Capítulo 2

Con el corazón a mil, salté las escaleras de dos en dos. Al ver a Leon cerca del despacho de mi tío, eché a correr. Casi parecía alarmado de verme.

—¿Qué ocurre, Alexandria?

Patiné hasta parar.

—¿Aiden te dio esto?

Leon arrugó la frente.

—Sí.

—¿La leíste?

—No. No era para mí.

Apreté la carta contra mi pecho.

—¿Sabes dónde está Aiden?

—Sí. —Leon frunció el ceño—. Volvió anoche.

—¿Dónde está ahora, Leon? Tengo que saberlo.

—No sé qué razón puede haber para que necesites ver a Aiden tan urgentemente como para interrumpir su entrenamiento. —Cruzó los brazos sobre el pecho—. ¿Y tú no deberías estar yendo a clase?

Lo miré un segundo antes de darme la vuelta y salir pitando de nuevo. Leon no era estúpido, así que no me había dicho por error dónde estaba Aiden, pero me daba igual la razón, así que no intenté saber por qué.

Si estaba entrenando, entonces sabía dónde buscarlo. Una brisa fría y húmeda roció mis mejillas al salir por las puertas del vestíbulo y dirigirme hacia la zona de entrenamiento. El cielo gris lechoso era típico de finales de noviembre, y hacía que el verano pareciese muy lejano.

Las clases para los estudiantes de niveles inferiores se daban en las salas de entrenamiento más grandes. Los ladridos impacientes del Instructor Romvi que se escuchaban tras una de las puertas me siguieron por el pasillo vacío. Al final del edificio, pasando la sala médica a la que Aiden me trajo después de que Kain me patease el culo en el entrenamiento, había una pequeña sala equipada con las necesidades más básicas y una cámara de aislamiento sensorial.

Aún tenía pendiente entrenar en aquella cosa.

Miré por el hueco de la puerta y vi a Aiden. Estaba en el centro de la sala, enfrentándose a un saco de boxeo. Una fina película de sudor cubría sus músculos fibrosos. Se echó hacia atrás y dio un puñetazo al saco que lo hizo moverse varios metros hacia atrás.

En cualquier otro momento, lo habría admirado de una forma un tanto obsesiva, pero mis dedos se cerraron, apretando la carta. Me metí por el hueco y crucé la sala.

—Aiden.

Se giró, y sus ojos cambiaron de un gris tranquilo a un tono como de tormenta. Dio un paso atrás, pasándose el brazo por la frente.

—Álex, ¿qué… qué haces aquí? ¿No deberías estar en clase?

Alcé la carta.

—¿Has leído qué pone en la carta?

Puso la misma cara que Leon.

—No. Laadan me pidió que me asegurase de que la recibías.

¿Por qué le había confiado a Aiden una noticia así? No podía ni imaginármelo, a no ser que…

—¿Sabías qué pone en la carta?

—No. Solo me pidió que te la diese. —Se inclinó para coger una toalla del suelo—. ¿Qué es eso que pone, qué te ha hecho venir a buscarme?

Una pregunta estúpida y sin importancia me vino a la cabeza.

—¿Por qué se la diste a Leon?

Apartó la mirada y se quedó en silencio.

—Pensé que sería lo mejor.

Dejé caer la mirada hacia su cuello y allí estaba de nuevo aquella fina cadena de plata. Me moría por saber por qué la llevaba, él no era el tipo de tío que lleva joyas. Volví a mirarle a la cara.

—Mi padre está vivo.

Aiden inclinó la cabeza hacia mí.

—¿Qué?

Una extraña sensación se apoderó de mi estómago.

—Está vivo, Aiden. Y lleva años en el Covenant de Nueva York. Estaba allí a la vez que yo. —Volví a tener la misma emoción que al leer la carta por primera vez—. ¡Lo vi, Aiden! Sabía que lo había visto. El sirviente de ojos marrones. Y él lo sabía. —Sabía que yo era su hija. Por eso me miraba siempre de aquella forma extraña. Seguramente aquello era la razón de que me sintiese atraída hacia él cada vez que lo veía. Aunque yo no lo supiera.

Aiden pareció palidecer bajo su moreno natural.

—¿Puedo?

Le di la carta y me pasé las manos temblorosas por el pelo.

—Había algo diferente en él, ¿sabes? No parecía estar drogado como los otros sirvientes. Y cuando Seth y yo nos íbamos, le vi peleando contra los daimons. —Hice una pausa y tomé aire—. Yo no lo sabía, Aiden.

Frunció el ceño mientras leía la carta.

—Dioses —murmuró.

Me aparté de él y me abracé a mí misma. Por mis venas no corría más que ira.

—Es un sirviente, un maldito sirviente.

—¿Sabes qué significa, Álex?

Lo miré, sorprendida de verlo tan cerca. En ese momento, capté el olor a crema de afeitado y agua de mar.

—Sí, ¡que tengo que hacer algo!

Aiden puso los ojos como platos.

—No.

—¿Que no, qué?

Cogió la carta con una mano y me agarró del brazo con la otra. Clavé los talones en el suelo.

—¿Qué estás…?

—Aquí no —dijo en voz baja.

Confundida y un tanto sorprendida por el hecho de que Aiden me estuviese tocando, me dejé llevar por él hacia la sala médica al otro lado del pasillo. Cerró la puerta tras de sí y puso el pestillo.

Un calor incómodo me recorrió entera al darme cuenta de que estábamos solos en una habitación sin ventanas y Aiden acababa de cerrar la puerta. En serio, necesitaba contenerme porque aquel no era para nada momento de tener las hormonas revolucionadas. Vale, nunca era momento.

Aiden me miró y tensó la mandíbula.

—¿En qué estás pensando?

—Eh… —Di un paso hacia atrás. No iba a decírselo a la cara. Me di cuenta de que estaba enfadado, furioso conmigo—. ¿Y ahora, qué he hecho?

Puso la carta en la mesa en la que estuve sentada la otra vez.

—No harás ninguna locura.

Entrecerré los ojos y le quité la carta, dándome cuenta de por qué estaba tan enfadado.

—¿Esperas que no haga nada? ¿Que deje que mi padre se pudra como sirviente?

—Tienes que calmarte.

—¿Calmarme? Aquel sirviente de Nueva York es mi padre. ¡Ese padre que me habían dicho que estaba muerto!

De repente, me acordé de Laadan en la biblioteca y de cómo me había hablado de mi padre como si aún estuviese vivo. Sentí una punzada de rabia en el estómago. ¿Por qué no me lo había dicho? Podría haber hablado con él.

—¿Cómo voy a calmarme?

—No… no puedo ni imaginarme por lo que estás pasando, o lo que estás pensando. —Arrugó la frente—. Bueno, sí, puedo imaginar en lo que estás pensando. Quieres arrasar los Catskills y liberarlo. Sé que eso es lo que estás pensando.

Claro que sí.

Se acercó a mí, y sus ojos brillaban como la plata.

—No.

Retrocedí, sosteniendo la carta de Laadan contra mi pecho.

—Tengo que hacer algo.

—Sé que sientes que debes hacerlo, pero Álex, no puedes volver a los Catskills.

—No voy a arrasar los Catskills. —Me puse al otro lado de la mesa según se iba acercando—. Ya se me ocurrirá algo. Puede que me meta en problemas. Telly me dijo que si la liaba una vez más, me mandarían a los Catskills.

Aiden se me quedó mirando.

La mesa nos separaba.

—Si pudiese volver, entonces podría hablar con él. Necesito hablar con él.

—Ni en broma —gruñó Aiden.

Me quedé paralizada.

—No puedes detenerme.

—¿Qué te apuestas? —Comenzó a rodear la mesa.

La verdad es que no iba a apostar nada. Podía ver en su cara que haría lo que fuese para pararme, así que tenía que convencerle.

—Es mi padre, Aiden. ¿Qué harías si fuese Deacon?

Golpe bajo, lo sé.

—No te atrevas a meterlo en esto, Álex. No voy a permitir que dejes que te maten. Me da igual por quién lo hagas, no te dejaré.

Las lágrimas me ardían en la garganta.

—No puedo dejarle seguir con esa vida. No puedo.

Vi cierto dolor en su mirada de acero.

—Lo sé, pero tu vida es más importante.

Dejé caer los brazos y dejé de intentar manipularlo.

—¿Cómo puedes tomar esa decisión? —Y entonces, las lágrimas que había estado aguantando hasta entonces, brotaron—. ¿Cómo puedo no hacer nada?

Aiden no dijo nada cuando puso sus manos sobre mis hombros y me llevó hacia él. En vez de abrazarme directamente, se apoyó en la pared y se deslizó hacia el suelo, llevándome en sus brazos. Doblé las piernas y le agarré la camiseta con los puños.

Tomé un breve respiro, con un cierto e inevitable dolor.

—Estoy cansada de que la gente me mienta. Todo el mundo ha mentido sobre mi madre ¿y ahora esto? Creía que estaba muerto. Y dioses, ojalá lo estuviese, porque la muerte es mucho mejor que por lo que está pasando. —La voz se me quebró y las lágrimas volvieron a mojar mis mejillas.

Aiden me abrazó con más fuerza, acariciándome la espalda en un intento por calmarme. Quería dejar de llorar porque era de débiles y humillante, sin embargo no podía parar. Descubrir el destino real de mi padre había sido horrible. Cuando la mayor parte de las lágrimas cesaron, me aparté un poco y levanté la mirada llorosa.

Unas sedosas ondas húmedas de su pelo oscuro pendían de su frente. La tenue luz de la habitación resaltaba esos pómulos y labios que había llegado a memorizar hacía tiempo. Aiden no solía sonreír del todo, pero cuando lo hacía, era increíble. Yo había logrado verla unas pocas veces; la última vez fue en el zoo.

Viéndole ahora, de verdad, por primera vez después de arriesgar todo para protegerme, sentí la necesidad de volver a llorar. Estuve toda la semana anterior repasando lo sucedido, una y otra vez. ¿Podía haber hecho algo de otra forma? ¿Desarmar al Guardia en vez de clavarle mi arma en el pecho? ¿Y por qué Aiden había usado una compulsión para encubrir lo que había hecho? ¿Por qué se había arriesgado tanto?

En aquel momento nada me parecía importarme, después de saber lo de mi padre… Me sequé los ojos con las manos.

—Perdón por… haberte llorado encima.

—Ni se te ocurra disculparte por eso —dijo. Supuse que entonces me soltaría, pero seguía rodeándome entre sus brazos. Sabía que no debería, porque solo acabaría suponiendo más dolor, pero me relajé sobre él—. Siempre reaccionas de una forma tan visceral ante todo…

—¿Cómo?

Bajó el brazo y me tocó la rodilla.

—Es como un acto reflejo. La primera cosa que piensas cuando oyes algo. Actúas así en vez de pensar las cosas dos veces.

Enterré la mejilla en su pecho.

—Eso no es ningún cumplido.

Puso la mano tras mi cuello, jugueteando con sus dedos entre mi pelo. Me pregunté si sería consciente de qué estaba haciendo y aguanté la respiración. Tensó la mano y me sujetó de tal forma que no podía alejarme mucho. No es que fuese hacerlo, me daba igual lo mal que estuviese, lo peligroso o lo estúpido que fuera.

—No es un insulto —dijo suavemente—, es simplemente quién eres. No te paras a pensar en el peligro, solo en qué es lo correcto. Sin embargo a veces no es… lo correcto.

Lo pensé.

—¿Usar una compulsión sobre Dawn y el otro puro fue un acto reflejo?

Tardó una eternidad en responder.

—Sí, y no fue lo más inteligente, pero no podía hacer ninguna otra cosa.

—¿Por qué?

Aiden no contestó.

Yo no le forcé. Estar en sus brazos, con su mano acariciando mi espalda en círculos de una forma única, me consolaba. No quería que acabara. En sus brazos me sentía más tranquila, por raro que fuera. Podía respirar. Me sentía a salvo, estable. Nadie más podía darme eso. Era como mi propia receta de Ritalin.

—Convertirte en Centinela fue un acto reflejo —susurré.

Aiden levantó el pecho y se inclinó sobre mi mejilla.

—Sí.

—¿Te… te arrepientes?

—Nunca.

Ojalá tuviese la misma determinación.

—No sé qué hacer, Aiden.

Bajó la barbilla y rozó mi mejilla. Su piel era suave, cálida, me apasionaba y calmaba, todo a la vez.

—Se nos ocurrirá la forma de ponernos en contacto con él. ¿Habías dicho que nunca parecía estar bajo el efecto del elixir? Podríamos escribirle una carta a Laadan; ella podría entregársela. Sería lo más seguro.

Mi corazón bailoteó feliz. La esperanza empezaba a apoderarse de mí.

—¿En serio?

—Sí. No me será difícil darle una carta a Laadan, un mensaje. Es lo más seguro, de momento.

Me dieron ganas de abrazarlo, pero me contuve.

—No. ¿Y si te pillan?… No puedo permitirlo.

Aiden rio suavemente.

—Álex, creo que ya hemos incumplido todas las normas. No me preocupa que me pillen por darle un mensaje a alguien.

No, no habíamos incumplido todas las normas.

Se echó ligeramente hacia atrás y pude sentir su mirada intensa sobre mí.

—¿En serio pensabas que no iba a ayudarte en algo tan importante como esto?

Seguí con los ojos cerrados, porque mirarle era mi debilidad. Él era mi debilidad.

—Las cosas… han cambiado.

—Ya sé que las cosas han cambiado, Álex, pero siempre estaré aquí para ti. Siempre voy a ayudarte. —Hizo una pausa—. ¿Cómo has podido siquiera dudarlo?

Como una idiota, abrí los ojos. Me quedé pillada. Era como si todo aquello que se había dicho, todo lo que sabía, ya no tuviese importancia.

—No lo dudaba —susurré.

Hizo una mueca.

—A veces no te entiendo.

—Ni yo misma me entiendo la mitad de las veces. —Bajé la mirada—. Tú ya has hecho… demasiado. ¿Lo que hiciste en los Catskills? —Me tragué el nudo de la garganta—. Dioses, no había podido darte las gracias.

—No…

—No digas que no merece que te dé las gracias. —Levanté la mirada hacia sus ojos—. Me salvaste la vida, Aiden, arriesgando la tuya. Así que, gracias.

Apartó la mirada, fijándola en un punto sobre mi cabeza.

—Ya te he dicho que nunca dejaré que te pase nada. —Me devolvió la mirada y vi un atisbo de diversión en sus ojos color plata—. Aunque, más bien, parece un trabajo a jornada completa.

Puse morros.

—Lo he intentado, en serio. Hoy es el primer día que no he hecho nada remotamente estúpido. —Obvié la parte en que había sido secuestrada en mi habitación por un resfriado.

—¿Y qué has hecho?

—No quieras saberlo.

Volvió a reír.

—Supuse que Seth te mantendría alejada de cualquier problema.

Me di cuenta de que no había pensado en Seth desde que había leído la carta y me puse tensa. Tampoco había pensado en nuestro nexo. Mierda.

Aiden tomó aire y dejó caer los brazos.

—¿Sabes qué significa eso, Álex?

Traté de reponerme. Había cosas importantes con las que lidiar. Mi padre, el Consejo, Telly, las furias, una docena de dioses enfadados, y Seth. Sin embargo mi cerebro parecía estar hecho puré.

—¿Qué?

Aiden miró hacia la puerta, como si tuviese miedo de decirlo en voz alta.

—Que tu padre no es un mortal. Es un mestizo.