Después de la travesía del Col du Lion, ya relatada, fuimos a Courmayeur, dispuestos a realizar grandes logros. Sin embargo, el mal tiempo nos mantuvo prisioneros y, durante cuatro días consecutivos, un fuerte viento del suroeste escanció una incesante lluvia sobre el valle, arrastrando almiares y algún chalet se vio afectado por el gran torrente turbio que corría por el pueblo.
Yo era el único huésped del Hotel Royal y su primoroso chef dedicaba todo su tiempo y atención a la ruina de mi forma y condición. Durante los raros intervalos en los que yo no estaba disfrutando los manjares que se ofrecían a mi deleite, él mismo se mantenía ocupado con minuciosas pesquisas sobre lo que me gustaba y lo que no.
Al quinto día se hicieron visibles síntomas de mejora en el tiempo y, por la tarde, Burgener, Venetz y yo subimos a pie hasta el albergue de Mont Fréty con alguna vaga idea de intentar un paso nuevo hasta Chamonix. Antes de que amaneciera, sin embargo, una feroz tormenta y terribles oleadas de viento y lluvia pusieron fin a nuestras ideas de nuevos ascensos e hicieron que incluso el Col du Géant pareciera una aventura alocada y peligrosa. Pero a medida que avanzó el día empezaron a abrirse claros en las nubes y, para cuando hubimos alcanzado los seracs, un sol brillante hacía que la nieve recién caída chorreara en avalanchas de toda suerte y tamaño desde las paredes de roca y las laderas más inclinadas.
En Chamonix me vi una vez más en peligro de caer por completo víctima de los ardides de los posaderos y sus cocineros, pero, felizmente, algunos amigos reconocieron mi precaria posición y me llevaron con ellos hasta Grands Mulets. No habíamos hecho más que llegar allí cuando otra tormenta arremetió contra nosotros y nos mantuvo dentro del refugio hasta que se hizo demasiado tarde para descender. Cuando nos despertamos a la mañana siguiente, nos vimos a medio camino del Grand Plateau y era evidente que Burgener y Venetz sospechaban que nuestra intención era pasar el resto del día en un rutinario ascenso al Mont Blanc. Las ideas revolucionarias se apoderaron rápidamente del grupo y culminaron en la absoluta renuncia de sus miembros a dar otro paso. A pesar de la indignación y el desdén de los profesionales, regresamos deslizándonos y dando volteretas hasta Grands Mulets, recogimos nuestras escasas pertenencias y bajamos corriendo a la Pierre Pointue y luego a Chamonix.
Esa misma tarde tuvimos un solemne concilio y llegamos a la conclusión de que ese ritmo de vida no podía continuar y, desesperados, decidimos partir hacia los Charmoz. Cierto era que el mal tiempo podía haber impedido nuestras posibilidades de éxito, pero como la montaña está expuesta al suroeste y no es muy alta, esperábamos que no nos importunara nada realmente serio.
A la mañana siguiente (¿o debería decir esa misma noche?) empezamos y, con un admirable candil facilitado por monsieur Couttet (esta expedición tuvo lugar antes de que se inventaran los faroles plegables), avanzamos bastante bien durante la primera media hora. Luego empezamos a subir algo que Burgener llamó senda, pero que, insensible a ese piropo o quizá avergonzándose por haberlo recibido, cada tres pasos se ocultaba a la vista con recato. Tras larga caminata, la luz gris de la mañana empezó a ser más poderosa que la de nuestro candil por lo que, tras encontrar una piedra adecuada, lo escondimos con cuidado y marcamos el lugar con una ramita de pino. Es triste decir que a nuestra vuelta, aunque encontramos muchas piedras con ramitas de pino sobre ellas, ninguna tenía el candil en el agujero de debajo, circunstancia que lamentamos mucho, pues, como artículo que apareció posteriormente en mi factura, parece que monsieur Couttet lo tenía en gran estima.
No tardamos en salir de la linde del bosque y, al llegar a un torrente bajo la morrena lateral del glaciar de Nantillons nos detuvimos para desayunar. Allí descubrimos que tres rodajas de carne, un diminuto pedazo de queso, un trozo de pan y una bolsa grande de pasas eran todas las provisiones que el mozo del hotel había considerado necesarias. Por suerte, Burgener había quedado a cargo del comisariado y, como yo prefiero las pasas en la ladera de una montaña antes que cualquier otro alimento, me tomé con filosofía la conducta del mozo, estado de ánimo ni mucho menos compartido por mis compañeros.
Rodeamos muy imprudentemente la cascada de hielo inferior pegándonos a la derecha y ascendiendo un couloir entre las paredes de la Blaitière y las escarpadas rocas sobre las que cae el glaciar. El couloir resultó ser muy fácil, pero como aún era más fácil un pilar rocoso a nuestra izquierda, nos pasamos a él y lo escalamos deprisa. Justo sobre nuestras cabezas se elevaba una interminable sucesión de seracs, enormes monstruos que perforaban el cielo y amenazaban con destruirnos en un instante. El lugar no era muy apetecible para hacer un descanso, así que giramos a la izquierda para ver cómo acceder al glaciar. Sólo era posible hacerlo en un lugar. Un serac que se tambaleaba sobre el cortado, y daba la impresión de ir a apilarse sobre los rotos trozos de hielo varios cientos de metros más abajo, era el único puente disponible. Trepamos por él, cruzamos una grieta sobre restos de una avalancha y subimos a toda prisa por una corta pendiente de hielo hasta salir al glaciar abierto. Diez minutos nos bastaron para llegar a una relativa seguridad, y atravesamos a la isla de roca por la que se suele rodear la cascada de hielo.
Allí hicimos un alto y nos dispusimos a rebuscar en la mochila por si hubiera reservas ocultas de comida. Mientras Venetz y yo nos ocupábamos de esta tarea, Burgener se contorneaba con su telescopio, adoptando una serie de posturas verdaderamente extraordinarias, hasta que, por fin, logró hacer un examen satisfactorio de nuestro pico. Una hora más tarde, nos volvimos a poner en marcha y llegamos hasta la base del gran couloir que lleva hasta la depresión entre el Grépon y los Charmoz.
A las nueve menos cuarto cruzamos la rimaya y, girando pronto a la izquierda, fuera del couloir, nos abrimos paso ascendiendo por rocas buenas durante tres cuartos de hora en los que apenas una o dos placas nos presentaron alguna resistencia. A esas alturas ya habíamos alcanzado lo alto de una arista secundaria que, allí, termina en los contrafuertes finales de la montaña. Nos sentamos sobre una roca cubierta de hielo y, sacando nuestras limitadas reservas de alimento, denostamos una vez más al mozo de Chamonix. Luego depositamos el bidón de vino en un rincón seguro y descartamos por unanimidad chaquetas y botas que, con dos de los tres sombreros y la misma proporción de piolets, fueron estibados en una hendidura segura. El equipaje, que consistía en una cuerda de repuesto, dos cuñas de madera, la comida, una botella de champán, una petaca de coñac y un piolet, me fue entregado.
Ambos guías empezaron a ascender por la pared: lo habitual era que Burgener aupara a Venetz y luego este último le ayudara al otro con la cuerda. El progreso, sin embargo, era lentísimo y cuando por fin llegaron a un lugar en el que poder estar firmemente de pie, la cuerda se negaba a llegar hasta mí. Al final, tuve que hacer una difícil travesía para llegar hasta ella, pues era imposible llevar el piolet y la mochila sin su ayuda. Este tipo de trabajo continuó durante tres cuartos de hora y luego un retraso mayor sugirió que había algo que verdaderamente iba mal. Un examen minucioso nos dio la respuesta: el siguiente tramo era impracticable, pero, añadió Burgener, «Es muss gehen» («Hay que pasar»). Ansioso por ver el obstáculo que, aunque impracticable, teníamos que ascender, me arrastré por el borde de una gran placa hasta una estrecha repisa y luego, bordeando un difícil diedro, entré en un corredor frío y oscuro.
Un imponente bloque, de unos doce metros, se había separado de la masa principal de la montaña, dejando expuesto un couloir redondeado y perpendicular que ahora estaba completamente tapizado de hielo. Por el dorso del couloir goteaba un diminuto torrente que, a media altura, se había congelado y permanecía unido a las rocas, formando una espesa columna de hielo flanqueada a ambos lados por unos fantásticos canalones, también helados. Un resalte verde, unos cinco metros más arriba, nos impedía ver la parte posterior del corredor más allá de ese punto. El aspecto no podía ser más desesperanzador, pues ni siquiera había una presa decente donde poner los pies y todo lo ocupaba el negro brillo de un hielo que enmascaraba las irregularidades de la roca inferior.
Unos diez minutos más tarde, la situación de ambos guías me pareció crítica en extremo. Venetz, casi sin presas de ningún tipo, se acercaba poco a poco al resalte verdoso ya mencionado; un piolet, hábilmente aplicado por Burgener en esa porción del traje de guía que más se suele decorar con parches de tonalidades brillantes y variadas, consiguió motivarle para que se moviera, al tiempo que el propio Burgener se afianzaba hábilmente en invisibles hendiduras talladas en el fino hielo que tapizaba la roca. Sin embargo, antes de que Venetz pudiera superar el resalte verdoso, se hizo necesario trasladar el piolet a sus pies y, durante un momento, se quedó agarrado como un gato a los resbaladizos surcos del enorme carámbano. Cómo logró mantener esa postura es un misterio que sólo conocen él mismo y la ley de la gravedad. Con el piolet bajo sus pies, se movió de nuevo hacia arriba y, con un esfuerzo desesperado, asomó la cabeza y los hombros por encima del resalte. «Wie geht’s?» (¿Qué tal?), gritó Burgener. «Weder vorwärts noch zurück» («Ni para adelante ni para atrás»), jadeó Venetz, y a una posterior pregunta sobre si podía ayudarle, Burgener le respondió: «Gewiss nicht» («Claro que no»). Sin embargo, tan pronto como hubo recuperado el aliento, reanudó sus esfuerzos. Poquito a poco sus piernas, a base de sacudidas espasmódicas, desaparecieron de la vista y, por fin, un estallido de patois, un tirón de la cuerda y Burgener avanzó y desapareció. El zumbido de los carámbanos y otros fragmentos pequeños, y la laboriosa respiración de los guías indicaba que estaban avanzando. Entonces Burgener me gritó que me pegara bien a la pared para resguardarme, por miedo a que cayeran piedras, pero como la grieta a la que yo me estaba agarrando solo era suficiente para protegerme la nariz, las manos y un pie, consideré sensato destrepar el couloir hasta las rocas expuestas al sol, y de ello me convencieron sobre todo los dedos de mis pies que, sin la protección de las botas y con unas medias que llevaban tiempo convertidas en jirones, no estaban dispuestos a seguir sobre roca helada y hielo pudiendo estar al sol y al calor.
De pronto, un grito de asombro y una gran piedra saltaron al espacio, seguidos de un bronco cántico tirolés anunciando la conquista del corredor. Mientras yo volvía a trepar por el couloir, cayó la cuerda con un silbido y me encordé lo mejor que pude con una mano mientras con la otra me agarraba a un canto cubierto de hielo. Una vez consumada esta importante operación, empecé el ascenso. Todo fue bien durante los primeros metros y luego los agarres parecieron hacerse insuficientes y un esfuerzo desesperado para remediarlo acabó con un péndulo en el que me vi incapaz de asirme a roca o a hielo. Un rostro barbudo, con una amplia sonrisa, asomó sobre el borde del corredor y preguntó jovialmente: «¿Por qué no vienes?».
Entonces, merced a unos cuantos tirones vigorosos superé el resalte verde y entré en una estrecha hendidura. Sus paredes verticales y lisas estaban cubiertas de hielo por todos lados y sus superficies paralelas no ofrecían apoyo ni agarre ninguno. Apenas era posible empotrar la espalda contra una pared y las rodillas contra la otra, pero progresar en esas condiciones era impensable. Tras los minutos que suelen dedicarse a convencer a un caballero, a pesar de encontrarse en un entorno así, de que la mochila y el piolet no son los únicos impedimentos del grupo, la persuasiva influencia de la cuerda me llevó a un terreno menos liso y, tras una trepada, llegué al sol.
Los guías miraban con tristeza sus codos, desgarrados y sangrantes, pues parecía que la única manera de subir por el corredor había sido a fuerza de poner las manos por delante y, llevándoselas hacia el pecho, hacer cuña con los codos en las paredes de la chimenea. Ambos estaban bastante maltrechos, así que nos detuvimos y pusimos en circulación una eficaz petaca. Luego, yo me eché sobre las rocas calientes y me pregunté cuánto tiempo tardarían mis órganos internos en regresar a sus posiciones normales que la presión de la cuerda se había encargado de alterar.
Un cuarto de hora más tarde ya estábamos de nuevo en marcha. Por encima, una larga serie de paredes de roca cuarteada, enlazadas por una línea bastante continua de grietas verticales, nos garantizaba el avance hasta la arista. Cómo me arrastré sobre grandes placas suspendidas de diedros, cómo en momentos críticos la mochila se enganchaba en salientes de roca o el piolet se atascaba en grietas al tiempo que las llagas en los dedos de mis pies se hacían cada vez más grandes, y cómo la cuerda hacía que mi cintura se aproximara más al moderno ideal de belleza femenina, son cosas que han quedado fijadas de manera indeleble en mi mente. Pero hay cosas demasiado penosas para ser expresadas con palabras y por tanto me limitaré a decir que, en algunas rocas, como corresponde con las últimas tendencias del montañismo, reconvine a Burgener acerca de lo absurdo de utilizar una cuerda, tomando al mismo tiempo buen cuidado de ver que el nudo estuviera bien apretado y a prueba de emergencias. Sobre otras rocas me limité a ascender adoptando nuevas y originales posturas, las cuales, a pesar de ciertas críticas en contra, sigo creyendo que habrían alcanzado celebridad en cualquier artista que hubiera echado mano de su gracia y elegancia y hubieran, además, permitido un punto de partida muy diferente de todos los modelos convencionales. Y en otras rocas se adoptó un método de avance que, desde entonces, siento decirlo, ha dado lugar a fieras disputas entre los miembros aficionados y profesionales del grupo; por un lado se alega que no existe dificultad en subir esas rocas si el escalador no se ve estorbado por una mochila y un piolet, y por otro, que una talla de cintura de cuarenta y cinco centímetros debería, por alguna misteriosa razón, ser tomada en cuenta y quitarle algo de mérito a su poseedor. Sin embargo, sin entrara profundizar en un asunto tan controvertido y de naturaleza tan dolorosa, me limitaré a decir brevemente que a las once y cuarto llegábamos trepando a la arista y que nos regalamos la vista con una visión cercana de la cumbre.
El miembro más optimista del grupo llegó de pronto a la conclusión de que una punta a la izquierda, de fácil acceso, era el punto más alto, pero ciertos fúnebres disidentes declararon que un feo diente a la derecha, de un aspecto extremadamente fiero, era el auténtico pico. Esos descreídos sólo recibieron hilaridad y se escaló el risco fácil entre explosiones de entusiasmo para descubrir, sin embargo, que allí, como en cualquier lugar, el camino cómodo y ancho no es para los fieles.
Regresando al lugar donde habíamos ganado la arista, nos encaminamos hacia el pie de la verdadera cumbre. Venetz fue izado sin demora a los hombros de Burgener y propulsado hacia arriba por el piolet, pero el primer ataque fracasó y reculó rápidamente hasta Burgener. Este menospreciado cliente fue utilizado entonces para extender la escalera y, gracias a ello, Venetz pudo alcanzar un agarre dudoso y acabar ganando la cumbre. A las doce menos cuarto del mediodía todos nos reunimos en la cima mientras los guías se regocijaban del alocado gasto de pólvora con el que monsieur Couttet celebró nuestra llegada. Burgener, como reconocimiento apropiado de esa atención, plantó uno de nuestros piolets en el punto más alto al tiempo que la tropa de la expedición buscaba diligente piedras con las que erigirlo en una posición recta y segura. Se le ató firmemente un pañuelo de vivos dibujos y mal arreglo, resultado de un lavado en Zermatt de dos pañuelos de dimensiones y colores más ordinarios.
Mientras se completaban estos detalles de manera satisfactoria, el equipaje pesado del grupo estaba asoleándose tranquilamente en un cómodo rincón, absorbiendo esa mezcla de luz solar, atmósfera, lago resplandeciente y arista dentada que forman la vista desde una cumbre. Largas horas de esfuerzo forzando al máximo la musculatura, y la desenfrenada emoción de una victoria medio lograda, pero aún incierta, se transforman en un instante en una sensación de alivio y seguridad tan perfecta que sólo el escalador que se ha tumbado en algún rincón calentado por el sol y protegido del viento es capaz de darse cuenta del completo olvido que sosiega cualquier sospecha de dolor o preocupación, y aprende que, por muy esquiva que sea la felicidad, a veces se la puede sorprender tomando el sol en irreales riscos de granito. Dedicar la mente en tales momentos a tratar de reconocer picos distantes o a enmendar sus conocimientos topográficos, o a empeños científicos de la suerte que sean, parece un sacrilegio de la clase más ruin. Para mí, el verdadero culto es tumbarse con los ojos medio cerrados al sol y dejar que el paisaje
«como una dulce y seductora melodía,
tan dulce que no sabemos que la estamos escuchando»,
nos envuelva con suave deleite hasta que, indiferentes al bullicioso mundo, casi hayamos llorado…
«Juremos solemnemente…
… vivir en los montes, recostados como los dioses, lejos de la humanidad».
Pero Burgener no compartía del todo esta visión y a las doce y media insistió en que bajáramos deslizándonos por una cuerda doble hasta la arista bajo la cumbre. Todo fue de perlas hasta que llegamos al couloir de hielo. Allí Burgener trató de anclar uno de nuestros tacos de madera, pero, hiciera lo que hiciera, éste insistía en no cumplir con su tarea, oscilando primero hacia un lado y luego hacia el otro de modo que la cuerda resbalaba por arriba. Probamos todos, metiéndolo en grietas que nos parecían adecuadas y hasta tratando de afianzarla mediante ingeniosas disposiciones de pequeñas piedras. Entonces alguien se preguntó si los tacos de madera no eran algo parecido a doblar la rodilla ante Baal y si no serían la primera parada en esas sendas de ruina en las que el arte del montañismo se confunde con el montaje de andamios. Ante eso, declaramos por unanimidad que los Charmoz no deberían ser violados por tacos de madera y, tras encontrar una dudosa protuberancia de roca, pasamos nuestra cuerda a su alrededor y Venetz bajó por ella. Yo fui a continuación y, para evitar en lo posible el riesgo de que la cuerda saltara, le dimos varias vueltas y la mantuvimos tensa mientras Burgener descendía.
A las dos y veinte nos reunimos con nuestras botas y la idea de una buena mesa de hotel sustituyó a otras más poéticas. Destrepamos las rocas y corrimos por el glaciar de un modo que, más tarde supimos, creó gran asombro en las mentes de varios amigos que estaban en el otro extremo del telescopio de monsieur Couttet. Cuanto más avanzábamos, más deprisa íbamos, pues los seracs que por la mañana parecían desagradables se tambaleaban ahora sobre nuestras cabezas de un modo que los «schnell, nur schnell» («deprisa, más deprisa») de Burgener casi le hacían a uno despegarse del suelo. Como suelen hacer los seracs, crujían y se movían, pero no se cayeron y llegamos a la parte inferior del glaciar casi sin resuello, pero, por lo demás, indemnes. Al alcanzar las inmediaciones del lugar donde dejamos el candil, lo buscamos minuciosamente, pero no lo encontramos, así que nos encaminamos a un chalet que Burgener conocía.
Encontramos a su bella propietaria alimentando a los cerdos. Nos trajo leche y, aunque de calidad intachable, los miembros más exigentes del grupo la habrían preferido sin los numerosos habitantes que habían buscado la eutanasia en el tazón.
Por suerte, no tardamos mucho en deshacer los zigzags del camino y a las cinco y media de la tarde éramos cálidamente recibidos por monsieur y madame Couttet y un champán excelente.
LA AGUJA DE LOS CHARMOZ… SIN GUÍAS
El ascenso no se repitió durante varios años, pero al final M. Dunod y F. Simond alcanzaron la cima sur y al año siguiente recuperaron el piolet que habíamos dejado en su cima norte. La montaña se convirtió enseguida en la escalada más popular en el distrito de Montenvers y la travesía de las cinco cumbres (como se llama ahora) está reconocida como una de las mejores y más entretenidas de las escaladas en roca en Chamonix.
En 1892 volví a esa montaña. Esa vez íbamos sin guías, pues habíamos aprendido una gran verdad: quienes desean disfrutar plenamente de los placeres del montañismo deben recorrer las altas nieves confiando sólo en su propia pericia y conocimiento. Esta necesidad se debe a varios motivos y no tiene poco que ver en ello el gran cambio que se ha apoderado del montañero profesional. El guía de la época de Picos, pasos y glaciares[6] era un amigo y un consejero; dirigía al grupo y se metía de lleno en la diversión y la alegría de la expedición; de regreso al pequeño albergue de montaña, seguía siendo, más o menos, uno más del grupo y la pipa de las noches sólo podía disfrutarse en su compañía. Feliz entre sus propias montañas y hábil para descubrir tras ardorosa investigación los magros recursos de la aldea, era un compañero inestimable y muy agradable. Pero no todas las ventajas eran para el cliente. Al estar en contacto permanente con sus empleadores, adquirió de ellos esas reglas de conducta y educación elementales que son esenciales si guía y viajero quieren desarrollar amistad y respeto mutuo. De aquellos pioneros continúan Melchior Anderegg y otros pocos, pero entre los más jóvenes no hay ninguno con quien uno pueda asociarse en los términos de antaño y con la intimidad de entonces. La afluencia de turistas ha traído las infelices distinciones de clase, y el guía moderno vive en las habitaciones de los guías y solo ve al cliente cuando está en plena expedición. Separado del contacto de los viejos tiempos, el guía tiende más y más a formar parte del tropel de los lacayos y el ambicioso turista lo mira de manera muy parecida a como su menos ambicioso hermano contempla a su mulo.
La constante repetición del mismo ascenso, además, ha tendido a hacer del guía una especie de contratista. Por tantas decenas o centenas de francos te llevará a cualquier sitio que se te ocurra nombrar. La destreza del viajero no cuenta para nada; el guía preparado lo contempla como un fardo. Es evidente que si se trata de un cliente de un volumen y peso anormales, deberá pagar una cantidad adicional de francos, del mismo modo que una persona de cien kilos tiene que pagar un precio más alto por un caballo. Pero, salvo por el detalle del peso, la individualidad del cliente no se tiene en cuenta.
Naturalmente, el guía, tras firmar un contrato, quiere cumplirlo de manera satisfactoria en el menor tiempo posible. Para ello, el camino de ascenso a la montaña se traza con gran detalle. El contratista conoce al segundo la hora a la que debe llegar a cada roca y a cada repisa. La más mínima variación de esos tiempos establecidos hiere su sensibilidad y perturba la serenidad de su disposición. No hay, por supuesto, diversión o entretenimiento durante el ascenso. Los viajeros, forzados a moverse al límite de su velocidad, no están en condiciones de disfrutar; tanto valdría, de hecho, pedirle a un hombre que esté tratando de batir el récord de la milla en bicicleta que mire el paisaje, o a los miembros de la tripulación de regatas de Oxford que entiendan un chiste. El grupo se limita a ser conducido hacia adelante y sólo se detiene cuando el resuello o las piernas del cliente se niegan por completo a dar un paso más. Durante las breves paradas de rigor —normalmente para el desayuno, aunque nadie come nunca nada— el aficionado jadea y boquea, y siente, o más que siente, los colmillos de un incipiente mal de mer, mientras los guías se lamentan de la lentitud de los señoritos. No hace falta decir que las condiciones imprescindibles para que se den los placeres de la charla y la contemplación, de los que disfrutaban los fundadores del oficio, brillan por su ausencia. Pobre del turista criado en la ciudad, al que meten prisa una pareja de campesinos suizos con pulmones y músculos en plena forma.
El escalador que va sin guía está libre de todas esas funestas influencias. Mientras haya tiempo disponible, y muy a menudo cuando no lo hay, él prefiere entretenerse al abrigo de una roca y observar en los montes lejanos las sombras siempre cambiantes o dirigir la vista hacia las enormes profundidades y las nieblas agitadas que flotan sobre el glaciar. Penar ascendiendo neveros o laderas a toda velocidad es algo que no va con él, sino que más bien cada piedra plana le sugiere una parada, y cada hilillo de agua, un torrente.
Una vez encontré a un hombre que me dijo, a las once de la mañana, que acababa de subir los Charmoz. Parecía profundamente orgulloso de su logro y es indudable que lo había hecho a una velocidad extraordinaria. «Pero», me pregunté a mí mismo, «¿por qué lo ha hecho?». ¿Puede alguien con ojos en la cabeza y un alma inmortal en su cuerda, apresurarse a abandonar la tosca belleza de la arista de los Charmoz para regresar corriendo hasta las hordas de turistas dirigidos que llenan y hacen insufrible el mediodía y la tarde en Montenvers? Y esto no es algo excepcional; en Zermatt es frecuente encontrar personas a primera hora de la mañana que han cometido la tontería de abandonar los rincones más bellos y los íntimos recovecos de los Alpes, el Gablehorn, el Rothorn u otro pico similar, para apresurarse a volver a las orquestas de metal y a los trovadores negros de esos lugares para excursionistas. El escalador sin guía no hace ninguna de esas cosas; rara vez se le ve regresar antes de que el último brillo del día se haya ocultado en el horizonte del oeste. Es la noche, y sólo la noche, lo que le conduce de regreso a las atestadas guaridas de los turistas. Ese amor por vivir al sol y en las altas nieves es la marca de identidad del entusiasta y lo distingue del tropel de fanfarrones y de todos los «hacedores de los Alpes». No hay que asumir que el amor por la montaña deba considerarse como el primero de los deberes humanos, o que el valor de la moral de un hombre pueda determinarse por la hora a la que suele regresar al albergue, sino que el montañero, el hombre que puede entender cada cambio de luz y sombra y que venera el verdadero espíritu del mundo superior, se diferencia por esos detalles de imitadores e hipócritas empedernidos.
Mi principal objeción a las cordadas dirigidas por guías, sin embargo, hay que encontrarla en la certeza con la que se llevan a cabo los trámites del día. El guía no es sólo capaz de «estar tumbado en la cama y visualizar cada uno de los pasos de la ascensión», sino que también puede, mientras reposa de tal guisa, decirte, con una precisión de segundos, la hora exacta a la que llegarás a cada punto del ascenso y el momento preciso en el que te devolverá, sano y salvo, al sonriente patrón de tu hotel. Ahora estoy de acuerdo con Landor en que «las certidumbres carecen de interés y conducen a la saciedad». Cuando me pongo en marcha por la mañana no quiero saber qué es lo voy a hacer exactamente o cómo voy a hacerlo. Me gusta la sensación de que habré que esforzarme al máximo y de que, incluso así, podremos vernos frustrados y vencidos. De manera similar, es infinito el deleite de recordar todos los vaivenes de una larga e incierta victoria, mientras que la memoria de una aburrida certeza detrás de dos guías incansables es aburrida en extremo y no tarda en diluirse en el monótono pasado.
Pocas escaladas nos han dado más placer a mis compañeros y a mí que la ascensión del Mont Blanc por la Brenva. Por un estúpido error, en el que yo insistí contra el consejo de mis amigos, nos enfrentamos a un enorme muro de seracs y luchamos con un vigor y, sea dicho sin fanfarronería con una determinación que nos marcó entonces con un puro placer y delectación, y nos marcará a partir de entonces mientras dure el recuerdo. Retrocedimos, confundidos, y acampamos en una expuesta repisa de roca y, a la mañana siguiente, atravesando por tercera vez el famoso filo de cuchillo de hielo, repetimos nuestro asalto a los seracs, esa vez por un rincón más vulnerable. La victoria aún pendía de un hilo, y hasta que Collie no hubo montado una destartalada escalinata, a base de empotrar nuestros tres piolets en los intersticios de una pared vertical de restos de hielo, y superó el obstáculo, no plantamos los pies en triunfo sobre los grandes neveros que quedan bajo la Calotte, desde donde ya se alcanza ésta fácilmente. Momentos como aquéllos son los que hacen que valga la pena vivir, pero dichos instantes se buscarán en vano si un guía de los que pueden «estar echados en la cama y visualizar cada paso del ascenso» forma parte del grupo. El montañismo, como ha señalado Leslie Stephen es «un deporte, como el cricket, el remo o el knurr and spell[7]», y de ello se deduce necesariamente que su disfrute depende de la lucha por la victoria. Partir en una expedición ordinaria con guías es, desde un punto de vista deportivo, igual de interesante —o lo contrario— que una carrera en la que corra un solo caballo.
Esta cuestión tiene, sin duda, otro aspecto que merece estudiarse. Los píos adoradores del gran dios «Cook» contemplan que se facilite el ascenso como algo que sólo puede ser bueno. Dan la bienvenida a un Cervino repleto de cuerdas y lleno de refugios y a los guías que visualizan el ascenso desde la cama, y lo toman como avanzadillas de los funiculares que les seguirán. Ascender el Cervino en un ascensor de vapor, y no dejar de recordar que han muerto hombres bravos en las dificultades de sus helados paredones, les supondrá a los curiosos llegados de la ciudad y a sus congéneres un gran placer. Cuando lean algo acerca de los primeros montañeros, de sus vivacs, de las noches pasadas en los refugios, de sus dedos congelados y hasta de cordadas enteras llevadas a la tragedia por un simple resbalón, el halo de peligro y sufrimiento parecerá envolverles cuando estén sentados en sus cómodos vagones de tren y se sentirán ellos mismos como bravos guerreros.
Acaso los de la vieja escuela debiéramos reconstruir nuestros ideales. Nos dicen que en unos cuantos siglos la lengua inglesa será una mezcla del inglés que se habla en el este de Londres y de mal americano. ¿Por qué no apostar por un nuevo credo del montañismo? Abandonaríamos el viejo amor por las noches frías al raso, las curiosas comidas con el hospitalario cura, las alocadas escaladas en glaciares medio desconocidos y las travesías de aristas vírgenes, y en su lugar, frecuentaríamos los hoteles e iglesias de Grindelwald y Zermatt y, en los breves intervalos entre las diversas funciones de esas dos clases de edificios, subiríamos corriendo al Jungfrau en un ascensor de vapor o escalaríamos el Cervino en un tren de cremallera.
El mero hecho de pensarlo es horrible. Dejemos que la ventisca nos limpie la nariz del hedor de la lata de aceite, y que la turbulenta avalancha y el rugido de la tormenta entierren el débil retintín de las campanas de hierro y el fragor de chabacanas orquestas alemanas. Acariciemos la esperanza de que, mientras vivamos, los Alpes más altos resistirán a las máquinas y a los ingenieros, y que podamos seguir venerando en paz los lugares sagrados de nuestros padres.
Sin embargo, las delicias de la escalada sin guías me han llevado lejos de los riscos y las torres de los Charmoz; me han conducido a traición, me temo, a la mayor de las indiscreciones: a una confesión de fe. La prudencia sugiere, por tanto, que abandone este terreno peligroso y regrese al sólido granito de nuestro pico.
Hasta que alcanzamos el punto en el que, durante nuestra primera ascensión, habíamos dejado las botas, no resultó ni más ni menos difícil que lo que yo había esperado; de ahí en adelante era mucho más fácil. Es posible que durante aquella expedición la falta de nuestro calzado habitual dificultara, más que ayudara, nuestro progreso; es posible el hecho de que hubiera muchísimo menos hielo en el corredor hiciera fácil lo que antes resultó terriblemente difícil y eso rebajara la impresión transmitida por la montaña en su globalidad. O posiblemente, y pensarlo tal vez suponga alivio a los miembros de más edad del grupo, el paso de los años no ha sido capaz, hasta ahora, de causar estragos ni en músculos ni en los pulmones o en el ánimo. Pero tales especulaciones son absurdas. Olvido que el ánimo estaba inclínelo en nuestra cordada. No cabe duda que la presencia de dos damas, que nos habían honrado con su compañía, nos dotaba de una fuerza y una agilidad con la que ni meros guías, ni siquiera la fogosa juventud, hubieran aspirado a rivalizar. Nuestro avance hasta la primera cima fue, por tanto, apenas una serie de fáciles victorias.
Desde ese lugar, caminamos sobre la arista, escalando de paso el curioso pináculo, conocido con el irreverente nombre de «El palo de Wick», y nos colamos por último a través de un buzón[8] muy estrecho hasta la última cumbre. Cuando estuvimos listos para bajar, logramos encontrar una manera mejor de destrepar la torre final y alcanzamos sin dificultad la cabecera del gran couloir que divide el Grépon de los Charmoz. Lo descendimos con mucho miedo, pues las piedras estaban sueltas y éramos un grupo muy numeroso.
Por suerte nadie resultó golpeado, salvo Pasteur, y él, según todas las apariencias, más que sufrirlo, lo disfrutó.
Nuestro descenso de la pendiente de hielo hasta las rocas del desayuno se vio alegrado por la vista de una hilera de botellas, limones y un enorme Dampfschiff, todo manipulado con la mayor de las pericias mientras esperábamos la llegada de las primeras damas que habían afrontado los peligros de la travesía de los Charmoz.
En la noche, a lo lejos, las luces de Montenvers bendecían nuestra visión. A los gritos tiroleses y de júbilo siguieron cohetes y, mientras descendíamos las laderas cubiertas de rododendros, vimos al miembro más alto del Club Alpino ejecutar un brillante pas seul sobre una desvencijada mesa, silueteado contra el deslumbrante reflejo de luces rojas y demás despliegues pirotécnicos. Una tumultuosa bienvenida recibió nuestra llegada y la velada concluyó con prolongadas celebraciones.