CAPÍTULO DOS

Cuando tenía doce años, justo antes de que mamá se marchase, nos fuimos a Nueva York una semana. Fue un viaje terrible y maravilloso. Papá estaba allí por su trabajo, y pasó todos los días en reuniones y comidas de negocios. Mamá y yo fuimos a los museos, a Chinatown, a los almacenes Macy’s[2], a Wall Street y cogimos el metro hasta Coney Island.

Por la noche discutían, durante la cena, en la única obra de teatro a la que fuimos y en la habitación del hotel. Papá quería sexo y mamá no, ni siquiera después de que yo me durmiese, porque la compañía solo pagaba una habitación y yo dormía en un plegatín en un rincón. En tres ocasiones durante aquella semana él me hizo vestirme y bajar a esperar en recepción durante media hora, mientras lo hacían. La tercera vez no creo que lo hiciesen, porque mamá estaba llorando en el baño cuando volví y papá estaba bebiendo, algo que nunca hacía delante de mi madre. No de manera habitual.

Al día siguiente vi que mamá tenía un moratón en el pómulo derecho y que caminaba de manera extraña —no cojeaba, pero parecía que le doliese mover las piernas.

Dos días después de que volviésemos de Nueva York, cuando llegué a casa después de la escuela mamá se había ido.

En cualquier caso, Nueva York me gustaba de verdad. Parecía un buen lugar para empezar de nuevo, un buen lugar para esconderse.

* * *

—Quisiera una habitación.

El lugar era un antro, un hotel de paso en Brooklyn, a diez manzanas de la parada de metro más cercana. Lo había encontrado con la ayuda del taxista pakistaní que me había traído desde la terminal de autobuses Port Authority. Él también se había hospedado.

El recepcionista era un hombre mayor, quizá de la edad de papá, y estaba leyendo una novela de Len Deighton a través de unas gafas de media luna. Bajó el libro e inclinó la cabeza hacia delante para mirarme por encima de las gafas.

—Demasiado joven —respondió—. Apuesto a que te has escapado de casa.

Puse uno de los grandes sobre el mostrador y dejé la mano encima, como Philip Marlowe.

Él se rio y puso la suya también. Quité la mía.

Lo miró atentamente, frotándolo con los dedos. Entonces me dio una tarjeta de registro y me dijo:

—Cuarenta y ocho por noche, cinco pavos como depósito por la llave, baño al final del pasillo, pago por adelantado.

Le di suficiente dinero para una semana. Miró los demás billetes durante un instante, me dio la llave de la habitación y me advirtió:

—Aquí no trafiques. No me importa lo que hagas fuera del hotel, pero si veo algo que parece un trapicheo, te echo yo mismo.

Me quedé boquiabierto y me lo quedé mirando.

—¿Quiere decir drogas?

—No… caramelos —volvió a mirarme—. Está bien. Puede que no lo hagas. Pero si veo algo parecido, eres historia.

Me había sonrojado y me sentí como si hubiese hecho algo malo, aunque no fuese cierto.

—Yo no hago nada de eso —contesté, tartamudeando. Odiaba sentirme así.

Él simplemente se encogió de hombros.

—Puede que no. Solo te estoy advirtiendo. Ni tampoco quiero jueguecitos aquí.

El recuerdo de unas toscas manos agarrándome y bajándome los pantalones me avergonzó.

—¡Tampoco hago eso! —podía notar un nudo en la garganta y las lágrimas peligrosamente a punto de salir.

Él volvió a encogerse de hombros.

Subí mi maleta por seis tramos de escaleras hasta la habitación y me senté en la estrecha cama. La habitación estaba hecha polvo, con el papel de la pared pelado y peste de humo de tabaco, pero la puerta y el marco eran de acero y la cerradura parecía nueva.

La ventana daba a un callejón, con una pared de ladrillo cubierta de hollín a metro y medio de distancia. La abrí y entró el olor de algo podrido. Saqué la cabeza y vi bolsas de basura abajo, medio abiertas y esparcidas por el callejón. Al volver la cabeza a la derecha vi un pequeño trozo de la calle frente al hotel.

Pensé en lo que me había dicho el recepcionista y me puse fatal otra vez, sintiéndome pequeño, disminuido. ¿Por qué tenía que hacerme sentir así? Yo estaba contento y entusiasmado con la idea de estar en Nueva York, y él me había removido las entrañas ¿Por qué la gente tiene que hacer esa mierda?

¿Es que nunca me iba a salir algo bien?

* * *

—No me importa lo talentoso, inteligente, brillante, trabajador o perfecto que seas. No tienes un título de educación secundaria ni un GED[3] y no podemos contratarte. ¡Siguiente!

* * *

—Pues claro que contratamos a chavales de secundaria. Me pareces bastante inteligente. Solo tienes que darme tu número de la Seguridad Social para el W2[4] y ya lo tendremos todo. ¿Que no tienes un número de la Seguridad Social? ¿De dónde vienes, de Marte? Vuelve con uno y te daré una oportunidad. ¡Siguiente!

* * *

—Esta es la solicitud para el número de la Seguridad Social. Rellénala y déjame ver tu partida de nacimiento. ¿No tienes la partida de nacimiento? Ve a buscarla y vuelve. No hay excepciones. ¡Siguiente!

* * *

—Lo siento, pero en este estado si eres menor de dieciocho años, debes tener un permiso paterno para examinarte del GED. Si eres menor de diecisiete, necesitas una orden judicial. Vuelve con tu madre o tu padre, y una partida de nacimiento o el carnet de conducir de Nueva York y podrás hacerlo. ¡Siguiente!

* * *

Llega un momento en el que tienes que rendirte, al menos durante un tiempo, y lo único que quieres hacer es desaparecer. Cogí el metro de vuelta a Brooklyn Heights y caminé atontado en dirección a mi hotel.

Era el final de la tarde, estaba bastante nublado, y la lúgubre y gris calle parecía absolutamente apropiada para mi estado de ánimo.

¡Malditos todos! ¿Por qué tenían que hacerme sentir tan pequeño? Con cada entrevista, cada rechazo, me sentía más y más culpable. Avergonzado de algo pero no sabía de qué. Le di una patada a una basura en la alcantarilla y me di con el pie en el bordillo. Pestañeé rápido, con las lágrimas empañándome los ojos y un nudo en la garganta. Solo quería meterme en la cama y esconderme.

Cogí una callecita transversal para acercarme a la avenida en la que se encontraba el hotel. La calle era estrecha, lo cual la hacía aún más oscura, y había bolsas de basura apiladas en las aceras, apoyadas en las entradas de viejos edificios de piedra rojiza. No sabía por qué se les llamaba «casas adosadas de piedra rojiza»; la mayoría de ellas estaban pintadas de verde o amarillo. Los montones de basura eran tan altos delante de un edificio que casi tuve que saltar a la calzada para pasar. Cuando volví a la acera, un hombre salió de una entrada y vino hacia mí.

—¿Tienes alguna moneda que te sobre? ¿Algo suelto?

Había visto muchos pordioseros aquel día, la mayoría alrededor de las estaciones de metro. Me ponían nervioso, pero aquellos días hambrientos lejos de papá aún estaban frescos en mi memoria. Recordaba cómo la gente pasaba a mi lado como si no existiese, hurgué en el bolsillo por sexta vez aquel día mientras respondía:

—Claro.

Iba a sacar la mano del bolsillo cuando oí un ruido detrás de mí. Me volví para mirar pero sentí que me explotaba la cabeza.

* * *

Había algo pegajoso entre mi mejilla y la fría y arenosa superficie sobre la que estaba tirado. Me dolía la rodilla derecha y algo en la manera en la que estaba estirado no parecía normal, como si me hubiese echado en la cama de cualquier manera. Intenté abrir los ojos pero el izquierdo parecía que estuviese pegado. El derecho miró a una áspera superficie de cemento.

La acera.

La memoria y el dolor volvieron al mismo tiempo. Gemí.

Oí pasos en la acera y pensé en los atracadores. Me levanté como pude a cuatro patas, con un dolor de cabeza del demonio y la rodilla dolorida que aún protestó más cuando le puse peso encima. Lo pegajoso de la acera era sangre.

Me pareció imposible levantarme, así que me di la vuelta y me senté, con la espalda en una hilera de cubos de basura. Alcé la vista y vi a una mujer que llevaba un par de bolsas de la compra que aflojaba el paso al llegar frente al enorme montón de bolsas de basura y verme.

—¡Dios mío! ¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado?

Pestañeé con mi ojo abierto y me llevé las manos a la cabeza. El esfuerzo de sentarme hizo que notase un agudo y punzante dolor en la cabeza.

—Creo que me han golpeado por detrás —me palpé el bolsillo delantero, donde había estado llevando mi dinero—. Y me han robado.

Separé las pestañas de mi ojo izquierdo con los dedos. El ojo estaba bien, solo que se había cerrado por la sangre seca. Me toqué con cuidado la parte de atrás de la cabeza. Había un enorme chichón, húmedo. Me miré los dedos y estaban rojos.

Genial. Estaba en una ciudad extraña sin dinero, sin trabajo, sin familia y sin posibilidades. Aquel dolor punzante en la cabeza no se podía comparar con el tormento de sentir que de alguna manera merecía aquello.

Si hubiese sido mejor de niño… A lo mejor mamá no se hubiera ido, papá no habría bebido tanto…

—Vivo a dos puertas de aquí. Llamaré al novecientos once —la mujer no esperó respuesta. La observé apresurarse, con un recipiente de Mace[5] en la mano, unido a su llavero. Mientras caminaba por la acera, se separó de los edificios, comprobando las entradas mientras pasaba por delante de ellas.

Qué lista. Mucho más lista que yo.

Novecientos once. Eso significaba policía. Soy un menor y un fugitivo. No tengo documentación ni quiero que se lo notifiquen a mi padre.

Pensé en mi habitación de hotel, aún a tres manzanas. No creía que pudiese ni siquiera levantarme, y menos aún caminar tres manzanas. Sabía que estaría más seguro allí. Pensé en mi llegada allí, en la puerta de acero con la buena cerradura, en el papel de la pared despegado. Incluso estaba pagada para tres días más.

Cerré los ojos y salté.

El suelo del hotel era más cálido que la acera y me sentí mucho más seguro. Me fui acercando hasta la cama y me subí a ella despacio y con cuidado.

Manché de sangre la almohada, pero me daba igual.

* * *

Casi a medianoche fui al baño, caminando con cuidado, como mi padre después de una noche de bebida. Estaba libre. Cerré la puerta con pestillo, y abrí el grifo para llenar la bañera mientras meaba.

En el espejo me vi como alguien salido de una película de terror. La sangre de la herida en el cráneo me había caído por todo el pelo, apelmazándolo y haciendo que el castaño claro pareciese algo oscuro y asqueroso. La parte izquierda de mi frente también estaba cubierta de sangre, que se había secado y se iba despegando, dejando la piel de debajo descolorida. Me estremecí.

Si me hubiese sentido lo suficientemente bien como para volver al hotel andando, dudo que lo hubiera conseguido sin que llamasen a la policía en cada manzana.

Me metí en la bañera, sorprendido de que hubiese agua caliente. Los últimos dos días había estado tibia como mucho. Relajé la espalda y metí la parte trasera de la cabeza en el agua. Noté un ligero pinchazo pero el calor me sentaba bien. Me puse champú en el pelo con mucho cuidado, y me lavé la cabeza. Cuando me incorporé, el agua en la bañera estaba rojiza. Aclaré el champú y la sangre que aún tenía en el pelo con el grifo de la bañera, y me estaba secando cuando alguien intentó abrir la puerta.

—Ya casi he terminado —anuncié.

Alguien desde el otro lado de la puerta respondió en voz bastante alta:

—Bueno, pues date prisa, hombre. No tienes derecho a acaparar el lavabo toda la noche.

Me froté rápido y decidí que el pelo se secase por sí solo.

Se oyó un fuerte ruido, como si alguien golpease a la puerta con la palma de la mano.

—Vengaaaaaaaaa. ¡Abre la maldita puerta!

—Me estoy vistiendo —contesté.

—Joder. Me importa una mierda… déjame entrar, pequeño maricón, para que pueda mear.

Me enfadé.

—Hay lavabos en las otras plantas. ¡Use uno de ellos!

Hubo un breve silencio.

—No voy a ir a ningún otro lavabo, cabrón. Y si no me dejas entrar ahora mismo, te voy a dar una paliza.

Me dolía la mandíbula y me di cuenta de que estaba apretando los dientes. ¿Por qué no pueden dejarme tranquilo?

—Bueno —dije, finalmente—. Pues espérese ahí, con la vejiga llena, o váyase a buscar otro sitio para mear.

—No me voy a ninguna parte, pequeño hijo de puta, hasta que te raje.

Se oyó una salpicadura y un líquido amarillo empezó a asomar por debajo de la puerta. Recogí la ropa y, sin vestirme, salté de vuelta a mi habitación.

El corazón me latía con fuerza y aún estaba enfadado, «encabronado», podría decirse. Abrí la puerta una rendija y miré al final del pasillo, hacia el baño.

Un tipo alto, musculoso y con nada más encima que unos tejanos se estaba abrochando los pantalones. Luego volvió a golpear la puerta y traqueteó el pomo.

Desde una de las habitaciones, alguien dijo:

—¡Cállate ya!

El hombre frente al baño contestó:

—¡Ven y hazme callar si tienes huevos! —Siguió aporreando la puerta mientras hurgaba en el bolsillo trasero buscando algo. Cuando lo encontró, sacudió la muñeca y algo brillante relució en la penumbra del pasillo.

Dios santo.

Aún estaba asustado, pero cuanto más miraba al final del pasillo, más me enfurecía. Dejé la ropa encima de la cama y volví a saltar al baño.

El aporreo en la puerta era ensordecedor. Me aparté asustado por la fuerza de los golpes. Entonces cogí la papelera y tiré al suelo las pocas toallas de papel que había. Después la llené de agua jabonosa y sangrienta y la coloqué sobre el dintel, en el brazo del mecanismo de muelle que cerraba la puerta. Lo estudié con detenimiento, con el corazón palpitante y la respiración acelerada. Lo desplacé un poco hacia la derecha.

Luego, con una mano en el pomo, apagué la luz, saqué el pestillo y volví a saltar a mi habitación.

Abrí mi puerta justo a tiempo para verle agitar el pomo, comprobar que la puerta estaba abierta, y entrar como una furia en el lavabo. Se oyó un ruido sordo y el agua salpicó hasta el pasillo. En medio de todo aquello, él pegó un grito y resbaló, y le vi la cabeza y los hombros al caer de espaldas al suelo de golpe. Se tocó la cabeza con ambas manos de un modo con el que podía identificarme, aunque no sentir lástima. No vi dónde había ido a parar la navaja, pero ya no la llevaba en aquel momento.

Poco a poco se abrieron otras puertas en el pasillo y algunas cabezas se asomaron con cautela por las jambas. Cerré la mía despacio y pasé el cerrojo.

Por primera vez desde que llegué a aquel hotel, sonreí.

* * *

Bueno, era el momento de afrontarlo. Yo era diferente. No era como mis compañeros de clase de la escuela secundaria de Stanville, no a menos que algunos de ellos estuviesen ocultando un secreto bastante gordo.

Consideré algunas posibilidades.

La primera era que papá en realidad me hubiese apalizado esa última vez, induciéndome daño cerebral u otro tipo de trauma hasta el punto de estar soñando todo aquello. Quizás incluso mi robo fue solo un detalle añadido por mi subconsciente para relacionarlo con las heridas «reales». Podía estar tumbado en la unidad de cuidados intensivos de St. Mary’s Hospital allí en Stanville, con una pantallita haciendo bip, bip, bip sobre mí. Aunque lo dudaba. Incluso en mis más terribles pesadillas había sido consciente de que estaba soñando. El hedor de la basura del callejón parecía demasiado real.

La segunda posibilidad era que había hecho la mayoría de las cosas que recordaba y que las cosas malas que me habían sucedido eran reales también. Mi mente simplemente deformaba la realidad con respecto a los resultados, dándome la alternativa más agradable de poder escapar gracias a una singular habilidad paranormal. Aquello parecía más probable. Cada vez que «saltaba», había una sensación de irrealidad, de desorientación. Podía ser mi primer paso hacia la psicosis irracional, un ajuste a mi asquerosa realidad. Por otra parte, podía ser el resultado de un desconcierto de todos mis sentidos, al cambiar por completo el entorno que me rodeaba. Diablos, la propia naturaleza del salto podía ser desorientadora.

La tercera posibilidad era de la que más desconfiaba. La que implicaba que en realidad podría ser alguien realmente especial. No especial en el sentido de educación especial, ni especial en el sentido de ser un muchacho problemático, sino único, con un talento que, si alguien más lo poseía, lo mantenía en secreto. Un talento para teletransportarse.

En aquel momento pensé en la palabra. Teletransportación.

—Teletransportación.

En voz alta vibraba por la habitación, una palabra de terrible trascendencia, totalmente extraña para los conceptos normales de la realidad, solo llevada a la práctica bajo circunstancias especiales, en el contexto de la ficción, el cine y las películas de vídeo.

Y si realmente me estaba teletransportando, ¿cómo lo hacía? ¿Por qué yo? ¿Qué tenía yo que me hacía capaz de teletransportarme? ¿Podría hacerlo alguien más? ¿Es eso lo que le ocurrió a mamá? ¿Simplemente se teletransportó lejos de nosotros?

De repente sentí un vacío en el estómago y empecé a respirar con dificultad. ¡Dios santo! ¿Y si papá puede teletransportarse?

De repente las habitaciones parecían inseguras y me lo imaginé apareciendo delante de mí, con el cinturón en la mano, en cualquier lugar, en cualquier momento.

Contrólate. Nunca le había visto hacer nada parecido. Más bien, le había visto tambalearse calle abajo unos quinientos metros hasta el Country Corner, para comprar cerveza cuando se le acababa, apenas capaz de andar o hablar. Si podía teletransportarse, seguro que lo habría utilizado entonces.

Me senté en la estrecha cama y me vestí con mi ropa más cómoda. Con extremo cuidado, me peiné, comprobando el resultado en el diminuto espejo de la pared. El chichón, aún enorme y doloroso, parecía un error de barbero. Aún sangraba un poco, pero en realidad no se veía entre el pelo.

Quería una aspirina y quería saber si estaba loco. Me puse en pie y pensé en el botiquín de nuestra casa. Era divertido que aún la viese como nuestra casa. Me pregunté qué diría mi padre de eso.

No sabía qué hora era, aparte de pasada medianoche. Me preguntaba si papá estaría dormido, o incluso en casa. Lo dejé correr y pensé en el enorme olmo que había en el rincón del patio. Era otro lugar en el que solía leer. También era un lugar al que solía ir cuando mamá y papá discutían, donde no podía oír las palabras, aunque el volumen y enfado llegasen hasta allí.

Salté y abrí los ojos en un patio que necesitaba que cortasen el césped. Me apuesto a que eso le cabrea. Intenté imaginármelo detrás de la cortadora de césped, pero no podía. Yo me había ocupado del césped desde los once años. Él solía sentarse en el porche con una cerveza en la mano y me iba señalando los trozos que me dejaba.

La casa estaba oscura. Avancé con cuidado hasta que pude ver el camino de entrada. Su coche no estaba allí. Me imaginé el cuarto de baño y salté de nuevo.

La luz estaba apagada. Le di al interruptor y cogí el frasco de ibuprofeno del botiquín. Estaba medio lleno. También cogí una botella de agua oxigenada y unas cuantas gasas. Entonces salté a la cocina, porque estaba hambriento y para ver si aún podía. Había comprado comida desde la noche en que me marché a Nueva York. Me hice dos emparedados de jamón y queso y los puse junto con lo que había cogido en el lavabo, en una bolsa de papel que encontré en la despensa. Entonces lo limpié todo con cuidado, intentando no dejarlo más limpio o más desordenado de como lo había encontrado. Me bebí dos vasos de leche, luego lavé el vaso y lo volví a poner en el armario.

Oí sonido de neumáticos en la entrada, aquel viejo ruido de terror y tensión. Cogí la bolsa y salté de nuevo al patio trasero. No apagué la luz, porque él lo habría visto por la ventana. Esperaba que pensase que se la había dejado encendida, pero lo dudé. Solía gritarme bastante por dejarme las luces encendidas.

Observé cómo las luces se iban encendiendo a lo largo de la casa: vestíbulo, sala de estar, final del pasillo. La luz de su dormitorio se encendió, y se volvió a apagar. Entonces se encendió la luz de mi habitación y le vi silueteado en la ventana; un oscuro perfil a través de las cortinas. Luego la luz se apagó y volvió a la cocina. Comprobó la puerta trasera para ver si estaba cerrada. Pude ver su cara por la ventana, desconcertado. Empezó a abrir la puerta y yo me agazapé tras el tronco del roble.

—¿Davy? —preguntó, apenas alzando el tono de voz por encima de lo normal—. ¿Estás ahí afuera?

Permanecí completamente callado.

Oí sus pies arrastrándose por el porche y luego la puerta se cerró de nuevo. Miré desde detrás del tronco y le vi por la ventana de la cocina cogiendo una cerveza de la nevera. Suspiré y salté a la biblioteca de Stanville.

* * *

Había un sofá con una mesa de centro en Periódicos que estaba apartada de las ventanas y tenía encima una de las luces que dejaban encendidas. Allí fue donde me comí los emparedados, con los pies sobre la mesa, masticando y mirando a los rincones oscuros. Cuando acabé, me tomé tres ibuprofenos en la fuente y luego fui al lavabo.

Era un alivio no tener que preocuparme de que alguien estuviese aporreando la puerta. Empapé algunas gasas con agua oxigenada y me las puse en la herida de la cabeza. Me dolió más que antes y cuando las quité estaban llenas de sangre fresca. Hice un gesto de dolor, pero la limpié lo mejor que pude. No quería acabar en un hospital con una infección.

Guardé el ibuprofeno, las gasas y el agua oxigenada, y luego tiré al váter lo que había usado. Después salté de vuelta a mi habitación de hotel en Brooklyn.

Me dolía la cabeza y estaba cansado, pero dormir era lo único que no tenía en mente.

Era hora de ver qué podía hacer.