tic nervioso.
Por Dios, Davy, estás dando la sensación de víctima como un loco. ¡Cálmate!
La tienda de camisetas también vendía maletas: bolsas baratas de nylon, bolsas de deporte, bolsas de viaje y mochilas. Aquello era lo que quería en realidad. Cogí una de cada tipo y color.
El dependiente se me quedó mirando y me dijo:
—Eh, chaval, a menos que vayas a comprarlas todas, míralas de una en una, ¿vale?
Seguí cogiendo bolsas y él se me acercó por el final del mostrador, con una expresión de enfado en la cara.
—¿No me has oído? He dicho que…
—¡He oído lo que ha dicho! —mi voz era aguda y estridente. El dependiente hizo un paso atrás y parpadeó. Respiré profundamente, y luego seguí hablando más tranquilo—. Aquí tengo veinte bolsas. Cóbremelas —fui hasta el mostrador y puse las bolsas encima.
El dependiente aún vacilaba, así que saqué algunos billetes del bolsillo de la chaqueta; más de los que pretendía, en realidad. Probablemente la mitad, unos quinientos dólares.
—Oh, claro. Siento haberte gritado. Es que nos entran algunos muchachos por aquí que se llevan cosas. Tengo que andarme con cuidado. No pretendía nada con…
—Vale. No se preocupe. Cóbremelas, por favor.
A medida que iba contando las bolsas, yo las iba metiendo en la más grande, un talego con una correa.
Debió de sentirse mal por malinterpretarme, porque me hizo un diez por ciento de descuento del total.
—Pues son doscientos veinte con cincuenta con impuestos incluidos.
Separé doce billetes de veinte y dije algo que siempre había querido decir.
—Quédese con el cambio.
Él parpadeó, y luego respondió:
—Gracias. Muchas gracias.
Salí de la tienda, giré a la derecha y salté.
* * *
Clasifiqué el dinero primero por el valor, apilando los fajos contra la pared frente a la cama. Tuve que mover el sencillo tocador hasta la puerta para hacer sitio, pero no me importaba. Para entonces ya me sentía bastante paranoide, así que colgué la colcha en la persiana, tapando la ventana por completo.
Cuando hube despejado la cama y llegué al dinero en bolsas, ya tenía dos montones de unos sesenta centímetros, veinticinco fajos apilados. Aún no me detuve en calcular las cantidades. Seguí con mi clasificación, tirando las bolsas de banco vacías sobre la cama. Salté una vez a la biblioteca de Stanville para mirar la hora.
Finalmente, acabé de clasificar y apilar. Aún no había contado el dinero. Eso vendría después.
Cogí las bolsas del banco vacías y luego me puse el pasamontañas y los guantes. Eran las dos de la madrugada.
Respiré hondo varias veces y procuré mantener la calma. Estaba siendo presa del agotamiento nervioso, aunque para nada me sentía adormilado. Me concentré en el interior de la cámara acorazada y salté, intentando al mismo tiempo mantener en mente la biblioteca de Stanville por si ya habían abierto la caja fuerte.
No lo habían hecho.
Jo, me he dejado la luz encendida. Dejé las bolsas en uno de los carritos vacíos y me volví a apagar la luz. ¿Luz? ¡Dios mío! ¿Dónde está la linterna? Se me aceleró el pulso y se me hizo un nudo en la garganta. Oh, señor. No necesito pasar por esto. Me apoyé contra la pared, flaqueando, cuando vi la linterna en el primer carrito que había vaciado. Sabía que no tenía mis huellas dactilares, pero podría tener las de papá. ¿Y dónde estuvo usted, señor Rice, el pasado viernes por la noche?
Aquí mismo, en Ohio, desde luego. Pero no sé dónde está mi hijo…
Recogí la linterna, apagué la luz de la cámara acorazada, y salté de vuelta a la habitación del hotel.
Me había apresurado a apilar el dinero para poder devolver las bolsas antes de la mañana. No quería tenerlas conmigo. Me di cuenta de que podría haberme librado de ellas en cualquier lugar. Incluso las podría haber llenado de ladrillos y tirado al East River, pero pensé que habría más confusión si las dejaba en la cámara acorazada.
Como que no va a haber confusión tal como está…
Aun así, me había apresurado, por lo que no había mirado realmente cuánto dinero había robado. Me senté en la cama y me lo quedé mirando.
Cada capa de las pilas era de cinco paquetes por cinco. Ocupaban poco más de treinta centímetros a lo largo de la pared y casi un metro de ancho. Había más billetes de dólar que de los demás, en tres fajos de más de metro veinte de altura. Había otro montón de billetes de cinco de medio metro de alto, otro de billetes de diez de unos cuarenta centímetros, otro de billetes de veinte de unos veinticinco centímetros, y casi una capa entera de billetes de cincuenta, y diecisiete fajos de billetes de cien.
Salté a la biblioteca de Stanville y cogí prestada una calculadora del mostrador de préstamo. Conté las capas e hice mis cálculos dos veces. Los volví a hacer por si las dos primeras veces no cuadraban.
Había veinticinco fajos por capa. Aquello quería decir que, por ejemplo, mil doscientos cincuenta dólares por capa de billetes de dólar y dos mil quinientos dólares por capa de billetes de veinte. Tenía ciento cincuenta y tres capas y seis fajos de billetes de dólar, lo cual me daba, contando solo los de dólar… Se me cayó la calculadora en el regazo y caí hacia atrás sobre la cama, temblando.
Tenía ciento noventa y un mil cuatrocientos dólares en billetes de uno. Después de hacer y rehacer todos los cálculos, tenía novecientos cincuenta y tres mil cincuenta dólares, sin contar los setecientos sesenta dólares del bolsillo de la chaqueta.
Casi un millón de dólares.
* * *
Como había diecisiete fajos de billetes de cien, los dividí en diecisiete de las bolsas de nylon. Aquello me daba cincuenta mil pavos por bolsa, más o menos el salario de un año. Luego metí suficientes fajos de billetes de dólar en cada una para llenarlas hasta arriba. En algunas bolsas aquello significaba añadir solo setecientos dólares. En otras de las bolsas más grandes significaba nada menos que tres mil doscientos dólares. Luego llené las tres últimas bolsas, las de viaje más grandes, con fajos de un dólar, hasta que fueron demasiado pesadas para llevarlas. Aún quedaba un montón de billetes de dólar de medio metro. Conté las capas y calculé que eran treinta mil dólares. Incluso cuando volví a llenar la caja de cartón de la cámara acorazada aún quedaban doscientos cincuenta dólares.
¡Dios santo! ¿Dónde voy a meter todo esto?
Desde la calle se oyó el sonido de una sirena, un ruido casi continuo en Nueva York, pero aquel se oía más cerca que la mayoría. Se me cortó la respiración. Cuando el sonido pasó de largo, solté un suspiro de alivio y noté un sudor frío en la frente. Aquello me recordó lo peligroso que era aquel barrio. Me recordó el incidente del cuarto de baño justo al final del pasillo y cuando me atracaron.
Y allí estaba yo, rico desde hacía solo una hora, y me sentía paranoico. El dinero no resuelve los problemas. Pensé. Solo crea otros nuevos.
Me pregunté qué hora sería. ¡Tengo que comprarme un reloj! Salté a la biblioteca de Stanville y vi que eran las 3:30 de la madrugada. Puse la calculadora en el mostrador y estaba a punto de volver cuando alcé la vista.
La biblioteca de Stanville fue construida en 1910, un enorme edificio de granito con techos de unos cuatro metros y medio de alto. Sabía aquello porque la señora Tonovire, la bibliotecaria, solía practicar sus frases de guía conmigo. Cuando instalaron el aire acondicionado en la biblioteca, en 1973, hicieron un falso techo para tapar los conductos. Aquel tenía unos tres metros de alto.
Trepé por las estanterías de revistas en Periódicos y empujé uno de los paneles de metro por medio metro. Lo levanté y lo aparté a un lado. Estaba oscuro allí arriba.
Salté de vuelta a la habitación del hotel y trasladé diez de las bolsas al interior de aquel techo falso, separándolas para distribuir el peso. También puse allí la caja de billetes de dólar.
La habitación del hotel parecía vacía sin los montones de dinero o el revoltijo de las bolsas de nylon repletas. A la única bolsa que quedaba le cerré la cremallera y la deslicé por debajo de la cama. Luego me quité los zapatos, apagué la luz y me estiré.
Tenía el cuerpo cansado, pero la mente acelerada, nerviosa, excitada, exaltada y culpable. No quiero que me atrapen. ¡No dejes que me atrapen! Cambié de postura, intentando ponerme cómodo. Pero mi cabeza no paraba. Seguí oyendo ruidos en la calle y no podía dormir. Intenté tranquilizarme. ¿Cómo te van a atrapar? Si te vas gastando el dinero con cuidado, tienes la victoria asegurada. Además, no podrían retenerte, aunque sospechasen que fuiste tú quien lo hizo.
Me puse de lado.
¿Y la biblioteca? ¿Y si deciden limpiar la parte de arriba de las estanterías? ¿No sospecharán algo si encuentran mis huellas en el polvo? Negué con la cabeza e intenté hundirme más en la almohada.
Intenté respirar hondo. No funcionó. Intenté contar de mil a cero pero aquello me trajo a la mente fajos y más fajos de billetes. Los casi cincuenta mil dólares de debajo de la cama parecían empujarme, parecían tener una presencia que casi era animada. ¡Joder, que solo es una bolsa con papel! Golpeé la almohada ahuecándola y colocándola bien, y luego cerré los ojos por completo.
Un interminable rato después, suspiré, me incorporé, me puse los zapatos de nuevo, y salté a la biblioteca.
Solo cuando acabé de limpiar la parte superior de todas las estanterías de la biblioteca y la luz del amanecer empezaba a entrar por las ventanas, dejé el trapo del polvo, salté de vuelta a Brooklyn y me quedé dormido.
* * *
—Bueno, ¿qué tipo de reloj estás buscando?
—Quiero uno que te permita saber la hora de diferentes zonas horarias. También debería tener una alarma de algún tipo, ser sumergible, y que tuviese estilo pero sin ser pretencioso. Quiero que quede bien en situaciones en las que hay que ir bien vestido pero no quiero que me den en el cogote cada vez que pase por un vecindario cuestionable solo porque lo llevo puesto.
El dependiente se puso a reír. Llevaba una barba muy recortada y un yarmulke, el pequeño gorro circular que llevan algunos judíos. Para mí era algo nuevo —solo lo había visto antes en la tele. Se puso a hablar.
—Veo que has estado pensando en ello. ¿De qué precio aproximado estaríamos hablando?
—No importa. Solo que tenga todo eso.
La tienda estaba en la calle Cuarenta y siete; era una «boutique» de joyas y electrónica. Había ido allí lo primero, saltando al metro de Grand Central Station y luego caminando las seis manzanas que quedaban.
El dependiente sacó tres relojes diferentes de la caja.
—Estos tres tienen lo que quieres; el tema horario y alarmas. Este es el más barato… cincuenta y cinco con noventa y cinco.
Le eché un vistazo.
—No es muy elegante.
Él asintió, muy agradable.
—Es verdad. Estos otros dos tienen más estilo. Este —señaló un reloj dorado con correa dorada y plateada— sale por trescientos setenta. Creo que lo tenemos en oferta por doscientos noventa y cinco —señaló al otro, un fino reloj con correa de lagarto—. Este no parece tan llamativo, pero es de plata bañada en oro, mientras que este otro individuo —alzó el de la correa dorada— es de aluminio anodizado.
Palpé el reloj fino.
—¿Cuánto vale?
Sonrió.
—Mil trescientos noventa y seis con treinta y cinco centavos.
Pestañeé. Él empezó a apartar el reloj caro.
—Me encanta mirar los ojos de los clientes cuando se lo digo. No es como si estuviésemos en la Quinta Avenida. Ni siquiera sé por qué está en el inventario.
Levanté la mano.
—Me lo quedo.
—Ah. ¿Este? —estiró el brazo para coger el llamativo reloj dorado con la otra mano.
—No. Este de aquí, la pieza de mil cuatrocientos pavos. ¿Cuánto es con impuestos? —pensé un instante, y luego hurgué en el bolsillo derecho delantero; allí había puesto veinte billetes de cien. Cuando empecé a contarlos sobre el mostrador, él agarró la calculadora de inmediato.
Detrás de él una hilera de televisores de diversos tamaños y formas mostraban el mismo programa, una teleserie de tarde. Acabó y apareció el logo de «Avance Informativo», y luego la fachada del Chemical Bank de Nueva York. Me lo quedé mirando. Los periodistas acercaban sus micrófonos a un hombre con mala cara que estaba leyendo algo en un papel. Ninguno de los aparatos tenía volumen.
El dependiente se dio cuenta de eso y miró por encima de su hombro.
—Ah, el atraco al banco. No tardarán mucho en atraparlos.
Tenía un nudo en el estómago y noté que me fallaban las piernas. Logré articular una palabra:
—¿No?
—¿Un millón de dólares desaparecido en la cámara acorazada desde que la cerraron hasta que la volvieron a abrir? Ha tenido que ser alguien de dentro. Si aquel dinero no estaba cuando abrieron la caja fuerte no estaba cuando la cerraron.
—No me había enterado.
—La noticia salió a las once y media —comentó, mientras contaba el cambio sobre el mostrador—. Al parecer un cajero avisó a la prensa. Mira, mil quinientos once con cincuenta y cinco de mil quinientos veinte queda en ocho con cuarenta y cinco —se volvió a mirar los televisores—. Quien lo haya hecho va a tener que guardar el dinero durante mucho tiempo.
Me guardé el cambio con cuidado.
—¿Y por qué?
—Bueno, probablemente a ninguno de los empleados con acceso les van a quitar el ojo de encima. Cuando gasten tan solo un centavo del que no puedan dar cuentas, ¡zas! —me entregó la factura y la tarjeta de garantía del reloj—. ¿Necesitas algo más? ¿Un buen vídeo? ¿Una cámara? ¿Un ordenador?
Todos aquellos aparatos fantásticos… pero no tenía sitio donde ponerlos aún.
—Puede que en otro momento.
—Claro. Cuando quieras.
* * *
Comí en el Jockey Club del Ritz Carlton, justo al sur del parque. El maître me miró extrañado cuando atravesé el vestíbulo y bajé las escaleras hacia el restaurante, pero la camarera principal me condujo a una mesa y se comportó como si fuese un placer. Escogí lo más caro del menú.
Mientras esperaba la comida, jugué con los controles de mi reloj y observé a los demás clientes para ver cómo iban vestidos y cómo se comportaban en un restaurante de categoría. Había flores en cada mesa y el camarero me trajo automáticamente panecillos calientes y mantequilla.
No tenía mucha experiencia en restaurantes, no desde que mamá se fue. Ella se había esforzado en enseñarme a comer con la boca cerrada, pero me sentía cohibido.
Cuando llegó la comida, solo me comí la mitad. Había demasiada y no tenía mucha hambre. El programa de noticias me había disgustado, me había vuelto paranoico de nuevo.
Intenté pagar al camarero cuando me trajo la cuenta, pero él me corrigió amablemente.
—Puedo llevar esto al cajero por usted, si lo desea, o puede usted pagar cuando salga.
Le dije que lo haría yo. Pensé por un momento cómo me lo había dicho sin hacerme sentir estúpido. Si hubiese sido mi padre, habría dicho: «Paga al cajero mentecato. ¿Es que no sabes nada?». La diferencia era considerable. Dejé al camarero una propina de veinte dólares.
Pagar cincuenta dólares por una comida parecía irreal, lo mismo que comprarme el reloj me había parecido un juego. Era como jugar con el dinero del Monopoly, como si fuese de mentira.
¿Qué harías, Davy, si fueses rico?
Sería feliz. Crucé la calle hacia Central Park, verde y frondoso, y de alguna manera extraño en medio de todo el hormigón y el acero.
Bueno, puedo intentarlo.