PLACERES Y PENALIDADES DEL MONTAÑISMO

Algunos escaladores bien conocidos, cuyas opiniones tienen por necesidad un gran peso, han declarado recientemente su creencia de que los peligros del montañismo ya han dejado de existir. La destreza, el conocimiento y los manuales los han relegado al limbo en el que se pierden las pelotas de golf que se salen del campo tras un golpe poco certero. Yo estaría dispuesto a estar de acuerdo con esta optimista conclusión, pero no puedo olvidar que el primer guía con el que me encordé, y que poseía —¿me atreveré a decirlo?— más conocimientos de las montañas que el que pueda encontrarse en la enciclopedia de Badminton, se mató en el glaciar del Brouillard del Mont Blanc, y sus hijos han perdido la vida más recientemente en el Koshtantau. Los recuerdos de dos alegres grupos, compuestos por siete hombres, que un día de 1879 estaban escalando en la cara oeste del Cervino, me pasan por la mente como una admonición fantasmal y me empujan a recordar que, de esos siete, M. Penhal se mató en el Wetterhorn, Ferdinand Imseng, en la vertiente Macugnaga del Monte Rosa y Johann Petrus en el glaciar del Fresnay del Mont Blanc. Decir que uno solo de esos hombres era menos prudente o menos competente, o que tenía menos conocimientos, en todo lo que concierne al oficio de escalador, que los que aún sobrevivimos es, lisa y llanamente, absurdo. Nuestros mayores esfuerzos deben verse secundados a veces por la gran diosa Fortuna, y es a ella a quien debería ofrecer el Alpine Club sus votos y acciones de gracias.

De hecho, si consideramos por un momento la esencia del deporte del montañismo, es obvio que consiste, de manera exclusiva, en poner frente a frente las habilidades del escalador y las dificultades que presenta la montaña. Cualquier mejora en la habilidad conlleva, pari passu, un aumento de las dificultades con las que se enfrenta. De la arista Breuil del Cervino pasamos al Dru, y del Dru a la Aiguille du Grépon; o, por tomar un terreno más amplio, del Mont Blanc, desde Chamonix, a esa misma montaña por el glaciar de la Brenva y la Aguja Blanca de Peuterey. No podemos decir que Bennen y Walter estuvieran menos preparados que nosotros, los modernos, para atacar el muro superior del Linceul, o para subir la fisura del Grépon, o que Jacques Balmat estuviera menos capacitado para subir de primero el «paso antiguo» de lo que lo estaba Emile Rey para atacar los espantosos abismos de la Brenva y del Peuterey. Pero si se admite que la destreza del escalador no ha mejorado en proporción a las dificultades que afronta, nos veremos obligados a reconocer que la escalada no es ni más ni menos peligrosa que antes.

Es cierto que se ha avanzado de manera extraordinaria en el arte de la escalada en roca y que, en consecuencia, cualquier escalada en roca es mucho más fácil hoy en día que hace treinta años, pero la esencia del deporte no consiste en ascender un pico, sino en luchar por superar sus dificultades. El escalador feliz, como el viejo Ulises, es aquel que ha «saboreado la batalla con sus semejantes» y esa delectación solo se logra atacando paredes que apuren hasta el límite la capacidad de los montañeros. Esa lucha conllevó el mismo riesgo cuando los primeros escaladores atacaron lo que ahora consideramos roca fácil que cuando los modernos nos enfrentamos en la actualidad a roca imposible, o cuando los escaladores ideales del futuro afronten paredes que ahora nos parecen completamente inaccesibles. Mis diferencias con las gran es autoridades a las que me he referido más arriba se deben, sin duda, a una visión radicalmente distinta de la razón de ser del montañismo. Si se considera un deporte, siempre ha tenido, y siempre tendrá, un peligro inherente; si se considera como una manera de hacer ejercicio en un paisaje bonito, con finalidades casi científicas, o como materia prima para escribir artículos interesantes, o para alardear y destacar, se ha convertido en algo tan seguro como lo era para los escaladores de hace treinta años el ascenso del Rigi o del Pilatus. Pero esos fines no son montañeros en el sentido en el que utilizaban el término los fundadores del Alpine Club, y no son montañeros en el sentido en el que los elegidos —un pequeño grupo, quizá cada vez más reducido— lo utiliza ahora. Poner todas las facultades, físicas y mentales, en luchar en un fiero precipicio o en forzar una sombría chimenea cubierta de hielo, es labor digna de hombres; penar subiendo pedreras detrás de un guía que puede «estar tumbado en la cama y visualizar mentalmente todos los pasos de la vía con cada uno de los agarres para manos y pies» es digno de todos los almidonados que llegan a Zermatt en el tren, vestidos a la moda, con las botas brillantes y apestando a perfumes y lociones.

El verdadero montañero es un nómada, y cuando digo nómada no me refiero a un hombre que se pase todo el tiempo viajando de acá para allá en las montañas por las mismas sendas por las que lo han hecho sus predecesores —de manera muy parecida a como recorren los ciclistas las carreteras asfaltadas de Inglaterra—, sino a un hombre que ama estar donde no ha estado antes ningún otro, que se deleita en agarrarse a rocas que nunca antes han sentido el toque de unos dedos o en ascender tallando peldaños por corredores helados cuyas sombras han sido morada de nieblas y avalanchas desde que la «tierra surgió del caos». En otras palabras: el auténtico montañero es el hombre que intenta nuevos ascensos. Del mismo modo, ya triunfe o fracase, disfruta con el goce de la lucha. Las placas descarnadas, los resaltes verticales de la arista y el negro y desplomado hielo del couloir son el hálito de vida que da razón a su existencia. No pretendo analizar sus sentimientos, y menos aún aclarárselos a los incrédulos. Debe sentirse para comprenderse, pero potencia la felicidad y hace que la sangre hierva en las venas, y destruye cualquier trazo de cinismo al golpear en las mismas raíces a la filosofía pesimista. Resulta curioso que nuestros críticos repitan, a fin de cuentas, el viejo reproche de Ruskin, a saber, que contemplamos las montañas como postes de cucaña engrasados. Debo confesar que la espina de ese reproche no llega a penetrar en el espesor natural e incurable de la piel de mi inteligencia. Dejando a un lado el asunto de la grasa, cuyos efectos sobre la tela de nuestros bombachos resultaría ofensiva y demasiado horrible para poderse contemplar —peor aún que los destructores cantos y esquirlas de roca de la arista del Grépon—, yo no percibo la grandeza o el pecado de escalar postes. Hubo un tiempo, debo confesar, en que me deleité en su arte, y, hasta donde mi experiencia alcanza, ese gusto sigue aún muy extendido entre la juventud inglesa. Es posible, e incluso probable, que gran parte del placer del montañismo se derive del esfuerzo físico y del perfecto estado de salud que el mismo otorga a los que lo practican y, en este sentido, puede alegarse plausiblemente que sea la mera evolución y desarrollo de las trepadas a postes y a árboles de la juventud. Lo que escuece del reproche probablemente se esconde en la implicación de que el escalador es incapaz de disfrutar de un paisaje majestuoso, que, en la jerga de ciertos escritores modernos, es un «simple gimnasta». Pero ¿por qué debería asumirse que un hombre es incapaz de disfrutar de placeres estéticos por ser también capaz de disfrutar de los placeres físicos y no estéticos de la escalada en roca?

Un famoso montañero sostiene que los padres del oficio no contemplaban «la superación de obstáculos físicos a base de esfuerzos musculares y destreza» como «el principal placer del montañismo». Pero ¿es esto así? ¿Puede leer alguien el gran clásico de la literatura de montaña, The Playground of Europe, sin sentir que la superación de ese obstáculo fue uno de los factores principales para que disfrutara su autor? ¿Puede alguien leer Peaks, Passes and Glaciers y los primeros números del Alpine Journal sin tener la sensación de que sus diversos autores se complacieron en la técnica de su arte? Es evidente que la hábil inclusión de las palabras «placer principal» deja abierta la puerta de la discusión, pero, a fin de cuentas, ¿qué significa? ¿Cómo puede medirse y compararse un placer que está enraizado en la salud y la alegría y que «corre por las venas» con una sensación puramente estética? Parecería difícil sostener que a medida que una persona cultiva y adquiere destreza muscular y conocimientos de las montañas, se empequeñece y merma el lado estético de su naturaleza. De ser así, magnificamos al débil y al impotente, al cojo y al ciego y damos por falso el ideal griego de la perfección humana. Sin duda, puede detectarse una tendencia en esta dirección en algunas maneras modernas de pensar, pero, al igual que muchas otras ideas santificadas, su sonido no es de buen metal. Aquellos que dominan su entorno hasta el punto de poder reírse y retozar en las aristas, libres de las restricciones de la cuerda o del miedo al peligro, son mucho más capaces de apreciar las glorias de los «montes eternos» que aquéllos no pueden moverse sin temer constantemente por sus vidas, entre la interminable verborrea y el rancio humo de tabaco de unos guías que no se lavan.

El hecho de que un hombre disfrute trepando una roca vertical no le hace de ningún modo insensible a toda la belleza que hay en la naturaleza. Los dos tipos de sensaciones están, de hecho, completamente desconectados el uno del otro. A una persona puede encantarle escalar y no importarle nada el paisaje de la montaña; puede adorar el paisaje y odiar la escalada; o puede ser devoto de ambas cosas por igual. Lo normal es presumir que aquellos que se ven más atraídos por las montañas y regresan a ellas con mayor frecuencia sean quienes más poseen ese germen de disfrute, aquellos que pueden combinar la diversión y el juego de un deporte espléndido con esa indefinible delicia que provocan las adorables formas, tonos y coloridos de los grandes macizos.

Confieso libremente que yo mismo seguiría escalando aunque no hubiera paisaje al que mirar, incluso si lo único escalable fueran las oscuras y horribles depresiones de los valles de Yorkshire. Por otro lado, yo seguiría vagando por las altas nieves, seducido por las calladas nieblas y el rojo encendido de las puestas de sol, aunque padeciera una enfermedad física, aunque me brotaran alas u otros apéndices angelicales que dejaran el arte de escalar enterrado en el pasado.

Con frecuencia se asume, incluso por aquellos que deberían estar mejor informados, que, como el montañismo implica cierto tipo de peligro, nunca debería practicarse —y en ningún caso por individuos tan queridos como los miembros del Club Alpino Inglés—. Antes de considerar esta doctrina tan perniciosa, estaría bien recordar que, aunque los peligros del montañismo no hayan quedado completamente disipados en el espacio por los relampagueantes destellos de las enciclopedias de Badminton y All England, dichos peligros no son, en cualquier caso, muy grandes. Las páginas previas contienen, con una única excepción, una crónica de todas las dificultades que he encontrado en las montañas, lo que ha podido dar la idea de que podían haber ocurrido desastres. Como mi dedicación al deporte comenzó en 1871 y, desde entonces, ha continuado sin perder un ápice de su fuerza, resultará evidente que los peligros del escalador —en la medida en la que una persona modesta pueda considerarse a ella misma como tipo representativo de un grupo— son poquísimos y que se encuentran muy raramente. Sin embargo, tal como me han ocurrido a mí, por nada del mundo me los habría perdido. Hay en el peligro un poder educativo y purificador que no se encuentra en ninguna otra escuela y para un hombre vale mucho saber que no todo es molicie y placeres sensuales. Puede admitirse que las montañas a veces lleven las cosas un poquito más allá de la cuenta y que les den a sus fieles una visión de la inminencia de la muerte que ni el mismo verdugo, con toda su parafernalia de patíbulos, horcas y agujeros, pueda aspirar a superar. Pero con todo lo horrendas e imposibles que a veces parezcan las paredes en plena ventisca a la mortecina luz del crepúsculo, y las furias que se desatan en las aristas, siempre se tiene la sensación de que unos bravos compañeros y un coraje que nunca desfallece serán suficientes para cortar la tupida malla del peligro.

La sensación de independencia y confianza en uno mismo que dan los graneles precipicios y los enormes neveros es algo completamente encantador. Cada paso que se da es salud, diversión y alegría. Los problemas y preocupaciones de la vida, unidos a la vulgaridad esencial de una sociedad plutocrática, quedan allá abajo, fétidas miasmas agarradas en los fondos de los hediondos valles. Por encima, en el aire limpio y a la luz del sol, caminamos junto a los dioses tranquilos, y los hombres podemos conocernos los unos a los otros por lo que somos. No puede haber sensación más gloriosa que avanzar para atacar una sombría pared vertical con «camaradas tan leales como los fundadores de nuestra raza». Nada hay más vigorizante que saber que a los dedos de una mano se les puede seguir confiando las vidas de una cordada y que las rodillas no tiemblan de miedo ni siquiera cuando es la fricción de un solo clavo lo único que te mantiene sobre una repisa desplomada y evita que tu cuerpo caiga al vacío y que tu alma (esperemos que así sea) ascienda a los reinos etéreos.

Soy bien consciente de que éstos son tiempos en los que poco importan las virtudes más viriles y sé que se contempla con desdén cualquier forma de deporte que pueda, con una imaginación muy fecunda, ser considerado como peligroso; pero, como por razones bien obvias, no podemos deleitarnos «revolcándonos en el fango del lucro», hay que hacer algo en favor de un deporte que enseña, como ningún otro, a aguantar y a confiar en los demás, y que a veces fuerza a los hombres a mirar frente a frente el rostro más horrendo de la muerte. Pues, aunque el montañismo no sea quizá más peligroso que otros deportes, trae sin duda a la cabeza una sensación de peligro más estimulante; una sensación, de hecho, totalmente desproporcionada respecto al riesgo real. Resulta, por ejemplo, imposible mirar hacia abajo desde lo alto del Petit Dru sin sentir en cada nervio que una caída supondría la desintegración total de todo lo que tenemos de humano; y la contingencia de una caída así pasa a menudo por la cabeza y, de hecho, a lo largo del ascenso es necesario hacer constantes e ímprobos esfuerzos para evitarla. El amor por la apuesta, digan lo que digan nuestros maestros religiosos, continua siendo inherente a nuestra raza y uno no puede hacer una apuesta más alta que jugarse el pellejo, sobre todo en estos días materialistas en los que el diablo de los viejos tiempos ya no querría comprar el alma de un tahúr. Y eso es lo que se juega el montañero normalmente. Es cierto que la mayoría de las probabilidades están de su lado, pero la posibilidad remota estimula la honradez de pensamiento y demuestra lo hondo que ha calado la podredumbre en la fibra interna. Pocos, entre todos los que tengan el conocimiento imprescindible para emitir un juicio justo, negarán que el montañismo tiene un gran valor educativo. Que tiene su lado malo, yo lo admito francamente. Nadie puede contemplar su triste lista de fallecidos sin sentir que nuestro deporte se cobra un precio muy alto.

Que el montañismo sea un deporte no del todo libre de Peligro nos apremia a considerar las direcciones desde las que puede llegar ese peligro y los métodos con los que puede afrontarse y vencerse. En las montañas, como en cualquier otro lugar «siempre ocurre lo imprevisto». Es la falta de atención momentánea en lugares fáciles, el lapso de atención o la mirada perdida lo que suele acarrear el desastre. Puede parecer que hasta este punto los peligros sean evitables, y que las autoridades en la materia mencionadas anteriormente estén justificadas en su optimismo. Pero ¿quién de nosotros puede jactarse de que su atención en la pendiente y en sus compañeros nunca flaquea, que sus ojos siempre están vigilantes ante caídas de piedras, rocas sueltas, grietas ocultas y todas las trampas y escollos que la Madre Naturaleza siembra con tal profusión entre las «montañas solitarias»? La mayor fuente de peligro es la necesidad de no bajar la guardia, la permanente disposición del hielo, la nieve y la roca para castigar sin piedad un instante de descuido o la más nimia negligencia. La primera lección que debe aprender el novicio es la de estar siempre en guardia, y ésa es una lección que el escalador más veterano rara vez domina por completo. Por desgracia, es algo que el principiante debe descubrir por sí mismo, es un hábito que debe ser adquirido y al que no le conducirá nunca otro camino que la práctica constante. Hace falta una larga experiencia para que se quede bien impreso en la mente que el principal peligro de una escalada extremadamente difícil se encuentra en los lugares fáciles que la siguen; que reside menos en la tensión de una lucha desesperada contra los riscos que en la relajada atención que ese tipo de trabajo es capaz de producir en el regreso a terreno comparativamente más fácil. No hay nada tan usual como escuchar decir a alguien, tras una ascensión formidable —hasta puede leerse en el Alpine Journal—, que al principio del ascenso hubo unas rocas que parecieron muy difíciles, pero que en el descenso, tras habérselas visto con los grandes muros, esas mismas rocas parecieron «ridículamente fáciles». Es la engañosa apariencia de la seguridad que presentan esas «rocas ridículamente fáciles» la que engorda la lista de víctimas de los Alpes. Hay pocos, incluso entre los escaladores más viejos y astutos, que no hayan luchado contra la sensación de que las dificultades han quedado atrás y de que ya no hace falta tener cuidado. He visto dos conatos de accidente por este motivo y, en ambas ocasiones, no fue sino la diosa Fortuna la que salvó a un amigo del desastre.

Además, hemos de tener en cuenta la imposibilidad de aprender, salvo por la experiencia real, el tiempo durante el que se puede confiar en el sistema nervioso. El prolongado esfuerzo que supone una larga pendiente de hielo hace mella en los hombres de maneras completamente diferentes. Para algunos, tan sólo supone agudizar sus facultades, y con cada hora que pasa se vuelven más firmes y seguros en sus pasos; para otros supone el agotamiento total y el colapso. Es muy desagradable que un compañero, que tú crees que se lo está pasando bien, te informe de repente de que duda de sus fuerzas para mantenerse en los escalones, que le tiemblan las rodillas y que se puede resbalar en cualquier momento. En esas ocasiones nada, salvo el hecho de que uno ha crecido rodeado de las mejores influencias religiosas, evita que se profieran los más fuertes juramentos conocidos en la lengua materna. Puede decirse que una persona así no debería escalar, pero ¿cómo va a saber que está afectado hasta que lo haya probado? Un hombre nunca puede conocer sus capacidades hasta que las ha puesto a prueba, y ese proceso de ensayo implica riesgo. No sirve transitar por terreno en el que un resbalón no tendría consecuencias serias; mientras las condiciones sean ésas, él puede ser tan bueno o mejor que sus compañeros. Es el ser consciente de que la vida de sus compañeros está en sus manos lo que le convierte en maestro y le hace vencer, y no las meras dificultades técnicas de la pendiente que, para alguien al que hayan tallado buenos peldaños, pueden ser prácticamente nulas.

Resultará evidente que todos esos peligros pesan mucho más en el novel que en un montañero viejo y curtido. Aquellos que han aprendido el oficio y han pasado quince o veinte veranos entre las montañas, es muy poco probable que no sean conscientes de sus propias faltas y puntos débiles, y puede confiarse en que estén generalmente atentos. Los peligros a los que están sometidos esos «perros viejos» provienen, sobre todo, de otras direcciones y están ligados en su mayoría a la apertura de vías nuevas. En los Alpes, tales ascensiones sólo pueden encontrarse en caras previamente no escaladas y el montañero suele contar con el conocimiento de que, si alcanza la cumbre, podrá descender por una vía fácil y bien conocida. La tentación de perseverar en una ascensión, sobre todo si se ha superado ya algún tramo especialmente difícil, es enorme, y una cordada puede verse impulsada a seguir por miedo a una retirada. Sin embargo, nunca debería doblegarse a ese miedo, pues es fácil que acabe forzando a la cordada a meterse en dificultades para las que no tiene ni el tiempo ni la habilidad suficientes. No debería escalarse nunca algo que no pudiera descenderse.

Un peligro similar, y aún más engañoso, es el que se deriva de la ascensión a horas tempranas de corredores que, si bien son relativamente seguros a esas horas, se sabe que canalizan avalanchas y caídas de piedras por la tarde. En el caso de que un imprevisto detenga a la cordada en la zona alta de la montaña, no quedará abierta una línea de retirada segura. Así, cuando Lammer y Lorria, engañados por las rocas tapizadas de hielo de la cara oeste del Cervino, se vieron forzados a darse la vuelta, se encontraron con que el gran couloir era constantemente barrido por piedras y nieve. Aún así, insistieron en descender y fueron arrastrados por una avalancha y, aunque tuvieron la extraordinaria suerte de salir con vida, sufrieron heridas muy graves. A menos, por tanto, que el escalador esté completamente seguro de que pueda completarse la ascensión, es peligroso en extremo entrar en tales corredores, y aquellos que lo hagan deben reconocer con claridad que están corriendo un riesgo muy alto. Sin embargo, si se ha corrido el riesgo y la cordada está en jaque en lo alto de la montaña, suele ser mejor pasar la noche sobre las rocas y esperar a que la helada nocturna haya sellado las piedras sueltas, la nieve y el hielo. Ese recurso ha sido en más de una ocasión el adoptado por mi viejo amigo y guía Alexander Burgener. En el memorable descenso del Col du Lion, salvó, sin duda, tanto la vida del doctor Güssfeldt como la suya. Soy consciente de que ese proceder conlleva un ligero riesgo en caso de cambios de tiempo, y que el frío y el hambre pueden resultar muy desagradables, pero esto último son fruslerías para hombres fuertes y bien equipados; y respecto a lo anterior, lugares como el gran couloir de la oeste del Cervino son mucho más seguros en una ventisca que cuando el sol está abrasando las grandes pendientes superiores. De hecho, cuando cae nieve a baja temperatura, seca inmediatamente las gotitas de agua, detiene el proceso de fundición de los carámbanos y suele evitar la caída de fragmentos, convirtiendo, por tanto, las pendientes y los couloirs que uno no se atrevería a escalar con buen tiempo, en lugares bastante seguros. Por otro lado, una tormenta de nieve de verano seguida de un viento que sople a una temperatura por encima a la de congelación (fenómeno que ocurre con cierta frecuencia), convertirá laderas de roca, normalmente inofensivas, en terribles cascadas de agua por las que caerán piedras y otros materiales. Por tanto, salta a la vista que es necesario apreciar con exactitud la situación, y el conocimiento necesario para juzgar esas situaciones difícilmente puede adquirirse hasta que el escalador haya aprendido, pasando por experiencias peligrosas, a comprender la naturaleza exacta de la tormenta y sus efectos más probables sobre las laderas en cuestión.

Los escaladores a veces escriben como si fuera posible evitar las montañas donde son comunes los desprendimientos de piedras o hielo. La realidad es que, aunque tales laderas puedan, hasta cierto punto, evitarse en los días y a las horas a las que tales desprendimientos sean más fáciles de esperar, es imposible mantenerse por completo fuera de las mismas.

Montañeros con toda la experiencia posible y muy prudentes, y hasta presidentes y ex presidentes del Alpine Club, han descendido durante horas interminables por laderas desprotegidas de roca y hielo que podrían verse barridas de arriba abajo en cualquier momento por avalanchas de piedras y hielo. El crítico ortodoxo podrá protestar, pero en cualquier caso, quienes deseen abrir vías nuevas se encontrarán de vez en cuando en posiciones que no les dejen otra alternativa. El pseudomontañero puede, es cierto, evitar casi por completo esos peligros. Acompañado por guías que conocen cada paso de la vía, se le conduce por una ruta bastante protegida o, si no existe ninguna así, se le informa de ese hecho antes de empezar, para que pueda variar sus planes en consecuencia. Pero la repetición de una vía ya hecha, o hacerla en buenas condiciones bajo el estricto control de un guía, no es algo que atraiga al auténtico montañero. El placer y el deleite que tiene por el deporte se derivan sobre todo de la incertidumbre y de las dificultades, y la función de un guía es precisamente eliminarlas. Incluso si la vía no es totalmente nueva, le agrada encontrarla sin tener un conocimiento exacto de la misma que la reduzca a un mero paseo de tantas horas de duración; no podrá, por tanto, evitar invariablemente todos los riesgos.

De hecho, muy pocas de las ascensiones habituales se ven libres por completo de desprendimientos de hielo y rocas. Incluso la ascensión al Mont Blanc, desde Chamonix, pasa por un lugar en el que la senda se ve a veces barrida por piedras que caen desde la Aiguille du Midi, y un segundo lugar donde amenazan avalanchas de hielo de la Dôme du Goûter, que a veces acaban con la vida del viajero. No hay, en realidad, una inmunidad total para ese peligro y es por tanto deseable que el joven montañero aprenda los diversos métodos mediante los que puede combatirlo de la mejor manera. Aprender el arte de observar una piedra que cae y, en el momento crítico, apartarse de la línea de fuego, es esencial para el escalador. Adquirir el conocimiento necesario para juzgar dónde y cuándo pueden esperarse avalanchas de nieve y hielo es igualmente necesario para conducir con seguridad una cordada. Sin embargo, requiere las mejores lecciones que pueden dar los guías más viejos y expertos, combinadas con una larga experiencia en las altas nieves. Aquellos que aspiren a encabezar un grupo no podrán dedicar nunca demasiada atención a este asunto, y deberían ser capaces de juzgar, con una certeza tolerable, los efectos que una nieve recién caída o los resultados del buen tiempo sobre los seracs que se elevan en el glaciar. Es fácil que los principiantes olviden que no hay ocasión en que más se deban temer las caídas de hielo que cuando el sol ha estado causando estragos durante mucho tiempo seguido en los malignos monstruos suspendidos en lo alto de su ruta. Adaptar la expedición a la climatología tiene con frecuencia una gran importancia, y puede suponer no tan sólo la diferencia entre éxito y fracaso, sino entre seguir sano y alegre o acabar en un desastre irremediable.

En este sentido, es deseable percatarse de que un grupo desencordado es más seguro que uno encordado, y que sus posibilidades de escapar de los proyectiles de la montaña varían, como mínimo, inversamente a su tamaño. Con tres en la cuerda, el hombre del medio es más o menos un mueble fijo, y tiene muy pocas posibilidades de salvarse de desprendimiento de piedras, a menos que tenga un abrigo muy a mano. Si no hay abrigo disponible, el hecho de que la cordada se extienda sobre un tramo de roca considerable hace muy probable que la verdadera línea de escape para el primero y el último de sus miembros esté en direcciones opuestas. De ser ése el caso, no será posible ningún movimiento inmediato, y la persona del medio ocupará una posición nada envidiable. Yo, personalmente, prefiero prescindir de la cuerda en esos lugares y, si eso no es deseable, considerar que el máximo permisible por cordada es de dos. Tal vez deba añadir que esta opinión la comparten hombres como Alexander Burgener y Emile Rey. Sé que ambos han puesto objeciones a añadir un tercer miembro a la cordada porque eso impediría moverse con rapidez en lugares en los que tal velocidad sería vital. También está el riesgo, muy serio, de las piedras que desprende el primero, las cuales pueden adquirir una velocidad muy peligrosa antes que llegar a la altura del que va más abajo, cuando en la ladera hay varios escaladores. Durante la primera ascensión del Rothorn desde Zermatt, estuvo a punto de ocurrir un desastre precisamente por ese motivo.[18]

Hay muchos corredores en los que es completamente imposible evitar tirar piedras y, en consecuencia, un grupo numeroso se verá obligado a «cerrarse». Si bien esto elimina, hasta cierto punto, el riesgo de caída de piedras, acabará con todas las ventajas de la cuerda y con frecuencia forzará a los escaladores, salvo al primero, a estar simultáneamente sobre terreno malo. Incluso así, yo he visto, en más de una ocasión, cómo las caídas de piedras herían a un hombre, y es difícil no llegar a la conclusión de que algunos accidentes inexplicables pueden haber sido resultado de tirar una piedra sin querer y que ésta haya hecho caerse a un compañero, y que su caída arrastrara, uno tras otro, a los miembros de una cordada «cerrada». En hielo muy vertical también ocurre que el primero a veces se ve seriamente estorbado por la existencia de un grupo grande tras él, y se obliga a cortar sólo trozos pequeños de hielo con cada golpe de piolet, y a evitar por completo, al alcanzar rocas, cualquier intento de limpiar el hielo que las cubra; la probabilidad de desprender un fragmento suficientemente grande como para derribar a un compañero que espera veinte o veinticinco metros por debajo de él es mayor que la ventaja de poder pisar terreno firme.

Estas consideraciones sobre encordarse y el número de miembros de la cordada prevalecen con más fuerza aún ante cualquier peligro de avalanchas de hielo. Cada persona de más en la cordada supone un serio detrimento de la velocidad máxima a la que se puede mover el grupo, y es la velocidad, y sólo la velocidad, la que puede darle esperanzas de seguridad a una cordada que se vea sorprendida por una avalancha. En 1871 la cordada de F. F. Tucket estuvo a punto de ser barrida por una gran avalancha en el Eiger, y él atribuye el haber escapado, en no poca medida, al hecho de que iban sin encordar y tuvieron, en consecuencia, mucha más capacidad para moverse deprisa de la que habrían tenido si hubieran ido atados.[19]

Está claro que si hay un miembro incompetente habrá que usar la cuerda todo el tiempo y que al menos dos montañeros de confianza deberán ir vigilando al torpe, pero las cordadas que cuenten con ese tipo de impedimento deberían evitar corredores como el que se asciende para subir al Schreckhom, o las inhumanas pendientes del lado italiano del Col des Hirondelles.

Hay otra condición en la que la cuerda aumenta seriamente el riesgo que corren los montañeros competentes. En caso de que comience una avalancha, un grupo encordado estará casi indefenso. Con frecuencia es posible que algún miembro del grupo pueda escapar de la nieve que baja a borbotones, pero si está encordado se verá irremisiblemente arrastrado por sus compañeros. En tal caso, sólo es posible escapar de la avalancha si todos saltan de la nieve que se está deslizando hacia el mismo lado y en el mismo instante, e incluso así sólo si pueden soltar la cuerda de la masa húmeda de la nieve en la que probablemente se haya quedado enganchada. Resulta obvio que bajo circunstancias que puedan darle a cada miembro del grupo una docena de posibilidades de escape, será altamente improbable que todos ellos tengan una ocasión simultánea, y la cuerda, en un caso así, es una verdadera trampa mortal. En avalanchas más grandes, en las que todo lo más que puede hacer el escalador es mantener la cabeza por encima de la cresta de la ola, el que va encordado, por estar enmarañado con sus compañeros, se verá impedido como lo estaría un nadador en la espuma de una ola furiosa. Uno no tiene más que leer el relato de la muerte de Bennen para darse cuenta de lo desastrosa que puede ser una cuerda.[20]

No propongo que no se use la cuerda, sólo trato de señalar ciertos hechos bien conocidos que se han perdido de vista en las recientes contribuciones a la literatura de montaña. Como regla general, resulta valiosísima, y cuando los escaladores tienen una destreza y experiencia dispares, su uso constante es algo que piden el sentimiento primario de camaradería y buena fe. Hay, sin embargo, cierto peligro de que se la considere como una especie de Providencia, siempre lista para salvar al temerario e incompetente, sin importar lo magra que sea su experiencia o lo poco que pueda estar preparado para las expediciones que afronte. He tratado con cierta extensión las desventajas ocasionales que supone la cuerda y apenas he dicho nada acerca de la seguridad que proporciona, pero sólo porque pasar por alto lo segundo no implica peligro, mientras que olvidar por completo lo primero sí que resultaría peligrosísimo. Además, hay que recordar que he visto cómo se comportan, sobre todo, las cordadas sin guía. Como cada uno de los miembros de una cordada de ésas debería tener la total certeza de no dar nunca un resbalón, en muchos lugares podrá prescindirse con seguridad de la monotonía de llevar cuerda, y a veces incluso será una ventaja.

Soy, por supuesto, consciente de que hay autoridades en la materia que sostienen que hay que ir siempre encordados y que una cordada nunca debería constar de menos de tres personas. ¿No dice la enciclopedia All England que «sea cual sea el número apropiado, dos no lo es»? Sin embargo, debo confesar que no consigo captar las razones que han llevado a esta incalificable afirmación. Lo cierto es que el mejor número depende de una serie de condiciones que varían con la expedición de que se trate. Por ejemplo, en el Col du Lion, dos es sin duda el número mejor y más seguro. No sólo es deseable reducir al mínimo el blanco que se le ofrece a la artillería de montaña, sino que también es esencial moverse con la mayor velocidad posible. Siempre que ése sea el caso, cada persona de más supondrá una fuente de peligro.

Literatura mucho más reciente sobre este asunto asume que en pendientes fuertes, o en paredes, una cordada de tres es más segura que una de dos. Sin embargo, parece obvio que esto es un error. Si el primero resbala, lo más probable es que arrastre a todo el grupo. En cualquier caso, todo el impacto de su caída debe recaer sobre la persona que va inmediatamente detrás de él y, si esa persona se ve arrancada de su sitio, resultará absurdo suponer que el tercero será capaz de aguantar el impacto de dos personas cayendo. Exactamente lo mismo puede decirse de una travesía; si el primero de la cuerda se cae, deberá sujetarle, si es que puede hacerlo, el que vaya detrás de él. No importa cuántas personas vayan detrás, pues éstas se verán, irremisiblemente, arrancadas, una tras otra, de su punto de apoyo. Es evidente que si al primero lo sujeta el que vaya segundo, una cordada de dos será suficiente en lo relativo a seguridad; si el segundo no logra aguantar la caída, entonces tres o más personas estarán igualmente destinadas a su fin. Los que han escrito sobre esta materia parecen asumir que en una cordada de tres o más no haya nunca nadie en un extremo de la cuerda, es decir, que cada miembro de la cordada está siempre entre otros dos, en cuyo caso, sin duda, podría aportarse una ayuda bastante eficaz. Sin embargo, hay que señalar que eso es imposible. En todas las cordadas hay dos personas cuya caída en una travesía de fuerte pendiente resulta extremadamente peligrosa, si no fatal. La inserción de un tercer miembro entre esos dos no reduce en nada ese peligro, aunque, en circunstancias fácilmente imaginables, puede incrementarlo de manera grave.

Lo cierto es que, si se quita al peor escalador de una cordada de tres, los dos que queden irán, en pendientes fuertes, bastante más seguros que si fuera el grupo completo. Si, por otra parte, del grupo de tres se quita a alguno de los dos más competentes, los dos que quedan irán mucho más inseguros. Debe recordarse que no estoy abogando por una cordada formada por un montañero y un incompetente, sino de dos personas, igual de capaces y diestros en todo lo relativo al arte de la escalada.

Una consideración cuidadosa de las diversas situaciones en las que se puede encontrar un montañero en pendientes pronunciadas nos haría llegar a la conclusión de que una cordada de tres o cuatro es demasiado numerosa con la misma frecuencia que una de dos es demasiado escasa. La pérdida de tiempo y el peligro de tirar piedras, e incluso nieve y hielo, en el proceso de tallar peldaños, parecen contrarrestar bastante las ventajas de una cordada numerosa.

Las ventajas atañen principalmente a los lugares en los que el segundo le esté dando un paso de hombros al primero: un tercero puede asegurar a los otros con una cuerda; o cuando el labio superior de una rimaya esté casi fuera de alcance: una tercera persona puede ayudar en la tarea de aupar y sujetar al primero sobre los hombros del compañero mientras se tallan los escalones necesarios. También es deseable, y necesario en todas las vías en las que haya que dar muchos pasos de hombros, que el segundo se vea libre del estorbo de mochila, cuerda de repuesto, etc., y eso, necesariamente, implica que una tercera persona actúe de porteadora. Parecería, por tanto, que, en la medida que haya de por medio pendientes fuertes, el número de miembros de la cordada debiera adaptarse a la naturaleza de la vía y que no debiera intentarse infringir ninguna regla determinada e importante.

La objeción más fuerte a que escalen dos personas solas tal vez haya que encontrarla en la creencia generalizada de que si uno cae en una grieta, su compañero será incapaz de izarlo. Si examinamos esta suposición tan poco agradable, podemos señalar que no hay ningún motivo particular para caerse dentro. ¿Por qué iba alguien a desear estar colgado de la cuerda en un abismo negro y helado? Es uno de esos misterios profundos e insondables que confunden la imaginación. Está claro que se trata de un incidente absolutamente innecesario, y en el que no se cae con tanta frecuencia como algunos imaginan. Sólo una vez he estado a punto de caer en una grieta, pero en aquella ocasión, al ir desencordado, me pareció deseable renunciar a cualquier placer que pudiera depararme tal visita.

Una grieta, salvo cuando acaba de caer nieve fresca, es siempre visible para alguien que se tome la molestia de buscarla; e incluso si el primero es descuidado y se cuela en una, la cuerda, si se utiliza con presteza y habilidad, debería evitar que se colara más allá de la cintura.

Es un hecho curioso que, desde los albores del montañismo, dos guías, de los que se prescindió tras cruzar un collado, hayan conservado la costumbre de regresar a casa por su cuenta. Por lo que he podido saber, nunca les ha ocurrido ningún accidente en una grieta. Cuando se recuerda que neveros tan grandes y agrietados como los que se cruzan en las vías que pasan por el Col du Géant, el Mönchjoch, el Weisstor, el Col d’Hérens o la brecha de la Meije están entre aquellos que han sido atravesados por dos guías solos, parece que el peligro de cordadas semejantes sea casi inexistente. De hecho, es obvio que si tales cordadas estuvieran expuestas a los peligros mencionados, sería un crimen llevar a dos personas a un collado glaciar y luego prescindir de ellos en condiciones que suponen en la práctica que escalen dos con una cuerda. Permitir que los guías corran riesgos que a las personas que los contratan se niegan a afrontar sería, como poco, contrario a las tradiciones de los ingleses en general y del Alpine Club en particular.

La dificultad de reconciliar práctica y teoría en este punto me lleva a suponer que, posiblemente, esas denuncias estén bien dirigidas, no contra cordadas de dos montañeros, sino contra cordadas de un montañero y un incompetente. La cortesía, esa virtud archicorruptora de la verdad, ha llevado, tal vez, a nuestros maestros a decir que «una cordada nunca debe tener menos de tres miembros, de los cuales dos deberían ser guías», en lugar de decir que «una cordada debería consistir siempre de dos montañeros, con o sin una o más Piezas de equipaje animado». Sería ciertamente algo extraño que si a mis viejos amigos Alexander Burgener y Emile Rey les invadiera un deseo de cruzar el Col du Géant, precisaran obtener la ayuda de alguna escolar enfermiza o un de un turista decrépito antes de ser capaces de afrontar los peligros de la montaña. Sin embargo, ésa es la conclusión a la que conducen necesariamente las doctrinas de nuestros profetas. Aquellos que aspiran a caminar con los «dioses tranquilos» por alturas más que olímpicas deberían rehuir de la educación formal que esconde la verdad y decir todo lo que piensan, sin importar lo que sientan los incompetentes y los imbéciles. Dos amigos míos quisieron atravesar una vez un gran nevero en Noruega; estando versados en la sabiduría escrita de las montañas, sintieron que una tercera persona era esencial para su seguridad. La encontraron y, durante los dos días siguientes pudieron gozar de la seguridad que eso les proporcionó. Esa tercera persona no sólo les hizo ir tan despacio que tuvieron que vivaquear en los lugares más inoportunos, no sólo hizo todo lo que pudo por despeñarlos siempre que hubo una posibilidad de que sus esfuerzos lograran el éxito, sino que, según me han asegurado autoridades indiscutibles, se complacía, de tanto en tanto, en emplear el más profano e indecoroso lenguaje. Desde aquella ocasión, mis amigos se han convertido a la doctrina que dice que si de una cordada de tres se quita al miembro más débil, la cordada se verá muy reforzada y mejorada, y que dos escaladores competentes constituyen un grupo mucho más seguro y mejor que el de dos guías y un cliente, tan querido por las autoridades ortodoxas del montañismo.

Sin embargo, como cabe dentro de lo posible que ceda un gran puente de nieve y eso haga que el primero caiga cierta distancia antes de que la cuerda entre en juego, puede ser ventajoso describir un método para usar la cuerda mediante el cual, incluso en un caso así, una cordada de dos pudiera resolver su propia salvación. Es un hecho bastante bien conocido, atestiguado por un número considerable de experimentos involuntarios, que un hombre puede aguantar a un compañero que se ha colado en una grieta. La fricción de la cuerda contra el borde de la grieta, y el espléndido y blando terreno que supone la nieve blanda y plana, permiten detener la caída sin grandes dificultades. El punto crucial es, sin embargo, sacar al compañero de allí. Eso, tal como se usa la cuerda normalmente, resulta imposible. Ferdinand Imseng y otros de los que han realizado experimentos como los que he mencionado anteriormente, lo han intentado y han fracasado, y su experiencia, creo yo, puede considerarse concluyente.[21] Sin embargo, si en lugar de la cuerda normal se emplea en doble una cuerda que pese y aguante la mitad, el problema se resuelve fácilmente. A una de esas cuerdas se le hacen dos bucles, uno cerca de cada escalador. En caso de que ceda un puente, y tan pronto como se haya detenido la caída, la persona que está arriba clava su piolet en la nieve, se libera de la cuerda del bucle y pasa ese bucle sobre la cabeza del piolet. La situación será entonces la siguiente: la persona en la grieta estará sostenida por la cuerda fijada al piolet; alrededor de su cintura habrá una segunda cuerda, que también pasará por la cintura de su compañero y que éste sujetará. La persona en la grieta tirará de la cuerda fijada al piolet y el montañero libre tirará de la cuerda que rodea la cintura de su compañero. Dicho en otras palabras, trabajarán dos personas para izar a una. La persona que está fuera asegurará cada avance no dejando que se destense la cuerda y cargando su peso hacia atrás y alejándose de la grieta, paso a paso, a medida que su compañero se acerque al labio de la misma. Llegados a ese punto, en el que las cuerdas ya habrán abierto un surco profundo en la nieve, la persona atrapada sólo tendrá que cargar todo su peso en la cuerda que tiene alrededor de la cintura y luego podrá tirar de la otra para sacarla de la nieve y agarrarse más arriba y, poquito a poco, salir por sí mismo de la grieta.

Si bien una cuerda usada de esta manera supone una manera bastante eficaz de salvaguardarse de este peligro —tan eficaz quizá como una cuerda usada de la manera ordinaria por una cordada de tres—, puede admitirse que aquellos que tienen un constante e irresistible impulso a saltar a las azules profundidades de las grietas harían bien en viajar con dos o más compañeros. Un torno ligero y portátil sería, tal vez, una inversión sensata si la cordada se puede permitir acarrear con él. Sin embargo, los que han tenido la fortuna de resistirse a los encantos de las grietas, aquellos cuyos oídos están taponados con cera y no oyen los cantos de sirenas que surgen de sus fondos, pueden adoptar la precaución de la doble cuerda y sentirse bastante seguros de su eficacia. Sin embargo, debería recordarse que al menos hay que dejar quince metros entre ambos miembros de la cordada cuando transitan solos por un glaciar.

La costumbre de escalar en solitario da lugar a otras objeciones más serias. Es cierto que, bajo circunstancias excepcionales, cuando, por ejemplo, un tiempo estable ha dejado visibles todas las grietas, se pueden cruzar neveros a primera hora de la mañana sin mucho riesgo. En ocasiones así yo he pasado por el Triftjoch, el Weisstor, el Col du Géant y otros collados sin experimentar ningún síntoma de peligro; pero la sensación de soledad, algo que llega a hacerse doloroso cuando la niebla se retuerce en las aristas, es capaz de afectar a la entereza y los recursos de una persona. Desde luego no es deseable forzar esos paseos solitarios más allá de límites muy estrechos.

Por otro lado, nada desarrolla las facultades de una persona de manera tan rápida y completa. Nadie detecta una grieta tan pronto como el que está acostumbrado a cruzar neveros en solitario. Nadie pone tanta atención en la línea de ascenso como el escalador que tiene que encontrar solo su camino de vuelta. La concentración de toda responsabilidad y todo el trabajo en un único individuo le fuerza a adquirir una habilidad de todo tipo que difícilmente puede ganarse de otra manera. Escalar en cordadas desarrolla la especialización. Uno talla peldaños, otro escala en roca y un tercero siempre conoce la vía. La división del trabajo es sin duda excelente y quizá merezca todo lo que Adam Smith ha dicho a su favor, pero no desarrolla al montañero ideal. En este departamento de deber humano, el señor William Morris da unos consejos más razonables. Está claro que esto no es sino otra manera de decir que el cazador de chamois, es decir, el montañero solitario, supone la mejor materia prima para un guía. El hecho de que un hombre haya adquirido el hábito de escalar solo supone que la ley de la supervivencia del más fuerte habrá tenido amplias oportunidades para eliminarle, caso de que fuera, de algún modo, un montañero descuidado o incompetente.

Desde el punto de vista individual, es posible que esta eliminación no parezca del todo deseable. Aún así, a juzgar por sus costumbres, el escalador fiel, movido por sentimientos altruistas y pensando únicamente en el bienestar de los futuros compañeros, prefiere que la selección natural tenga la vía libre y que le haga pasar a él por su fuego purificador. Es posible que los críticos sugieran otros motivos menos azucarados, quizá yo mismo pudiera hacerlo, pero ¿por qué privarle al enemigo agazapado del deleite de un ataque virulento? En cualquier caso, sin importar cuál haya sido su motivo, un hombre así es bastante independiente de la cuerda y se mueve con igual libertad, o con más aún, sin cuerda que con ella. Da a entender en cada paso que añade a la seguridad un margen que debe considerarse como parte de ella. Por otro lado, aquellos que están imbuidos de manuales y temen mover una mano o un pie cuando se ven libres de bucles y nudos, sugieren de manera poco sensible que están restando ese mismo margen de seguridad.

No debe suponerse que yo abogue por la escalada en solitario. No es necesario conocer en profundidad al aficionado medio para estar seguro de que al menos nueve de cada diez se romperían la crisma si lo intentaran en serio. Todo lo que hay que precisarles a aquéllos que quieran ir sin guías es dónde pueden buscar compañeros de confianza. El método más ortodoxo de ascender picos entre dos buenos guías tiene mucho de recomendable, pero es mejor que sus partidarios lo eviten si aspiran a encarar las grandes paredes y que confíen exclusivamente en sus fuertes brazos y en su experiencia lentamente adquirida.

Cada uno de los miembros de la cordada debería considerar la cuerda sólo como ayuda para proteger a sus compañeros. Aquéllos que sienten que su uso constante es esencial para estar cómodos deberían interpretar esto como una evidencia indiscutible de que se están aventurando en vías demasiado difíciles para ellos, lo que es una práctica que nunca dará escaladores buenos y con confianza en ellos mismos. Poder moverse con libertad y seguridad en una pendiente de montaña debería ser el reto que se planteara un joven montañero. En un mauvais pas ocasional, puede pedir legítimamente a sus compañeros que le vigilen y que le ayuden o le rescaten del desastre en el caso de que resbalara, pero esa ayuda debería ser excepcional. Si en una vía se encuentra con que le hace falta protección constante, debería reconocer con franqueza que está intentando una empresa para la que no está preparado.

El Cervino proporciona un curioso ejemplo del modo en el que se está deteriorando el aficionado moderno. Los primeros escaladores se encordaban en el «hombro». En 1873 lo hacían en el refugio viejo. En 1886 se encordaban un poco más abajo del refugio viejo. Ahora se atan ya en el refugio nuevo y las proezas de un caballero en 1893 no hacen descabellado pensar que en el futuro los escaladores se encuerden en el Hörnli. Esos infortunados no son capaces de reconocer que están intentando algo que está por completo más allá de sus posibilidades y están siendo cuidados y mimados por sus guías de una manera que destruye el orgullo, el coraje y la confianza en uno mismo. Si bien el verdadero montañero es, sin duda,

… la obra sublime de Dios,

una persona que sea izada a los picos a base de empujones propinados por campesinos suizos, y que se muestra tan incapaz de cuidarse a sí mismo que no puede ni siquiera dejarse sentado sin encordar sobre una peña, es un objeto tan menospreciable como pueda imaginarse. Un hombre nunca debería, con conocimiento de causa y de manera deliberada, meterse en situaciones en las que se encuentre desesperadamente superado y dominado por su entorno. El que hace esto es considerado por sus guías como una especie de vaca lechera, como una cómoda fuente de ingresos y propinas; un blanco de bromitas y ocurrencias; un objeto para embadurnar con grasa, para decorar con máscaras y velos y para abotonar con extraños guetres con cadenas de hierro; una cosa con la que acabar a base de vino y brandy, y que nunca debe perderse de vista hasta no haberlo dejado en manos del dueño de un hotel. Es difícil entender cómo los hombres, que en otros departamentos de la vida no carecen de un sentimiento de dignidad personal pueden consentir que se les trate de esta manera. Parece que fuera la única forma de salida a la montaña que tienen abierta. Las empresas de las que son capaces los menos competentes abundan en todos los valles alpinos, muchas de ellas rodeadas por los más sublimes escenarios de nieve y hielo. El arte del montañismo consiste en ser capaz de escalar con facilidad y seguridad, en ser capaz de poner nuestras habilidades a la altura de las dificultades de las pendientes que nos dominan y rodean y puede, hasta cierto punto, practicarse y disfrutarse continuamente con una seguridad y una dignidad razonables por cualquier persona, sin importar lo escasas que sean sus aptitudes naturales y su preparación. Apenas es necesario que reconozca los límites que le son impuestos.

Una gran pericia en el deporte sólo se alcanza cuando se combinan una aptitud natural con largos años de práctica, y no sin algún peligro, o tal vez mucho, para la integridad física y hasta la vida. Por suerte, el escalador fiel suele adquirir su habilidad a una edad en la que las responsabilidades de la vida aún no se han apoderado de él, y cuando puede tener aún margen en asuntos de este tipo. Por otro lado, gana conocimiento sobre él mismo, un amor por lo más bello de la naturaleza y un desahogo para las inquietas energías de la juventud como el que no ofrece ningún otro deporte, ventajas por las que, tal vez, no haya precio demasiado alto. Cierto es que las grandes escaladas a veces exigen su sacrificio, pero el montañero de verdad no renunciará a su pasión aunque sepa que es la víctima predestinada. Pero, afortunadamente, para la mayoría de nosotros las grandes placas oscuras suspendidas del inmenso espacio, las líneas y curvas de las cornisas moldeadas por el viento, las delicadas ondulaciones de la nieve agrietada, son viejos y buenos amigos que nos conducen a la salud y la diversión y nos permiten desafiar con vigor todos los males del tiempo y la vida.