DENT DU REQUIN

Cuatro hombres cansados del viaje[15] llegaron a Montenvers una tarde a las siete en punto, tras treinta y tres horas seguidas de tren y carruaje y, con el entusiasmo de escaladores empedernidos, empezaron a discutir sin demora qué había que hacer al día siguiente. ¿He dicho «empezaron»? No habían hablado de otra cosa durante esas agotadoras treinta y tres horas, y aún no habían llegado a una conclusión satisfactoria. La caminata hasta Montenvers, sin embargo, convenció a tres de los cuatro de que comenzar a las dos de la mañana del día siguiente sería contrario a todos los cánones del montañismo. Por otro lado, se sabía que un tiempo perfecto no debía desperdiciarse y, como concesión a la juventud y energía del grupo, se decidió que la próxima noche acamparíamos al aire libre y que atacaríamos el temible Dent du Requin al día siguiente. La propia sugerencia, aventurada por los susodichos jóvenes llenos de energía, de que podríamos pasar una segunda noche al raso y hacer un doblete, escalando el Requin un día y el Plan al día siguiente, fue recibida con inequívoca aprobación.

Una consulta con el mapa y nuestros recuerdos colectivos de lo que puede verse camino del Col du Géant nos convencieron para acampar sobre unas rocas sin nombre un poco por debajo del Petit Rognon, donde los más optimistas afirmaron que deberíamos encontrar hierba y otros lujos.

Al día siguiente comenzamos los preparativos, apenas terminamos de desayunar, y los miembros de más edad del grupo, con la sabiduría acumulada durante años, contrataron a un porteador para que les llevase el equipaje, pero Hastings, con su hercúlea musculatura y la imprudencia de la juventud, cargó con una mochila enorme y, además, nos mostró tranquilamente el camino hasta el pie de las rocas que llevaban al lugar propuesto para vivaquear.

Desde ese lugar, se hizo manifiesto un intenso deseo de disfrutar de las vistas, tanto del grupo en conjunto como de sus componentes individuales. En las raras ocasiones en las que no estábamos todos sentados sobre una piedra plana admirando lo que nos proponíamos subir, podía verse a cuatro vagabundos esparcidos, apoyados en sus piolets, absortos en la contemplación del glorioso escenario de una empinada pedrera. El progreso era, por tanto, lento, y hasta las dos horas y treinta y cinco minutos de la tarde no llegamos a un agradable vallecito cubierto de hierba. A medida que cada miembro del grupo alcanzaba este diminuto oasis en el desierto de piedras, podía verse cómo contemplaba fatigosamente la inclinada morrena que tenía por encima y luego, dejándose caer sobre el suelo, empezaba a proferir, con una elocuencia de lo más persuasiva, una serie de convincentes razones para acampar en ese lugar concreto.

Al no haber disidentes, se pagó al porteador y se puso en marcha el té de la tarde; luego nos dedicamos a contemplar sin prisas la formidable cumbre que íbamos a atacar. Sentados a la sombra de una gran roca, la examinamos con el telescopio y llegamos a la conclusión de que la ganaríamos sólo si pudiéramos llegar a la arista este en algún punto cercano a la cima. Desde una brecha en esa arista podíamos ver que había una oportuna grieta o chimenea que bajaba hasta un gran pilar que se fundía con la pared de la montaña, a unos ciento cincuenta metros por debajo de la arista. A su izquierda había un nevero de tamaño considerable y nos parecía que, una vez sobre esa nieve, deberíamos tener bastantes probabilidades de éxito. Sin embargo, por debajo de esa nieve, la roca ostentaba, durante un tramo corto, placas lisas y verticales, y parecía dudoso que esa sección pudiera escalarse. Los optimistas tenían confianza en que podría hacerse, pero los pesimistas estaban aún nías convencidos de que eso nos detendría. Entonces, Slingsby sugirió una línea alternativa señalando que, aunque la arista oeste del pico escondía la cara oeste, esa cara, vista desde el Col du Géant, no sólo parecía fácil, sino que, de hecho, había sido escalada por cordadas que la atacaron por ahí. Así que teníamos la vía asegurada al menos hasta el punto en que se unían las aristas sur y oeste. Desde allí, sería aparentemente fácil descender por la arista sur hacia una característica torre de roca coronada por una gran piedra con un aspecto muy similar a un sombrero de tres picos. Que fuera posible descender esa cara hasta algún punto del nevero no era seguro, pero las rocas parecían mucho más favorables que las que había debajo del nevero y, además, las posibilidades de elegir una vía eran mucho mayores. El único inconveniente de esa línea era el rodeo, necesario, y la gran cantidad de roca más o menos difícil que sería necesario atravesar. Sin embargo, se apuntó que nuestro objetivo principal no era la ascensión sino el entrenamiento y que, en consecuencia, sería más una ventaja que otra cosa el tener suficiente terreno rocoso en el que desarrollar nuestra musculatura y quemar lo que el profesor Tyndall denomina las «materias estériles» que la vida inglesa acumula en los músculos. Fuimos incapaces de resistir la fuerza de tales argumentos y nos decidimos a favor de la cara oeste, el descenso desde la arista sur hasta el nevero y volver a ascender a la arista este.

Nuestro siguiente trámite era buscar recovecos apropiados en los que escondernos, en caso de que el tiempo se estropeara, y mullidos y herbosos huecos, en caso de que siguiera siendo bueno. Luego hicimos té y disfrutamos una de esas opíparas comidas con las que Hastings invariablemente nos agasajaba. No hace falta añadir que Slingsby y yo le dimos una vez más al grupo una descripción gráfica de la Aiguille du Plan y las alegrías que sus laderas heladas deparan a los fieles a la montaña. Mientras tanto, el sol, en su caída del cielo, ya resbalaba por la ladera oeste y la fresca brisa del atardecer aconsejó meterse en los sacos de dormir, así que cada uno nos retiramos al rincón elegido y, compadeciéndonos de los pobres infelices amontonados en saturados albergues, no tardamos en disfrutar el sueño más apacible.

A las dos de la madrugada, aproximadamente, Hastings me arrancó de un reparador sueño y luego ambos proferimos una serie de aullidos para despertar a Slingsby y a Collie, que estaban recluidos en remotos e invisibles agujeros. Al final emergieron de la oscuridad y, envueltos en los sacos de dormir, nos dispusimos a desayunar. Pero un desayuno a las dos y media de la mañana, cuando no se está ni mucho menos en buenas condiciones, no suele ser una comida que tenga éxito. Hace falta abundante y cuidadosa preparación antes de alcanzar un estado en el que, a esas horas de la madrugada, se sea capaz de ingerir tres huevos en estado dudoso y disfrutarlos. Mientras bebíamos nuestro té caliente, Slingsby y yo le dimos a nuestros compañeros más detalles interesantes del Plan, al tiempo que Collie interrumpía de tanto en tanto con irrefutables demostraciones de la inferioridad de los Alpes, con propósitos de escalada, respecto a Skye y otras regiones de Escocia.

A las tres y diez de la mañana empezamos a subir por la morrena, siguiendo a Collie, que había explorado esa parte de la vía la tarde anterior. Luego cruzamos una lengua horizontal del glaciar hasta el pie de las laderas más pendientes. Allí encontramos hielo con la inclinación justa para no tener que ir tallando peldaños. En más de una ocasión yo pensé que iba a resbalar y deslizarme hasta la base, pero como el resto del grupo parecía estar pasándolo bastante bien, oculté mis dificultades e hice como que me gustaba. Después ganamos hielo menos inclinado y pudimos elegir entre ir a la izquierda, hacia el centro del glaciar, o seguir por la derecha a lo largo de un valle aparentemente fácil entre el mismo y las rocas de nuestro pico. Por desgracia, yo abrí paso por el aparentemente fácil valle y enseguida me di cuenta de que la cosa no funcionaría por allí. Sin embargo, parecía posible seguir directamente, superando un serac, y alcanzar el glaciar, evitando por tanto desandar nuestros pasos. El serac resultó ser grande y difícil, y tanto Hastings como yo hicimos un intento cada uno antes de tener éxito en subirlo hasta arriba. Su cumbre resultó no ser otra cosa que una península de hielo con grietas en tres lados y una pared vertical de seis a ocho metros en la otra. La parte más baja de esa pared, y la única vulnerable, estaba en el extremo izquierdo y justo sobre una grieta impresionante.

Slingsby talló un escalón y se afianzó sobre él, y yo traté de ascender, pero la falta de entrenamiento se dejó sentir y me vi afectado por la ridícula idea de que un resbalón arrancaría a Slingsby de su sitio. Retrocediendo momentáneamente, Collie se añadió al anclaje. Luego Hastings, firmemente plantado en la esquina, me aupó y, tras un breve forcejeo, gané la parte superior. Tan pronto como el siguiente hubo subido, me desencordé y fui a ver si podríamos alcanzar un tramo del glaciar que fuera practicable. Resultó sencillísimo y un cansado escalador se encontró enseguida reposando sobre la nieve y haciendo devotos y sinceros ruegos para que el avance de sus compañeros fuera lento. No sólo me fue otorgada una respuesta gratificante a mis plegarias, sino que mis compañeros, al llegar, se sentaron de inmediato como si un prolongado alto a las cinco y media de la mañana fuera la cosa más natural y adecuada en unos escaladores entusiastas. Al final, la vergüenza nos puso de pie y subimos trabajosa y solemnemente por la ladera, exhibiendo cada miembro del grupo una conmovedora y agradable modestia, pues todos declinamos el honor de ir el primero.

A las seis y diez de la mañana llegamos a la roca. Yo me empotré con poco juicio en una chimenea y tuve el placer de ver al resto del grupo, encabezado por Collie, subir ligeramente más a la izquierda con facilidad y regocijo. Tras desatascarme de la chimenea, seguí subiendo y descubrí al resto del grupo. Dijeron que me estaban esperando, pero el abandono de sus actitudes sugería que ésa no era toda la verdad. Al ver señales de movimiento, yo propuse almorzar. Esta brillante idea fue recibida con aplausos y todos pretendimos que comíamos. Al final, volvimos a hacer la mochila y escalamos durante otra media hora hasta que llegamos a un montoncito de latas de carne. Decidimos de inmediato que, puesto que era evidente que la costumbre consistía en almorzar en ese lugar, sería radical, por no decir anárquico, romper una norma claramente bendecida por el tiempo. Nos sentamos una vez más y consumimos mermelada de jengibre, chocolate y refrescos ligeros por el estilo. Gracias a este y a otros trucos conseguimos aminorar el paso hasta un punto que estaba en consonancia con nuestra falta de entrenamiento y hasta las ocho y cincuenta minutos de la mañana no ganamos la arista.

Una chimenea vertical, taponada en parte por una gran piedra en su parte alta, fue lo próximo a lo que tuvimos que enfrentarnos. Nos pusimos la cuerda y Hastings me aupó todo lo que pudo. Sin embargo, la piedra grande parecía estar suelta y, por lo demás, no parecía apetecible subirse a ella, así que pensé colarme entre la misma y la roca. El espacio demostró ser insuficiente y tuve que bajar y quitarme la chaqueta, después de lo cual pude pasar con apuros. La chaqueta la dejamos en un agujero seguro hasta que volviéramos a pasar por ahí a la vuelta.

Un poco más allá llegamos a la cresta de la arista sur en el punto en el que se une a la arista principal de la montaña. Justo enfrente se alzaba una torre vertical y, directamente bajo ella, pero aparentemente separada por un escalón liso en la arista, estaba la cumbre. La cara sur de la torre estaba cubierta de hielo en tres grandes bloques, uno encima del otro. Sobre el segundo de los mismos colgaba el extremo de una cuerda que había sido lanzada alrededor de una piedra de aspecto poco seguro y que denotaba la marca máxima alcanzada por el agua en las oleadas de tentativas previas. Alcanzar esa cuerda parecía estar dentro de lo posible si escalábamos una grieta de la pared que teníamos enfrente, pero el mejor plan consistía, aparentemente, en atravesar a la chimenea entre la torre vertical y el pico final. Esta última, supimos más tarde, fue la línea tomada por el grupo de H. G. Morse en sus varios intentos al pico.

Tras consultarlo, no obstante, estuvimos de acuerdo en que el pico final probablemente fuera inaccesible por ese lado, incluso si pudiéramos escalar la torre, y también nos inclinábamos a pensar que el extremo de la cuerda que colgaba de la roca sugería que el interior de la chimenea era una escalera menos cómoda de lo que desearían unos escaladores fatigados. Slingsby, con muy buen criterio, zanjó la discusión yendo en cabeza a lo largo de la arista sur hacia el «sombrero». Esto resultó ser facilísimo y, en el lugar que habíamos visto la tarde anterior, giró a la izquierda y se dirigió hacia el nevero. Unos minutos más tarde nos cerraba el paso una pendiente de piedra suelta tapizada en su mayor parte con una capa de verglás en la que el más mínimo tirón provocaba que cayera una cantidad considerable de material descompuesto. Desde allí nuestra situación resultaba desesperada. La grieta que habíamos visto la noche anterior parecía caer a plomo y ni siquiera parecía posible entrar en ella, pues las rocas que nos separaban de ella eran lisas y desplomadas. Tras discutirlo entre nosotros, con Slingsby aún aferrado a la opinión favorable formada la víspera, se decidió que yo debía ser descolgado todo lo que daba nuestra cuerda ligera (sesenta metros) para echar un vistazo al terreno de más allá del nevero. El descenso demostró ser mucho más fácil de lo que yo había esperado, aunque el hecho de que ninguna presa fuera de fiar, ni siquiera en esos lugares en los que había algo que mereciera el nombre de «presa», me hizo agradecer sobremanera el apoyo moral ofrecido por la cuerda. Inmediatamente por encima de la nieve me topé con una fácil y oportuna travesía sobre roca que se dirigía hacia lo alto del pilar ya mencionado.

Desde ese lugar, la opinión formada la víspera se vio ampliamente justificada. Rocas fáciles permitían acceder a la grieta y ésta, aunque difícil, entraba dentro de los límites de lo posible. Gritando a mis compañeros para que se apresuraran a subir, o mejor dicho, a bajar —mandato que ignoraron de modo manifiesto— elegí un hueco apropiado entre dos rocas y me dispuse a echar una cabezada. Sin embargo, mis sueños se vieron frecuentemente interrumpidos por gritos pidiendo instrucciones por parte del que venía detrás de mí. Se empleó un tiempo considerable en hallar una roca a la que poder fijar la cuerda para ayudar y tranquilizar al último y, en total, se nos fue al menos una hora y media en esos sesenta metros de pared. Mientras Slingsby y Collie estaban atando el extremo de la cuerda fija a una piedra adecuada, para estar seguros de encontrarla a nuestro regreso, Hastings y yo empezamos a subir por las rocas fáciles para entrar en la grieta. Pronto descubrimos que no era nada apetecible y nos volvimos a encordar. Nuestros compañeros nos alcanzaron enseguida y entonces empezamos el ataque en serio.

El primer obstáculo serio lo formaba una placa lisa desprovista de agarres, salvo por una grieta vertical entre la misma y la pared que caía a plomo a nuestra derecha. Esa grieta era en algunos tramos demasiado estrecha para que cupieran los dedos y no ofrecía en ningún punto un agarre realmente satisfactorio. Hastings me dio el habitual paso de hombros seguido de un empujón, pero, debido a la extrema verticalidad de la placa, no caerse hacia atrás resultaba bastante difícil. Por desgracia, el límite superior que yo podía alcanzar con su ayuda quedaba aún a unos dos metros del borde, y se hizo evidente que habría que forcejear bastante para superarla. Es más, resultaba imposible decir si habría agarres en lo alto de la placa. A menos que hubiera una buena presa, nada podría hacerse, pues justo encima de esa placa se elevaba otra roca vertical y la repisa inclinada sobre la que había que subirse no tendría una anchura inferior a medio metro. Hastings, con un arrojo y destreza extraordinarios, logró subir un metro y me dio un empujón con su piolet en los pies, empujón que agradecí sinceramente. Con esa ayuda, eché una mano a la repisa y en su extremo superior encontré una grieta profunda y muy satisfactoria. A pesar de la ayuda que suponía ese agarre, subir un pie a la repisa y luego salir de la grieta y volver a erguirse no resultó nada fácil.

Luego encontramos las típicas chimeneas, diedros y, de tanto en tanto, roca mojada y una tendencia general de la roca a convertirse en extraplomada. En más de un lugar Hastings tuvo que propulsar un par de metros hacia arriba al que iba en cabeza, pero aparte de ese tipo de menudencias, que a ese mismo hombre que iba en cabeza le parecían una manera oportuna y descansada de subir una montaña, no nos topamos con obstáculos serios. Serían cerca de las once y media de la mañana cuando llegamos a la ventana de la arista este y nos encontramos a corta distancia de la cima.

A nuestra derecha, una aguja nos tapaba la vista; a la izquierda, un afilado borde de granito ascendía unos cinco metros y luego acababa contra una torre cuadrada. Considerado en conjunto, parecía imponente, y todos estuvimos de acuerdo en que era deseable hacer una parada. Sin embargo, pronto se hizo evidente que no vale la pena vivir si se trata de estar sentado en una roca inclinada en un ángulo de cuarenta y cinco grados sobre la que te sujetas colgado de protuberancias mal colocadas; tampoco mejora mucho el panorama si cambias esa postura por otra que implique sentarse a horcajadas en una hendidura en forma de «V». Esas incomodidades hicieron que no tardáramos en llegar a la conclusión de que no había tiempo que perder y que más nos valía ver qué podía hacerse con la afilada arista y la torre de más allá.

La arista resultó ser más fácil de lo que esperábamos. Con los dedos en un lado y las palmas de la mano en el otro, y el agarre que podía lograrse sujetándola entre las rodillas, el progreso, si bien no era lo que se dice elegante, resultó bastante fácil hasta el pie de la torre. Más allá era necesario trepar de manera un tanto deslucida. Sujetos exclusivamente por el agarre de los dedos en un borde afilado que no era ni mucho menos horizontal, había que estirar la pierna derecha al máximo, hasta que una repisita inclinada ofrecía algún apoyo para el pie. La mano derecha debía dejar luego su agarre en el borde y, estirándola hasta donde alcanzaba, palpar una rebaba vertical en la torre. Una vez encontrado el lugar más deseable de esa rebaba, el borde afilado, única presa fiable al alcance, se tenía que abandonar definitivamente, y pasar el peso al pie derecho. Todo el proceso implicaba mucha delicadeza, pues la presa para el pie era tan precaria que cualquier error de cálculo de equilibrio habría supuesto inevitablemente un resbalón. La pared que queda justo por debajo cae marcadamente a plomo, incluso para lo que son las agujas de Chamonix, y no me atrevo a decir cuántos cientos de metros tenía, según el cálculo del científico del grupo.

El paso siguiente no parecía mucho más fácil. La rebaba mencionada, con una o dos rugosidades similares, era el único medio que permitía sujetarse. Haciendo pinza con el pulgar y los dedos y restregando los pies contra el rugoso granito, conseguí suficiente fuerza propulsora para ir subiendo centímetro a centímetro. Por suerte, la roca estaba agradablemente caliente y los gritos de Hastings me confortaban. Así, poquito a poco, las dificultades cedieron y un jadeante escalador acabó alcanzando la cuadrada cima de la torre.

El resto del grupo no tardó en seguir y una vez más nos dimos el gusto de hacer una paradita para asoleamos. De nuevo en marcha, enseguida nos topamos con una gran profusión de ese tipo de grietas en la roca conocida entre los habituales de Montenvers como «buzón». En el caso que nos ocupa, la red postal la componían tres de esas hendiduras, siendo la de la izquierda la más formidable, y la de la derecha, la más fácil. Yo hice una inspección preliminar de la del centro, pues no parecía del todo seguro que la de la derecha llevara a la arista superior. Sin embargo, resultó ser especialmente difícil y el sabio venerable del grupo aconsejó una investigación previa de la fácil de la derecha. Una vez ascendida vi que, con un paso largo para bordear un inoportuno diedro, llegaría a la parte superior del buzón central y, desde ese punto, no habría dificultades importantes para volver a ganar la arista.

Justo enfrente se alzaba la torre final. Era claramente inexpugnable a un asalto directo y, a primera vista, parecía como si fuéramos a ser derrotados a seis metros de la cumbre. Una segunda ojeada, sin embargo, reveló una laja separada a la izquierda que parecía ofrecer inequívocas posibilidades de éxito y, al avanzar para atacarla, se desplegó ante nuestra encantada vista una vía fácil y oportuna a la derecha. Esta última nos conducía al borde de una laja separada desde lo alto, de la cual, el borde de una segunda laja, más vertical y más afilada, daba acceso a la cumbre. Para subirla tuvieron que sufrir un poco nuestros dedos y nuestra ropa, pero la cercanía de la cumbre nos endureció ante los males menores de la vida y, algunos minutos más tarde, estábamos desgañitándonos a gritos en el punto más alto.

Aunque habíamos dejado atrás las provisiones, Hastings sacó de sus bolsillos ingredientes para una opípara comida y nos festejamos con un gran surtido de golosinas. La mitad del grupo se dispuso luego a disfrutar del dulce placer del tabaco y la otra mitad cayó peligrosamente en un sueño pesado y profundo. Tras habernos repuesto mediante métodos tan sensatos, levantamos un hito con las pocas piedras disponibles y luego, con la sensación de que habíamos cumplido nuestra labor, contemplamos los grandes picos y nos regocijamos con la gloriosa masa de luz reflejada desde los vastos neveros que por todos lados nos rodeaban.

Como habíamos ido desperdigando nuestros piolets, las mochilas, la cuerda de repuesto, etc., por diversas rocas a lo largo de nuestra línea de ascenso, era esencial que regresáramos por el mismo camino, pues de lo contrario habríamos caído en la tentación de atajar hasta el lugar donde converge la arista principal con la sur. La cumbre de la gran torre era, según podíamos ver, fácilmente accesible e, incluso si la chimenea entre ella y la masa de la montaña resultara impracticable, un pitón y la cuerda hubieran resuelto fácilmente tal dificultad. Desgraciadamente, no podíamos abandonar nuestro equipaje y estábamos, por tanto, obligados a seguir la vía que habíamos tomado para subir.

A las dos y veinte minutos de la tarde dejamos la cumbre y enseguida estuvimos en lo alto de la torre, sobre la ventana. Hastings sacó rápidamente un pitón, que clavó en una grieta adecuada para ayudar al que bajara en último lugar. Ganada de nuevo la ventana, echamos una mirada de despedida a la arista y comenzamos a bajar por la chimenea. En el primer tramo difícil amarramos la cuerda y me encantó ver lo fácil que resultaba descender. Sin embargo, mi encanto cambió ligeramente cuando, tras pasar diez minutos tratando de soltar la cuerda, tuve que volver a subir para desengancharla. Este procedimiento nos pareció al tiempo cansado y capaz de enojarnos, si se repetía a menudo, por lo que, al alcanzar el segundo mauvais pas, Hastings fue utilizado una vez más como escalera y destrepamos con los sencillos métodos de mi juventud.

Alcanzamos el nevero a las cuatro y cinco minutos de la tarde y, para ganar tiempo, decidimos subir con una cuerda y confiar en la suerte y en la protección que ofrecía la pared para escapar de las piedras que seguramente caerían. A mí se me asignó, felizmente, el papel de líder. Digo felizmente porque, cuando se trata de piedras, coincido de lleno con la máxima bíblica de que «bienaventurados los que dan, más que los que reciben». Mi generosidad en esta ocasión fue grande pero, como ocurre con frecuencia, esa generosidad no implicó los sentimientos de cariño deseados por parte del resto del grupo. Sin embargo, debo exceptuar a Collie, quien, como último de la cordada, no sólo disfrutó de los obuses que lancé yo, sino que recibió, además, los que fue tirando el resto de los miembros del grupo. Por lo que yo pueda juzgar, se lo pasó estupendamente esquivándolos y, cuando no estaba ocupado en ello, observaba nuestros movimientos con calma y una compostura saludable desde incómodas repisas llenas de piedra suelta.

Al volver a ganar la arista sur a las cinco y cinco minutos de la tarde, corrimos por ella hasta el lugar donde ésta se junta con la arista principal y, ayudado por Hastings, me metí en el agujero y recuperé mi chaqueta que, en el frío del atardecer, fue muy bienvenida. Luego abrimos las mochilas e hicimos una breve parada. Nos volvimos a encordar con Slingsby en último lugar y pronto descubrimos que la nieve estaba tan papa e inestable que habría que caminar con el máximo cuidado. Nuestras esperanzas de bajar corriendo hasta el glaciar se vinieron abajo y hasta las seis y veinticinco de la tarde no llegamos a la rimaya.

Slingsby lo cruzó bien, pero cuando continuó Hastings, el destartalado serac emitió un crujido y tembló, y un gran trozo del mismo se cayó a las profundidades de la grieta. Por suerte, el serac se tranquilizó un poco después de esta manifestación de mal humor y pudimos pasar al glaciar. Las grietas tenían unos puentes bastante malos y nos vimos forzados a abandonar nuestras huellas de la mañana para encontrar un camino más seguro. La noche llegó deprisa y en mi cabeza empezó a flotar la sospecha de que tendríamos que improvisar un vivac sobre la nieve. Sin embargo, Slingsby estuvo inspirado y, fuera de nuestras huellas de la mañana, que nos habrían hecho bajar por una gran ladera de hielo sobre la que el espesor de la nieve variaba entre diez y veinte centímetros y que, en el estado en el que se encontraba, hubiera supuesto un gran peligro de avalanchas, se dirigió audazmente hacia la derecha y desenmarañó una compleja serie de obstáculos con la misma facilidad con la que un mortal ordinario lo hubiera hecho a plena luz del día. Pero, al final, se vio detenido por una pared vertical que, aparentemente, constituía el borde entre el mundo y el vacío. Mirar una gran pared de hielo en la oscuridad total y con un silencio absoluto tiene algo de extraño e impresionante. La sensación de profundidad ilimitada y misterio parece llenarlo todo. La luz de nuestro candil era incapaz de perforar la oscuridad y el desánimo estaba empezando a apoderarse de nosotros. Ya nos estábamos haciendo a la idea de una noche sobre la nieve, cuando un claro entre las nubes dejó que un destello de luz de luna cayera sobre el glaciar y revelara la existencia de tierra firme, o mejor dicho de glaciar, unos quince metros más abajo y accesible por una especie de península de hielo. La luna, tras habernos hecho este favor, tuvo la falta de delicadeza de volverse a esconder y de dejarle a Slingsby la desagradable tarea de tallar en una pendiente de nieve casi vertical con una grieta anchísima en su base y con la única ayuda de la luz que emite un candil plegable. Nuestro líder, sin embargo, parecía estar disfrutando a fondo con la tarea y los pioletazos se escuchaban cada vez más distantes y, uno tras otro, mis compañeros desaparecieron en la oscuridad. Por fin me llegó la penosa obligación de seguir. Alegres voces que venían de la oscuridad me decían que era facilísimo, pero en este caso debo discrepar enérgicamente. Los grandes peldaños del tamaño de cubos de carbón, que me aseguraron que había en abundancia, me parecieron meros arañazos en una nieve suelta y podrida, mientras que los muy ensalzados agarres para las manos se rompían al más mínimo esfuerzo y no servían para otra cosa que para llenarme los bolsillos de trocitos de hielo. Sin embargo, logré alcanzar un lugar donde Collie, al otro lado de una grieta y armado de un piolet anormalmente largo, pudo empujarme con su punta, y fue de esta dolorosa e indigna manera como llegué, cubierto de nieve y empapado, a una pequeña cresta de hielo entre dos profundas grietas.

Mientras tanto, Slingsby se había vuelto a poner en marcha en la oscuridad sobre un estrecho pasillo de hielo con profundos abismos a cada lado. Después de seguir sus pasos y rodear varios obstáculos más, un corto descenso nos puso en la parte más llana del glaciar y comenzamos a alegrarnos con la esperanza cierta de llegar a los sacos de dormir y a una sopa caliente.

Los recuerdos combinados de Slingsby y Collie nos sacaron del glaciar a la pequeña morrena en el lugar preciso, y evitamos todas las dificultades que habíamos encontrado en sus alrededores esa mañana. Con la sensación de que casi habíamos terminado el trabajo, nos detuvimos unos minutos y tratamos de decidir a dónde iríamos a continuación. A nuestra derecha podíamos ver graneles y amenazantes seracs, a la izquierda había una ladera de hielo que caía a plomo hacia una oscuridad total. Mediante el procedimiento de exclusión decidimos, por tanto, que nuestra ruta debía ser seguir recto y, como recordábamos que la lengua de hielo tenía mucha pendiente incluso de día, empleamos nuestra parada para ponernos clavos largos en las botas.

Al tratar de descender, descubrimos que el hielo ganaba verticalidad rápidamente y algún miembro del grupo protestó diciendo que ése no era el camino por el que habíamos subido. Entonces, Slingsby se desencordó y demostró que no había posibilidad de ir más allá en esa dirección.

A continuación cruzamos una pequeña grieta a nuestra izquierda, pero pronto volvimos a trepar asustados por los grandes seracs, seracs por los que todos estábamos dispuestos a jurar que no habíamos pasado esa mañana. Slingsby, sin embargo, aún desencordado, volvió a escudriñar entre los seracs y esta vez nos gritó que siguiéramos. Pronto los grandes y amenazantes seracs pasaron a no ser otra cosa que ficciones de la oscuridad y se vieron reducidos a meros montecillos de hielo, y los grandes abismos, a canales de agua o regueros de glaciar cubiertos de arena.

Gracias a los clavos que nos habíamos atornillado en las suelas descendimos la lengua de hielo con una facilidad aceptable, alcanzamos la zona plana del glaciar y caminamos tambaleándonos hasta nuestro campamento, donde llegamos un cuarto de hora antes de la media noche.

Allí, Hastings y yo, conscientes de lo incómodo que es hacer la mochila a la luz del candil y de la ventaja que supone que otro te lleve el equipaje, hicimos varios comentarios sibilinos acerca de las delicias del saco de dormir. Tan embelesadora era la escena que describimos que Collie declaró su intención de no ir más allá y Slingsby también se apuntó gracias a mi generosa oferta de dejarle mi saco de dormir para que lo usara de colchón. Habiéndonos librado de esta manera tan ingeniosa de la necesidad de llevar mi saco, yo me sentí capaz de descender hasta Montenvers y como Hastings le había ofrecido con la misma generosidad su saco a Collie, ambos bajamos las pedreras y cascadas de agua que conducen al glaciar. Queriendo evitar la necesidad de saltar innumerables grietas, sugerí bajar por la vía de los guías de Chamonix hasta los seracs del Gigante. El año anterior yo la había bajado sin saltar una sola grieta y tanto Hastings como yo estuvimos de acuerdo en que, siendo así, bien merecía la pena dar un rodeo de media hora. Pero, lo que son las cosas, al llegar al lugar donde en 1892 un terraplén continuo unía el sistema de grietas del Tacul con el de Trélaporte, descubrimos que ambos sistemas se habían dado la mano, y la hora y media que siguió la pasamos saltando y rodeando grietas y corriendo sobre cantos de cuchillo, con lo que no llegamos a Montenvers hasta las cuatro y media de la madrugada. La puerta estaba cerrada, pero la ventana de la sala de fumar, abierta, y, tras resolver ese bien conocido problema, nos llenamos los bolsillos de galletas y nos retiramos a nuestras respectivas habitaciones.