La primera vez fue así.
Estaba leyendo cuando papá llegó a casa. Su voz resonó por todas partes y me estremecí.
—¡Davy!
Dejé el libro y me senté en la cama.
—Aquí, papá. Estoy en mi habitación.
Sus pisadas en el suelo de roble del pasillo se hicieron más y más fuertes. Escondí la cabeza entre los hombros; entonces papá apareció en la puerta bramando.
—¡Creí haberte dicho que cortases el césped hoy! —entró en la habitación y se puso delante de mí—. ¡Venga! ¡Habla cuando te haga una pregunta!
—Ahora iba a hacerlo, papá. Solo estaba acabando un libro.
—¡Hace más de dos horas que has llegado de la escuela! ¡Estoy harto y cansado de que holgazanees en esta casa sin dar golpe! —se inclinó sobre mí y el whisky de su aliento hizo que se me saltasen las lágrimas. Me aparté y me agarró de la nuca con dedos como garfios. Me zarandeó.
—¡No eres más que un mocoso holgazán! ¡Te voy a enseñar a trabajar aunque tenga que matarte a palos!
Me puso de pie, mientras me mantenía cogido del cuello. Con la otra mano buscó a tientas la recargada hebilla de rodeo de su cinturón, y se sacó de un tirón la pesada correa de vaquero.
—No, papá. Iré ahora mismo a cortar el césped. ¡De verdad!
—Cállate —respondió. Me empujó contra la pared. Apenas tuve tiempo de levantar los brazos para evitar golpearme la cara contra el revoque. Entonces cambió de mano, apretándome contra la pared con la izquierda mientras cogía el cinturón con la derecha.
Giré la cabeza un poco, para evitar aplastarme la nariz contra la pared, y vi que cambiaba el agarre del cinturón, de manera que la pesada hebilla plateada colgaba en el extremo, lejos de su mano. Me puse a gritar.
—¡La hebilla no, papá! ¡LO PROMETISTE!
Me apretó aún más la cara contra la pared.
—¡CÁLLATE! No te pegué lo suficientemente fuerte la última vez —extendió el brazo de manera que me sostenía contra la pared a casi un metro de distancia e hizo oscilar el cinturón lentamente. Entonces sacudió el brazo hacia delante, la correa silbó en el aire y mi cuerpo me traicionó, tratando de esquivar el impacto y… Estaba contra unas estanterías, con el cuello libre de las aplastantes manazas de papá, y el cuerpo aún preparado para recibir un golpe. Miré a mi alrededor, dando boqueadas, con el corazón todavía acelerado. No había ni rastro de papá, pero aquello no me sorprendió.
Me encontraba en la sección de ficción de la biblioteca pública de Stanville y, aunque me la conocía tanto como mi propia habitación, no creía que mi padre hubiese estado nunca en aquel edificio.
Aquella fue la primera vez.
* * *
La segunda vez fue así.
La parada de camiones era nueva y estaba concurrida; una isla de deslumbrante luz y duro hormigón en la noche. Entré por las puertas de cristal en el restaurante y me senté en la barra, cerca de una zona con un cartel que ponía «SÓLO CONDUCTORES». El reloj de la pared marcaba las once y media. Puse el fardo en el suelo debajo de los pies y procuré parecer mayor.
La camarera de mediana edad al otro lado de la barra me miró escéptica, pero me puso delante un menú y un vaso de agua y me dijo:
—¿Café?
—Té caliente, por favor.
Sonrió mecánicamente y se marchó.
La zona de conductores estaba medio llena, con una especie de nube de humo encima. Ninguno de ellos parecía el tipo de hombre capaz de decirme la hora y mucho menos de llevarme carretera adelante.
La camarera volvió con una taza, una bolsita de té y una de esas pequeñas jarras metálicas llena de agua no muy caliente.
—¿Qué te traigo? —preguntó.
—De momento con esto tengo bastante.
Se me quedó mirando fijamente unos instantes, luego hizo la cuenta y se apoyó en la barra.
—Dásela a la cajera cuando hayas acabado. Si quieres algo más, solo tienes que decírmelo.
No sabía cómo aguantar la tapa abierta mientras vertía el agua, por lo que una tercera parte acabó sobre la barra. La sequé con servilletas de papel e intenté no llorar.
—¿Llevas mucho en la carretera, chaval?
Levanté la cabeza de golpe. Un hombre, sentado en el último asiento de la zona de conductores, me estaba mirando. Era enorme, alto y gordo, con una gran papada que sobresalía por el cuello abierto de la camisa. Estaba sonriendo y pude ver que sus dientes eran desiguales y estaban manchados.
—¿A qué se refiere?
Se encogió de hombros.
—A tu trabajo. No parece que lleves mucho por ahí —su voz era más aguda de lo que podrías esperar de un hombre de aquel tamaño, pero amable.
Miré detrás de él, hacia la puerta.
—Unas dos semanas.
Asintió.
—Poco. ¿Te has escapado de tus padres?
—De mi padre. Mi madre se esfumó hace tiempo.
Le dio vueltas a su cuchara con el dedo. Sus uñas eran largas y tenían grasa incrustada.
—¿Cuántos años tienes, chaval?
—Diecisiete.
Me miró y arqueó las cejas.
Yo me encogí de hombros.
—No me importa lo que piense. Es la verdad. Ayer cumplí diecisiete asquerosos años —las lágrimas empezaban a aparecer y pestañeé con fuerza para tenerlas bajo control.
—¿Y qué has estado haciendo desde que te fuiste de casa?
El té se había vuelto tan oscuro como era posible. Saqué la bolsita de té y me puse azúcar en la taza.
—He estado haciendo autoestop, mendigando un poco, y algunos trabajitos. Estos dos últimos días he recogido manzanas… veinticinco centavos la fanega y todo lo que podía comer. También conseguí alguna ropa.
—¿Dos semanas y ya no tienes ropa?
Me tomé medio té de un trago.
—Me fui solo con lo que llevaba puesto —todo lo que llevaba puesto cuando salí de la biblioteca pública de Stanville.
—Ah. Bueno, me llamo Topper. Topper Robbins. ¿Y tú?
Me lo quedé mirando.
—Davy —respondí, finalmente.
—¿Davy…?
—Solo Davy.
Volvió a sonreír.
—Entiendo. No tengo por qué darle vueltas al tema —cogió su cuchara y removió su café—. Bueno, Davy, voy a conducir aquel camión cisterna de PetroChem en dirección al oeste en unos cuarenta y cinco minutos. Si vas en esa dirección, estaré encantado de llevarte. Aunque parece que necesitas algo de comida. ¿Por qué no me dejas que te compre algo de comer?
Entonces volvieron a caerme las lágrimas. Estaba preparado para la crueldad, no para la amabilidad. Pestañeé con fuerza y respondí:
—De acuerdo. Le agradezco el viaje y la comida.
Una hora después me dirigía al oeste en el asiento derecho del camión de Topper, adormilado por el calor de la cabina y mi estómago lleno. Cerré los ojos y fingí dormir, cansado de hablar. Topper intentó hablar un poco más después de aquello, pero se calló. Le miré con los ojos entrecerrados. Volvía la cabeza para mirarme cuando las luces de los coches iluminaban el interior de la cabina. Pensé que debía sentirme agradecido, pero aquel tipo me daba escalofríos.
Al cabo de un rato me quedé dormido de verdad. Me desperté sobresaltado, sin saber dónde estaba ni quién era. Noté un temblor en mi cabeza, una reacción a una pesadilla, apenas recordada. Entrecerré los ojos de nuevo y mi identidad y mis recuerdos volvieron.
Topper estaba hablando por la CB[1].
—Te veré detrás de Sam’s —estaba diciendo—. En quince minutos.
—Diez-cuatro, Topper. Vamos para allá.
Topper se despidió. Bostecé y me incorporé.
—¡Caray! ¿He dormido mucho?
—Casi una hora, Davy —sonrió como si hubiese contado un chiste. Apagó su transmisor y encendió la radio sintonizando una emisora country.
Odio el country.
Diez minutos después tomó una salida hacia una carretera rural apartada de todo.
—Puede dejarme aquí, Topper.
—Voy a seguir, chaval, solo tengo que encontrarme con un tío antes. No querrás ponerte a hacer dedo a oscuras. Nadie parará. Además, parece que va a llover.
Tenía razón. La luna había desaparecido detrás de un grueso nubarrón y el viento azotaba los árboles de alrededor.
—De acuerdo.
Continuó por la carretera rural de dos carriles durante un rato y después salió a la altura de un supermercado de pueblo con dos surtidores de gasolina delante. La tienda estaba cerrada pero había un terreno de grava detrás en el que se encontraban dos camionetas aparcadas. Topper aparcó el camión junto a ellas.
—Venga, chaval. Quiero presentarte a unos tíos.
No me moví.
—Es igual. Le esperaré aquí.
—Lo siento —contestó—. Va en contra de la política de la compañía recoger a autoestopistas, pero me quedaría realmente con el culo al aire si te dejara aquí dentro y pasara algo. Sé bueno.
Asentí lentamente.
—Claro. No pretendía causar problemas.
Volvió a sonreír, todo él.
—No pasa nada.
Me estremecí.
Para bajar, tenía que darme la vuelta y mirar hacia la cabina, y luego buscar el escalón con el pie. Una mano guio mi pie hasta el escalón y me quedé paralizado. Miré hacia abajo. Había tres hombres en aquel lado del camión. Oí crujir la grava mientras Topper caminaba alrededor de la cabina. Le miré. Se estaba desabrochando los tejanos y bajándose la cremallera.
Grité e intenté volver a subir a la cabina, pero unas fuertes manos me cogieron de los tobillos y las rodillas, tirando de mí hacia abajo. Me agarré al mango cromado de la puerta con ambas manos tan fuerte como pude, sacudiendo las piernas para intentar soltarme. Alguien me golpeó con fuerza en el estómago y dejé ir el mango, el aire de los pulmones y la cena, todo a la vez.
—¡Me cago en Dios! ¡Me ha potado encima! —alguien me volvió a golpear mientras me caía.
Me agarraron de los brazos y me llevaron hasta la puerta trasera abierta de una de las camionetas. Me tiraron sobre la cama que había dentro. Me golpeé en la cara y noté sangre en la boca. Uno de ellos saltó a la cama y se sentó a horcajadas sobre mí, sujetando con sus rodillas y espinillas mis antebrazos y agarrándome del pelo con una mano. Noté que otro me palpaba y me desabrochaba el cinturón y me bajaba de un tirón los pantalones y la ropa interior. Sentí el aire frío en el trasero y las pantorrillas.
Una voz dijo:
—Ojalá hubieses traído otra chica.
Otra voz preguntó:
—¿Dónde está la vaselina?
—Mierda. Está en el camión.
—Bueno… no la necesitamos.
Alguien me palpó entre las piernas y me manoseó los genitales; entonces noté como me abría las nalgas y escupía. Su saliva caliente salpicó mi trasero y…
Me fui de bruces, sin presión en los brazos y el pelo, ni manos en el trasero. Me golpeé la cabeza con algo y estiré la mano para chocar con algo que cedió. Me di la vuelta, agarré mis pantalones con fuerza, me los subí desde las rodillas mientras intentaba coger aire, con el corazón palpitando y todo el cuerpo temblando.
Estaba oscuro, pero no había viento y estaba solo. Ya no estaba en el exterior. Un rayo de luna entraba por una ventana a unos dos metros e iluminaba unas estanterías. Volví a notar el sabor de la sangre, y me toqué con cuidado el labio superior, que tenía abierto. Caminé lentamente hacia la luz de la luna y miré a mi alrededor.
Cogí un libro del estante y lo abrí. El sello de la portada me dijo lo que ya sabía. Volvía a estar en la sección de ficción de la biblioteca pública de Stanville y estaba seguro de que me había vuelto loco.
Aquella fue la segunda vez.
* * *
La primera vez que acabé en la biblioteca, estaba abierta, yo no sangraba, mi ropa estaba limpia, y lo único que hice fue salir… de aquel edificio, de aquel pueblo, de aquella vida.
Pensé que había tenido una laguna. Pensé que fuese lo que fuese lo que me hiciera mi padre había sido tan terrible que simplemente había escogido no recordarlo. Que solo volvería a mí mismo después de alcanzar la seguridad de la biblioteca.
La idea de tener lagunas daba miedo, pero no me era extraña. Papá siempre tenía vacíos mentales y yo había leído suficientes novelas como para estar familiarizado con la amnesia producida por traumas.
Me sorprendí de que la biblioteca estuviese cerrada y oscura esta vez. Comprobé el reloj de la pared. Marcaba las dos en punto, una hora y cinco minutos más tarde que la del reloj digital del camión de Topper. Dios santo. Me puse a temblar con el aire acondicionado de la biblioteca y hurgué en los pantalones. La cremallera estaba rota pero el botón funcionaba. Me abroché el cinturón con un agujero más y me saqué la camisa por fuera para que tapase la cremallera. Tenía un sabor de boca de sangre y vómito.
La biblioteca estaba iluminada desde fuera por la blanca y pálida luz de la luna y el amarillento resplandor de las farolas de mercurio. Me abrí paso entre las estanterías, las sillas y las mesas hasta la fuente y me enjuagué la boca una y otra vez hasta que se me fue el sabor y la hemorragia del labio paró.
En dos semanas había logrado alejarme de mi padre más de novecientos kilómetros. En un instante había deshecho todo aquello, quedando a solo quince minutos de casa. Me senté en una dura silla de madera y escondí la cabeza entre las manos. ¿Qué había hecho para merecer aquello?
Había algo que no entendía. Lo sabía. Algo…
Estoy muy cansado. Lo único que quiero es dormir. Pensé en todas las cabezadas que había dado en las últimas dos semanas, miserables momentos robados en bancos de áreas de servicio, en los coches de la gente, y bajo unos matojos como un animal. Pensé en casa, a un cuarto de hora, en mi dormitorio, en mi cama.
Sentí una gran añoranza y me vi levantándome y caminando, sin pensar, solo con el deseo de aquella cama. Fui hasta la salida de emergencia de la parte de atrás, la que tenía el letrero «SONARÁ LA ALARMA». Supuse que para cuando alguien respondiese a la alarma, yo ya podía estar muy lejos.
Estaba cerrada con una cadena. Me apoyé contra ella y la empujé con fuerza, dándole un golpe con la palma de la mano. Me aparté, con lágrimas en los ojos, para golpearla otra vez, pero no estaba allí y caí de bruces, perdiendo el equilibrio, sobre mi cama.
Sabía que era mi cama. Creo que fue el olor de la habitación lo que primero me lo hizo pensar, pero el despertador digital de la mesita era el que mamá había enviado el año después de marcharse y la luz del porche trasero entraba por la ventana justo en el ángulo adecuado.
Por un momento me relajé, absoluta y completamente, músculo a músculo. Cerré los ojos y sentí que el agotamiento se apoderaba de mí por momentos. Entonces oí un ruido y me levanté de golpe, rígido, sobre la colcha. Volví a oírlo otra vez. Era papá… roncando.
Me estremecí. Era extraño. Era un sonido muy reconfortante. Era mi casa, era mi familia. También quería decir que el hijo de puta estaba dormido.
Me saqué los zapatos y caminé sin hacer ruido por el pasillo. La puerta estaba medio abierta y la luz de la entrada encendida. Él estaba tirado en la cama en diagonal, encima de la colcha, sin los zapatos y un calcetín, y con la camisa desabrochada. Tenía una botella de whisky metida en el hueco del brazo. Suspiré.
Hogar dulce hogar.
Agarré el cuello de la botella, se lo saqué con cuidado y lo puse en la mesita de noche. Él seguía roncando, ajeno a todo. Luego le saqué los pantalones, tirando de una y otra pierna para que le pasaran por el trasero. Salieron de golpe y su cartera cayó del bolsillo trasero. Colgué los pantalones en el respaldo de una silla, y fui hacia la cartera.
Tenía ochenta pavos y la tarjeta. Cogí tres de veinte y me dispuse a ponerla en el tocador, pero me detuve. Cuando doblé la cartera, parecía más rígida de lo normal, y más gruesa. Miré con atención. Había un compartimento escondido cubierto por una solapa con cosido falso. Logré abrirla y casi se me cae la cartera. Estaba llena de billetes de cien dólares.
Apagué la luz y me llevé la cartera a mi habitación, donde conté veintidós billetes nuevecitos de cien dólares encima de la cama.
Me quedé mirando el dinero, en cuatro filas de cinco y una de dos, con los ojos como platos. Me zumbaban los oídos y de repente sentí un dolor en el estómago. Volví a la habitación de papá y me lo quedé mirando un momento.
Aquel era el hombre que me llevaba a la misión y a las tiendas de segunda mano a comprar ropa para la escuela. Aquel era el hombre que me hacía llevar manteca de cacahuete y gelatina al colegio cada día en lugar de darme unos miserables noventa centavos para comprarme la comida. Aquel era el hombre que me pegaba cuando le sugería una semanada por hacer el trabajo del patio.
Cogí la botella de whisky vacía y la levanté, agarrándola por el cuello. Era fría, lisa y justo del tamaño de mis pequeñas manos. El vidrio no se resbalaba cuando lo hice oscilar probando. El vidrio en la base de la botella era muy grueso, y el fabricante había escogido dar la impresión de que era una botella más grande. Parecía muy fuerte.
Papá dejó de roncar, boquiabierto, con la cara flácida. Su piel, pálida de por sí, parecía blanca como el papel con la luz de la luna. Su frente, con entradas, abombada, arrugada, parecía un huevo, blanco, frágil. Toqué la base de la botella con mi mano izquierda. Parecía más que pesada.
Mierda.
Dejé la botella en la mesita, apagué la luz y volví a mi habitación.
Cogí papel de libreta, lo corté en forma de billete y lo apilé hasta que fue tan grueso como el montón de cien dólares. Necesité veinte hojas para igualar la rigidez del dinero; puede que fuese más grueso o simplemente nuevo. Puse el papel cortado en la cartera y la coloqué en el bolsillo de sus pantalones.
Luego me fui al garaje y bajé la vieja maleta de piel, la que el abuelo me dio al jubilarse, y la llené de ropa, productos de higiene personal y la colección encuadernada en piel de Mark Twain que mamá me había dejado.
Después de cerrar la maleta, sacarme la ropa sucia que llevaba y ponerme mi traje, me quedé mirando la habitación, tambaleante. Si no me marchaba pronto, me caería al suelo.
Había algo más, algo que podría usar…
Pensé en la cocina, a solo unos diez metros, al final del pasillo y después del cuarto de estar. Antes de que mamá se fuera, me encantaba sentarme allí mientras ella cocinaba simplemente hablando, contándole chistes estúpidos. Cerré los ojos y me lo imaginé, intentando sentirlo.
El aire a mi alrededor cambió, o quizá fue solo el ruido. Estaba en una casa en silencio, pero el mero ruido de mi respiración resonando en las paredes sonaba diferente de habitación en habitación.
Me encontraba en la cocina.
Incliné la cabeza lentamente, cansado. La histeria asomaba en la superficie como una enorme burbuja que amenazaba con apoderarse de mí. La hice bajar y miré en la nevera.
Tres paquetes de seis cervezas Schlitz, dos cartones de cigarrillos, media pizza en la caja de cartón del servicio a domicilio. Cerré la puerta y pensé en mi habitación. Lo intenté con los ojos abiertos, desenfocados, imaginándome un punto entre mi escritorio y la ventana.
Estaba allí y la habitación me daba vueltas, con los ojos y quizá mi oído interno aún no preparados para el cambio. Puse una mano en la pared y la habitación dejó de moverse.
Cogí la maleta y cerré los ojos. Los abrí en la biblioteca, en las oscuras sombras que alternaban con rayos de luna. Caminé hasta la puerta principal y miré al césped.
El verano pasado, antes de la escuela, había ido a la biblioteca, había sacado un par de libros, y me había ido afuera, a la hierba bajo los olmos. El viento alborotaba las páginas, me revolvía el pelo y la ropa, mientras yo me metía en las palabras, encontraba el sentido entre las frases y las letras desaparecían, dejándome en la historia, la acción, la cabeza de otra gente. En dos ocasiones acabé de leer demasiado tarde y llegué a casa después de papá. A él le gustaba encontrar la cena preparada. Aunque solo fue dos veces. Dos veces era más que suficiente.
Cerré los ojos y el viento me revolvió el pelo y agitó mi corbata. La maleta era pesada y tuve que cambiar de mano varias veces mientras caminaba las dos manzanas hasta la parada de autobús.
Allí había uno que iba hacia el este a las 5:30 de la mañana. Compré un billete a Nueva York por ciento veintidós dólares y cincuenta y tres centavos. El empleado cogió los doscientos sin decir nada, me dio el cambio y me dijo que debía esperar tres horas.
Fueron las tres horas más largas que he pasado nunca. Cada quince minutos me levantaba, arrastraba la maleta hasta el lavabo y me echaba agua fría en la cara. Casi al final de la espera los muebles parecían reptar por el suelo, y cada movimiento de los arbustos de afuera era mi padre, cinturón en mano, con la hebilla afilada casi del tamaño de un tapacubos.
El autobús llegó cinco minutos tarde. El conductor guardó mi maleta debajo, cogió la mitad de mi billete y me acompañó adentro.
Una vez hubimos pasado el destrozado cartel de límite urbano, cerré los ojos y dormí durante seis horas.