EL CERVINO.
LA ARISTA FURGGEN

Un año más tarde, en el Hotel de Couttet, estaba soñando plácidamente con mi bien animeé, la Aiguille des Charmoz —a la que habíamos cortejado con éxito el día anterior—, cuando Burgener irrumpió en mis sueños y me sacó, despiadadamente, de la mullida comodidad de mi cama.

Las protestas fueron en vano. La enorme arista Furggen del Cervino llevaba tiempo tentándole y ¿qué importancia tiene dormir, descansar o la bendita holganza cuando se comparan con la salvaje alegría de escalar por contrafuertes pardos y verduzcos, o clavar los pies en los largos couloirs de hielo negro? Se despertó en él el innato instinto de lucha. Deseaba lanzarse de nuevo a las paredes y crestas, ponerse a prueba frente a la muda y pasiva resistencia de aquéllas para forzarlas una vez más a sucumbir ante su ataque temerario. El tiempo, sin embargo, apremiaba y, si íbamos a intentarlo, sin que ello perjudicara otros proyectos largamente anhelados, era necesario llegar a Stalden esa misma noche.

Llegamos rápidamente a Argentière y luego el cochero, pensando que nos tenía a su merced, nos dijo fríamente que era altamente improbable que cogiéramos el tren de mediodía a Martigny. Ni sus caballos ni los de ningún otro podrían lograrlo. Sin embargo, no nos íbamos a dar por vencidos. Agarramos nuestros piolets y mochilas, dejamos la voiture desconsolada en el camino y emprendimos el camino vigorosamente, en dirección al Collado de Balme. El cochero, quien vio menguar sus ingresos en diez francos, protestó con todo el vigor de un verdadero chamoniard.

Nos animamos durante el ascenso con la esperanza de que en la pensión de Forclaz hubiera alguna voiture disponible, pero cuando llegamos allí vimos que la suerte nos había abandonado y que deberíamos enfrentarnos al polvoriento camino que baja a Martigny. Medio ahogados por el polvo y más que medio cocidos por un implacable sol, llegamos a la estación de tren con apenas veinte minutos de sobra. Burgener reconoció de inmediato las necesidades de la situación y, pidiendo prestado un franco, fue a toda velocidad al pueblo y, antes de que pudiéramos darnos cuenta de la naturaleza de su petición, regresó con una gran jarra llena de cerveza espumosa. El alegre zumo de cebada aplacó rápidamente nuestras penas y, cuando llegó el tren, la felicidad ya reinaba de nuevo en el grupo.

Llegamos a Stalden a las cuatro de la tarde y nos detuvimos para pasar la noche. Eso permitió que Burgener y Venetz pudieran dedicarse a cumplir con las obligaciones religiosas que la grandeza de la arista Furggen parecían recomendar. Aquellos preparativos tan elaborados y cuidadosos me resultaron un tanto misteriosos y los hechos que siguieron mostraron de manera bien clara los efectos nocivos que ejercen en el ánimo este tipo de indulgencia en festividades religiosas. Sin embargo, tanto Burgener como Venetz parecían estar de un humor estupendo cuando regresaron y matamos el tiempo de esa noche de verano con historias de caza de venados y los grandes logros alcanzados en las nieves del invierno.

Al día siguiente fuimos paseando hasta San Nicolás y, desde allí, plácidamente en coche hasta Zermatt, partiendo aproximadamente a las diez y media de esa misma noche hacia nuestra arista. Cerca de los últimos chalets, los guías, tentados por el agradable aspecto de una pequeña cavidad, se acurrucaron y enseguida estuvieron durmiendo. Yo no tardé en darme cuenta de que la hierba estaba húmeda, por no decir mojada, y de que el viento era gélido. La contemplación de estas incomodidades fue agotando poco a poco mi paciencia y, como no daban señales de que fueran a despertarse, les meneé suavemente con un piolet. Levantamos las mochilas y seguimos lentamente nuestro camino. Desde ese punto, nuestro paso fue ralentizándose continuamente hasta que, por fin, Burgener confesó encontrarse muy mal. En definitiva, yo cogí su mochila y continuamos hasta llegar a una gran piedra, cerca del Shwarzsee. Resultaba bastante obvio, a esas alturas, que debíamos abandonar el ascenso y, tras una parada de una hora, regresamos con paso lento a Zermatt, donde llegamos demasiado temprano para desayunar y demasiado tarde para meternos en la cama.

Tras un baño en el arroyo de Trift, regresé a una triste y solitaria comida en el hotel Monte Rosa y, desde un rincón apartado, escuché mis posibilidades de éxito discutidas por todos lados. Los más ambiciosos hasta dejaban a un lado su desayuno para ir a observar la arista Furggen a través del gran telescopio.

Un alpinista bien conocido ha expresado sus dudas acerca de si la virtud cristiana del buen humor forma parte del deber de un hombre antes de las nueve y media de la mañana. Yo espero sinceramente que no sea así, o Venetz y yo tendremos por delante un mal cuarto de hora. Burgener, con gran sabiduría, se fue a la cama y por tanto se vio libre de las discusiones con las que Venetz y yo esperábamos pasar las horas muertas. A medida que fue pasando el día, las cosas empezaron a tomar un cariz más esperanzados Burgener se encontraba mejor y, al caer la tarde, hasta se mostraba favorable a hacer un nuevo intento. Otras dos cordadas salían hacia la Hörnli a las once de la noche, así que para evitar el trajín y las incomodidades de un grupo demasiado numeroso, decidimos no empezar antes de la medianoche.

Por culpa de los retrasos habituales, al final no salimos hasta la una menos cuarto de la madrugada y, una vez más, encaminamos nuestros pasos hacia el lugar donde habíamos parado la noche anterior. Mientras los guías tomaban una especie de desayuno, yo observé los curiosos movimientos de una luz mucho más abajo, en el glaciar Gorner. La luz provenía obviamente de una linterna, pero sus movimientos eran extraños y erráticos. A veces su progreso sobre el glaciar era bueno y entonces se detenía, se tambaleaba arriba y abajo, esquivaba unas piedras, reaparecía de nuevo y por último volvía a bajar hasta el punto original de partida. Ese comportamiento se repetía de nuevo y no parecía que sus extravagancias tuvieran una meta u objetivo posible. Sin embargo, mi mente estaba ocupada sobre todo con la arista Furggen y, tan pronto como volvimos a ponemos en marcha, ya no pensé más en ese extraño comportamiento. A juzgar por la rapidez de sus movimientos, los guías estaban claramente decididos a recuperar el tiempo perdido por el paso lento que llevamos la noche anterior, y no fue poco el alivio con el que saludé nuestra llegada al tramo llano de terreno pantanoso, bajo el Lago Negro.

Unos minutos más tarde estábamos rodeados por el irreal y sobrenatural parpadeo de incontables fuegos fatuos. En cada paso notaban a derecha e izquierda y, nada más haberlos sobrepasado, subían sigilosamente tras nosotros, esquivando nuestras huellas con una venganza cruel de la que no parecía haber esperanza de escapar o huir.

Los guías estaban horrorizados. Burgener me agarró el brazo y susurró con voz ronca: «Señor, ¡las almas de los muertos!».

Estábamos señalados para la venganza de los dioses inmortales. Los demonios que rondaban los riscos del Cervino se estaban ya relamiendo sobre sus presas. Tal era el significado de los agonizantes gemidos de los guías. Yo estoy dispuesto a confesar que esas llamas sinuosas y azuladas, el silencio absoluto y el contagio del miedo supersticioso de mis compañeros me conmovieron con un horror instintivo. Sin embargo, yo percibía que si no íbamos a regresar a Zermatt, confusos y vencidos por segunda vez, los encantos de una sesión de espiritismo deberían abandonarse en favor de una explicación práctica. Mis esfuerzos en esta dirección llevaron a Burgener y a Venetz a la errónea creencia de que cada metro cuadrado de Inglaterra, Escocia y Gales está iluminado, de noche, por unas manifestaciones de luz similares, pero mucho más brillantes y espantosas. A pesar de la desafortunada manera la que me expresaba en alemán, justo cuando estaba ofreciendo un explicación convincente, los guías se vieron inclinados a pensar que esos Geister, esos espíritus, eran tal vez impostores, pero ¡ay!, eso no fue todo.

«Ach lieber Herr, mi querido señor, ¿no vio la luz errante en el glaciar Gorner? Allí no hay terreno pantanoso. Eso era un Geist».

Yo protesté en vano, diciendo que era una linterna. «¡Una linterna! ¿Para qué querría alguien una allí? Estaba en el camino a ninguna parte; además, no se movía hacia adelante como una linterna, sino que deambulaba sin parar de acá para allá, centelleando y dando quiebros, exactamente lo que cabría esperar de un espíritu separado de su cuerpo, sin ningún asunto particular entre manos».

La situación era bastante seria, se mirase como se mirase. Es un hecho bien estudiado (atestiguado por todas las autoridades eclesiásticas de los valles de Saas, Zermatt y Anzasca) que cualquiera que vea un Geist va a morir con certeza en un plazo de 24 horas. Le indiqué a Burgener que de ser así no tendría ninguna ventaja el darse la vuelta, pues, o eran fantasmas, en cuyo caso moriríamos, o no eran fantasmas, en cuyo caso lo mejor que podíamos hacer era seguir. Los guías admitieron el dilema, pero sugirieron que, incluso así, escalar un pico con el propósito de ser eliminados por un Geist maligno no era ningún plato de gusto. Yo les transmití de inmediato mi acuerdo con su propuesta, pero le señalé los inconvenientes e incomodidades, tanto mentales como corporales, de ser arrancados del Hotel Monte Rosa, tal vez de la misma mesa del hotel, por el fétido diablo y sus esbirros. Le pedí que consideraran el escarnio y el desprecio con el que el clero de Zermatt, siempre celoso de sus hermanos del valle de Saas, serían testigos de su vuelo cuando, atrapados por sus inmensas garras, las negras alas se los llevaran al infierno. Burgener, que, al igual que Lutero y los primeros padres cristianos, había conocido personalmente a Su Majestad Satán, estuvo de acuerdo en que eso sería demasiado penoso y, tomando todo ello en consideración, accedió a proseguir la marcha. Al ser yo el más escéptico de la cordada, se me asignó el puesto de primero.

De pronto, en la distancia, aparecieron dos luces. «¡Las otras cordadas!», exclamé, pensando que los temores de los guías se verían aliviados por la compañía. Pero Burgener y Venetz tenían a los Geister en el cerebro e insistían en que aquéllos eran sin duda especímenes de ese género. Les apremié a que forzaran el paso para descubrirlo. «¿Qué?», gritaron ellos, «¿tan poco sabes de los Geister como para intentar una cosa así?». Burgener, tras mucha persuasión, consintió en emitir un grito tirolés, procedimiento acompañado de grave peligro, pues a los Geister no les gusta que les llamen con gritos tiroleses, y sólo debemos comunicarnos con ellos de manera trémula y dubitativa. Para felicidad nuestra, sin embargo, nos contestó un grito acogedor que los guías reconocieron como perteneciente a Peter Taugwalder.

Al verse los escépticos de la cordada muy fortalecidos por ese apoyo tan oportuno, seguimos subiendo más contentos. Cuando, he aquí que una gran figura luminosa con los brazos abiertos saltó a nuestro camino y, con la misma rapidez, se fundió en la oscuridad de la noche. Yo admitiré tranquilamente que el escéptico empedernido se vio sorprendido ante esta aparición y se quedó inmóvil, lleno de horror y miedo supersticioso. Sin embargo, los guías estaban agitados por otros sentimientos: sabían que a tan sólo unos metros estaban las sagradas paredes de la capilla del Lago Negro y, adelantándome a la carrera, se precipitaron, cegados por el pánico, hacia ese diminuto oasis de seguridad.

La aparición se plantó delante de nosotros una segunda vez, pero ahora pudimos ver que nuestro misterioso enemigo no era otra cosa que el quicio del propio edificio sagrado. Una vela dejada en la capilla por Taugwalder emitía una incierta luz sobre el porche de madera, al tiempo que la puerta abierta oscilaba de un lado a otro con la brisa. Los guías entraron con propósitos devotos, mientras yo seguí lentamente mi camino. Al alcanzar el glaciar Furggen, me senté sobre una piedra y esperé. Pasó media hora y empecé a preguntarme si una tropa nueva de fantasmas los había devuelto irremisiblemente a Zermatt. Por suerte, justo cuando las primeras luces grises del amanecer empezaron a asomar por el este, mis gritos fueron contestados y, reunidos una vez más, ascendimos a ritmo vivo por el glaciar. Cuando salió el sol, sus primeros rayos cayeron sobre largos jirones de nieve arrancados de la cresta del Cervino, lo cual, a pesar de su hechicera belleza, era señal de que el viento era más fuerte de lo que desearíamos.

Ya habíamos alcanzado la base del pendiente glaciar que cuelga de la cara este del Cervino y, como nuestras fantasmales aventuras nos habían retrasado excesivamente, decidimos tomar un atajo y ascender transversalmente sobre un hielo agrietado, hacia un corredor rocoso que daba acceso al descompuesto cantil situado justo bajo la arista Furggen. La decisión de tomar esta línea de ascenso ilustra muy claramente los errores que incluso los mejores en hielo cometen de tanto en tanto. No tengo eluda de que no hay entre los vivos persona alguna que pueda conducir a su cordada por una cascada de hielo como lo hace Burgener, o que le supere en el instintivo arte de tomar la mejor ruta. Pero, en esta ocasión, estaba irremisiblemente desencaminado. Puede encontrarse una ruta fácil al pie de nuestro couloir, bien sea manteniéndose cerca de la arista noreste hasta alcanzar el nivel superior del glaciar y luego atravesando por nieve ligeramente inclinada, o bien, si el escalador recorre el tramo llano del glaciar hasta el pie de la arista Furggen, encontrar un camino igual de fácil hasta las nieves superiores, cerca de su base.

Sin embargo, nosotros no tomamos ninguna de esas rutas y enseguida nos vimos inmersos en pleno trabajo, sobre un hielo de sensacional calidad. Llegó un momento en el que pareció que nos íbamos a ver obligados a retirarnos. El labio superior de una enorme grieta se elevaba doce metros o más por encima de nosotros, y sólo gracias a que Burgener y Venetz pusieron en práctica sus mejores artes, lograron abrirse paso por una pequeña grieta transversal que, afortunadamente, la cruzaba. Por encima de esta obstrucción nos detuvimos unos minutos para estudiar nuestra línea de ataque.

Desde el collado de Breuil hasta los grandes neveros de la cara este, una pared vertical impide cualquier aproximación desde la parte alta de la montaña, y el corredor de roca al que me referí antes parecía ser el único punto por el que podríamos superar esas defensas. Las principales objeciones eran la frecuencia de las avalanchas de piedras y la imposibilidad de ganar su base de manera apropiada, salvo ascendiendo por el profundo surco abierto por esas mismas piedras en la ladera de hielo que había debajo. Sin embargo, todos estuvimos de acuerdo en que en pleno siglo XIX era poco probable que unas piedras bien educadas anduvieran sueltas por ahí a las cinco de la mañana, así que rodeamos un par de rimayas, trepamos hasta el surco abierto por las avalanchas y subimos a un paso vivísimo, ya que nuestros movimientos estaban azuzados por esporádicos crujidos por encima de nuestras cabezas. El corredor de roca apareció cubierto de hielo y no exento de dificultad. Es más, sólo podíamos ascender exactamente por la línea de fuego. Fue. por tanto, con gran deleite que reparamos en una grieta en la pared de nuestra izquierda y logramos encontrar un paso hacia las pendientes fáciles de esa cara.

Allí nos paramos para recuperar el resuello, pues nuestro desesperado ejercicio había sido mayor de lo que incluso el más activo entre nosotros hubiera deseado. Un arroyuelo, que el sol acababa de despertar de su gélido sueño, nos sugirió desayunar y nos desembarazamos de las mochilas y nos acomodamos para un descanso de media hora. Mucho más abajo, una cordada en dirección al collado de Furggen nos vio sentados en nuestro espléndido mirador y la montaña nos transmitió el eco de sus gritos tiroleses.

Nos desviamos a la izquierda y pronto alcanzamos la arista, ascendiendo por ella, sin ningún tipo de dificultad, hasta que a las nueve de la mañana llegamos a la gran torre que desde Zermatt se ve a la izquierda, recortada sobre el horizonte, justo debajo del pico cimero. Desde la brecha que hay entre esta torre y la masa de la montaña vimos un couloir hacia abajo, con una verticalidad espantosa. Muy por debajo de nosotros, entre los riscos y crestas inferiores, las nieblas se retorcían y bullían, dando la impresión con su incesante actividad de ser el Geist adormecido buscando anhelosamente sus víctimas. Tan extraña y misteriosa parecía esa profunda sima, que yo casi esperaba ver cómo el retorcido vapor tomaba forma y sustancia y arrastraba a su destino a los intrépidos mortales que habían sorprendido a los muertos en plena celebración nocturna.

Mucho más arriba, las grandes aristas, armadas con fantásticas lanzas de hielo, pasaban de contrastar nítidamente sobre un cielo azul intenso a perderse en una nube borrosa de nieve en el aire, y el rugido de cada una de las furiosas rachas se veía seguido por el ominoso martilleo de estalactitas rotas y el impacto de grandes piedras caídas desde las rocas de la cumbre.

El pico final tenía un aspecto formidable y, con un tiempo así, no se podría haber atacado sin tomar unas razonables medidas de seguridad. Por ello tomamos la resolución de atravesar hasta la vía Hörnli normal. Tras trepar hasta una segunda torre, justo por encima de la que acabo de mencionar (también visible desde Zermatt), nos detuvimos unos minutos y nos preparamos para una travesía rápida. Hasta entonces no habíamos estado en la línea de fuego, pero ahora nos veíamos obligados a salir de la protección y aguantar el granizo de hielo roto y piedras que el ventarrón estaba arrancando de los riscos superiores. Evitar esos obuses resultaba extremadamente difícil, por la manera en la que el furioso viento los desviaba de su trayectoria y, aquellos que parecían que iban a caer bastante por delante de nosotros, el huracán los llevaba justo hasta donde estábamos. Después de librarnos milagrosamente más de una vez, llegamos a un lugar protegido por un risco que sobresalía. Burgener subió derecho por la pendiente en dirección al mismo y, con rapidez, nos guio hasta una repisa segura que había a su pie.

Justo delante de ella, las largas y crueles llambrias barridas incesantemente por zumbantes fragmentos de todo tipo y tamaño, le dieron a entender a Burgener —que tiene un reparo de lo más adecuado y prudente contra todo tipo de desperdicio— que estaría bien que nos bebiéramos nuestro champán y consumiéramos el resto de nuestras provisiones antes de que les llegase otro fin menos apropiado. Las mochilas descendieron convenientemente de nuestras espaldas y, de la manera circunspecta y seria que requería la solemnidad de la ocasión, nos dispusimos a dar cuenta de esas cosas tan buenas con las que el previsor Seiler había llenado nuestras talegas. Bajo esas diversas y benignas influencias, nuestros ánimos se elevaron rápidamente y al rostro de Burgener regresó su acostumbrado aspecto de confianza; una vez más, sacudió su barba con desafío ante las piedras que caían e invocó al diablo para que fuera testigo de que ya habíamos estado antes en lugares así de malos. Cuando recuerdo ese almuerzo lejano, me quedan pocas dudas de que Burgener se daba perfecta cuenta de que una cordada jovial y con seguridad en ella misma puede esquivar las piedras que caen y puede bailar sobre placas empinadas de una manera y a un ritmo que a los hombres temerosos y abatidos les resulta imposible. Su propósito se logró de lleno; para cuando nos hubimos atado los sombreros con varios pañuelos, comprobado que teníamos las botas bien atadas y recobrado la compostura, nos sentimos bastante satisfechos de que las piedras y el hielo mostraran su proverbial habilidad para no golpear al fiel escalador.

No tardamos en saltar por las llambrias como un rebaño de rebecos asustados. En uno o dos lugares, en los que todo el grupo estuvo simultáneamente sobre un terreno inseguro en extremo, nos vimos forzados a moderar un poco el paso, pero incluso entonces nuestro líder no nos permitió dudar y, nos gustara o no, su Schnell, nur schnell, («deprisa, deprisa»), nos hacía apresurarnos. De tanto en tanto, un trocito de hielo que nos golpeaba la cabeza o el silbido de una piedra grande que jugaba a derribar a alguno de los miembros del grupo, le daba pleno sentido a las advertencias de Burgener.

Huelga decir que avanzar durante un tiempo a ese ritmo fue suficiente para que saliéramos de la zona peligrosa y pudiéramos descansar en un lugar seguro. Un poco más allá se encontraba el bien conocido «hombro». Dispersos sobre ese resalte estaban los miembros de las dos cordadas que subían por la vía normal. Llegar hasta ellos, sin embargo, no era fácil. Entre medias teníamos roca pelada, desprovista de agarres y extremadamente vertical. Burgener intentó subir trepando transversalmente, pero uno de los guías del «hombro» le gritó que era ganz unmöglich, totalmente imposible. Al oír esto nuestro líder se dio la vuelta y tratamos de atravesar unos diez metros más abajo. Eso demostró ser completamente impracticable y los guías de la arista nos recomendaron amablemente que nos diéramos la vuelta por donde habíamos subido. El consejo era, sin duda, bien intencionado, pero aumentó nuestra ira y nos volvimos hacia la línea original que había intentado Burgener. Tras considerables dificultades logramos abrirnos paso y refutar a nuestros timoratos consejeros. Ganamos el «hombro» justo en el punto en el que la arista linda con la torre cimera.

Las otras cordadas, al ver que nuestro éxito estaba asegurado, habían seguido subiendo, así que nos cobijamos bajo una gran roca y expresamos nuestro lamento por el champán que ya no estaba con nosotros y las cosas tan buenas que habíamos devorado. Luego, trepamos hasta la cumbre, volvimos al «hombro» y hubiéramos estado de vuelta en Zermatt a las cinco de la tarde de no haber hecho yo un desafortunado comentario sobre los espíritus y las almas de los muertos. Estas buenas (¿o malas?) personas habían quedado olvidadas en la emoción de la escalada, pero mi inoportuna observación despertó en Burgener la inminencia de la catástrofe que inexorablemente nos daría alcance. Por alguna razón que no era capaz de aclarar, él daba por hecho que el Geist nos arrojaría de la montaña o dejaría caer algo duro y pesado sobre nuestras cabezas antes de que alcanzáramos el lugar donde ahora se alza el nuevo refugio. En vano le indiqué que a los poderes sobrenaturales les resultaría igual de fácil acabar con nosotros en Zermatt o en la montaña. Burgener, si bien admitía la teórica sutilidad de mi doctrina, evidentemente no le otorgaba ninguna aprobación. Su postura en esta materia me parecía tan ilógica como su opinión sobre el montañismo en domingo. Respecto a esta gran cuestión, él sostiene que las expediciones difíciles suponen clara y evidentemente «tentar a la Providencia». Las expediciones fáciles, por otro lado, pueden llevarse a cabo porque, dice él, en tal y tal montaña se puede arriesgar pase lo que pase, y basa su opinión en argumentos de un materialismo lamentable. En el caso que nos ocupa, pensaba claramente que las ventajas naturales del terreno nos proporcionarían superioridad para derrotar al enemigo escondido. Descendimos con el más exquisito cuidado, moviéndonos de uno en uno e, incluso entonces, hacían falta ruegos constantes antes de que se le diera a alguien cuerda suficiente para moverse. Estas precauciones tan elaboradas se veían reforzadas por una gran profusión de pías jaculatorias (y a veces también lo contrario), y cada uno de nosotros le ofreció una vela de esplendor y tamaño peculiares a un santo conocido de Burgener, sujeto, por supuesto, al requisito de que el mencionado santo nos permitiera confundir al Geist maligno. Cuando llegamos al glaciar Furggen, Venetz expresó sus dudas respecto a si el santo se había ganado de verdad las velas. Nos mostró un pequeño collar que llevaba, el cual contenía el diente, o la uña del pulgar y otro resto en descomposición de un santo excepcionalmente sagrado y que, según nos declaró, era, como dirían los jugadores de criquet, «bastante capaz de sacudirse todos los Geister de Zermatt por su cuenta». Sin embargo, Burgener me aseguró que, en este tipo de negocios, siempre resulta mejor pagar. «Sobre todo», añadió, «cuando tan sólo se trata de unos cuantos francos». Así que pagamos nuestras deudas religiosamente. Regresamos a Zermatt justo a tiempo para encontrar mesa, tras un emocionante día que tuvo un interés de lo más variopinto.

Al día siguiente caminamos, luego tomamos el tren y por fin llegamos en coche a Chamonix. Nuestra mente estaba ocupada sobre todo con las diversas apariciones que tuvimos. Burgener, tras una larga charla con el cura en Stalden, había llegado a la conclusión de que las velas y el amuleto de Venetz habrían resultado totalmente inútiles contra las almas de los muertos y que, por tanto, las apariciones que habíamos visto no podían haber sido de especímenes reales y genuinos. Mi explicación de los fuegos fatuos fue aceptada y se despacharon como meros fenómenos naturales. Pero arreglar lo de la luz del glaciar Gorner no fue tan fácil. Burgener y Venetz pensaron que era probable que un gran trozo de oro hubiera sido capaz de wachsen, es decir, brotar, en el glaciar o cerca de él, y sustentaban esa teoría con argumentos muy ingeniosos. ¿No había oro en el valle de Macugnaga? Y, si había oro en un lado del Monte Rosa, ¿por qué no en el otro? Es evidente que el único modo en el que podía haber llegado oro allí sería un proceso de wachsenado (si tal forma verbal es correcta), y si eso sucedió en Macugnaga, ¿por qué no en Zermatt? Era obvio que durante el «proceso de crecimiento» el oro podría haber brillado con la luz que habíamos visto. Yo estaba dispuesto a aceptar todas estas proposiciones, pero no podía estar de acuerdo con que el oro en esos estadios tan infantiles fuera capaz de darse esos paseos tan absurdos y erráticos por el glaciar. Por otro lado, señalé que el lugar era apropiado como morada de un dragón, y los movimientos que habíamos visto coincidían con lo que se conoce de los hábitos de dichos reptiles. Los guías, sin embargo, eran deplorablemente escépticos respecto a este punto y, ni siquiera con los bien documentados ejemplos relatados por Scheuchzer, que me respaldaban, estaban dispuestos a admitir la existencia de animal tan interesante.

A nuestra llegada a Chamonix, un amigo se unió a nuestras tertulias y arrojó una luz nueva y sorprendente sobre el problema. Un colegio de niñas, con señoritas y toda la parafernalia del aprendizaje y la sabiduría, había estado en Zermatt. Deseosas de adquirir un conocimiento profundo del glaciar, habían subido hasta el Gorner y allí se habían dispersado sobre el hielo. Una de las niñas, con el instinto de un montañero nato, temerosa de llegar tarde a cenar, había regresado por su cuenta. Como es lógico, cuando sus compañeras se volvieron a reunir y a formar bajo la estricta vigilancia del genius tutelaris, su ausencia disparó la alarma y el colegio en pleno se volvió a distribuir sobre el glaciar, buscando huellas de la jovencita perdida. Mientras eso hacían, se puso el sol y tanto profesoras como educandas se vieron incapaces de escapar del embrollo. Monsieur Seiler acabó por alarmarse y envió en su busca a un guía con una linterna, y ese guía pasó el resto de la noche rescatando a las desconsoladas doncellas de los diversos agujeros y grietas en los que habían caído.

Así que las esperanzas de fortuna de Burgener, y las mías de descubrir a un dragón de verdad en el siglo XIX, se vinieron bruscamente abajo. De todos modos, como dijo Burgener, Geister o no Geister; habíamos pasado un día espléndido y guardaríamos recuerdos que nos durarían muchas noches de invierno. Y añadió: «Fue una pena que tuviéramos tanta prisa con aquellas velas».