EL GRÉPON

UN PICO INACCESIBLE. LA ESCALADA MÁS DIFÍCIL DE LOS ALPES. UN DÍA TRANQUILO PARA UNA DAMA

Desde la cumbre de los Charmoz en 1880, el Grépon me pareció equiparable al propio Géant en cuanto a la salvaje grandeza de sus paredes. La arista, desde ese lugar, parecía completamente infranqueable. Grandes torres, compuestas por bloques de treinta metros o más de granito macizo, parecían impedir cualquier posibilidad de avance. Nosotros habíamos examinado previamente las paredes de la cara de Nantillons con un telescopio y parecía que eran casi verticales, si no totalmente, y con esa formación particularmente difícil a la que los guías alemanes se refieren como abgeschnitten, es decir, truncada. Estando, de todos modos, seguros de que debía de haber alguna manera, a fuerza de descartes llegamos a la conclusión de que ésta se encontraría en la cara que da a la Mer de Glace. En consecuencia, decidimos hacer nuestro primer asalto por ese lado.

Camino de la Verte desde el glaciar de Charpoua, Burgener y yo dedicamos nuestras paradas al cuidadoso estudio de esa cara este. Descubrimos unas chimeneas excelentes en la cumbre, buenos corredores de nieve más abajo y el ojo de la fe pudo, con algún esfuerzo, distinguir amables fisuras, aristas y travesías que conectaban un sistema con otro. Habiendo ideado de ese modo una vía magnífica —asumiendo que el ojo de la fe sea de fiar—, decidimos ponerla en práctica. Así, el primer día de agosto de 1881, nos reunimos en el salón del Hotel Montenvers a la una de la madrugada. Burgener, por desgracia, se encontraba bastante mal y hubo que administrarle algunas dosis de chartreuse y brandy antes de que pudiera incorporarse. Algo retrasados por esto, dieron ya las dos de la mañana antes de que empezáramos. Pasamos el resto de la noche forcejeando penosamente entre las interminables piedras y grietas atascadas por la morrena. Después de rodear el promontorio de Trélaporte, dejamos la Mer de Glace y ascendimos hacia unas repisas herbosas. Seguimos por ellas, yendo siempre hacia la izquierda, hasta llegar al glaciar de Trélaporte. Desde ese glaciar habíamos visto, en nuestra previa inspección desde la Verte, que hay tres couloirs que llevan a la montaña. Nuestras preferencias se habían fijado en el del centro, pues fue el que nos pareció, desde todos los puntos de vista, el más adecuado para nuestra empresa.

Al alcanzar su base, descubrimos un serio inconveniente: era totalmente imposible entrar en él. La rimaya no tenía puente, su labio superior estaba seis u ocho metros más alto que el inferior y más de treinta metros por encima de una masa de escombros, único lugar sobre el que se podía cruzar la grieta. Las rocas a cada lado eran lisas e inexpugnables, así que nos vimos obligados a abandonar el couloir que habíamos elegido. Atravesamos por tanto a la izquierda para ver si el couloir siguiente era más favorable. Descubrimos que mientras el labio superior de la rimaya era igual de infranqueable, el hielo en el couloir se había encogido tanto en la roca que quedaba una especie de chimenea vertical por la que, pensó Burgener, se podía forzar el paso. En consecuencia, Venetz fue descolgado dentro de la rimaya y, tras cruzarla sobre un puente de deyecciones de hielo, atacó la chimenea. No había escalado más de tres metros cuando se encontró atascado e incapaz de moverse hacia arriba o hacia abajo. El puente de deyecciones no iba directamente al pie de la chimenea, sino que dejaba una sima muy bien ubicada para que él se cayera dentro, y su situación parecía extremadamente crítica. Burgener, viendo la necesidad de acción inmediata, echó mano de la cuerda de repuesto y, sin perder tiempo en encordarse, me apremió para que lo descolgara dentro de la rimaya. Trepó rápidamente por el caótico montón de residuos de bloques de hielo y enseguida pudo dispensar a Venetz la ayuda que precisaba. Este ultimo, tras una breve pausa sobre el hombro de Burgener, logró empotrar con éxito su piolet entre las rocas y el hielo y, utilizándolo luego como apoyo para el pie, fue capaz de ganar una repisa de roca sobre la que apoyarse bastante bien. Luego le lancé a Burgener el extremo de la cuerda con la que había estado escalando Burgener, quien, tan pronto como se hubo atado a ella, subió hasta la repisa. Mientras tanto, yo había fijado uno de nuestros piolets en la nieve y, tras atarle un tramo corto de cuerda, me deslicé hasta el puente y crucé hasta el pie de la chimenea donde ya me estaba esperando una cuerda. La roca hacía daño y estaba tan helada que fue grande mi deleite al alcanzar lo alto de la chimenea y poder reunirme con los guías para tratar de frotarnos los dedos y devolverles un poco de vida.

Un terreno rocoso medianamente fácil nos permitió luego progresar deprisa. Un pequeño torrente que también utilizaba esas rocas como senda, aunque en dirección opuesta, nos sometía de tanto en tanto a una ducha. Al cabo de cierto tiempo se nos antojó que podíamos pasar sin los placeres de una ducha y regresamos a nuestra derecha, pasando sobre la nieve del couloir. Seguimos por ella hasta que sus paredes empezaron a cerrarse a ambos lados de una manera tan desagradable que temimos no poder salir de ellas si seguíamos ascendiendo. Desviándonos hacia nuestra izquierda nos hicimos, tras muchas dificultades, un hueco en la pared y pudimos ascender con una facilidad aceptable durante unas decenas de metros. Luego nos vimos enfrentados a una placa infranqueable que bloqueaba o, más bien, ponía fin al couloir que habíamos estado subiendo y nos vimos obligados a escapar atravesando a nuestra izquierda a lo largo de su desplomado borde inferior. Nos sujetábamos sobre todo agarrando el borde inferior de esa placa y haciendo pinza con los dedos de las manos mientras apoyábamos los pies en la placa inmediatamente inferior de una manera que sugería que casi podíamos habernos dejado en casa unos apéndices tan inútiles. Una vez superada esta dificultad, unos cuantos metros de agradable trepada nos dejaron en lo alto de la gran torre roja que desde la Mer de Glace forma un objeto bastante conspicuo.

Era obvio que, aunque lleváramos ocho horas en marcha, apenas habíamos empezado la auténtica escalada y nos detuvimos para decidir si la tentativa merecía continuar aquel esfuerzo o no. El collado entre el Grépon y los Charmoz parecía accesible, y acaso también podía forzarse un paso hasta la brecha, entre la cima y la torre que ahora se conoce como Pico Balfour. Sin embargo, sabíamos que cada uno de esos lugares era más accesible desde el glaciar de Nantillons. Nuestro objetivo había sido forzar una ascensión directa por la pared, evitando así las dificultades de la arista. Esto, veíamos ahora, quedaba casi descartado. Burgener expresó su disposición a continuar, pero añadió que requeriría, obligatoriamente, que durmiéramos sobre las rocas. Las provisiones eran demasiado exiguas para que la tentativa fuera apetecible y, tras estar parados una hora, la opinión general estuvo claramente a favor del descenso.

Regresamos por el camino por el que habíamos ascendido, variando sólo nuestra ruta cuando llegamos al glaciar de Trélaporte. En lugar de bajar el glaciar y los neveros inferiores hasta la morrena de la Mer de Glace, nos mantuvimos a nuestra izquierda y utilizamos como paso el gran portillo (la hendidura del profesor Tyndall), reduciendo así el número de piedras sueltas que teníamos que atravesar antes de llegar a Montenvers.

La idea de que la Mer de Glace era la auténtica línea de ataque no sobrevivió a esta expedición. Una vez más, decidimos desviar nuestra atención al lado de Nantillons y, para empezar, a tratar de ganar la arista desde el collado entre los Charmoz y el Grépon. No se nos ocurrió que el camino más fácil al glaciar de Nantillons hubiera sido atravesar los pilares inferiores de los Pequeños Charmoz desde el refugio de Montenvers, la ruta que se toma siempre ahora, pero, en nuestra ignorancia, descendimos hasta Chamonix como fase preliminar del asalto.

Así, el 3 de agosto, fui arrojado sin contemplaciones de mi cama a la una y media de la madrugada y se me informó de que no había ni una nube ni un jirón de niebla que excusara la pereza o el amor por el letargo, por lo que, injuriando a guías, montañas y salidas tempranas, me vestí y bajé al frío y desapacible salón. Entonces vi que no había ni té caliente para el señor ni desayuno para los guías. Sin duda la justa retribución otorgada por la Providencia (o por monsieur Couttet) a los que llevaban guías suizos a Chamonix.

Al principio nos movíamos muy despacio, pues el avance con un candil de botella resulta bastante engorroso. Felizmente, antes de que la pérdida de tiempo se hiciera realmente seria. Venetz aprovechó una roca lisa con unas zarzas entrelazadas para caerse de bruces: nadie sabía exactamente dónde había caído, aunque, gracias a algunos comentarios que dejó escapar, yo deduje que era una de las menos deseables moradas del infierno. Cuando reapareció ya no había candil y pudimos avanzar mejor, hasta que, tras una fatigosa caminata, alcanzamos el glaciar de Nantillons.

No nos gustaba mucho la idea de repetir la travesía por la que habíamos ganado las laderas superiores en nuestro camino a los Charmoz, así que nos detuvimos y buscamos un método mejor para rodear la cascada de hielo. Una profunda lengua de glaciar entre las paredes de los Charmoz y el pilar de roca que se proyecta desde el Blaitière parecía ofrecer una línea de ascenso fácil y bastante segura, y decidimos a su favor de manera unánime.

Una vez zanjado este asunto previo a la faena que teníamos para ese día, trepamos hasta el pie de la lengua. Ascendimos derechos y vimos que tenía una pendiente que hacía necesario tallar peldaños profundos continuamente. El proceso resultaba tedioso y, para gran disgusto de Burgener, una cordada que se dirigía a la Blaitière nos estaba alcanzando, rápidamente, por las fáciles rocas de nuestra derecha.[9] Nuestro líder empleó todas sus energías y, gracias a unos ímprobos esfuerzos, logró alcanzar el glaciar superior al mismo tiempo que la otra cordada. Vio que iban dirigidos por un bien conocido guía del Oberland, que no podía jactarse de ser un líder sensato. Fuimos juntos hasta el pie del couloir que asciende al collado entre los Charmoz y el Grépon. Allí, divergieron nuestros caminos, así que con mutuas despedidas y deseándonos unos a los otros todo tipo de suerte y de éxito, nos separamos, no sin que antes el oberlandés le diera a Burgener muchos consejos buenos y terminara sugiriéndole encarecidamente que abandonara el intento, «porque», decía, «yo la he intentado y donde yo he fallado no hay ningún otro que pueda tener éxito». Burgener se vio muy motivado por esa perorata y supe, gracias a un torrente de patois que aquí no se puede repetir, que nuestra suerte estaba echada y que, incluso pasar el resto de nuestras vidas en la montaña (o matarnos en ella) sería, en su opinión, preferible a darse la vuelta entre las mofas y befas de aquel incrédulo.

Tras encontrar una roca que nos protegía de las caídas de piedras, nos detuvimos para un segundo desayuno. Al continuar con el ascenso, nos encontramos con que el couloir; si bien no estaba completamente libre de las caídas de piedras, era bastante fácil, y hasta que no estuvimos a unos veinte metros por debajo del collado, cuando atravesamos a la derecha y asaltamos una gran placa, no nos topamos con nuestra primera dificultad seria y no nos pareció necesario encordarnos. Tanto Venetz como yo hicimos varios intentos, pero tan pronto como pasábamos más allá del seguro y eficaz apoyo del piolet de Burgener, el progreso hacia arriba se volvía imposible y, aunque llegábamos a lugares que apenas quedaban a un metro de rocas fáciles y con agarres, en cada intento nos veíamos obligados a darnos la vuelta. Mientras seguíamos dudando si un ataque más decidido no seria capaz de doblegar a nuestro enemigo, Venetz destrepó sabiamente, volviendo a meterse en el couloir y en dirección al collado, para ver si podía descubrir un trazado más apropiado. No tardó en llamarnos para que le siguiéramos y, dejando a Burgener para que recogiera la cuerda y la mochila, yo rodeé y me encontré a Venetz subido a unos tres metros sobre una enorme placa. Esta placa descansa como un pilar sobre la gran roca cuadrada que cierra el collado en el lado del Grépon con un muro vertical. Su pie, accesible por una ancha y cómoda repisa, está a unos seis metros por debajo del collado, mientras que su parte superior conduce al pie de un corto corredor en lo alto del cual hay un curioso agujero en la arista bautizado por Burgener como el Kanones Loch, el agujero del cañón.[10] Si conseguíamos llegar a ese punto, alcanzaríamos la cumbre.

Tan pronto como Burgener trajo la cuerda y la mochila. Venetz se encordó y se metió en faena. En uno o dos lugares el progreso fue muy difícil, pues la grieta era por un lado demasiado ancha como para permitir agarrarse y, por el otro, forzaba al escalador a salir a la placa. Más tarde vi que, en el paso más comprometido, al tener yo más envergadura, podía agarrarme a una pequeña protuberancia con un dedo, pero cómo consiguió subir Venetz, cuyo alcance es por lo menos treinta centímetros más corto que el mío, es algo que nunca me he podido explicar. En el siguiente tramo, la fisura se estrechaba y una piedra se había empotrado de manera muy conveniente justo donde se la necesitaba; más allá, el lado derecho de la fisura se cuarteaba y resultó relativamente fácil ir superándose hasta lo alto de la placa, donde un estrecho pero nada difícil pasaje nos condujo a la chimenea que subía hacia el agujero en la arista. Encontramos ese agujero o portal, protegido por un gran bloque de roca, tan suelto que un roce descuidado lo habría sacado de su sitio con graves consecuencias, y el impertinente viajero habría sido arrojado al glaciar Nantillons. Colándonos por él, plantamos los pies en una pequeña plataforma cubierta con los restos de roca resquebrajados por el hielo.

Entonces Burgener propuso, entre el reverente y agradecido silencio de la compañía, que debería procederse a las libaciones de rigor de una botella de champán. Una vez observada convenientemente esta ceremonia religiosa (la manera occidental, supongo, en la que un pío budista ofrecería sus oraciones al alcanzar la cresta de algún paso tibetano), nos dispusimos a atacar una pequeña hendidura que se desplomaba sobre la Mer de Glace y cuya parte superior se encontraba astutamente protegida de nuestro asalto por una roca sobresaliente. Por encima, nos vimos en una suerte de grieta como las de los glaciares, pero en esta ocasión de granito y que, por lo que pudimos ver, no tenía fondo, con lo que tuvimos que izarnos con nuestras rodillas contra un lado y la espalda contra el otro. Burgener, en este punto, exhibió una inquietud lamentable y sus «Herr Gott!, geben Sie acht!» («¡Dios mío, ten piedad de nosotros!») sonaban a súplica al borde de las lágrimas. Cuando emergí a la luz, comprendí su ansiedad. ¿No estaba la mochila en mi espalda y no había varias botellas de champán en la mochila?

Después nos asomamos audazmente a la cara de Nantillons, donde una enorme laja de roca se separaba de la montaña cerca de medio metro, dejando un borde afilado como un cuchillo, destructivo para dedos, pantalones y epidermis, pero que permitía un agarre firme y seguro. Esto nos condujo a una espaciosa plataforma desde la que una trepada de unos seis metros nos dejó en la puntiaguda cumbre norte. Burgener, abnegadamente, se ofreció voluntario para descender y lanzarme una piedra con la que derribar la punta de la montaña, pero la agradable ilusión de que era yo quien iba a ocupar el cómodo asiento quedó descartada enseguida. Venetz acarreó piedras en cantidades considerables y levantamos un hombre de piedra (que es como nombran en Chamonix a los hitos) si bien, teniendo en cuenta su edad y su tamaño, tal vez debiéramos llamarlo un bebé de piedra. Luego sacamos un gran pañuelo rojo y el bebé fue envuelto decorosamente en él a modo de atavío festivo. Finalizados esos deberes, destrepamos en parte y en parte nos dejamos resbalar de nuevo hasta la gran plataforma y nos dispusimos a tomar el sol, con la sensación de que habíamos acabado el trabajo, ganado nuestra cumbre y que podíamos deleitarnos al calor del astro rey con la gloriosa vista del paisaje.

Esa noche mis sueños se vieron turbados por la visión de una gran torre cuadrada, la gran torre cuadrada que en el otro extremo de la arista cimera descargaba sus espaldas por encima de las nieves del Col du Géant, y aunque los guías mantenían tercamente que nuestro pico era el más alto, yo sentía que debería olvidarme para siempre del placer de una conciencia tranquila y sin remordimientos si no escalaba esa torre. Después de desayunar, busqué a Burgener, pero descubrí que estaba impresentable, pues una porción esencial de su vestimenta se mostraba dañada de tal modo que fueron imprescindibles prolongados trabajos del sastre local para que apareciera en público. Sin embargo, en respuesta a mis urgentes súplicas, Venetz se retiró a la cama y Burgener emergió resplandeciente en los ropajes de éste último.

Resultó que Burgener debía estar en Martigny a la mañana siguiente, de manera que, para darle tiempo a nuestro regreso del Grépon para que pasara en coche la Tête Noire, resolvimos llegar esa misma noche a los chalets de Blaitiére-Dessous y salir temprano. El sastre hizo puntualmente su labor y dejó salir a Venetz: a eso de las cuatro en punto, con la ayuda de un mozo, partimos hacia el chalet.

Nos pusimos en marcha a las dos de la mañana del día siguiente y, siguiendo la ruta que hemos descrito más arriba, alcanzamos la base de la primera cumbre. Pasando a la derecha de ésta, destrepamos un escalón de cinco metros y escalamos por rocas lisas hasta el borde de la gran hendidura que divide la arista cimera en dos tramos iguales. Tras cuidadoso examen, como no parecía haber otro método de descenso, fijamos nuestra cuerda de repuesto después de haber atado antes dos o tres nudos a intervalos adecuados. Venetz fue el primero en bajar y, después de una breve inspección, nos llamó para que continuáramos. Luego descendió Burgener y yo cerré la cordada en compañía de la mochila y un piolet. Los primeros seis metros me resultaron muy fáciles y luego empecé a pensar que la cuerda del Club Alpino es demasiado fina para este tipo de trabajos y noté un curioso e inexplicable incremento en mi peso. Para añadir uno más a esa serie de problemas, el piolet que llevaba colgado del brazo con una cinta se enganchó en una grieta y rompió la cinta. Por suerte, con un rápido tirón, logré atraparlo con la mano izquierda. Sin embargo, esta actuación excitó mucho a Burgener, quien, incapaz de ver lo que había ocurrido, pensó que su cliente, y no sólo el piolet, estaba contemplando un descenso rápido a la Mer de Glace. Recuperados del susto merced a una tranquila consideración con el contenido de cierta petaca, partimos en búsqueda de Venetz, quien se había llevado la única cuerda que nos quedaba. Una laja muy adecuada se había separado de la montaña en la cara de Nantillons y ofrecía un camino en zigzag bastante fácil hasta lo alto de la torre que cierra la gran hendidura en ese lado.

Allí encontramos peculiarmente bien desarrollada una de las muchas excelencias del Grépon. En la cara de la Mer de Glace, de tres a seis metros por debajo de la arista, un ancho camino, apropiado para carros, bicicletas o vehículos similares, nos llevó directamente a una evidente chimenea por la que vencimos fácilmente la última brecha, evitándonos así la necesidad de seguir la arista y tener que subir y bajar por sus muchas irregularidades. Es cierto que ese apetecible paseo sólo podía llevarse a cabo tras rodear un diedro algo aparatoso y que mi compañero consideró difícil, y su continuidad se interrumpía en otro punto por un resalte que le forzaba a uno a poner su centro de gravedad sobre la Mer de Glace más de lo que resultaba agradable. Pero salvo el paso de esos insignificantes obstáculos, pudimos caminar uno junto al otro a lo largo de un tramo de la montaña que esperábamos hubiera sido tan formidable y difícil como cualquiera de los que ya nos habíamos encontrado. Al alcanzar la última brecha, nos reunimos con Venetz y procedimos a examinar la torre final.

Era, desde luego, una de las rocas más inexpugnables en la que haya posado los ojos. A diferencia del resto del pico, era suave al tacto, y sus cantos rectos no ofrecían agarre de tipo alguno. Cierto es que el bloque estaba fracturado desde arriba hasta abajo, pero la grieta, de una anchura de diez o doce centímetros, tenía unos bordes tan suaves que parecía que los había labrado un maestro cantero y no tenía ninguno de esos recovecos o irregularidades que no es raro encontrar en ese tipo de grietas. Faltaba hasta la peligrosa ayuda de una piedra medio suelta encajada con dudosa seguridad entre las paredes de la hendidura. A todo esto había que añadir una gran roca desplomada en la parte superior que hubiera precisado de un gran esfuerzo para superarla, justo cuando el escalador estaría más cansado.

Bajo esas circunstancias, Burgener y yo comenzamos a tratar de pasar una cuerda por encima, mediante repetidos lanzamientos, mientras que Venetz reposaba en graciosa postura disfrutando de una pipa tranquila. Tras muchos esfuerzos, en el curso de los cuales tanto Burgener como yo casi conseguimos caernos a la Mer de Glace al fracasar miserablemente en nuestros intentos de pasar la cuerda, nos volvimos virtuosos y decidimos que la roca debía escalarse por los métodos limpios de una guerra decorosa. Para ello, despertamos a Venetz a golpecitos de piolet (a estas alturas estaba gozando de una pacífica cabezadita), y luego nos preparamos para la crucial batalla.

Nuestras operaciones de lanzamiento de cuerda habían sido llevadas a cabo desde lo alto de una especie de pared estrecha, de unos sesenta centímetros de ancho y tal vez dos metros por encima de la brecha. Burgener, apostado sobre esa pared, estaba listo para ayudar a Venetz con el piolet tan pronto estuviera a su alcance, mientras que mi indigna persona, plantada en la brecha, podía ayudarle en la primera parte de su camino. Tan pronto como Venetz se separó de mi alcance, Burgener se apoyo haciendo de puente en la brecha y, encajando la punta del piolet contra la roca, dejó una serie de apoyos para los pies de dudosa seguridad sobre las que Venetz pudiera descansar y recobrar fuerzas para los sucesivos esfuerzos. Al final, superó todas esas adventicias ayudas y tuvo que depender, exclusivamente, de su espléndida destreza. Centímetro a centímetro se abrió paso, respirando, jadeando más bien, y palpando con la mano sobre la lisa roca en vana búsqueda de inexistentes presas, algo cuya contemplación resultó muy penosa. Burgener y yo le observábamos con gran ansiedad y no fue poco el alivio que sentimos al ver que los dedos de una de sus manos alcanzaban el firme agarre ofrecido por el canto del borde superior del bloque. Descansó unos breves momentos y se subió sobre la roca desplomada mientras Burgener y yo gritábamos de júbilo hasta quedarnos roncos.[11] Cuando la cuerda bajó para mí, hice un brillante intento de subir sin ayuda. El éxito me acompañó en mis primeros pasos y luego llegó un momento de suspense metafórico, seguido puntualmente por la realidad, y yo, pataleando como una araña, fui izado hasta arriba, donde pude escuchar con imperturbable serenidad, diversos comentarios sarcásticos relativos a los que depositan su confianza en zapatillas de tenis y desdeñan la dulce persuasión de la cuerda.

La cumbre es de dimensiones palatinas y tiene tres sillas de piedra. La más excelsa enseguida se la apropió Burgener para el piolet, y los miembros de menos rango del grupo fueron los encargados de traer piedras para afianzarla en su sitio. Una vez cumplimentado este ritual, nos tumbamos cuan largos éramos y nos burlamos del disparo con escopeta de juguete que hizo monsieur Couttet desde Chamonix con un disparo mucho más alegre: el de una botella de champán.

El viejo estilo narrativo que he venido empleando cesa bruscamente en este punto.[12] Sin embargo, antes de dejar la cumbre de una de las rocas más verticales de los Alpes, tal vez se me permita preguntarle a ciertos críticos si el amor por la escalada en roca es un pecado tan atroz y degradante como para que sus devotos no merezcan ser considerados montañeros, sino que deban ser relegados a una especial y menospreciada categoría de «simples gimnastas».

En principio, parecería completamente ilógico negarle el término «montañero» a cualquier hombre diestro en el arte de moverse con facilidad en terreno montañoso. Decir que no es montañero un hombre al que le gusta escalar lo que encuentra en la montaña, y afirmar, por el contrario, que un hombre que escala porque es esencial para alguna pretensión científica en la que esté interesado sí es un montañero, es contrario a los principios de una definición lógica, y espero que nunca se generalice. Puede admitirse libremente que la ciencia tiene mayor valor social que el deporte, pero eso no altera el hecho de que el montañismo sea un deporte y que no pueda convertirse por ningún método en geología o botánica o topografía. Que la técnica de nuestro deporte ha tenido un progreso rápido es algo de lo que se nos acusa como si fuera una especie de crimen, pero yo me aventuro a decir que, en realidad, es motivo no de lamento sino de felicitación. Emular la habilidad de los guías era el ideal de los primeros escaladores, y espero que siga siendo el que nos planteemos nosotros. Una terminología que sugiere que a medida que un hombre se acerca a su objetivo, a medida que aumenta su destreza montañera, deja de ser un montañero, se descalifica por sí misma y debe ser eliminada sin remordimientos de la literatura de nuestro deporte.

Probablemente la mayoría de los montañeros estarían de acuerdo en que el encanto del paisaje montañero se puede encontrar en cada paso dado en el mundo de las alturas. La extraña sucesión de las nieves, de las rocas de una arista en su grandiosa desnudez, de las vastas y azules grietas ribeteadas de carámbanos o de las grandes placas lisas que se pierden en un espacio aparentemente sin fondo, son cada una de ellas no menos adorables que el horizonte sin límites de la vista desde la cumbre. Los que se llaman a sí mismos montañeros, sin embargo, no logran entender este hecho esencial. Para ellos, la manera correcta de subir un pico es por el camino más fácil y el resto de los caminos están equivocados. Así. ellos dirían, por tomar como ejemplo un pico bien conocido, que si un hombre asciende el Cervino para disfrutar del paisaje, subirá por la arista Hörnli; si sube por la arista Zmutt, sostienen ellos, es que son simplemente las dificultades las que lo atraen. Este razonamiento ahora parecería completamente falaz. Entre las visiones encantadoras de la montaña que se forman en mi mente no hay ninguna más bella que los magníficos cortados y los fantásticos riscos de la arista Zmutt. Decir que esta vía es, con las vistas gloriosas que tiene en todo momento, desde un punto de vista estético, el camino equivocado, mientras que la Hörnli, que a pesar de su noble panorama, está estropeado por la pobreza de sus pendientes y sus laderas atestadas de papeles es el correcto, supone una total insensibilidad respecto al auténtico sentimiento de la montaña.

De hecho, a veces tengo la sospecha de que los supuestos montañeros confunden el placer que se deriva de la fotografía o de investigaciones geológicas o de otro tipo, con el puro disfrute estético del noble paisaje. No cabe duda de que la cumbre de un pico está especialmente bien adaptada para dichos fines semicientíficos, y si la cumbre es lo único que se desea, la vía más fácil es, obviamente, el camino correcto. Pero desde un punto de vista puramente estético, el Col du Lion, el colmillo de la arista Zmutt o el corredor de Carrel, si bien permiten unas vistas lejanas igual de exquisitas, combinan la espectacular fuerza de un espléndido primer plano de dentadas aristas, aterradores precipicios y torres que se elevan envueltas por la niebla.

La importancia del primer plano no puede, creo yo, exagerarse, y es evidente que cuanto más difícil es un ascenso, más atrevido e importante suele ser el terreno que rodea al viajero. En otras palabras, el valor estético de una ascensión varía generalmente con su dificultad. Esto, necesariamente, nos lleva a la conclusión de que la vía de ascenso más difícil a los picos más difíciles es lo que hay que intentar, mientras que las fáciles pendientes de las laderas feas pueden bien dejárseles a científicos, con M. Janssen a la cabeza. Para aquellos que, como yo mismo, no tenemos una idea utilitaria de la montaña, la gran arista del Grépon puede recomendarse con seguridad, pues no hay lugar donde el escalador pueda encontrar torres más atrevidas, brechas más salvajes o precipicios más terribles; en ningún lugar hay una vista mejor de lago y montaña, de valles cubiertos de niebla y grietas de hielo.

Se hicieron una serie de tentativas para repetir el ascenso del Grépon, pero la montaña desafió cualquier ataque hasta el 2 de septiembre de 1885, cuando M. Dunod, tras un mes de persistentes esfuerzos, logró forzar el ascenso por la arista sur. Resulta curioso que, aunque alcanzara en dos ocasiones el collado entre los Charmoz y el Grépon, fracasara ambas veces, no sólo en descubrir mi grieta, de la que tuvo que pasar a escasos cinco metros en cuatro ocasiones, sino de tropezarse con la variante de esta vía que sube por unas placas en la cara que da a la Mer de Glace. Esa variante la abrió más adelante una cordada desconocida, cuya existencia sólo se deduce gracias a los numerosos tacos de madera metidos en una grieta. Esos tacos no estaban desde luego allí cuando subimos nosotros en 1881, pero siete años más tarde, G. H. Morse quien, junto a Ulrich Almer, alcanzó la primera cumbre por esa vía, los encontró firmemente emplazados y de gran utilidad. Por desgracia, debido a la falta de tiempo (¡estaba subiendo el Grépon a su descenso de la travesía de los Charmoz!), fue imposible completar el ascenso y tuvo que contentarse a la fuerza con la cumbre inferior.

En 1892, por tanto, la ascensión por mi vía no se había repetido nunca de manera completa y sólo un par de veces por la arista sur. En cada una de estas últimas ascensiones F. Simond había sido el guía. A comienzos de agosto de ese año, una cordada formada por G. H. Morse, J. H. Gibson, C. H. Pasteur y C. Wilson, sin guías, efectuó el ascenso por esa misma vía y dejó un piolet con una bufanda atada que flameaba al viento, como reto a los habituales de Montenvers. Unos cuantos días más tarde, G. Hastings, Norman Collie, C. H. Pasteur y yo tomamos la decisión de recuperar la prenda abandonada. Nuestra intención era ascender desde el collado entre los Charmoz y el Grépon y descender por la arista sur y, como el resalte conocido como C. P.[13] se consideraba completamente inaccesible desde el lado del Grépon —anteriores cordadas siempre habían dejado colgando del escarpado escalón una cuerda camino de la cima para que les sirviera de ayuda a su regreso— contratamos dos porteadores para subir hasta el C. P. y fijar la cuerda. También les dimos provisiones y refrescos para que los llevaran, ya que, pensamos, nos harían más cómoda y feliz la ascensión.

A las dos de la mañana del 18 de agosto Simond me dio la desagradable información de que el solo nombre del Grépon había asustado hasta tal punto a los porteadores que habían dejado subrepticiamente sus camas y habían huido a Chamonix. La dificultad parecía seria. Las dos de la mañana suele ser una hora bastante inoportuna para contratar porteadores, y Simond estaba seguro de que era imposible pasar el C. P. desde el lado del Grépon sin fijar previamente una cuerda. Parecía, por tanto, probable que, si alcanzábamos la hendidura que llevaba a dicho escalón, deberíamos desandar nuestros pasos a lo largo de toda la arista. Después de discutirlo mucho, Simond se ofreció a dejarnos al chico encargado del ganado del establecimiento, y también a despertar y preguntar a un guía tuerto, que estaba durmiendo en el hotel y que había ido con M. Dunod en algunas de sus infructuosas tentativas.

Este guía, Gaspard Simond[14], se mostró dispuesto y, junto al pastor como segundo hombre, partimos alegres hacia el valle de piedras. Todos y cada uno de los miembros del grupo tenía la certeza de que la vía que discurría por las detestables laderas de la arista repleta de hitos era muy inferior a la que ese aficionado había pensado y por la que estaba dispuesto a guiarnos. Pero yo noté que, de todas formas, seguíamos más o menos el camino por el que nos guiaba el pastor y, por primera vez, alcanzamos la morrena del glaciar de Nantillons sin sentir la necesidad de tener que emplear un lenguaje subido de tono. Escondimos nuestros candiles bajo una piedra y atacamos el glaciar justo cuando la débil luz de la mañana dibujaba las siluetas de las escarpadas aristas calizas de Sixt.

Entonces, Gaspard se complació en hacer algunas afirmaciones muy deprimentes. Nos dijo que había subido hacía poco los Charmoz y, con una auténtica visión profética, había dedicado el tiempo que estuvo allí a examinar la placa concreta por la que discurría nuestra vía. Esa placa, según pudo ver él, estaba cubierta de verglás y en lo alto de la misma se habían levantado unas primorosas defensas de nieve, hielo y roca. Dicho en pocas palabras: se estaba limitando a asociar nuestra intentona con la derrota. Sin embargo, a nosotros nos parecía que esas complicadas defensas no eran sino productos de la imaginación de nuestro guía y, tal vez, se referían en parte a la objeción de tener que subir una mochila pesada hasta el C. P. Así que seguimos adelante, pero al llegar a lo alto de las rocas conocidas como «la estación del desayuno», Gaspard nos dio más detalles; esa misma placa se había caído, aparentemente, estrellándose contra el glaciar, hacía varios años, y había dejado una pared blanca y sin una sola grieta, de modo que no podría subirse de ninguna manera. Nos quedamos mudos de asombro por tamaña acumulación de dificultades, pues no sólo se trataba de una plancha impracticable debido al hielo acumulado, sino que ¡ni siquiera estaba allí! La situación nos traía a la mente el famoso alegato respecto al jarrón roto. «Nunca lo tuvimos. Ya estaba roto cuando nos lo pasaron. ¡Nosotros los devolvimos entero!».

Pasteur, sin embargo, merced a un interesante argumento deductivo, llegó a una conclusión igualmente sombría. «Es extremadamente improbable», dijo, «que usted tenga la suerte de subir al Grépon este año; habiendo subido ya una vez, resulta absurdo suponer que vaya a hacerlo una segunda». Él sugería que deberíamos decir a los porteadores que se detuvieran al pie del couloir hasta que llegáramos al collado y, si veíamos que no podíamos asaltar la arista del Grépon, les gritaríamos a los guías y ellos dejarían el equipaje y regresarían tan deprisa como gustaran. Esta sugerencia fue puntualmente aceptada por el grupo. De hecho, un examen telescópico del pico no me había permitido trazar mi vieja vía, por la excelente razón, como descubrí posteriormente, de que no es visible desde ese lugar. Eso, y la extendida prevalencia del rumor de que un gran risco se había caído ya de esa parte de la montaña, me llevaron a temer que todo podía ser demasiado cierto, y que el pico estaba cerrado para siempre por esa cara. Empezamos pues el couloir con menos ambiciones y con el modesto objetivo de realizar en sentido inverso la travesía de los Charmoz. Al llegar a las inmediaciones del collado, miré alrededor en busca de mi vieja vía al Kanones Loch, pero no pude reconocerla y ni el propio collado me resultaba familiar. El feroz viento, silbando y aullando entre las peñas, no contribuía a refrescar mi memoria y hasta que no hube escalado un tramo por el lado de los Charmoz no recuperé la orientación y reconocí la brecha por la que teníamos que subir.

Posiblemente, saber que era yo quien iba a intentar subir de primero por allí fue lo que me hizo verlo más difícil de lo que en realidad era, pero, de momento, su verticalidad me sobresaltaba. Salvo dos escalones en los que la roca dejaba unas ligeras repisas (de como mucho sesenta centímetros), era totalmente vertical. En esta estimación dejo de lado un tramo preliminar de unos dos metros que se desploma de un modo de lo más penoso. Por otro lado, estaba claramente más agrietada de lo que yo había esperado, y cuanto más la mirábamos, más nos gustaba, hasta que, con fundadas esperanzas de éxito, destrepé hasta el pie de la grieta, subí a hombros de Hastings y emprendí la parte más dura de la escalada en roca que haya intentado jamás. Durante los seis primeros metros el escalador quedaba hasta cierto punto protegido por la cuerda, la cual podía pasarse por un gran cuerno de roca cerca del collado; más allá de ese punto la cuerda se llevaba simplemente como ornamento, aunque no había duda de que al compañero le otorgaba gratas sensaciones cada vez que un resbalón parecía inminente. Más o menos a medio camino había un escalón magnífico en el que pude parar a tomarme un respiro. Cuando digo magnífico, quiero decir en comparación al resto de la grieta; no significa que fuera apropiado para detenerse a almorzar o que uno se pudiera mantener de pie sin tener que agarrarse. De hecho, la primera vez que subí, mis meditaciones en este punto se vieron crudamente interrumpidas por un resbalón del pie sobre la roca de esa repisa y me vi lanzado al aire. Escarmentado por ese recuerdo, me colgué con los dedos todo lo bien que permitía la ausencia de algo sobre lo que asirse y luego, una vez recobrado el resuello, comencé la secunda parte de la ascensión. Ese tramo se consideró, con el acuerdo general del grupo, como el más difícil. Había poquísimos agarres para las manos y nada para los pies, y el escalador tenía que progresar sobre tocio a base de confiar piadosamente en la Providencia, saliendo del paso a intervalos, mediante piedras sueltas empotradas dudosamente en la grieta y que ofrecían una seguridad a medias. Más adelante, la necesidad de piedad se vio reemplazada por una excelente presa para la mano a la derecha, aunque el jadeante y agotado escalador siguió encontrando difícil propulsar su peso hacia arriba. Luego, las repisas se hicieron más abundantes y, al final, uno asomó la cabeza y los brazos por el lado de la placa que da al Grépon, mientras sus piernas seguían peleando con las dificultades finales del otro lado. En esa coyuntura, expresivos gritos de alegría estallaron en el grupo de abajo y despertaron en mí el temor de que los porteadores los interpretaran como la señal deseada y volaran imparables hacia Chamonix. En los trechos en los que me paraba a recuperar la respiración les indiqué mis temores a los compañeros y un silencio, como de muerte, dejó clara su apreciación del peligro.

Para evitar que el resto del grupo subiera con excesiva facilidad, menospreciando así al Grépon, yo, con buen criterio, les azucé para que no perdieran tiempo en mandarme sus piolets y bultos por la cuerda, sino que se los colgaran de las muñecas y distribuyeran las mochilas entre el resto del grupo. Comprobé que esto tuvo mucho éxito; sirvió para impresionar a mis compañeros y para que tuvieran el debido respeto a la montaña.

Luego subimos hasta el corredor y a través del Kanones Loch, y con esperanzas renovadas en cada paso, seguimos por mi vieja vía hasta lo alto de la gran brecha. Allí fijamos treinta metros de cuerda y el grupo descendió de uno en uno. Como yo bajaba el último, tras haber pasado un tramo vertical y totalmente liso de la pared dependiendo exclusivamente de la cuerda, descansé durante un momento en una insignificante irregularidad de la roca. Cuando quise proseguir el descenso, tire de la cuerda y ésta bajó hasta mí. Con gran esfuerzo conseguí mantener el equilibrio sobre los precarios agarres para los pies en los que estuve descansando, pero de pronto me sentí sumamente incómodo. La cuerda parecía estar bastante suelta por arriba y no parecía haber manera de destrepar hasta la brecha sin su ayuda. Sin embargo, después de tirar de ella y que bajara unos tres metros, dejó de correr y se resistía a los esfuerzos conjuntos de mis compañeros en la brecha. Collie también consiguió ver una posible línea de descenso y, hábilmente dirigido por él y manteniendo la cuerda en mi mano tan sólo como dernier ressort, logré alcanzar la bienvenida seguridad del agarre de Hastings y fui depositado en la brecha.

Hasta donde alcanzábamos a ver, la cuerda se había salido de lo alto de la torre en la cara de Nantillons, enganchándose en un obstáculo unos seis metros más abajo. No podíamos ver si ese obstáculo era fiable o no, pero todos estuvimos de acuerdo en que el primer hombre que subiera desde el lugar donde nos encontrábamos tendría ante sí una ingrata tarea. Como seguía siendo dudoso que pudiéramos escalar el pico final, y por tanto pasarnos a la vía donde estaba el C. P., eso no era un riesgo descartable y nos apresuramos a resolver dicha duda.

Ese pico final había estado a punto de desconcertar a Burgener y a Venetz, y a duras penas esperábamos ser capaces de escalarla de manera limpia. Decidimos, por tanto, tratar de ganar la cumbre a base de lanzar una cuerda sobre ella. Cierto es que Burgener y yo no nos dimos cuenta de esa posibilidad, pero en esta ocasión teníamos una cuerda ligera, mucho más adecuada para ese propósito que la ordinaria cuerda del Club Alpino que habíamos usado en 1881. Collie, camino de la arista, eligió dos rocas estupendas con las que darle peso a la cuerda y tener alguna posibilidad de plantarle cara a la feroz ventisca. Con muchas molestias para él y graves daños para los bolsillos de su chaqueta, acarreó esas mortíferas armas a través de varias dificultades hasta el mismísimo pie de la escalada final.

Los preparativos para un asalto preliminar con métodos limpios y legítimos continuaban, cuando Pasteur gritó alegremente que ya nos habíamos pasado a la vía C. P. y que podíamos ascender por un lugar sencillo y bastante cómodo. La grieta, por la que había escalado Venetz, no es la única que llega hasta al cumbre. A la derecha, y más bien hacia la cara de Nantillons, hay una segunda brecha, vertical en su base, pero un amigo te puede dar un paso de hombros muy oportuno, y más arriba es bastante practicable. M. Dunod, subiendo desde el C. P., alcanzó la base de esta grieta y, naturalmente, la utilizó para su ascensión. Nosotros, en 1881, alcanzamos la base de la otra grieta y Burgener descartó la línea alternativa con un despectivo «Es ist schwerer als dieses» («Es más difícil que ésta»). Sin embargo, estaba equivocado. Pasteur me dio un paso de hombros y, en pocos minutos, todos nos agrupábamos alrededor del piolet y su flameante bandera.

El viento soplaba con tal fuerza en la arista que todo lo que pudimos hacer fue agazaparnos bajo una de las piedras, y no tardamos en tomar la decisión de descender a un terreno más abrigado. Destrepamos de la cumbre y, protegiéndonos en su lado de sotavento, festejamos la victoria y nos dispusimos a almorzar. Pasteur, que ya conocía este lado de la montaña, tomó entonces la cabeza. Pasó una cuerda de sobra por un pitón dejado por M. Dunod y todos nos deslizamos sin demora hasta una ancha repisa. Cuando digo todos, sin embargo, debo exceptuar a Hastings, que metió su pie en una grieta tentadora y se encontró con que, por mucho que se esforzaba, no podía sacarlo. Todas las manos tiraron de la cuerda, pero fue inútil y se pensó que, salvo por la escasez de águilas, iba acabar imitando a Prometeo. Al final, alguien sugirió que debería quitarse la bota. La idea fue recibida con aprobación, y todos gritamos sugiriéndole aquella idea. Sin embargo, cuando uno esta sujeto en una placa inclinada, por no decir vertical, con un pie empotrado en una grieta, resulta un tanto complejo desatar la bota y quitársela. Sin embargo, la tarea fue llevada a cabo. Pero entonces surgió una segunda dificultad: ¿qué hacer entonces con la bota? Por suerte, el montañero descubrió un bolsillo lo suficientemente grande como para contener la propiedad y enseguida alcanzó la repisa con seguridad.

Un breve ascenso por un corredor fácil nos llevó hasta la brecha que hay entre el Pico Balfour y la cumbre. Desde allí, unas repisas fáciles nos condujeron hacia abajo, hasta la hendidura del C. P. Nuestros porteadores nos recibieron con gritos y nos bajaron una cuerda para ayudarnos. Un puente de roca cercano nos hubiera permitido, tal vez, rodear el obstáculo sin ayudas externas, pero no parecía tener un acceso fácil. Así que, como los porteadores se encontraban a mano, se nos ocurrió que también podíamos contar con el privilegio de que nos izaran. Habiendo llegado con seguridad a la vecindad de la mochila, «yacimos junto a nuestro néctar» hasta que dicho néctar fue consumido. A continuación bajamos corriendo hasta las rocas del desayuno, descendimos hasta la parte inferior del glaciar y, por último, regresamos a Montenvers a las cinco de la tarde, aproximadamente. Unos amigos amables, que vieron nuestra aproximación, nos recibieron con una gran marmita —el orgullo del Hotel Montenvers— llena de té, y, bajo su estimulante influencia, las peñas se hicieron más verticales y terribles hasta que pareció imposible que meros mortales pudieran haber afrontado unos peligros y dificultades tan horrorosos.

Un año más tarde estaba de nuevo en Montenvers y aprendí la gran verdad de que en montañismo, como en otros aspectos de la vida, «el hombre propone y la mujer dispone» y, en consecuencia, un asalto temerario a la Aiguille du Plan que habíamos estado maquinando durante una semana o más, tuvo que dejar sitio a otra ascensión más del Grépon.

Los horrores del valle de piedras en una noche oscura fueron evocados de la manera más monstruosa. La última concesión otorgada a los miembros más veteranos del grupo fue el permiso de pernoctar en el refugio que hay en las rocas por encima de la caída inferior del glaciar Nantillons. Soy consciente de que los escaladores jóvenes menosprecian los refugios y de que para ellos, pasar la noche en un agujero profundo y repugnante en el que hay que entrar de cabeza, constituye un reparo excelente antes de un ascenso difícil. Hubo un tiempo en el que yo estaba completamente de acuerdo con esa manera de ver las cosas, pero el paso de los años ha inclinado la balanza a favor de acampar y, ahora, una tienda, un colchón de piel de oveja y un edredón suponen un atractivo irresistible cuando se les compara con un madrugón, pedreras interminables y las torturas de un candil plegable, ese instrumento que irradia «no luz, sino una oscuridad visible».

Como el resto de las cosas en los Alpes, una noche a la intemperie supone, en sí misma, un gran placer. No hay otra manera en la que puedan verse unas puestas de sol tan suntuosas, tales «siluetas de nieblas errabundas encantadas por el viento», efectos tan exquisitos de luz desvaneciéndose entre fantásticos pináculos de hielo titubeante. Observar cómo acude la noche reptando desde su madriguera en el valle y se va apoderando, cresta tras cresta, de los montes más bajos, hasta que la gran catedral del Mont Blanc es lo único que se alza por encima de la oscuridad, es un gozo que desconocen los moradores de posadas y con el que nunca se sueña en medio del trajín del comedor de un hotel.

Pocos lugares pueden rivalizar con la estrecha repisa de roca, con un precipicio por delante y una pendiente de hielo por detrás, en la que montamos nuestra tienda, y pocas puestas de sol han revelado unos contrastes más sublimes y una armonía más delicada que la que anunció la noche del 4 de agosto de 1893.

Nuestro grupo estaba formado por la señora Bristow, M. Hastings y yo. Cálidamente envueltos en sacos de dormir, estuvimos bebiendo te caliente hasta que la más pequeña y más perezosa de las estrellas estuvo despierta. Sólo cuando la fría brisa de la noche hubo secado los reguerillos de agua y el rugido del torrente 1500 metros más abajo era lo único que rompía el solemne silencio de la noche, nos arrastramos dentro del cobijo de nuestra tienda. Luego, Hastings tensó las cuerdas y dispuso de manera ingeniosa el infiernillo de cocinar y las diversas provisiones necesarias para el desayuno en lugares donde fueran cómodamente accesibles desde la tienda. Cuando por fin entró en ella y cerró la puerta, nos acomodamos en nuestros lujosos colchones y sacos.

Al día siguiente, a las cinco de la mañana, ya estaba lista una opípara comida. Había panecillos y panceta caliente, y jamón, y té, y leche fresca, que de todo había en la bolsa sin fondo de Hastings. Nos dimos un festín digno de reyes hasta las seis en punto, hora a la que llegó el resto de nuestro grupo: Slingsby, Collie y Brodie. No tardó en prepararse una segunda edición de desayuno y, mientras se daba puntual cuenta de ella, la señora Bristow y yo empezamos a subir por el hielo, tallando escalones a medida que hacían falta. Avanzábamos de manera lentísima, pero la excelencia de los esfuerzos culinarios de Hastings retrasó tanto al resto del grupo que, hasta que no nos paramos diez minutos o más sobre las rocas al pie del couloir, no nos alcanzaron. Después, Slingsby se desencordó y vino con nosotros, mientras el resto del grupo se paso a la derecha para intentar el ascenso por la arista sur, más conocida como la vía C. P. Su objetivo era hacer la escalada, si era posible, sin las complicadas operaciones de lanzamiento de cuerda, que hasta entonces se habían considerado esenciales en esa ruta. Si fracasaban, aceptarían una mano amiga de nuestra parte cuando hubiéramos alcanzado el pie del pico final y estuviéramos en posición de ofrecérsela. Como la única dificultad seria de la vía C. P. es un tramo de unos diez metros, inmediatamente debajo de la plataforma que hay bajo la roca cimera, era obvio que seríamos capaces de hacerlo sin muchos problemas.

Cinco días consecutivos de mal tiempo habían bastado para emplastar el couloir con hielo y nieve suelta. Íbamos, además, excesivamente cargados de equipaje, pues llevábamos una cámara fotográfica de 13 X 18, una cuerda de repuesto de dieciocho metros, además de comida y demás enseres, suficiente para encordar mucho la mochila y hacerla harto incómoda. Yo también di la nota, por irme demasiado a la derecha en el couloir y, para no tener que descender, tuvimos que hacer una travesía que supuso escalar en un terreno de dificultad equiparable a lo que nos quedaba por superar más arriba.

Al alcanzar el punto donde la vía del Grépon se separa de la del pináculo sur de los Charmoz, nos encontramos el couloir en unas condiciones detestables. Las rocas no sólo estaban tan descompuestas como de costumbre, sino que se encontraban adornadas con toda suerte de ribetes y borlas de hielo frágil, y sus intersticios rellenos con la nieve más suelta y pulverizada que pueda imaginarse. Resultaba imposible saber qué era sólido y qué estaba suelto, aunque consideramos como buena hipótesis de trabajo actuar como si estuviera todo suelto. Al cabo de cierto tiempo, el proceso de quitar la nieve y probar las piedras se volvió tan intolerablemente frío para nuestros dedos, que Slingsby y yo estuvimos de acuerdo en que lo mejor que podíamos hacer era atravesar directamente a la brecha más baja de las que dividen los Charmoz y el Grépon. Resultó bastante fácil progresar por una gran placa de roca, pero el ascenso de una grieta vertical, tal vez de cinco metros de altura, precisó de prolongados y serios esfuerzos. Sin embargo, debería añadir que mis compañeros parecieron escalarlo sin dificultades, y que Slingsby, además del suyo, llevaba mi piolet, que yo había dejado desamparado y encajado en una grieta.

El sol daba de pleno en cara de la Mer de Glace y era muy agradable estar allí después del intenso frío pasado en la sombra de las paredes del oeste. Atravesamos por terrazas fáciles, entre nieve papa, hasta un risco con la parte superior plana que sobresalía bastante sobre un corredor vertical enfrentado al glaciar de Trélaporte. En lo alto de esa roca sacamos nuestras provisiones e hicimos nuestra primera gran parada. Disculpamos nuestra pereza, pues estaba haciéndose tarde, y nos excusamos diciendo que la «grieta» no podía escalarse hasta que el día hubiera avanzado más y las sombras no fueran tan gélidas. Nuestra repisa era sensacional. La pared que tenía por encima se desplomaba, y los diminutos regueros de nieve fundida en la arista caían muy por delante de nosotros en cortinas de lluvia iluminadas por el sol. Por debajo, la pared seguía siendo extraplomada, de modo que las piedras que tirábamos con los pies caían cien o ciento cincuenta metros antes de estrellarse contra las negras paredes del corredor. Mi asiento quedaba al extremo de la repisa y bastante desprovisto de apoyo para los pies. Reconoceré que, por momentos, el aterrador precipicio ejercía tal efecto en mi cerebro que incluso la propia estabilidad de nuestra plataforma parecía dudosa, y yo casi tenía la sensación de que basculaba como si estuviera empezando a precipitarse al vacío.

Al cabo de tres cuartos de hora hicimos la mochila y nos esparcimos por la montaña, buscando un lugar apropiado para la cámara fotográfica. Una repisita, apenas lo suficientemente ancha para arrastrarse por ella, llevaba hasta la torre de cumbre plana que forma la pared de la brecha del lado de los Charmoz y que, desde la Mer de Glace, parece un agujero en la arista. En realidad no es un agujero, ya que la piedra angular del arco superior se ha caído, dejando una estrecha separación. Se llevó la cámara hasta ese punto y siguió enseguida la señora Bristow, rechazando la cuerda que le ofrecimos. Sobre ese aéreo apoyadero nos dispusimos a instalar la cámara y la dama del grupo, rodeada por tres partes de la nada y bloqueada por delante por la cámara, se dispuso a capturar para siempre ese momento en el que un infortunado escalador se encuentra en su actitud menos elegante.

Slingsby y yo regresamos luego al collado y, poniéndome la cuerda, descendí el couloir y atravesé hasta la roca conocida como «el despegue». Mi primer intento no tuvo éxito, debido en parte al frío que, desde el momento en que pasamos a la sombra, seguía siendo excesivo, y en parte al hecho de que el primer agarre fiable, unos tres metros por encima de la base, estaba tapizado de hielo y más o menos enmascarado con nieve helada. Para cuando hube desalojado la nieve del agarre, tenía los dedos tan helados y propensos a agarrotarse que me alegró poder volver a destrepar sin caerme.

No era nada apetecible repetir ese procedimiento, así que Slingsby dejó la brecha y trepó hasta «el despegue». Su hombro me permitió prescindir de los agarres cubiertos de hielo y alcanzar la parte vertical, pero felizmente seca, del tramo superior de la grieta. Al ganar la repisa que había a medio camino vi que una buena cantidad de nieve se había colado en la grieta y se había helado sobre las dos piedras empotradas, que son más o menos fundamentales para progresar. Huelga decir que quitar esa nieve helada fue una tarea de gran dificultad, lograda sólo a fuerza de emplear mi codo a modo de piolet, algo que, además de doloroso, puede lesionar la articulación. Sin embargo, tras muchos esfuerzos y jadeos para recuperar el aliento, alcancé la parte superior de la roca y luego la señora Bristow vino desde la torre donde estaba la cámara y ascendió la grieta. Yo no me di cuenta de que ella llevaba dos cuerdas y, desencordándola sin prestar atención, dejé que cayera un extremo, pensando que el otro lo llevaba atado yo a mi cintura. Desafortunadamente era la cuerda que la unía a ella con Slingsby y mi descuido le dejó a él separado de nosotros. En consecuencia, los piolets, la cámara y otros bultos no pudieron ser izados directamente desde el collado, sino que debieron llevarse hasta «el despegue» al que sólo podía descolgarse mi cuerda.

Esas rocas no son, en el mejor de los casos, nada fáciles, y apenas resultan practicables para una persona que vaya muy cargada. Sin embargo, Slingsby demostró estar a la altura de las dificultades y, de alguna manera extraordinaria, consiguió transportar el equipaje, mi chaqueta incluida, hasta la repisa bajo la grieta. Cuando el bulto estuvo debidamente atado a la cuerda y tuve que tirar de ella, me quedé bastante impresionado con el peso.

El tramo siguiente del ascenso suele ser fácil, así que cogí yo la mochila y me dispuse a atacarlo, pero al alcanzar el pequeño corredor que conduce al Kanones Loch, lo encontré tapizado de hielo. Las paredes son tan estrechas, y el mismo corredor tan vertical que apenas resultaba posible utilizar el piolet de manera eficaz y me di cuenta de que tenía que prescindir de la mochila. Libre de su estorbo, superé el obstáculo y, pasando por el agujero, llegué al bendito sol. Luego icé la mochila y otros bultos, y subió el resto del grupo. Las heladas repisas y recovecos del corredor, por no mencionar la manipulación constante de una cuerda cubierta de nieve, nos habían dejado los dedos en un penosísimo estado. Nos sentamos en las rocas calentadas por el sol, doblándonos y retorciéndonos en las diversas posturas que nos parecieron más adecuadas para mitigar el sufrimiento. La sensación de una navaja desmochada rajándonos las puntas de los dedos fue sustituida gradualmente por un calor abrasador y, puesto que ya no teníamos que vérnoslas más con hielo y otras aberraciones similares que convierten los guantes en un lujo inadmisible, nos los pusimos y seguimos hacia adelante tan contentos. De una cosa nos sentíamos satisfechos: nuestra pereza estaba justificada. De haber tratado de afrontar esta parte de la montaña a una hora más temprana, el frío nos habría hecho regresar.

A partir de ese punto, el sol daba de pleno en la arista y ello reforzó nuestro ánimo. La señora Bristow mostró a los representantes del Club Alpino cómo deben escalarse las rocas verticales y solía ocupar las paradas, durante las que los miembros más veteranos del grupo trataban de recobrar el resuello, en operaciones fotográficas.

Al alcanzar el pie de la torre final, le lanzamos una cuerda al grupo que iba por la vía C. P. El sueño, el tabaco y el amor por lo fácil los habían superado de tal modo que ni siquiera habían intentado subir el paso difícil. Luego ascendimos hasta el punto más alto. Gritamos a nuestros amigos que, pensábamos, debían de estar observándonos desde la Mer de Glace. Felicitamos a la primera mujer que había puesto los pies sobre esta torre salvaje; después, escuchamos la voz del hechicero que susurraba algo sobre té caliente y bizcocho, jamón y bocadillos, galletas y fruta, esperando a los fieles en la brecha del Pico Balfour. Allí nos festejamos opíparamente y, tras meter en la mochila el infiernillo y demás equipaje, nos apresuramos a bajar por las fáciles repisas de la C. P. y acabamos siendo expulsados de la montaña por el viento, la lluvia y el granizo.

Se ha dicho con frecuencia que todas las montañas parecen predestinadas a pasar por tres etapas: Un pico inaccesible, La escalada más difícil de los Alpes y Un día tranquilo para una dama.

Yo debo confesar que el Grépon aún no ha alcanzado esta etapa final y el encabezamiento de estas últimas páginas debe entenderse como profético, más que como una afirmación contundente. De hecho, debido a la gran acumulación de hielo y nieve en la montaña, el ascenso que se ha descrito siempre estará entre los más difíciles que he realizado. En cualquier caso, su defensa principal, la sensación de miedo con la que, hasta recientemente, había inspirado a los guías, ha desaparecido y algunos han reunido coraje y han alcanzado su cima. La temporada pasada, otra dama, bien conocida en los círculos de la escalada, cruzó la montaña en dirección opuesta y parece probable que no tarde en convertirse en una escalada popular.