Capítulo 30

Pasaron las horas en silencio. Tenía frío y me encontraba mal. ¿Cuánta gente había en la isla? Cientos de sirvientes e Instructores se habían quedado en el Covenant durante las vacaciones de invierno y la gente estaba en sus casas. Con las manos temblorosas me eché el pelo hacia atrás. Aiden jugueteó con la radio hasta que encontró una emisora local de Carolina del Norte.

«… Los meteorólogos dicen que el terremoto ocurrido a varios cientos de kilómetros de la costa han producido un muro de agua de al menos diez metros de alto… sin embargo los residentes de las islas vecinas no han resultado afectados. Se dice que han visto un grupo de hasta una docena de ciclones, pero no se ha revelado ningún informe oficial de la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica. Se ha declarado el estado de emergencia…».

Aiden apagó la radio. Luego levantó el brazo hacia mí y con sus dedos me acarició el brazo y la mano. Lo hacía desde que nos subimos al coche, como si se estuviese recordando a él mismo que estaba sentada a su lado, que seguía viva después de que se hubiesen perdido tantas vidas.

Apoyé la frente en la ventanilla y cerré los ojos. ¿Poseidón había ido a por Seth y Lucian o había logrado Apolo de alguna forma evitar la destrucción total? Todo lo que sabía era que Seth seguía vivo, porque seguía sintiendo la conexión.

Tal y como llevaba haciendo las últimas horas, me imaginé de nuevo mis paredes rosas brillantes y las fortifiqué con todas mis fuerzas.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Aiden en voz baja.

Aparté la cabeza de la ventanilla y le miré. Estaba completamente tenso, se veía en la forma de agarrar el volante y en la línea de su mandíbula.

—¿Cómo puedes pensar en cómo me siento ahora mismo?

—He visto tu reacción cuando… tiraba de ti. —Me miró, con ojos color plata—. ¿Te han… te ha hecho daño cuando estabas con él?

Estaba cansadísima. Me dolía la cabeza y estaba segura de que no sentía los dedos de los pies, pero estaba viva.

—No. No me hizo daño. Y estoy bien. No deberías preocuparte por cómo estoy yo. Toda esa gente… —Sacudí la cabeza intentando quitarme el repentino nudo que se había hecho en mi garganta—. ¿Dónde vamos?

Sus nudillos se pusieron blancos.

—Vamos a Atenas, en Ohio. El padre de Solos tiene una finca al borde del Bosque Nacional Wayne. Debería estar lo suficientemente lejos de… él, siempre y cuando Apolo nos haya dado suficiente tiempo.

—No le siento. —Dejamos de referirnos a Seth por su nombre, como si eso le hiciera reaparecer o algo.

—¿Crees que puedes hacer un escudo contra él, mantenerlo alejado?

Miré por el retrovisor; el otro Hummer nos seguía de cerca. ¿Cómo lo estaban viviendo ellos? ¿Lea?

—La distancia… no debería poder conectarse a mí, si eso es lo que te preocupa. Quiero decir, él no pudo sentir nada mientras estaba en Nueva York, así que…

—Eso no es todo lo que me preocupa —respondió Aiden—. Es un viaje de ocho horas. —Se apartó el pelo de los ojos y entrecerró los ojos a causa de la puesta del sol—. Pararemos a medio camino, seguramente en Charleston, para repostar y comprar algo de comer. ¿Crees que podrás aguantar hasta ahí?

—Sí. Aiden… toda esa gente. —Se me quebró la voz—. No han tenido ni la más mínima oportunidad.

Aiden me cogió la mano.

—No ha sido tu culpa, Álex.

—¿Ah no? —Las lágrimas me ardían en los ojos—. Si os hubiese escuchado a Apolo y a ti cuando me propusisteis que me marchara antes de que volviese, nada de esto habría ocurrido.

—Eso no puedes saberlo.

—Claro que sí. —Intenté soltarme la mano, pero Aiden me la sujetó. Recé porque se le diera bien conducir con una mano—. Es que no quería creer que él… pudiese hacer algo tan horrible.

Me apretó la mano.

—Tenías esperanzas, Álex. No se le puede echar la culpa a nadie por tener esperanzas.

—Una vez me dijiste que tenía que saber cuándo renunciar a la esperanza. En ese momento me había pasado de largo su fecha de caducidad. —Intenté sonreír, pero no lo logré—. No volveré a cometer el mismo fallo dos veces. Lo juro.

Acercó mi mano a sus labios y me dio un dulce beso.

Agapi mou, no conserves esa culpabilidad durante mucho tiempo. Podrías haber elegido otro camino, pero hiciste lo que creíste que era correcto. Le diste una oportunidad.

—Lo sé. —Me concentré en la carretera que teníamos frente a nosotros, intentando evitar las lágrimas—. Ha desaparecido, ¿verdad? ¿El Covenant entero, incluso Deity Island?

Respiró hondo.

—Podría haber sido peor. No dejo de repetírmelo. Si hubiesen empezado las clases… solo por unos días…

Las pérdidas humanas habrían sido astronómicas.

—¿Qué vamos a hacer? No puedo estar escondida toda la vida.

Aunque no lo decíamos, había algo que los dos sabíamos. En otras palabras, si Seth no recuperaba la cordura, que no parecía que fuese a ocurrir, me acabaría encontrando.

—No lo sé —dijo Aiden mientras se cambiaba de carril—, pero estamos juntos, Álex, hasta el final.

Mi corazón volvió a arder. Su mano sobre la mía resultaba reconfortante y, aunque a nuestro alrededor todo era un caos, estábamos juntos. Hasta el final.

Llegamos a Charleston, Virginia Occidental, en mitad de la noche. Nevaba ligeramente. Los coches pararon junto a los surtidores, frente a una de esas tiendas de gasolinera grandes como un supermercado. Necesitábamos gasolina y comida, y quizá también una de aquellas bebidas energéticas.

—Espera. —Aiden se inclinó hacia el asiento de atrás y sacó una daga con forma de hoz—. Por si acaso.

Plegada me cabía en el bolsillo, solo asomaba un trocito.

—Gracias.

Me miró a los ojos y me dio un par de billetes de diez.

—No tardes mucho, ¿vale? Parece que Solos irá contigo.

Mire hacia atrás. Él ya estaba esperando en el lado del copiloto. Marcus se estaba peleando con el surtidor, como si nunca hubiese usado uno.

—¿Tú qué quieres?

—Sorpréndeme. —Sonrió—. Tú solo ten cuidado.

Se lo prometí y salí del Hummer. Casi me como el suelo al resbalar en un charco helado.

—¡Dioses!

—¿Álex? —gritó Aiden.

—Estoy bien. —Eché la cabeza hacia atrás y cerré los ojos, dejando que los pequeños copos de nieve me cayeran sobre la cara. Hacía mucho, mucho tiempo que no veía nevar.

—¿Qué haces? —preguntó Solos estropeando el momento.

Abrí los ojos y me obligué a mirarle al pecho.

—Me gusta la nieve.

—Bueno, pues donde vamos vas a ver un montón de nieve. —Cruzamos el aparcamiento, con cuidado por los charcos de hielo que parecían destinados a acabar conmigo—. En Atenas debe de haber algo más de un metro.

Por un momento fantaseé con peleas de bolas de nieve y montar en trineo. Era estúpido, pero me ayudaba a no estar asustada.

—No eres lo que me esperaba —dijo Solos cuando llegamos a la acera cubierta de nieve.

Me metí las manos en la sudadera.

—¿Qué te esperabas?

—No sé. —Sonrió, y eso suavizó la cicatriz—. Alguien más alto.

Sonreí.

—Que no te engañe mi estatura.

—Ya lo sé. He oído muchas historias sobre tus aventuras, sobre todo acerca de cómo luchaste durante el ataque al Covenant de Nueva York. Hay quien dice que peleas así de bien por lo que eres.

Me encogí de hombros.

—Pero yo creo que, más que otra cosa, tiene que ver con tu entrenamiento. —Solos miró hacia atrás y luego me devolvió la mirada—. St. Delphi y tú parecéis estar muy unidos.

Puse una cara neutra y me volví a encoger de hombros.

—Es bastante guay para ser un pura sangre.

—¿Ah, sí?

—¡Hey! ¡Esperad! —Deacon pisó una capa gruesa de hielo y se deslizó hasta nosotros como si fuese un patinador profesional—. Lea quiere comer algo. Luke se queda con ella.

Salvada por Deacon.

—¿Qué tal está?

Solos abrió la puerta y nos la sujetó.

—Se ha pasado la mayor parte del camino durmiendo —respondió Deacon—. Desde que ha despertado no ha dicho casi nada. Luke la ha convencido para que comiera algo, así que vamos a comprar una bolsa de Cheetos para todos.

Lea me daba mucha pena, entendía su dolor. Y Deacon también. Seguramente mi presencia no sería lo mejor para ella, pero Deacon… le vendría bien.

Me quité la nieve de encima en cuanto entramos a la tienda, calentita y luminosa. Sin contar el cajero de pelo grasiento y flacucho que leía una revista guarra, estábamos solos. Me gruñía el estómago, así que fui directa a las neveras. Aiden quería agua, por supuesto, pero yo necesitaba algo de cafeína.

Solos se quedó con Deacon, porque si aparecía un daimon paleto de la nada, Deacon sería el que iba a necesitar ayuda. Cogí una botella de agua y una Pepsi y miré a mi alrededor. El cajero bostezó y se rascó el pecho, sin levantar la mirada ni una sola vez. La nieve empezó a caer en copos más grandes.

Suspiré e ignoré el deseo de ver nevar. Fui hacia la estantería de las patatas. La parte de la tienda en la que hacían sándwiches para llevar no estaba abierta, así que nuestras opciones eran bastante limitadas.

Un fuerte olor a musgo, a humedad, llenó el aire. Olfateé; aquel olor me resultaba familiar. Pasé al lado de Deacon, que iba cargado hasta arriba.

—Date prisa. El mortal está poniendo a Solos nervioso.

Miré hacia la parte delantera de la tienda.

—¿Qué? Pero si solo hay un tío aquí.

—Ya lo sé.

Sacudí la cabeza, cogí un paquete de cecina y una bolsa de patatas. Miré lo que había cogido y decidí que necesitaba también algo dulce. Paré un segundo en la zona de los caramelos y volví a la parte de delante.

—Qué bien que hayas vuelto —murmuró Solos. Llevaba en la mano una bolsa de cacahuetes y una bebida energética.

Le ignoré y Deacon comenzó a pagar. El cajero me miró cuando vio el montón de calorías que tenía mi comida, pero no dijo nada. La gente era superamable por aquellos lares.

—Serán diez con cincuenta y nueve —dijo el hombre con un gruñido.

Por todos los dioses. ¿Qué había comprado? Me metí la mano en el bolsillo para coger el dinero que Aiden me había dado. De repente, volví a notar aquel olor a musgo, pero mucho más fuerte. Y entonces me acordé del olor. Era como olía el Inframundo. Las luces del techo parpadearon una vez, dos veces.

—Oh, venga —susurré, y el corazón se me paró.

Solos se puso tenso a mi lado.

—¿Qué pasa?

—No os preocupéis —dijo el tendero mirando las luces—, pasa siempre que nieva. Los conductores se chocan contra los postes de la luz por culpa del hielo. Vosotros no debéis ser de por aquí.

El aire se volvió denso, llenándose de la misma electricidad que había envuelto Deity Island justo antes de que llegase Poseidón. El mortal no lo podía sentir.

Hubo un pequeño estallido y volaron chispas. La luz roja de la cámara de seguridad que había en la puerta dejó de parpadear. Le salía humo.

—¿Pero qué demonios? —El tendero se inclinó sobre el mostrador—. Ahora sí que nunca he visto nada parecido.

Yo tampoco había visto nada así.

Solos agarró a Deacon del brazo.

—Es hora de marcharnos.

Deacon, con los ojos como platos, asintió.

—Lo que usted diga, señor.

Dejé las cosas sobre el mostrador y fuimos hacia la puerta. Que le diesen a la comida. Estaba pasando algo, algo… relacionado con los dioses.

—¡Hey! ¿A dónde vais? No habéis…

Un gruñido cortó la frase. Nos quedamos a unos tres metros de la puerta. Sentía el corazón en la garganta. El olor a perro mojado era cada vez más fuerte y tenía todos los pelos de punta. Me di la vuelta despacio, mirando por toda la tienda. Me metí la mano en el bolsillo y cogí el mango de la daga.

Entre la estantería de los Twinkies y los pastelitos, el aire comenzó a vibrar. Sobre el suelo de vinilo blanco se marcaron las huellas de unas enormes botas dirigiéndose hacia nosotros, llenando el aire con hilillos de humo y azufre. El logo de la estrella de la tienda que estaba marcado en el suelo, burbujeó y echó humo.

Primero dos piernas enfundadas en cuero, luego unas estrechas caderas y un pecho ancho aparecieron de la nada. Cuando le miré a la cara, creo que dejé de respirar. Oscuramente hermoso, no le hacía justicia. Obscenamente guapo, no era ni una pequeña aproximación al tratar de describir a aquel dios de pelo negro como un cuervo. El olor a azufre y humo revelaba su identidad.

Hades estaba bastante bueno para ser un dios y estaba segura de que había venido para matarme.

Dispararon con una escopeta, que me dio un susto de muerte y di un salto.

—No quiero mierdas de estas por aquí. —El tendero volvió a cargar el arma—. La próxima vez no…

Hades levantó una mano y los ojos del tendero se pusieron blancos. Cayó al suelo y a otro mundo. Hades sonrió, mostrando una fila de dientes ultra blancos y perfectos. Parecía que en el Inframundo tenían un buen seguro dental.

—Vale, ahora podemos hacerlo fácil o difícil —dijo Hades de forma encantadora. Era raro, pero tenía acento británico—. Solo quiero a la chica.

Solos puso a Deacon contra el mostrador, colocándose delante de él para cubrirle, y soltó los cacahuetes y la bebida.

—Pues va a ser un problema.

Hades se encogió de hombros.

—Entonces lo haremos a las malas.