Mi primer contacto con la Aiguille du Plan fue en compañía de Cecil Slingsby y Ellis Carr durante dos memorables días de 1892. En aquella ocasión, un hecho fatídico nos hizo retroceder, vencidos, abatidos y hambrientos, y cuando regresábamos pesarosos a casa, los enormes seracs, en equilibrio sobre el primer muro de la pared, a la incierta luz del crepúsculo, parecían señalarnos socarronamente con el dedo, como si se mofaran de nuestro desconsolado aspecto. Sin embargo, a pesar de lo frustrados y magullados que estábamos, Slingsby sostenía firmemente que «habíamos subido y bajado, y que había sido un día movidito», o, más bien, dos días, y declaró con entusiasmo que era la mejor escalada de hielo en la que había tenido la suerte de participar.
Aún puedo cerrar los ojos y ver a Carr afanándose como un gigante en las interminables pendientes de hielo, y puedo sentir todavía el helado manto de frío que cayó sobre nosotros cuando la noche atrapó los últimos rayos de sol de las laderas. Aún resuenan en mis oídos las canciones con las que nos mantuvimos alegres y despiertos durante las gélidas horas, sentados en una diminuta repisa. Y cuando, a pesar de todos los esfuerzos, el sueño nos acechaba, el fuerte brazo de Slingsby, que me sujetaba en mi estrecho posadero (no había nada entre mi espalda y Chamonix, dos mil quinientos metros abajo), me sigue pareciendo que era una defensa segura ante el peligro. No era, qué duda cabe, un placer puro; pero aun así, años después, los recuerdos de fieles camaradas que, cuando se encontraban en apuros,
siempre daban la bienvenida con alegría
al trueno y al sol, y se mostraban
con la frente despejada y el corazón libre…
ellos forman ya parte de la vida de uno y pueden, acaso, limar la tristeza en esas noches en las que las banalidades de las tierras bajas no parecen otra cosa que polvo y cenizas.
En el parpadeo del fuego de invierno puedo ver aún los golpes de piolet de Slingsby, abriendo, a lo largo de los días que siguieron, nuestro camino siempre hacia abajo, en dirección a los soleados prados donde campanean los cencerros de las vacas y donde alegres arroyuelos corretean entre las piedras, hacia amigos a cuya cálida bienvenida se aferraba nuestra alma. Todavía puedo escucharle diciendo: «Es sin duda una escalada gloriosa», mientras trepábamos sobre el «tramo malo» en la cabecera del largo couloir, una pared de hielo más que vertical, un lugar tan endiablado como el peor que pueda encontrarse en la historia alpina.[16] Y aún puedo oír los alegres gritos tiroleses, el ruido al descorchar las botellas de champán y el alboroto de tumultuoso placer con el que nos recibieron nuestros amigos en el hotel de Montenvers. Pero todo eso son recuerdos en los que no debo perder tiempo. Una pluma más diestra ha recogido los diversos detalles y, como se me ha otorgado una recompensa completamente inmerecida, sería un inmenso desatino por mi parte desvanecer los agradables mitos que Carr ha tramado alrededor de mis gestas. Por tanto, paso por encima doce meses, más o menos, de poco gloriosa holganza hasta un día en que Slingsby, Hastings, Collie y yo mismo nos preparábamos una vez más para el asalto.
En la mañana del 6 de agosto de 1893 enviamos dos porteadores hasta nuestro lugar de acampada en el Grépon con la tarea de bajar la tienda, los sacos de dormir y otras pertenencias que habíamos dejado allí tras la ascensión de ese pico. Les emplazamos, a su descenso, para que fueran al extremo izquierdo de la morrena del glaciar de la Blaitière, como se denomina confusamente al glaciar que desciende casi exclusivamente del Plan, y a que esperaran nuestra llegada. Mientras tanto, en compañía de un gran grupo de amigos, caminamos hasta los bosques que hay más allá de Blaitière-Dessus y tuvimos un almuerzo festivo a la sombra de unos grandes pinos. Pasamos una velada emocionante tratando de hacer sopa en un plato llano y, en el momento crítico, las habilidades combinadas de Hastings y mías fueron suficientes para verter el precioso fluido en el fuego. Sin embargo, Hastings triunfó de veras en la fritura del beicon y Collie nos agasajó con un té excelente. Bajo su sedante influencia, yo recuperé lentamente la presencia de ánimo que la fatal pérdida de la sopa había alterado de modo pasajero.
Tras despedirnos de nuestros amigos, nos dirigimos hacia La Tapiaz, recogiendo en el camino grandes hatillos de palitos y ramas para nuestro fuego de campamento. Slingsby y Collie nos guiaron luego hasta un encantador rincón de hierba, lecho evidente de algún antiguo ibón donde, protegidos de todos los vientos que soplan, podríamos montar nuestra tienda y estar comodísimos. Pronto divisamos a los porteadores muy por encima de nosotros, sobre la morrena, y, en respuesta a nuestros gritos y señales, comenzaron a descender hacia nosotros. Los miembros más jóvenes del grupo se quedaron acondicionando el campamento mientras Slingsby y yo empezamos a estudiar el pico. Nos cruzamos con los porteadores y seguimos avanzando, pero no tardó en asaltarnos el gran temor de que no supieran encontrar nuestro diminuto rincón, así que Slingsby, como siempre, se sacrificó y volvió para comprobar que nuestras pertenencias no se extraviaban. El camino al glaciar de los Pélerins era mucho más largo de lo que yo había esperado y, cuando llegué allí, la cara del Plan estaba cubierta de nubes. Sin embargo, parecía que podían abrirse claros, por lo que, llegando hasta un gran bloque bajo las laderas inferiores de la Aiguille du Midi, me tumbé cómodamente y observé cómo las rachas de viento desgarraban y agitaban los penachos de vapor. Mi paciencia se vio recompensada, pues, de tanto en tanto, partes de la pared salían de su escondite y se hacía evidente que era factible encontrar una vía hasta la cumbre yendo a la derecha del pico y dando con la arista que baja desde él hacia el collado. Ésa no era, sin embargo, la vía que deseábamos intentar. Nuestro primer objetivo era el collado nevado de la izquierda del pico, que estaba tal vez unos trescientos metros por debajo de él. Ese collado está cerrado en el lado de Chamonix por el diente vertical en el que termina el gran pilar norte de la Aiguille du Plan. Es un tajo bien notorio, que puede observarse desde el hito de la arista de los Petit Charmoz, justo sobre Montenvers, o incluso desde el Chapeau, aunque es evidente que, visto desde esos lugares, queda a la derecha de la cumbre. Una vez que llegáramos a ese collado, deberíamos alcanzar el pequeño y escarpado glaciar de Plan, sobre el que el año anterior habíamos trabajado tanto sin conseguir resultados. Sin embargo, una vez en el lugar al que queríamos llegar ahora, deberíamos estar por encima de las grandes paredes de hielo y de los amenazantes seracs y tendríamos que asegurarnos de poder forzar una vía hasta la cumbre. La vía a ese collado transcurría por un largo corredor que formaba una especie de línea de demarcación entre el gran pilar norte y la mole principal de la montaña. Por desgracia, las nieblas se aferraban obstinadamente a ese corredor y, tras esperar un par de horas, unas sombras cada vez más alargadas sugirieron que lo más apropiado sería una retirada inmediata. Llegué al campamento justo cuando el crepúsculo se estaba convirtiendo en noche oscura y encontré un fuego vivo y sopa caliente, y una escena más extraña y pintoresca que la que suelen ver los ojos del que acostumbra a dormir en los refugios modernos.
Hastings y Collie habían descubierto un chalet en ruinas y de sus escombros habían levantado una construcción parecida a una zanja, que, hábilmente techada con el suelo de la tienda, sería un lugar estupendo para dormir —eso decían ellos—. Slingsby y yo, con nuestra habitual magnanimidad, expresamos nuestra disposición para apañarnos con el alojamiento, manifiestamente inferior, que ofrecía la tienda. De varios comentarios proferidos durante el desayuno, a la mañana siguiente —¿o debería decir esa misma noche?—, inferí que nuestra generosidad se había visto recompensada.
Nos pusimos en marcha a las dos menos cuarto de la mañana. El cielo estaba despejado y las estrellas brillaban con esa luz constante que asegura un tiempo perfecto. Fuimos subiendo laderas, muy bien guiados por Collie y Slingsby, hasta que alcanzamos una vieja morrena. La seguimos hasta su cabecera y, a las tres de la mañana, atravesamos el glaciar justo por encima del punto donde parece querer convertirse en cascada de hielo. Para inspeccionar la línea de ascenso que pretendíamos seguir, nos mantuvimos a la derecha sobre la parte abierta del glaciar y luego nos sentamos a esperar que hubiera luz suficiente para ver si el couloir desconocido podría permitirnos el paso. El gran círculo de paredes que se elevaba trescientos metros sobre el glaciar parecía, a la tenue luz del amanecer, imponente. De hecho, hay pocos glaciares en los Alpes defendidos por un baluarte tan poderoso y vertical. Después de llevar diez minutos sentados sobre una grieta rellena, la brisa nos pareció tan fría que, sin más demoras, recogimos las mochilas y nos encaminamos hacia la base del couloir. El glaciar ganó pendiente enseguida, pero la fina capa de nieve que seguía pegada al hielo nos daba apoyo suficiente y estaba tan helada que, para avanzar, podíamos utilizar hasta los puentes más finos y frágiles. Sin embargo, más arriba, esa fina capa de nieve desaparecía. Slingsby, con la astucia de un viejo escalador, se fue bien a la izquierda, donde, bajo la protección del gran pilar, los regueros de nieve seguían intactos. El resto del grupo continuamos audazmente por el glaciar y no tardamos en vernos obligados a usar el piolet. Paciencia y trabajo duro nos acabaron dejando en unas rocas a la derecha de la entrada del couloir, donde Slingsby nos estaba esperando. Siguiendo hacia la derecha, sobre placas pulidas por el glaciar y tapizadas de hielo, ganamos una incómoda e inclinada repisa cubierta de hielo sobre la que goteaba un arroyuelo desde las paredes superiores.
Nos apiñamos con alguna dificultad en un rincón protegido y nos dispusimos a comer, beber y a estar contentos. Tras una parada de veinte minutos, nos volvimos a poner en marcha a las cinco y veinticinco, manteniéndonos casi horizontales respecto a las paredes de nuestra derecha por una repisa amplia y fácil que ofrecía una evidente y tentadora senda. Atravesamos un tramo corto y llegamos a una falla en las paredes que ascendía casi recta. Subir por ella resultó fácil y rápido, y a ella le siguieron otras repisas y corredores que alegraron los corazones de los guías que, al otro lado de esta gran pared, se habían visto obligados a pagar cada metro de progreso con el trabajo de tallar peldaños en el hielo y con el esfuerzo más duro que pueda imaginarse. Sin embargo, gradualmente, las repisas y corredores mermaron tanto de tamaño que nos alegró poder pasar al couloir y avanzar dependiendo del piolet. La nieve se había fundido y vuelto a helar tantas veces que tallar peldaños requería casi tanto esfuerzo como hacerlo en hielo, y empezamos a buscar una manera de librarnos de esa labor. Al otro lado del couloir las rocas eran practicables e hicimos un esfuerzo serio por alcanzarlas. Sin embargo, por el centro del nevero las piedras que caían, el hielo y el agua habían horadado un surco profundo cuya base era hielo y cuyos lados formaban cornisa. Después de muchos esfuerzos logré entrar en él y tallar peldaños hasta el otro extremo, pero allí la pared de nieve demostró ser demasiado para mí. Su superficie estaba tan dura e intratable como el hielo, y cuando se quitaba la capa de arriba se alcanzaba nieve más blanda que no ofrecía agarre fiable para los dedos. Como, además, ese surco era obviamente el canal por el que la montaña lanzaba todos sus desperdicios, no parecía deseable que dos de nosotros estuviéramos en ella al mismo tiempo, circunstancia que imposibilitaba la ayuda de un paso de hombros y un buen empujón. Al final, decidimos que las rocas que había al otro lado no merecían la pena y destrepé hasta la superficie abierta del couloir.
Nuestra siguiente esperanza para librarnos de tener que tallar continuamente residía en una chimenea que se abría en el couloir unos setenta y cinco metros más arriba. Al llegar a su base, sin embargo, descubrimos que estaba verglaseada, que ascendía a plomo y que conducía a enormes placas lisas. Cierta distancia más adelante divisamos más rocas agrietadas e, incluso antes de alcanzarlas, nos alegramos de encontrar agarre para la mano derecha en la pared de roca, y, de tanto en tanto, un escalón entre ella y la ladera (donde el calor de las rocas había fundido la nieve en contacto con ella) en el que se podía asegurar al grupo. Atacamos las rocas cuarteadas, pero enseguida nos vimos detenidos por una placa pelada de unos cuatro metros de altura. La única posibilidad de ascenderla la daba un pequeño garbanzo de roca al que se podía llegar con los dedos de la mano izquierda, pero en una postura tan forzada que era casi imposible probar su fiabilidad. Intenté subir dos veces y, en ambas ocasiones, me falló el coraje; aunque el empeño de hallar una línea alternativa resultó infructuoso, un último y más decidido esfuerzo superó la dificultad y nos dejó sobre unas rocas fáciles.
Para evitar quedarnos embarcados en las enormes placas de esa cara de la montaña, nos mantuvimos a la izquierda de una especie de repisa en el couloir. Más a nuestra izquierda había otro surco aún más bajo relleno de hielo que era el canal evidente que recogería las piedras que cayeran. Por suerte, las placas que formaban nuestra repisa estaban separadas de la gran pared de roca que cerraba el couloir a nuestra derecha por una estrecha y casi continua grieta, de anchura suficiente para que entraran los dedos. Ayudados por esa grieta, progresamos a buen ritmo, aunque, de vez en cuando, un «paso malo» resultaba impracticable hasta que el Hércules de la partida aupaba al primero para que superara el obstáculo. El ángulo de la repisa crecía de manera continua y, en proporción similar, fueron aumentando la frecuencia y longitud de los pasos malos hasta que dicha repisa se convirtió en una pared casi vertical. Como eso coincidía con una reducción tal de la anchura de la grieta que impedía seguir metiendo los dedos en ella, nos vimos obligados a detenernos.
Ahora era evidente que debíamos meternos en la parte más baja del couloir y abrirnos paso sobre el hielo, pero la travesía de la repisa hacia ese tramo del couloir era un problema de gran dificultad. Una vez lejos de la grieta, no había agarre fiable de ningún tipo. Hastings, con mucha cordura, sugirió meter un pitón en la grieta tan por encima de nosotros como pudiéramos, de manera que, pasando por él la cuerda, el primero estuviera libre de peligro y pudiera trabajar libremente, cosa que, de otro modo, resultaría impensable. Hastings, a pesar de tener unas pésimas presas para los pies, me aupó con gran destreza y fuerza sobre sus hombros y desde esa atalaya aérea, clavé el pitón en la grieta con un piolet. Antes de poder pasar la cuerda por la anilla, era necesario desencordarse, evidentemente: se trataba de un proceso que siempre acarreaba mucha dificultad, y más aún cuando sólo se podía disponer de una mano para hacerlo. Estas operaciones debieron de durar sus buenos cinco minutos y Hastings suspiró aliviado cuando me volvió a depositar cautelosamente sobre la roca y se pudo frotar amorosamente esas partes de su cuerpo que los clavos de mis botas habían raspado.
Entonces descubrimos que la cuerda no corría por el pitón, por lo que, una vez más, tuvo que construirse la pirámide viviente y atar un lazo de cuerda a la anilla del pitón por la que pudiera correr libremente. Después de todas estas arduas labores, la travesía de la placa se llevó a cabo con inusitada facilidad, aunque, posiblemente, en ausencia de la protección que ofrecía la cuerda por arriba, el agarre habría parecido peligrosamente pequeño. Al alcanzar el borde de la chimenea, era posible tocar la pared opuesta con un piolet, y ese apoyo me permitió tallar un escalón en un pequeño espacio de nieve helada que aún continuaba pegada a la roca. Con ese apoyo para el pie, conseguí tallar un escalón en el mismo hielo y así logramos atravesar el couloir.
La ascensión de la chimenea de hielo no resultaba agradable del todo; no cabía posibilidad de escape en caso de que cayeran piedras u otros proyectiles, y el ángulo del hielo aumentó rápidamente hasta hacerse casi vertical. Este tramo vertical de la chimenea no tendría más de tres o cuatro metros de altura y, una vez sobre él, una pendiente de cincuenta grados llevaba hacia unas rocas impracticables. Sin embargo, antes de que me pudieran dar cuerda suficiente para que pudiera alcanzarlas, era necesario que el resto del grupo avanzara. Por desgracia, aunque a la derecha era fácilmente accesible un terreno rocoso, firme para los pies y bien protegido de la caída de piedras, resultaba imposible alcanzarlo sin quitar primero los rebordes y láminas de hielo que ocultaban unas placas intermedias. Hacer esto hubiera puesto en grave peligro al resto del grupo, el cual se encontraba dieciocho o veinte metros más abajo y justo en la vertical. Ese tipo de hielo podría desprenderse en grandes placas y, como la pared inferior era prácticamente vertical, esas placas hubieran caído con toda su fuerza sobre Slingsby y Collie, quienes se encontraban justo en la línea de fuego. De hecho, los diminutos fragmentos de hielo tallados en la sólida pendiente que había por encima de la travesía dieron lugar a muchos comentarios de desaprobación. De discusiones posteriores se colige que, mientras para los que estaban abajo todos y cada uno de tales fragmentos tenían un tamaño mayor que un serac cayendo a una velocidad considerablemente mayor que la que los astrónomos atribuyen a la luz, a los que estábamos encima nos parecían comparables al más fino de los granos de arena arrastrados por las alas de la brisa más suave imaginable.
Cuando subió Hastings y se hubo afianzado en el gran escalón, empecé a tallar una vez más, pero enseguida me vi obligado a detenerme por la oleada de imprecaciones sobre mi persona que me llegaban desde abajo. Cuando el resto del grupo alcanzó la ladera superior, no tardamos en abrirnos camino hasta las rocas. Por encima, la pared seguía vertical y amenazante, pero como estaba surcada por una serie de grietas, resolvimos que alguna de ellas tenía que ofrecer una vía practicable.
Para el primer intento elegimos la más profunda y oscura del grupo. El comienzo de esa chimenea resultó ser más formidable de lo que habíamos esperado. Sus paredes estaban demasiado separadas para emplear la técnica de empotramiento y la escasez de agarres hacía extremadamente difícil cualquier avance. Con la ayuda de la cabeza de Hastings y de su piolet, fue posible alcanzar una altura considerable en los huecos más profundos de la chimenea, pero no se podía progresar más de modo directo, porque la roca se desplomaba y era esencial atravesar hacia afuera, en el muro izquierdo de la pared, hacia un ancho escalón que parecía ofrecer una base adecuada para futuras operaciones. No cabía duda de que la travesía era posible si ese escalón tuviera una grieta o un agarre suficientemente bueno como para permitir que una persona, no sólo la alcanzara, sino que pudiera superarlo escalando, algo que nunca resulta fácil cuando el escalón no consiste más que en una estrecha repisa con una pared lisa y vertical por encima. Sin embargo, después de mucho estudiarlo, se llevó a cabo el intento y se descubrió una grieta excelente, de dimensiones muy gratificantes y en el lugar preciso. A la izquierda, se subía por rocas fáciles durante un breve tramo, hasta que tuvimos que entrar en una chimenea y nos vimos detenidos por una serie de grandes lajas encajadas que formaban una especie de techo protector. Era necesario escalar hacia afuera y hacia arriba y superar ese techo, y, para reunir la energía necesaria, nos paramos y fuimos obsequiados por Hastings con mermelada de jengibre, galletas, chocolate y demás lujos que, invariablemente, llenaban sus bolsillos.
Esta dificultad tenía peor aspecto de lo que luego resultó y, más allá de la incomodidad mental producida por colgarse de piedras dudosamente afianzadas y de escalar un desplome en medio de una gran pared en posición semihorizontal, de manera muy parecida a como camina una mosca por un techo, el obstáculo se superó sin problemas. Por encima de ella, el acceso al collado parecía evidente. Apenas se interponía una corta pendiente de hielo entre nosotros y ese anhelado paraíso. Hacia el otro lado, la vista era más espectacular. La muralla que hay justo por debajo es en realidad extraplomada. El enorme colmillo, al que se ha hecho frecuentemente referencia y que cierra el collado por su lado norte, se eleva vertical y liso de una forma que recuerda la implacable crueldad de las grandes paredes del Petit Dru. En el otro lado, grandes precipicios de hielo dominan un muro de roca más salvaje y vasto que hayan visto los escaladores. Un muro que se extiende circularmente en cerca de ciento ochenta grados y que forma uno de los circos más serios de los Alpes y que, con sus desplomados seracs, enormes comisas y couloirs negros y llenos de hielo, recuerda a algunos de los rincones más salvajes del Cáucaso.
Atacamos la corta pared que nos faltaba, atravesamos una fina cresta de nieve y le gritamos la bienvenida a la Blaitière, a los Charmoz y al Grépon. Habíamos ganado las laderas superiores del pequeño glaciar sobre el que Carr, Slingsby y yo pasamos tantas horas fatigosas el año anterior. Ahora, sin embargo, estábamos por encima de los muros de hielo y pudimos recrearnos la vista estudiando las gráciles curvas con las que la nieve contorneaba las bases de las paredes. Justo enfrente estaban los sombríos riscos que habíamos tratado de escalar, y reconocimos, con una sensación semejante al dolor, que desde el punto más alto alcanzado podríamos haber ganado la arista en dos o tres horas como mucho, y haber hecho cumbre. La posición en la que estábamos ahora era, sin embargo, mucho más favorable. El pequeño glaciar, separado de las rocas de enfrente por un impresionante couloir de hielo desnudo en el que ningún ser viviente podría abrirse paso, ascendía moldeado por el viento y, aunque con una pendiente suficiente para exigir el uso del piolet, no suponía un obstáculo serio a nuestro avance.
A las doce horas y cinco minutos de la tarde, tras una breve parada, empezamos de nuevo y descubrimos que diez horas de duro trabajo habían empezado a dejarse notar, por lo que nuestro paso se redujo a límites moderados y decorosos. A mitad de camino, una gran grieta nos cortaba el paso. La cornisa de su labio, seis metros por encima de nuestras cabezas, daba la impresión de obligarnos a descender un tramo largo, aunque no nos detuviera del todo. La idea de descender siempre resulta de lo más desagradable cuando se está cansado, así que giramos a nuestra izquierda para ver si podía hacerse algo en el lugar donde el pequeño glaciar se engarza con el enorme couloir de hielo. Afortunadamente, unos metros antes de alcanzar la pared de hielo, el labio superior de la grieta caía hasta estar a menos de cuatro metros del inferior. Collie fue enviado al interior de la grieta donde se afianzó en nieve blanda y se preparó para cualquier contingencia. Hastings y Slingsby tuvieron luego la consideración de formar la base de la pirámide y yo fui primorosamente elevado sobre sus hombros. Desde esa atalaya fue posible tallar primero muescas en el hielo desplomado por debajo del labio y luego, tras muchos esfuerzos, hice un escalón bueno y fiable en la pendiente de hielo por encima del mismo. Escalar desde el hombro de Hastings hasta ese escalón no fue ni mucho menos fácil y a Collie se le avisó para que estuviera atento a posibles chubascos. Los labios formaban tanta cornisa que alguien que resbalara saltaría limpiamente sobre la grieta y, si no estuviera encordado, empezaría un alocado viaje por las pendientes laderas en dirección al enorme couloir de hielo.
Justo sobre el labio, el hielo era muy vertical y hasta que no me dieron veinte metros de cuerda no pude tallar un escalón que ofreciera confianza suficiente para asegurar al siguiente en la cordada. Luego fue aupado Hastings, con los esfuerzos combinados de Slingsby y Collie y, cuando llegó al escalón grande, yo avancé un poco más hasta una grieta rellena de nieve en la que había un asiento admirable y grato. Sin embargo, como quedaba fuera del alcance de nuestra cuerda, hubo que sacar una segunda cuerda, más ligera, y empalmarla a la primera. El siguiente en subir fue Slingsby y luego tuvimos que enfrentarnos al serio problema de que subiera Collie. Mientras hubiera alguien debajo para poner un hombro, se podía alcanzar el borde de la grieta y subir de manera razonable, pero el último tenía que, lógicamente, ser izado a puro tirón. Por desgracia, nosotros estábamos tan altos y el labio de la cuerda formaba tanta cornisa que amortiguaba todo sonido y por tanto no podíamos oír lo que nos decía Collie. Todo lo que podíamos hacer era izar al unísono, pero no tardamos en percatarnos de que nuestros esfuerzos ya no surtían efecto. Parecía que la cuerda no lograba auparle hasta los peldaños tallados y que lo tenía atascado debajo de la cornisa, un poco a la derecha. Sin embargo, Collie demostró estar a la altura de las circunstancias y, viendo que su cabeza y sus hombros se negaban a superar la cornisa, plantó los pies sobre el hielo y, haciendo fuerza hacia afuera y contra la cuerda, subió caminando por el hielo en una postura más o menos horizontal. Esta maniobra le trajo, con los pies más altos que el resto del cuerpo, hasta la pendiente, y no hace falta decir que causó admiración y regocijo entre los espectadores. Sin embargo, enseguida volvió a colocarse en una postura más normal y siguió por la pendiente hasta la pequeña grieta. Como el tiempo comenzaba a apremiarnos y estábamos desencordados, comencé a tallar de nuevo los peldaños precisos para llegar a la arista. Unas decenas de metros más allá, la pendiente perdía un poco de inclinación y ese laborioso proceso dejó de ser necesario.
Una enorme cornisa remataba la arista, extraplomándose sobre los enormes precipicios que dominan el pequeño glaciar de Envers de Blaitière. Bastante a su derecha, yo proseguí mi camino solitario hacia el pie de la torre final. Ésta se encuentra casi completamente separada de la arista principal, siendo, de hecho, el punto más alto de la arista secundaria que forma un ángulo recto con ella. El extremo sureste de esta arista secundaria culmina en el Dent du Requin, de modo que la vía que veníamos siguiendo desde el noreste nos llevaba hasta el mismo punto, o casi hasta el mismo punto, que James Eccles alcanzó cuando hizo la primera ascensión por la arista suroeste. En cualquier caso, una de las vías gira bruscamente hacia el sureste, y varias chimeneas de roca y de bloques conducen al punto culminante, al que llegamos a las dos de la tarde.
Nos asoleamos un buen rato sobre las rocas calientes y hasta las tres y media no comenzamos el descenso. Las inclinadas laderas que conducen al glaciar del Requin precisaron cuidado, pues la nieve estaba blanda y en ese estado acuoso que presagia avalanchas. Hastings nos guio a través de la rimaya y, justo cuando estábamos discutiendo la mejor línea para atravesar los seracs, apareció un chamois[17]. Bajó corriendo por la ladera de manera alocada y salvaje, dirigiéndose a la izquierda, hacia las paredes del Dent du Requin. Nosotros fuimos, como siempre, víctimas de la antigua tradición y pensamos que lo mejor que podíamos hacer era seguir sus huellas. Enseguida tuvimos que pasarnos a las rocas y subir y bajar por pedreras interrumpidas por tramos de roca vertical. Al final, volvimos a pasar al glaciar cruzando un serac largo y en un estado de descomposición notable. Era un filo de cuchillo, de unos dos metros y medio de longitud, y presentaba tal estado de decrepitud que esperábamos que se viniera abajo de un momento a otro. Sin embargo, nos sirvió para lo que queríamos y, tras dejarnos deslizar un poco, llegamos a las huellas que habíamos seguido camino del Requin quince días antes. Aunque eran más de las cinco de la tarde, gracias al entrenamiento de llevar dos semanas ejercitando los músculos en los Alpes, seguíamos aspirando a llegar a Montenvers. En aquella ocasión, regresar del Requin nos había llevado diez horas, hasta que llegamos a ese «hogar de fieles»; de aquellas diez horas, no más de una se empleó en paradas voluntarias. Esta vez, algo menos de cuatro horas nos bastaron para llegar a esa bienvenida cabaña y a las nueve menos diez minutos de la noche cuatro hambrientos viajeros azuzaban al señor Simond para que nos agasajara rápidamente con una jugosa cena. Nuestras súplicas, huelga decir, recibieron la más cordial de las atenciones y numerosos amigos se unieron a nuestra fiesta. En las horas del amanecer, un guerrero, equipado para acometer grandes logros, irrumpió en nuestra juerga. Esperaba encontrarse la tenue luz de una simple vela y la espantosa soledad de una habitación desierta, pero, para su asombro, se encontró con una numerosa compañía, la luz de muchos candiles y el continuo ir y venir de arcángeles, es decir, de camareros. Al principio se quedó completamente boquiabierto y pensó que había dormido un día entero y que se acababa de levantar justo a tiempo de la siguiente comida. Al final le aclaramos las cosas explicándole que estábamos tomando la comida de la víspera del mismo modo que él se disponía a tomar el desayuno del día siguiente.