En Washington Square Park aparecí delante de un banco en el que me había sentado dos días antes. Había un hombre tumbado en él, tiritando de frío. Tenía hojas de periódico alrededor de las piernas y sus puños agarraban el cuello de una sucia chaqueta de traje, apretándola contra su cuerpo. Abrió los ojos, me vio, y gritó.
Yo pestañeé y me aparté un poco del banco. Él se incorporó, agarrando los periódicos para que la brisa no se los llevase por los aires. Se me quedó mirando, con los ojos como platos, aún tiritando.
Salté de vuelta al hotel de Brooklyn y cogí la manta de la cama; luego regresé al parque.
Volvió a gritar cuando aparecí, retrocediendo hacia el banco.
—Déjame en paz. Déjame en paz. Déjame en paz. Déjame en paz —repetía una y otra vez.
Moviéndome lentamente, dejé la manta en el otro extremo de su banco y me fui andando por el camino hacia MacDougal Street. Después de caminar unos cien metros, me volví a mirar al banco. Había cogido la manta y se había envuelto en ella, pero aún no estaba estirado. Me pregunté si alguien se la robaría antes de que se hiciera de día.
Cuando me aproximaba a la calle, un par de tipos, dos oscuras siluetas bajo las farolas, me bloquearon el paso.
Miré por encima del hombro para que no me volviesen a coger por sorpresa.
—Danos tu cartera y tu reloj —vi el brillo de una navaja; el otro hombre sostenía algo pesado y duro.
—Demasiado tarde —respondí. Y salté.
* * *
Aparecí en la biblioteca de Stanville, de nuevo frente a la estantería que iba desde «Ruedinger, Cathy» a «Wells, Martha». Sonreí. No había pensado ningún destino en particular cuando salté, solo en escapar. Cada vez que había saltado de un peligro inmediato y físico, había llegado hasta allí, el refugio más seguro que conocía.
Recordé todos los lugares a los que me había teletransportado y los consideré. Todos eran sitios que había frecuentado antes de saltar a ellos, bien recientemente, como el caso de Washington Square y el hotel de Nueva York, o repetidamente durante un largo período de tiempo. Eran lugares que podía imaginar en mi mente. Me preguntaba si eso era lo único que se necesitaba.
Fui al catálogo de fichas y busqué Nueva York. Había un listado bajo guías de viaje, 917-471 en la clasificación decimal de Dewey. Eso me llevó a la Guía Foster de Nueva York, 1986. En la página 323 había una foto del lago de Central Park, en color, con un banco y una papelera en primer plano, y el embarcadero de Loeb en un lado.
Cuando mamá y yo estábamos haciendo turismo por Nueva York, no quería que nos adentrásemos en Central Park más que hasta el Metropolitan Museum en la parte este del parque. Había oído muchas historias de atracos y violaciones, así que no llegamos a ver el embarcadero. Nunca había estado allí.
Me quedé mirando la foto hasta que pude cerrar los ojos y verla.
Salté y abrí los ojos.
No me había movido. Aún estaba en la biblioteca.
¡Um!
Pasé las páginas e intenté lo mismo con otros lugares que no había visitado: Bloomingdale’s, el zoo del Bronx, el interior de la base de la Estatua de la Libertad. Ninguno de ellos funcionó.
Entonces encontré una foto del mirador del Empire State.
—Mira, mamá, eso es el edificio Chrysler y ahí se ve el World Trade Center y…
—Shhhh, Davy. Baja la voz, por favor.
Aquella era una expresión de mamá. «Baja la voz». Mucho más amable que decir «cállate» o «cállate la boca» o lo que decía mi padre, «cierra el pico». Habíamos ido allí el segundo día de aquel viaje y estuvimos arriba una hora. Antes de encontrarme con la foto no me había dado cuenta de la impresión que me causó. Pensé que solo tenía vagos recuerdos como mucho. Pero entonces pude recordarlo con claridad.
Salté y se me destaparon los oídos, como cuando despegas o aterrizas con un avión. Me encontraba allí, con el frío viento del East River alborotándome el pelo y las páginas de la guía que aún tenía en las manos. No había un alma por allí. Bajé la vista hacia el libro y leí que las horas de visita eran de 9:30 a medianoche.
Por lo tanto, podía saltar a lugares en los que ya había estado, lo cual en parte era un alivio. Si papá podía teletransportarse, no sería capaz de saltar a mi habitación de hotel en Brooklyn. Nunca había estado allí.
La vista era confusa, con todos los edificios iluminados, las siluetas borrosas y mezclándose entre ellas. Vi una lejana estatua verde con focos y me situé. Liberty Island quedaba al sur del Empire State. Bajé la vista para ver la Quinta Avenida hacia Greenwich Village y el centro de la ciudad. Las torres gemelas del World Trade Center deberían haberme dado una pista.
Recordé a mamá poniendo monedas en el telescopio para que pudiese ver la Estatua de la Libertad. No fuimos a la isla porque mamá se mareaba en los barcos.
Sentí una gran pena. ¿Adónde habría ido mamá?
Entonces salté de vuelta a la biblioteca y coloqué la guía en el estante. Por lo tanto, ¿solo era cualquier lugar al que ya había ido?
Mi abuelo, el padre de mi madre, se jubiló y se fue a una pequeña casa en Florida. Mi madre y yo lo visitamos solo una vez, cuando yo tenía once años. Íbamos a volver el verano siguiente, pero ella se marchó en primavera. Tenía un vago recuerdo de una casa pintada brillante con tejas blancas, y un canal en la parte de atrás con barcas. Intenté imaginarme la sala de estar, pero lo único que me venía a la mente era el abuelo en una indefinida y genérica estancia. Intenté saltar de todas formas, y no funcionó.
¡Um!
Al parecer, la memoria era importante. Debía tener una imagen clara del lugar, como resultado de haber estado antes.
Pensé en hacer otro experimento. Y salté.
* * *
En la calle Cuarenta y cinco hay una tienda detrás de otra especializadas en electrónica. Equipos estéreo, vídeos, ordenadores e instrumentos electrónicos. Todas estaban cerradas cuando aparecí en la esquina de la Quinta Avenida y la Cuarenta y cinco, incluyendo al vendedor de helado italiano que había frecuentado el día anterior.
Sin embargo, pude ver el interior de las tiendas, porque estaban iluminadas por motivos de seguridad o de exposición. Había barrotes de acero sobre la mayoría de escaparates, asegurados con múltiples candados, pero se podía mirar entre ellos.
Me detuve delante de una tienda con barrotes más amplios y mejor iluminación que la mayoría. Estudié el suelo, las paredes, la manera en que estaban colocadas las estanterías, y los productos más cercanos al escaparate.
Tenía una sensación muy real de localización. Estaba en la acera a solo unos dos metros del interior de la tienda. Podía imaginármela con claridad. Miré a ambos lados de la calle, cerré los ojos y salté.
Ocurrieron dos cosas. La primera, que aparecí dentro de la tienda, a escasos centímetros de centenares de brillantes y luminosos chismes electrónicos. La segunda, que en el mismo instante de mi aparición, una alarma, muy ruidosa y estridente, se activó tanto dentro como fuera del establecimiento, seguida de un destello cegador de una luz estroboscópica que iluminó el interior como un relámpago.
¡Dios mío! Me estremecí. Luego, casi sin pensar, salté de vuelta a la biblioteca de Stanville.
Sentí que me fallaban las piernas. Me senté, rápidamente, en el suelo y estuve temblando durante más de un minuto.
¿Qué me había pasado? Solo era una alarma, algún tipo de detector de movimiento. No había tenido esa reacción cuando aquellos dos matones de Washington Square me abordaron.
Me calmé. Aquello tampoco había sido tan inesperado, tan repentino. Respiré hondo varias veces. Probablemente podría haberme quedado allí, haberme llevado varios vídeos de vuelta a la habitación del hotel, antes de que hubiese aparecido la policía.
¿Qué hubiera hecho con ellos? No sabría a quién vendérselos, no sin ser timado o trincado. La sola idea de traficar con la clase de gente que compraba objetos robados me ponía los pelos de punta. ¿Y qué pasaría con el propietario de la tienda? ¿No saldría perjudicado? ¿O el seguro le cubriría todo? Empecé a sentirme culpable solo con imaginármelo.
Otra idea hizo que el corazón se me acelerase más y más. ¿Y si el fogonazo era un flash para fotos? ¿Y si tenían un circuito cerrado de televisión?
Me levanté y empecé a andar por la biblioteca, respirando con dificultad, casi entrecortadamente.
—¡Vale ya! —me dije finalmente a mí mismo, gritando en el silencioso edificio. ¿Cómo demonios te van a coger, aunque tuviesen huellas digitales, que no es el caso? Y si te cogiesen, ¿qué cárcel te iba a retener? Demonios, no robaste nada, no forzaste ninguna cerradura, no rompiste ninguna ventana. ¿Y quién se va a creer que había alguien en la tienda, y no digamos presentar cargos?
De repente, sentí como un peso cayéndome sobre los hombros. Estaba exhausto y me tambaleaba. Empezó a dolerme la cabeza otra vez, y quise dormir.
Salté a la habitación del hotel y me saqué los zapatos de golpe. La habitación estaba fría, y el radiador apenas calentaba. Miré las finas sábanas de la cama. Insuficiente. Pensé en el hombre de Washington Square. ¿Estará bien abrigado?
Salté al oscuro interior de mi habitación en casa de mi padre, cogí la colcha de la cama, y volví a saltar al hotel.
Entonces dormí.
* * *
Era mediodía cuando un ruido de la calle, creo que un claxon, me despertó. Me arropé con la colcha y le eché un vistazo a la barata habitación de hotel.
Era miércoles, así que pensé que papá estaría en la oficina. Me levanté, me desperecé, y salté al cuarto de baño de casa. Escuché con atención, y luego me asomé un poco. Nadie. Salté a la cocina y miré hacia el camino de entrada. Su coche no estaba. Usé el lavabo y luego desayuné.
No puedo vivir a costa de mi padre para siempre. La idea me provocó un vacío en el estómago. ¿Y qué iba a hacer para conseguir dinero?
Salté de vuelta al hotel y busqué entre la ropa algo limpio que ponerme. Se me estaba acabando la ropa interior y todos los calcetines estaban sucios. Pensé en ir a una tienda, coger un poco de ropa y luego volver a saltar sin pagar la cuenta. El no va más en robos.
Compórtate, Davy. Sacudí la cabeza con violencia, cogí toda la ropa sucia y salté de vuelta a casa de mi padre.
Cada vez más, la consideraba su casa, no la nuestra. Me pareció un buen paso.
Bueno, él había dejado su ropa en la lavadora sin sacarla y ponerla en la secadora. Por el olor a humedad, debía de llevar allí un par de días. La apilé encima de la secadora y luego hice una lavadora con la mía.
Si era su casa, ¿entonces por qué estaba allí? Me debe al menos una comida y una lavadora. Rechacé sentirme culpable por cogerle cualquier cosa.
Por supuesto, mientras se lavaba la ropa me paseé por la casa y me sentí culpable.
No era la comida, ni lavar la ropa. Me sentía culpable por los dos mil doscientos que le había cogido de la cartera. Era una estupidez. El hombre se ganaba bien la vida pero me hacía comprar ropa de segunda mano. Conducía un coche que costaba más de veinte mil dólares pero se quedó conmigo para no tener que pagarle a mamá la pensión alimenticia.
Y yo aún me sentía culpable. Y furioso también.
Pensé en destrozar el lugar, en romper todos los muebles, en quemar toda su ropa. Barajé la idea de volver aquella noche, abrir el depósito de su Cadillac y prenderle fuego. Quizá la casa también se incendiaría.
¿Qué estoy haciendo? Cada minuto que permanecía en aquella casa me hacía sentir peor. Y cuanto más me enfurecía, más culpable me sentía. No vale la pena. Salté a Manhattan y paseé por Central Park, hasta que me tranquilicé de nuevo.
Después de cuarenta minutos, salté de vuelta a casa de mi padre, saqué la ropa de la lavadora y la coloqué en la secadora. Volví a poner la ropa húmeda de papá dentro de la lavadora.
Había algo más que necesitaba de la casa. Recorrí todo el pasillo hasta el cuarto de papá, su «oficina». Se suponía que yo no podía entrar, pero ya no me importaban sus reglas y normas. Primero husmeé en el archivador de tres cajones, y luego fui a su escritorio. Para cuando la ropa terminó de secarse, yo también había acabado, pero no había encontrado mi partida de nacimiento por ninguna parte.
Cerré el último cajón de golpe, cogí mi ropa seca y salté de vuelta al hotel.
¿Qué voy a hacer con el tema del dinero?
Puse la ropa sobre la cama, y salté a Washington Square, delante del banco del parque. No había ni rastro del vagabundo de la noche anterior. Había dos ancianas sentadas, inmersas en su conversación. Alzaron la vista y me vieron, pero siguieron hablando; me alejé por la acera.
Había intentado conseguir un trabajo honesto. Pero no me contratarían sin un número de la Seguridad Social. La mayoría de ellos también querían una prueba de ciudadanía —o una partida de nacimiento o una inscripción en el padrón—. No tenía nada de aquello. Pensé en los extranjeros ilegales que trabajaban en los Estados Unidos. ¿Cómo solucionaban aquel problema?
Compraban documentación falsa.
Ah. Cuando había pasado por Broadway a la altura de Time’s Square, unos tipos me habían ofrecido de todo, desde drogas hasta mujeres o niños. Me apuesto a que también sabían algo de documentos de identidad falsos.
Pero no tengo dinero.
Me sentía muy tercermundista, atrapado en una trampa entre la necesidad de ganar dinero y ningún superpréstamo a la vista. Si no pagaba mi habitación de hotel al día siguiente, volvería a estar en la calle. Necesitaba algo para no tener deudas.
El pitido de la alarma antirrobo de la calle Cuarenta y dos parecía menos aterrador a pleno día. Pensé en robar vídeos o televisores para llevarlos a casas de empeño, y luego usar el dinero para intentar comprar documentación falsa.
La idea de llevar un vídeo a una casa de empeño me asustaba. No me importaba que fuese inatrapable. Si alguien se cabreaba lo suficiente podría pegarme un tiro. Quizás era una paranoia. ¿Y si robase algo de más valor? ¿Joyas? ¿O afanar cuadros del museo? Cuanto más caro fuese el objeto, más posibilidades tenía de no conseguir dinero, y de ser robado o asesinado.
¿A lo mejor el gobierno me querría contratar?
Me estremecí. Había leído Ojos de fuego de Stephen King. Podía imaginarme cómo me diseccionaban buscando cómo podía hacer aquello. O cómo me drogaban para que no lo hiciese, así es como controlaban al padre en aquella novela. Lo mantenían drogado para que no pudiese pensar bien. Me pregunté si no tendrían ya gente que pudiese teletransportarse.
Aléjate del gobierno. ¡No dejes que nadie sepa lo que puedes hacer!
Bueno, entonces… pensé que tenía que robar ni más ni menos que dinero.
* * *
El Chemical Bank de Nueva York está en la Quinta Avenida. Entré y le pregunté al guardia si había un lavabo en el banco. Negó con la cabeza.
—Sigue la calle hasta la Torre Trump. Tienen un lavabo en el vestíbulo.
Me hice el afligido.
—Mire, no pretendo ser un problema, pero mi padre ha quedado conmigo aquí en unos instantes y si no estoy me matará, pero es que me estoy orinando de verdad. ¿No hay ningún lavabo para los empleados en alguna parte?
No creía que colase, pero la mentira, además de la mención de mi padre, estaba haciendo real mi aflicción. Se mostró un tanto indeciso y yo hice un gesto de dolor, sabiendo que me enviaría a paseo.
—Bah, qué demonios. ¿Ves aquella puerta? —me señaló una puerta después de la larga hilera de ventanillas de cajeros—. Ve allí y sigue recto. El lavabo está a la derecha al final del pasillo. Si alguien te pone pegas, diles que te ha enviado Kelly.
Hice un suspiro de alivio.
—Gracias, señor Kelly. Me ha salvado la vida.
Abrí la puerta como si supiese lo que estaba haciendo. Tenía un nudo en el estómago y sentía que cualquiera que se cruzase conmigo podría verme las intenciones y saber que era un delincuente.
La cámara acorazada estaba dos puertas antes que el lavabo. Su enorme compuerta de acero con bisagras más grandes que yo estaba abierta, pero una puerta más pequeña con barrotes estaba cerrada y había un guardia sentado ante ella, en una pequeña mesa. Me detuve delante suyo, mirando al interior de la cámara. Alzó la mirada hacia mí.
—¿Puedo ayudarte? —su voz era fría y se me quedó mirando como un director de escuela a un estudiante sin tique de comedor.
Tartamudeé.
—Estoy buscando el lavabo.
El guardia respondió:
—No hay aseos públicos en este banco.
—El señor Kelly me ha dicho que podía utilizar el aseo de los empleados. Es una emergencia.
Se relajó un poco.
—Entonces, ve al final del pasillo. Está claro que aquí no es.
Asentí con la cabeza.
—De acuerdo. Gracias —seguí caminando. En realidad, no había podido echar una buena ojeada. Fui al lavabo y me lavé las manos.
Una vez de vuelta, me detuve y pregunté:
—Esto sí que es una puerta enorme. ¿Sabe cuánto pesa? —me acerqué un poco más.
El guardia parecía molesto.
—Mucho. Si ya has usado el aseo, ¡te agradecería que volvieses al vestíbulo!
Giré sobre mis talones.
—Oh, por supuesto —me quedé mirando la puerta desde mi nuevo ángulo. Vi carritos y una mesa contra una de las puertas interiores de la cámara. Los carritos iban cargados de bolsas de lona, así como de montones de fajos de billetes. Otro paso y vislumbré unos estantes de acero gris en otra pared.
¡Ya lo tengo!
El guardia empezó a levantarse. Aparté la mirada de la puerta y vi que se estaba sulfurando.
—Ya me voy —le aseguré—. Gracias por sus indicaciones.
Él farfulló algo, pero me fui a paso ligero hacia el vestíbulo. Cuando pasé por delante del guardia de la entrada, sonreí.
—Gracias, señor Kelly.
Me saludó y salí por la puerta.
* * *
Pasé el resto de la tarde en la biblioteca, de vuelta en Stanville, primero leyendo las entradas de la enciclopedia sobre bancos, robos a bancos, sistemas de alarma, cajas fuertes, cámaras acorazadas, cerraduras de combinación y circuitos cerrados de televisión, y después ojeando un libro sobre sistemas de seguridad industriales que encontré en Tecnologías Aplicadas.
—¿David? ¿David Rice?
Alcé la vista. La señora Johnson, mi profesora de geografía de la escuela de secundaria de Stanville, se me estaba acercando. Miré al reloj de la pared —las clases habían acabado hacía una hora.
No había ido a la escuela en tres semanas, desde el primer día en que salté. Sentí que me ruborizaba y me levanté.
—Eres tú de verdad, David. Me alegra ver que estás bien. ¿Entonces has vuelto a casa?
Por alguna razón me sorprendía que la escuela supiese que me había escapado. Decidí aceptarlo. Era mucho más fácil mentir, decir que había vuelto y que iría a la escuela al día siguiente. Sé que eso es lo que habría hecho un mes antes. Optar por el camino más fácil. Evitar el escándalo. Decir lo que fuese necesario para evitar que la gente se enfureciera conmigo.
Odiaba que la gente se enfureciera conmigo. Negué con la cabeza.
—No, señora. No he vuelto. Y no voy a hacerlo.
Ella no parecía ni sorprendida ni escandalizada.
—Tu padre parece muy preocupado. Se pasó por la escuela y habló con todos tus compañeros, preguntando si alguien te había visto. También ha puesto esos carteles…, bueno, es probable que los hayas visto por todo el pueblo.
Parpadeé y me encogí de hombros. ¿Carteles?
—¿Y qué hay de la escuela? —preguntó—. ¿Qué vas a hacer con las clases? ¿Cómo vas a entrar en la universidad? ¿O encontrar trabajo?
—Pues…, supongo que tendré que cambiar de planes —era agradable no mentirle, pero aún temía que a ella no le pareciese bien—. He intentado sacarme el GED, pero no aceptan a un menor sin un permiso paterno o una orden judicial.
La señora Johnson se mordió el labio, y luego me preguntó:
—¿Dónde estás estudiando, David? ¿Ya tienes suficiente comida?
—Sí, señora. Estoy bien.
Sus palabras parecían estar muy bien escogidas. Caí en la cuenta de que no me iba a abroncar por perderme las clases o por escaparme de casa. Era como si estuviese intentando evitar asustarme, ahuyentarme.
—Voy a llamar a tu padre, David. Es mi deber. Sin embargo, si quieres podemos hablar con la asistenta social del condado. No tienes por qué volver a casa si no quieres —titubeó un momento y al final habló—. ¿Te maltrata, David?
Entonces aparecieron las lágrimas, como un yunque cayendo de un claro cielo azul. Hasta aquel momento, pensaba que ya estaba bien. Me restregué los ojos, pero me temblaban los hombros. Permanecí en silencio, reprimiendo los sollozos.
La señora Johnson se acercó a mí, creo que para abrazarme. Retrocedí, apartándome y dándome la vuelta, secándome los ojos furiosamente con la mano derecha.
Bajó los brazos. Parecía triste.
Respiré hondo y me estremecí, unas cuantas veces, y los temblores disminuyeron poco a poco.
—Lo siento —dije.
Entonces la señora Johnson habló en voz baja, con cuidado.
—No llamaré a tu padre, pero solo si vienes conmigo a ver al señor Mendoza. Él sabrá qué hacer.
Negué con la cabeza.
—No. Me va bien. No quiero ir a ver al señor Mendoza.
Ella pareció aún más triste.
—Por favor, Davy. No es seguro estar en la calle, ni siquiera en Stanville, Ohio. Nosotros podemos protegerte de tu padre.
¿Ah, sí? ¿Dónde han estado los últimos cinco años? Volví a negar con la cabeza. Aquello no iba a ninguna parte.
—¿Aún conduce un Volkswagen gris, señora Johnson? —le pregunté, mirando por encima de su hombro.
Ella pestañeó, sorprendida por el cambio de tema.
—Sí.
—Creo que alguien acaba de chocar contra él.
Volvió la cabeza enseguida. Antes de que se diese cuenta de que no se podía ver el aparcamiento desde donde nos encontrábamos, salté de vuelta al hotel de Brooklyn.
¡Al diablo con todo! Tiré el libro de seguridad industrial por la habitación, después me puse a gatear para recogerlo, con un sentimiento de culpa tanto por enfadarme como por maltratar un libro de la biblioteca. Los libros no merecían maltratos… ¿y la gente?
Me acurruqué en la cama y me puse la almohada sobre la cabeza.
* * *
Era de noche cuando me incorporé, aturdido y perplejo, despertándome por lentas y confusas etapas. Por un momento miré a mi alrededor, esperando ver a la señora Johnson delante de mí contándome cosas fascinantes del África occidental, pero me desperté un poco más y la tenue luz que entraba a través de la fina persiana reveló la habitación, mi condición y mi estado de ánimo.
Me levanté y me desperecé, preguntándome qué hora sería, y salté hasta la biblioteca de Stanville para mirar en su reloj de pared. Eran las 9:20 de la noche en Ohio, y la misma hora en Nueva York. Hora de ponerse a trabajar.
Salté a mi patio trasero, detrás del roble. El coche de papá estaba en la entrada, pero las únicas luces encendidas eran las de su habitación, las de su cuarto y las de mi habitación. ¿Qué está haciendo en mi habitación? Sentí que era presa del pánico, pero me obligué a calmarme. No hagas caso. Podrás llegar a tu habitación.
Los útiles de jardinería estaban en el garaje, en un estante encima de la cortadora de césped. Había rastrillos, palas y una azada colgados de clavos en la pared bajo el estante. Aparecí frente a aquella colección y busqué entre insecticidas, fertilizante y semillas de césped hasta que encontré los viejos guantes de jardinero. Me los puse y salté a la entrada de la casa.
El Caddy de papá brillaba a plena luz, una bestia enorme. Fui hasta la puerta del acompañante e intenté abrirla con cuidado. Estaba cerrada con llave. Miré dentro, al tapizado de felpa y el reluciente salpicadero. Pude recordar con claridad su olor, la sensación de los asientos. Cerré los ojos y salté.
La alarma del coche se disparó con un pitido agudo, pero ya me lo esperaba. Abrí la guantera y cogí la linterna. La luz del porche se encendió y la puerta de entrada empezó a abrirse. Salté a mi habitación.
La alarma se oía mucho menos desde allí, pero seguía siendo desagradable. Estaba seguro de que las luces de los porches se estaban encendiendo en todo el vecindario.
El pasamontañas estaba en el último cajón de mi tocador, debajo de varios pares de calzoncillos largos demasiado pequeños. La encontré justo cuando la alarma del coche se paró. Me preparé para saltar, pero me di cuenta de que no llevaba la linterna en la mano. Eché un vistazo a la habitación y la vi sobre el tocador.
La puerta de la entrada se cerró y oí pasos. Recogí la linterna y salté.
* * *
Los guantes eran de piel, viejos y rígidos. Hacían daño a los dedos con solo doblarlos. El pasamontañas era lo suficientemente grande, aunque tenía cuatro años. Había perdido la elasticidad y estaba deformado, pero pensé que serviría. Bien colocado, me cubría toda la cara menos los ojos y el puente de la nariz. El extremo me colgaba suelto por el resto de la cara, pero la tapaba.
Picaba una barbaridad.
Salté.
Aparecí en una sala completamente oscura, sin ventilación y con un suelo liso. Esperé un momento antes de encender la luz, armándome de valor para oír el pitido de una alarma. También temía no estar en el sitio correcto y no quería precipitar el momento de descubrir el fracaso.
Sin embargo, no oí ninguna alarma, pero por lo que sabía los indicadores podrían estar saltando en docenas de monitores del banco conectados con la comisaría de policía. Si había otros teletransportadores en el mundo, ¿los bancos no sabrían de ellos y habrían tomado medidas? Como inundar la cámara acorazada con gas venenoso al cerrarla, o poner trampas. El aire a mi alrededor se enrarecía y sentía la presión de la oscuridad sobre mí hasta que pensé que quizá las paredes se estaban estrechando. Le di al interruptor de la linterna sin darme cuenta.
¡Cuánto dinero!
Los carritos que había visto antes estaban apilados hasta arriba; cada uno con montones de billetes cuidadosamente atados o con bandejas de monedas enrolladas o bolsas de lona con las letras «Chemical Bank de Nueva York». La mayoría de las estanterías estaban llenas de fajos de billetes nuevos.
Cerré los ojos, mareado de repente. Cerca de la puerta de la cámara acorazada había un interruptor. Lo apreté y una luz fluorescente iluminó la sala. No parecía haber ninguna cámara de televisión, ni veía cajitas encima de las paredes que pareciesen los sensores de calor sobre los que había leído por la tarde. No salieron gases por la ventilación, ni se activaron trampas de repente.
Apagué la linterna y me puse manos a la obra.
El primer carrito al que me acerqué era obviamente de los depósitos de aquel día. El dinero estaba muy usado, aunque muy bien empaquetado. Cogí un fajo de billetes de cien dólares. La banda de papel que llevaba en medio decía «5000 $» y estaba sellada con el nombre del banco. Había una caja de cartulina encima de otro carrito. Estaba repleta de fajos de billetes de un dólar, cada uno con cincuenta billetes. Intenté calcular cuánto habría allí, pero sacudí la cabeza. Cuenta después, Davy.
Cogí la caja y salté a la habitación del hotel. La vacié sobre la cama y salté otra vez.
Empecé por un extremo y fui hasta el otro. Si los fajos parecían nuevos, comprobaba si los billetes estaban ordenados por número de serie. Si era el caso, los dejaba. Si no era así, los ponía en la caja. Cuando la llené, salté a la habitación, vacié el contenido sobre la cama, y volví.
Cuando acabé con el dinero suelto de los carritos, eché un vistazo a las bolsas. Parecían transferencias de sucursales, todas con billetes usados. Cogí todas las bolsas, sin comprobar el contenido de las demás. El dinero ya caía por los bordes de la cama, así que puse las bolsas en el suelo, debajo.
Las estanterías tenían billetes nuevos, con el número de serie claramente escrito en sus bandas de papel. Los dejé y eché un último vistazo. Ni rastro de alarmas. La puerta estaba sólidamente cerrada.
No importaba. Si lo que había leído sobre las cerraduras de apertura retardada era cierto, sería preciso una serie de circunstancias muy especiales para poder abrir la puerta antes de la mañana siguiente, aunque las alarmas estuviesen sonando.
Por un momento consideré dejar una nota de agradecimiento, o quizás incluso un grafiti, pero decidí no hacerlo.
Imaginé que ya habría suficiente alboroto a la mañana siguiente sin aquello.
Salté.