UN PEQUEÑO PASO.
EL COL DES COURTES

Las grandes paredes que cierran la cabecera del glaciar de la Brenva hacía tiempo que atraían mis esperanzas y aspiraciones, pero una serie de sucesos adversos habían evitado, durante tres temporadas consecutivas, que pudiera hacer cualquier tentativa de convertir esas esperanzas en hechos. Sin embargo, el año pasado, todo el grupo tomó la firme decisión de que, pasara lo que pasara, ascenderíamos el Mont Blanc desde ese glaciar. Así, cuando vimos que el tiempo tenía tendencia a ser inclemente, abandonamos por el momento el ataque a la Verte, que he relatado, y nos dispusimos a cruzar hasta Courmayeur de manera que pudiéramos, si hacía falta, dedicar toda nuestra temporada a esperar que llegara un día favorable.

No queríamos repetir, sin embargo, el demasiado conocido Col du Géant y tampoco ninguno de los pasos que partían desde la hoya de la Mer de Glace. Nos parecía que la vía de Whymper, desde el glaciar de la Argentière hasta Courmayeur, no era ni mucho menos la más corta o más directa entre las que podían tomarse y, con un altruismo que, según el señor B. Kidd, es la nota dominante de nuestra civilización, deseábamos proveer a nuestros congéneres con el inestimable regalo de una ruta mejor y más fácil desde Lognan hasta las inigualables delicias del hotel del señor Bertolini. No debe suponerse que esto fuera un brote momentáneo de tal sentimiento altruista; al contrario, llevaba agitándose y funcionando en nuestras mentes durante años, como deducirían los lectores atentos de Evolución Social. De hecho, en 1893 hicimos un viaje al Col de Triolet con el exclusivo propósito de estudiar si podía hacerse ese paso, y llegamos a la conclusión, tan querida del tío Remus, de que «era posible que fuera posible, pero también que no lo fuera».

Como todos los mapas en esta zona son incorrectos, tal vez merezca la pena explicar que la Aiguille de Triolet no se eleva, como en ellos se representa, en el punto en el que la arista de Les Courtes se une a la divisoria de aguas. En ese lugar concreto se encuentra un pequeño pico sin nombre y entre el mismo y el Triolet hay un collado, probablemente más bajo que el Col de Triolet. A un lado de ese collado hay un profundo corredor que conduce al glaciar del Triolet, y, al otro, escarpadas laderas de hielo que caen al glaciar de la Argentière. Si bien ese collado, caso de ser factible, ofrecería muchas ventajas, era evidente que podría encontrarse un camino alternativo más sencillo si se subía la gran pared de nieve y hielo al noreste de Les Courtes, conocido en las guías Conway como el Col des Courtes. Desde lo alto de esa pared sería posible, en principio, atravesar la arista hasta la curiosa hoya superior del glaciar de Les Courtes y alcanzar el auténtico collado del Triolet.

Teniendo en cuenta estas dos certezas, nos encontramos lo suficientemente seguros de poder cruzar la arista, y el dos de agosto de 1894 partíamos de Montenvers a eso de las nueve de la mañana y descendíamos a través del glaciar en dirección al Chapeau. Entre el glaciar y la pequeña caseta, Hastings y yo nos negamos a seguir la senda que desciende ligeramente, y preferimos escalar unas rocas húmedas y embarradas. Después de muchos esfuerzos y mucho uso del piolet, conseguimos forzar nuestro camino hasta el punto conocido como el Mauvais Pas, por encima de la obstrucción. Collie, mientras tanto, observaba nuestra actuación con cierto pesar y su actitud sugería la siguiente pregunta: «¿Por qué deberían unas personas, ataviadas con unos pulcros y decorosos bombachos, sacrificarlos en el altar del agua y el lodo, cuando, cinco metros de descenso les hubieran permitido seguir un camino seco y cómodo?».

François Simond nos recibió cordialmente y al escuchar que desconocíamos la dirección del camino a Lognan por el bosque, insistió en ascender con nosotros una empinada serie de zigzags hasta que, al llegar a una zona despejada, nos pudo señalar unos pinos derribados y unas rocas grandes que nos servirían de hitos y guía. Tras intercambiar despedidas con nuestro buen amigo Simond, Hastings depositó la mochila en la hierba y adoptamos esas posturas que tan bien conducen al descanso y a la comodidad. Sin embargo, dos miembros del grupo enseguida descubrieron que su ascenso por un curso de agua les había dejado demasiado húmedos para abandonarse al reposo durante tiempo prolongado. Collie, sumido en los humeantes placeres del tabaco, protestó en vano. Hicimos oídos sordos a sus afirmaciones de que el principal deleite del montañismo ha de encontrarse en la parada hábilmente elegida; de que el gran domo del Goûter, con su blanquísima nieve sobre un valle púrpura, la mellada cresta de los Charmoz, los precipicios de hielo en el Plan, con sus recuerdos apilados de un sol abrasador y una noche cortante eran merecedores de una parada más larga. Fuimos tercos y, regresando a la ladera, ascendimos entre pinos y riscos. Un agradable paseo nos llevó, varias horas más tarde, al albergue de Lognan.

Sentados al sol, bebimos grandes vasos de leche, recordando aquellos días lejanos, cuando un buen sorbo de un cuenco de madera constituía una parte nada desdeñable de la dieta de un escalador. Como el interrogatorio hecho a nuestra anfitriona nos aportó tranquilizadoras garantías sobre las posibilidades de cenar, nos entregamos a la contemplación de un sol radiante sobre las nudosas aristas del Buet. Poco a poco, las siluetas más marcadas y los contrastes más profundos se fueron suavizando y haciendo etéreos merced a esas vagas neblinas y maravillosas visiones que siempre flotan cuando se está a punto de quedar dormido. Algunos de nosotros, de hecho, caímos por completo en los brazos de Morfeo.

A las dos horas y cuarenta minutos de la madrugada siguiente nos pusimos en marcha, viéndose reforzado nuestro grupo con un porteador adulto, que llevaba la mochila, y un chico, para instruir al porteador sobre los misterios de la ruta. Ascendimos por un camino de mulas y por una senda, por morrenas, y por hielo que de vez en cuando se desviaba por las laderas del lado del glaciar. Después de un peregrinaje algo cansado, asomamos al glaciar suave y uniforme y pudimos caminar deprisa hacia la gran pared que lo encierra. Unas nubes amenazadoras, que se movían deprisa merced a un fuerte viento del suroeste, despertaron en nosotros pensamientos gravosos y expresamos en voz alta comentarios sobre la vanidad de las partidas a temprana hora y la ignominia de regresar a Montenvers una segunda vez, empapados y vencidos. Poco después de que amaneciera, se recibió con entusiasmo la sugerencia de desayunar. Así que nos dirigimos a un pequeño serac, detrás del cual estábamos parcialmente protegidos del viento.

No hace falta decir que degustamos numerosas viandas; empezamos con beicon de Yorkshire y continuamos con deliciosos panecillos con mantequilla, mermelada, galletas, frutas en conserva, confitura de jengibre, chocolate y la gran variedad de comestibles que nuestro príncipe de las provisiones había incluido. Los dos porteadores, tras observar con asombro el progreso de esta «gran sinfonía gastronómica» dijeron adiós y, rodeando prestos un hombro de Les Courtes, se perdieron de vista.

Se encendió de nuevo la pipa de la paz y decidimos que fuera Hastings, quien, al no ser fumador, estaba mano sobre mano, el que hiciera la mochila y el que inspeccionara luego, desde la fría y venteada cumbre del serac, un camino fácil y cómodo para cruzar la rimaya. Toda idea de alcanzar el collado que hay justo debajo de la Aiguille de Triolet había quedado abandonada, debido, en parte, a la dificultad de encontrar una ruta posible y, en parte, al hecho de que tal ruta estaría necesariamente expuesta a la caída de abundantes y variados proyectiles. Nos replegamos, por tanto, al plan alternativo de escalar por el glaciar de Les Courtes y, desde allí, atravesar al auténtico Col de Triolet. Sin embargo, antes de que pudieran comenzar tales operaciones, era necesario cruzar la formidable rimaya que defiende el acceso a las laderas de Les Courtes.

A las cinco de la mañana dejamos el amistoso serac y caminamos despacio hacia la abismal grieta. Se nos ofrecían dos alternativas. Podíamos, bien asaltar la rimaya en un punto desde el que, una vez cruzada, el ascenso sería un mero trabajo de tallado, o podíamos seguir más a la derecha, donde de tanto en tanto un serac y, más que de tanto en tanto, una piedra, tenían la costumbre de caer, y ascender por una serie de seracs apilados uno sobre otro hasta ganar un cono de avalanchas, bastante por encima de la rimaya.

Según nuestra práctica habitual, nos decidimos por la línea más corta y momentáneamente más difícil, y fuimos hacia la rimaya abierta, donde el labio formaba cornisa. Sin embargo, cuando nos acercamos, se hizo evidente que ese labio tenía demasiada altura para ser practicable, así que alteramos nuestro curso y giramos hacia la derecha en dirección a la masa de seracs apilados. Cuando llegamos a esa estructura más bien desvencijada, nos detuvimos por un momento para encordarnos y reunir ánimo antes de empezar el ataque.

De salida, debíamos escalar una especie de cáscara de huevo que atravesaba la rimaya y conducía al más bajo de los seracs. No pudimos tallar escalones que merecieran tal nombre, y era obvio que una ligerísima interferencia con la estructura podría enviarla dando tumbos al fondo del abismo. Tras unos esfuerzos preliminares, Hastings me subió sobre sus hombros y me empujó hasta lo alto del puente. Su borde superior era particularmente precario y, cargado como estaba con abundante nieve en polvo, quedaba claro que durante su paso podrían ocurrir cosas desagradables. En el lugar donde se encontraba con la pared vertical del primer serac, se había apilado nieve suelta e hizo falta mucho trabajo para pisarla y compactarla hasta que adquiriera aspecto de huella. Un primer intento de escalar este obstáculo tuvo que ser abortado y Hastings fue requerido una vez más para proporcionar la anhelada ayuda. Apenas se hubo afianzado, en la medida que permitían las circunstancias, nuestro segundo hombre se confió sobre el puente. Afortunadamente, el puente demostró ser más fuerte de lo que habíamos esperado y, a pesar de todas las tentaciones, no nos descarriamos por el camino de la perdición.

La llegada de Hastings pronto alteró el aspecto de las cosas; se plantó en el escalón más alto de los que eran de fiar, me volvió a aupar a la pendiente y, cuando me hube separado de él, siguió dándome ese apoyo moral que aportan siempre su conocimiento de los recursos y su extraordinaria habilidad para «empujar» la marcha y que, en muchos casos, vale más que un empujón de verdad. Ascendida esa corta pared vertical, alcancé un corredor estrecho y muy profundo, situado entre un gran serac y la ladera de hielo de nuestra izquierda. Como ese corredor estaba cargado de nieve en polvo y nada consistente, no ofrecía agarres de fiar. Sin embargo, como ya había utilizado toda la cuerda, era necesario que Collie subiera hasta el puente. Hecho esto, Hastings se desencordó y así me dio cuerda suficiente para arrastrarme hasta lo alto del serac. Desde ese punto, si uno miraba hacia abajo, veía treinta metros o más de pared de hielo, desplomada en las profundidades negras y azuladas de la rimaya. Lo alto de esa pared, que formaba el labio superior de la rimaya, seguía elevándose bastante sobre nuestras cabezas, pero los seracs apilados nos ofrecían una manera de evitar el obstáculo y pudimos superar el primer obstáculo serio. Con una dificultad cada vez menor, aunque teniendo que tallar bastante y pelearnos de tanto en tanto con nieve suelta, ganamos el cono de avalanchas sobre cuyo fondo helado pudimos tallar buenos y fiables apoyos para los pies.

El zumbido de uno o dos trozos pequeños que volaron alegres sobre nuestras cabezas no tardó en dirigir nuestros pensamientos e inquietudes hacia unas rocas que cerraban la pendiente de hielo a nuestra derecha y a poca distancia. Sin embargo, una primera tentativa de cruzar se vio desbaratada por la capa de peligrosa nieve recién caída que cubría toda la pendiente, salvo nuestro tobogán de avalanchas. Quince metros más arriba, la nieve parecía ligeramente más compacta, además de no estar tan terriblemente cerca del borde de la gran pared de hielo desplomada. Aunque el peligro real no se viera afectado por la cercanía de esa pared, no es menos cierto que la mente humana está hecha de tal forma —al menos la mía— que uno se siente mucho más feliz cuando un largo resbalón antecede al salto final y definitivo.

Agarrándonos con cuidado, y tratando la nieve reciente como Isaac Walton aconseja que el pescador trate a la rana que clava en el anzuelo —«úsala como si la amaras»—, atravesamos sin riesgos materiales. Una corta trepada, en la que rodeamos un diedro vertical, nos dejó en una repisa segura, sobre la que nos faltó tiempo para sentarnos, tomarnos unos minutos de reposo bien ganado y recuperar el resuello. Encendimos los fuegos del sacrificio y Collie, ablandado por su placentero descanso, estuvo dispuesto a admitir que ni siquiera el Ben Nevis tenía nada parecido a esa rimaya. Un cuarto de hora más tarde, él se puso en cabeza y escaló hacia la izquierda, rodeando un diedro peculiarmente incómodo. Más allá, una pequeña aguja de roca atrajo a nuestro escalador. Yo, sin embargo, me encontré con que sólo podía alcanzarla con las puntas de los dedos de la mano izquierda, mientras la derecha se veía condenada a dar palos de ciego subiendo y bajando por la pared de roca. Ese lugar era comprometido, pero la visión de Hastings, firmemente plantado sobre una amplia repisa, animó mi coraje y di un salto audaz con el que, tras varias sacudidas rápidas, aterricé sobre la aguja.

Ahora las rocas eran fáciles y podíamos ver que teníamos asegurado el camino hasta la arista. El tiempo, como percibiendo que éramos más o menos independientes de sus caprichos, dejó de hacer esfuerzos para molestarnos y desvió sus nubes, vientos y demás ingenios de tortura hacia el Oberland bernés. Sentimos que estas diversas y satisfactorias circunstancias debían ser celebradas con una parada. Lamento decir que no fue ni mucho menos la única parada; de hecho, nuestro avance de ahí en adelante se vio interrumpido por tantas pausas para descansar y refrescarse que nuestra llegada definitiva a la arista fue objeto de profunda sorpresa para todo el grupo. Sin embargo, creíamos que nuestra primera vista de las grietas del glaciar de Les Courtes debería honrarse con un almuerzo y se decidió por unanimidad una parada más prolongada de lo normal.

A nuestra derecha, una extraordinaria aguja de roca bloqueaba la arista, mientras que a la izquierda una serie de agujas dentadas sugerían que, posiblemente, aún tendríamos que poner a prueba nuestro temple. Por suerte, uno de los puntos fuertes de las cordadas aficionadas es que el miedo al futuro nunca interfiere con su disfrute del presente, y nos asoleamos en varios rincones al tiempo que todo un mundo de gloriosas formas y colores deleitaba nuestros ojos medio cerrados y sin que nada en el mundo nos distrajera de la pacífica belleza del paisaje. Sin embargo, poco a poco se hizo evidente que la dureza de la piedra y las rachas de viento frío que soplaban de vez en cuando interferían con esa perfecta felicidad que todo escalador aspira a lograr, así que saludamos con entusiasmo la sugerencia de Collie de que deberíamos seguir por la arista hasta una ancha plataforma de roca rota, donde acabaríamos encontrando un cobijo perfecto y un lujoso lugar para descansar a las nueve y cuarto de la mañana.

Un empinado descenso, seguido de una escalada difícil por el flanco vertical de una torreta en forma de aguja, nos dejó en ese delicioso plateau. Es dudoso que nos hubiéramos decidido alguna vez a volver a ponernos en marcha —posiblemente seguiríamos aún allí, envueltos en el gozo del sol y del aire y del cielo— de no haberse apoderado de nosotros una sed atroz. Movidos por ese diablo, atacamos uno detrás de otro los pocos obstáculos que aún nos quedaban. En ningún momento fueron serios, aunque una o dos veces tuvimos que resolver pequeños problemas de escalada en roca que se nos plantearon. Al final, las nieves superiores del glaciar de Les Courtes se pusieron a nuestra altura y caminamos sobre su superficie, ablandada por el sol, hasta que alcanzamos el Col de Triolet a las diez y media.

Descubrimos un charco de apetitosa agua, atrapada en un diminuto hueco entre la nieve y la arista rocosa del paso e inmediatamente nos quitamos las mochilas y todos los trastos y bebimos hasta saciarnos con el sutil disfrute que el agua proporciona a las personas sedientas. Hastings, como siempre, extrajo lujos inimaginables de su mochila y nos dispusimos a disfrutar de un noble banquete con un apetito y una digestión más que nobles. A la conclusión de ese festín, que tuvo lugar, por necesidad, al borde de nuestro charco, remontamos hasta el lado italiano del collado, donde estábamos protegidos del viento y reconfortados por los rayos del sol.

El sueño pronto anidó en el grupo y hasta las once horas y cuarenta minutos no nos hizo descender de las rocas un estricto sentimiento de deber. La primera o la segunda rimayas no nos dieron muchos problemas, pero la sima final, que separa esta bahía del glaciar del nevero principal, demostró ser algo verdaderamente formidable. Sólo había un detalle en el que poder consolarnos, y era que apenas se podía intentar cruzar en un punto. Esas cansadas travesías y vanas búsquedas de una línea mejor, tan habituales en esas circunstancias, quedaban, en consecuencia, completamente descartadas, y nos encaminamos con decisión hacia el paso.

Después de unos cuantos esfuerzos preliminares, yo bajé hasta una curiosa laja de hielo que se había separado del labio superior de la rimaya y, asegurado cuidadosamente por Collie y Hastings, examiné su estabilidad. La gran laja parecía sólida y segura, por lo que los otros bajaron hasta ella y, tras una minuciosa inspección, acordamos que, si lográbamos alcanzar una pequeña hendidura en el borde de la misma, a cierta distancia a nuestra derecha y unos seis metros por debajo de donde nos encontrábamos, el último podría descolgar a los otros dos y luego saltar la grieta y caer sobre una buena pendiente de nieve.

El borde de la laja estaba demasiado deshecho y podrido para tener utilidad alguna, pero pudimos bajar tallando por dentro de la grieta que la separaba del glaciar madre. De esta forma, llegamos a la hendidura sin grandes retrasos. Sin embargo, a medida que, uno tras otro, la pisamos, la expresión de nuestros rostros palideció. Era evidente que debajo de la nieve sobre la que queríamos saltar había grandes bloques de hielo roto, ideales para romperse la piernas si alguien caía sobre ellos; es más: la diferencia de altura era considerablemente mayor de lo que habíamos juzgado desde arriba y, desde luego, no inferior a nueve metros. Una fuerte e irresistible sensación de modestia invadió a cada miembro del grupo y ninguno estuvo dispuesto a aceptar la distinción, habitualmente envidiada, de bajar en último lugar. Como convencer a alguien de que aceptara ese papel iba más allá de los mejores ardides del engatusamiento, teníamos que encontrar otro método de afrontar esa dificultad.

En la parte interior de la laja, y unos dos metros por debajo de nosotros, había una pequeña repisa desde la que parecía que podía hacerse una escalera que descendiera la grieta en diagonal hasta superar el borde de la laja, a la altura del nevero inferior. Que fuera posible cruzar la rimaya en ese lugar no estaba muy claro, pero en montañismo siempre debe dejarse algo a la suerte. Le añade un toque de pimienta a la actividad.

No había hecho otra cosa que destrepar hasta la repisa y comenzar a trabajar en la escalera cuando la opinión general del grupo dio un giro brusco y, una vez más, se mostró favorable al salto. Collie llegó hasta el punto de ofrecerse a descolgarnos y luego arriesgarse al salto de nueve metros. Mas, como hay pocos placeres de tipo muscular más sutiles que el que proporciona tallar escalones para bajar a una grieta (hasta los placeres de la escalada en roca palidecen ante los del hielo vertical), las protestas de los de arriba continuaron, en consecuencia, desatendidas y yo me fui tallando el camino hacia las profundidades azules. Al principio era posible descender con un pie en un agujero abierto en la laja y el otro apoyado contra el glaciar madre; mientras se pudo hacer eso, blandía el piolet con ambas manos y las muescas talladas en los muros opuestos fueron excelentes. Algo más abajo, la grieta se ensanchaba mucho y, a pesar de la considerable longitud de mis piernas, ya no llegaba a la pared de enfrente. Me vi, por tanto, obligado a tallar exclusivamente en la laja. Resultaba imposible mantenerse en los peldaños tallados sin agarrarse con al menos una mano, con lo que sólo quedaba la otra para el piolet. Los escalones empezaron enseguida a mostrar señales de ser chapuceros y a mis compañeros de arriba se les solicitó que me sujetaran con la cuerda. Por suerte, agarrando el piolet por el extremo del mango aún llegaba a la pared opuesta y su apoyo me servía para llevar a cabo el peligroso ejercicio de pasar de un escalón a otro.

La laja, cerca de su borde exterior, se curvaba hacia la gran pared superior de la rimaya y, después de abrirme paso hasta esa parte de la grieta, pude prepararme un terreno más firme. Allí me detuve un momento para recuperarme de los efectos del esfuerzo. Un pie lo apoyaba contra la laja y el otro lo tenía empotrado en una muesca en la pared del glaciar; mientras, la eternidad abría sus fauces entre ambos, y en esa postura tuve que pensar qué me quedaba por hacer. La laja se estaba volviendo muy fina, hasta el punto de que a través de la misma se podía entrever la diferencia entre luz y sombra en el paisaje distante; la textura también dejaba mucho que desear, y era evidente que habría que tener un cuidado extremo para negociarla. Además de todo esto, un trozo de hielo de lo más inoportuno, y de cientos de kilos, estaba suspendido por un curioso pedúnculo del mismo frágil material, justo en el lugar por el que yo quería pasar. Hubiera resultado sencillo enviar ese trozo de hielo al fondo de la grieta con un simple golpe de piolet, pero la delicada salud de la laja no parecía estar preparada para los esfuerzos de un remedio tan drástico.

Al final, decidí pasar por debajo de ese «horror suspendido» y evitar tocarlo en lo más mínimo. Tras numerosas tentativas, y no sin antes haber apurado la paciencia de los que tenía por encima, tuve éxito, y a fuerza de empotrar el piolet a lo ancho de la grieta y rodear el canto de la laja, pude alcanzar el borde de una segunda laja, más baja, que formaba una especie de prolongación de nuestra primera amiga. Un momento más tarde, subí a su superficie podrida y menguante y me abrí paso a través de un puente sólido hasta el hielo firme del glaciar.

Descolgaron la mochila y luego bajó Collie. Hastings, al bajar el último, le lanzó una mirada de desprecio al trozo de hielo y, apoyando su espalda contra el mismo, bordeó la laja con gran facilidad. Como estaba más alto que nosotros, podía pisar los piolets que Collie y yo habíamos dejado empotrados a lo ancho de la grieta, evitando así las principales dificultades del paso.

Dos años antes yo había cruzado el Col de Triolet y había pasado esa misma rimaya sin apenas dificultad, pero dos inviernos sin nieve habían cambiado su aspecto por completo. Más abajo, recordaba espléndidas pendientes de nieve de avalancha en el flanco derecho del glaciar, y allí llevé al grupo, pero en lugar de poder bajar deslizándonos trescientos metros y pico sobre nieve dura, tuvimos que bajar torpemente entre piedras y rocas, pues esos mismos inviernos excepcionales no habían podido reponer lo que el sol del verano había fundido. Como consecuencia, el puente que solía cruzar el torrente en Val Ferret, había desaparecido. Al parecer, nadie se acercaba ya a ese paraje de desolación. Después de vadear el torrente, bajamos hasta Courmayeur, donde llegamos bajo el pleno aguacero de una tormenta, a las nueve y cuarto de la noche.