—Todavía no he concluido con ustedes, niños —fueron las palabras que pronunció la señora Mortimer al partir. En varias ocasiones durante aquel invierno recibieron la visita de la amiga, que les aconsejó y le enseñó a Saxon a calcular sus recolecciones para el mercado inmediato, para la primavera y para el intenso verano, de manera que pudiese vender todo 19 que produjera sin llegar a satisfacer la demanda. Mientras tanto Hazel y Hattie se acostumbraban a arrastrar los abonos desde Glen Ellen, cuyos corrales nunca estuvieron tan limpios como entonces. También traían los fertilizantes que llegaban a la estación de ferrocarril, y que habían sido adquiridos por indicación de la señora Mortimer.
Los presos que fueron puestos en libertad condicional resultaron chinos. Ya hacía tiempo que estaban en la cárcel y eran individuos de avanzada edad, pero el trabajo que realizaron mereció la aprobación de la señora Mortimer. Veinte años atrás Gow Yum había cuidado una huerta en una de las grandes posesiones de Menlo Park. Toda su desventura tuvo origen en una reyerta que se produjo en el barrio chino de Redwood City, y estuvo relacionada con ciertas maneras de cantar. Su compañero Chan Chi había sido un notable apuñaleador en los días de los «tongs)[55]», en San Francisco. Pero un cuarto de siglo de permanencia en los huertos de la cárcel le había enfriado la sangre y había cambiado el puñal por la hoz. Ambos llegaron a Glen Ellen como algo muy preciado, y fueron recibidos por el delegado policial, que estaba encargado de informar mensualmente a la prisión sobre la conducta de los individuos. Saxon, asimismo, enviaba regularmente un informe acerca de ambos al establecimiento penal.
Y en cuanto al riesgo de que asesinaran a alguien, bien pronto se sobrepusieron a ese temor. El puño cerrado del estado se elevaba amenazador sobre las cabezas de los individuos. Un solo trago de alcohol sería suficiente para que aquel puño se descargara y los hiciera volver a la cárcel. Tampoco tenían ninguna libertad de movimiento. Cuando el viejo Gow Yum necesitaba marchar a San Francisco para firmar algunos papeles delante del cónsul chino de la citada ciudad, primero debía solicitar permiso a San Quintín. Además, ninguno era de mal carácter. Saxon en un principio se sintió temerosa de trabajar junto a dos expresidiarios, pero luego se acostumbró y la tarea le resultó agradable. Ella les ordenaba el trabajo, pero los hombres sabían cómo tenían que hacerlo. De ellos aprendió mil mañas y artificios en el trabajo de la huerta, y no tardó mucho tiempo en comprender qué indefensa se hubiese sentido si hubiera tenido que depender de la mano de obra del lugar.
Más adelante, el temor también desapareció porque no se encontraba sola. Había usado su cabeza. Muy pronto se dio cuenta que no podría observar el trabajo de afuera y realizar al mismo tiempo las tareas de la casa. Escribió a una buena viuda que había sido vecina en Ukiah para que se hiciera cargo del lavado, y el ofrecimiento fue aceptado de inmediato. La señora Paul, de cuarenta años de edad, de baja estatura y doscientas libras de peso, era realmente incansable. Tampoco sentía miedo de nada y, según Billy, hubiese sido capaz de reducir a polvo a los dos chinos con un solo golpe de puño. La señora Paul llegó acompañada de su hijo, un muchacho campesino que tenía dieciséis años, que entendía de caballos y que sabía ordeñar a Hilda, la hermosa vaca Jersey que había merecido la aprobación del ojo clínico de Edmund. Y aunque la señora Paul era bastante idónea en todas las tareas de la casa, había algo que Saxon no podía dejar que hiciera ninguna otra persona: lavar las prendas finas de su ropa interior.
—Cuando ya no pueda seguir haciendo eso —le dijo a Billy—, podrás tomar una pala de puntear y abrir un hoyo cerca de ese gran árbol de madera roja, sobre Wild Watter. Habrá llegado el momento de darme sepultura.
Fue en el comienzo de su establecimiento en el campo del Madroño, durante la segunda visita de la señora Mortimer, cuando su marido apareció cargado con unos caños. Y la casa, los gallineros y el corral tuvieron agua corriente que llegaba desde el tanque de segunda mano que habían instalado debajo del manantial de la casa.
—Creo que le puedo sacar provecho a mi cabeza —dijo—. Vi a una mujer del otro lado del valle que conducía agua a doscientos pies de distancia de la casa, desde el manantial, y empecé a calcular. Hacía un promedio de tres viajes diarios, y muchos más en los días de lavado, y podrás imaginarte lo que recorría cada año para acarrear el agua: ciento veinte millas. ¿Comprendes? ¡Ciento veinte millas! Le pregunté cuánto tiempo hacía que estaba allí, y me dijo que treinta y un años. Haz la cuenta tú misma… ¡Tres mil setecientos ochenta y dos millas…, y todo eso por no tener doscientos pies de cañería! ¿No te enfermaría algo semejante? Oh, todavía no está listo todo, pronto llegarán una bañera y canillas, ni bien abra el camino. Dime, Saxon, ¿conoces ese pequeño claro de suelo liso dónde Wild Water penetra en el Sonoma? Hay cerca de un acre. ¡Y es mío! ¿Comprendes? Y no tendrás que caminar sobre la hierba. Será mi hierba. Abriré un conducto y colocaré un ariete. Conseguí uno de ocasión, bastante bueno por diez dólares, y bombeará más agua de la que necesitamos. Y verás cómo crece la alfalfa hasta que la boca se te haga agua. Necesito otros caballos para que den vueltas por aquí. Ocupas demasiado a Hazel y Hattie como para que yo pueda aprovecharlas. Y cuando comiences a despachar las hortalizas no podré usarlas para nada. Creo que con la alfalfa podré comprarme otro caballo.
—Pero por un tiempo tuvo que olvidarse de la alfalfa y de su deseo de otras empresas. En primer término aparecieron dificultades. Los cientos de dólares que tenía cuando llegaron al valle de Sonoma, y lo que había ganado después con las comisiones en la venta de caballos, todo se había esfumado en las mejoras y para vivir. La renta de dieciséis dólares que se obtenía por el alquiler de los caballos en Lawndale era empleada para el pago de los jornales. Y no podía comprar el caballo de silla que necesitaba para adquirir equinos. Pero eso también fue salvado utilizando la cabeza y matando dos pájaros de un solo tiro. Comenzó a amansar potros para engancharlos a vehículos, y de esa manera pudo llegar hasta los sitios donde buscaba caballos.
En ese sentido todo marchaba bien. Pero una nueva administración de San Francisco suspendió el adoquinado de calles en tren de economías, lo que significaba la paralización del trabajo en la cantera de Lawndale, que era una de las fuentes de abastecimiento de piedra para los afirmados. Entonces los seis caballos volverían a su poder y también tendría que darles de comer. ¿Cómo les pagaría entonces a la señora Paul, Gow Yum y Chan Chi?
—Me parece que mordemos más de lo que podemos masticar —le dijo a Saxon.
Esa tarde demoró algo para volver a la casa, pero cuando lo hizo traía una expresión radiante. Saxon también estaba contenta.
—Todo marcha muy bien —le dijo ella saliendo del corral donde Billy estaba desatando un potrillo nervioso pero cansado— hablé con los tres. Se dan perfecta cuenta de la situación, y están conformes en dejar de percibir sus jornales durante un tiempo. Dentro de una semana comenzaré el trabajo de despachar las hortalizas con Hazel y Hattie. Entonces afluirá el dinero de los hoteles y los libros no me parecerán tan pesados. Y una cosa, Billy, que nunca te hubieras imaginado. El viejo Gow Yum tiene cuenta en el banco. Se me acercó un poco después, creo que lo estuvo pensando, y me ofreció un préstamo de cuatrocientos dólares. ¿Qué te parece?
Que no me sentiré orgulloso si recibo dinero prestado de un chino. Si fuera un hombre blanco quizás lo aceptaría. Bueno, ¿a qué no imaginas dónde he estado desde que te dejé esta mañana? Estuve tan ocupado que no tuve tiempo de probar bocado.
—¿Usando la cabeza? —rió Saxon.
—Puedes decir eso, si quieres —él también rió—. Estuve gastando dinero como si fuera agua.
—Pero no lo tenías contigo —se sorprendió ella.
—Te comunico que cuento con crédito en este valle —respondió Billy—. Y es casi seguro que esta tarde conseguí algo interesante.
—¿Un caballo de silla?
Billy estalló en una carcajada y asustó al potrillo, que trató de salir del corral y dio con el hocico contra la puerta.
—Realmente, es necesario adivinarlo —insistió cuando el caballo volvió a tranquilizarse.
—¿Dos caballos de silla, entonces?
—Oh, no tienes imaginación… Te lo diré. ¿Conoces a Thiercroft? Le compré en sesenta dólares la carreta grande que tenía. Le compré una carreta al herrero de Kenwood…, una que no es muy buena pero que servirá, por cuarenta y cinco dólares. Y compré la carreta de Ping…, que es una maravilla…, por sesenta y cinco dólares. La hubiera conseguido por cincuenta si no se hubiese dado cuenta que me hacía mucha falta.
—¿Pero, y el dinero? —le preguntó Saxon con desfallecimiento—. Si no te quedan ni cien dólares …
—¿No te dije que tengo crédito? Bueno, así es no más. Les garanticé las carretas, y hoy no gasté ni un centavo en efectivo salvo para las comunicaciones a larga distancia. Después, compré tres juegos de arneses de segunda mano…, a veinte dólares cada juego. Se los compré al hombre que llevaba las cargas para la cantera. Ya no los necesita y también le alquilé cuatro carros, y cuatro caballos grandes, a medio dólar diario por cada carro, lo que hacen un monto de seis dólares diarios que tengo que pagar. Los tres juegos de arneses son para mis caballos. A ver…, déjame calcular…, alquilé dos corrales en Glen Ellen y pedí cincuenta toneladas de heno, y un carro de salvado y de cebada del depósito de Kenwood…, y también debo dar de comer a los catorce animales, herrarlos y todo lo demás. Sí, y también tomé a siete hombres, que conducirán los carros en lugar mío, a dos dólares por día cada uno… Uff… ¿qué he hecho?
—No —dijo Saxon con gravedad luego de pellizcarle, tomarle el pulso y poner la mano en su frente—, no hay síntomas de fiebre. Y tampoco bebiste. Vamos…, dime de qué se trata, sea lo que sea.
—¿No estás satisfecha?
—No, quiero saber más, quiero saberlo todo.
—Muy bien. Pero antes quiero que sepas que no tengo que envidiarle nada al patrón de Oakland, para el que trabajé antes. Y realmente soy un hombre de negocios, por si te lo pregunta alguien que maneje un carro de verduras. Bueno, ahora te lo contaré, pero aún no comprendo cómo los hombres de Glen Ellen no me colgaron por eso. Creo que estaban dormidos, porque antes nadie había caído en una cosa semejante en la ciudad. Escucha atentamente: ¿sabes de esa fábrica de ladrillos de fantasía que se está terminando de instalar, y que producirá ladrillos refractarios al fuego, de esos que se colocan en las paredes? Bueno, estaba inquieto por los seis caballos que me devolvían, que no me producirían nada y que me dejaban en la miseria. Tenía que conseguir trabajo para ellos en alguna parte, y entonces me acordé de la fábrica de ladrillos. Rumbeé el pingo hacia allí y conversé con el químico japonés que se encarga de los experimentos. Allí estaban los capataces disponiéndolo para que todo esté listo cuando comiencen a trabajar. Observé el terreno. Habían abierto un pozo de barro, con la misma greda blanca en el interior que hemos visto sacar más allá de los ciento cuarenta acres, en el lugar de los tres rincones. Se trata de un camino cuesta abajo de cerca de una milla, que dos caballos pueden salvar con facilidad. En realidad, la parte más difícil del trabajo será la carga de las carretas vacías, sobre el mismo pozo. Después até el potrillo y comencé a hacer cálculos. El japonés me dijo que el gerente y otros dos personajes muy importantes llegarían en el tren de la mañana. No le dije nada a nadie pero me agregué a la comisión que iba a recibirlos, y cuando apareció el tren, estreché la mano del burgomaestre; aquél era de un tipo que debiste conocer alguna vez en Oakland, un boxeador lento de tercera clase, que se llamaba…, a ver…, «el Gran Billy» creo que le decían en los medios deportivos, y que ahora se le conoce como Guillermo Roberts. Bueno, les extendí la mano muy satisfecho y fui con ellos hasta la fábrica de ladrillos, y por lo que conversaban comprendí de qué manera se hacían las cosas. Cuando llegó la oportunidad les hice la proposición. Me sentía asustado ante la perspectiva de que yo estuviera arreglando el asunto del transporte de carros. Pero comprendí que no se trataba de eso cuando me pidieron mis números. Los sabía de memoria y uno de los grandes escopeteros que había allí los apuntó en una libreta.
—El trabajo comenzará en seguida —me dijo mirándome fijamente—, ¿qué clase de elementos tiene usted, señor Roberts?
—Sólo tengo a Hazel y Hattie, pero son demasiado pequeñas para un trabajo tan pesado, pero de inmediato puedo enganchar catorce caballos a siete carros —les dije—, y si quieren más todavía se los conseguiré.
—Dénos un plazo de quince minutos para considerarlos, señor Roberts —dijo él.
—Bueno —le respondí creciendo en importancia—, pero antes déjeme decirle un par de cosas. Quiero un contrato por dos años: todo depende de eso. Sino no podrá hacerse nada.
—¿Y por qué en esas condiciones? —me dijo.
—Por la descarga. Estamos sobre el terreno y se lo puedo demostrar.
Y así fue como lo demostré. Les dije lo que perdería si ellos persistían en su plan, y que la dificultad estaba en la pendiente del terreno que había que bajar y subir para luego salir de allí.
—Lo que tiene que hacer —les dije— es levantar el depósito ciento cincuenta pies más alto, hacer el camino alrededor del pie de la colina y colocar un puente de setenta u ochenta pies.
—Y esa manera de hablar, Saxon, les causó efecto porque era clara. Sólo pensaban en ladrillos y yo en el transporte. Esperé durante una media hora mientras lo pensaban, de la misma manera que aguardé angustiado a que tú me dieras el sí cuando me declaré. Y me puse a revisar los cálculos, pensando lo que podría rebajar si fuese necesario. Les había dado los precios comunes de la ciudad y estaba dispuesto a rebajarlos. Entonces regresaron.
—Los precios deben ser más bajos en el campo —dijo el hombre que parecía el más importante de ellos.
—No, señor —le respondí—. Éste es un valle donde se cultiva uva. No se recoge mucho heno y forraje para los animales del lugar. Hay que traerlo del valle de San Joaquín. En San Francisco podría comprarlos más baratos si pudiera marchar hasta allí para cargarlos.
—Eso les sorprendió mucho. Era cierto y lo entendieron. Pero si hubieran preguntado por los salarios de los conductores y por el precio de los herrajes, me hubiera derrumbado, porque no hay unión de trabajadores del campo ni de herradores, y el alquiler es bajo y todas esas cosas son bastante baratas. Esta tarde, por ejemplo; tuve que regatear bastante con el herrero que está frente a la casilla de correos para conseguir una rebaja de veinticinco centavos para herrar cada caballo. Pero no se preocuparon por preguntarlo, ya que sólo pensaban en los ladrillos.
Billy palpó el bolsillo interior del saco, extrajo unos papeles que tenían todo el aspecto de ser legales y se los entregó a Saxon.
—Aquí está el contrato de todo lo que se convino —dijo—, con precios y descuentos por multas. Vi al señor Hale en el pueblo y se lo enseñé. Me dijo que estaba bien. Entonces me sentí contento. Estuve en el pueblo, fui a Kenwood, Lawndale y a todas partes, vi a todo el mundo y observé todas las cosas. Los caballos de las canteras terminan su trabajo esta semana, el viernes precisamente. Comenzaré a trabajar con todo el equipo el miércoles que viene, y transportaré leña para los edificios y todo lo demás. Y cuando tengan lista la greda también la trasportaré. Pero aún falta lo mejor. No podía tener comunicación directa con Kenwood y Lawndale, y mientras esperaba revisé los números. No podrás imaginar qué había sucedido. Cometí un error sumando en alguna parte, y había pedido el diez por ciento más de lo que deseaba. ¡Eso es como encontrar dinero en la calle! Y si ahora quieres tener un par de hombres más para trabajar en las hortalizas, no tienes más que pedirlo, aunque sé que nos vamos a ver apretados en los dos meses próximos. Acepta el préstamo del chino, dile que le pagarás el ocho por ciento de interés y que sólo lo necesitaremos por dos o tres meses.
Cuando Billy la dejó a Saxon, que la había abrazado muy fuertemente, comenzó a pasear al potrillo para tranquilizarlo. De pronto se detuvo tan bruscamente que su espalda chocó con el hocico del animal y hubo algo vivaz en lo que siguió. Saxon aguardó, sabiendo casi con absoluta certeza que algo nuevo se le había ocurrido al marido.
—Dime —le dijo Billy— ¿entiendes algo de cuentas de banco y de cheques?