Bajo mi mejilla, el suelo estaba húmedo y frío. Un olor fresco, como a musgo, llenaba el aire y me hacía pensar que estaba en algo parecido a una cueva musgosa. Ya que lo pensaba, ¿no debería tener frío? El sitio era frío y húmedo, sumido en la oscuridad. La única luz salía de unas enormes antorchas que salían del suelo, pero estaba bien. Me incorporé y me puse de pie, temblorosa, mientras me apartaba el pelo de la cara.
—Oh… oh, diablos no…
Estaba en la orilla de un río y, al otro lado, había cientos, si no miles, de personas, personas desnudas, que temblaban mientras se apiñaban en corrillos. El río de color ónice que nos separaba formaba ondas y la masa de gente se movió hacia adelante, aullando.
Me estremecí y deseé taparme los oídos.
La gente de mi orilla se arremolinaba, algunos vestidos de Centinela y otros con ropa normal. No todos eran iguales. Los que estaban más cerca de la orilla parecían los más felices. Los otros parecían confusos, estaban pálidos y con la ropa llena de sangre y suciedad.
Unos hombres, vestidos con túnicas de cuero y montados sobre caballos negros, juntaban en grupos a los que parecían más desorientados. Supuse que eran una especie de guardias, y por cómo me miraban algunos, me dio la impresión de que no debería estar allí, fuese donde fuese.
Espera. Me volví a girar hacia el río, intentando ignorar a las pobres… almas… en el otro… Oh, mierda. Estaba en el Río Estigia, donde Caronte llevaba las almas hasta el Inframundo.
Estaba muerta.
No. No. No. No podía estar muerta. Ni siquiera me había lavado los dientes. No podía ser. Y si estuviese muerta ¿qué haría Seth? Se volvería loco cuando lo descubriese, si es que no lo había notado ya. Nuestra unión disminuía con la distancia, pero ¿podría haber sentido también mi pérdida? A lo mejor no estaba muerta.
Me abrí la sudadera, miré hacia abajo y maldije.
Tenía toda la camiseta empapada en sangre —mi sangre—. Entonces recordé todo: la noche anterior y la mañana con Aiden, tan perfecta. Aiden —oh dioses— me había rogado que aguantase y yo me había ido.
Sentí una enorme rabia.
—No puedo estar muerta.
Oí una suave risa femenina detrás de mí.
—Cariño, si estás aquí, estás muerta. Como todos los demás.
Me giré, dispuesta a pegarle a alguien.
Una chica a la que nunca había visto antes chilló.
—¡Lo sabía! Estás muerta.
Me negaba a creer que estaba muerta. Aquello era una extraña pesadilla causada por el dolor. Y, en serio, ¿por qué aquella tía estaba tan contenta porque estuviese muerta?
—No estoy muerta.
La chica tenía unos veintitantos años, llevaba unos vaqueros con pinta de caros y sandalias de tiras. Agarraba algo con la mano. La había tomado por una pura sangre, pero su mirada abierta y compasiva me dijo que debía estar equivocada.
—¿Cómo has muerto? —preguntó.
Me abracé.
—No estoy muerta.
Su sonrisa no se alteró.
—Yo estaba de compras con mis Guardias. ¿Te gustan estos zapatos? —Levantó el pie y lo movió para que los viese bien—. ¿A que son divinos?
—Eh, sí. Son geniales.
Suspiró.
—Lo sé. He muerto por ellos. Literalmente. Mira, decidí que me apetecía estrenarlos, aunque se estaba haciendo tarde y mis Guardias se empezaban a poner nerviosos. Pero en serio, ¿qué hacían un puñado de daimons en la Avenida Melrose? —Puso los ojos en blanco—. Me dejaron seca y aquí estoy, esperando para ir al Paraíso. En fin, pareces estar un tanto confusa.
—Estoy bien —susurré mirando a mi alrededor. Aquello no podía ser real. No podía estar atrapada en el Inframundo con Buffy—. ¿Por qué tú no estás como ellos?
Siguió mi mirada e hizo una mueca.
—Aún no les han dado esto. —En la palma de la mano tenía una brillante moneda de oro—. No pueden cruzar hasta que no les dan paso. En cuanto lo tienen, quedan como nuevos y pueden coger el siguiente barco.
—¿Y si no les dan una moneda?
—Esperan hasta que se la dan.
Se refería a las almas del otro lado del río. Me estremecí y les di la espalda, aunque me di cuenta de que… yo no tenía moneda.
—¿Qué pasa si no tienes moneda?
—No pasa nada. Algunos acaban de llegar. —Me pasó un brazo sobre los hombros—. Suelen tardar unos cuantos días. A la gente le gusta hacer funerales y esas cosas, es una mierda para nosotros porque tenemos que esperar aquí tanto rato que se te hace eterno. —Hizo una pausa y rio—. Ni siquiera te he dicho cómo me llamo. Soy Kari.
—Álex.
Arrugó la frente.
Puse los ojos en blanco. Había que explicárselo hasta a los muertos.
—Es el diminutivo de Alexandria.
—Lo sé, conozco tu nombre. —Antes de poderle preguntar por qué, Kari me apartó de un grupo de guardias con pinta de enfadados que me miraban de reojo—. Al final aquí acabas aburriéndote.
—¿Por qué estás siendo tan maja conmigo? Eres una pura sangre.
Kari rio.
—Aquí todos somos iguales, cariño.
Mi madre también me lo había dicho. Vaya. Tenía razón. Dioses, no quería creérmelo.
—Además, cuando estaba viva… no os odiaba —continuó, sonriendo—. Quizá fuese porque era un oráculo.
Abrí la boca sorprendida.
—Espera, ¿eres el oráculo?
—Es cosa de familia.
Me acerqué a ella, mirando fijamente el tono de su piel y sus ojos oscuros, que de repente me resultaron conocidos.
—¿No estarás emparentada con la Abuela Piperi?
Kari rio.
—Piperi es mi apellido.
—Me cago en…
—Ya, es raro, ¿eh? —Se encogió de hombros—. Ese era mi gran propósito en la vida, pero mi amor por los zapatos acabó con ello. Les pega eso de ser unos zapatos «divinos de la muerte», ¿eh?
—Pues sí —dije nerviosa—. Así que, tú eres la que recibió el oráculo cuando… murió la Abuela Piperi.
Pasó un rato y luego suspiró.
—Pues sí… por desgracia. Nunca se me dio bien eso del destino, ¿sabes? Y las visiones… pues suelen ser una mierda —Kari me miró, entrecerrando sus ojos color obsidiana—. Estás donde debías estar.
—¿Ah sí? —Solté un gritito. Jo, tío…
Asintió.
—Pues sí. Esto, esto ya lo he visto antes. Sabía que te iba a conocer, pero no tenía ni idea de que iba a ser aquí. Ves, los oráculos no saben qué va a ser de sus propias vidas, es un asco. —Volvió a reír—. Dioses, sé qué pasará.
Aquello sí que captó mi atención.
—¿Ah sí?
Sonrió enigmática.
Agarré la sudadera con fuerza.
—¿Vas a contármelo?
Kari se quedó callada, ¿tenía que hacerlo ahora que parecía empezar a decir cosas con sentido? Ella era un oráculo y yo estaba muerta. Ya no había mucho que pudiese hacer, ¿no? Sacudí la cabeza y miré a mi alrededor. No podía ver hacia dónde llevaba el río; solo se veía un enorme agujero negro. A nuestra derecha había una pequeña grieta, de donde salía un extraño brillo azulado, proveniente del otro lado.
—¿Hacia dónde lleva eso? —pregunté señalando a la luz.
Kari suspiró.
—De vuelta arriba, pero no es lo mismo. Si sales por ahí, no serás más que una sombra, eso suponiendo que puedas evitar a los guardias.
—¿Los tíos a caballo?
—Síp. Ya sea hacia arriba o hacia abajo, a Hades no le gusta perder ni una sola alma. Deberías haber visto a alguien intentándolo. —Se estremeció—. Horrible.
Oímos un escándalo desde la orilla y nos giramos. Kari aplaudió.
—Oh, dioses. ¡Por fin! —Kari salió disparada hacia la fila de gente, que no paraba de crecer.
—¿Qué? —Salí detrás de ella. Los guardias a caballo estaban organizando a la gente en filas a ambos lados del río—. ¿Qué ocurre?
Me miró sonriendo.
—Es Caronte. Ha llegado. ¡Es la hora del Paraíso, nena!
—¿Pero cómo sabes dónde vas? —Intenté seguir a su lado, pero cuando llegué hasta donde estaba la gente me quedé parada. Oh, mierda.
—Simplemente lo sabes —dijo Kari pasando a través de todos lo que estaban allí, que supuse no tenían moneda para poder subir—. Me alegro de haberte conocido, Alexandria. Estoy un noventa y nueve por ciento segura de que nos volveremos a ver. —Y desapareció entre la gente.
Estaba tan ocupada viendo todo lo que estaba pasando a mi alrededor que no presté atención a lo que acababa de decir. La barca era más grande de lo que solía salir en los cuadros. Era enorme, como del tamaño de un yate, y tenía bastante mejor pinta que la imagen de una barca cutre a la que estaba acostumbrada, pintada de color blanco brillante y perfilada de color dorado. Al mando iba Caronte. Él sí que tenía la pinta que me esperaba.
Su cuerpo delgado estaba totalmente cubierto por una enorme capa negra. Con una de sus manos huesudas sujetaba un farol. Dirigió su cabeza cubierta hacia mí y, a pesar de no verle los ojos, sé que me vio.
En unos pocos segundos, el barco estaba lleno y se deslizaba río abajo, desapareciendo tras el oscuro túnel. No sé cuánto tiempo me quedé allí de pie, pero en un momento dado me di la vuelta y me dirigí hacia la gente. Mirase donde mirase solo veía caras. Jóvenes y ancianos. Con cara de aburridos o sorprendidos. Había muertos vagando por todas partes y yo estaba sola, completamente sola. Intenté hacerme más pequeña, pero me iba chocando con todo el mundo.
—Perdona —dijo una mujer vieja. Llevaba una bata rosa que le hacía más pequeña—. ¿Sabes qué ha pasado? Me he ido a dormir y… me he despertado aquí.
—Eh. —Retrocedí—, lo siento, estoy tan perdida como usted.
Parecía confusa.
—¿Tú también te fuiste a dormir?
—No —suspiré mientras me apartaba—. Me mataron de una puñalada. —En cuanto dije aquellas palabras deseé retirarlas, porque hacían que todo fuese más real.
Me paré fuera del montón de gente y me miré los pies desnudos. Me daban ganas de pegarme a mí misma. Estaba muerta de verdad.
Levanté la cabeza y lo que vi fue aquella extraña luz azul. Si lo que Kari había dicho era cierto, entonces aquella era la salida de la… zona de paso. ¿Y luego qué? ¿Ser una sombra para siempre? Pero ¿y si en realidad no estaba muerta?
—Estás muerta —murmuré para mí misma mientras me dirigía hacia la luz azul. Cuanto más me acercaba a ella, más atraída me sentía por ella. Parecía darlo todo; luz, calor, vida.
—¡No vayas hacia la luz! —gritó una voz, seguida de una risa, una risa malévola que amaba—. Es mentira lo que dicen sobre la luz, ¿sabes? Nunca vayas hacia la luz.
Me quedé helada. Si mi corazón siguiese latiendo, algo de lo que no estaba completamente segura, se me habría parado. Como si tuviese los pies en cemento, me giré lentamente. No podía creérmelo, no quería creer lo que estaba viendo, porque si no era real…
Estaba a solo unos metros de mí, con una camisa blanca de lino y unos pantalones. El pelo rubio le llegaba por los hombros y estaba sonriendo, sonriendo de verdad. Y aquellos ojos, tan azules como el cielo en verano, estaban vivos y brillaban. No como la última vez que los había visto.
—¿Álex? —dijo Caleb—. Parece que hayas visto un fantasma.
Todos mis músculos se activaron a la vez. Salí corriendo hacia él y di un salto.
Riendo, Caleb me cogió por la cintura y empezó a dar vueltas. De repente fue como si se abriesen unas compuertas de par en par. En menos de un segundo me hice una bola y me convertí en un enorme bebé llorón. Me temblaba todo el cuerpo; no podía evitarlo. Era Caleb, mi Caleb, mi mejor amigo. Caleb.
—Venga, Álex. —Me incorporó, pero seguía agarrándome con fuerza—. No llores. Ya sabes cómo me pongo cuando lloras.
—Lo… lo siento. —Eso sí, no había nada en el mundo que me hiciese soltar el abrazo a lo boa constrictor que le estaba dando—. Oh dioses no me puedo creer… que estés aquí.
Me apartó el pelo de la cara.
—Me has echado de menos, ¿eh?
Levanté la cabeza.
—No es lo mismo sin ti. Nada es lo mismo sin ti. —Levanté las manos y le toqué las mejillas y el pelo. Era de carne y hueso. Real. No tenía sombras bajo los ojos y no tenía la mirada acuosa como después de Gatlinburg. Ya no tenía marcas—. Oh dioses, estás aquí de verdad.
—Soy yo, Álex.
Apoyé la cara en su pecho y volví a echarme a llorar. Ni en un millón de años habría pensado que volvería a verle. Había tantas cosas que quería decirle.
—No lo entiendo —murmuré contra su pecho—. ¿Cómo es que estás aquí? No llevarás esperando todo este tiempo, ¿verdad?
—No. Perséfone me debía una. Estábamos jugando al Mario Kart de la Wii y la dejé ganar. Me he cobrado el favor.
Me aparté, limpiándome las lágrimas con la mano.
—¿Tenéis la Wii aquí abajo?
—¿Qué pasa? —Sonrió y, oh dioses, pensaba que nunca volvería a ver aquella sonrisa—. Nos aburrimos. Sobre todo Perséfone, durante estos meses, cuando le toca estar aquí. Normalmente, Hades no suele jugar, gracias a los dioses. Es un maldito tramposo.
—Espera. ¿Juegas a Mario Kart con Hades y Perséfone?
—Aquí abajo soy algo así como una celebridad, gracias a ti. Cuando… llegué, me llevaron directamente con Hades. Quería saberlo todo acerca de ti. Supongo que le caí bien —Caleb se encogió de hombros y me volvió a agarrar en otro de sus abrazos gigantes—. Dioses, Álex, estaba deseando volver a verte. Pero no pensé que sería de esta forma.
—Dímelo a mí —dije fríamente—. ¿Cómo… cómo es?
—No está mal, Álex. Nada mal —dijo suavemente—. Hay cosas que echo de menos, pero es igual que estar vivo, solo que no lo estás.
Entonces caí.
—Caleb, ¿está… está mi madre por aquí?
—Sí. Y es muy maja. —Hizo una pausa—. Muy maja, teniendo en cuenta que esta vez no ha intentado matarme, ya sabes.
Me entraron náuseas, algo raro teniendo en cuenta que se suponía que estaba muerta.
—¿Has hablado con ella?
—Sí. La primera vez que la vi fue muy raro, pero ahora ya no es lo que era cuando nos tenía secuestrados. Es tu madre, Álex. La madre que recuerdas.
—Parece que la has perdonado.
—Pues sí. —Me limpió las lágrimas de las mejillas—. Sabes, en vida no lo habría hecho. Pero una vez aceptas esto de morir, como que te vuelves un poco más sabio. Además a ella la convirtieron en daimon. Aquí abajo no tienen nada de eso en cuenta.
—¿Ah no? —Oh Dioses, estaba a punto de volver a llorar.
—Para nada, Álex.
Algunos guardias estaban empezando a juntarse a nuestro alrededor. Me concentré en Caleb y deseé que no me apartaran.
—¡Tengo que verla! ¿Puedes llevarme…?
—No, Álex. No puedes verla. Ni siquiera sabe que estás aquí, y seguramente, por ahora, sea lo mejor.
Aquello me desilusionó.
—Pero…
—Álex, ¿cómo crees que se sentiría tu madre si supiese que estás aquí? Solo hay una razón para que estés aquí. Eso la pondría muy triste.
Mierda, la verdad era que algo de razón sí que tenía. Pero estaba allí, lo que significaba que estaba muerta. ¿No la iba a acabar viendo en algún momento? Esa parte no me parecía tan lógica.
—Te he echado de menos —dijo de nuevo, y volví a abrazarlo.
Le cogí de la camisa y las palabras que quería decirle salieron solas.
—Caleb, lo siento mucho, mucho, mucho todo. Lo que ocurrió en Gatlinburg y… no haber prestado atención a todo lo que pasaste después. Estaba demasiado centrada en mí misma.
—Álex…
—No. Lo siento. Y luego está lo que te ocurrió. No era justo. Nada fue justo. Y lo siento mucho.
Caleb apoyó su frente contra la mía, juraría que le brillaron los ojos.
—No fue culpa tuya, Álex. No vuelvas a pensar eso, ¿vale?
—Es que te echo mucho de menos. No sabía qué hacer después de que… te marchases. Te odiaba por haberte muerto. —Me ahogué entre lágrimas—. Solo te quería de vuelta.
—Ya lo sé.
—Pero no te odio. Te quiero.
—Ya lo sé —volvió a decir—, pero tienes que saber que nada de aquello fue culpa tuya, Álex. Todo tenía que ocurrir. Ahora lo entiendo.
Reí medio ronca.
—Dioses, hasta pareces listo. ¿Qué te ha pasado, Caleb?
—Supongo que la muerte me ha hecho más listo. —Me observó la cara—. Tú no pareces haber cambiado. Solo me parece que… que hace mucho que te vi por última vez.
—Tú estás mejor. —Le toqué la cara con los dedos y apreté los labios. Caleb estaba impresionante. No había ni rastro de todo lo que había sufrido. Parecía estar en paz, completo como nunca lo había estado en vida—, te echo mucho de menos.
Caleb me achuchó más fuerte y rio.
—Ya lo sé, pero tenemos que dejar esto de ser tan buenos amigos, Álex. Primero nos torturan unos daimons, y ahora nos apuñalan a los dos. Eso es pasarse con el rollo de «hacer todo juntos».
Estaba llorando, pero volví a reír. Parecía tan cálido y tan real. Vivo.
—Dioses, es verdad que estoy muerta.
—Sí, más o menos.
Me sorbí la nariz.
—¿Cómo puedo estar más o menos muerta?
Caleb se apartó un poco y bajó la barbilla. Vi una sonrisa maliciosa en sus labios.
—Hay un enorme dios rubio que está negociando con Hades ahora mismo. Al parecer estás en el limbo o algo así. Tu alma está esperando a ser devuelta.
Me quedé de piedra y parpadeé perpleja.
—¿Cómo?
Asintió.
—No estarás muerta durante mucho tiempo.
Me froté los ojos.
—Llevo horas aquí. Estoy más que muerta.
—Las horas aquí son tan solo segundos allí —explicó—. Cuando he venido pensaba que sería ya demasiado tarde, que Hades te habría soltado ya.
—¿No voy a… seguir muerta?
—No —Caleb sonrió—, pero tenía que verte. Necesito decirte algo.
—Vale. —Una punzada de dolor en la tripa me asustó. Me apoyé contra él—. ¿Caleb?
—No pasa nada. —Me sujetó con sus brazos—. No tenemos mucho tiempo, Álex. Necesito que me escuches. A veces aquí abajo oímos cosas… de lo que pasa arriba. Es sobre Seth.
Sentí que empezaba a arder por dentro.
—¿El… el qué sobre Seth?
—En realidad no lo sabe, Álex. Cree que lo controla, pero no. No… no te creas todo lo que oyes. Aún hay esperanza.
Intenté reír, pero el fuego cada vez era más vivo.
—Sigues siendo… un admirador loco de Seth.
Caleb hizo una mueca.
—Lo digo en serio, Álex.
—Vale. —Respiré, agarrándome la tripa—. Caleb, algo… va mal.
—Todo va bien, Álex. Tú recuerda lo que te he dicho. A veces a la gente le cuesta recordarlo todo después de estas cosas. Álex, ¿puedes hacerme un favor?
—Sí.
—Dile a Olivia que yo habría elegido Los Ángeles —Caleb me dio un beso en la frente—, ella lo entenderá, ¿vale?
Asentí, aunque no entendía nada, mientras le agarraba con fuerza la camisa, como si me fuera la vida en ello.
—Se… se lo diré. Te lo prometo.
—Te quiero, Álex —dijo Caleb—. Eres como la hermana que nunca quise, ¿sabes?
La risa se me entrecortó debido al fuego que me destrozaba por dentro.
—Yo también te quiero.
—Nunca dejes de ser como eres, Álex. Es tu pasión, tu fe insensata, la que te acabará salvando, la que os salvará a los dos. —Me agarró con más fuerza—. Prométeme que no lo olvidarás.
Según se acrecentaba el dolor, la mirada se me empezó a nublar.
—Te lo prometo. Te lo prometo. Te lo prometo. Te lo prom…
Me apartaron de su lado, o al menos eso fue lo que sentí. No dejaba de dar vueltas y más vueltas, me caía a pedazos y volvía a unirme. No sentía más que dolor. Inundaba mis sentidos y avivaba el miedo. Los pulmones me ardían.
—Respira, Alexandria. Respira.
Cogí aire y abrí los ojos. Dos ojos completamente blancos, sin pupila ni iris, me miraban. Los ojos de un dios.
—Oh, dioses —susurré antes de perder la consciencia.