La ascensión de la Verte que he descrito arriba tenía la objeción de que, casi a cada paso, la textura del cráneo de uno corre el riesgo de ser puesta a prueba por el impacto de una piedra. Aunque esto aporte mucho interés y emoción a la escalada, la ascensión es de ésas que pierden por completo su poder de agradar tan pronto como el montañero ha superado el primer ardor de la juventud. Una objeción similar, aunque de una guisa muy distinta, puede hacérsele a la vía normal; de hecho, varias cordadas han sido tan hostigadas y machacadas por los obuses que caen, que su ascenso, en los últimos años, rara vez se ha llevado a cabo. Extrañamente, el Dru, que tanto asustó a los primeros exploradores y no se dudaba en calificar como inaccesible, se ha convertido en una ascensión rutinaria y se considera relativamente fácil. Una tercera vía, que parte desde el glaciar de Argentière, descubierta por J. O. Maund, T. Middlemore y H. Cordier, está aún más expuesta a avalanchas y caídas de piedras y, hasta la fecha, nadie se ha aventurado a repetirla.
En tales circunstancias, era evidente que a los escaladores les convenía descubrir una manera segura y cómoda de llegar a su cumbre. Podría, por supuesto, argumentarse que, donde tantas y tan variadas cordadas se habían visto forzadas a entrar en corredores barridos por las piedras, no podía existir un método seguro de alcanzar la cima. Pero Collie, con una lógica irrefutable, demostró la falsedad de tal conclusión. «¿No está», dijo, «universalmente admitido, no está escrito en las enciclopedias Badmington y All England —y si no lo está, debería estarlo— que todos los picos pueden ascenderse con total seguridad por una cordada adecuadamente constituida? Entonces, puesto que todas las vías conocidas son peligrosas, debe existir una cuarta, una vía más accesible». Convencidos por ese razonamiento, decidimos esclarecer el problema a la primera oportunidad.
Durante el verano de 1893 habíamos examinado la montaña, en más de una ocasión, y el resultado de esas observaciones, respaldado por el estudio de muchas fotografías, adquiridas con temeraria extravagancia durante el otoño de ese año, nos hizo llegar a la conclusión de que la vía fácil debía de transcurrir por la arista Moine. Parecía que esa arista podía alcanzarse de manera segura y cómoda desde el Talèfre, gracias a una cresta secundaria que divide los dos couloirs que hay en la vecindad del gran pilar rocoso que se proyecta de manera contundente sobre el glaciar. Ese contrafuerte nos dejaría en la arista, en un lugar situado justo a la derecha, o en el lado de la Verte, de la torre conocida en Montenvers como el «Pan de Azúcar». Tan seguros estábamos de que era ésa la auténtica línea de ascenso que nos preguntamos por qué ninguno de los guías y viajeros que habitaban la Mer de Glace había tomado esa vía tan obvia, pero lo achacamos a esa falta de iniciativa que se está convirtiendo rápidamente en la característica principal del guía alpino y su encordado cliente. Ni podíamos imaginar que, enterrada en uno de los primeros números del Alpine Journal, existía una completa descripción de una ascensión realizada por esa misma arista hace veintinueve años. Resulta curioso que C. Hudson, T. S. Kennedy y G. C. Hodkinson no repararan en las muchas ventajas de su escalada y no avisaran a futuros viajantes para que le dieran preferencia respecto a las nada interesantes pendientes, barridas además por caídas de piedras, por las que Whymper había efectuado la primera ascensión. La fraternidad montañera aceptó esa errónea enseñanza y durante treinta años ha cansado sus músculos y puesto en peligro sus cráneos en la más larga, menos interesante y mucho más peligrosa cara sur. Puesto que el recuerdo de la ascensión del señor Hudson estaba completamente olvidado, y puesto que el escenario y la arista son todo lo que los más entusiastas podrían desear, quizá pueda perdonárseme el que relate nuestras experiencias, aunque tal vez no sean otra cosa que una historia contada dos veces.
El año anterior, apenas llegamos a Montenvers, habíamos contratado un porteador y a la mañana siguiente, muy temprano, estiramos nuestras piernas, agarrotadas y tensas después de tantas horas en el tren, en una lenta y decorosa marcha a la Couvercle. Aunque los primeros escaladores solían partir desde Chamonix u otros valles igualmente bajos y caminaran sin parar y, por lo que uno ha podido saber, sin síntomas de fatiga hasta lo alto de sus picos, los modernos hemos sido fundidos en un molde menos robusto —al menos, algunos de nosotros— y yo confieso libremente que, mientras forcejeaba y me resbalaba en la última ladera de piedra suelta que conducía a la Couvercle, el agotamiento me había tomado prisionero e incluso Hastings… Pero bueno, tampoco hay que llevar demasiado lejos el amor por la veracidad. La Verdad en todos los sucesos, fuera de sus representaciones simbólicas, requiere vestimentas y ropajes; incluso la creencia de uno en una Providencia dominante se ve reforzada y mantenida por la sabía prescripción de que la Verdad, no sólo está convenientemente habitada y velada, sino que suele verse forzada a quedar oculta en el fondo de los pozos más profundos. Es más, nunca es prudente excitar la réplica. Hastings, furioso con la imprudente diosa, incluso insinuaría que unos cuantos días más tarde, cuando subíamos lentamente hacia el casquete del Mont Blanc, cansados tras una larga lucha en los laberintos de las laderas de la Brenva, la cuerda se tensó entre nosotros hasta que su función más parecía la de un remolcador que la de una mera protección contra grietas ocultas. Pero eso son incidentes que, incluso en esta época de brutal realismo, resultan demasiado dolorosos para plasmarlos por escrito y, por tanto, me limitaré a relatar el hecho desnudo de que nosotros, todos nosotros, alcanzamos el Couvercle. Enclavado sobre varias piedras angulares, comentamos entre nosotros, lo loable de su techo con cornisa, lo bien protegido que estaba y la admirable habitación del sótano en la que parecía que uno podía descansar caliente, seco y seguro, aunque el viejo Eolo rompiera su cetro y enviara todas las tempestades para que aullaran en los montes. En esta tesitura, una ráfaga blanca se abatió sobre nosotros. Los sombreros y demás propiedades sueltas nos fueron arrancados de las manos y hasta nosotros mismos fuimos literalmente borrados de la habitación inferior o bodega. Coincidimos de inmediato en que esa habitación de abajo era un fraude y regresamos al refugio habitual. Sin embargo, no tardamos en descubrir que la enorme cornisa del techo era un abanico excelente y canalizaba toda la fuerza de las heladas ráfagas, enriquecidas con granizo y nieve, hacia todas y cada una de las esquinas y hendiduras que podían encontrarse.
La lluvia y la nieve fundida que caían sobre la roca se colaban dentro, y las goteras más importantes fueron enseguida capturadas y encerradas en varias botellas y cazos, lo que permitió que nuestras operaciones culinarias prosiguieran sin las molestias de prolongadas búsquedas de arroyos o riachuelos. Cuando, sin embargo, un chorro inesperado le corría a uno por el cuello o la piedra en la que estaba sentado se veía súbitamente sumergida, nuestros sentimientos se esfumaban y nos llevaban a expresar sinceras y sentidas oraciones para que esas bendiciones nos fueran rápidamente arrebatadas y situadas en otro lugar, donde estuvieran al alcance de los potentados o de otra sufrida humanidad.
A medida que fue pasando la noche, dejó de llover y la niebla nos envolvió en una densa oscuridad. En torno a las cuatro de la mañana, la oscuridad empezó a hacerse luminosa y, para las cinco, la opaca pared que nos rodeaba ya emitía luz suficiente para permitirnos hacer el té y otros menesteres culinarios. Animados por los variados placeres que un desayuno orquestado por Hastings invariablemente ofrece, decidimos que el tiempo quizás no fuera tan malo como parecía. Lo que era evidente es que no había posibilidad de que fuera peor. En consecuencia, nos decidimos a subir al glaciar con la esperanza de que el sol y el viento barrieran la niebla que lo ocupaba todo.
La búsqueda de piolets y mochilas se llevó a cabo con grandes dificultades, pues resultaba completamente imposible ver dos metros más allá de nuestras narices. De hecho, fuera de nuestra gran y gloriosa Metrópolis, la justa fuente de orgullo de todo británico, nunca me ha tocado la suerte de andar a tientas en una atmósfera más espesa y opaca. Después de subir muchas piedras, encontramos el glaciar y, atravesando unas cuantas grietas, alcanzamos una ladera de nieve con señales de continuidad que, salvo que algo indicara lo contrario, iba en la buena dirección. Sin embargo, en ese lugar, Collie tuvo la sensatez de sugerir una pipa y, sentados en cuclillas sobre la nieve, llegamos enseguida a la conclusión de que, bajo ciertas circunstancias, incluso el montañismo es vanidad y vejación de espíritu. Firmemente afincado en ese antiguo aforismo, Collie y yo expresamos una inalterable decisión de que la próxima vez que nos moviéramos sería hacia abajo. Pero Hastings, un contrario al tabaco empedernido, permanecía insensible a los motivos con los que una empinada ladera de nieve húmeda fatiga los miembros, y estaba igualmente dispuesto a continuar el ascenso.
«Nos hemos afanado a través de las grietas», decía, «llenándonos los bolsillos de nieve y sacudiendo nuestros órganos digestivos con grandes saltos e inesperados revolcones en ocultos agujeros. Y, ahora que hemos alcanzado una línea obvia y fácil, ¿no resulta completamente absurdo darse la vuelta?».
Su elocuencia, sin embargo, no era nada comparada con la muda oratoria de la ladera. Podíamos sentir en cada miembro el dolor de levantar una pierna hasta que la rodilla casi tocaba la barbilla, y luego la agonía de tensar los músculos implicados hasta subir el peso sobre ella, seguida por el descorazonador aplastamiento que se produce cuando la nieve cede y el único resultado del esfuerzo es un agujero de medio metro de profundidad. No íbamos, en consecuencia, a ser persuadidos, y como admitíamos por completo la gran verdad de que «la palabra nos es dada para esconder nuestros pensamientos», avanzamos argumentos ficticios basados en libros de texto, y los respaldamos con consejos varios de personajes sabios y augustos —presidentes del Club Alpino y semejantes— llegando a sostener que los escaladores siempre deben darse la vuelta con mal tiempo. Hastings, mirando fijamente los dos metros de ladera visibles que tenía por delante, provisto del mismo tipo de júbilo que inspiró a los flancos de hierro de Cromwell cuando un ejército de caballeros apareció ante su vista, era difícil de convencer y apelaba a los ejemplos reales de los héroes y semidioses que había citado. Se apilaba una expedición sobre otra, demostrándose que los autores de ese excelente consejo, aquellos en cuyo cerebro era mejor entendido y apreciado, habían ignorado, invariable e inconsistentemente, su enseñanza; eso mostraba, alegaba Hastings, que en esto, como en otros aspectos de la vida humana, «se honra mejor la ley rompiéndola que observándola».
El asunto en ciernes tocaba una más amplia cuestión, a saber: si era preferible seguir el consejo o el ejemplo de los grandes hombres, así que, reconociendo con placer que haría falta mucho tiempo para aclararlo, encendí un nuevo cigarrillo. Collie, cuya mano extendida resultaba aún más enfática con la pipa, estaba revisando brevemente el perfil del problema cuando una viva ducha de granizo, nieve y lluvia terminó la discusión a nuestro favor. Con el cuello de las chaquetas subido y los sombreros asegurados con ataduras de aspecto variopinto, nos apresuramos a regresar al cobijo de las piedras y no tardamos en volver a alcanzar la Couvercle.
Empacamos nuestros sacos de dormir y otras pertenencias y, como había dejado de llover, cruzamos a la Pierre à Béranger. A esas alturas, el sol ya estaba logrando éxitos parciales y se abría paso a través de las nubes, así que extendimos las chaquetas para que se secaran e hicimos varios ascensos peligrosos de la gran roca contra la que está construido el refugio.
Durante la tarde, regresamos caminando a Montenvers perseguidos por varios chaparrones y un tiempo cada vez más oscuro. Cuando llegamos al hotel, nos sacudimos el barro de las botas y la lluvia de la ropa e hicimos votos para que nuestra próxima marcha fuera entre los pinos y prados de Lognan y que luego nos iríamos a los ricos campos y exuberante vegetación del valle de Aosta.
Una semana más tarde regresamos a Montenvers, pero, por desgracia, un espíritu de pereza se apoderó de nosotros y, en compañía de algunos amigos, desperdiciamos unas horas preciosas para escalar por rocas y seracs sin alejarnos más de lo que nos permitiera oír el timbre que avisa para la cena ni los gritos y demás señales indicadoras del té de la tarde y otros placeres mundanos. De hecho, nuestras ocupaciones quedaron descritas de manera muy gráfica por un amigo extranjero, y decía que nuestras tareas consistían en «una eternidad de desayunos y una perpetuidad de tés».
Al final, Hastings nos rescató de esa innoble holgazanería y nos condujo a lo largo de Les Ponts hasta la Pierre à Béranger. Aunque el refugio ha alcanzado el estado de pocilga que caracteriza al distrito de Chamonix, lo preferíamos al de la Couvercle, pues un tejado, al igual que la caridad, absuelve una gran cantidad de pecados.
A las dos de la mañana los dormilones fueron despertados, se encendió fuego y se ingirió un desayuno más bien abundante. Luego se inspeccionó la mochila y se prescindió sin miramientos de todo el exceso de equipaje. Esos diversos trámites consumieron mucho tiempo y hasta las tres y cuarto de la mañana no dejábamos el refugio y comenzábamos el monótono ascenso de la morrena. Cruzamos el glaciar justo cuando las primeras señales del amanecer se hacían evidentes y alcanzamos una vez más la gran pedrera por la que el ascenso era fatigoso y lento.
La llegada del día se vio en buena medida interferida por densas masas de vapor que llenaban la cuenca del glaciar y que reforzaban mucho los poderes de la oscuridad y la noche. Sin embargo, antes de que subiéramos mucho más, el sol ya centelleaba en las enormes torres de niebla sin consistencia, y la oscuridad que quedaba se esfumó. Saludamos que se levantaran las nubes como buen augurio y nos preparamos con más firmeza para enfrentarnos con la ladera. Al alcanzar la alta repisa glaciar que está justo debajo de la arista en forma de muro que se extiende desde la Moine hasta la Verte, nos detuvimos un cuarto de hora con la esperanza de que el vaivén de las nieblas nos permitiera ver algo de nuestra montaña. Pero la gran cortina oscura se adhería firmemente a su alrededor y por ese lado no se veía nada. En la otra dirección, sin embargo, teníamos una vista maravillosa de las Grandes Jorasses medio veladas por penachos de nubes flotantes. Muy arriba, podíamos ver hasta ligeros y tiernos vapores siendo empujados por un suave viento del norte. Animados por esa esperanzadora señal, recorrimos la rama del glaciar hasta que un corto pero vertical escalón en el hielo nos cerró el paso. Tras algún trabajo con el piolet, ganamos su nivel superior y, como las nieblas se habían levantado en parte, nos vimos recompensados con una clara visión de las rocas por las que esperábamos ganar la arista.
En el lugar en el que el auténtico pico de la Verte empieza a elevarse sobre las numerosas torres de la larga arista Moine, un gran pilar se adentra en el glaciar de Talèfre. Entre ese pilar y la arista Moine hay un semicirco dividido de arriba abajo por un largo nervio de roca. A cada lado del mismo hay couloirs llenos de nieve, y confiábamos en que, por uno o por otro, o por el nervio que los separaba, pudiéramos abrirnos paso hasta la arista. Hasta donde nos alcanzaba la vista lo normal es que no encontráramos dificultades serias, aunque como todas las rocas superiores y la arista al completo seguían obstinadamente cubiertas de niebla, no podíamos estar completamente seguros. Cruzamos la rimaya y, después de un duro forcejeo con unos cascotes helados, pudimos entrar en la pared a las siete menos cuarto de la mañana.
Entonces decidimos por unanimidad que el tiempo no era muy malo y que podíamos dar por hecho que estábamos en la cumbre de nuestro pico. «Por tanto», dijimos, «comamos, fumemos y seamos felices». Media hora más tarde, con esas tareas debidamente cumplidas, empezamos a trepar por las llambrias, cada uno por la línea que le pareció mejor. Mientras tanto, las nieblas se cerraron a nuestro alrededor una vez más. Las paredes de arriba, surgiendo entre el vapor, parecían aún mayores y más verticales, así que, para evitar la posibilidad de que un muro insuperable nos cortara el paso, nos desviamos hacia la derecha dentro del couloir. Al principio pudimos, de tanto en tanto, utilizar las rocas de nuestra derecha como escalera y ahorrarnos así el trabajo de tallar peldaños, pero, a medida que ganamos altura, las placas pasaron a ser demasiado grandes y lisas y nos vimos forzados a avanzar a base de piolet. No tardamos en cansarnos de eso y regresamos a la veta de roca, donde descubrimos que su apariencia era engañosa y que, de hecho, era una escalera perfecta. Al llegar a las proximidades de la arista, nos pasamos a unas pendientes fáciles a nuestra derecha, atravesando la cabecera del couloir y en dirección a la cumbre del gran pilar.
Yo seguí por esa línea por temor a que, de no hacerlo así, podríamos perder valiosas energías en escalar hasta la cumbre del «Pan de Azúcar», pues en la densa niebla resultaba casi imposible decir dónde estaba ese pináculo. Collie, es cierto, estaba bastante seguro de que nos encontrábamos en el lado de la Verte, pero el escepticismo de la experiencia ya me había avisado y seguimos a la derecha. Justo cuando escalábamos la cresta del pilar, una ráfaga de viento barrió las nubes de la arista y nos detuvimos unos minutos para inspeccionar nuestra montaña. Volvimos hacia nuestra izquierda, y un corto ascenso en diagonal nos dejó sobre la arista principal a las ocho y veinte de la mañana: pudimos mirar hacia abajo, al glaciar de la Charpoua y a la gran cara suroeste de nuestro pico. Con una falsa modestia que tal vez no sea del todo inusual entre los montañeros, les señalé a mis compañeros las diversas grietas y chimeneas, pendientes de hielo y placas de roca por las que Burgener y yo habíamos subido hasta la cumbre trece años antes.
Una invasión de nubes, que llevaban con ellas algo más que una sospecha de nieve, nos apresuró a levantarnos de nuestro asiento y trepamos alegremente por la arista. A medida que avanzábamos, sin embargo, unas cuantas torres escarpadas empezaron a darnos algunos problemas. Mientras rodeábamos una de ellas por el lado de la Talèfre, nos sorprendió ver una botella rota. Poco después descubrimos los restos de un bastón roto empotrado en una hendidura de las rocas: no se movía porque estaba rodeado de una masa de hielo. Su aspecto envejecido nos hizo suponer que marcaba el límite alcanzado por alguna antigua cordada y que databa de la época en la que la Verte era aún un pico virgen.
Casi inmediatamente después de ese punto el trabajo se volvió más serio. Yo traté de realizar un movimiento hacia la izquierda, pero enseguida llegué a la conclusión de que si había otro camino posible, sería preferible utilizarlo. Mientras salía de esas dificultades, Collie fue en cabeza rodeando por la derecha y, tras un breve forcejeo, superó el obstáculo. Unos cuantos metros más allá nos detuvo un paso vertical que no podía rodearse y que desafiaba cualquier intento desprovisto de ayuda. Sin embargo, Hastings me aupó hasta que pude asirme a lo alto del bloque y, tras unos movimientos espasmódicos, pude poner los pies sobre terreno firme. Este tipo de cosas continuó durante cierto tiempo.
Una deliciosa travesía, sin embargo, es digna de recordar. Como un gran gendarme impedía un asalto directo, nos pasamos a la cara de la Charpoua. Sobre nuestras cabezas una masa de rocas desplomadas impedía adoptar cualquier postura erguida o decorosa y nos vimos forzados a contorsionarnos como gusanos a lo largo de una cornisa que se abría hacia afuera. Al final de ésta, era posible volver a ganar una postura normal, pero esa ventaja se veía más que contrarrestada por la necesidad de abandonar cualquier agarre para las manos y dar un gran paso, a través de un tajo de feo aspecto, para pasar a una roca estrecha, cubierta de verglás y de fuerte pendiente. No era difícil, pero creo que en tales lugares la mente es capaz de preocuparse desagradablemente por las probables consecuencias del más nimio error o falta de equilibrio. Cuando estuve seguro encima de ella, me vi al pie de una torre vertical, cubierta y flanqueada por nieve y hielo. Ascenderla de manera directa quedaba descartado, pero estirando el cuello detrás de la torre podía verse una repisa, en parte roca y en parte hielo: era la cabecera de un gran corredor que cae hacia el glaciar de la Charpoua. Para alcanzar esa repisa era necesario atravesar la cara de la torre que estaba cubierta de nieve. Por suerte, Hastings encontró un lugar donde anclar la cuerda, y confiando hasta cierto punto en la dudosa seguridad que ofrecía, me estiré y, con el piolet en la mano izquierda, tallé unas muescas en la pared. Luego abrí una ranura en la nieve y el hielo que había arriba, y por allí pasamos la cuerda para que yo la sujetara por arriba en caso de ocurrir algún imprevisto. Al dar el primer paso, mi unión a la pared resultó algo dudosa, y tengo un vivido recuerdo de mi incapacidad para pasar la pierna derecha alrededor de un saliente sin tener que tirar de manera no aconsejable de un agarre para la mano cuidadosamente tallado en la frágil nieve que tenía por encima. Sin embargo, animado por los comentarios de apoyo de Hastings, quien siempre sabe cómo inspirar al primero con seguridad, superé el saliente y un tallado de escalones comparativamente simple nos puso en la repisa. Esto, a su vez, nos volvió a dejar en la arista.
Enseguida nos vimos forzados a abandonarla y tuvimos que descender un corto tramo sobre la cara del Talèfre. Al volver a subir nos topamos con una gran cornisa ribeteada de una larga hilera de carámbanos. Nos arrastramos entre la pared de nieve y los carámbanos sin atrevernos a tocar estos últimos por miedo a que se nos cayeran sobre la cabeza. Acabamos alcanzando una pequeña brecha y, después de haber quitado con el piolet unos cuantos cilindros de hielo, pudimos atravesarla. Al disponer allí de un buen anclaje para el resto de la cordada, me incorporé sobre la cornisa y desde esa atalaya pude pasarme a la siguiente torre de roca. Estas diversas travesías y trepadas, salpicadas con paradas en cada ocasión en la que la ingenuidad de la pereza era capaz de inventar una excusa tolerable, consumieron mucho tiempo y seguíamos sin tener ninguna señal definitiva de la cumbre.
De pronto, salimos de las nubes y pasamos a un sol brillante. Por debajo de nosotros se extendía un mar continuo de niebla ondulante del que sólo emergían el Mont Blanc y las Grandes Jorasses. Apremiados por el tiempo como estábamos, no pudimos resistirnos a hacer otra parada para contemplar este extraordinario y bellísimo espectáculo. Ante nosotros, una corta arista de nieve se dirigía a lo que era, obviamente, la cumbre, y, decididos a trabajar en serio, un cuarto de hora o veinte minutos de tallar peldaños nos colocaron en la cima a las dos de la tarde.
En la arista soplaba un cortante viento del norte que mantenía en constante movimiento la enorme masa de nubes que teníamos por debajo. En ciertos momentos, vastas masas de nubes tendían a elevarse en el cielo y, atrapadas por el viento, se alejaban proyectando unas sombras extraordinarias sobre el algodonoso suelo. Aquella parada, como otras previas, se acabó súbitamente con la llegada de nubes heladas y con una pequeña nevada. A las dos y cuarto de la tarde dejamos la cumbre y bajamos deprisa por la ladera. En un tiempo que cada vez empeoraba más, nos dispersamos y bajamos por la arista a toda la velocidad de la que éramos capaces. Collie, a pesar del cambiante aspecto de la montaña, debido a la rapidez con la que caía la nieve, siguió nuestra vía de la mañana con una precisión total. En el lugar exacto dejó la arista (eran las cinco y diez minutos de la tarde) y nos guío a través de la nieve papa, y luego por el nervio de roca, hasta el lugar desde el que podían verse nuestras huellas de la mañana en el couloir. Sin embargo, él prefirió seguir en la roca y, tras serpentear y sortear obstáculos, volvimos a la línea que habíamos seguido esa mañana, por debajo del lugar donde entramos en el couloir, y seguimos por allí hasta el glaciar y la rimaya. Esta última se encontraba en un estado muy blando y peligroso, y precisó de una maniobra delicada. Una vez superada (seis y cinco minutos de la tarde), corrimos por los neveros hasta llegar a las pedreras que hay sobre la Couvercle.
Camino de la Pierre à Béranger recogimos nuestras mochilas y, tras una breve comida, nos pusimos en marcha hacia Montenvers, a las ocho menos veinte minutos, en medio de una persistente llovizna. Teníamos la intención de haber bajado a Chamonix esa noche y, por tanto, habíamos mandado llevar nuestro equipaje, pero al llegar vimos que era demasiado tarde. Los amigos, sin embargo, nos vistieron muy gentilmente con diversas prendas y en torno a las once de la noche hicimos rara justicia a los esfuerzos del cocinero del señor Simond.
No hace falta decir que el ascenso se llevó a cabo en condiciones nada favorables. Nos vimos continuamente obligados a parar para esperar a que se abriera la niebla y es probable que la imposibilidad de ver lo que teníamos por delante, nos impidiera en alguna ocasión haber tomado el mejor camino. Esta escalada es, no obstante, interesantísima y está, en todo su recorrido, completamente libre del peligro de caída de piedras.