XVII

Siguieron avanzando a lo largo de la costa en dirección al sur, cazando, pescando y comprando caballos, que Billy despachaba en los vapores costeros. Continuaron la marcha atravesando los condados de Del Norte y de Humboldt, y avanzaron en los de Mendocino y Sonoma, que eran más extensos que algunos estados del este del país, y vieron los árboles gigantes, pescaron en innumerables corrientes de agua llenas de truchas y cruzaron muchos valles fértiles. Y Saxon siempre buscaba el valle de la luna. A veces todo parecía perfecto pero faltaba el ferrocarril, o sino la manzanilla o el madroño, o el inconveniente estaba en la presencia de la niebla.

—De vez en cuando nos hará falta un «cocktail» de sol —le dijo a Billy.

—Sí —le respondió éste—, el exceso de niebla nos haría mal. Lo que queremos se halla escondido, en el medio de todo esto, y deberemos retroceder desde la costa para encontrarlo.

Eso ocurrió durante el otoño, cuando volvieron la espalda al Pacífico viniendo desde el antiguo Fuerte Ross, penetrando en el valle del río Russian, más hacia abajo de Ukiah, yendo en camino a Cazadero y Guerneville. Billy se demoro en Santa Rosa ante la necesidad de despachar varios caballos, y por eso recién hacia el atardecer tomaron en dirección al sur y al este, rumbo al valle de Sonoma.

—Creo que llegaremos al valle de Sonoma cuando sea precisamente el tiempo de acampar —dijo Billy echando una mirada al sol—. Este lugar se llama valle de Bennett. Ahora cruzamos un límite, y detrás se encuentra Glen Ellen. Por si alguien llega a preguntarte, este vale es bastante extenso. Y por allí cerca hay una montaña más o menos grande.

—Esa montaña está muy bien —dijo Saxon—, pero todas las otras colinas parecen desnudas, y tampoco veo ningún árbol que sea grande. Es necesario un suelo rico para producir grandes árboles.

—No quiero decir que éste sea el valle de la luna. Pero así mismo ésta es una montaña verdadera. Mira los árboles que se ven. Apostaría algo que allí hay ciervos.

—Me pregunto donde pasaremos el invierno —dijo Saxon.

—Estaba pensando lo mismo. Podríamos hacerlo en Carmel. Mark Hall ya está de regreso allí, de la misma manera que Jim Hazard. ¿Qué te parece?

Saxon afirmo en silencio.

—Pero esta vez tú no serás el hombre de los oficios raros.

—No. Durante los días hermosos podríamos hacer viajes para comprar caballos —dijo Billy con el rostro radiante de satisfacción—. Y si ese poeta andariego que vive en la casa de mármol se encuentra por allí, seguramente cambiaré guantes con él para resarcirme de las piernas que me hizo doblar en aquellas largas caminatas.

—¡Oh, Billy, mira! —exclamo ella.

En un recodo del camino se encontraron con un hombre que iba en un sulky arrastrado por un pesado padrillo. El animal era un magnífico alazán que tiraba a castaño, con cola y crines de color crema. La cola casi barría el suelo, mientras que las crines eran tan espesas que sobresalían por encima de los arneses y caían hacia abajo largas y agitadas. El animal pareció oler la presencia de las yeguas y se detuvo bruscamente sacudiendo la cabeza, haciendo flotar las crines al viento. Después inclino el hocico impaciente y lo restregó contra una rodilla, y entre sus hermosas orejas puntiagudas se podía ver la curva poderosa y casi increíble del cuello. Sacudió la cabeza nuevamente y se agito ante el tironeo del conductor, que lo mantenía de lado para permitir el paso del otro vehículo. Pudieron ver el color azulado y pleno de reflejos de los ojos del animal. Parecía excitado, fuera de sí. Billy hizo con las riendas un lento movimiento y dio una vuelta amplia. Levanto una mano para hacer una señal, y el conductor del padrillo detuvo su marcha cuando ya le habían dejado atrás, y desde sus respectivos lugares conversaron sobre caballos de tiro.

Billy supo entre otras cosas que el padrillo se llamaba Barbarossa, que era propiedad de su conductor y que vivía en Santa Rosa.

—Desde aquí hay dos caminos para llegar hasta el valle de Sonoma —le dijo ese hombre—. Cuando llegue al cruce, el que toma a la izquierda lo llevará a Glen Ellen, y hacia el lado de Pico Bennett… el que está allí.

Sobre los rastrojos del campo ondulante se alineaban altas colinas, pero éstas y las montañas aparecían desnudas, aunque eran hermosas por el color pardo que tenían, gracias al sol de California.

—La vuelta que hay hacia la derecha también les llevará a Glen Ellen, pero es un trayecto más largo y de ascenso más difícil. Pero me parece que sus yeguas no se fastidiarán por cosas como ésas.

—¿Pero cuál es el camino más lindo? —le preguntó Saxon.

—No hay duda que el camino de la derecha —respondió el hombre—. Allí está la montaña Sonoma, y el camino serpentea y asciende cruzando frente a la gruta de Cooper.

Billy no partió en seguida de despedirse de aquel hombre, y junto con Saxon se quedaron mirando a Barbarossa que saltaba agitado mientras se dirigía hacia Santa Rosa.

—Me gustaría estar allí arriba durante la primavera próxima —dijo Billy.

Cuando llegaron al cruce de los caminos, Billy vaciló y la miró a Saxon.

—¿Y qué dificultad hay en que sea el más largo? —dijo—. Mira qué lindo es…, está completamente cubierto de árboles verdes. Son árboles de madera roja de los desfiladeros. El valle de la luna tal vez se encuentra en algún lugar, en esa dirección: eso nunca puede saberse con seguridad. No importaría que perdiéramos media hora, pero aquello sí.

Tomaron por la derecha y cruzaron un camino que ascendía al pie de las colinas. Cuando se aproximaban a la montaña comenzaron a aparecer indicios de mayor abundancia de agua Corrían junto a una corriente de agua, y aunque las enredaderas parecían resecas por el calor del verano, las casas de los granjeros, situadas en las hondonadas y a nivel del suelo, estaban rodeadas de espléndidas arboledas.

—Tal vez sea cómico, pero la montaña comienza a gustarme —dijo ella—. Me resulta tan agradable que casi me párete que la conozco de antes.

Al cruzar un puente, y después de dar una vuelta muy difícil, de pronto se encontraron envueltos en un frescor misterioso, en una bruma. Alrededor se elevaban árboles de madera roja. El suelo parecía una alfombra rosada de hojas otoñales. Ocasionales reflejos de sol penetraban entre las sombras profundas y daban calor a la gruta sombría. Había caminitos llenos de seducción que llevaban a través del bosque a rincones encantadores, que estaban formados por círculos de árboles de madera roja que crecían sobre el mismo polvo de sus antepasados…, y que testificaban las dimensiones titánicas de aquéllos por la amplitud del círculo donde se levantaban.

Atravesando la gruta llegaron a un paso divisorio, que era una estribación de la montaña Sonoma. El camino recorría pasos altos y ondulados y hondonadas pequeñas y gargantas de montaña, y todas estaban densamente pobladas de árboles y humedecidas por las aguas. En ciertas partes el suelo casi era fangoso por el agua que llegaba de los manantiales cercanos.

—La montaña es como una esponja —dijo Billy—. Ésta es la cola del verano seco, y el suelo está abriendo sus goteras en todas partes.

—Sé con seguridad que nunca estuve antes aquí —dijo Saxon en voz alta—. ¡Pero sin embargo me es tan familiar! Me parece que he soñado con esto… ¡Y aquí hay toda una plantación de madroños! ¡Y manzanilla!, ¡me parece que estuviera volviendo al hogar…, como si fuese cierto que éste es nuestro valle!

—¿Aplastado contra la ladera de una montaña? —le preguntó él con una risita escéptica.

—No, no quiero decir nada semejante, sino que está en el camino de nuestro valle, y porque el camino o los caminos que conducen a él deben ser hermosos. Y éste, antes lo he visto, parece de ensueño.

—Es magnífico —dijo Billy con mucha simpatía en la voz—. No cambiaría una milla cuadrada de aquí por todo el valle del Sacramento junto con las islas y buena parte del río Middle. Y si no me equivoco allí arriba hay ciervos, y donde hay corrientes de agua se encuentran truchas…

Pasaron delante de una casa de campo grande, cómoda, rodeada de corrales aislados y de cobertizos para vacas, luego caminaron debajo de arcadas formadas por las ramas de los árboles y llegaron a un campo abierto que al instante encantó a Saxon. Allí el suelo tenía forma cóncava y hacia el otro lado se elevaba, en dirección a la montaña, que era su límite más lejano rodeado de una línea ininterrumpida de árboles. El suelo brillaba como si fuese oro sin pulir al acercarse la puesta del sol, y casi en el centro del campo se levantaba un árbol de madera roja que tenía la copa quemada por los calores y que daba la impresión de ser un nido de águilas. Por detrás, los árboles envolvían a la montaña en un verde muy tupido y casi llegaban hasta lo alto. Y al seguir avanzando, en un momento determinado Saxon echó una mirada hacia lo que llamaba «su» campo, y vio la cima verdadera del Sonoma que se elevaba por detrás, mientras que las montañas que se alzaban en el mismo terreno sólo parecían simples estribaciones del macizo grande.

Enfrente, hacia la derecha, a través de los espinazos de las montañas, que estaban separados por desfiladeros profundos y verdes, y que más tarde se ensanchaban hasta aparecer cubiertos de plantíos y árboles y de viñedos, vieron por primera vez el valle de Sonoma y las montañas desiertas que lo enmarcaban hacia el este. A la izquierda lo avistaron en medio de una dorada extensión de cerros bajos y de valles. Hacia el norte había otra parte del valle, y más allá aún el muro opuesto…, una cadena de montañas altas que escondían su cráter rojo contra un cielo rosado, de un color muy tierno. Desde el norte hasta el sureste el marco de la montaña se curvaba debajo del brillo del sol. Saxon y Billy lo contemplaban en medio de la sombra desfalleciente de la tarde. Miró a Saxon y se dio cuenta que ella estaba extasiada, transportada, y entonces detuvo la marcha de los animales. Hacia el este el cielo entero estaba encendido con tintes rosáceos que descendían sobre las montañas y le daban tonalidades vivas, de rubí. El valle de Sonoma comenzaba a desbordar un color púrpura que caía prodigiosamente a los pies de la montaña, que se elevaba, los inundaba y ahogaba en la intensidad del mismo color. Saxon hizo una señal silenciosa para indicar que el color se debía a la sombra de la Montaña Sonoma durante la puesta de sol. Billy inclinó la cabeza y asintió, azuzó las yeguas y comenzó el descenso en medio de un crepúsculo cálido y lleno de colorido.

En las partes elevadas del camino tuvieron frío, recibiendo la brisa deliciosa del Pacífico que llegaba desde cincuenta millas de distancia. En cada hondonada y ondulación del terreno sentían los leves hálitos otoñales, y olían las hierbas quemadas por el sol, las hojas caídas y las flores agostadas.

Llegaron al borde del desfiladero que parecía que se internaba en el corazón de la Montaña Sonoma. Sin decirse palabra detuvieron el vehículo y se quedaron contemplando el espectáculo que tenían delante de sus ojos. El desfiladero era de una belleza incomparable, agreste. En el sitio más alejado de la entrada había estribaciones densamente cubiertas de árboles de pino y de roble. Y entre aquéllas, como un afluente del desfiladero principal rodeado a su vez de árboles de madera roja, partía otra garganta. Billy señaló en dirección del campo ondulado que se veía al pie de las estribaciones.

—Es en campos así que tengo que dejar pastar a mis yeguas —dijo.

Descendieron por el desfiladero, junto a una corriente de agua que canturreaba entre arces y pinos. El fuego de la puesta de sol se refractaba en las nubes que se deslizaban en el cielo otoñal, y bañaba al desfiladero en un color carmesí, achaparrando los modroños y la manzanilla. El aire estaba embalsamado con el laurel. Plantas trepadoras y silvestres formaban puentes sobre la corriente de agua, entre árbol y árbol. Diversas clases de robles estaban como ocultos por los entrelazamientos de las enredaderas: Helechos lujuriantes adornaban el borde dé la corriente. Desde algún lugar llegó el lamento triste de un ave. Casi a cincuenta pies por encima de ellos una ardilla se arrojó sobre el camino…, como un relámpago gris entre dos árboles, pero pudieron seguirla en su fuga gracias al lugar donde se encontraban.

—Tengo un secreto —dijo Billy.

—Primero déjame decirlo a mí —le rogó Saxon.

La miraba atentamente mientras Saxon, transportada, observaba a su alrededor.

—Hemos descubierto nuestro valle —dijo ella—. Es esto ¿no es verdad?

Billy inclinó la cabeza asintiendo pero no dijo nada al ver que un muchacho pequeño aparecía conduciendo a una vaca por el camino. Llevaba una enorme escopeta de caza en una de las manos y en la otra un conejo, también bastante grande para la edad del chico.

—¿Cuánto hay de aquí a Glen Ellen? —le preguntó Billy.

—Una milla y media —le respondió.

—¿Y qué arroyo es éste? —le preguntó Saxon.

—Wild Water. Desemboca en el arroyo Sonoma, que está media milla más abajo.

—¿Hay truchas? —dijo Billy.

—Sí, si saben cómo pescarlas —dijo el muchacho haciendo una mueca.

—¿Y hay ciervos en la montaña, arriba?

—La temporada todavía no comenzó —respondió el niño evasivamente.

—Sospecho que tú nunca mataste un ciervo —le dijo Billy con el propósito de conseguir que fuera más locuaz. Fue recompensado de una manera muy curiosa.

—Aquí le traigo unas astas para mostrárselas.

—Los ciervos muertos pierden sus astas con facilidad —dijo Billy bromeando—. Cualquiera puede encontrar eso.

—Pero también me llevé la carne del mío, y aún no está seca…

El muchacho estaba azorado, como si temiese caer en una trampa.

—Está muy bien, hijo —rió Billy mientras avanzaba—. No soy un guardián de caza, compro caballos.

Encontraron más ardillas que siempre se largaban desde lo alto, y también madroños rubicundos y robles majestuosos, y círculos encantadores de árboles de madera roja junto a las aguas cantarinas, cerca del camino, pasaron frente a un portón. Cerca de éste había un buzón rural que tenía la inscripción: «Edmund Hale». De pie, debajo de un arco rústico, inclinados sobre el portón, un hombre y una mujer componían un cuadro tan impresionante y hermoso que Saxon sintió que la respiración se le cortaba. Estaban uno junto al otro. La mano delicada de ella descansaba sobre la del hombre, como si fuera a impartir la bendición. Su rostro, al menos, daba esa impresión. Él tenía una actitud altamente meditativa, y sus grandes ojos grises parecían llenos de benevolencia debajo de los cabellos abundantes y encanecidos, que relucían como si tuviesen la consistencia y el brillo del vidrio. El hombre era simpático y alto, y la mujer pequeña se hallaba impecablemente vestida. Tenía la piel oscura y azafranada de una mujer blanca, y sus ojos sonrientes eran de un azul muy puro. Parecía una flor envuelta en telas ligeras de color verde. Su cara pequeña era vivaz, irresistible, y Saxon recordó inmediatamente la cabeza de un petirrojo.

Tal vez ellos mismos, Saxon y Billy, ofrecían una hermosa imagen acercándose en medio del color dorado de la tarde que terminaba. Cada pareja sólo tenía ojos para la otra. La pequeña mujer sonrió con placer. La cara del hombre la imitó como al conjuro de la bendición que parecía que se estaba impartiendo allí. Y Saxon, de la misma manera que en el campo, o arriba, en la montaña, tuvo la sensación de que los conocía desde siempre, que sabía que siempre los había querido.

—¿Cómo están ustedes? —dijo Billy.

—Benditas criaturas —dijo el hombre—. No sé si se dan cuenta cuán encantadores parecen sentados así.

No se dijeron nada más, eso fue todo. El carromato ya había avanzado crujiendo sobre el camino tapizado por las hojas caídas de los arces, de los robles y de los alisos. Más tarde se acercaron al lugar donde ambos arroyos se unían.

—¡Qué hermoso sitio para un hogar! —exclamó Saxon señalando más allá de Wild Water—. Mira allí, en esa margen, sobre el prado.

—La tierra es rica, Saxon, y el lugar también es rico. Mira los grandes árboles. Y es casi seguro que existen manantiales.

—Vamos hacia allí —dijo Saxon.

Dejaron el camino principal y cruzaron el arroyo de Wild Water por un estrecho puente, y siguieron a lo largo de un camino antiguo y descuidado que se extendía junto a un cerco igualmente desgastado por el tiempo, fabricado con durmientes de madera roja, californiana. Llegaron al portón, lo abrieron y avanzaron por ese lugar hasta salir de allí.

—Es esto, estoy segura… —dijo Saxon convencida—. Sigue adelante, Billy.

Entre los árboles apareció una casita campesina, enjalbegada, con los vidrios rotos.

—Parece como si hablase de tus madroños…

Billy señaló uno que parecía el padre de todos los madroños. Tenía seis pies de diámetro en la base del tronco enorme y recio que se elevaba frente a la casita.

Mientras caminaban alrededor de la casa hablaban en voz baja debajo de los grandes robles. Se detuvieron delante del pequeño corral. No desengancharon los animales, sino que los ataron y comenzaron a explorar. El suelo ondulado estaba densamente cubierto con robles desde la margen hasta el prado. Mientras caminaban entre los arbustos asustaron a una veintena de codornices que levantaron vuelo.

—¿Y qué hay de la caza? —le preguntó Saxon.

Billy hizo una mueca y se inclinó para examinar un manantial de agua clara y burbujeante que formaba una corriente sobre el prado. El terreno parecía quemado y agrietado por el sol.

Saxon se sintió decepcionada, pero Billy hizo sonar los dedos sin emitir ningún juicio definitivo.

—El suelo es rico —dijo—. Es la crema del suelo, que ha sido, lavado por las lluvias, por el agua de las colinas-desde hace diez mil años. Pero …

Miró a su alrededor observando la topografía del prado. Avanzó hacia los árboles de madera roja que se hallaban por detrás y en seguida regresó.

—Tal como está no es bueno —dijo—, pero será mejor si se lo trabaja. Es necesario un poco de sentido común y bastante desecamiento: Este prado es una cuenca creada por la naturaleza que aún no ha sido nivelada. Tiene una pendiente pronunciada que cruza los árboles hasta el arroyo. Ven y te lo mostraré.

Pasaron entre árboles de madera roja y llegaron al arroyo Sonoma. No se escuchaba ningún canturreo. Las aguas fluían hacia un estanque tranquilo. Los sauces caían blandamente hacia uno de los costados y acariciaban el remanso. Enfrente se veía una orilla elevada. Billy midió con la mirada la altura de la margen y la profundidad de las aguas con la rama seca de un árbol.

—Quince pies —dijo—. Esto permite nadar desde la orilla. Hay cerca de cien yardas ida y vuelta.

Continuaron caminando al pie del estanque natural, que se vaciaba en un zanjón después de surcar un lecho rocoso, y terminaba estancándose en otra pileta natural. Mientras miraban, una trucha saltó sobre el agua y cayó nuevamente dibujando un amplio círculo sobre la superficie de las aguas mansas.

—Sospecho que nos pasaremos el invierno en Caimel —dijo Billy—. Este lugar ha sido especialmente creado para nosotros. Mañana temprano averiguaré a quién le pertenece.

Mientras daba de comer a los animales, media hora después, le llamó la atención a Saxon el silbato de una locomotora que distinguió perfectamente.

—Y ahí tienes tu ferrocarril. Ese tren está entrando en Glen Ellen, sólo a una milla de aquí.

Saxon estaba dormitando debajo de las frazadas cuando Billy la sacó de su adormecimiento.

—¿Y si el dueño de esto no quiere venderlo?

—No tengo la menor duda en ese sentido —respondió Saxon con un tono muy firme—. Éste es nuestro lugar. Tengo una certeza absoluta.