Jackson iba a reventarme la cabeza.
Aquello no formaba parte de un entrenamiento normal.
En el último segundo, alguien agarró a Jackson de la cintura y lo tiró al suelo. Me llevé las manos a la boca y en seguida se cubrieron de algo pegajoso y caliente.
Todo me sabía a sangre. Con miedo, me pasé la lengua por el interior de la boca, comprobando y asegurándome de que no había perdido ningún diente. Cuando vi que los tenía todos, me levanté escupiendo sangre y fui a por Jackson.
Me levanté rápidamente y casi me caigo de la conmoción.
Jackson ya estaba ocupado luchando contra alguien, y ese alguien era Aiden. Me olvidé momentáneamente del dolor tal como me preguntaba vagamente de dónde habría salido él. Aiden ya no venía a ver mis clases. Ni siquiera me entrenaba, así que no tenía razón para estar por allí.
Pero estaba allí.
Extasiada por la extraña mezcla de agilidad y brutalidad, vi a Aiden levantar a Jackson agarrándolo de la camiseta. Apenas unos centímetros separaban sus caras. La última vez que había visto a Aiden tan cabreado fue la noche en que fue a por Seth, tras haberme bebido la pócima.
—No es así como se pelea con un compañero —dijo Aiden en voz baja y con tono frío—. Estoy seguro de que el Instructor Romvi no te lo ha enseñado así.
Jackson tenía los ojos como platos. Tocaba el suelo con la punta de los pies, con los brazos colgando. Entonces me di cuenta de que Jackson estaba sangrando por la nariz —sangrando incluso más que yo—. Alguien le había pegado y, ese alguien, seguramente había sido Aiden. Solo un puro podría haber hecho aquello sin que nadie hubiese intervenido.
Soltó a Jackson, que cayó de rodillas, tapándose la cara. Aiden se dio la vuelta, evaluando los daños con la vista. Entonces se dirigió hacia el Instructor Romvi, hablaba demasiado bajo y rápido como para que ni yo ni el resto de la clase pudiésemos entender qué le decía.
Antes de poder darme cuenta de qué sucedía, Aiden cruzó la sala y me agarró del brazo. No cruzamos ni una palabra mientras me arrastraba fuera de la sala de entrenamiento.
—Mi bolsa —protesté.
—Haré que alguien vaya a buscarla.
En el pasillo me sujetó de los hombros y me puso frente a él. Cuando me vio el labio, sus ojos pasaron de gris oscuro a plateado.
—El Instructor Romvi no tendría que haberle dejado llegar tan lejos.
—Ya, no creo que le importase demasiado.
Maldijo.
Quise decir algo, como esas cosas solían pasar… o que era de esperar, ya que no me quedaban demasiados amigos por allí. O quizá debí haberle dado las gracias a Aiden, pero por la expresión que tenía en su rostro sabía que no lo agradecería. Aiden estaba furioso, pero furioso por algo que no debía. Había reaccionado como si un tío cualquiera me hubiese pegado, no un mestizo. Como pura sangre no tenía razón para intervenir en la pelea, aquello era trabajo del Instructor. Aiden lo olvidó en su arrebato de ira.
—No debería haberlo hecho; perder los papeles de ese modo —dijo en voz baja, sonando tremendamente joven y vulnerable para alguien a quien creía poderoso—. No tenía que haberle pegado.
Le miré. Aunque la cara me dolía horrores, quería tocarle. Quería que él me tocase. Y lo hizo, aunque no como yo quería. Me puso la mano en los riñones y me llevó hacia la sala médica. Quería tocarme la boca para saber cómo la tenía. De hecho, quería un espejo.
La doctora pura sangre me miró la cara y movió la cabeza.
—Ponte en la camilla.
Me subí.
—¿Me dejará cicatriz?
La doctora cogió una botella blanca lechosa y varios algodones.
—Aún no estoy segura, pero intenta no hablar. Por lo menos hasta que me asegure de que no te has hecho daño en el interior del labio, ¿vale?
—Como me deje cicatriz me voy a cabrear pero bien.
—Deja de hablar —dijo Aiden apoyándose contra la pared.
La doctora le sonrió, no parecía tener un ápice de curiosidad por saber por qué había venido escoltada por un puro. Se giró hacia mí.
—Esto puede escocerte un poco. —Me pasó el algodón por el labio. ¿Escocer? Aquello me estaba quemando viva. Casi me caigo de la camilla.
—Es antiséptico —dijo con una mirada de complicidad—. Queremos asegurarnos de que no se te infecte, porque entonces te quedaría cicatriz.
¿Quemándome? Bueno, podía superarlo. A la doctora le costó unos cuantos minutos más limpiarme el labio. Esperé, un tanto impaciente, el veredicto.
—No creo que necesites puntos en el labio propiamente. Se te va a hinchar y estará muy sensible durante un tiempo. —Me echó la cabeza hacia atrás y me tocó la boca con suavidad—. Lo que sí creo es que hará falta poner un punto aquí… justo debajo del labio.
Hice una mueca de dolor cuando me tocó allí, y me concentré mirando su hombro. «No muestres dolor. No muestres dolor. No muestres dolor». La doctora metió los dedos en la jarra y me apretó la piel. Grité cuando un dolor agudo me empezó a subir desde el labio por toda la cara.
Aiden dio un paso al frente, pero paró cuando se dio cuenta de que no había nada que pudiera —o debiera— hacer. Dejó caer los brazos y me miró a los ojos. Los tenía de un color gris tormenta infinito.
—Solo un poco más —dijo con dulzura—, y ya se acaba. Tienes suerte de no haber perdido ningún diente. —Entonces volvió a apretar. Aquella vez no hice ningún sonido, pero cerré los ojos con tanta fuerza que empecé a ver lucecitas. Tenía ganas de saltar de la camilla e ir a por Jackson. Pegarle me haría sentir mejor. De veras lo creía.
La doctora fue hacia los armaritos y volvió con una gasa limpia para limpiarme los restos de sangre que había dejado el punto.
—La próxima vez que entrenes con ella, ten más cuidado. Solo se es así de joven y guapa una vez. No se lo estropees.
Miré a Aiden.
—Pero…
—Sí, señora —me interrumpió Aiden. Le miré extrañada.
La doctora suspiró, negando con la cabeza.
—¿Por qué elegís esto los mestizos? Seguro que la alternativa es mejor. En fin, ¿tienes alguna otra herida?…
—Eh, no —murmuré. Las palabras de la doctora me sorprendieron.
—Sí —dijo Aiden—. Compruebe sus costillas, sobre todo el lado izquierdo.
—Oh, venga —dije—. No tengo nada… —Mi voz se cortó de golpe cuando la doctora me levantó la camiseta. Me fue presionando las costillas, pasando sus manos por todo el lateral. Era rápida y tenía los dedos fríos.
—No tiene ninguna rota, aunque esto… —Frunció el ceño y se acercó más. Tomó aire, me soltó la camiseta y miró a Aiden. Necesitó un momento para recomponerse—. No tiene las costillas rotas, pero sí amoratadas. Debería tomárselo con calma durante unos cuantos días. También debería tratar de hablar lo menos posible, para que no le tire el punto.
Aiden pareció reír por dentro ante la última sugerencia. Cuando le dijo que estaba de acuerdo, la doctora salió rápidamente de la sala.
—¿Por qué has dejado que creyese que has sido tú el que me ha hecho esto? —pregunté—. Si ya ni siquiera me entrenas.
—¿No se supone que tienes que hablar lo menos posible?
Puse los ojos en blanco.
—Ahora pensará que eres un terrible maltratador de mestizas o algo parecido.
Señaló hacia la puerta.
—No sería raro que fuese verdad. Tu Instructor dejó que sucediese. La doctora ve más casos de este tipo de lo que piensas.
Lo que seguramente no veía a menudo eran pura sangres a los que les importase lo más mínimo saber si el mestizo estaba bien. Suspiré.
—Y bueno, ¿tú que hacías allí?
Hubo un amago de sonrisa.
—¿No te he dicho ya que cuidar de ti es un trabajo a jornada completa?
Empecé a sonreír, pero en seguida recordé que no debía hacerlo.
—Aw… —Ignoré su gesto divertido—. Y bien, ¿por qué estabas aquí? De verdad.
—Simplemente, por casualidad. Pasaba por allí y entré en la sala. —Se encogió de hombros, mirándome—. Te vi luchando y me quedé mirando. El resto es historia.
En realidad no le creía, sin embargo lo dejé pasar.
—Hubiese podido con Jackson, ¿sabes? Es este maldito resfriado, que me ha dejado por los suelos.
Aiden volvió a mirarme a la cara.
—No deberías ponerte enferma. —Dio un paso adelante y me puso una mano en la barbilla. Frunció el ceño—. ¿Cómo has podido ponerte enferma?
—No debo ser la primera mestiza que se pone enferma.
Movió su pulgar por mi barbilla, con cuidado de no tocarme el punto. Así era Aiden, siempre cuidadoso conmigo, a pesar de que sabía que yo era fuerte. El corazón se me paró.
—No lo sé —dijo, dejando caer la mano.
No sabía muy bien qué responder, así que me encogí de hombros.
—De todos modos, gracias por ehmm… hacer que Jackson parase.
En su cara se reflejó durante un segundo un gesto duro y letal.
—Me aseguraré de que Jackson reciba su castigo por lo que ha hecho. El Covenant ya tiene bastante como para tener a los mestizos queriéndose matar entre ellos.
Me toqué la barbilla e hice un gesto de dolor.
—No creo que fuese idea suya.
Aiden me agarró la mano y me la apartó de la cara.
—¿A qué te refieres?
Antes de poder responder, una gota de sudor recorrió mi espalda. Un segundo después, la puerta de la sala se abrió de un golpe. Seth entró, con los ojos bien abiertos y la boca tensa. Su mirada pasó de mi labio a la mano que me había cogido Aiden.
—¿Qué narices ha pasado?
Vi que Aiden estaba confuso, aunque luego pareció entenderlo. Me soltó la mano y dio un paso atrás.
—Estaba peleando.
Seth le lanzó una mirada amenazante a Aiden y se acercó a mí. Me cogió la barbilla con sus delgados dedos, igual que había hecho Aiden. Mi corazón no palpitó, pero sí el cordón.
—¿Contra quién estabas peleando?
—No es nada. —Sentí que me ponía roja.
—Pues no lo parece. —Seth entrecerró los ojos—. También te has hecho daño en otro sitio. Puedo sentirlo.
Dioses, tenía que ponerme a trabajar en serio en el escudo.
—Gracias por cuidar de ella, Aiden. —Seth no apartó la mirada de mí—. A partir de aquí ya me encargo yo.
Aiden abrió la boca para decir algo, pero la cerró. Se dio la vuelta y salió de la habitación en silencio. Me costó ignorar la imperiosa necesidad de saltar y salir corriendo tras él.
—¿Y qué le ha pasado a tu cara? —Volvió a preguntar.
—Me la he roto —murmuré, apartando la mirada.
Seth me giró la cabeza un poco hacia un lado.
—Ya veo. ¿En serio te lo has hecho peleando?
—Sí, bueno, me lo han hecho en clase.
Frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir con eso?
Le aparté la mano y me bajé de la camilla.
—No es nada, solo un corte en el labio.
—¿Un corte en el labio? —Me agarró de la cintura—. Juraría que casi puedo ver la marca de una bota en tu barbilla.
—En serio, ¿tan mal está? —Me toqué la barbilla, preguntándome qué diría si viese la marca en mis costillas.
—Presumida. —Seth me agarró la mano—. ¿Con quién estabas peleando?
Suspiré y traté de soltarme, aunque fue imposible. Seth —y el cordón— querían que me quedase allí. Apoyé la mejilla contra su pecho.
—No importa… ¿Y cómo es que ya no estás enfadado conmigo por haberte tirado la comida por encima?
—Oh, sigo sin estar muy contento contigo. Creo que la mayonesa deja mancha. —Me soltó un poco—. ¿Duele?
No tenía sentido mentirle, sin embargo lo hice.
—No. Para nada.
—Claro —murmuró—. Y bueno, ¿contra quién estabas peleando?
Cerré los ojos. Estando tan cerca de él, por lo de la conexión y todo aquello, era muy fácil dejar de pensar. Igual que cuando estaba peleando.
—Siempre me juntan con Jackson.
Al día siguiente, después de clase, estuve vagando por los alrededores de la sala de entrenamiento. Me vi entrando en la pequeña sala donde estaba Aiden cuando descubrí lo de mi padre. Por supuesto ahora no estaba allí. No había nadie. Dejé la bolsa justo al lado de la puerta y me acerqué al saco de boxeo. Era un trasto viejo y ajado que seguramente tuvo momentos mejores. Se le habían desprendido grandes trozos de cuero negro, que alguien había tratado de arreglar con cinta americana. Pasé los dedos por los bordes de la cinta.
Tenía una cierta sensación de inquietud. La idea de volver a mi habitación y pasar el día sola no me apetecía nada. No había visto a Seth desde el día anterior. Supuse que seguiría cabreado por lo del bocata.
Empujé el saco con las palmas de las manos. Las giré. Ante mis ojos los glifos brillaban suavemente. Volví a mirar el saco de boxeo. ¿Habría entrenado mi padre en aquel Covenant? ¿Habría estado en aquella misma sala? Si fue así, explicaría cómo pudo conocer tan bien a mi madre. De nuevo, me puse melancólica.
La puerta se abrió. Me giré, esperando ver al Guardia Linard. Resultó no ser él. Mi corazón bailoteó estúpidamente.
Aiden entró en la sala y la puerta se cerró a su espalda. Llevaba puesto el uniforme de Centinela: una camiseta de manga larga negra y pantalones anchos, también negros. Me quedé mirándolo como una idiota.
La forma en que mi cuerpo respondía ante él —un pura sangre— era totalmente imperdonable. Lo sabía, pero no podía evitar que mi respiración se acelerase ni que una oleada de calor sacudiese todo mi cuerpo. No era solo por cómo estaba. No me malinterpretes, Aiden era pura belleza masculina. Era más que eso. Me tenía pillada de una forma que muy pocos lograron. Y no necesitaba ningún tipo de conexión, como con Seth. Aiden era capaz de entenderme gracias a su eterna paciencia… y no se tomaba en serio mis tonterías. Durante el verano pasamos largas horas entrenando juntos y llegamos a conocernos bastante bien. Desde entonces, algo bonito había crecido en mi interior. Después de lo que hizo en Nueva York para protegerme… y luego con Jackson, no podía seguir enfadada porque un día me dijese que no podía amarme.
Aiden me miró con curiosidad.
—He visto a Seth entrando en Deity Island y no estabas con él. Así que supuse que estarías aquí.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—Sabía que estarías en alguna sala de entrenamiento, a pesar de que te han dicho que te lo tienes que tomar con calma.
Siempre que él tenía problemas con algo, iba a entrenar. Yo era igual, y eso me recordó la noche en la que le abordé tras saber qué le había pasado de verdad a mi madre. Me di la vuelta, pasando los dedos por el centro del saco.
—¿Cómo estás? ¿Qué tal las costillas y el labio?
Me dolían ambos, pero había estado peor.
—Bien.
—¿Has escrito la carta para Laadan? —preguntó después de unos segundos.
Dejé caer los hombros.
—No. No sé qué decirle. —No era que no lo hubiese pensado, pero ¿qué le dices a un hombre que pensabas que estaba muerto, a un padre que nunca has llegado a conocer?
—Simplemente dile cómo te sientes, Álex.
Reí.
—No sé si querrá saberlo.
—Seguro que sí —Aiden hizo una pausa, y el silencio se apoderó de los dos.
—Últimamente pareces estar… ausente.
Aún seguía sintiéndome así.
—Es por el resfriado.
—En la oficina de Marcus parecía que estabas a punto de desmayarte y, en serio, no hay razón alguna por la que no pudieras con Jackson ayer… o al menos haberte apartado. Pareces cansada, Álex.
Suspiré y le miré. Estaba apoyado cómodamente contra la pared, con las manos en los bolsillos.
—Y bien, ¿qué haces aquí? —pregunté para tratar de encontrar respuesta a mis preguntas.
—Mirarte.
Sentí calor por dentro.
—Apenas suenas siniestro.
Sonrió.
—Bueno, estoy de servicio.
Miré a mi alrededor.
—¿Y crees que hay daimons por aquí?
—Ahora no voy de caza. —Al inclinar la cabeza, un mechón de pelo le tapó sus ojos grises—. Me han asignado una nueva tarea.
—Dime.
—Además de cazar, tengo que cuidar de ti.
Parpadeé y empecé a reír tan fuerte que me dolían las costillas.
—Dioses, debe que ser horrible estar en tu lugar.
Arrugó la frente.
—¿Por qué lo dices?
—No puedes librarte de mí, ¿eh? —Me giré hacia el saco, buscándole un punto débil—. Me refiero, no es que quieras hacerlo, pero no dejan de cargarte conmigo.
—Yo no lo considero una carga. ¿Por qué piensas eso?
Cerré los ojos y me pregunté por qué habría tenido que decir nada.
—¿Linard también tiene nueva tarea?
—Sí. Y no has contestado a mi pregunta.
Y no iba a hacerlo.
—¿Te ha pedido Marcus que lo hagas?
—Sí. Cuando no estés con Seth, estaremos Linard, Leon o yo cuidando de ti. Es bastante probable que quien quiso hacerte daño…
—El Patriarca Telly —añadí, levantando el puño.
—Quien fuera que quiso hacerte daño en los Catskills, intente algo aquí. Y luego también están las furias.
Di un puñetazo al saco, haciendo un gesto de dolor cuando los músculos de las costillas me tiraron. Tendría que haberme vendado previamente. Estúpida.
—No podéis luchar contra las furias.
—Si aparecen, lo intentaremos.
Agité la mano y di un paso atrás.
—Moriréis en el intento. Esas cosas, bueno, ya viste de qué son capaces. Si vienen, simplemente echaos a un lado.
—¿Qué? —dijo incrédulo.
—No quiero ver a nadie morir sin motivo.
—¿Morir sin motivo?
—Sabes que seguirán viniendo, y no quiero que alguien muera cuando en el fondo esto parece… inevitable.
Se le oyó resoplar por toda la sala.
—¿Estás diciendo que crees que tu muerte es inevitable, Álex?
Volví a darle un puñetazo al saco.
—No sé qué estoy diciendo. Olvídalo.
—Algo… ha cambiado algo en ti.
Deseé salir huyendo de la sala, pero en vez de eso me giré hacia él. Me miré las palmas de las manos. Las marcas seguían estando allí. ¿Por qué me sentía incapaz de dejar de comprobarlo? Como si fuesen a desaparecer…
—Han pasado muchas cosas, Aiden. No soy la misma.
—Eras la misma el día que descubriste lo de tu padre —dijo con los ojos de color gris tormenta.
La ira empezó a formarse en la base del estómago, palpitando en mis venas.
—Eso no tiene nada que ver con esto.
Aiden se apartó de la pared y se sacó las manos de los bolsillos.
—¿Qué es esto?
—¡Todo! —Me clavé las uñas en la palma—. ¿Qué sentido tiene todo esto? Vamos a pensar hipotéticamente durante un segundo, ¿vale? Digamos que Telly, o quien sea no logra matarme o degradarme a la servidumbre, y las furias no acaban partiéndome en dos. De todos modos, voy a acabar cumpliendo dieciocho años. Voy a Despertar. Entonces, ¿qué más da? Quizá debería marcharme. —Miré hacia mi bolsa—. A lo mejor Lucian deja que me marche a Irlanda o a cualquier otro sitio. Me gustaría ir allí antes de que…
Aiden me agarró del brazo y me puso frente a él.
—Habías dicho que tenías que quedarte en el Covenant para poder graduarte, porque necesitabas convertirte en Centinela más que nadie. —Bajó la voz mientras me buscaba con los ojos—. Estabas entusiasmada. ¿Ha cambiado tu sentir?
Intenté soltarme, pero me agarraba con fuerza.
—Puede.
Las mejillas de Aiden se enrojecieron un poco.
—¿Entonces te das por vencida?
—No creo que sea darme por vencida. Llámalo… aceptar la realidad. —Sonreí, pero pareció falsa.
—Tonterías, Álex.
Abrí la boca, pero no pude decir nada. Monté una buena discusión para poder quedarme en el Covenant y convertirme en Centinela. Y sabía que, en el fondo, seguía queriendo llegar a serlo por mi padre, por mí, pero ya no estaba segura de que fuese lo que necesitaba. O de ser aquello que quería, si era honesta conmigo misma. Cuando vi a todos aquellos sirvientes masacrados en el suelo sin que a nadie le importase… sin que nadie fuese a ayudarles.
No estaba segura de querer formar parte de aquello.
—Nunca has sido de las que se autocompadecen cuando las cosas parecen volverse en contra.
Abrí la boca de par en par.
—No me autocompadezco, Aiden.
—¿En serio? —dijo suavemente—. ¿Igual que tampoco te has decidido por Seth?
Oh, dioses, no era eso lo que quería oír.
—No me he decidido. —«Mentirosa», susurró algo en mi interior—. No quiero hablar de Seth.
Apartó la mirada durante un segundo y luego volvió a mirarme.
—No puedo creer que le hayas perdonado… lo que te hizo.
—No fue culpa suya, Aiden. No fue Seth quien me dio la poción. Él no me obligó…
—Aun así, tenía que haber sabido qué estaba haciendo.
—No pienso hablar contigo de esto. —Empecé a apartarme.
Apretó el puño.
—¿Entonces aún sigues… con él?
Parte de mí se preguntó qué había pasado con el Aiden que me acogió en sus brazos cuando le conté lo de mi padre. Aquella versión suya era más fácil de tratar. Y de nuevo, volvía a no comportarme como antes. A una parte de mí le gustó la forma en que dijo «él», como si solo su nombre le diese ganas de golpear algo.
—Define «con», Aiden.
Me miró.
Levanté la cabeza.
—¿Te refieres a si estoy saliendo con él o si solo somos amigos? ¿O lo que querías preguntar es si nos estamos acostando?
Sus ojos se estrecharon hasta parecer finas rendijas por las que brillaba un reflejo plateado.
—¿Y por qué preguntas, Aiden? —Me aparté y me soltó—. Sea cual sea la respuesta, no importa.
—Claro que sí.
Pensé en las marcas y en su significado.
—No tienes ni idea. No importa. Es el destino, ¿recuerdas? —Intenté volver a agarrar mi bolsa, pero me sujetó el brazo. Miré hacia arriba soltando el aire lentamente—. ¿Qué quieres de mí?
Pareció darse cuenta de algo, y el tono de sus ojos se suavizó.
—Estás asustada.
—¿Cómo? —Reí, aunque sonó más bien como un graznido nervioso—. No estoy asustada.
Los ojos de Aiden pasaron sobre mi cabeza y se llenaron de decisión.
—Sí que lo estás. —Sin decir nada más, me dio la vuelta y me llevó hasta la cámara de aislamiento sensorial.
Abrí los ojos de par en par.
—¿Qué estás haciendo?
Siguió empujando hasta que paramos frente a la puerta.
—¿Sabes para qué se usa?
—Um, ¿para entrenar?
Aiden me miró, sonriendo tenso.
—¿Sabes cómo se entrenaban los antiguos guerreros? Solían luchar contra Demos y Phobos, que usaban los peores miedos del guerrero contra él durante la batalla.
—Gracias por la extraña lección de Historia de hoy, pero…
—Pero como los dioses del Miedo y del Terror llevan fuera de circulación bastante tiempo, han creado esta cámara. Creen que usar tus otros sentidos para guiarte es la mejor forma de perfeccionar tus habilidades y enfrentarte a tus miedos.
—¿Qué miedos?
Abrió la puerta y un agujero negro nos saludó.
—Cualquier miedo que te esté atenazando.
Clavé los talones.
—Que no tengo miedo.
—Estás aterrada.
—Aiden, estoy a dos segundos de… —Mi propio grito de sorpresa cortó la frase en cuanto me empujó dentro de la cámara y cerró la puerta tras él, sumiendo la sala en la oscuridad más profunda. La respiración se me heló en la garganta—. Aiden… No veo nada.
—En eso consiste.
—Vaya, gracias, Capitán Obvio. —Levanté un brazo a ciegas, pero no sentí más que aire—. ¿Qué esperas que haga aquí? —En cuanto la pregunta salió de mi boca, me empezaron a asaltar todo tipo de imágenes inapropiadas de todas las cosas que podríamos hacer allí dentro.
—Pelear.
Bueno, fue rápido. Tomé aire, atrapando el olor a especias y océano. Lentamente, levanté la mano. Mis dedos chocaron contra algo duro y cálido, ¿su pecho? Y de repente ya solo había un espacio vacío. Oh dioses, aquello no iba a estar nada bien.
De repente, me agarró el brazo y me hizo girar.
—Ponte en posición.
—Aiden, en serio, no tengo ganas de hacer esto. Estoy cansada y me han pateado las…
—Excusas —dijo, con su aliento peligrosamente cerca de mis labios.
Me quedé bloqueada.
Su mano se apartó.
—Ponte en posición.
—Ya lo estoy.
Aiden suspiró.
—No lo estás.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. No te has movido —dijo—. Ahora ponte en posición.
—Narices, ¿eres como un gato que ve en la oscuridad o algo? —Al no obtener respuesta, gruñí y me puse en posición: los brazos medio levantados, las piernas entreabiertas y los pies clavados al suelo—. Muy bien.
—Tienes que enfrentarte a tus miedos, Álex.
Bizqueé pero no vi nada.
—Pensaba que habías dicho que no le tengo miedo a nada.
—Normalmente es así. —De repente, estaba frente a mí, su olor me estaba distrayendo—. Y por eso ahora estoy tan asustado. Tener miedo no es una debilidad, Álex. Solo es signo de algo que tienes que superar.
—El miedo es una debilidad. —Esperando que estuviese enfrente mía, decidí ir a por él. Lancé un codazo, pero ya no estaba ahí. Estaba a mi espalda, con su aliento sobre mi nuca. Me giré mientras tomaba aire—. ¿A qué le tienes miedo tú?
Un golpe de aire, y de nuevo estaba detrás de mí.
—Esto no tiene nada que ver conmigo, Álex. Tienes miedo de perder la cabeza.
—Claro que no. ¿En qué estaría pensando? —Me di la vuelta y cuando desapareció de allí lo maldije. Aquello me estaba mareando—. ¿Y por qué no me dices qué es lo que me asusta, chico sin miedo?
—Tienes miedo de convertirte en algo sobre lo que no tengas control. —Me cogió el brazo cuando me giré hacia el sonido de su voz—. Te mata de miedo. —Me soltó y se apartó.
Tenía razón, y eso me enfadaba y también me avergonzaba. Entre la oscuridad que me rodeaba había un trozo más oscuro que el resto. Fui a por él. Se anticipó a mi movimiento y me agarró de los hombros. Giré y le di en el estómago y pecho.
Aiden me empujó.
—Estás enfadada porque tengo razón.
Un sonido sordo escapó de mi garganta. Cerré la boca y volví a soltar un golpe. Di con el codo contra algo.
—Un Centinela nunca tiene miedo. Nunca sale corriendo asustado.
—¿Estás huyendo asustada, Álex?
El aire se movió a mi alrededor y salté, logrando que fallase lo que seguramente era un barrido perfecto.
—¡No!
—Antes no lo parecía —dijo—. Querías aceptar la oferta de Lucian. ¿Ir a Irlanda, decías?
—Estaba… estaba… —Mierda, odiaba cuando tenía razón.
Aiden rio desde la oscuridad.
Seguí el sonido. Fui demasiado lejos, estaba demasiado inmersa en mi ira, tanto que perdí el equilibrio al atacar. Aiden me cogió el brazo, pero ninguno de los dos pudimos mantener el equilibrio en la oscuridad. Cuando caí, él cayó sobre mí. Aterricé de espaldas y Aiden encima de mí.
Aiden me cogió de las muñecas antes de que le pudiese pegar de nuevo, sujetándolas detrás de mi cabeza, contra el suelo.
—Siempre dejas que te traicionen las emociones.
Intenté zafarme, pero no me atrevía a decir nada. Un sollozo trató de escapar de mi garganta mientras me movía debajo de él, intentando soltar una pierna.
—Álex —advirtió suavemente. Hizo más presión y, cuando tomaba aire, su pecho se hinchaba contra el mío. En la profunda oscuridad de la cámara de aislamiento sensorial, su aliento se sentía cálido contra mis labios. No me atreví a moverme. Ni siquiera una fracción de centímetro.
Su agarre se debilitó, y sus manos bajaron por mis hombros, sujetándome cerca de las mejillas. En aquellos segundos, el corazón estaba a punto de salirme del pecho, y todos mis músculos se bloquearon, tensándose con antelación. ¿Iba a besarme? No. Tenía el labio hecho polvo, pero si lo hiciese no le pararía, aun sabiendo que estaba muy mal. Me dieron escalofríos por toda la espalda, y me relajé bajo él.
—No pasa nada por tener miedo, Álex.
Entonces eché la cabeza hacia atrás, quise ponerme lejos de él, tanto como las ganas que tenía de estar allí.
—Pero no tienes nada que temer. —Me bajó la barbilla amablemente, con sus dedos—. ¿Cuándo aprenderás? —dijo con voz dura y ronca—. Eres la única que puede controlar en qué te convertirás. Eres tan fuerte como para no perder nunca la cabeza. Lo creo de veras. ¿Por qué tú no?
Respiré entrecortadamente. Su fe en mí era mi debilidad. Mi pecho se hinchaba tanto que parecía levantarme del suelo. Pasó un rato hasta que pude volver a hablar.
—¿A qué le tienes miedo tú? —Volví a preguntar.
—Pensaba que fuiste tú la que dijo que yo nunca tenía miedo.
—Pues sí.
Aiden se movió un poco y con su pulgar me acarició la mejilla.
—Tengo miedo de algo.
—¿De qué? —susurré.
Tomó aire profundamente.
—Tengo miedo de que nunca me permitan sentir lo que siento.