EL CERVINO.
LA ARISTA ZMUTT

Cuando tenía quince años, en 1871, las paredes de la Vía Mala y las nieves del Théodule despertaron en mí una pasión que ha ido creciendo con los años y que ha moldeado mi vida y mi pensamiento de una manera nada desdeñable. Me ha llevado a lugares de una belleza tan mágica que, a su lado, las maravillosas fábulas de Xanadú parecerían lugares vulgares; me ha dado amigos en los que se puede confiar cuando el tiempo es bueno, o cuando las condiciones climatológicas son desfavorables; y ha dejado en mi mente recuerdos que son tesoros que ni las polillas o el óxido, ni la enfermedad o la vejez podrán destruir. Aquel hechizo de la infancia, cuando los grandes picos blancos se elevaban sobre las sombras de los pinos, sigue despertándose en mí ahora que la pesada diligencia rueda a través de la garganta de la Diosaz, o cuando el Cervino surge tras el umbrío valle de Tournanche. Recuerdo, como si fuera ayer, la primera vez que vi la gran montaña. Brillaba en la majestuosa calma de una luna de septiembre y, en la quietud de la noche otoñal, parecía la encarnación del misterio y un lugar apropiado para que en él moraran los espíritus que, según las viejas leyendas, pueblan sus laderas de piedra. Desde aquel momento, he sido uno de los más fervientes adoradores del gran pico, y siempre que su poderosa mole rocosa se alza sobre el lejano horizonte, saludo su aparición con la más devota de las alegrías. Ni siquiera la popularidad de Zermatt, los excursionistas y sus coloristas vestidos pueden distraer mi atención de sus faldas, y me sigue encantando contemplarlo entre los pinos del Riffelberg u observar su enorme mole alzándose sobre los floridos prados del Staffelalp. Sin embargo, en aquellos días lejanos (1871), seguía teniendo un halo que lo hacía parcialmente inaccesible y, al contemplarlo desde el pinar o desde las laderas acariciadas por la brisa, apenas me atrevía a tener la esperanza de que algún día yo estaría entre los pocos elegidos que habían escalado sus helados abismos. Tres años más tarde, no obstante, su ascensión se había puesto de moda, las gentes comenzaron a acudir en masa al lugar y yo fui arrastrado en sus primeras oleadas hasta la tan deseada cumbre.

Soy consciente de que, desde ese momento, mi interés en el pico debería haber cesado, que un auténtico escalador nunca repite una ascensión, que su meta es alcanzar la cumbre y que, una vez logrado ese objetivo, su trabajo ha terminado y debería descansar en la innoble pereza. La verdad sobre este asunto queda cristalizada y resplandeciente en un comentario que me hizo el año pasado un residente, tocado de sombrero, del hotel Monte Rosa[1]: «Tuve que ir a Grindelwald para ascender el Eiger; fue una enorme molestia, pero quería terminar el Oberland: ¡no volveré nunca!».

En cuanto a mí, me veo obligado a confesar una deplorable debilidad de mi carácter. Cuando subo un pico, éste se convierte en mi amigo y, con todo lo delicioso que pueda ser buscar «bosques frescos y nuevos pastos», en el fondo de mi corazón añoro las pendientes de las que conozco cada pliegue y en las que cada roca despierta recuerdos de regocijo y de risas y de los amigos de antaño. Como consecuencia de esta terrible debilidad, he pisado la cumbre del Cervino no menos de siete veces. Me he sentado en su cumbre con mi mujer cuando el aire estaba tan tranquilo que ni la llama de una cerilla hubiera temblado, y he sido perseguido por la loca furia del trueno, los rayos y la ventisca mientras descendía la arista italiana y su descompuesta cresta. A pesar de todo, cada recuerdo tiene su peculiar encanto y la salvaje música del huracán no es menos deliciosa que la de la gloria de un día perfecto. La idea arraigada en el montañero ortodoxo de que un único ascenso, en un día, en un año, le permite a ese mismo montañero entender cómo es ese pico el resto de los días, el resto de los años, sugiere que se trata de un filisteo sumido en las ciénagas. Cierto es que las rocas y los pináculos son los mismos, pero su encanto y belleza reside en las siempre cambiantes sombras y luces, en las nieblas que los envuelven, en las enormes cornisas y sus neveros colgantes, en todas las variantes del tiempo, las estaciones y las horas. Es más: no es tan sólo que la visión impresa en la retina refleje los estados de ánimo y los cambios de una tormenta de verano a un tiempo soleado, sino que el propio observador no es menos variable. Un día, el horror del precipicio le domina, la sombría desnudez de los imponentes abismos o la mortífera caída de piedras cuando algún gran bloque se separa de sus amarras y se precipita al vacío —auténtico símbolo de una cólera irresistible—. En otra ocasión, no repara en ninguna de esas cosas, sosegado por los delicados tintes del ópalo y el azul, se complace en la vaporosa suavidad de los valles italianos, en la gracia de la nieve moldeada por el viento y hasta en las diminutas flores que brotan de las grietas del granito. Aunque la montaña pueda plasmarse en el espectador, no es menos frecuente que éste sólo se fije en lo que está en armonía con él. No hay duda de que un hombre puede estar hecho de tal suerte que

una prímula en la orilla

es para él sólo una primavera amarilla

y no puede ser en ningún tiempo ni lugar otra cosa; pero otros, de naturaleza más jovial, que pueden disfrutar de la belleza del mundo exterior, apenas sentirán las «manchas de la banalidad», sin importar cuánto puedan conocer la estructura íntima de la roca o del hielo sobre los cuales el sol y las nubes, la niebla, el aire y el cielo no dejan de trenzar la gloria del paisaje.

Fue entonces, con un interés en la gran montaña que sólo mi primera ascensión hacía más intenso, cuando crucé el collado de Tiefenmatten en 1879. Mientras descendía el glaciar, observé con detenimiento cómo la gran arista Zmutt se alzaba sobre las largas pendientes de roca y los corredores de la cara oeste, barridos por las piedras. Yo no era ni mucho menos el primero que se había fijado en ella; Edward Whymper, junto a sus guías Michel Croz y Christian Almer, ya la había estudiado minuciosamente desde las paredes del Dent Blanche. Las conclusiones que sacaron pueden recogerse del siguiente párrafo de Escaladas en los Alpes: «Mi viejo enemigo el Cervino, visto desde la cuenca del glaciar de Zmutt, parecía totalmente inaccesible».

«—¿Crees que tú o cualquier otra persona subiréis alguna vez a esa montaña? —preguntaban los guías».

Y cuando, insensible al ridículo, les respondía con firmeza: «Sí, pero no por ese lado», ellos estallaban en risas. «Debo confesar que mis esperanzas se vinieron abajo, pues nada puede parecer, o ser, más inaccesible que el Cervino por sus caras norte y noroeste». Sin embargo, no parecía que su apreciación fuera completamente certera. La arista de nieve, y los escalones rocosos que continuaban durante cierta distancia, ofrecían una vía carente de obstáculos hasta los 3950 metros, y en la arista final, desde unos 4250 metros hasta la cumbre, el escalador tenía poco que temer. Las dificultades serias se limitaban al breve tramo de la vía en el que tendrían que unirse esas dos rutas. De observaciones realizadas en esta y en anteriores ocasiones, se deducía que era evidente que, desde donde la arista Zmutt comienza a ganar pendiente hasta donde ya se torna vertical, sería necesario dirigirse a la izquierda, hacia un corredor muy profundo que cae a plomo sobre el glaciar del Cervino. La parte superior de este corredor, lo único con lo que tendríamos que contar, no parecía sin embargo totalmente imposible y, siempre que pudiera subirse, se volvería a la arista ya por encima del primer escalón inaccesible. A poca distancia, donde se vuelve a poner vertical, o incluso se extraploma, parecía posible desviarse a la derecha por las grandes pendientes de la cara oeste y, tras un ascenso considerable, volver a ganar la arista Zmutt por encima de las dificultades serias. Una vez tomada la decisión y con este plan algo ambiguo, bajé a Zermatt para encontrar un guía adecuado para llevarlo a cabo.

Enfrente del Hotel Monte Rosa me encontré con un viejo compañero, Aloïs Burgener, quien me dio la buena noticia de que su hermano Alexander seguramente pudiera venir conmigo durante unos cuantos días. Alexander, de espaldas cuadradas y rostro semioculto por la barba, expreso francamente su opinión: una expedición así, con un cliente del que no sabía nada, sería una verfluchte Dummeheit, una gran estupidez. Me sorprendió que se expresara de manera tan audaz, y me dio la impresión de no ser sólo señal de una sabía desconfianza en un escalador no muy experimentado, sino también un empeño de llevar a cabo el ataque, una vez empezado, hasta los límites de lo posible. Mi experiencia anterior había sido principalmente, si bien no en solitario, con hombres deseosos de acometer cualquier tentativa, sin importar lo desesperada que fuera, y que eran demasiado educados para preguntar siquiera si quien les quería contratar sabía algo del arte de la escalada. Sin embargo, en los albores de los preparativos, esos hombres habían desarrollado invariablemente un afecto por sus esposas y familias muy enternecedor, pero no por ello menos inoportuno, y se vieron forzados por esos sentimientos tan loables a interrumpir su ascensión. El aire de seguridad de Alexander, y lo honrado y abierto de su lenguaje, parecían mostrarme que él no era uno de ésos y lo vi como un buen presagio de nuestra futura relación. Acepté encantado sus sugerencias y estuve de acuerdo en que deberíamos hacer juntos algunas expediciones previas.

Así, cruzamos hasta el Laquintal por los collados de Mischabel y Laquin, forzando nuestro camino de vuelta sobre el Fletschhorn por una vía nueva y especialmente difícil[2]. Luego ascendimos el Portjenhorn, y al quinto día regresamos a Zermatt por el collado de Ried y por San Nicolás. Con una inauguración tan exitosa de nuestra campaña, estábamos listos para dirigir nuestra atención a la arista Zmutt. Sin embargo, sentíamos que nos habíamos ganado un descanso, de modo que pasamos el final de agosto tumbados entre los segadores de las laderas interiores. Cuando anochecía, oímos que W. Penhall, junto a Ferdinand Imseng y L. Zurbrucken, habían comenzado ese mismo día a dormir en la montaña con la intención de atacar la arista Zmutt a la mañana siguiente. Su éxito nos ofrecía pocas dudas. El tiempo parecía perfecto, la montaña estaba en unas condiciones magníficas y la cordada tenía una fuerza y habilidad excepcionales. Eso nos hizo cambiar de planes y cruzar el collado Durand, lo que nos permitiría observar su progreso y obtener información útil para el futuro, al tiempo que esperábamos que la arista este o la cara noreste del Dent Blanche nos sirviera de consolación por la pérdida de la arista Zmutt.

A la mañana siguiente[3], camino del Staffelalp, nos encontramos con un viento tan fuerte azotando las altas cumbres que parecía muy difícil que pudiera hacerse cualquier ascensión importante. Nuestros pensamientos y aspiraciones regresaron por tanto a la arista Zmutt y, cuando nos encontramos con el grupo de Penhall, que regresaba, y escuchamos que habían abandonado definitivamente la vía de la arista, decidimos pasar el día en el Stockje y ver si el viento y las nubes eran realmente tan espantosos. Una vez allí, los hombres llegaron enseguida a la conclusión de que no había nada que hacer con aquel tiempo. Yo era, sin embargo, demasiado joven y tenía demasiadas ilusiones, demasiadas como para soñar en darme la vuelta y, al desconocer por completo el saber popular sobre meteorología, fui capaz de profetizar cosas buenas, y con tal apariencia de basarme en un conocimiento sólido, que Burgener quedó medio convencido. Entonces surgió una segunda dificultad. Nuestras provisiones estaban calculadas para una marcha de diez horas y eran claramente insuficientes para una campaña de dos días. Los sentimientos de Gentinetta añoraron, estimulados sin duda por la contemplación de esas provisiones limitadas, y salió por fin de su silencio acostumbrado; sin dejarse desconcertar por «la intimidante barrera» que supone un Herr cliente, expresó su opinión acerca de mi profecía. La refutó afirmando que estaba convencido de que en ningún momento, desde que el mundo es mundo, ni antes de eso tampoco, un viento así y unas nubes como aquellas habían traído nada que no fuera un tiempo horrible y desesperadamente duradero. Sentimos que el ejercicio sería bueno para su estado de ánimo y que, en cualquier caso, su compañía sería deprimente, así que le enviamos de vuelta a Zermatt a por más provisiones y a por el mejor hombre que pudiera encontrar para que le ayudara a transportarlas. Le indicamos el lugar donde íbamos a acampar y nos comprometimos a hacerle señales para que se diera la vuelta en el caso de que el tiempo nos pareciera demasiado malo para pasar la noche fuera.

Unas nubes cada vez más oscuras envolvían el collado de Tournanche y el rugir del viento contra los riscos del Cervino se hacía claramente audible y expresaba el feroz huracán que estaba soplando contra sus imponentes aristas. La confianza de Burgener empezó a Raquear y volvió a sugerir que nos retiráramos a los lujos romanos del hotel Monte Rosa. Yo mismo sentí algo más que una trémula duda, pero el dado estaba lanzado, así que me fie de la suerte, mantuve un semblante risueño y declaré que, viniera lo que viniera, deberíamos esperar que el tiempo nos sorprendiera agradablemente. Burgener estaba impresionado. Las distantes aristas que se borraban constantemente, la masa nubosa que se iba condensando alrededor del Cervino y algo más que sospechas de humedad en las fieras rachas de viento que cada poco tiempo nos sacudían eran señales tan claras e inconfundibles que él pensaba que hasta un cliente debería reconocerlas. Mi insistencia, por tanto, daba a entender que tenía conocimientos ocultos. Yo era, quizá, un Mahatma (o su equivalente del valle de Saas), y se acomodó en un rincón protegido y, calentado por las caricias de la Señora Nicotina, me contó extrañas historias de fantasmas y duendes que siguen habitando el gran círculo de paredes que se elevan sobre el Valle de Anzasca. A medida que pasaba el día, el peso de mantener un rostro alegre se hizo demasiado para mí, por lo que me retiré a un rincón tranquilo y, envuelto en numerosas mantas, traté de apaciguar mi ansiedad con el sueño. Mas, avanzada la tarde, Burgener me despertó con un fuerte empujón y me obligó a fijarme en el tiempo. Mi primera impresión era que me estaba tratando de impostor y que se estaba mofando de mis profecías. Sin embargo, su aire triunfante y la impresión de que las nubes se estaban aclarando, negaban esos penosos pensamientos, y me pareció que el golpe tenía la intención de transmitir una devota apreciación de mi aplastante sabiduría. Me quité las húmedas mantas de encima, un destello de sol se abrió paso entre las nieblas y dimos la bienvenida al astro del nuevo día con unos gritos ensordecedores y dando saltos con todo el vigor que nos permitían nuestras botas con clavos. No hay duda de que nuestra conducta les hubiera sugerido a críticos competentes que éramos fervientes seguidores de Zoroastro (o locos escapados del manicomio). Cuando esas ebulliciones de alegría se agotaron y nos dejaron exhaustos, hicimos las mochilas y, apropiándonos de las mantas pertenecientes al refugio, salimos a la cita que teníamos acordada con Gentinetta.

En el extremo noroeste del gran contrafuerte sobre el que descansa el glaciar del Cervino hay un plateau rocoso del que se retiró hace tiempo el hielo. Esperábamos descubrir un hueco resguardado entre los cascotes que lo salpican y seguimos nuestro camino lentamente en esa dirección. Al llegar, descubrimos que la ausencia de huecos adecuados era absoluta y nos dispusimos a tener que contentarnos con la protección que ofrece el costado de una roca grande. Los grandes muros de hielo del glaciar fruncían su entrecejo sobre nosotros, ocultándonos casi por completo la vista de la montaña. A la derecha, y fuera del alcance de cualquier fragmento que pudiera caer de ellos, había una larga cresta de roca que conducía al pie de la arista de nieve. Tras encender un fuego y poner la olla a hervir, nos sentamos en el borde del cortado desde el que se divisa el glaciar Zmutt, y enseguida descubrimos a Gentinetta y a otro hombre avanzando rápidamente entre las grietas. Mientras tanto, el sol se había puesto y, con la oscuridad que iba cayendo, las últimas nubes que quedaban se dispersaron como por arte de magia. A eso de las ocho llegaron nuestros hombres y nos enteramos de que el nuevo fichaje era Johann Petrus. Ambos estábamos encantados, pues no ha habido un escalador más audaz ni decidido alegrando el corazón de un cliente ambicioso.

Las provisiones alimenticias de Gentinetta habían tomado una forma muy líquida. Nuestra cena consistió principalmente en los restos de nuestras provisiones anteriores y en una heterogénea mezcla de vino tinto y moscatel, cerveza embotellada y coñac. Durante la fiesta que siguió, Burgener y Gentinetta rivalizaron en ensalzar la sabiduría meteorológica de su cliente. Petrus fue requerido para que hiciera de testigo de la mala pinta que tenía el tiempo por la mañana y, no contento con su testimonio, el ausente Imseng se añadió a mi triunfo, pues ¿no había ciado el tiempo por perdido? «Aún así, el cliente nunca había titubeado en sus convicciones —poco sabían ellos de mis presentimientos durante la tarde— y había demostrado estar en lo cierto a pesar de las adversas circunstancias». Posteriores experiencias no han hecho mella en Burgener, y me sigue considerando como alguien con un mérito transcendente en este aspecto del saber montañero. Cuando, como suele ocurrir, los hechos no coinciden con mis previsiones, él, como el famoso científico francés, se ve inclinado a exclamar: Tan pis pour les faits («Peor para los hechos»).

La noche fue gélida. Las nubes habían impedido que llegara el sol al plateau y, cuando llegamos a ellas, las lagunitas y las manchas de nieve ya estaban congeladas por el relente de la noche anterior. Unas rocas tan frías debajo y un pertinaz viento del norte por arriba nos helaban hasta el tuétano y tiritábamos doloridos de frío bajo nuestras ligeras mantas. Tocios nos alegramos cuando llegó hora de ponerse en marcha, y con los primeros indicios del amanecer (a las cuatro y cuarto de la mañana) empezamos a trepar por las rocas de la cresta que conducía a la arista de nieve. A las cinco y veinte de la mañana llegamos a su pie y, sobre una repisa protegida, encontramos la basura del campamento de Penhall. Allí nos detuvimos para desayunar y dejamos las mantas que, pensando que tal vez tuviéramos que pasar otra noche en montaña, habíamos cargado hasta ese momento. Después de media hora, nos encordamos y empezamos a ascender por la arista de nieve. Al alcanzar el diente rocoso que, visto de Zermatt, tanto destaca sobre el cielo, trepamos sobre pilas descompuestas de rocas cubiertas de escarcha. Más allá del tercer colmillo, una profunda hendidura nos detuvo. Burgener y Petrus no tardaron en destrepar por las rocas de la pared de la derecha y consiguieron meterse en ella. Sin embargo, seguir progresando de manera directa resultaba imposible porque la arista que tenían por encima era vertical, y el gran costillar que le servía de soporte se desplomaba, lo que frustraba cualquier posibilidad de hacer travesía. Esto, por sí mismo, no hubiera arredrado a ninguno de mis hombres, ya que un estrecho corredor entre ese costillar y las estribaciones del colmillo en el que estábamos sentados Gentinetta y yo ofrecía una clara alternativa para descender por debajo del obstáculo, pero más adelante y a la izquierda se elevaba una pendiente con el desagradable aspecto que presagia una base de roca suelta, verglaseada y cubierta con nieve en polvo. Más arriba ganaba pendiente hasta parecer casi vertical. Sabíamos que deberíamos subir por esa pendiente o abandonar la ascensión y, asustados por su aspecto, los guías regresaron a las rocas donde yo seguía apostado.

La estuvimos estudiando durante otros tres cuartos de hora sin ser capaces de ver una alternativa satisfactoria para atravesarla y ya estábamos expresando abiertamente nuestras dudas cuando un grito distante, un yodel, atrajo nuestra atención. Mucho más abajo divisamos tres puntos e inmediatamente adivinamos que se trataba de Penhall y sus guías. Desperdiciamos la media hora que siguió observando su avance y estudiando nuestra ladera. Al final, ellos se perdieron de vista tras un contrafuerte y, al desaparecer nuestra excusa para seguir retrasándonos, se decidió que debíamos cruzar la hendidura que teníamos delante y examinar la pendiente desde más cerca. Descendimos a la brecha. Luego, Burgener y Petrus destreparon por el corredor y no tardaron en encontrar una manera de pasar a la pared. Al llegar a ese punto, algunos minutos más tarde, me encontré con que Burgener y Petrus ya estaban subiendo y, más tarde, estábamos de nuevo en la arista. Seguimos por ella durante una corta distancia y alcanzamos el punto en el que era necesario entrar en la diabólica ladera, con lo que volvió a surgir la discusión. Burgener era claramente contrario a intentarla, pero como no quedaba otra alternativa, Petrus se aventuró a explorarla.

No me cabe la menor duda de que los recelos de Burgener respecto a esta ladera se debían exclusivamente al hecho de que nunca antes habíamos estado juntos en este tipo de faenas. Era evidente que podía subirse, pero era igualmente obvio que si uno resbalaba se llevaría consigo a todos los que estuvieran encordados con él. Las experiencias que he tenido luego me permiten comprender su actitud. Saber que no puedes hacer nada para detener un resbalón, unido al temor de que pueda ocurrir, da lugar, como resulta fácil imaginar, a una situación muy desagradable. El miedo de ser uno mismo quien resbale es casi una delicia comparado con la sensación de caer en una trampa producida por la cuerda con una «cantidad desconocida» en su extremo.

Nuestras paradas en este punto y en el tercer colmillo habían superado las dos horas y no podíamos perder más tiempo. Petrus parecía manejarse bien, así que Burgener se preparó para hacer la travesía. Aunque en el valle no es ni mucho menos un hombre grande, sobre una pendiente helada da la impresión de dilatarse y parece un auténtico gigante cuando maneja su irresistible piolet. Por algún motivo, probablemente para tener una excusa decente para desencordarse de Gentinetta y librarle del riesgo de la «cantidad desconocida», Burgener nos elijo que le diéramos cuerda hasta que estuviera ganz fest, bien asentado. (En más de una ocasión he visto a Burgener tratando de evitar a otros los riesgos que él mismo estaba corriendo, con triquiñuelas más o menos evidentes. Para aquellos que le conozcan no hará falta añadir que nunca permite que otros corran riesgos de los que él esté libre). Le dimos unos treinta metros de cuerda y, como no hubo señales inmediatas de que estuviera ganz fest, y como en caso de resbalón era razonablemente seguro que no habría diferencia entre si lo estaba o no, yo seguí sus pasos con cuidado. Gentinetta iba el último, libre del embarazo de la cuerda. Cuando atravesamos unos cuarenta y cinco metros, pudimos avivar nuestro paso por la pendiente y enseguida alcanzamos roca firme que, a pesar de ser muy vertical, ofrecía buenos y abundantes agarres. Burgener subía a un paso endiablado. De pronto, un saliente de roca se le enganchó en la chaqueta y un grito apagado nos dijo que su pipa, esa fiel compañera de muchas escaladas laboriosas y regalo de su más querido cliente, se le había salido del bolsillo para precipitarse sobre el glaciar del Cervino.

Poco después volvimos a ganar la arista y, sin detenernos, la seguimos hasta el punto en el que no sólo se pone vertical, sino que pasa a ser extraplomada. (Que esto no es ninguna exageración puede verse claramente desde el Mettelhorn o desde las laderas que hay por encima y al oeste de Breuil. Desde esos dos puntos opuestos se ve bien esta parte de la arista). Teníamos que atravesar a nuestra derecha, a la gran cara oeste de la montaña. Burgener escudriñó ansioso la enorme pared y luego me tomó la mano y exclamó: «La pipa ha sido vengada, estamos en la cumbre», lo que yo interpreté como que pasaríamos allí algún tiempo.

Los guías empezaron a hacer un hito con piedras mientras yo empleaba el descanso en buscar con diligencia un diminuto pollo que Burgener afirmaba estaba escondido en la mochila. Luego preparamos una de nuestras numerosas botellas para meter nuestros nombres en ellas y la escondimos adecuadamente dentro del hito. Hechos estos deberes, y después de que Gentinetta le prestara su pipa a Burgener, quien, dicho sea de paso, no se la devolvió hasta que regresamos a Zermatt, comenzamos el ascenso de la cara oeste. Hicimos una corta travesía y luego seguimos escalando sobre placas de roca recubiertas de verglás y piedras sueltas. Sin embargo, no era difícil y nuestro progreso fue rápido. Es probable que aún hubiéramos ido mejor más a la derecha, pero Burgener era contrario, con razón, a ese trazado, pues pensaba que nos pondría directamente encima de la otra cordada. Incluso yendo por donde íbamos, insistía en que tuviéramos tocio el cuidado posible para no tirar piedras. Luego supe por Penhall que su grupo iba demasiado a la derecha para verse afectado por lo que pudiéramos tirar y nunca llegaron a ver ni oír el par de piedras que se desprendieron.

Después de escalar sobre un terreno firme llegamos a un lugar desde el que parecía posible regresar a la arista Zmutt, pero Burgener no estaba seguro del todo y, al oír que Carrel había atravesado por una franja más arriba, prefirió seguir por aquel trazado. Enseguida ganamos esa franja —el famoso «corredor» de los primeros ascensos desde Breuil— y no nos resultó difícil seguirla hasta el tajo que corta el acceso a la arista. Petrus pasó enseguida al otro lado para ver si el último podría bajar sin ayuda. Al ver que sería imposible, sacamos nuestra segunda cuerda. Nos llevó mucho tiempo el fijarla, pues el único saliente de roca era demasiado redondo para que resultara sencillo fijar la cuerda en él. Mientras tanto, tuve tiempo de echar un vistazo a la franja que serpentea, como una senda alrededor de todas las irregularidades de la montaña, hasta la arista sur. Estaba bastante limpia de hielo y nieve y, en las condiciones en las que se encontraba, podría haberse atravesado con facilidad. También encontré un gancho muy oxidado metido hasta el fondo en la roca, una reliquia, supongo, de la ascensión de F. C. Grove en 1867. Cuando bajamos hasta allí con la cuerda, vimos que el resto de la franja era muy diferente. En lugar de ofrecer un soporte firme para los pies sobre la roca, estaba llena de nieve sin consistencia y los pocos salientes que asomaban estaban helados y, en su mayoría, descompuestos. No tenía, sin embargo, mucha longitud y pronto pudimos alcanzar la nieve de la arista cuando faltaban diez minutos para la una del mediodía. Petrus, cuyos movimientos habían sido bastante erráticos durante todo el día, había desaparecido. Seguimos sus huellas, de tanto en tanto por la arista, pero con más frecuencia en la pronunciada pendiente de la izquierda, y en tres cuartos de hora le encontramos en la cumbre cuando eran las dos menos cuarto de la tarde.

El viento estaba completamente en calma y el cielo sin nubes. El tiempo pasaba deprisa y cuando Burgener subió con la cuerda hasta donde yo estaba, a las dos y media de la tarde, me costaba creer que lleváramos tres cuartos de hora en la cumbre.

Luego descendimos por las cadenas que hay en la arista noreste hasta el codo, donde esperamos unos minutos para observar a la cordada de Penhall, la cual acababa de hacerse visible sobre la arista Zmutt. Con un grito de despedida a nuestros amigos, nos dispusimos a bajar hacia la cabaña. Era necesario mucho cuidado, para evitar los cristales rotos y las latas de sardinas que se habían acumulado en graneles cantidades. Tras una breve parada, bajamos deprisa hacia el glaciar Furggen y a las cinco y media nos estábamos quitando los guetres en la morrena bajo el Hörnli. Hora y media más tarde pisábamos la calle mayor de Zermatt y pronto estábamos disfrutando del premio de los fieles.

NOTA.— Por lo que sé hasta ahora, la ascensión sólo se había repetido una vez hasta 1894. Sin embargo, el 27 de agosto de ese año, S. A. R. el duque de los Abruzos, con el doctor Norman Collie y yo mismo, vivaqueamos bastante más abajo que la primera vez. Bajo el liderazgo del joven Pollinger, que era el único miembro profesional del grupo, fuimos por la derecha de mi vía original y, al alcanzar el glaciar Tienfenmatten, lo bordeamos donde linda con las paredes del Cervino. Luego, ascendiendo derechos, subimos hasta la arista de nieve justo donde se funde con el colmillo de roca.

Nos encontramos la montaña casi sin nieve ni hielo, y pudimos escalar sin serias dificultades por la cara que hay a la izquierda de la arista —en el corredor que cae al glaciar del Cervino— que, cuando estuve allí la otra vez, fue tan peligrosa. Una fortuna parecida nos acompañó cuando salimos a la cara oeste y la encontramos comparativamente sencilla en zonas que en 1879 nos habían resultado formidablemente difíciles. A las nueve y diez de la mañana ya habíamos ganado la parte superior de la arista Zmutt. Ésta resultó bastante fácil debido a la falta de nieve, y poco antes de las diez alcanzábamos la cumbre. El miedo a que llegara mal tiempo, no obstante, nos había animado a no dejar de movernos al mayor ritmo del que éramos capaces y no es probable que esa ascensión se haga con frecuencia así de deprisa.

Cuatro días más tarde, se unieron tres cordadas en esta cara de la montaña. Miss Bristow, junto al joven Pollinger y a Zurbriggen subieron por la arista Hörnli y descendieron por la arista Zmutt, siendo la primera vez que se bajaba por ese lado de la montaña. El doctor Güssfeldt con Emile Rey y J. P. Farrar con D. Maquignaz subieron por la arista Zmutt. La cordada de Güssfeldt bajó por la arista Hörnli y la de Farrar por la Zmutt.