El corazón me iba a mil, bombeaba sangre por todo mi cuerpo a una velocidad que no era normal para alguien que había muerto y todo ese rollo. Intenté, sin éxito, no mirar a Aiden mientras un Guardia metía mis maletas en casa de sus padres. Estábamos en medio de la noche y debería tener frío, pero sentía unos calores horribles. Sobre todo después de ver a Deacon, que nos esperaba en el porche con una sonrisita divertida en la cara.
—Seguramente este sea el lugar más seguro en el que puedas estar hasta que encontremos a Telly y determinemos si alguien más está relacionado con la Orden. —Marcus me puso los brazos sobre los hombros—. En cuanto vuelva de Nashville, te quedarás conmigo, o con Lucian, en cuanto vuelva de Nueva York.
—Debería mantenerse lo más alejada posible de la casa de Lucian —dijo Apolo apareciendo de la nada. Varios de los Guardias se apartaron, pálidos y con los ojos como platos. Apolo les sonrió—. Allí donde Seth esté, sugiero que no esté Alexandria.
Todos los puros y mestizos hicieron una reverencia. Yo también, aunque olvidé que los puntos aún estaban curando y puse una mueca de dolor.
—Tendremos que colgarle un cascabel —murmuró Aiden.
Apreté los labios para no reír.
—De hecho —dijo Apolo lentamente—, seguramente sea aquí donde esté más segura.
Deacon se atragantó.
Marcus se recuperó más rápidamente que la última vez.
—¿Has averiguado algo?
—No. —Apolo miró a Deacon con curiosidad antes de dirigirse a Marcus—. Quería hablar contigo en privado.
—Por supuesto. —Marcus se giró hacia mí—. Volveré en unos pocos días. Por favor, haz caso de lo que te diga Aiden… e intenta no meterte en problemas.
—Ya lo sé. No puedo salir de la casa hasta que Apolo me lo diga. —Y de hecho, aquellas fueron las palabras exactas de Marcus. Nadie podía sacarme de la casa excepto Apolo, Aiden o Marcus. Ni siquiera los Guardias de Lucian. Si alguien lo intentaba, tenía permiso para patearles el culo.
Marcus le hizo un gesto de asentimiento a Aiden y se dio la vuelta para marcharse. Según pasaba a nuestro lado, Apolo nos saludó levantando dos dedos, que quedaba bastante raro viniendo de él. En los últimos dos días me había acostumbrado a sus apariciones fortuitas. Parecía que le encantaba asustar a la gente con ellas.
—¿Estás lista? —preguntó Aiden.
Deacon levantó una ceja.
—Cállate —dije al pasar junto a Deacon.
—Si no he dicho nada. —Se giró y me siguió hacia el interior—. Vamos a divertirnos un montón. Será como una fiesta de pijamas.
¿Una fiesta de pijamas en casa de Aiden? Oh, dioses. Me estaba poniendo roja con lo que imaginaba. Aiden cerró la puerta tras los que se fueron y le lanzó una mirada asesina a Deacon.
Deacon, sonriendo, se balanceó sobre sus talones.
—Para tu información, me aburro fácilmente y te obligaré a que seas mi fuente de entretenimiento. Vas a ser como mi bufón personal.
Le saqué el dedo.
—Hey, eso no es gracioso.
Aiden pasó a mi lado.
—Lo siento. Puede que hasta acabes deseando haberte quedado en la clínica.
—Oh, apuesto que no. —Deacon me miró con una sonrisa traviesa—. En fin. Oye, ¿cuando estabas con los mortales celebrabas San Valentín?
Parpadeé.
—La verdad es que no. ¿Por?
Aiden resopló y se metió en una de las habitaciones.
—Sígueme —dijo Deacon—. Te va a encantar. Lo sé.
Lo seguí a través del pasillo, que estaba poco iluminado y todavía menos decorado. Pasamos junto a varias puertas cerradas y una escalera de caracol. Deacon atravesó una arcada, se paró y tocó la pared. La luz inundó todo el cuarto. Era el típico invernadero, con ventanas desde el suelo hasta el techo, muebles de mimbre y plantas de colores.
Deacon paró junto a una pequeña planta que había en una maceta sobre una mesita baja de cerámica. Parecía un pino en miniatura al que le faltaban varias ramas. La mitad de las agujas estaban esparcidas a su alrededor y dentro de la maceta. Una bola de Navidad colgaba de la rama más alta, haciendo que el arbolito se inclinase hacia la derecha.
—¿Qué te parece? —preguntó Deacon.
—Umm… bueno, pues es un árbol de Navidad un tanto distinto, pero no sé qué tiene que ver con San Valentín.
—Es triste —dijo Aiden mientras entraba a la habitación—, de hecho, da un poco de vergüenza ajena mirarlo. ¿Qué tipo de árbol es, Deacon?
Sonrió.
—Se llama Árbol de Navidad Charlie Brown.
Aiden puso los ojos en blanco.
—Deacon saca esta cosa todos los años. El pino ni siquiera es de verdad. Lo deja aquí desde el día de Acción de Gracias hasta el de San Valentín. Que, por cierto, gracias a los dioses, es pasado mañana. Eso significa que le toca quitarlo.
Toqué las agujas de plástico.
—He visto los dibujos.
Deacon le echó un spray.
—Es un AFM.
—¿Un AFM? —pregunté.
—Árbol de Fiestas de Mortales —explicó Deacon—. Pasa por las tres fiestas más importantes. Durante Acción de Gracias se le pone el bulbo marrón, verde en Navidades y rojo en San Valentín.
—¿Y en Nochevieja?
Agachó la cabeza.
—¿Pero de verdad eso es una fiesta?
—Eso creen los mortales. —Crucé los brazos.
—Pues están equivocados. El Año Nuevo es durante el solsticio de verano —dijo Deacon—. Sus cálculos están fatal, como la mayoría de sus costumbres. Por ejemplo, ¿sabías que el día de San Valentín no tenía nada que ver con el amor hasta que Geoffrey Chaucer[1] comenzara todo eso del amor cortés en la Alta Edad Media?
—Sois muy raros los dos —les dije sonriendo.
—Pues sí —respondió Aiden—. Ven, que te enseño tu habitación.
—Hey, Álex —dijo Deacon—, mañana haremos galletas, por la víspera de San Valentín.
¿Hacer galletas para la víspera de San Valentín? No sabía que eso se celebrase también. Me reí y salí con Aiden de la habitación.
—No os parecéis en nada.
—¡Yo molo más! —gritó Deacon desde la sala del Árbol de Fiestas de Mortales.
Aiden comenzó a subir las escaleras.
—A veces creo que nos cambiaron al nacer. Ni siquiera nos parecemos.
—Eso no es cierto. —Pasé el dedo por la guirnalda que cubría el pasamanos de mármol—, tenéis los mismos ojos.
Sonrió mirando hacia atrás.
—Nunca suelo quedarme aquí. Deacon lo hace de vez en cuando y a veces, cuando los miembros del Consejo vienen de visita, se quedan aquí. La casa suele estar vacía.
Recordé lo que me dijo Deacon sobre la casa. Quise decir algo, pero no me salían las palabras, así que le seguí en silencio. En aquellos dos últimos días, Aiden no se había despegado de mi lado. Igual que antes de que ocurriera lo de la puñalada, estuvimos hablando sobre cosas estúpidas e inocuas. Y al final no había conseguido el teléfono de Olivia, como mucho tenía el de su madre.
—Deacon se queda en una de las habitaciones de abajo. Yo estaré aquí. —Señaló hacia la primera habitación.
No podía resistir la tentación de ver su habitación, así que eché un ojo dentro. Como la de la cabaña, solo tenía lo justo y necesario. Tenía ropa perfectamente doblada sobre una silla junto a la cama de matrimonio. No había ni fotos ni cosas personales.
—¿Esta era tu habitación cuando eras pequeño?
—No —Aiden se apoyó contra la pared del pasillo y me miró con los ojos caídos—, mi habitación era la de Deacon. Tiene todo lo que puede necesitar. Esta era una habitación de invitados. —Se separó de la pared—. La tuya está al final del pasillo. Es mucho más maja.
Salí de la habitación. Pasamos junto a varias puertas cerradas, pero una llamó mi atención, eran puertas dobles, cerradas con llave y decoradas con incrustaciones de titanio. Supuse que habría sido la habitación de sus padres. Aiden abrió una puerta al final del pasillo enmoquetado y encendió la luz. Pasé junto a él, con la boca de par en par. La habitación era preciosa y enorme. Una alfombra de pelo cubría el suelo, pesadas cortinas tapaban la ventana y habían dejado mis maletas junto a un vestidor. Una televisión de pantalla plana colgaba de una pared y la cama era tan grande que cabían cuatro personas. Vi que también tenía cuarto baño, con una bañera enorme. Mi corazón empezó a palpitar más fuerte.
Aiden se rio al ver mi cara fascinada.
—Supuse que te gustaría esta habitación.
Miré dentro del cuarto de baño y suspiré.
—Quiero casarme con esa bañera. —Me giré y le sonreí—. Esto será como estar en uno de esos hoteles supercaros, solo que gratis.
Se encogió de hombros.
—Yo no sé de eso…
—Tú no debías darte ni cuenta, con tu infinita riqueza. —Me dirigí hacia la ventana y abrí las cortinas. Con vistas al mar, genial. La luna se reflejaba en las tranquilas aguas de color ónice.
—El dinero no es mío. Es de mis padres.
Lo que lo convertía en suyo y de Deacon, pero no dije nada.
—La casa es preciosa.
—Algunos días más que otros.
Me puse roja y apoyé la frente en el cristal de la ventana, que estaba frío.
—¿De quién fue la idea de que me quedase aquí?
—Fue una decisión conjunta. Después de lo que ha pasado, no podías quedarte allí.
—No puedo quedarme aquí para siempre —dije en voz baja—. Cuando las clases comiencen, tengo que estar en la otra isla.
—Para entonces ya se nos ocurrirá algo —dijo—. Ahora no te preocupes. Ya pasa la media noche, debes estar cansada.
Solté las cortinas y le miré. Estaba junto a la puerta, con los puños cerrados.
—No estoy cansada. He estado metida en aquella habitación del hospital y en la cama una eternidad.
Inclinó la cabeza hacia un lado.
—¿Cómo te encuentras?
—Bien. —Me di una palmadita en la tripa—. No estoy rota, ya ves.
Aiden estuvo en silencio unos segundos y luego sonrió un poco.
—¿Quieres algo de beber?
—¿Estás intentando emborracharme, Aiden? Increíble.
Levantó una ceja.
—Estaba pensando más en darte un chocolate caliente.
Sonreí.
—¿Y tú?
Se dio la vuelta y empezó a salir de la habitación.
—Algo para lo que tengo edad.
Puse los ojos en blanco y le seguí. Aiden me hizo chocolate caliente, con nubecitas de caramelo y él se bebió una botella de agua. Luego me llevó a hacer un pequeño recorrido por la casa. Era parecida a la de Lucian, extravagantemente grande, con más habitaciones de las que nadie pudiera usar nunca y una propiedad que valía más que mi propia vida. La habitación de Deacon estaba junto a la cocina, a la que se entraba por una puerta de acero bajo las escaleras.
Reí cuando intentó poner recto el árbol AFM de Deacon, mientras bebía el chocolate a sorbitos. Eché un vistazo por la habitación buscando algún objeto personal. No había ni una sola fotografía de la familia St. Delphi. Como si nunca hubiese existido.
Aiden se quedó de pie junto a una puerta cerrada que no me había enseñado en la mini visita.
—¿Qué tal está el chocolate?
Sonreí.
—Perfecto.
Puso la botella de agua en la mesita y cruzó los brazos.
—He estado pensando mucho en lo que dijo Apolo.
—¿En cuál de todas las locuras? —Le miré mientras bebía, sobre el borde de la taza. Me encantaba la forma en que sonreía como respuesta a las tonterías que salían de mi boca. Eso tenía que ser amor.
—Cuando vuelva, no deberías ir a casa de Lucian.
Bajé la taza.
—¿Por qué?
—Apolo tiene razón en lo de Seth. Estás en peligro por su culpa. Cuanto más lejos de él estés, más a salvo estarás.
—Aiden…
—Sé que te preocupas por él, pero sospechas que Seth no ha sido honesto contigo. —Aiden dio unos pasos y se sentó en una silla. Bajó la mirada y sus gruesas pestañas le abanicaron las mejillas—. No deberías estar cerca de él, teniendo en cuenta que puede ir y venir de casa de Lucian.
En parte, Aiden tenía razón. Aquello era cierto, pero dudaba seriamente que esa fuese la única razón.
—¿Y esto es por lo que ha dicho Apolo?
—No. Es más que eso.
—¿No te gusta Seth? —pregunté inocentemente, soltando la taza.
Sonrió.
—A parte de eso, Álex, no ha sido honesto en muchas cosas. Mintió sobre no saber cómo se creaban los Apollyons, sobre la Orden y hay bastantes probabilidades de que… te haya hecho esas marcas a propósito.
—Vale, ¿y a parte de todo eso?
Me miró.
—Bueno, pues no me gusta que te estés conformando con él.
Puse los ojos en blanco.
—Odio cuando dices eso.
—Es cierto —dijo.
Empecé a enfadarme.
—Eso no es verdad. No me estoy conformando con Seth.
—Entonces déjame que te haga una pregunta. —Aiden se inclinó hacia delante—. Si pudieses tener… a quien quisieras, ¿estarías con Seth?
Le miré sorprendida de que hubiese soltado aquello. Y a decir verdad, no era una pregunta justa. ¿Qué podía responder?
—Exacto. —Se apoyó en el respaldo, sonriendo.
Sentí que algo explotaba en mi interior.
—¿Por qué no lo admites y ya está?
—¿Admitir qué?
—Que estás celoso de Seth. —Aquella era una de esas veces en las que tenía que callarme, pero no podía. Estaba enfadada y emocionada a la vez—. Estás celoso porque puedo estar con Seth si quiero.
Aiden sonrió con satisfacción.
—¿Ves? Acabas de decirlo tú misma. Estarías con Seth si quisieras. Obviamente no quieres, así que ¿por qué estás con él? Porque te estás conformando.
—¡Argh! —Cerré los puños. Tenía ganas de estamparle una patada—. Eres la persona más frustrante que conozco. Vale. Lo que tú digas. No estás celoso de Seth, ni de que lleve durmiendo en mi cama los dos últimos meses porque, por supuesto, no estabas deseando ser tú.
Algo peligroso brilló en sus ojos plateados.
Tenía las mejillas ardiendo y deseaba pegarme a mí misma. ¿Por qué había dicho eso? ¿Para enfadarle o para hacerme parecer una guarra? Creo que logré las dos cosas.
—Álex —dijo en voz baja y engañosamente suave.
—Olvídalo. —Fui a pasar por su lado, pero su mano salió disparada rápidamente, como una serpiente atacando. Un segundo estaba andando y al siguiente estaba a horcajadas sobre su regazo. Le miré, con los ojos como platos y el corazón a mil.
—Está bien —dijo cogiéndome los antebrazos—, tienes razón. Estoy celoso de ese niñato. ¿Contenta?
En lugar de regodearme por haber logrado que admitiese que tenía razón, puse las manos sobre sus hombros y saqué un tema totalmente distinto.
—Siempre… siempre olvido lo rápido que te mueves cuando quieres.
Una extraña sonrisilla jugueteó en sus labios.
—Y eso que aún no has visto nada, Álex.
El pulso empezó a disparárseme, estaba al borde de un ataque al corazón. Ya había acabado de discutir, de hablar, en general. En ese momento tenía otras cosas en mente. Y sabía que él estaba pensando lo mismo. Sus manos se movieron desde mis brazos hasta mis caderas. Me echó hacia delante, y mi suavidad chocó contra su dureza.
Nuestras bocas no se tocaron, pero sí el resto de nuestros cuerpos. Ninguno de los dos nos movíamos. Había algo primario en la mirada de Aiden, posesivo. Me dio un escalofrío, pero de los buenos. No podía pensar en nada más que en lo bien que sentaba su cuerpo contra el mío.
Le cogí la cara y pasé los dedos por su pelo, sorprendida por la intensidad de lo que sentía, que era más fuerte que cualquier vínculo. Sensaciones deliciosas me inundaron cuando sus manos se tensaron sobre mis caderas y se apretó contra mí. La forma en que le temblaban las manos y la intensidad con que su cuerpo se movía me estaban volviendo loca.
—Tengo que decirte algo —susurró buscando mis ojos con la mirada—. Que debería haberte dicho…
—Ahora no. —Las palabras lo estropearían todo. Hacían que entrasen en el juego la lógica y la realidad. Bajé mi boca hacia la suya.
Se encendió una luz del pasillo.
Salté de Aiden como si se hubiese prendido fuego. Desde varios metros de distancia intenté recuperar el aliento, con los ojos fijos en los de Aiden. Se levantó de la silla. El pecho se le movía arriba y abajo con fuerza. Durante un segundo me pareció que iba a mandarlo todo al infierno y volver a cogerme entre sus brazos, pero escuchar unos pasos que se acercaban pareció devolverle un poco de sentido común. Cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y soltó aire con fuerza.
Sin decir una sola palabra, me di la vuelta y salí de la habitación. Me crucé por el pasillo con un Deacon somnoliento y confuso.
—Tengo sed —dijo frotándose los ojos.
Murmuré algo similar a «buenas noches» y salí disparada hacia arriba. Ya en la habitación, me tiré sobre la cama y me quedé mirando hacia el techo abovedado.
Parecía que no podía pasar nada entre nosotros. ¿Cuántas veces nos habían interrumpido? Parecía que daba igual lo fuerte que fuera nuestra conexión, nuestra atracción. Siempre se interponía algo entre nosotros.
Vestida, me puse de lado y me acurruqué. Me entraron ganas de patear a todos los que pensaron que sería buena idea que me quedase con Aiden. Ya teníamos —tenía— suficientes problemas como para añadir a Aiden y mis ganas de lanzarme sobre él.
No es que me hubiese lanzado yo esta vez… ni la última. Oh, cielos…
Me toqué bajo la camiseta y sentí la cicatriz bajo las costillas. Servía como un doloroso recordatorio de que mis problemas amorosos —o la falta de ellos— no eran los peores.