COL DU LION

Un glorioso día a finales de junio de 1880, de hecho una o dos semanas antes de los sucesos que se acaban de relatar, Burgener y yo habíamos terminado la parte más importante de nuestro trabajo diario (cruzar el Col de Tournanche), y estábamos matando el tiempo asoleándonos sobre una roca caliente justo por encima del plateau horizontal del glaciar Tiefenmatten. La pipa de la paz trenzaba nubes diminutas y hebras de humo entre las desplomadas rocas, y delante de nosotros se erguía la más grandiosa pared de la que puedan vanagloriarse los Alpes: la enorme cara oeste del Cervino. El Col du Lion fue atrayendo poco a poco mi atención, y se me ocurrió que para ir de Zermatt a Breuil no podría haber un método más difícil, tortuoso e incómodo que utilizar ese mismo collado como paso. Le comuniqué esta brillante y, en mi modesta opinión, original idea a Burgener, pero no respondió inmediatamente con el entusiasmo que yo había previsto. Al contrario, me dijo que muchos caballeros y numerosos guías habían sido poseídos por el mismo deseo, pero al estudiarlo más de cerca, habían abandonado la idea irremisiblemente. Sin embargo, mientras lo discutíamos con una botella de Bouvier, fuimos dando por practicable el couloir, analizándolo tramito a tramito y, para cuando Burgener le había dado el último y largo sorbo a la petaca de brandy, para eliminar cualquier posible efecto nocivo que un Bouvier bien agitado pudiera causar al organismo, decidió que «Es geht gewiss», o sea, que seguro que salía bien, siempre que, antes de nada, pudiéramos acceder al couloir por su base y, en segundo lugar, que pudiéramos salir de él por arriba.

Es cierto que, a unos dos tercios del ascenso, el couloir tenía un tramo muy desagradable, pues las piedras caídas habían atravesado la ancha banda de nieve y habían dejado dos estrechas hondonadas de hielo negro y brillante por las que tendrían que subir los alpinistas. Además, ocurría que, si nos veíamos forzados a darnos la vuelta cerca del collado, sería muy peligroso volver sobre nuestros pasos, ya que el couloir se veía inoportunamente barrido por piedras tan pronto como el sol alcanzaba las grandes paredes rocosas del Cervino y la Tête du Lion y deshacía el hielo que sujetaba en su sitio las piedras sueltas. Esta última objeción fue, sin embargo, descartada enseguida y no suponía otra cosa en realidad que una razón más para no darse la vuelta. Una vez en el couloir, debíamos, independientemente de las dificultades que encontráramos, salir por arriba. Al final decidimos bajar a Zermatt y hacer los preparativos necesarios para un ataque al día siguiente.

Sin embargo, a nuestra llegada allí, Burgener se enteró de que uno de los dos miembros incorporados recientemente a su familia había fallecido, así que nuestra expedición tuvo que verse pospuesta temporalmente. Mientras tanto, yo recopilé numerosa información desfavorable referida al couloir.

Whymper, viéndolo desde el collado que hay en lo alto del mismo lo describe con estas palabras:

«A un lado una escarpada pared se desplomaba sobre el glaciar Tiefenmatten […]. Lancé una botella al glaciar y no me llegó sonido alguno durante más de doce segundos.

¡… cuán espeluznante

y terrible es mirar hacia allá abajo!»

Luego, en Hours of Exercise[4], me encontré con lo siguiente: «Al otro lado [del Col du Lion] una escarpada y lisa parecí cae a plomo hacia el norte, hacia lo que conocemos como el glaciar Zmutt. Las esperanzas que yo albergaba de pasar por esa brecha de Breuil a Zermatt se esfumaron de inmediato». Por suerte, mi confianza en Burgener era suficiente para compensar esos sobresaltos, y estaba seguro de que si lográbamos poner esta expedición en marcha, la llevaríamos a buen puerto.

El lunes, 5 de julio, Burgener apareció fiel a la cita, pero estaba cansado de la caminata bajo el calor, o tal vez de los efectos de las celebraciones del funeral, las cuales parecía haber sobrellevado con gran vigor y persistencia. Decidimos, por tanto, empezar desde Zermatt a las diez de la noche, en lugar de dormir en el Stockje y empezar la expedición desde allí. Tras la comida, pensé que una siestecita nos vendría bien, así que le dije al portero del hotel que me despertara a las nueve y media y me fui a dormir. Cuando me despertó la llama trémula de una vela, tuve la sensación de que era muy larde y un vistazo a mi reloj reveló el doloroso hecho de que ¡eran las once en punto! Me tragué la taza de té que me llevó el portero y bajé corriendo al hall, donde encontré a Burgener en ese estado de ánimo propio de un hombre soñoliento que ha permanecido sentado en una silla de respaldo recto durante hora y media. No tardó en expresar su opinión de que íbamos demasiado tarde y que tanto daba si decidía volver a mi amada cama. Sin embargo, una vez le hube expresado mi contrición y le expliqué que mi tardía aparición se debía a un error por parte del portero, accedió a pasar por alto mi falta de consideración.

Nos ajustamos sin demora las mochilas y estábamos listos para partir cuando ambos quisimos saber cuál de los dos llevaba la cuerda. Burgener declaraba que la tenía que tener yo, mientras yo estaba igual de seguro de que había quedado en su poder. Buscamos diligentemente por los recovecos del hotel, pero no aparecía por ningún lado; de hecho, si había que confiar en Burgener, nuestra búsqueda debería haberse dirigido a otros «bajos fondos». Al final, salimos dispuestos a pedir prestada o a comprar una cuerda a cualquier guía de Zermatt. Aunque tuvimos éxito y logramos que algunas cabezas con gorro de dormir se asomaran a las ventanas, no pudimos conseguir ninguna cuerda. Al contrario, era poco probable que un guía de Zermatt viniera en ayuda de un intruso del valle de Saas. Regresamos desconsolados al hotel y el portero, horrorizado por la violencia de nuestro lenguaje y por nuestro furioso semblante, sacó una cuerda que, según nos dijo, algún crédulo monsieur había dejado a su cargo durante la noche. Nuestras conciencias estaban a la altura de las circunstancias y no hubo duda ni temblor que afectara su serenidad. Cogimos la cuerda y partimos.

A esas alturas ya era casi la una de la madrugada y ascendimos caminando por el valle todo lo deprisa que pudimos. La noche era muy oscura y transitar sobre la morrena que cubría el glaciar no estuvo exento de dificultad, pues no se veían las grietas. Cada cierto tiempo, una grieta más grande de lo normal en el hielo hacía preciso que encendiéramos un fósforo y, en las raras ocasiones en las que el viento no lo apagaba, cruzábamos triunfantes el obstáculo. Otras veces, cuando el gasto de un fósforo resultaba excesivo, ejercitábamos la cristiana virtud de la fe y saltábamos, confiando en que aterrizaríamos sobre algo. Al salir de la morrena al hielo limpio pudimos ver un poco mejor, y nuestro avance mejoró en cierta medida, hasta que alcanzamos el pequeño glaciar que viene desde la arista nevada del Cervino. En su base había una o dos grietas formidables: mi compañero se detuvo y argumentó que tendríamos ocasiones estupendas para acabar mal en adelante, así que no tenía mucho sentido aprovechar las que teníamos tan a mano.

Encontramos una piedra adecuada y, despojándonos de nuestras cargas, nos dispusimos a desayunar. Charlamos de antiguas escaladas hasta que la débil luz que llegaba del este se hubo intensificado y convertido en un ardiente resplandor que alumbraba la montaña con un raro y fantasmal fulgor. El contraste con la sombría noche en la que seguía sumido el valle, allá abajo, hacía que duplicara su brillo. Retomamos el ascenso y, de pronto, al unísono, nos apoyamos sobre los piolets y observamos mudos el «viejo pináculo» ante nosotros. El sol del amanecer acababa de tocar su cumbre y la nevada arista Zmutt parecía estar en llamas por la luz carmesí. Vimos cómo el astro rojo se abría paso poco a poco ladera abajo hasta que, por fin, llegó al amplio glaciar inferior y entonces Burgener clavó su piolet en la nieve y superamos la pendiente; el día había comenzado.

Avanzando siempre hacia nuestra derecha, alcanzamos una especie de collado que conduce desde ese pequeño glaciar a la ancha hoya del glaciar Tiefenmatten. Ésta última quedaba ya bastante por debajo de nosotros, pero, atravesando los neveros que se apilan sobre el Cervino, pudimos evitar perder mucha altura y poco a poco el glaciar fue ascendiendo hasta donde nos encontrábamos. Manteniéndonos cerca de los tremendos precipicios de nuestra izquierda, ganamos la rimaya y pudimos examinar el primero de los problemas que tendríamos que resolver. Era obvio que su labio superior era inexpugnable y que no podría ser atacado directamente. Incluso de haber sido posible, dos grandes resaltes de roca surgían de la ladera unos cien metros más arriba; sobre ellos el hielo se combaba en grandes protuberancias verdes que formaban una pared infranqueable. A la derecha de esas masas de roca, pero separado por una estrecha ladera y ligeramente por encima de ellas, había un tercer resalte, también coronado por un techo de hielo. Parecía bastante evidente que la única manera de entrar en el couloir era por una pendiente entre el segundo y el tercer resalte. Por fortuna, un gran serac había tenido la amabilidad de formar un puente en la rimaya, no precisamente justo debajo de ese resalte, pero tampoco exageradamente a la derecha del mismo.

Nos encordamos y, una vez que Burgener me ayudó a pasar sobre ese puente, empecé a subir tallando por la ladera, dirigiéndome bastante a la izquierda. La pendiente aumentaba cada vez más y, antes de llegar a la base del promontorio rocoso al que nos dirigíamos, Burgener pasó de primero. La travesía bajo el promontorio fue formidable. La pierna derecha, que era la que iba junto a la ladera, ya no podía pasarse entre la pierna izquierda y el hielo, de modo que era preciso hacer un incómodo cambio de pie en cada paso. Por suerte, eso no duró mucho y ganamos la pendiente de hielo entre el segundo y tercer resalte de roca. Con un cambio de dirección bastante acusado, aunque dirigiéndonos aún un poquito hacia la izquierda, trepamos lentamente sobre la pelada y brillante ladera hasta que alcanzamos la zona por encima de las rocas y los techos de hielo donde el couloir se ensanchaba. A nuestra izquierda, bajo la sombra de las descamadas paredes del Cervino, grandes manchas y vetas de nieve seguían pegadas al hielo. La nieve no tenía mucho espesor, nada que pasara de los diez o doce centímetros, pero estaba ligeramente congelada en la pendiente y ganábamos altura rápidamente sobre las huellas poco profundas que abríamos en esta capa. En algunos lugares la nieve había desaparecido y tuvimos que progresar sobre las manchas de hielo que los unían, pero, a medida que avanzábamos, la nieve se fue haciendo cada vez más frecuente y eso nos animó. Sin embargo, era obvio que la ayuda de esa fina capa de nieve la teníamos a cambio de desestimar toda posibilidad de abandono. En cuanto el sol tocara esa ladera y la escarcha se fundiera, cualquier intento de transitar por ella sólo podría traer como resultado un vertiginoso resbalón, un gran salto en el lugar donde sobresalían las rocas y la caída en la rimaya. Esta consideración nos apremió a seguir adelante y a tallar escalones tan pequeños como fuera posible, y siempre que nos permitieran permanecer de pie sobre ellos. De tanto en tanto nos deteníamos un momento para mirar hacia arriba, en dirección a la arista, a la que ya daba el sol y que se erguía muchísimo más arriba, y a través de la cual se enroscaban delicadas serpentinas de niebla. ¿La llegaríamos a alcanzar? Los austeros paredones del Cervino y de la Tête du Lion nos encerraban en el couloir y, muy por encima, negras y desplomadas rocas asomaban por la nieve y parecían impedir el paso. Parecía casi imposible avanzar y había algo más que ansiedad en las palabras de Burgener cuando decía: «Wir mussen, Herr Mommerie, sonst sind wir beide kaput» («Tenemos que hacerlo, señor Mummery, si no, será nuestro fin»).

Mientras tanto, los nudillos de mi compañero estaban empezando a verse seriamente afectados por su continuo contacto con la ladera, lo que es inevitable cuando se talla en nieve por una fuerte pendiente. Puesto que teníamos mucho trabajo por delante, se consideró deseable que a esas alturas de la faena se sacrificaran dedos menos valiosos. En consecuencia, yo tomé la cabeza de cordada. De vez en cuando el espesor de la nieve se reducía y hacían falta golpes fuertes para romper el hielo, pero, a medida que avanzábamos, la labor se fue haciendo más ligera y, al final, un solo golpe con el piolet, reforzado con unas cuantas patadas con una bota bien claveteada, eran suficientes para hacer un escalón fiable. Avanzamos, con rapidez y eficacia, hasta el pie de las rocas que habíamos tomado previamente como referencia y que constituían una de las dificultades más serias del paso. Esas rocas, como ya nos habíamos fijado en nuestro primer estudio de la montaña, estaban flanqueadas a ambos lados por estrechos corredores tapizados de hielo. El de nuestra derecha parecía más fácil, pero, por desgracia, el sol ya estaba dando de lleno en la Tête du Lion y sus rayos deshacían los fragmentos helados, que eran lo único que mantenía los carámbanos y las piedras en su sitio, y el zumbido de la lluvia de hielo y piedras era continuo. Nos vimos forzados, por tanto, a tomar el corredor del lado del Cervino, que, hasta el momento, se encontraba a salvo de la fusilería de montaña. Volvió a tomar Burgener la cabeza y enseguida descubrió que el trabajo que tenía por delante no era común: el hielo estaba descarnado y era todo lo duro que puede ser el hielo. Por si fuera poco, era demasiado vertical. Lo de arriba tenía una pinta tan diabólica que Burgener se detenía y observaba con inquietud las rocas del Cervino para ver si nos podríamos escapar en esa dirección. Sin embargo, era obvio que en ellas seguiríamos encontrando dificultades y, además, eso dejaría sin resolver el problema del couloir. Una vez más, regresó malhumorado a la pared de hielo y, paso a paso, fue tallando un camino. Las rocas que sobresalían a nuestra derecha, donde la pendiente se hacía extraplomada, nos forzaron a desviarnos a la izquierda hacia una especie de rebaje semicircular de la pared. De pronto, se acaba el tallar escalones. Se menciona a Der Teufel, el diablo, con unas expresiones capaces de helar el alma y se arremete contra la mitad del santoral romano en el lenguaje más fuerte conocido del idioma alemán, por haber descuidado de manera criminal sus deberes más inmediatos.

¡A Burgener se le había roto el piolet!

En medio de un couloir de hielo, a seiscientos metros, un piolet era lo único que le separaba de un desamparo total. Me desencordé y até con cuidado mi piolet a la cuerda para enviárselo a Burgener. Luego, la cuerda se negó a regresar a un sitio desde el que pudiera alcanzarla y tuve el placer de ascender los siguientes veinticinco metros sin su apoyo moral y, lo que era peor, sin el piolet. Al reunirme con Burgener, el arma rota me fue transferida. Estábamos a la altura de las rocas que sobresalían y podíamos ver que, apoyada en la más alta, una larga franja de nieve se dirigía hacia arriba. Una vez sobre aquella nieve, parecía que nuestro avance sería relativamente fácil, aunque, como demostró Burgener, mediante el sencillo recurso de lanzarle un trozo de hielo, vimos que era nieve de ese tipo maligno, en polvo, que los guías llaman pulverischen o nieve podrida. Es más: puesto que tenía una pendiente con el máximo grado compatible con mantenerse en pie, era evidente que deberíamos confiar más en la Providencia de lo que se suele considerar deseable en estos degenerados días. La dificultad, sin embargo, radicaba en alcanzarla. Ya he comentado que las rocas que sobresalían nos habían forzado a desviarnos a la izquierda, hacia una suerte de hueco ciego y semicircular. Unos metros más arriba, el hielo que había por encima del que habíamos estado tallando volvía a perder grosor y estaba sobre rocas extraplomadas. Si bien pasar a la nieve implicaba pasar por una pared casi vertical fuertemente verglaseada, esa travesía de cinco metros o más parecía prácticamente imposible. Por una vez en su vida, Burgener propuso abandonar, y ambos nos hubiéramos bajado sin perder un momento por el couloir, aguantando la caída de piedras y afrontando incluso la grima de esa horrible ladera de hielo a la que los cálidos rayos del sol de mediodía ya habían despojado de la fina capa de nieve que la cubría, de no haber sido porque yo creía al pie de la letra las declaraciones anteriores de mi bravo compañero, en el sentido de que retirarse era imposible y que intentarlo suponía un fracaso seguro. Con plena confianza en esa opinión, pensé que lo mejor que podía hacer era mantener alta la moral de la cordada, despreciar la idea de darse la vuelta, gritar vorwärts! (adelante), y reforzar mis palabras con alusiones a poderes sobrenaturales en la medida que me lo permitía mi limitado conocimiento del patois del valle de Saas. Invoqué también la ayuda de otros espíritus de las «profundidades» de mi bolsillo y empezamos el ataque.

El hielo era demasiado fino como para poder tallar escalones de una profundidad suficiente y hacer en ellos un cambio de pies. Burgener adoptó, por tanto, el recurso de tallar una repisa continua a lo largo de la cual, con la ayuda de agarres para las manos tallados en el hielo, uno podía apañárselas para, a duras penas, ir arrastrando los pies. Esto exigía una cantidad de trabajo extraordinaria. Una mano tenía que estar siempre colgada del agujero de arriba mientras la otra blandía el piolet. Antes de haber completado la mitad de la travesía, Burgener tuvo que darse la vuelta, tanto para descansar como para frotarse la mano izquierda y que le entrara en calor, pues la tenía helada, debido al continuo contacto con el hielo. Tras una breve pausa, volvimos al ataque, pero al cabo de otros cinco minutos se vio forzado a retroceder y, con un aire de melancolía, me mostró su muñeca derecha, penosamente hinchada por el esfuerzo de tener que tallar con una sola mano. Por suerte, la repisa estaba casi terminada y, avanzando por ella una vez más, consiguió alcanzar la franja de nieve con su piolet. Sin embargo, ésta no ofrecía ninguna fiabilidad, ya que estaba suelta y no tenía la más mínima consistencia; así que tuvo que seguir con la cansada tarea de tallar hasta poder poner pie en la masa traicionera. Con sumo cuidado, trató de pisotearla y luego se detuvo sobre ella con todo su peso. Huelga decir que yo observaba con nerviosismo el comportamiento de la nieve. Si se iba en bloque, como probablemente ocurriría, nada podría evitar que hiciéramos un corto y rápido descenso hasta la rimaya.

Felizmente, aunque bastante transitada por incipientes avalanchas, la base se mantuvo firme y un ronco grito de triunfo alivió los sentimientos reprimidos de la cordada. Burgener empezó a abrirse paso inmediatamente sobre el filo que formaba la superficie superior de la franja, una pierna sobre un lado y la otra sobre el otro. Cuando se acabó la cuerda, yo me arrastré a lo largo de la repisa, doblé la esquina y llegué donde estaba mi compañero. Ante nosotros había una pendiente larga de hielo por la que asomaban rocas de tanto en tanto. Aquellos débiles obstáculos habían logrado sujetar largas bandas de nieve polvo, y contemplamos con júbilo que el muro final, coronado por una cornisa rota, era la única dificultad seria que teníamos ante nosotros. La pared del lado del Cervino se alejaba allí de manera considerable, lo que permitía que el couloir se ensanchara y diera una sensación de libertad y de luz de la que carecía más abajo. Nuestro mayor gozo, sin embargo, era la nieve: de lo peor y más pulverizado que pueda imaginarse, cierto, pero, aún así, nieve. Soy consciente de que todas las autoridades en la materia están de acuerdo en preferir el hielo a la nieve inconsistente, pero cuando la pendiente de hielo se mide en centenas de metros y cuando lo que hay por debajo es el couloir norte del Lion, barrido por las avalanchas de la tarde, confesaré francamente que cualquier nieve, por mala que sea, es una delicia y que se acepta gratamente su traicionera ayuda.

Avanzábamos hacia arriba de franja en franja, atravesando los tramos de hielo que las separaban, y de ese modo ganamos altura rápidamente, hasta que alcanzamos una pendiente de nieve continua que nos llevó al pie de una pared de roca de poca altura, coronada por una cornisa recta de la que se habían desprendido los trozos más endebles. Este muro final era de roca suelta y descompuesta. De hecho, parecía que lo único que la mantenía en su sitio era la nieve y el hielo con los que estaba enyesada. Sin embargo, tenía que ascenderse, así que, una vez más, nos frotamos las manos para devolverles un poco de vida y calor a los dedos y luego Burgener entró en faena. Centímetro a centímetro y metro a metro, fui dándole cuerda hasta que llegó a la base de la cornisa. Pronto se hizo evidente que un ataque directo no tendría éxito, así que se desvió a la derecha, hasta un lugar en el que el reborde y los carámbanos habían arrastrado en su caída un trozo de la cornisa más sólida. Una vez en esa brecha, enseguida se agarró con una mano en el collado helado y con la otra agitó su sombrero al tiempo que, con un triunfante, si bien jadeante, grito tirolés, se incorporó sobre el borde de la pared más horrorosa que he tenido la suerte de escalar. Debido a la travesía de Burgener, la cuerda no ofrecía esa sensación de seguridad y comodidad tan agradable para el aficionado, y no fue con poco alivio que, al llegar a la brecha de la cornisa, vi aparecer una mano roja y un momento más tarde me veía izado de cuerpo entero al collado.

Me quité la mochila y nos pusimos a trabajar para descongelarnos los dedos, o, más bien, los trozos de ellos que nos quedaban. El proceso demostró ser excesivamente doloroso, pues uno o dos se nos habían congelado gravemente en las últimas rocas. Entonces, la muñeca de Burgener, que seguía padeciendo el trabajo realizado en la gran repisa que tuvo que tallar para la travesía, tuvo que ser vendada con todos los pañuelos que pudimos reunir. Esta serie de operaciones se veían, una a una, muy retrasadas por los gritos tiroleses que había que ir lanzando de tanto en tanto couloir abajo. Luego nos pusimos cómodos en el mismísimo borde del gran cortado, bebiendo a grandes tragos nuestro vino y calentándonos en los destellos de cálido sol que se colaban que el viento abría en la niebla. De tanto en tanto Burgener me daba una palmadita en la espalda y me animaba a inclinarme para que viera alguno de los obstáculos más sorprendentes que habíamos tenido que superar. Tras una hora de descanso, dirigimos nuestra atención en dirección a Breuil. El couloir por ese lado estaba ocupado por una niebla impenetrable, pero los escasos metros que podíamos ver no tenían un aspecto que asustara demasiado. Burgener propuso bajar ramaseando y al cabo de un minuto ya habíamos dejado el sol y el cielo azul y estábamos dando vueltas a través de la niebla, rodeados por una burbujeante avalancha de nieve. De tanto en tanto saltábamos a un lado del torrente que se iba acumulando, por miedo a que acabara siendo peligroso. De pronto, a través de la niebla, divisé la rimaya y, con un grito de advertencia a Burgener, que estaba veinticinco metros por encima de mí, nos detuvimos, sin importamos la piel y los nudillos, en el mismo borde de la grieta. Atravesando a la izquierda encontramos un puente y, puesto que estaba demasiado podrido como para pasarlo a gatas, confiamos en la suerte y nos dejamos resbalar sentados. Luego, esquivamos algunas grietas y nos deslizamos por neveros; girando bruscamente a la derecha, salimos del glaciar. Ya estábamos casi por debajo de las nubes y unas rocas que el sol calentaba inspiraron a estos devotos fieles de la diosa Nicotina a cumplir con ciertos solemnes ritos. Enseguida pasó media hora y luego guardamos la cuerda en la mochila y corrimos a lo loco en dirección a Breuil, donde llegamos tras una hora y cuarto de marcha o una hora y tres cuartos, paradas incluidas, después de salir del collado.

Mi segundo guía, Venetz, había sido enviado a pasar el Théodule, en parte porque la mochila era demasiado pesada para el Col du Lion, pero sobre todo porque Burgener pensaba que en ese tipo de terreno era mejor una cordada de dos que de tres. Le habíamos ordenado estrictamente que no cediera a su gran debilidad, que era dormir, y que vigilara que llegábamos al collado. Así le habíamos instruido para que tan pronto como nos viera, sacrificara varios de los huesudos pollos que, en aquellos remotos días, constituían la única forma de nutrición disponible en la cabecera del Val Tournanche. Llegábamos, por tanto, con la jugosa esperanza de un almuerzo caliente. Pero al llegar a la posada nos encontramos con que allí reinaba el silencio. Golpeamos la puerta con los piolets, o, mejor dicho, con mi piolet, y con lo que quedaba del de Burgener; incluso tratamos de sacar las contraventanas de sus bisagras, pero sin éxito. Los carpinteros de Val Tournanche habían hecho demasiado bien su trabajo y yo estaba a punto de empezar a caminar valle abajo cuando Burgener emergió del cobertizo de las vacas, arrastrando a un soñoliento lugareño de su pestilente interior. Tan pronto como este lugareño, a consecuencia de las fuertes sacudidas que le propinaba Burgener, y tras frotarse los ojos, toser y llevar a cabo una serie de procesos encaminados a destruir el sueño, hubo recuperado algo la consciencia, nos dirigió a una ventana concreta donde, sin reparos en la pintura y la carpintería, aporreamos las persianas con tal furia que el letargo de Venetz acabó bruscamente. Enseguida abrió la puerta y expresó la más grande de las sorpresas por nuestra llegada. Se excusó por no haber logrado retorcerles el cuello a los pollos, con el pretexto de estar convencido de que la montaña hubiera roto los nuestros. También había considerado que sería sensato, con la perspectiva inminente de tener que formar un «grupo de rescate», echar un buen sueñecito como preliminar.

La señora de la casa estaba, aparentemente, a cierta distancia, de modo que despachamos a Venetz en su búsqueda y no tardamos en ver a ambos en plena persecución valle abajo tras los descarnados pollos antes mencionados. Más tarde, descendimos hasta Val Tournanche y acabamos el día con un festín.

NOTA.— La historia posterior de este collado no tardaría en ampliarse. Al año siguiente, el doctor Güssfeldt, con Alex Burgener como único guía, lo cruzó en dirección opuesta (desde Breuil a Zermatt). Mediante la simple operación de meter arriba una estaca en la nieve y pasar sesenta metros de cuerda a su alrededor, las dificultades del collado se esquivaron fácilmente. Gracias al tiempo excepcionalmente bueno que hizo en 1881, la nieve de la parte superior del couloir estaba en mejores condiciones y no parece que la cordada se encontrara con grandes dificultades hasta que estuvieran a mitad del descenso. Del mismo modo que había hecho más fácil la mitad superior, incrementaba grandemente la dificultad en la mitad inferior. El buen tiempo había despojado el hielo de nieve, sin dejar más que una pendiente sombría y cubierta de piedras. Por suerte, pudieron abrigarse en un pequeño refugio de rocas, donde se vieron en cierta medida a salvo de la lluvia de piedras y cascotes que descargaba la montaña y, tras una noche terrible, alcanzaron con seguridad el glaciar Tiefenmatten a la mañana siguiente.

Sólo se ha vuelto a cruzar una vez más. En esta ocasión, M. Kuffner, con Alex Burgener y Kalbermatten, cruzaron el collado desde Zermatt a Breuil, pero no me han llegado detalles de ese paso. Es posible que la experiencia de Burgener le permitiera evitar algunas de las dificultades que encontramos nosotros. Sin embargo, sean cuales sean las condiciones, no es en mi opinión una travesía fácil.