La seda roja se ceñía sobre mis caderas convirtiéndose en un ajustado corsé que acentuaba mis curvas. Llevaba el pelo suelto, caía sedoso sobre mis hombros como si fueran pétalos de una flor exótica. Las luces de la sala de baile se reflejaban sobre las ondulaciones de la tela y, a cada paso que daba, parecía que andaba entre llamas.
Él se paró entreabriendo los labios, como si el simple hecho de mirarme le impidiese hacer otra cosa. Sentí un cálido rubor por toda mi piel. Aquello no parecía que fuese a acabar bien. Estábamos rodeados de gente y él me miraba de aquella manera, sin embargo, no era capaz de irme. Era allí donde debía estar, con él. Era la decisión correcta.
Una decisión que yo… no había tomado.
Los bailarines comenzaron a bailar más lentamente, a mi alrededor, con sus rostros ocultos bajo deslumbrantes máscaras enjoyadas.
La inquietante melodía que tocaba la orquesta me atravesaba la piel, calándome hasta los huesos mientras los bailarines se iban apartando.
No había nada que nos separase.
Intenté respirar, pero no solo me había robado el corazón, sino el aire que necesitaba.
Allí estaba él, enfundado en un esmoquin negro hecho para marcar las firmes líneas de su cuerpo. Mientras extendía su brazo hacia mí haciendo una reverencia, una media sonrisa juguetona y traviesa apareció en sus labios.
Al dar el primer paso las piernas me temblaron. Los focos del techo conducían hasta él, no obstante hubiese podido encontrarle fácilmente en la oscuridad si de ser necesario. Oía el latido de su corazón que se acompasó con el mío.
Sonrió.
Aquello era todo cuanto necesitaba, así que comencé a andar hacia él. El vestido ondeaba a mis espaldas como un río de seda carmesí. Se enderezó, agarrándome de la cintura mientras yo me abrazaba a su cuello. Apreté la cara contra su pecho, empapándome de su olor a océano y hojas ardiendo.
Todos nos miraban, pero daba igual. Estábamos en nuestro propio mundo, donde solo importaba lo que nosotros queríamos, lo que habíamos deseado durante tanto tiempo.
Rio mientras me hacía girar con él, sin llegar a tocar siquiera el suelo.
—Eres una inconsciente —murmuró.
Le respondí con una sonrisa, ya que sabía que en el fondo le encantaba esa parte de mí.
Me soltó y me agarró de la mano mientras posaba la otra en la parte baja de mi espalda.
Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz muy baja, casi susurrando.
—Estás muy guapa, Álex.
El corazón se me encogió.
—Te quiero, Aiden.
Me besó en la frente y comenzamos a dar vueltas, girando por toda la sala. Poco a poco se nos fueron uniendo las otras parejas. Pude llegar a ver sus enormes sonrisas y unos ojos extraños bajo las máscaras, ojos completamente blancos, sin iris. Empecé a inquietarme… sabía qué significaban aquellos ojos. Fuimos hasta una esquina, desde donde escuché unos gritos apagados que venían de la oscuridad.
Miré hacia la zona de la sala que quedaba en las sombras.
—¿Aiden…?
—Shhh. —Su mano reptó por mi espalda hasta la base del cuello—. ¿Me quieres?
Nuestras miradas se encontraron.
—Sí. Sí. Te quiero más que a nada.
La sonrisa de Aiden se desvaneció.
—¿Me quieres más que a él?
Me quedé inmóvil entre sus brazos.
—¿Más que a quién?
—Que a él —repitió Aiden—. ¿Me quieres más que a él?
Aparté la mirada de nuevo, mirando hacia la oscuridad. Había un hombre dándonos la espalda, agarrado a una mujer, con los labios sobre su garganta.
—¿Me quieres más que a él?
—¿Que a quién? —Intenté acercarme más a él, pero no me dejó. Las dudas comenzaron a aflorar en mi interior al ver la decepción en sus ojos—. Aiden, ¿qué pasa?
—No me quieres —dejó caer las manos y dio un paso atrás—. No, porque estás con él, lo has elegido a él.
El hombre se giró hacia nosotros. Seth sonrió y su mirada ofrecía todo un mundo de promesas oscuras. Promesas que yo había aceptado, que yo había elegido.
—No me quieres —repitió Aiden, fundiéndose entre las sombras—. No puedes. Nunca has podido.
Intenté seguirlo.
—Pero…
Demasiado tarde. Los bailarines llegaron a mí y me perdí en un mar de vestidos y susurros. Traté de zafarme, sin embargo no podía escapar, no encontraba ni a Aiden ni a Seth. Alguien me empujó y caí de rodillas. La seda roja se rasgó. Llamé a gritos a Aiden y luego a Seth, pero ninguno atendió mis súplicas. Estaba perdida, solo vería caras cubiertas por máscaras, unos ojos extraños. Conocía aquellos ojos.
Eran los ojos de los dioses.
Me levanté súbitamente, en la cama. Una fina película de sudor cubría todo mi cuerpo y el corazón parecía que se me iba a salir del pecho. Pasó un rato hasta que mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y reconocí las paredes de mi habitación.
—¿Qué demonios…? —Me pasé la mano por la frente empapada y ardiendo. Cerré los ojos.
—¿Hummm? —murmuró Seth medio despierto.
Estornudé como respuesta. Primero una y luego otra vez.
—Qué sexy. —Cogió a tientas la caja de pañuelos—. No puedo creer que todavía sigas enferma. Toma.
Suspiré y cogí los pañuelos, poniéndome la caja sobre el pecho para sacar unos cuantos.
—Es culpa tuya —¡achús!—. Es culpa de tu estúpida idea de ir a nadar estando a —¡achús!— cinco grados, caraculo.
—Pues yo no estoy enfermo.
Me soné la nariz, esperé un poco para asegurarme de que no se me saldrían los sesos con otro estornudo y dejé la caja en el suelo. Resfriarse era una mierda. En mis diecisiete años de vida nunca me había resfriado, hasta ahora. Ni siquiera sabía que podía resfriarme.
—Eres superespecial, ¿eh?
—Lo sabes tú bien —respondió.
Me giré y miré a Seth. Parecía casi normal con la cara estampada contra una almohada, mi almohada. Nadie diría que en menos de cuatro meses se convertiría en un Asesino de Dioses. En nuestro mundo, Seth era como cualquier otra criatura mítica: hermoso, pero completamente mortal.
—He tenido un sueño raro.
Seth se puso de lado.
—Venga, vuelve a dormir.
Hacía una semana que habíamos vuelto de los Catskills y desde entonces lo tenía pegado a mi culo, más que nunca. No era que no entendiese por qué, después de todo lo sucedido con las furias y de haber matado a un puro. Seguramente no volvería a perderme de vista nunca más.
—Tienes que empezar a dormir en tu cama.
Movió la cabeza ligeramente y sonrió medio dormido.
—Prefiero la tuya.
—Y yo preferiría que celebrásemos la Navidad, tener regalos y poder cantar villancicos, pero no tengo todo lo que quiero.
Seth me arrastró hacia la cama únicamente con el peso de su brazo.
—Álex, yo siempre consigo lo que quiero.
Un escalofrío recorrió mi piel.
—¿Seth?
—¿Sí?
—Aparecías en mi sueño.
Abrió uno de sus ojos color ámbar.
—Por favor, dime que estábamos desnudos.
Puse los ojos en blanco.
—Eres un salido.
Suspiró triste y se acercó más.
—Lo tomaré como un no.
—Pues estás en lo cierto. —No podía volver a dormirme, y me mordí el labio. De repente tenía tantas preocupaciones que mi cerebro no pudo más—. ¿Seth?
—¿Mmmm?
Antes de continuar, vi cómo se hundía más en la almohada. Cuando se ponía así tenía algo encantador, una cierta fragilidad y juventud que no tenía cuando estaba totalmente despierto.
—¿Qué pasó mientras luchaba contra las furias?
Abrió un poco los ojos. Le había hecho varias veces aquella pregunta desde que volvimos a Carolina del Norte. La fuerza y energía que mostré al enfrentarme a los dioses era algo que solo Seth, al ser un Apollyon hecho y derecho, podría haber logrado. ¿Siendo yo una mestiza sin Despertar? Pues no tanto. Las furias tendrían que haberme pateado el culo cuando me enfrenté a ellas.
Seth se tensó.
—Vuelve a dormir, Álex.
Se negó a contestar. De nuevo. Exploté de rabia y frustración, y me solté de su brazo.
—¿Por qué no me lo cuentas?
—Te estás volviendo paranoica. —Volvió a ponerme el brazo en la tripa.
Traté de zafarme, pero me agarró más fuerte. Apreté los dientes, giré hacia un lateral y me puse a su lado.
—No me estoy volviendo paranoica, caraculo. Ocurrió algo, ya te lo he contado. Todo… todo se volvió de color ámbar. Como el de tus ojos.
Respiró hondo.
—He oído que, a algunas personas, en situaciones de alto estrés, a veces se les incrementa la fuerza y la sensibilidad de los sentidos.
—No fue eso.
—Y que la gente, bajo presión, puede sufrir alucinaciones.
Eché el brazo hacia atrás y no le di en la cabeza por poco.
—No estaba alucinando.
—No sé qué decirte —Seth levantó el brazo y se puso de espaldas—. En fin, ¿volverás a clase por la mañana?
De repente, afloró una nueva preocupación. Volver a las clases significaba volver a enfrentarme a todos —Olivia— sin mi mejor amigo. Sentí una presión en el pecho. Cerré los ojos, pero se me apareció la cara pálida de Caleb, con los ojos abiertos pero sin ver, con una daga del Covenant clavada en su pecho. Parecía que solo en sueños podía recordar cómo era realmente.
Seth se sentó y sentí como si su mirada me agujerease la espalda.
—¿Álex…?
Odiaba aquel vínculo superespecial que teníamos; era horrible que él también sintiera todo lo que yo sentía. Ya no tenía privacidad. Suspiré.
—Estoy bien. —No contestó—. Sí, iré a clase por la mañana. A Marcus le dará algo si vuelve y ve que no he ido. —Me puse de espaldas—. ¿Seth?
Inclinó la cabeza hacia mí. Sus rasgos estaban ocultos en la penumbra, pero sus ojos atravesaban la oscuridad.
—¿Sí?
—¿Cuándo crees que volverán ellos? —Con ellos me refería a Marcus y a Lucian… y a Aiden. Se me cortó la respiración. Me pasaba cada vez que pensaba en Aiden, y en cuanto había hecho por mí, en lo que había arriesgado.
Seth se recostó de lado, alargó el brazo y me cogió la mano derecha. Sus dedos se entrelazaron con los míos, palma con palma, y mi cuerpo entero se estremeció. La marca del Apollyon —la que no debería estar en mi mano— se calentó. Miré nuestras manos enlazadas, sin sorprenderme cuando vi las suaves líneas —marcas del Apollyon— subiendo por el brazo de Seth. Incliné la cabeza para ver cómo las marcas se extendían por el rostro de Seth. Sus ojos parecieron brillar. Últimamente lo hacían mucho —tanto las runas como sus ojos.
—Lucian dijo que volverían pronto, seguramente durante el día de hoy. —Muy lentamente, movió la yema de su pulgar sobre la línea de la runa. Los dedos de mis pies se curvaron y mi mano libre agarró con fuerza la manta. Seth sonrió—. Nadie ha mencionado al Guardia pura sangre. Y Dawn Samos ya ha vuelto. Parece que la compulsión de Aiden ha funcionado.
Quería soltar mi mano. Me costaba concentrarme cuando Seth jugueteaba con la runa de mi palma. Por supuesto, él lo sabía, y le gustaba.
—Nadie sabe qué ocurrió de verdad. —Su pulgar ahora seguía la línea horizontal—. Y así continuará.
Cerré los ojos. La verdad sobre cómo había muerto el Guardia pura sangre tenía que seguir en secreto o, tanto Aiden como yo, nos veríamos en serios apuros. No solo habíamos estado a punto de liarnos aquel verano —además de haberle dicho que lo amaba, algo totalmente prohibido— sino que también había matado a un puro en defensa propia. Y Aiden había usado compulsiones en dos puros para encubrirlo. Matar a un puro, para un mestizo, significaba la muerte, daba igual cuál fuese la situación y, para un puro, estaba prohibido usar compulsiones en otro puro. Si cualquiera de aquellos hechos saliese a la luz, estaríamos bien jodidos.
—¿Eso crees? —susurré.
—Sí. —Sentía el cálido aliento de Seth sobre mi frente—. Duérmete, Álex.
Dejé que la relajante sensación de su pulgar acariciando la runa me adormilase y volví a sumirme en el sueño, olvidando por un momento todos los errores y decisiones que había tomado en los últimos siete meses. Mi último pensamiento consciente fue el mayor de mis errores, no el chico que estaba a mi lado, sino el que nunca iba a poder tener.
Aquel día me di cuenta de que, oficialmente podía decir que odiaba la clase de Trigonometría. Me parecía una asignatura absurda. ¿Cómo iban a importarme las identidades pitagóricas si en otras clases del Covenant me enseñaban a matar cosas? Mi odio por aquella clase había llegado al límite.
Casi todos me miraban, incluso la Sra. Kateris. Me hundí en mi asiento y metí la nariz en el libro, aunque no podría leerlo ni aunque el mismo Apolo bajase y me ordenase que lo hiciera. Solo había un par de ojos que me afectaban de verdad. El resto podía irse a la mierda.
La mirada de Olivia era dura, incriminatoria.
¿Pero por qué no podíamos cambiarnos de sitio? Después de todo lo acontecido, sentarme a su lado era la peor de las torturas.
Me ardían las mejillas. Me odiaba y me culpaba por la muerte de Caleb. No obstante yo no maté a Caleb, lo había hecho una daimon mestiza. Yo simplemente fui quien hizo que se escapara a escondidas por el campus tras el toque de queda que, por lo visto, habían puesto por una buena razón.
Así que, de algún modo, había sido por mi culpa. Lo sabía y, dioses, hubiese hecho cualquier cosa por cambiar aquella noche.
Probablemente, la razón por la que todos continuaban lanzándome miradas furtivas fuera aquello que dijo Olivia en el funeral de Caleb, cuando no pudo más. Si no recordaba mal, creo que gritó algo así como «¡Eres el Apollyon!» mientras yo la miraba.
En el Covenant de Nueva York, en los Catskills, los chavales mestizos pensaban que yo era bastante guay, pero allí… no lo era tanto. Cuando nuestras miradas se encontraban, no la apartaban lo suficientemente rápido como para poder ocultar su incomodidad.
Al final de la clase, metí el libro en la mochila y salí corriendo hacia la puerta, preguntándome si Deacon me hablaría en el siguiente descanso. Deacon y Aiden eran polos opuestos en casi todo, sin embargo tanto Aiden como su hermano pequeño parecían tratar a los mestizos como iguales, algo bastante raro entre la raza pura sangre.
Por todo el pasillo me siguieron los susurros. Ignorarlos fue más difícil de lo que pensaba. Cada célula de mi cuerpo me pedía enfrentarme a ellos, pero ¿y entonces qué? ¿Saltar sobre ellos como un mono loco y matarlos a todos? Seguro que con aquello no ganaría muchos adeptos.
—¡Álex! ¡Espera!
El corazón casi se me paró al escuchar la voz de Olivia. Aceleré el paso, atravesé como una bala entre unos cuantos mestizos jóvenes que me miraban asustados y con los ojos abiertos de par en par. ¿Por qué me tenían miedo? No era yo la que iba a convertirse en un Asesino de Dioses en poco tiempo. Pero oh, no, a Seth sí que lo miraban como si fuese un dios. Solo faltaban unas pocas puertas más y podría esconderme en Verdades Técnicas y Leyendas.
—¡Álex!
Reconocí el tono de voz de Olivia. Era el mismo que cuando estaba a punto de pelearse con Caleb, determinado y obstinado.
Mierda.
Ya estaba justo detrás de mí, y yo solo estaba a un paso de la clase. No lo conseguiría.
—Álex —dijo—. Tenemos que hablar.
—Ahora no puedo. —Porque, seriamente, que me dijesen que era culpa mía que Caleb estuviese muerto no estaba en la lista de cosas que quería escuchar durante el día.
Olivia me agarró el brazo.
—Álex, necesito hablar contigo. Sé que estás molesta, sin embargo no eres la única que tiene permiso para echar de menos a Caleb. Yo era su novia…
Dejé de pensar. Me di la vuelta, solté la mochila en medio del pasillo y la cogí del cuello. En un segundo, la tenía contra la pared de puntillas. Con los ojos muy abiertos, me agarró el brazo y trató de zafarse.
Apreté, solo un poquito.
Por el rabillo del ojo vi a Lea, que ya no llevaba el brazo en cabestrillo. La daimon que le había roto el brazo también había matado a Caleb. Lea dio un paso al frente, como si quisiese intervenir.
—Mira, lo pillo —susurré con voz ronca—. Querías a Caleb. ¿Y sabes qué? Yo también. Y también lo echo de menos. Si pudiese volver atrás en el tiempo y cambiar aquella noche, lo haría. Pero no puedo. Así que, por favor, déjame…
De la nada, apareció un brazo del tamaño de mi cintura y me apartó un metro y pico. Olivia se desplomó contra la pared, mientras se frotaba el cuello.
Yo me giré gruñendo.
Leon, el Rey del Momento Oportuno, me estaba mirando.
—Necesitas una niñera profesional.
Abrí la boca, pero la cerré al momento. Teniendo en cuenta algunas de las cosas que Leo había interrumpido, no era consciente de lo ciertas que eran sus palabras. Pero entonces me di cuenta de algo más importante. Si Leon estaba allí, entonces mi tío y Aiden también.
—Tú —Leon señaló a Olivia—, ve a clase. —Volvió a mirarme—. Y tú te vienes conmigo.
Me mordí la lengua, recogí la mochila del suelo y comencé mi paseo de la vergüenza por el pasillo, ahora abarrotado de gente. Vi a Luke, pero apartó la mirada antes de que pudiese descifrar qué pensaba.
Leon tomó las escaleras —los dioses sabían cuánto me gustaban— y no hablamos hasta llegar al vestíbulo. Las estatuas de las furias ya no estaban, pero el espacio vacío me hizo un nudo en el estómago.
Volverían, estaba segura. Solo era cuestión de ver cuándo lo harían.
Se alzó ante mí cuando se paró, con sus casi dos metros de músculo puro.
—¿Por qué cada vez que te veo estás a punto de hacer algo que no deberías?
Me encogí de hombros.
—Es un talento que tengo.
Creí advertir un cierto signo de diversión en su rostro mientras se sacaba algo del bolsillo trasero. Parecía un trozo de pergamino.
—Aiden me pidió que te diese esto.
El estómago me dio un vuelco mientras cogía la carta con las manos temblorosas.
—¿Está… está bien?
Frunció el ceño.
—Sí. Está bien.
Ni siquiera traté de esconder el suspiro de alivio y di la vuelta a la carta. Estaba sellada con un lacre rojo, de aspecto oficial. Cuando volví a levantar la mirada, Leo se había ido. Moví la cabeza y fui hacia uno de los bancos de mármol para sentarme. No tenía ni idea de que Leon pudiese mover su cuerpo tan rápida y silenciosamente. Más bien parecía que el suelo tuviese que temblar a su paso.
Curiosa, deslicé el dedo bajo el lacre y rompí el sello. Desdoblé la carta y vi la elegante firma de Laadan en la parte inferior. Le di un vistazo rápido a todo el pergamino y luego lo leí de nuevo desde el principio.
Y una tercera vez.
Sentía frío y calor al mismo tiempo. Tenía la boca seca y la garganta cerrada. Mis dedos temblaban levemente, igual que el papel. Me levanté y me volví a sentar.
Las cuatro palabras se repetían ante mis ojos. Era todo lo que podía ver, aquello que importaba saber.
«Tu padre está vivo».