Por Mrs. A. F. Mummery
Las pendientes del Breithom y las nieves del Weisstor suelen considerarse el límite de ascensiones adecuadas para el sexo débil. De hecho, es fácil que surjan fuertes prejuicios en el momento en que una mujer intente mayores dificultades en montana. Sin embargo, a mí me parece que sus capacidades se adaptan mejor a las escaladas realmente difíciles que a los monótonos paseos por nieve con los que se las suele asociar.
Las ascensiones verdaderamente difíciles han de hacerse por necesidad a un paso mucho más lento, las paradas son bastante frecuentes y, salvo escasas excepciones, los cambios entre calor y frío son menos extremos. Las ascensiones rutinarias sobre nieve, por el contrario, suelen llevar consigo un esfuerzo continuo y grande, detenerse en un nevero es prácticamente imposible y al peligro de congelaciones durante el amanecer le sigue la certeza de las quemaduras solares a mediodía. Sin embargo, en la mentalidad masculina, salvo raras excepciones, está imbuida la idea de que una mujer no es un compañero adecuado en pendientes heladas o en paredes de roca y, en consecuencia, se sostiene como dogma de fe que éstas deben escalar como proponía Mark Twain, y que deberían contentarse con observar a través de un telescopio cómo un par de fornidos guías izan a un gallito pretencioso invertebrado o con observar a ese mismo gallito, a su regreso, balbucear de manera penosa los numerosos peligros que ha encontrado.
Alex Burgener, sin embargo, tiene unas opiniones muy extrañas; cree en fantasmas y cree también que las mujeres pueden escalar. En cualquier caso, no fue sin cierta sorpresa que le oí decir: «Tienes que subir la Teufelsgrat». La Teufelsgrat, como su propio nombre indica (pues quiere decir «La arista del diablo»), es una arista imponente que, unos días antes, mientras ascendíamos el Cervino, él me había señalado como la personificación de la inaccesibilidad. Yo estaba orgullosa con el cumplido, y nos dimos la mano solemnemente al tiempo que Burgener decía que el propietario nominal de la arista y todos sus ángeles no nos darían la espalda una vez hubiéramos emprendido su ascensión.
Para conocimiento de aquellos que no estén familiarizados con las posesiones alpinas de Su Satánica Majestad, cabe señalar que la Teufelsgrat es la arista suroeste del Täschhorn. A poca distancia al norte del Täschalp, esta arista culmina en el pequeño pico llamado el Strahlbett. Nuestro plan era dormir en el Täschalp y, cruzando el glaciar Weingarten, subir hasta un collado muy evidente, justo en el lado del Täschhorn de ese pequeño pico. Desde allí hasta la cumbre esperábamos poder seguir por la arista.
En consecuencia, el 15 de julio de 1887 salimos desde Zermatt para dormir en el chalet más alto —en aquellos días el albergue de Täsch era aún un lujo inimaginable—. Pasamos una tarde entretenida en el monte. Algunos amigos, pensando que era una buena oportunidad para ver un amanecer, se habían unido a nuestro grupo y, con gran interés en nuestra expedición, compartieron nuestro buen estado de ánimo. Asombramos a varias bestias de las inmediaciones al usurpar sus dominios. Durante la tarde, un toro airado realizó varias tentativas de acabar con nosotros y, al final, consiguió que todo el grupo, guías y viajeros, acabáramos en el tejado del chalet. Al final, cuando empezamos a considerar nuestro posadero incómodamente pequeño, se acordó una salida general y con gritos salvajes y abundantes aspavientos con piolets y sombreros, el bruto se dio a una fuga desordenada y salió mugiendo monte abajo.
Cuando el último matiz del ocaso se desvaneció en el Weisshorn, encendimos nuestras velas y convertimos el chalet en una sala de baile: un cuadrado que no llegaba a los cuatro metros de lado y cuyas vigas bajas e inesperadas hacían sumamente peligroso. En cualquier caso, el baile fue estupendo y variado, gracias a las canciones de los guías y porteadores. Andenmatten, nuestro segundo guía, aportó un extraño y maravilloso instrumento musical al que a base de soplar de manera agotadora, se le extraía una aguda música de baile y otras melodías indescriptibles. Habiéndose zanjado la diversión nocturna con la habitual discusión acerca del tiempo, nos embutimos en las mantas para tratar de dormir. Pero las tablas eran duras y todos estábamos muy inquietos; ya comenzábamos a enojarnos cuando, hacia las once en punto, la puerta recibió un empujón brutal seguido de un rugido terrorífico. Todos saltamos de golpe y agarramos los piolets y telescopios, palos y botas claveteadas, como armas con las que matar, o al menos espantar, a quien quisiera que fuera el monstruo que había osado atacar nuestra fortaleza. Abrimos de golpe la puerta y salimos dando grandes gritos y, una vez más, allí vimos a nuestro viejo enemigo el toro. Consciente del vigor y furia de sus atacantes, se dio de nuevo a la fuga, despertando ecos con sus indignados bufidos y gruñidos.
Echamos mano de este incidente como una excusa favorable y abandonamos cualquier idea de seguir durmiendo. Pronto empezaron nuestros preparativos para partir y a la una y media de la madrugada todo estaba dispuesto. Encendimos debidamente los dos faroles, hábilmente fabricados mediante el truco de quitarles el fondo a botellas de champán vacías, y, diciendo adiós a nuestros amigos, nos zambullimos a través de la hierba húmeda y larga. Enseguida perdimos la senda sin remedio, así que nos abrimos paso en dirección al torrente y seguimos por su flanco izquierdo hacia la morrena.
No querría entristecer ningún corazón al recordar las sensaciones que siguieron a una insalubre e indigerible cena a las ocho de la tarde, a una noche en vela y a un desayuno aún menos digerible a la una de la madrugada; la verdad, sin embargo, me obliga a admitir que cuando esas sensaciones se vieron acentuadas por tener que caminar sobre una morrena descompuesta a la trémula luz de un cuarto de penique sumergido en una botella de champán, estuve de acuerdo por completo en la breve y exhaustiva denuncia de las cosas que de tanto en tanto brotaban de algunos labios masculinos. Mientras tropezábamos sobre el sinfín de piedras, nos fuimos dando cuenta de que el día estaba naciendo y, para cuando llegamos al morro del glaciar Weingarten, el Monte Rosa resplandecía bajo la luz del sol. Nos detuvimos unos minutos para que Burgener pudiera estudiar cuál de los dos corredores de roca que teníamos justo delante nos ofrecía la mejor ruta. Confesaré que este problema no despertó mi entusiasmo y, dándole la espalda a las paredes, observé el majestuoso avance del gran sol rojo borrando las últimas sombras de los neveros inferiores.
El reconocimiento de Burgener quedó pronto trazado, los hombres se volvieron a echar las mochilas a la espalda y atravesamos la morrena y las piedras sueltas hacia el couloir más cercano al Täschhorn. Las rocas resultaron ser fáciles y progresamos con rapidez hasta que, a las cinco menos cuarto de la mañana, alcanzamos un lugar apropiado para desayunar. Justo por delante, la pared se tornaba vertical y se veía cruzada por bandas de roca suelta más o menos continuas.
Burgener se regocijaba ante la inminencia de nuestro primer obstáculo y a duras penas era capaz de contener su eufórico estado de ánimo. Empleaba su tiempo, cuando ocurría que no tenía la boca ocupada en cosas más serias, utilizando su mejor inglés para tratar de destrozarme los nervios. Me sugería imágenes variadas y gráficas de los horrendos precipicios que daban la bienvenida a mis inexpertos ojos, y terminaba siempre todas las frases con un «es más bonitos como el Cervino», que era el único pico que habíamos ascendido juntos previamente.
Ya habíamos agotado el tiempo estipulado para alimentarnos. Sacamos la cuerda y en el semblante de Burgener se dibujó un aire de «manos a la obra». Él, por supuesto, iba en cabeza, yo le seguía, y cerraban la cordada Andenmatten y mi esposo. La roca fue bastante buena durante un rato pero al ganar altura, se volvió más vertical y muy descompuesta. Nuestro guía puso el máximo cuidado para no trasegar ninguna piedra y no dejó de lanzarme pavorosos avisos para que tuviera igual cuidado. «Tu matas tu hombre, tú no gustas eso». Yo no «maté mi hombre», pero en cualquier caso fue allí donde ocurrió nuestro primer accidente.
Habíamos alcanzado una especie de plataforma separada de las laderas superiores por una pared de roca que caía a pico. Sin embargo, en un punto, donde el extremo de una placa desplomada se había descompuesto y caído, parecía posible superar la barrera. Burgener no tardó en entrar en faena, pero las lajas de roca estaban tan sueltas que no se podía encontrar agarre adecuado y el progreso debía hacerse con presas igual de inciertas para manos y pies. Aún así, avanzaba con firmeza y, al final, pudo llegar con las manos por encima de la roca y asirse a una gran piedra que parecía firme. Firme hasta cierto punto. Suficientemente firme para no caer sobre nuestras cabezas, pero no lo suficiente como para no moverse ligeramente y pillarle la mano a Burgener. Un gemido ahogado, un hilillo de sangre bajando por la roca, seguido de un largo e impresionante juramento en patois, fue toda la explicación que se nos ofreció hasta que, con un último esfuerzo, Burgener trepó hasta lo alto de la pared. Seguimos nosotros rápidamente y, tras encontrar una repisa apropiada, nos dispusimos a hacer nuestro diagnóstico. Un pulgar algo lacerado, hinchado y sangrante que presentaría un problema interesante a un estudiante de la Asociación de la Ambulancia de Saint John. La hemorragia no tardó en controlarse y el pulgar herido fue vendado con una serie de pañuelos de bolsillo mientras Burgener murmuraba con un tono de lo más patético: «Yo no más fuerza en esa mano».
Nosotros sugerimos abandonar inmediatamente, pero tras un vistazo a la arista, ahora bien evidente, media botella de champán (se nos había olvidado traer coñac) y un mordisco a una pata de poulet duro, de los labios del inválido salieron comentarios jocosos respecto a la idea de darse la vuelta. «Vorwärts!», gritó y vorwärts seguimos, es decir, hacia adelante, en medio de una extraña mezcla de gritos de alegría a los gendarmes de roca que nos retaban desde lejos y miradas abatidas, y una voz lúgubre que repetía: «Yo no más fuerza en esa mano».
Hacia las cinco y media de la mañana alcanzamos la arista, cubierta en ese lugar con nieve. Andenmatten tomó la cabeza y, como la nieve estaba en un estado excelente, pudimos avanzar a buen paso. Esta superficie no tardó en convertirse en un terreno extraño de lajas y rocas estratificadas, apiladas en un ángulo pronunciado, como si se tratara de hileras de enormes pizarras, unas encima de otras. Sus afilados bordes, sin embargo, ofrecían buenos agarres para manos y pies. Al cabo de poco tiempo, esas rocas sueltas empezaron a entremezclarse con torretas verticales, lo que obligó a nuestro guía a mostrar su temple. Ese primer gendarme fue, no obstante, superado con éxito y ante nosotros se alzó el segundo, una gran masa apilada de roca amarillenta y podrida que ocultaba completamente de nuestra vista el resto de la arista.
Tras una breve consulta entre los guías, se eligió la mejor ruta y, una vez más, Andenmatten se dispuso al ataque. La base de la torre fue sencilla y poco a poco parecía que superaríamos todas las dificultades. El rostro de nuestro primero brillaba de orgullo y placer a medida que asaltaba risco tras risco, pero ¡ay!, olvidó el viejo proverbio que dice: «El orgullo precede a la destrucción y la confianza, a la caída».
Hubo que hacer justicia a Salomón una vez más y Andenmatten iba a ser la víctima. Con un último y pequeño diente rocoso impidiéndole progresar, e incapaz de encontrar agarres suficientes, emplazó a Burgener a que le ayudara. La sugerencia de que debería quitarse la mochila se consideró un insulto y, un minuto más tarde, ayudado por un amistoso empujón, no sólo había encontrado una buena presa en lo alto del diente, sino que sus brazos descansaban sobre el mismo. El diente está a todos los efectos superado cuando, para horror nuestro, vimos resbalar sus brazos y con un último y convulsivo esfuerzo para encontrar agarre para sus dedos, se precipitó cabeza abajo sobre el abismo. Mucho antes de que pudiera darse la orden de «aguantad», le vimos con los talones en lo más alto, los brazos extendidos, la mochila colgándole de una correa y el sombrero dando vueltas por el aire, sobre una roca inclinada y cubierta de hielo unos cinco metros por debajo de nosotros. Burgener, con una prontitud admirable, había agarrado la cuerda mientras Andenmatten estaba cayendo y su puño de hierro, por suerte para nosotros, había aguantado el tirón. Yo seguía agarrada a un risco que sobresalía, mientras que nuestro último hombre se había arrojado de medio cuerpo sobre el lado opuesto de la arista y estaba listo para cualquier emergencia. Una vez controlada la caída, todas las manos agarraron la cuerda, pero sin resultados inmediatos. Entonces, mi marido destrepó y vio que la chaqueta de Andenmatten se había enganchado en una roca. Una vez liberada, unos cuantos tirones izaron a la víctima hasta la arista. El profundo silencio sólo se vio roto por los sollozos del fardo de nervios que estaba tendido a nuestros pies, y resultaba difícil hacerse a la idea de que era el mismo hombre activo, fornido y de moral alta que había tocado la gaita para que bailáramos, que nos había mantenido alegres con sus gritos tiroleses, haciendo que el eco rebotara en las rocas y cuya alegría había logrado que hasta la morrena rocosa y las interminables laderas perdieran parte de su horror. Aún así, seguía reinando el silencio, salvo por los sollozos del herido, cuando, de pronto, una voz solemne proclamó: «¡Qué providencial, no se ha roto ninguna de las dos botellas de Bouvier!». Y mirando a mi alrededor, vi que mi esposo había empleado esos asombrosos instantes para dar un repaso al contenido de la mochila. Una de esas mismas botellas fue abierta sin demora y un vaso del espumoso líquido vaciado en la garganta del jadeante guía.
Después de volver a exhibir mis grandes habilidades quirúrgicas, sobre todo por golpear al herido en las costillas, doblarle los miembros y tratarlo en general de manera desconsiderada y despiadada, le diagnostiqué como más asustado que herido. «Vorwärts», gritó Burgener; «Adelante, no nos batimos en retirada», y tomó una vez más la cabeza. Yo fui detrás, luego mi esposo y, el último de todos, Andenmatten, con el rostro de un pálido mortal, los miembros temblorosos y la cabeza envuelta en un voluminoso pañuelo rojo. En cada roca pequeña que nos topábamos profería o amargas maldiciones sobre el pasado o rogativas por su futuro; cuestiones triviales, le asegurábamos nosotros, siempre que plantara firmemente los pies. Poco más adelante nos vimos obligados a salirnos de la arista al la cara del Weingarten. Todas las repisas estaban tan repletas de roca suelta que era imposible moverse sin desplazar grandes lajas y piedras. Resbalaban bajo nuestros pies y daban lugar a avalanchas perfectas mientras saltaban de repisa en repisa antes de dar el último y tremendo salto hasta el glaciar. Cuando llegamos al final de esas repisas y plataformas ascendimos por estratos y nos vimos forzados a pasar una vez más a la arista. A estas alturas, las cariacontecidas súplicas del caído Andenmatten nos dieron lastima y nos volvimos a parar unos minutos para examinar su espalda y aplicarle en los labios cierto bien conocido remedio. Al mismo tiempo, se le indicó sutilmente que no servía de nada tener ningún tipo de dolor, ya fuera en la espalda o en cualquier otra parte, hasta que no encontráramos un lugar más favorable para su tratamiento.
Nos volvimos a poner en marcha. Al resultar impracticable una pirámide que teníamos por delante, nos vimos obligados a pasamos a la cara del glaciar Kien, sobre una pendiente de hielo muy inclinada de aspecto nada apetecible. Aquí y allá asomaban del hielo algunas rocas que parecían ofrecer agarres para las manos, pero que casi siempre resultaban estar sueltas o se desprendían al más mínimo roce. La cantidad de escalones que había que tallar le resultaba extremadamente molesta a Burgener. Su mano ya le sangraba de nuevo, y de sus labios escapaba un gemido de dolor cada vez que golpeaba con el piolet y las esquirlas de hielo caían resbalando por la vidriosa pendiente. A pesar de la mano herida, el tallado tuvo que continuar durante media hora o más, media hora que se me hizo interminable, con los gemidos que escuchaba por delante y los sollozos intermitentes que me llegaban desde atrás. De hecho, Andenmatten parecía estar en un estado tan deplorable que daba la impresión de que iba a desmayarse de un momento a otro, posibilidad que sugería que, a fin de cuentas, la Teufelsgrat, haría honor a su nombre.
El avance por la pendiente de hielo se veía ahora obstaculizado por un pilar infranqueable de roca lisa y negra, un diente enorme que se alzaba por encima de la arista. Burgener se vio obligado a retroceder hacia la derecha y continuar hacia la arista por una chimenea o corredor de roca que flanqueaba el diente. Ni que decir tiene que esa decisión conllevaba un grave inconveniente, ya que la chimenea nos dejaría en la arista, pero en el lado equivocado del gran diente. Sin embargo, como observó nuestro líder: «Es gibt keinen anderen Weg!» («No hay otro camino»). Un tramo de escalada más bien difícil le dejó en el corredor. Cuando hubo encontrado un resquicio firme para los pies, yo trepé hasta allí y quedé empotrada en una pequeña hendidura llena de hielo. Luego, Burgener tomó amablemente mi piolet y lo clavó por mí en el corredor, y, con un autoritario «Tú quédate ahí», siguió subiendo. No tardaron en bajar silbando piedras y trozos de hielo, seguidos, minutos más tarde, por una gran laja que bajó resbalando, golpeó mi piolet y un instante después mi querida arma había desaparecido en el espacio.
Al fin se tensó la cuerda y, obedeciendo a la orden de «Vamos», subí por las rocas heladas y tapizadas con una capa de nieve hasta un gran corte en hielo más profundo, cerca de lo alto del corredor. Por encima, nieve y roca fácil nos condujeron hasta la arista. Pero, como habíamos temido, la gran torre que teníamos enfrente era infranqueable y resultaba evidente que deberíamos hacer otra travesía. Sin embargo, al acercarnos bastante a ella, nos vimos desbordados de alegría al encontrar una extraordinaria hendidura en la roca. La grieta tenía la anchura justa para permitirle a un entrar en ella y salir al otro lado de la arista, sorteando el obstáculo.
Estoy segura de que mis compañeros compartieron el regocijo que eso despertó en mí, pues Burgener lanzó al aire un grito tirolés muy elocuente, mi esposo dejó escapar una risita placentera y de Andenmatten no salió sonido de clase alguna. Explorar ese lúgubre y misterioso túnel era el siguiente asunto. Para ese propósito, un miembro del grupo se desencordó y se sumergió en la semioscuridad. Sus gruñidos y gemidos mientras se apretujaba a través del estrecho pasadizo y una descarga final de esas palabras irreproducibles, con las que la turbulenta mente masculina busca alivio invariablemente, nos hicieron saber que el agujero era un engaño y que la montaña nos había gastado una broma.
La única alternativa era rodear el obstáculo por la derecha Burgener nos condujo por una estrecha repisa que estaba más o menos cubierta con los escombros caídos de más arriba. Era necesario ser cuidadoso en extremo, pues la pared de nuestra izquierda estaba forrada con una capa de piedras descompuestas y daba la impresión de que mover una sola podría hacer que nos cayeran todas sobre la cabeza. A la derecha teníamos un vertiginoso precipicio de 450 metros o más, con el agrietado glaciar Weingarten abajo. Al cabo de un rato alcanzamos un brazo de roca que bloqueaba la arista; superándolo, o más bien rodeándolo, encontramos un rincón seguro donde sentarnos mientras Burgener se desencordaba y seguía para explorar. Los riscos pronto lo ocultaron de nuestra vista y, durante cierto tiempo, toda la noticia que tuvimos de él fue el incesante golpeteo de las piedras que iba moviendo. Por fin le vimos reaparecer, pero no había vida en sus movimientos; su rostro estaba serio y, como respuesta a nuestras preguntas, dijo: «Señor Mummery, es bastante imposible». Durante nuestra forzada ociosidad tuvimos tiempo para estudiar a fondo la pared de roca que nos separaba de la arista. Un miembro entusiasta del grupo había declarado que «si el viejo Burgener no puede subir por esa pendiente, será una pena».
Encordándonos una vez más, el gran hombre del grupo se dispuso al asalto. Con sumo cuidado se agarró firmemente con las manos en una grieta, pero, por encima y a los lados, hasta donde llegaba su alcance, todo lo que tocaba se caía, cubriéndome a mí con una ducha de esquistos desmoronados. Aplasté la cabeza contra la pared, pero eso me proporcionó poco cobijo ante las afiladas esquirlas de pizarra que bajaban volando, y para cuando nos llegó la orden de «vamos», mis dedos y brazos estaban mucho más castigados y tenía los ojos llenos de todo lo que era suficientemente pequeño como para entrar en ellos. Pero lo peor estaba por llegar. ¿Cómo iba a subir yo sin matar a los que tenía por debajo de mí o, lo que parecía mucho más probable, sin echar abajo toda la capa que cubría la pared? Siempre que cedía una piedra, todas las que descansaban por encima de ella eran barridas en una avalancha perfecta, enardeciendo los temores de Burgener hasta tal punto que éste no dejaba de bramar: «Tú matas tu hombre si tú no más cuidado tener». Mi propia impresión era que no iba tan sólo a «matar mi hombre», sino que todo el grupo y la mayor parte de la montaña se iba a precipitar al glaciar de abajo. Fue, por tanto, con el mayor de los júbilos que pude al fin verme sentada firmemente sobre una roca que dominaba la pendiente de nieve a la izquierda de la arista, y pude observar cómodamente las miserias de mis compañeros más abajo.
Tan pronto como nos dimos cuenta de que ninguno de nosotros —ni la montaña— habíamos sufrido heridas serias, Burgener examinó detenidamente nuestra ruta. Pocos momentos después nos llegaron las alegres palabras: «Herr Mummery, das geht», como queriendo decir que íbamos bien.
Seguimos avanzando, esta vez Herr Mummery en cabeza. La arista demostró ser bastante fácil, aunque hubo escalones de roca en los que hizo falta un paso de hombros de Burgener o tener que izarse del piolet. En un lugar nos encontramos con un escalón formidable y abajo quedaron las mochilas, las chaquetas, Andenmatten y yo, mientras los escaladores del grupo se las veían con las dificultades. Unos gritos acabaron anunciando su éxito y, con un gran silbido, nos llegó la cuerda para izar los diversos bultos. Cuando completamos dicha operación, volvió a bajar la cuerda para mí y con puro deleite, me preparé para subir. Mi parada de media hora había sido cualquier cosa menos agradable, pues un viento gélido había empezado a soplar y el sol quedaba oculto por la niebla. La cuerda fue lanzada abajo por tercera vez y, tras mucho tirar y aconsejar, Andenmatten se reunió con nosotros. Luego seguimos por la arista hasta que un «escalón» aún más grande, vertical e infranqueable, nos bloqueó el camino. Nuestros líderes volvieron a consultar y, tras una breve parada, nos llevaron hacia la cara del glaciar Kien, donde una pendiente de nieve parecía ofrecer una manera, si bien no del todo expedita, de rodear el obstáculo.
Al estar la nieve en buenas condiciones, nuestro progreso fue rápido, pero poco a poco el piolet fue llegando al hielo inferior y al final la nieve no tenía un espesor de más de un par de centímetros: cada paso había que tallarlo en hielo negro y duro. El precavido Alexander, pensando que no era un lugar en el que un aficionado debiera ir en cabeza, se desencordó y, tallando unos cuantos peldaños por debajo de mí, pasó al frente y comenzó a lanzar poderosos golpes contra la implacable pendiente. Era deseable moverse lo más deprisa posible, pues la roca que teníamos por encima no dejaba de enviarnos carámbanos y piedras, y temíamos que en cualquier momento les siguieran obuses mayores y nos barrieran con ellos en su alocado vuelo de brincos y saltos hasta las gigantescas grietas azuladas muchísimo más abajo. Pero el hielo era duro y Burgener estaba algo impedido por su mano herida. Parecía que poco a poco lográbamos avanzar y, siempre que alcanzábamos roca, no encontrábamos otra cosa que lajas lisas y resbaladizas con una capa de hielo. Seguimos laboriosamente hacia adelante. Manos y pies hacía tiempo que habían perdido toda sensibilidad, y la única esperanza que mantenía a flote nuestra hundida moral era la creencia de que, tras pasar un costillar rocoso que teníamos por delante y no muy lejos, acabarían nuestras dificultades y la ascensión estaría prácticamente consumada. Acabamos alcanzando ese costillar y, más allá del mismo, la nieve era desde luego más profunda: hasta donde nos alcanzaba la vista, no había nada por delante por lo que debiéramos estar preocupados. A juzgar por el tiempo que llevábamos en la montaña y por las muchas dificultades que habíamos superado, llegué a la conclusión de que pronto ganaríamos la cumbre. Mi esposo pasó de nuevo a la cabeza y una vez Burgener hubo tomado su antiguo lugar en la cuerda, la travesía continuó.
«¡Oh, vana esperanza y frívola conclusión!». La prueba de fuego aún estaba por llegar. Nieve, rocas y hielo nos habían sorprendido en el pasado por su naturaleza amenazante; ahora, además de eso, teníamos el inconveniente de lo tarde de la hora (la una y media de la tarde), una pertinaz niebla y, lo peor de todo, la fatiga, el frío y el hambre.
Una vez más, la nieve empezó a ser menos profunda y todo lo que quedaba era una inmensa placa de hielo. Atravesarla nos hubiera llevado días. Era evidente que no teníamos otra solución que volver a ganar la arista. Burgener opinaba que ya habíamos superado lo más serio y que, si pudiera alcanzar la cresta, tendríamos un camino expedito y no muy largo hasta la cumbre. Así que indicó a nuestro primero que ascendiera directamente por la pendiente hacia unas grandes llambrias de roca que asomaban sobre el hielo. Sin embargo, éstas también se hicieron enseguida demasiado verticales y lisas y no nos quedó más alternativa que tallar en un horrendo corredor de hielo que flanqueaba las rocas. En algunos lugares la nieve cubría el hielo y el corredor, al ser tortuoso y estrecho, apenas ofrecía lugares precarios donde poner los pies. Los mandatos de Burgener eran constantes: «Manteneos donde la nieve sea más profunda». Pero la nieve no tardó en menguar hasta que no hubo lugar donde tuviera más de dos centímetros de grosor; aún así, mientras los golpes de piolet pudieran labrar un escalón, avanzábamos con firmeza. Sin embargo, al final, el alegre picar de los piolets se acabó y, en respuesta a la pregunta de Burgener, llegó la afirmación: «Es gibt gar kein Eis», no quedaba ni una brizna de hielo. A derecha e izquierda, las lisas placas de la canal rocosa no tenían más que una fina película de hielo y por encima de ella volvía a haber una delgada capa de nieve suelta. La pared de roca de la derecha sugería, sin embargo, alguna posibilidad de continuar el ascenso y hacia allá se encaminó nuestro guía, escalando un tramo corto hasta que el terreno se hizo tan helado y vertical que tuvo que detenerse. Que pudiera descender también parecía dudoso por lo que su situación era crítica en extremo. Afortunadamente, por el momento tenía buen apoyo para los pies.
Entonces salieron a la luz los puntos fuertes de Burgener. Sin dudar lo más mínimo o perder un momento, se desencordó y, sujetando la cuerda como si fuera un pasamanos, ascendió rápidamente en su ayuda. Llegó hasta el punto al que había llegado mi esposo, a la derecha, dejó la cuerda y siguió más bien hacia la izquierda, logrando encontrar hielo de espesor suficiente para hacer peldaños poco profundos. Ayudándose aquí y allá con rocas que sobresalían del hielo, progresó hasta un lugar en el que la pendiente del corredor se hizo ligeramente menos inclinada y se habían acumulado considerables cantidades de nieve. Esa nieve era de la peor calidad posible y con cada paso se desmoronaba como si fuese harina; a pesar de todo, por mala que fuera, permitía progresar y sin dejar de ascender con un coraje digno de encomio, le vimos por fin ganar un terreno firme para los pies. Dimos rienda suelta a nuestros sentimientos con grandes gritos y cánticos, pero no fue plato de gusto estar de pie sobre un pequeño escalón durante tres cuartos de hora, con esquirlas de hielo y un torrente de nieve helándonos las manos y pies hasta que parecía imposible que pudiéramos aguantarlo más. De hecho nada, sino la certeza de que la única alternativa era moverse y resbalar, pudo haberme mantenido inactiva durante tanto tiempo. Bienvenidas eran las alegres garantías que de tanto en tanto legaban de arriba. «Aguantad un poco más y todo irá bien». Pero Burgener, al estar desencordado, no podía ayudar directamente a mi esposo y faltaba algo de tiempo para que éste ultimo pudiera volver a atravesar para entrar en el cocedor y subir por los traicioneros peldaños en la nieve que tenía por encima. Cuando la seguridad del grupo estuvo de nuevo en manos de Burgener, subí yo, viendo que mi esposo ya se había abierto paso hasta la arista. Luego, me llegó la orden de desencordarme y la cuerda se le tiró a Andenmatten.
Con una impaciente mirada a ese inolvidable corredor, encaminamos nuestros algo cansinos pasos hacia arriba, trepando, escalando y reptando por los diversos riscos, pináculos y pilares que constituyen la arista. Comparado con nuestras recientes experiencias, pareció fácil y el avance fue rápido. Sin embargo, de pronto, se detuvo nuestro primero y, aunque Burgener le apresuró para que siguiera, él se negó por completo y, tras unos momentos, emplazó a Alexander para que pasara al frente. Yo no podía ver su rostro, normalmente expresivo, pero las palabras «Herr Gott, unmöglich!», («¡Dios mío, imposible!») llegaron a mis oídos y me apresuré a seguir para ver qué nuevo peligro nos amenazaba.
Para entender cómo estaban las cosas es necesario describir la muy curiosa formación rocosa con algo de detalle. La arista en la que nos encontrábamos proyectaba una enorme cornisa de roca que sobresalía mucho sobre el precipicio. Justo a continuación, esta cornisa se había roto. Como consecuencia de ello, la arista por la que habíamos ascendido parecía terminar abruptamente y seguir avanzando quedaba descartado, pues un abismo inconmensurable se abría por delante. Unos seis u ocho metros a nuestra izquierda, la auténtica arista, desnuda allí de su cornisa rocosa, se elevaba rápidamente en una serie de escalones verticales, pero desde el lugar en el que estábamos nosotros no mirábamos a la arista, sino al pelado precipicio que había bajo ella. Incluso de haber alcanzado esa pared, ningún escalador podría esperar sujetarse en ella; pero ni siquiera podíamos alcanzarla; entre nosotros y ella estaba el abismo más grande que he tenido la suerte de ver. Esta formación de la arista es, hasta donde alcanzaba la experiencia de cualquier miembro del grupo, única. Daba, de hecho, la impresión de que había dos aristas, separadas una de otra por una grieta infranqueable. No es extraño, por tanto, que el horror se apoderara de nosotros. Darse la vuelta era algo impensable y el avance parecía imposible. Allá estábamos los cuatro, completamente impotentes, con castañeo de dientes debido al intenso frío y a la húmeda y cruel niebla que no dejaba de envolvernos y que amenazaba con añadir oscuridad al resto de nuestros des conciertos.
Por suerte, al cabo de unos minutos, empezamos a recuperarnos del horror que nos causó esa brecha espectacular en la arista y procedimos a reducir su enorme apariencia hasta los deslucidos y estrechos límites del hecho real. Tan pronto como nos dimos cuenta de que estábamos sobre una cornisa suspendida en el precipicio, se hizo evidente que deberíamos destrepar la cornisa hasta la auténtica arista y, desde ese punto, ver cómo atacar las dificultades que teníamos por delante. Ese descenso no fue muy sencillo, pues las lajas del lado del glaciar Kien estaban muy inclinadas y todos los intersticios y grietas estaban llenos de hielo. Sin embargo, justo en el borde, era posible asirse y, una vez que mi marido limpió el hielo de varias irregularidades y fracturas, llegó a un punto inmediatamente por debajo de un tajo profundo que separaba la zona de la arista que tenía cornisa de la que estaba desprovista de ella. Más allá de este punto, la reconfortante seguridad de la cuerda desaparecía. Cualquiera que dependiera de ella se vería obligado a convertirse en un péndulo en el vacío y cabe dudar si «todos los caballos del rey y todos los caballeros»[5] serían suficientes para volver a poner a ese trapecista sobre la arista. Afortunadamente, una minuciosa búsqueda reveló una pequeña entalladura en la roca y aunque era evidente que la cuerda se saldría de ella de vez en cuando, parecía probable dejar una cuerda fija mientras se estuviera tirando firmemente de ella. Sus palabras, por tanto, fueron dubitativas: «Fija la cuerda y lo intentaré», a lo que Burgener replicó: «Herr Jesu, es muss gehen, sonst sind wir alle kaput» («Jesús, tiene que funcionar, si no, será el fin de todos»). Con la cuerda firmemente atada a una roca en lo alto de la cornisa, el otro extremo se envió abajo y mi marido se introdujo en el diminuto tajo. Tirando antes de la cuerda para tensarla y prevenir cualquier «carrera» cuando empezara a aguantar peso, le vimos pendular y desaparecer. Un instante más tarde oímos las buenas noticias: «Está bien, hay buenos agarres en todo el descenso».
Por fin reapareció atravesando el hueco que separaba ambas paredes y, escalando con cuidado junto a un gran bloque de dudosa estabilidad, logró llegar a la roca que había a continuación, colocada como una piedra en equilibrio sobre la arista. Los tres metros siguientes tenían un aspecto feo y luego oímos un alegre «Kommen Sie nur, Alexander» («Ven tú sólo, Alexander»). Una vez hubo subido lo mejor de nuestro grupo, yo tuve que seguir y encontré con gran regocijo que pude superar, sin ayuda, un mauvais pas que durante un minuto o dos había parecido infranqueable para los miembros más fuertes y atrevidos del grupo.
Mirando hacia atrás, el risco que acabábamos de dejar era de lo más raro: si bien en lo alto su anchura era de al menos seis metros, se iba estrechando hasta la base del tajo, donde tenía medio metro, y daba la sensación de que un buen golpe con el piolet podría mandarlo entero al glaciar Weingarten. En realidad, con la niebla enroscándose y colándose a través del tajo, parecía tambalearse como si se estuviera cayendo de verdad. Pero eran ya las cuatro de la tarde y estábamos lejos de la deseada nieve, así que mientras ayudábamos a Andenmatten a superar este tramo complicado, mi esposo se desencordó y comenzó a atacar un «escalón» vertical en la arista. Luego le lanzamos la cuerda y Alexander, ayudándose de ella, estuvo listo para izar al resto del grupo. Este procedimiento fue, entonces, repetido. A un risco le seguía otro, con rocas sueltas que rodaban en cuanto se las tocaba y pilares verticales que sólo podían superarse empleando como escalera las amplias espaldas de Burgener. Sin embargo, de repente, las dificultades parecieron cesar, nuestro líder se volvió a poner la cuerda y fuimos haciendo sonar las piedras a lo largo de la arista hasta que se ensanchó dando paso a una gran cresta de nieve.
«Der Teufelsgrat ist gemacht!» («¡La Teufelsgrat está hecha!»), gritó Burgener, y empezamos a correr por la nieve que ascendía delante de nosotros y a nuestra derecha formando una empinada cresta. Por las pendientes podíamos ver las huellas dejadas por una cordada que, bajo el liderazgo de Franz Burgener, había subido por la vía normal el día anterior. «Media hora más y habremos terminado, la Teufelsgrat es nuestra», añadía el emocionado Alexander mientras nos apresurábamos al sentir que el éxito estaba a nuestro alcance. Las huellas se hacían sensiblemente más grandes y corrimos hasta plantar nuestros pies en ellas. Allí dejamos todo el material innecesario y Burgener, al ver que hacía mucho frío, me puso su chaqueta y sus guantes. Nos apresuramos por la nieve, sin encontrar otra dificultad que su extremada blandura. Luego tuvimos que trepar un poco sobre unas rocas pizarrosas, después, un poco más de nieve y a las cinco y media de la tarde pisábamos la cumbre. Pero sólo por un momento. De pronto Burgener empezó a decir con una cara muy seria: «Yo no gustar una tormenta en esta arista». No cabía duda, las nubes nos estaban envolviendo y un ruido sordo y distante nos retumbaba en los oídos. «¡Vamos, vamos, más deprisa Herr Mummery!», y luego, con un empujón, me metió prisa en la arista. «Debe seguir, por aquí pasaría hasta una vaca», fueron las palabras de ánimo que escuché mientras bajaba atropelladamente pasando por encima de todo lo que estuviera en mi camino. Pronto llegamos a las pendientes de nieve y recogimos nuestras pertenencias. Corrimos tanto como pudimos en la cegadora tormenta, casi ensordecidos por el estruendo de los truenos, pero ¿qué más daba? Cierto es que era tarde, teníamos frío, estábamos hambrientos y cansados; cierto es que nos íbamos hundiendo en la nieve hasta las rodillas y que la «huella» había desaparecido debajo de la nieve que caía, pero «la Teufelsgrat era nuestra» y esos males nos importaban poco, y nos reíamos de la tormenta, mofándonos con gritos tiroleses y triunfantes. Hicimos una corta travesía a la izquierda y cruzamos la rimaya; una fatigosa caminata por suaves pendientes de nieve, un poco de cuidado al rodear algunas grietas abiertas y luego nuestros peligros se acabaron. A las ocho de la tarde alcanzamos el morro del glaciar Kien y, una vez, más pasamos a la morrena. Descendimos laderas rocosas durante otra hora y entonces me acordé de que nuestra última comida había tenido lugar a las diez de la mañana. Era obvio que no podríamos llegar a Randa esa noche, así que sugerí una parada y la idea fue recibida con aplauso. En pocos minutos estábamos sentados y engullendo nuestra cena, con el único inconveniente de que teníamos muchísimo frío. Mis manos y pies estaban insensibles, y lo que quedaba de nuestra ropa (nos habíamos dejado buena parte de ella en la Teufelsgrat) estaba empapada y, lo peor de todo, mis botas, vistas a la trémula luz de una vela, parecía que difícilmente fueran a aguantar hasta que llegáramos a Randa.
Con el hambre en cierto modo aplacada, observé síntomas de somnolencia entre los guías, así que le recordé a Burgener su promesa de llevarnos, en cualquier caso, hasta los árboles para que pudiéramos reconfortarnos en una hoguera. Nos pusimos en marcha una vez más, encordados con cuidado. La ladera era pendiente y estaba salpicada de pequeños cortados, y la noche era tan negra que no veíamos nada: por eso tuvimos que tomar esa precaución. Seguimos bajando de manera muy parecida a la que lo hubiera hecho una baraja de cartas, con Burgener apoltronándose sobre su espalda y desestabilizándome, y yo pasándole el tirón a los otros. Esta manera de avanzar prosiguió hasta que, a las once de la noche, cuando nuestros guías se pararon de repente y preguntaros, con un cuchicheo, si podíamos ver una luz diminuta a la derecha. Con gran regocijo yo dije: «Sí, debe ser un chalet». La sugerencia fue tratada con un mudo menosprecio. «¿Qué puede ser, si no?». Con tono de funeral, Burgener dijo: «No sé», pero Andenmatten susurró tímidamente: «Geister!» («¡Espíritus!»). Desde ese momento me di cuenta de que no tendríamos fuego; que seríamos afortunados si pudiéramos escondernos bajo una roca para protegernos de la tormenta que, una vez más, amenazaba con estallar sobre nuestras cabezas.
Unos cuantos pasos más adelante nos vimos frente a un enorme objeto negro. Al examinarlo descubrimos que era un lugar adecuado para pasar las próximas horas. Al cabo de cinco minutos los guías estaban roncando plácidamente, pero nosotros, tras escurrir el agua de nuestras chorreantes prendas, no tuvimos más remedio que ejecutar varias danzas de guerra con la vana esperanza de mantenemos calientes. Cuando esos ejercicios fueron fatigosos en exceso, observamos el espectáculo de relámpagos y rayos en los picos y crestas y acabamos azuzando a los guías con un piolet e instándoles a continuar el descenso. Ellos no dieron ni mucho menos su visto bueno a esa sugerencia, pues consideraban lujosos sus aposentos y minuciosamente pensados para un sueño reparador. Las dos horas que siguieron se emplearon en deslizarse lentamente y tropezar por laderas pedregosas con la hierba crecida. Luego giramos a la derecha, hacia un terreno algo más suave. Los hombres, sin embargo, rehusaron ir más allá alegando que había temibles precipicios delante y que, en la negrura de la tormentosa noche, era imposible hacerlo con una seguridad razonable. Los guías regresaron a un profundo sueño mientras nosotros esperamos cansinos las primeras señales de la mañana. Cuando un rayo de luz iluminó por fin la oscuridad, vimos la mortecina silueta de árboles a no mucha distancia y, con presteza, fuimos hacia ellos. Pronto ardía una hoguera y nos esforzamos por entrar en calor, pero, aunque estuvimos cerca de asarnos los pies y las manos y nos chamuscamos los rostros, el resto de nuestro cuerpo parecía, tal vez por contraste, más frío que antes y titiritábamos penosamente delante de la crepitante leña de pino.
Tan pronto como hubo alguna luz, arrastramos nuestros molidos cuerpos por el bosque y las praderas hasta que, a las cinco y media de la mañana, llegábamos al pequeño albergue en Randa. Despertamos al patrón y enseguida nos hizo un buen fuego. Le siguió un desayuno caliente y una vez hicimos justicia a sus esfuerzos culinarios, nos subimos a un renqueante carruaje y regresamos a Zermatt.
Burgener estaba del mejor de los humores; su principal fuente de alegría parecía ser la creencia de que no llegar la noche anterior había desatado la alarma y que probablemente tendríamos el privilegio de encontrar un grupo de rescate, debidamente equipado para el transporte de nuestros deshechos restos. Mi esposo, sin embargo, no simpatizaba en absoluto con esa idea y parecía tener muy en cuenta el Trinkgeld, la propina, las tarifas y otros concomitantes pecuniarios que entrañaría semejante lujo. Por suerte, sabíamos que no era muy probable que nuestros amigos pensaran que nos había pasado nada malo y cuando, dos horas más tarde, llegamos a Zermatt, nos encontramos con que seguían durmiendo plácidamente en sus habitaciones.