Cuando Burgener y yo cruzamos el Col du Géant a comienzos de 1881, nos dio la impresión de que la ascensión de la Aiguille Verte podría hacerse por la cara suroeste, ya que un oportuno couloir ascendía directo por la cara oeste de la montaña desde la cabecera del glaciar de la Charpoua. De hecho, Burgener se quedó tan impresionado con las posibilidades de esa vía que le costaba creer que una línea tan prometedora no hubiera sido ya tomada por algunos de los diligentes cazadores de vías nuevas. Esos miedos eran, le aseguré, bastante infundados, y a nuestra llegada a Chamonix fueron finalmente olvidados.
Tras una larga discusión, decidimos partir a medianoche desde Montenvers, pues yo aún no era consciente, en aquella época tan temprana, de la necedad que supone pasar las horas de la noche caminando patosamente sobre agujeros y grietas. Burgener, poseedor de la sabiduría que da la edad y diestro en el arte, de dormir profundamente a temperaturas que mantendrían a su cliente danzando toda la noche al son de una gaita, era partidario de un vivac. Sin embargo, se plegó al sólido principio de que «el que paga al gaitero tiene derecho de elegir la melodía».
Durante la tarde del 29 de julio subí caminando a Montenvers y a las once en punto de esa misma noche preparamos nuestras cuerdas y provisiones y nos pusimos en marcha por Les Ponts. Perdimos mucho tiempo diciéndole cosas bonitas a nuestro candil, el cual se negaba a quemar bien, y después nos enzarzamos en las irritantes grietas que pueblan el lado oriental de la Mer de Glace. Luego trepamos por las horrendas piedras de la morrena lateral hasta las laderas que hay bajo el glaciar de la Charpoua. Allí, Venetz tuvo que reconocer que no se encontraba bien. Yo cogí su mochila y él resistió una media hora más, tras la que se hizo evidente que no sería capaz de realizar la ascensión. No tenía, por tanto, ningún sentido que fuera padeciendo por las atroces pedreras que estábamos subiendo. Celebramos un consejo de guerra y Venetz fue sometido a un interrogatorio acerca de la naturaleza, origen y alcance de sus dolencias, las cuales parecían limitarse a un dolor de cabeza y una mala digestión, así que decidimos que podía regresar solo a casa, de manera segura, cuando rompiera el día.
Sin embargo, Burgener dudaba que nosotros fuéramos lo suficientemente fuertes para hacer el ascenso por nuestra cuenta, más aún cuando sería imposible regresar por la misma vía, pues tendríamos que bajar por la vía Whymper. Por desgracia, ninguno de nosotros estaba bien familiarizado con ella, aunque sabíamos, a grandes rasgos, que un gran couloir conducía al glaciar de Talèfre. Alguien sugirió, como alternativa, que deberíamos intentar el Dru, pero eso no nos atrajo y comenzamos a subir sin tener un plan bien definido. Al alcanzar el glaciar de la Charpoua nos pasamos al hielo y discutimos nuestros planes a fondo y acabamos decidiendo examinar los méritos de nuestro couloir. Rechazamos mutuamente cualquier intención de hacer el ascenso, pero de todos modos avanzaríamos lo suficiente como para ver si merecía la pena hacer una segunda tentativa. Cuando el día estuvo más avanzado, con los corazones calientes por la proximidad de la cumbre y una botella de champán, confesamos que en el camino nos habían reconfortado tenues esperanzas de escalar el pico. Pero para regresar a mi relato, Burgener, deseando en su fuero interno hacer una buena jornada de trabajo, me pasó el candil, pues no quería cansarse prematuramente. Nos encontramos el glaciar muy agrietado y tuvimos que tallar muchos peldaños, pero al amanecer ganábamos la lengua de rocas que divide el glaciar de la Charpoua en dos ramales. Esa lengua ahora es más conocida como el Refugio del Gran Dru y lo usan con frecuencia las cordadas que escalan ese pico. No hace falta añadir que nuestra vía hasta ese lugar no fue, como ha demostrado luego la experiencia, la mejor y, desde luego, no es la que actualmente se sigue. Esta última no toca para nada el glaciar de la Charpoua, efectuándose el ascenso por las interminables pedreras.
Nos detuvimos durante media hora para ver la salida del sol y desayunar algo. También escondimos con cuidado nuestro candil y nos preparamos para entrar en faena. Hasta que llegamos a la primera rimaya no tuvimos problemas, pero al llegar a ese enorme tajo a las cinco y media de la mañana tuvimos la impresión de que no podríamos seguir avanzando. Se extendía a lo ancho de todo el glaciar y las rocas que tenía a cada lado eran del todo impracticables. Sin embargo, descubrimos que, en un punto, la espesa capa de nieve del invierno no se había caído, sino que apenas se había hundido unos quince metros en la grieta y, al quedar protegida de los rayos del sol, no se había fundido por completo. Era una estructura frágil, perforada en algunos lugares con agujeros redondos de los que colgaban largos carámbanos, mientras que, en otros, era una fina capa de hielo de apenas medio centímetro de espesor. Cuando se lanzaba un piolet sobre esos puntos débiles, quedaban a la vista abismos escalofriantes. También ocurría que el único lugar en el que era posible descender hasta ese puente quedaba muy a la derecha, mientras que la única posibilidad de escalar la pared opuesta de la rimaya estaba muy a la izquierda. Nos vimos por tanto forzados a ir eligiendo el camino a lo largo de esa raquítica estructura durante cien metros o más. En una o dos ocasiones el traqueteo de nuestro paso hizo que unos cuantos carámbanos cayeran golpeteando en la oscuridad de la sima, ante lo que Burgener emitía jaculatorias de horror. A pesar de esos mazazos a nuestros nervios, alcanzamos la base de un serac aislado, la cumbre del cual estaba unida mediante una fantástica imitación de un arbotante con el hielo firme de más allá de la rimaya. Después de tallar unos cuantos peldaños, y ayudado con un empujón de Burgener, me subí al serac y tiré de la cuerda para que subiera el soporte de la cordada. Luego avanzamos por el arbotante, serpenteando como orugas, distribuyendo nuestro peso en la medida de lo posible y esperando a cada momento que se viniera abajo la débil estructura. Por suerte, fiel a la costumbre que tiene el hielo a primeras horas de la mañana, resultó ser tan sólido como el hierro y continuamos subiendo hacia la segunda rimaya, la cual pasamos sin dificultad. La tercera resultó ser aún peor que la primera. Su labio inferior formaba una cornisa extraplomada muy notable y precisó del mayor de los cuidados, incluso para aproximarse a ella, mientras que el labio superior se elevaba unos veinte metros sobre nuestras cabezas como una pared limpia y vertical de hielo azul.
Nos desencordamos y Burgener se fue hacia la derecha para investigar una posible vía, mientras yo me fui hacia la izquierda. Al cabo de un rato, Burgener me gritó que por su lado no iba a funcionar, pero, gracias a la buena fortuna yo había puesto los ojos en un punto de mi lado que daba la impresión de poder ser atacado. Tras arrastrarnos a lo largo de un lomo afilado que separaba la rimaya de una grieta ancha, alcanzamos ese punto deseado. La pendiente extremadamente vertical que tenía encima había tomado la forma de un profundo corredor debido a la constante caída de piedras, hielo, nieve y agua. El fondo de ese corredor estaba casi cuatro metros más bajo que el resto de la pendiente, y los desechos caídos habían formado un cono debajo, justo en el lugar en el que nos era necesario. La extraplomada pared de hielo quedaba reducida, gracias a esto, a una manejable altura de unos tres metros, y Burgener decidió que podía escalarse. Sin perder tiempo, me hizo un buen escalón en lo alto del cono y talló algunos agarres para las manos en la pared opuesta. Al alcanzar el cono, vi que estaba separado de la pared de enfrente por un hueco de poco más de un metro de anchura. Me apoyé en la pared opuesta y, metiendo las manos en los agarres que Burgener había tallado para mí, formé una especie de puente inseguro. Luego Burgener procedió a trepar sobre mi cuerpo hasta ponerse sobre mis hombros. No parecía tener muy buena opinión acerca de la estabilidad del edificio humano levantado de esa guisa, y, por ello, su tallado de escalones fue bastante lento. De hecho, los clavos de las botas de Burgener eran tan duros, el hielo era tan frío para mis manos y el tallado tan interminable, que a mi trastornada imaginación le pareció que la mismísima eternidad estuviera a punto de agotarse.
Al final, Burgener terminó de hacer tres peldaños por debajo del labio y uno por encima, con todos los agarres necesarios para las manos y, pidiéndome que me agarrara bien, se impulsó, subió por los escalones por encima del labio y salió a la pendiente. Yo tardé tan poco en estar machacado por los trozos de hielo que saltaban de sus golpes de piolet que me quité del cono y esperé hasta que se me requiriera. El fondo del corredor era durísimo, y pasaron sus buenos veinte minutos antes de que se tensara la cuerda y Burgener me dijera que estaba listo. Superar el labio no fue sencillo, pero una vez sobre él, una excelente escalera me condujo hasta mi compañero. Como el corredor en el que nos encontrábamos era la huella de las piedras y del resto de cosas buenas que la Verte reserva para sus fieles, decidimos forzar nuestra ruta fuera del mismo y seguir por la pendiente. Esto sólo pudimos llevarlo a cabo después de grandes dificultades, pues las paredes del corredor eran tan profundas que resultaba imposible sujetarse en los escalones sin un agarre para la mano, lo que dejaba sólo una mano para manejar el piolet. Una vez en la pendiente, fuimos directos hacia las rocas más cercanas, pues el hielo era tan increíblemente duro y vertical que resultaba vital abandonarlo lo antes posible.
Era obvio que la línea más fácil por la pared de enfrente quedaba bastante a nuestra izquierda, línea que, según me había indicado James Eccles, era la vía más fácil, pero, en el estado actual de las pendientes, resultaba casi imposible alcanzarla sin perder muchísimo tiempo y nos decidimos por una chimenea de roca con la esperanza de poder atravesar más arriba. La escalamos, encontrando las rocas muy descompuestas y, muchas de ellas, tapizadas de hielo. También era la senda de las piedras que caían y, de tanto en tanto, un zumbido nos avisaba de que tuviéramos cuidado. Más arriba, la capa de hielo era tan gruesa que tuvimos que tallar muescas, pero pudimos progresar con rapidez y no tardamos en salir de la chimenea a una repisa de roca que dominaba el gran couloir de nieve.
Me alegró quitarme las dos mochilas que llevaba y, como excusa para hacer una parada, ambos pretendimos comer. Es posible que el extraordinario apetito que parecen exhibir los escaladores en la montaña se deba en gran medida al deseo de hacer la parada necesaria. La comida en las altas aristas y «el paisaje» en las bajas parecen ser muy apreciados por las personas con poco fuelle y de músculo flácido.
Tras una parada de media hora, nos volvimos a atar y yo le fui dando cuerda a Burgener para que atravesara hacia la izquierda, lo que hizo en parte sobre unas lajas grandes y en parte sobre el filete superior de una costra de hielo, más o menos traicionera, que las cubría. Al final, ambos tuvimos que hacer la travesía al mismo tiempo. Sin embargo, Burgener consiguió pasar la cuerda por un gran cuerno de roca que nos quedaba encima. Puesto que esa operación parecía darle gran placer, pensé que sería cruel expresarle mis objeciones, aunque, como el cuerno se tambaleaba escandalosamente a la más mínima presión, yo, prudentemente, solté la cuerda antes de aventurarme a pasar por debajo.
Al alcanzar el couloir de nieve, empezamos a movernos a un ritmo tremendo. El piolet de Burgener desalojaba enormes trozos de hielo que adquirían gran velocidad antes de alcanzarme, y cuando me hubieron golpeado con fuerza uno o dos, sugerí que sería deseable que entre nosotros no hubiera una separación de más de treinta metros de cuerda. Así que me acerqué más a mi guía y acortamos la cuerda. Como el trabajo de tallar peldaños a ese ritmo era muy cansado, cargué con la chaqueta de Burgener, además de las mochilas.
A nuestra izquierda quedaba la ingente trinchera que innumerables avalanchas habían horadado en la pendiente y, en más de una ocasión, Burgener nos llevó hasta el borde con la esperanza de ver algún punto vulnerable donde pudiera forzar un paso. El couloir tenía la forma de una enorme «Y», en la que ahora ocupábamos la cola. Nuestra única esperanza de éxito residía en ascender su ramal izquierdo o norte, pero el surco de avalanchas se dirigía al inaccesible ramal sur y nosotros, al estar a su derecha, nos veíamos desviados siempre de nuestra verdadera línea de ascenso. Sus paredes, sin embargo, estaban tan erosionadas y formaban tal cornisa que ni nos atrevíamos a intentar atravesarlo y, en consecuencia, al llegar al punto donde el couloir se bifurca, nos encontramos a la derecha y por debajo del ramal de la derecha. Un simple vistazo bastó para eliminar cualquier rastro de esperanza de pasar por allí y estuvimos de acuerdo en virar hacia la izquierda.
El couloir, a esas alturas, ya no era un gran corredor entre paredes sino más bien una leve depresión en la cara de la montaña. Por esa razón, tal vez, ya no estaba relleno de nieve profunda, sino de una capa de pocos centímetros pegada al fondo; los alternativos períodos de sol y heladas la habían convertido, en su mayor parte, en hielo. No será necesario aclarar que allí el surco de avalancha se reducía a proporciones insignificantes, pero fuimos capaces de atravesarlo sin dificultad. Las piedras, sin embargo, al no verse ya desviadas por un canal bien definido, zumbaban cerca de nuestros oídos de un modo nada placentero, y un fragmento, que golpeó una roca justo encima de nosotros, se deshizo en añicos que nos golpearon tanto a Burgener como a mí. En esas circunstancias, mi compañero hizo desesperados esfuerzos para escapar de su alcance y, como suele ocurrir cuando ejercita su fuerza al máximo, el piolet cedió, partiéndosele el mango en dos. Yo le pasé de inmediato el mío, pero, por desgracia, estaba romo y eso acarreó numerosos comentarios poco lisonjeros relativos a aficionados y a piolets fabricados en Londres, En cualquier caso, cumplió su cometido y entramos en la rama norte del couloir donde estaríamos relativamente a salvo.
Este ramal resultó estar lleno de hielo, casi por completo, así que nos pasamos a las rocas de nuestra derecha en la primera ocasión que tuvimos. Burgener, entusiasmado por una victoria casi lograda, y, lo que es más, sin carga de mochila alguna y libre del fastidio de llevar una chaqueta oprimiéndole el pecho, avanzaba a tal paso que su cliente iba jadeando de manera penosa. Este último empezó a darse cuenta de que la suerte de ser porteador no es tal suerte y de que dos mochilas, con una chaqueta como superestructura, son aptas para atascarse entre rocas sobresalientes y para empalarse en cualquier puntal que exista en un radio de dos metros, además de la constante resistencia que ejerce su peso. Burgener, sin embargo, no tenía ninguna intención de detenerse y su única respuesta a mis súplicas consistía en dar gritos tiroleses con una cruel mofa de la fácil pared que aún teníamos por delante. Nuestra carrera enseguida nos dejó en un pequeño puente de nieve que nos condujo, en unos tres minutos, a la gran arista que conectaba el Dru con nuestra cumbre. Ésta se iba ensanchando de manera gradual hasta convertirse en una amplia y helada calzada sobre la que caminamos, uno junto al otro, hasta la cumbre.
Mi primer impulso fue librarme de la carga que portaba, mientras el de Burgener consistió en correr por la arista que va en dirección a la Aiguille du Moine para examinar la vía por la que teníamos que bajar. Regresó con un gran regocijo, diciendo que todo era «bares Eis», hielo desnudo, y que yo estaría agotado al día siguiente, en referencia al solemne compromiso que hice de tallar todos los escalones que fueran necesarios en el descenso.
Mientras tanto, yo había deshecho las mochilas y nos acomodamos sobre la nieve para almorzar y disfrutar de las gloriosas vistas que ofrece este poco visitado pico. Burgener trató luego de entablillar su piolet roto. Aunque sus esfuerzos en esta dirección fracasaron miserablemente, tuvo éxito en hacerse un corte en la yema de su pulgar todo lo profundo y feo que uno pueda imaginar, y el resto de nuestro tiempo tuvimos que emplearlo en su curación. A consecuencia de esta serie de operaciones, pasamos una hora y veinte minutos en la cumbre, y hasta la una y media de la tarde no comenzamos el, para nosotros, completamente desconocido descenso al Jardín. Empezamos, no sé si bien o mal, descendiendo hacia Les Droites y, al alcanzar la cabecera del gran couloir, cambiamos de dirección y tallamos para bajar por hielo de muchísima pendiente hasta un grupo de rocas donde pudimos pisar con seguridad y echar un vistazo. Por debajo de nosotros una línea de roca asomaba a intervalos a través del hielo del couloir y, como la pendiente no era muy fuerte y el tiempo apremiaba, Burgener sugirió un novedoso método de actuación. Primero, yo le descolgué con la cuerda hasta el siguiente grupo de rocas y luego, con la confianza que da la juventud, yo me dejaba deslizar y Burgener me «atrapaba» hábilmente cuando pasaba a su alcance. En los tramos en los que este proceso no era posible, pasábamos la cuerda por algún lugar del que luego pudiéramos recuperarla y bajábamos agarrados a ella y dejándonos deslizar hasta la siguiente roca adecuada. Mediante este y otros métodos similares, y casi sin tallar un solo peldaño, descendimos la totalidad del gran couloir hasta el lugar donde las rocas de la arista de Moine penetran tanto en el couloir y lo cortan de tal modo que parece la cintura de una dama. El grupo más adelantado de esas rocas estaba separado de la montaña por una estrecha chimenea tapizada en parte de hielo, pero tan vertical que las piedras que cayeran lo harían a buena distancia de las cabezas y otras pertenencias de unos escaladores entusiastas. Continuamos el descenso destrepando esa chimenea y, tras uno o dos tramos algo incómodos, emergimos en la ancha ladera que quedaba entre la parte inferior de los dos imponentes pilares que forman las paredes del gran couloir. Nos encontramos la ladera cubierta de nieve bien compactada y helada, y seguimos bajando alegremente, tallando muescas, hasta que a las cuatro de la tarde me tuve que detener ante una horripilante rimaya.
Burgener, que estaba dieciocho metros por encima de mí, me aconsejó que llegara hasta el mismo borde de la grieta para ver si los residuos del piolet roto y una cuerda pasada por el mismo nos permitirían burlar al enemigo. Cuando llegué hasta el mismísimo borde de la pared vi que se extraplomaba hasta tal punto que, aparte de ver que ninguna cuerda de las que teníamos llegaría hasta el fondo, no pude obtener ninguna información útil. Burgener, persona fértil en recursos, talló un gran escalón y me pidió que me pusiera rígido para que él pudiera descolgarme hasta un punto que me permitiera ver si había al alcance algún método adecuado para sortear el obstáculo. Con la excepción de algunos seracs, muy a mi derecha y casi pegados al gran pilar, la cornisa de hielo no tenía fracturas; a la izquierda, un promontorio de hielo ocultaba todo a la vista. Hechas tales observaciones, le grité a Burgener que me volviera a izar y nos dispusimos a considerar qué es lo que debíamos hacer. Los seracs de la derecha sólo podían alcanzarse tras una larga travesía, lo que, con apenas un piolet en la cordada, no era precisamente apetecible. Así que nos decantamos por la ladera invisible de la izquierda. Después de haber tallado unos doscientos peldaños, alcancé una pequeña grieta que cortaba la ladera en ángulo recto a la rimaya y Burgener, que iba muy cerca, detrás de mí, me gritó, «Es geht!» («¡Esto marcha!»).
Luego nos dispusimos a enterrarnos en esa pequeña grieta y, tras bajar tallando peldaños en un lado, con una cabeza apoyada contra la otra en la medida que sus estrechas paredes lo permitían, avanzamos apretujados entre sus paredes de hielo hasta que emergimos en la cara de la gran pared. Enfrente, a una distancia inoportuna, una gran laja de hielo se había separado de la montaña y dejaba un borde afilado de hielo viejo, paralelo a la pared, pero algo más abajo de nuestra posición. Burgener enseguida decidió que el espacio intermedio podía saltarse y que él podría sujetarme aunque yo no lograra aterrizar sobre el serac. El método propuesto consistía en saltar de tal suerte que se aterrizara con las manos sobre el borde afilado al tiempo que los pies se apoyaban en el interior del serac, confiando en que esa podrida y marchita superficie ofreciera agarre suficiente para que las botas redujeran el esfuerzo que había que hacer con las manos.
Una vez que, con grave daño para mis manos, efectué dicho salto, tallé un peldaño grande para que Burgener aterrizara en él. Debido a su mayor corpulencia, se dio cuenta de que no podía adentrarse tanto en la grieta como yo y que, por tanto, su salto debía ser más largo. Sin embargo, aterrizó de la manera más limpia posible y avanzamos sobre el borde afilado hasta el final del serac. Aún quedaba un hueco de unos doce metros para que pudiéramos alcanzar el glaciar y volvimos a la grieta entre el serac y la pared para que nos resultara más fácil bajar. Mientras que la primera grieta resultó demasiado estrecha para ser cómoda, ésta pecaba de lo contrario y sus tres primeros metros tuvimos que descenderlos tallando apoyos para pies y manos. Después, era posible alcanzar la pared opuesta con la cabeza y se pudo bajar una vez más de manera razonablemente fácil. Al llegar a la altura del glaciar, un largo salto lateral me dejó en la nieve y se acabaron nuestros problemas. Sin perder tiempo —pues el paso de la rimaya nos había llevado dos horas de trabajo, y ya eran las seis de la tarde— bajamos al Couvercle tan rápidamente como nos permitieron las piernas y alcanzamos ese deseado refugio en ¡diez minutos! Por supuesto, en aquellos lugares en los que no podíamos dejarnos deslizar, corríamos a toda velocidad. Cuando se hubo aplacado la emoción de la escalada, se produjo un aumento en el decoro de nuestra marcha y, en cada una de las morrenas de la Mer de Glace, nos pareció adecuado reorganizar el equipaje, contemplar el paisaje o enfrascarnos en cualquier otra ocupación igualmente importante que supusiera un alto de cinco minutos sobre una piedra plana. La consecuencia de los diversos retrasos fue que nos dieran casi las ocho de la noche antes de que volviéramos a entrar en Montenvers. Venetz nos recibió en la puerta y lamentaba amargamente haberse perdido esa expedición, pero nosotros vertimos bálsamo en su alma herida prometiéndole que escalaríamos todo lo que él quisiera en el Grépon.