Capítulo 21

Lo primero que hice al levantarme, fue darme un lujoso baño en la impresionante bañera. Me quedé dentro hasta que la piel se me empezó a arrugar y aun así me costó salir.

Era el cielo hecho bañera.

Después bajé y vi a Deacon espatarrado en un sofá en la sala de juegos. Le aparté las piernas y me senté. Estaba viendo reposiciones de Sobrenatural.

—Buena elección —comenté—. Me encantaría conocer a los dos hermanos en la vida real.

—Cierto —Deacon se apartó unos rizos de la cara—. Es lo que veo cuando no estoy en clase o cuando se supone que estoy en clase.

Sonreí.

—Aiden te mataría si supiese que te saltas clases.

Levantó las piernas y las apoyó en mi regazo.

—Ya lo sé. He dejado de hacerlo.

También había dejado de beber. Le miré. Quizá Luke estaba siendo una buena influencia.

—¿Vas a hacer algo especial para San Valentín? —pregunté.

Apretó los labios.

—¿Por qué preguntas eso, Álex? No lo celebramos.

—Pero tú sí. Si no… no tendrías ese árbol.

—¿Y tú? —preguntó, con sus ojos grises danzando—. Juraría haber visto a Aiden en la joyería…

—¡Cállate! —Le pegué en la tripa con un cojín—. Deja de decir esas cosas. No hay nada entre nosotros.

Deacon sonrió y nos pusimos a ver los capítulos que tenía grabados. Hasta la tarde no me atreví a preguntar dónde estaba Aiden.

—La última vez que miré estaba fuera con los Guardias.

—Oh.

Parte de mí estaba contenta de que Aiden estuviese vigilando fuera. Me puse roja solo de pensar en anoche, en nosotros sobre la silla.

—Anoche estuvisteis despiertos hasta bastante tarde —dijo Deacon.

No cambié la cara.

—Me estaba enseñando la casa.

—¿Eso es todo lo que te estaba enseñando?

Sorprendida, reí y me giré hacia él.

—¡Pues sí, Deacon! Dioses…

—¿Qué? —Se incorporó y me quitó las piernas de encima—. Solo era una pregunta inocente.

—Ya, claro. —Le vi levantarse—. ¿Dónde vas?

—Voy a la residencia. Luke sigue allí. Eres bienvenida si quieres, pero no creo que Aiden te deje salir de casa.

Los puros y los mestizos podían ser amigos, sobre todo si iban juntos a clase, y eso pasaba mucho. Aunque desde los ataques daimon de principios de año no tanto. Zarak no había hecho últimamente ninguno de sus fiestones. Pero que un mestizo se quedase en casa de un puro sí que levantaría sospechas.

—¿Qué vais a hacer? —pregunté.

Deacon me guiñó un ojo mientras salía de la habitación.

—Oh, seguro que lo mismo que estabais haciendo anoche mi hermano y tú. Ya sabes, va a enseñarme la residencia.

Varias horas después, Deacon volvió y Aiden por fin entró. Evitó mi mirada y subió directamente. Deacon se encogió de hombros y me convenció para hacer galletas con él. Cuando al final bajó Aiden, se quedó en la cocina mientras Deacon y yo nos comíamos una pizza. Llevaba unos vaqueros y una camiseta de manga larga, me quedé tan embobada mirándole que Deacon me dio un codazo. En cuanto Aiden se relajó, bromeó un poco con su hermano. De vez en cuando, nuestras miradas se cruzaban y sentía una descarga eléctrica por toda mi piel.

Después de comernos nuestro propio peso en masa cruda de galleta, acabamos todos en el salón, hundidos en unos sofás que seguramente eran más grandes que las camas de la mayoría de la gente. Antes de irse a la cama, Deacon tuvo el control del mando a distancia durante cuatro horas seguidas, y Aiden salió a ver a los Guardias. Ni idea de por qué. Me dediqué a deambular por la casa. ¿Qué quiso decirme Aiden antes de decirle que dejase de hablar? ¿Estaba listo para hablar, tal y como dijo cuando estaba en el médico? Inquieta, vi que había llegado a la habitación del árbol AFM. Le di un toquecito y sonreí al ver cómo se balanceaba. Deacon era muy raro. ¿Quién tenía un Árbol de Fiestas de Mortales?

Era tarde y ya hacía rato que debería estar en la cama, pero no me llamaba nada la idea de ir a dormir. Llena de preocupaciones, di vueltas por la habitación hasta que me paré frente a la puerta. No tenía nada mejor que hacer y me entró mucha curiosidad, así que probé a abrirla. No estaba cerrada. Miré hacia atrás, abrí la puerta y entré en la habitación. De repente me di cuenta de por qué Aiden no había incluido aquella habitación en la visita.

Todas sus cosas personales estaban metidas en aquella habitación redonda. Fotos de Aiden por todas las paredes, resumiendo la historia de su infancia. También había fotos de Deacon, un niño precioso con el pelo rubio rizado y mejillas regordetas que auguraban unas facciones delicadas.

Me paré frente a una de Aiden y sentí que se me encogía el pecho. Debía tener seis o siete años. Unos rizos oscuros le caían sobre la cara, en vez de las ondas sueltas que tenía en la actualidad. Estaba adorable: los ojos y los labios grises. Había una foto de él con Deacon. Aiden debía tener probablemente unos diez años y tenía su bracito sobre los hombros de su hermano. La cámara había capturado a los dos hermanos riendo.

Rodeé un enorme sofá y cogí el marco de titanio que estaba sobre el mantelito de la chimenea. Se me paró la respiración.

Salía su padre, su madre y su padre.

Salían detrás de Deacon y Aiden, con las manos sobre los hombros de los chicos. Tras ellos, el cielo azul brillaba. Era fácil decir a quién se parecía cada uno. Su madre tenía el pelo sedoso del color del trigo, cayéndole en pequeños rizos por detrás de los hombros. Era guapa, como todos los puros, con unas facciones delicadas y unos ojos azules risueños. Sin embargo, era sorprendente lo mucho que Aiden se parecía a su padre. Desde el pelo casi negro hasta sus ojos plateados, eran una copia exacta.

No era justo que se hubiesen llevado a sus padres siendo tan jóvenes, privados de poder ver crecer a sus hijos. Aiden y Deacon habían perdido muchísimo.

Pasé un dedo por el borde del marco. ¿Por qué había encerrado Aiden todos aquellos recuerdos? ¿Alguna vez entraba allí? Observé la habitación a mi alrededor y vi una guitarra junto a una estantería llena de libros y cómics. Me di cuenta de que era su habitación. Un lugar en el que creía que estaba bien recordar a sus padres y quizá poder escapar de todo y estar solo.

Volví a fijarme en la foto e intenté imaginarme a mi madre y a mi padre. Si los puros y los mestizos pudiesen estar juntos, ¿habríamos tenido momentos así? Cerré los ojos e intenté imaginarme a los tres. En aquel momento no me costaba recordar a mi madre. La vi antes de convertirse, pero mi padre seguía teniendo la marca de la esclavitud en la frente. Hiciese lo que hiciese, no lograba que se fuese.

—No deberías estar aquí.

Sorprendida, me di la vuelta, agarrando el marco con fuerza contra mi pecho. Aiden estaba en la puerta, con los brazos pegados al cuerpo. Caminó hasta el centro de la habitación y se puso frente a mí. Tenía una expresión sombría en la cara.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

—Me entró la curiosidad. La puerta no estaba cerrada con llave. —Tragué saliva, nerviosa—. Acabo de llegar.

Bajó la mirada y se puso tenso. Me cogió la foto de las manos y la volvió a poner sobre la chimenea. Sin decir nada, se agachó y puso las manos sobre la leña. Inmediatamente, el fuego comenzó a crecer y a echar chispas. Cogió un atizador.

Avergonzada y dolida por su repentina frialdad, me aparté.

—Lo siento —susurré. Él seguía tenso, atizando el fuego—. Me voy. —Me di la vuelta, y de repente lo tenía delante de mí. El corazón me dio un vuelco.

Me agarró el brazo.

—No te vayas.

Le miré los ojos atentamente, pero no recibí ninguna pista.

—Vale.

Aiden respiró con fuerza y me soltó el brazo.

—¿Quieres beber algo?

Me abracé y asentí. Aquella habitación era como su santuario, un homenaje silencioso a la familia que había perdido, y yo lo había invadido. Seguro que ni siquiera Deacon se atrevía a entrar. Y aquí estaba yo.

Aiden sacó de la barra dos copas de vino y las puso encima. Las llenó y me miró.

—¿Vino?

—Vale. —Tenía la garganta seca—. Lo siento mucho, Aiden, no debería haber entrado.

—Deja de disculparte. —Salió de la barra y me dio una de las copas. La cogí esperando que no se notase cómo me temblaban los dedos. El vino era dulce y suave, pero no me entró bien—. No quería asustarte —dijo poniéndose junto al fuego—, es solo que me ha sorprendido verte aquí.

—Es… eh… una habitación muy bonita. —Me sentí idiota al decirlo.

Sonrió un poco.

—Aiden…

Me miró tanto rato que llegué a pensar que no iba a decir nada y, cuando lo hizo, no fue lo que esperaba.

—Después de lo que te pasó en Gatlinburg, me acordé de lo que tuve que pasar… después de lo que les ocurrió a mis padres. Tenía pesadillas. Estuve… escuchando sus gritos una y otra vez durante años. Nunca te lo dije. Quizá debería haberlo hecho, podría haberte ayudado.

Me senté en el borde del sofá, sujetando la copa por el pie. Aiden miró el fuego y tomó un sorbo de vino.

—¿Recuerdas aquel día en el gimnasio, cuando me contaste lo de tus pesadillas? Se me quedó grabado el miedo que le tenías a Eric y a que volviese —continuó—. No dejaba de pensar en qué pasaría si hubiese escapado algún daimon del ataque a mis padres. ¿Cómo habría podido seguir adelante?

Eric fue el único daimon que escapó de Gatlinburg. No había dejado de pensar en él, escuchar su nombre me retorció el estómago. La mitad de las marcas que tenía en el cuerpo eran gracias a él.

—Pensé que sacarte de allí y llevarte al zoo te ayudaría a liberar la mente, pero tenía… tenía que hacer algo más. Contacté con algunos Centinelas de la zona. Sabía que Eric no habría ido muy lejos, no después de saber lo que eras y haber probado tu éter —dijo—. Basándome en la descripción que hicisteis tú y Caleb, no fue difícil encontrarle. Estaba justo a las afueras de Raleigh.

—¿Cómo? —El estómago se me cerró aún más—. Raleigh estaba a solo treinta kilómetros de allí.

Asintió.

—En cuanto confirmamos que era él, fui para allá. Leon, Apolo, me acompañó.

Al principio no pude entender cómo pudo hacerlo, pero entonces me acordé de aquellas semanas después de decirle que le quería en las que canceló nuestros entrenamientos. Aiden tenía tiempo para hacerlo sin que me diese cuenta.

—¿Qué pasó?

—Lo encontramos. —Sonrió sin gracia antes de volver a mirar el fuego—. No le maté inmediatamente. No sé lo que eso dice de mí. Al final, creo que realmente lamentó haber sabido siquiera que existías.

No sabía qué decir. Una parte de mí estaba sorprendida por el hecho de que hubiese ido tan lejos por mí. La otra parte estaba un tanto horrorizada. Bajo la apariencia calmada y de control que Aiden mostraba, había una segunda piel de oscuridad, una parte de él que solo había logrado atisbar levemente. Le miré y me di cuenta de que no había sido justa con él. Le había puesto en un enorme pedestal, y en mi mente no tenía ningún defecto.

Pero Aiden no era perfecto.

Di un sorbo al vino.

—¿Por qué no me lo habías contado?

—Por entonces no hablábamos mucho y además, ¿cómo habría podido hacerlo? —Se rio con dureza—. No era una caza de daimons normal. No era una muerte humana y precisa como nos enseñan.

El Covenant nos enseñaba básicamente a no jugar con nuestras presas, por así decirlo. A pesar de que no pudiéramos salvar a los daimons, en algún momento fueron pura sangres… o mestizos. Aun así, a pesar de lo perturbador que era saber que Aiden había torturado a Eric, no me disgustaba. A saber lo que eso decía de .

—Gracias —dije al final.

Se giró hacia mí bruscamente.

—No me des las gracias por algo así. No lo hice solo…

—No lo hiciste solo por mí. Lo hiciste por lo que le ocurrió a tu familia. —Sabía que tenía razón, no lo había hecho tanto por mí. Era su forma de vengarse. No estaba bien, pero lo entendía. En su lugar, seguramente yo habría hecho lo mismo y quizá más aún.

Aiden se quedó quieto. Las llamas proyectaban un cálido brillo sobre él, que miraba su copa.

—Estábamos visitando a unos amigos en Nashville. Yo no los conocía mucho, pero tenían una hija de mi edad, más o menos. Yo pensaba que simplemente estábamos de vacaciones, antes de comenzar el colegio, pero en cuanto llegamos allí, mi madre prácticamente me empujó hacia ella. Era pequeñita, con el pelo rubio muy claro y ojos verdes. —Respiró hondo y agarró con fuerza el pie de la copa—. Se llamaba Helen. Con perspectiva, ahora veo por qué mis padres hicieron que pasara tanto tiempo con ella, pero por alguna razón en su momento no lo entendí.

Tragué saliva.

—¿Iba a ser tu pareja?

Puso una sonrisa triste.

—La verdad es que no le hacía caso. Me pasaba el tiempo siguiendo a los Guardias mestizos, viéndolos entrenar. Mi madre estaba muy decepcionada conmigo, pero recuerdo que mi padre se reía, le decía que me diese algo de tiempo y dejase que la naturaleza siguiese su curso. Que yo no era más que un niño y que ver a unos hombres peleando me interesaba más que las chicas guapas.

Se me hizo un nudo en el estómago. Me apoyé en el sofá, dejando de lado la copa de vino.

—Vinieron cuando era de noche. —Cuando bajó la mirada sus pestañas tupidas abanicaron sus mejillas—. Escuché ruidos de pelea en el exterior, me levanté y miré por la ventana. No vi nada, pero lo sabía. Se oyó un ruido abajo y desperté a Deacon. Él no entendía qué estaba pasando ni por qué lo obligué a esconderse en el armario, cubierto de ropa. Después, todo ocurrió muy deprisa. —Tomó un gran sorbo de vino y dejó la copa a un lado—. Solo había dos daimons, pero controlaban el fuego. Acabaron con tres de los Guardias quemándolos vivos.

Quería que parase, porque sabía lo que venía después, pero tenía que soltarlo todo. Dudaba mucho de que lo hubiese contado alguna vez, y yo debía atender.

—Mi padre les devolvía los ataques, o al menos lo intentaba. Los Guardias caían a derecha e izquierda. El ruido despertó a Helen, y yo intenté que se quedase arriba, pero vio a uno de los daimons atacar a su padre, le arrancó la garganta delante de ella. Gritó. Nunca olvidaré ese sonido. —Estaba como distante mientras hablaba, como si estuviese allí de nuevo—. Mi padre trató de asegurarse de que mi madre subiese las escaleras, pero después no volví a verle. Le oí gritar y yo. —Sacudió la cabeza—, me quedé allí de pie, aterrorizado.

—Aiden, no eras más que un niño.

Asintió ausente.

—Mi madre me gritó que fuese a por Deacon y lo sacase de la casa junto con Helen. No quería dejarla, así que empecé a bajar las escaleras. El daimon salió de la nada y la cogió por el cuello. Me estaba mirando a los ojos cuando le partió el cuello. Sus ojos… se apagaron. Y Helen… Helen no dejaba de gritar. No paraba. Sabía que la iba a matar a ella también. Salí corriendo escaleras arriba y le cogí de la mano. Ella estaba aterrorizada y trataba de huir de mí, ralentizándonos a los dos. El daimon nos alcanzó y cogió a Helen. Empezó a arder en llamas.

Me costaba respirar. Las lágrimas me ardían en los ojos. Era… era más horrible de lo que me había imaginado y me recordó al chico al que el daimon hizo arder en Atlanta.

Aiden se giró hacia el fuego.

—Después, el daimon vino a por mí. No sé por qué no usó el fuego contra mí, sino que me tiró al suelo, pero sabía que iba a beberse todo mi éter. Y entonces apareció el Guardia al que habían quemado abajo. No sé cómo, supongo que sufriendo el más horrible de los dolores, logró subir las escaleras y matar al daimon. —Me miró y no vi dolor en su expresión. Quizá más bien pena y remordimiento, pero también un poco de admiración—. Era un mestizo, uno de esos a los que había estado siguiendo. Debía tener la misma edad que yo ahora y, ¿sabes? A pesar del terrible dolor, cumplió con su deber. Salvó mi vida y la de Deacon. Unos días después me enteré que no sobrevivió a las quemaduras. Nunca tuve la oportunidad de agradecérselo.

En aquel momento cobró sentido que tolerase a los mestizos. La acción de un solo Guardia cambió siglos de prejuicios en un chico, convirtiendo esos prejuicios en admiración. No me extrañaba que Aiden nunca viese la diferencia entre mestizos y puros.

Aiden vino hasta mí y se sentó. Me miró a los ojos.

—Por eso decidí convertirme en Centinela. No tanto por lo que les ocurrió a mis padres, sino por aquel mestizo que murió por salvar mi vida y la de mi hermano.

No sabía qué decir, ni si podía decir algo siquiera, así que contuve las lágrimas y le puse una mano sobre el brazo. Él puso una mano sobre la mía y miró a lo lejos. Apretó la mandíbula.

—Dioses, creo que nunca le había contado a nadie lo que pasó aquella noche.

—¿Ni a Deacon?

Aiden negó con la cabeza.

—Me siento… honrada porque hayas decidido compartirlo conmigo. Sé que es mucho. —Le apreté el brazo—. Ojalá nunca hubieses tenido que pasar por algo así. No fue justo para nadie.

Tardó un poco en responder.

—He logrado justicia por lo que aquellos daimons me hicieron. Sé que es distinto a lo que tú tuviste que pasar, pero quería que tuvieses justicia. Ojalá te lo hubiese contado antes.

—Por aquel entonces estábamos muy enredados —dije. No nos hablábamos y por aquel entonces Caleb murió. El corazón no me dolió tanto como solía hacerlo cuando pensaba en él—. Entiendo lo que pasó con Eric.

Sonrió un poco.

—Fue un acto reflejo.

—Claro. —Traté de pensar en algo para distraernos un poco. Ambos lo necesitábamos. Encontré con la mirada una guitarra acústica apoyada contra la pared—. Toca algo.

Se levantó y cogió la guitarra con cuidado. Volvió al sofá y se sentó en el suelo frente a mí. Bajó la cabeza y algunos rizos le cayeron sobre la cara mientras toqueteaba unas piezas en la parte baja de la guitarra. Con sus largos dedos sacó una púa de entre las cuerdas.

Miró hacia arriba medio sonriendo.

—Eso es trampa —murmuró—, sabías que no iba a negarme.

Me puse de lado lentamente. La tripa ya no me dolía casi, pero me había acostumbrado a tener cuidado.

—Ya lo sabes.

Aiden rio y rasgó un poco las cuerdas. Tras ajustar el sonido, empezó a tocar. La canción era misteriosa a la vez que tranquilizadora. Hizo unos punteos agudos durante unas estrofas y luego volvió a tocar unos acordes. Mis sospechas se confirmaron, Aiden sabía tocar la guitarra. No titubeó ni falló una sola nota. Me tenía embobada. Apoyé la cabeza en la almohada grande, me acurruqué y cerré los ojos, dejando que la melodía me envolviese. Lo que fuese que estaba tocando tenía un efecto calmante, como una nana perfecta. Sonreí. Me lo imaginaba perfectamente, sentado frente a un bar repleto, tocando canciones que encandilarían a todo el mundo.

Cuando acabó la canción abrí los ojos. Me estaba mirando con una enorme dulzura en sus ojos, tan profunda que no quería apartar nunca la mirada de ellos.

—Ha sido precioso.

Aiden se encogió de hombros y puso la guitarra a un lado con cuidado. Levantó una mano y me quitó la copa de vino casi intacta de los dedos. Me miró mientras le daba un trago y la dejó también a un lado. Podíamos haber estado así, mirándonos durante horas, sin hablar.

No sabía qué pasaba, pero levanté una mano y la puse sobre su pecho, en el corazón. Bajo la mano noté algo duro y con forma de lágrima, algo que llevaba bajo la camiseta. Ya había sentido antes el colgante y nunca le había prestado demasiada atención, pero ahora… me resultaba familiar.

Ahogué un gritito al comprenderlo todo. Aiden me miró, con los ojos increíblemente brillantes. Un escalofrío me recorrió toda la espalda y se extendió por mi piel con una rapidez inusitada. Metí la mano por su camiseta y cogí la cadena.

—Álex —pidió Aiden, más bien rogó, con voz ronca—, Álex, por favor…

Dudé un instante, pero tenía que verlo. Necesitaba hacerlo. Con cuidado, saqué la cadena. Me quedé sin aliento al sacar la cadena por completo.

Colgando de la cadena de plata llevaba la púa negra que le había regalado por su cumpleaños. El día que se la regalé me dijo que no me amaba. Pero aquello… aquello debía significar algo, y el corazón me ardía. Sin poder decir una sola palabra, pasé un dedo sobre la piedra pulida. Tenía un pequeño agujero en la parte superior, por donde pasaba la cadena.

Aiden me cogió la mano, cerrando mis dedos sobre la púa de la guitarra.

—Álex…

Cuando le miré a los ojos, lo vi increíblemente vulnerable, sentía tanta impotencia como yo. Me entraron ganas de llorar.

—Ya lo sé. —Y era cierto. Sabía que, aunque nunca lo dijese, aunque lo negase, yo lo seguía sabiendo.

Abrió la boca.

—Supongo que no podía seguir ocultándotelo.

Cerré los ojos con fuerza, pero se me escapó una lágrima que rodó por mi mejilla.

—No llores. —Atrapó la lágrima con un dedo y puso su frente contra la mía—. Por favor, odio cuando lloras por mi culpa.

—Lo siento. No quiero ser una llorona. —Me sequé las mejillas, me sentía como una tonta—. Es que… no lo sabía.

Aiden me cogió la cara y me dio un beso en la frente.

—Quería llevar siempre una parte de ti conmigo, fuese como fuese.

Me estremecí.

—Pero yo… no tengo nada tuyo.

—Sí, claro que sí. —Aiden puso sus labios sobre mi mejilla húmeda. Sonreía con la voz—. Tienes una parte de mi corazón. Todo entero, en realidad. Para siempre. Aunque tu corazón pertenezca a otro.

El corazón me dio un vuelco, pero no me moví.

—¿A qué te refieres?

Bajó las manos y se echó hacia atrás.

—Sé que te gusta.

Claro que sí, pero no tenía mi corazón. Cuando tenía a Aiden frente a mí, nuestra conexión iba más allá que cualquier profecía. Mi destino verdadero, real, no una ilusión. Las profecías no eran más que sueños; Aiden era mi realidad.

—No es lo mismo —susurré—, nunca lo ha sido. Eres tú quien tiene mi corazón… y solo quiero compartirlo contigo.

Los ojos de Aiden parecían de nuevo plata líquida. Lo vi antes de que bajase la mirada. Pasaron unos instantes hasta que volvió a levantar los ojos y me miró. Parecía estar librando una batalla interna. Cuando habló, no estaba segura de si había ganado o perdido.

—Deberíamos irnos a la cama.

Me quedé perpleja. Espera, ¿estaba sugiriendo que nos fuésemos a la cama juntos o que nos fuésemos a la cama por separado? No tenía ni idea, y me daba demasiado miedo tener esperanzas al mismo tiempo que, extrañamente, me daba miedo la idea. Era como que me ofrecían algo que llevaba mucho tiempo esperando y de repente, no supiese qué hacer con ello. O cómo hacerlo.

Curvó los labios y se puso de pie. Me cogió las manos y me levantó. Las piernas me temblaban.

—Vete a la cama —me dijo.

—¿Y… tú también vienes?

Aiden asintió.

—Ahora subo.

No podía respirar.

—Ve —apremió.

Y me fui.