Fueron despertados por los ladridos de Possum que, indignado, le reprochaba a tres ardillas que no quisieron descender del lugar donde estaban, con el evidente fin de darles muerte. Las ardillas parloteaban tranquilamente en su misterioso e incomprensible idioma, cosa que exasperó más a Possum, que a toda costa quería saltar al árbol. Billy y Saxon rieron ante la ira del perro.
—Si éste será nuestro lugar, la muerte no existirá para las tres ardillas —dijo el marido.
Saxon le apretó la mano, como diciéndole que estaba de acuerdo, y se sentó. Desde la orilla del arroyo llegaba el canto de una alondra.
—No nos queda nada por desear —dijo ella suspirando dichosamente.
—Sí, salvo los hechos —la corrigió Billy.
Después de un desayuno apresurado comenzaron a explorar el lugar, recorrieron sus límites irregulares y lo cruzaron en diversas direcciones, desde el cerco de durmientes hasta el arroyuelo y viceversa. En el extremo del prado, sobre la margen del agua encontraron siete manantiales.
—Aquí tienes el abastecimiento de agua —le dijo Billy—. Deseca el prado, trabaja el suelo, y por medio de fertilizantes y de riego se podrán obtener recolecciones durante todo el año. Debe haber unos cinco acres, y no los cambiaría por los de la señora Mortimer.
Sobre la margen encontraron el antiguo plantío, donde llegaron a contar hasta veintisiete árboles descuidados pero de amplios troncos.
—Detrás de la casa, sobre lo alto de la estribación, podríamos cultivar fresas —Saxon se detuvo para considerar otra idea que había acudido a su mente—. Si la señora Mortimer viniera para darnos consejos… ¿Crees que lo haría, Billy?
—Creo que sí. Desde San José sólo hay cuatro horas de viaje. Pero antes debemos asentarnos aquí, y luego podrías escribirle.
El arroyo Sonoma limitaba en una extensión bastante considerable con la pequeña granja por dos de sus costados de los cercos desgastados, y el cuarto límite era el Wild Water.
—¡Tendríamos por vecinos a ese hombre y esa mujer tan encantadores! —exclamó Saxon—. Wild Water sería el límite entre ellos y nosotros.
—Pero esto todavía no es nuestro —dijo él—. Vamos a visitarlos. Creo que algo podrán decirnos acerca de todo esto.
—Es tan bueno como puede serlo —respondió ella—. Lo más difícil fue encontrarlo. Y quien quiera que sea su propietario parece que no se preocupa mucho por su inmueble. Da la impresión que no hace mucho tiempo que vive por aquí. ¿Estás contento?
—Absolutamente —respondió con franqueza el marido—. El único inconveniente es que no se encuentra bastante alejado.
Hubo decepción en el rostro de Saxon, y por un momento renunció a ese sueño.
—Lo compraremos…, ya está resuelto —dijo—. Pero más allá del prado hay poco pasto y demasiados árboles…, apenas para un par de caballos y una vaca. Pero eso no me preocupa. No podemos tenerlo todo, y así como está es muy bueno.
—Lo llamaremos «el comienzo» —le dijo ella consolándole—. Luego podremos ampliarlo…, quizás con el campo que corre ascendiendo sobre Wild Water y que se extiende hasta los árboles que vimos ayer…
—Allí donde hice pastar a los animales —agregó Billy con un relampagueo en sus ojos—. ¿Por qué no? Muchas cosas se han convertido en realidad desde que comenzamos a andar por los caminos. Tal vez eso también se convierta en una realidad.
—Nos esforzaremos en conseguirlo, Billy.
—Sí, trabajaremos como el mismo diablo —e hizo una mueca.
Atravesaron el portón rústico y avanzaron por un camino que estaba bordeado de árboles silvestres. No había ningún indicio de vida hasta que bruscamente se encontraron frente a la casa, que estaba oculta en la arboleda. Era octogonal y de proporciones tan ajustadas que sus dos pisos no daban la impresión de ser muy altos. En ese lugar la casa estaba bien ubicada. Podía suponerse que había surgido del suelo, de la misma manera que los árboles. No había ningún terreno recortado. Las malezas crecían hasta llegar a la misma puerta. El porche, bajo la entrada principal, sólo se elevaba un escalón por encima del suelo. Sobre la cornisa del porche leyeron en letras curiosamente labradas «Trillium Covert».
—Suban directamente, buena gente —les gritó una voz desde arriba, como respuesta ante el golpe que Saxon había dado. Retrocedieron un poco y miraron hacia arriba. Una señora pequeña les sonreía desde el descansillo de una terraza alta. Vestida de entrecana, con ropas rosadas, Saxon volvió a encontrarla muy semejante a una flor.
—Empujen simplemente la puerta del frente y encontrarán el camino —dijo la dueña de casa.
Saxon inició la marcha seguida de su esposo. Llegaron hasta una habitación llena de luz y con muchas ventanas, donde había un gran tronco que se quemaba en el interior de una estufa de piedra sin labrar. Sobre la piedra había un enorme cacharro mejicano lleno de ramillas y flores otoñales, veteadas pero sin pulir. El aire parecía embalsamado por el olor a madera limpia. En un rincón de la estancia, un poco más lejos, se veía un órgano de nogal. Todos los rincones eran amplios y daban al ambiente una configuración octogonal. En otro sitio había muchas repisas con libros. A través de la ventana, y por encima de un diván bajo, se veía un tranquilo paisaje otoñal con árboles y hierbas amarillentas, caminitos con el césped pisoteado que conducían a los distintos lugares dentro de la finca. Por una encantadora escalera interior se ascendía hasta el piso alto. Allí los recibió la pequeña dueña de casa y los condujo hasta un lugar, que Saxon adivinó en el acto que se trataba de la habitación de la señora. Los dos lados octogonales de la casa, que convergían en ese aposento amplio, estaban llenos de ventanas. Desde el techo hasta el suelo había repisas con libros. Los libros pululaban por todos lados, sobre la mesa, en el diván, encima del escritorio. Desde el marco de una ventana abierta un florero con ramitas de plantas otoñales embalsamaba la habitación con un aroma suave. La mujer se sentó en una pequeña silla esmaltada de un color rojo guinda, como ésas que hacen las delicias de los chicos, y comenzó a balancearse en el asiento.
—Es una casa rara —dijo riendo con expresión juvenil la señora Hale—. Pero nos gusta de esta manera. Edmund la hizo él mismo…, hasta en el lugar donde tuvo que utilizar plomo, y en verdad pasamos momentos terribles antes de lograrlo todo.
—¿Y esa madera dura de los pisos inferiores?, ¿y la estufa? —le preguntó Billy.
—Todo, todo —dijo ella con orgullo—. Y también la mitad de los muebles, y el escritorio de cedro, y la mesa, todo lo hizo con sus propias manos.
—Son manos gentiles —dijo impulsivamente Saxon.
La señora Hale la miró rápidamente. El rostro estaba encendido de gratitud.
—Son las manos más gentiles que conocí en mi vida —respondió suavemente—. Y usted es encantadora por haberlo observado sólo con pasar por aquí.
—No pude dejar de hacerlo —dijo la visitante con sencillez.
Su mirada se dirigió más allá de la señora Hale, atraída por la pared que se parecía a los panales de miel salpicados con abejas doradas. En las paredes había unos pocos cuadros.
—Todos son de personas —dijo Saxon recordando las bellas telas que había en la casa de Mark Hall.
—Las ventanas son los marcos de mi paisaje —dijo la dueña de casa señalando hacia afuera—. Aquí adentro sólo deseo tener los rostros de las personas que estimo, y a las que no siempre puedo tener cerca de mí. Algunos son terribles corsarios.
—Oh —dijo Saxon de pie, delante de una fotografía—. ¿Usted conoce a Clara Hastings?
—Creo que debería conocerla. Lo hice todo por ella, menos tenerla en mi regazo. Llegó hasta mí cuando era una criatura. Su madre era mi hermana. ¿Sabe que usted se le parece mucho? Ayer se lo dije a Edmund, quien ya lo había observado. Por eso no es sorprendente que su corazón se alegrara al verla conducir el carromato y los hermosos caballos.
De manera que la señora Hale era tía de Clara…, gente de raza antigua que había cruzado las llanuras. Y ahora Saxon sabía por qué le recordaba tanto a su madre.
Durante la conversación que sostuvieron ambos, Billy parecía bastante alejado, mientras observaba el minucioso trabajo en la madera de cedro. Saxon le contó el encuentro con los Hastings en el yate, durante el viaje hacia Oregón. La señora Hale dijo que habían partido nuevamente despachando sus caballos desde Vancouver, y luego tomaron el ferrocarril Canadian Pacific, en camino a Inglaterra. La señora Hale había conocido los poemas de la madre de Saxon, y le dio a conocer no sólo la «Historia en Recortes» sino también una antología muy seria que contenía poemas que Saxon desconocía en absoluto. La dueña de casa le dijo que se trataba de un dulce canto, y muchos de los poemas habían sido recitados en la época de oro pero ahora estaban olvidados. Por aquel entonces no se conocían las grandes revistas y los poemas languidecían dentro de las páginas de los periódicos lugareños.
La conversación se deslizaba ahora acerca de cómo Jack Hastings se había enamorado de Clara. Y después, cuando visitó Trillium Covert, se enamoró del valle de Sonoma y compró una magnífica propiedad campesina, aunque poco sabía de esa vida, ya que frecuentemente deambulaba de un lado para otro por todo el mundo. La señora Hale le contó de su propia travesía de las llanuras cuando todavía era muy pequeña, alrededor del año cincuenta, y que conocía, de la misma manera que la señora Mortimer, todo lo referente a la lucha en Little Meadow y a la masacre del convoy de carretas, del cual el padre de Billy fue el único sobreviviente.
—Y de esta manera sucede —dijo Saxon después de una hora de conversación— que hemos estado tres años entregados a la búsqueda del valle de la luna, y ahora por fin lo hemos encontrado.
—¿El Valle de la Luna? —le preguntó la señora Hale—. Entonces ustedes conocían esto desde el primer momento. ¿Y por qué tardaron tanto en llegar?
—No, no sabíamos nada. Emprendimos su búsqueda a ciegas, simplemente. Mark Hall decía que se trataba de una peregrinación y siempre nos hacía bromas, y agregaba que deberíamos llevar grandes postes, ya que florecerían cuando llegásemos al lugar, y entonces nos sería fácil reconocerlo. Se reía de todas las cosas que esperábamos encontrar en nuestro valle, y una noche me llevó hasta su telescopio para que mirara la luna, donde hallaría un lugar tan estupendo. Se refería al brillo que tenía la luna, pero adoptamos ese nombre y seguimos buscándolo.
—Qué coincidencia —exclamó la señora Hale—, porque éste es el Valle de la Luna.
—Lo sabía —dijo Saxon con tranquilidad y confianza—. Tiene todo lo que queremos.
—Oh, usted no me entiende, querida. Éste es el Valle de la Luna. Se llama el Valle de Sonoma, y Sonoma es una palabra india que quiere decir valle de la luna. Así lo llamaron los indios, mucho tiempo antes de que los primeros hombres blancos llegaran hasta aquí. Los que aman el lugar todavía lo nombran de esta manera.
Entonces Saxon recordó las misteriosas alusiones que Jack Hastings y su esposa le habían hecho respecto de eso, y la conversación siguió en el mismo tono hasta que Billy se sintió inquieto. Tosió de una manera significativa e interrumpió la charla.
—Necesitamos informaciones de la propiedad que está del otro lado del arroyo, queremos saber quién es el propietario, si la venden, dónde encontrarle y todas esas cosas.
La señora Hale ya estaba de pie.
—Vamos al encuentro de Edmund —dijo tomando a Saxon de la mano y abriendo la marcha.
—Oh —dijo Billy—, creía que Saxon era pequeña, pero haría dos como usted.
—Y usted es alto —sonrió la pequeña mujer—, pero Edmund es más alto y de espaldas más anchas.
Cruzaron el vestíbulo brillantemente iluminado y encontraron al encantador dueño de casa reclinado sobre un sillón hamaca y leyendo. Junto a él había una silla pequeña esmaltada en rojo. Recostado con la cabeza sobre las rodillas, mirando en dirección al fuego encendido, se hallaba un gato muy grande que tenía franjas grandes en la piel. De la misma manera que su amo miro a los recién llegados. Saxon experimento nuevamente la agradable sensación de su rostro, ojos y manos, a los que había mirado sin querer. Quedo impresionada otra vez por la delicadeza de las manos. Eran manos para el amor, de una especie de hombre que ni en sueños había imaginado que existiera.
Ninguno de aquel alegre grupo de Carmel se le parecía. Aquéllos eran artistas, éste era un filosofo, un estudioso. Tenía la benevolencia de la sabiduría en vez de la pasión y rebelión alocada de la juventud. Aquellas manos habían conocido todas las amarguras de la vida, pero solo habían extraído de entre aquéllas las dulzuras de la existencia. Apreciaba mucho a esa gente, pero temblaba al pensar que cuando llegaran a la edad que tenía ese hombre se convertirían en carmelitanos…, especialmente el crítico teatral y el hombre de hierro.
—¡Aquí están las buenas criaturas, Edmund! —dijo la señora Hale—. ¿Sabes qué quieren? Comprar el campo de Madroño. Lo han buscado durante tres años. Olvidé de decirles que nosotros buscamos durante diez años antes de encontrar el Trillium Covert. Cuéntales todo. Tal vez el señor Naismith sigue dispuesto a vender.
Se sentaron en sillas sólidas, sencillas, mientras que la señora lo hizo en el pequeño asiento esmaltado de rojo, junto al gran sillón que ocupaba Edmund. Mientras Saxon escuchaba la conversación se fijaba con atención en la sobria habitación llena de libros. Comprendía ahora de qué manera una simple estructura de madera y de piedra podía trasmitir el espíritu de quien la había concebido y construido. Esas manos delicadas lo habían hecho todo…, hasta los muebles, sospechaba, y sus ojos vagaban desde la mesa de trabajo hasta el lugar de lectura, cerca de la cama, en la habitación contigua, donde había una lámpara de pantalla verde, libros y revistas, apilados y ordenados.
Él les dijo que la cuestión del campo del Madroño sería bastante fácil porque Niasmith vendería. Había deseado vender desde hacía cinco años, cuando comenzó a dedicarse al embotellamiento de agua mineral en los manantiales, en la parte baja del valle. Era algo bueno que él fuese el dueño, porque el resto de las tierras pertenecían a un francés, que fue de los primeros en establecerse allí y que no se desprendería ni de un pie de terreno. Era un campesino que sentía un gran amor por la tierra, sentimiento que se había transformado en una enfermedad, casi una obsesión. Era un avaro de la tierra. No tenía capacidad para los negocios, era viejo y estaba lleno de prejuicios, y a pesar de toda su tierra era muy pobre, no sabiendo si primero le llegaría la muerte o la bancarrota.
Ahora bien, en cuanto al campo del Madroño era de propiedad de Naismith, que pedía cincuenta dólares por acre. Harían en total unos mil dólares, porque tenía una extensión de veinte acres. Si seguían los métodos antiguos la inversión en el trabajo agrícola no sería compensatoria. Pero desde el punto de vista comercial sería conveniente porque el lugar se hallaba a punto de ser descubierto y no se encontraría mejor sitio para una residencia de verano. Y por el clima y la belleza valía mil veces el precio anterior. Y también sabía que el dueño haría la venta a plazos casi por la totalidad de su valor. Edmund les aconsejaba que lo arrendaran por dos años con una opción a comprarlo, y lo que obtuvieran del trabajo del suelo podrían destinarlo a la adquisición del mismo, si es que deseaban hacerlo. También Naismith había llegado a un acuerdo semejante con un suizo que pagaba un alquiler mensual de diez dólares. Pero la mujer del mismo había fallecido y entonces se había marchado.
Edmund adivino inmediatamente el sacrificio que comportaría para Billy, aunque no se dio perfecta cuenta de la naturaleza del mismo, pero todo se aclaro gracias a varias preguntas: Billy tenía el deseo del pioneer que necesita mucho espacio, terreno ganado a las colinas y ciento sesenta acres con la extensión más reducida que era posible concebir.
—Pero no necesitan tanta tierra, querido amigo —dijo con suavidad el dueño de casa—. Creo que comprende lo que es el cultivo intensivo. ¿Pero sabe algo de la cría intensiva de caballos?
Billy agachó la cabeza ante la novedad de la idea. Lo pensó pero no encontró ninguna similitud entre ambos procesos. En sus ojos apareció el descreimiento.
—¡Debería demostrármelo! —le dijo.
El hombre más viejo sonrió con amabilidad.
—Analicemos un poco. En primer lugar usted no necesita esos veinte acres, salvo por su belleza. En el prado hay cinco acres. No necesita más que dos para ganarse la vida cultivando hortalizas. Y en realidad, trabajando ambos hasta que anochece no podrían cultivar muy bien ni esos dos acres. Le quedan tres acres, pues. En los manantiales tiene abundante agua para ellos. No tiene que contentarse con una cosecha por año como los otros agricultores de este valle. Trabájelos durante todo el año como si se tratase del huerto del fondo de su casa, intensivamente, con cultivos que alimentarán a los caballos, irrigando, fertilizando el suelo y efectuando la rotación de las siembras. Esos tres acres mantendrán muchos caballos si los comparamos con grandes extensiones de tierra que no se cultivan, descuidadas, que tienen los pastos echados a perder. Vuelva a pensarlo y le prestaré libros sobre la materia. No sé cuán abundantes serán sus recolecciones ni tampoco lo que come un caballo, pero eso es cosa suya. Pero estoy seguro de que con un peón que tomara para ayudar a su mujer en la huerta de las hortalizas contará con todo lo que necesita, en el instante que sea dueño de los caballos. Entonces sí que será el momento de conseguir más tierra, de tener más caballos, de ser más rico, si es que para usted ésa es la felicidad.
Billy comprendió. Exclamó entusiasmado:
—¡Usted sí que es granjero!
Edmund sonrió y miró en dirección a su esposa.
—Dale tu opinión sobre este asunto, Anita.
Mientras hablaba los ojos le guiñaban.
—Nunca se dedicó a la tierra pero sabe —agitó la mano señalando las paredes recubiertas con libros—. Es un estudioso, y de los buenos. Estudia todas las cosas que se han hecho bajo el sol, las cosas de los hombres buenos. Su placer está en los libros y en las tallas de madera.
—Pero no te olvides de Dulcie —protestó amablemente el hombre.
—Sí, y también en Dulcie —rió Anita—. Dulcie es la vaca que tenemos. Uno de los más grandes problemas que se ha planteado Hastings, es saber quién ama más a quién: Edmund a la vaca, o Dulcie a Edmund. Cuando se va a San Francisco, el animal se siente desdichado. Y lo mismo le pasa a Edmund, y tanto que regresa precipitadamente. Oh, Dulcie me dio muchos disgustos, celos. Pero debo confesar que Edmund la comprende como nadie.
—Es que es algo que siento por experiencia —dijo Edmund—. Soy muy entendido en vacas Jersey. Véame si necesita consejo sobre el particular.
Se levantó y se dirigió hacia las repisas de libros. Era magníficamente alto. Se detuvo con un libro en las manos para responder a una pregunta de Saxon. No, allí no había mosquitos, salvo en el verano, cuando soplaba el viento del sur durante diez días seguidos, cosa que por otra parte era desusada, y entonces sí que llegaban algunos pocos mosquitos desde la bahía de San Pablo. En cuanto a la niebla era algo natural del valle. En el lugar donde se hallaban, protegidos por la montaña Sonoma, las nieblas casi siempre eran altas. Avanzaban unas cuantas millas desde el océano pero eran desviadas por la Montaña Sonoma, rechazadas hacia lo alto, hacia el aire. Además, Trillium Covert y el campo del Madroño felizmente estaban unidos por un estrecho cinturón termal, de manera que durante las mañanas heladas del invierno la temperatura era en unos grados más alta que en el resto del valle. En realidad, las heladas eran muy raras allí, lo que se probaba por el éxito en el cultivo de naranjos y limoneros.
Edmund siguió seleccionando títulos hasta extraer un buen número de libros. Abrió uno que estaba encima de todos: «Tres acres y la libertad», de Bolton Hall, y les leyó algo acerca de un hombre que recorría anualmente seiscientas cincuenta millas y cultivaba veinte acres a la antigua, lo que le producía tres mil bushels[54] de malas patatas. Y después leyó algo de otro hombre, un granjero de la nueva generación, que sólo cultivaba cinco acres y recorría doscientas millas por año y producía tres mil bushels de patatas tempranas, escogidas, que vendía a un precio unas cuantas veces superior al que percibía el granjero anterior.
Saxon tomó los libros y, mientras los colocaba en los brazos de Billy, fue leyendo los títulos: «Frutas de California», de Wickson; «Hortalizas de California», también de Wickson; «Fertilizantes», de Brooks; «Aves de corral», de Watson; «Irrigación y desecamiento», de Kropotkin’s; «Campos, fábricas y talleres», y el Boletín de Productos del Granjero N.º 22, que estaba dedicado a «La alimentación de los animales de granja».
—Cuando quiera más libros venga por aquí —le dijo Edmund—. Tengo cientos de libros sobre agricultura, y además todas las publicaciones oficiales sobre esos temas… Y tiene que conocer a Dulcie cuando tenga un momento libre —agregó ya desde la puerta, levantando la voz para ser escuchado.