Possum estaba sentado junto a Saxon, y ésta guiaba el carromato al entrar en la localidad de Roseburg. Las bestias avanzaban lentamente. Detrás del vehículo estaban atados dos pesados animales de trabajo. Más atrás iban sueltos media docena de equinos, y detrás de todos Billy cabalgaba en otro caballo. El joven despachó a todos los animales desde Roseburg hacia los establos de West Oakland.
Fue en la calle de Umpqua donde escuchó la parábola del gorrión blanco. El granjero que se la contó era un hombre de edad avanzada, próspero. Su granja era un modelo de orden y de trabajo sistemáticos. Billy averiguó después entre los vecinos que se le consideraba poseedor de una fortuna de alrededor de doscientos cincuenta mil dólares.
—¿Usted oyó alguna vez la historia del granjero y del gorrión blanco? —le pregunto a Billy durante el almuerzo.
—No, nunca escuché hablar de ningún gorrión blanco.
—Son muy raros —dijo el granjero—. Pero la historia es ésta: una vez había un granjero al que las cosas no le marchaban de una manera muy brillante. Simplemente, sucedía que las cosas no andaban bien, y entonces fue que oyó hablar del maravilloso gorrión blanco. Parece que el gorrión sólo llega con las primeras horas del día, cuando el amanecer irrumpe en el cielo, y acarrea inmensos parabienes al granjero afortunado que logra atraparlo. A la mañana siguiente nuestro granjero estaba de pie muy temprano, aún antes de que amaneciese, para buscar al pájaro. Lo había buscado durante meses y meses y nunca pudo verlo —en ese instante sus invitados menearon la cabeza—. No, nunca pudo encontrarlo, pero descubrió que en su granja había muchas cosas que necesitaba, y que subsanaba antes de tomar el desayuno, y antes de que se diese cuenta se encontró en plena prosperidad y no pasó mucho tiempo y ya había pagado la hipoteca y había abierto una cuenta en el banco.
Cuando esa tarde se marcharon, Billy pareció sumergido dentro de una ensoñación muy profunda.
—¡Oh, creo que he acertado perfectamente con la cosa! —dijo finalmente—, y sin embargo no estoy satisfecho. Por cierto que no se trata de un gorrión blanco, pero al levantarse temprano y atender a las cosas consiguió remediar su anterior negligencia y de esa manera corrigió muchas cosas y le fue muy bien. Y, sin embargo, Saxon, si eso sólo es lo que significa la vida del granjero, francamente no tengo el menor interés en encontrar el valle de la luna. La vida no es un trabajo duro, andar de un lado a otro desde que amanece hasta que oscurece… Eso se podría hacer en la ciudad y, entonces, ¿cuál es la diferencia? El único tiempo que le quedaría a uno sería para dormir, y cuando uno duerme no se divierte sino que está muerto. Hasta podría quedarse muerto, liquidado por trabajar de esa manera. Antes preferiría viajar por los caminos, cazar ciervos y pescar truchas de vez en cuando, estar echado de espaldas a la sombra de un árbol, reír y pasar el rato contigo y nadar… Soy un trabajador voluntarioso, pero existe una diferencia entre el trabajo decente y romperse la cabeza trabajando.
Saxon estaba completamente de acuerdo. De pronto se sumergía en aquellos años de fatiga y los comparaba con la gozosa existencia que llevaba vagando por los caminos.
—No queremos ser ricos —dijo la joven—. Deja que cacen sus gorriones blancos en las islas del Sacramento y en los valles bien irrigados. Nosotros, en vez, nos levantaremos temprano en el valle de la luna, pero sólo con el canto de los pájaros, y cantaremos junto con ellos. Y si a veces trabajaremos duro y parejo sólo será para tener después algún tiempo de esparcimiento. Y cuando tú vayas a nadar iré contigo. Y nos divertiremos tanto que sentiremos alegría de trabajar nuevamente para conseguir un nuevo descanso.
—Me estoy quedando más seco que el plomo —dijo Billy enjugándose el sudor que corría por su frente expuesta al sol—. ¿Qué te parece si nos dirigimos a la costa?
Se encaminaron hacia el oeste, descendieron por gargantas montañosas en medio del ambiente más primitivo y dejaron atrás las alturas de los valles interiores. El camino era tan peligroso que, en un trayecto de siete millas, se encontraron con diez automóviles destrozados. Billy no urgía el paso de los animales, y poco después acamparon ante una corriente de agua bastante revuelta, donde pudo pescar dos truchas al mismo tiempo. Ahí fue donde Saxon apresó su primera trucha gigante. Estaba acostumbrada a recoger piezas de nueve a diez pulgadas, pero cuando pescó esa presa el tironeo que sintió en el carril la hizo gritar llena de sorpresa. Billy se le acercó en seguida y la aconsejó mientras maniobraba. Pocos minutos después, con las mejillas acaloradas y los ojos brillantes de emoción, con mucho cuidado extrajo el pez del agua y lo colocó sobre la arena seca. Dejó el aparato de pesca mientras aquél se revolvía y saltaba, hasta que pudo atraparlo.
—Dieciséis pulgadas —dijo Billy mientras ella lo levantaba orgullosa—. Eh…, ¿qué vas a hacer?
—Limpiarle la arena —respondió Saxon.
—Sería mejor que lo echaras en la canasta —le dijo Billy mientras apretaba los labios muy seriamente.
Saxon se detuvo al borde del agua y sumergió al pescado. El ejemplar se agitó; ella tuvo un movimiento convulsivo y el pez desapareció.
—¡Oh! —exclamó despechada.
—Quien encuentra algo debe saber conservarlo —murmuró Billy.
—No me importa —le respondió—, de cualquier manera es más grande que todos los que pescaste.
—No niego que seas una maravilla pescando —bromeó Billy—. ¿Acaso no me has pescado a mí?
—Oh, no sé tanto como eso —respondió Saxon—. Quizá fue algo semejante a lo que le ocurrió al hombre que fue arrestado por pescar truchas durante la temporada prohibida. Alegó defensa propia.
Billy se quedó pensando pero no terminaba de entender.
—La trucha atacó al hombre —dijo ella explicativa.
Billy hizo una mueca y quince minutos después agregaba:
—Me presentaste un caso muy difícil, ciertamente.
* * *
El cielo se nubló, y mientras avanzaban a lo largo de la margen del río Coquille, la niebla los envolvió repentinamente.
—Uff —dijo Billy con alivio—. ¿Acaso esto no es grande? Ya me siento empapado, convertido en una esponja. Nunca aprecié tanto la niebla.
Saxon extendió los brazos como para recoger la humedad que había alrededor suyo, realizando movimientos como si se estuviera bañando debajo de la bruma gris.
—Nunca creí que me cansaría del sol —dijo ella—. Pero en las últimas semanas nos tocó más de lo que correspondía.
—Y siempre sucedió lo mismo desde que llegamos al valle del Sacramento —afirmó Billy—. Mucho sol no es bueno. Al fin lo he comprendido. El sol se parece a un licor. ¿Te diste cuenta lo bien que uno se siente cuando sale el sol después de una semana de mal tiempo? Bueno, el sol, de esa manera, hace el efecto de un buen whisky, y le hace sentirse bien a uno. Es algo semejante a echar un trago de «cocktail» de sol. Pero supongamos que te estiras sobre la arena un buen par de horas. De esa manera no te sentirás bien. Te moverás tan lentamente que tardarías mucho en vestirte y llegarás hasta tu casa completamente deshecha, sin ninguna vitalidad, arrastrando los pies. ¿Y a qué se debe eso? Al agarrotamiento. Los oídos te zumbarán a causa del sol, como si se tratara de un exceso de whisky, y tarde o temprano tendrías que pagarlo. Así son las cosas. Por eso la niebla es lo mejor que podemos tener.
—Entonces hemos estado embriagados durante meses —dijo Saxon—, y ahora tenemos que morigerarnos[53].
—Sí, así es, Saxon, y en este clima puedo hacer en un día el trabajo de dos… Mira las yeguas…, parecería que tienen necesidad de correr, y que me cuelguen si no es así.
En vano Saxon trataba de descubrir sus amados árboles californianos de madera roja en medio de la floresta. Les habían dicho que los encontrarían en la misma California, al atravesar la localidad de Bandom.
—Entonces estamos demasiado hacia el norte —dijo la mujer—, y debemos marchar al sur para encontrar nuestro valle de la luna.
Y se encaminaron al sur, a lo largo de caminos que cada vez eran peores, y atravesaron el condado que se dedicaba a la producción lechera de Langleis y los bosques de pinos de Port Oxford, donde Saxon recogió ágatas maravillosas sobre la playa, mientras que Billy encontró un pez enorme. El ferrocarril aún no había penetrado en esa región primitiva, y la ruta hacia el sur se hacía más desierta. En Gold Beach encontraron a un viejo amigo, al río Rogue, y lo cruzaron en ferry-boat llegando hasta el Pacífico. La zona donde arribaron era aún más desierta y el camino más terrible, y escaseaban mucho más las granjas y los claros entre árboles.
Allí no había asiáticos ni europeos. La escasa población estaba compuesta por los primeros colonizadores y sus descendientes. Más de un hombre o mujer ancianos que hablaron con Saxon pudieron recordar aquellas travesías de las planicies en carretas arrastradas por bueyes lentos. Habían llegado hasta el Pacífico hasta que el mar los detuvo, y entonces se abrieron paso entre los claros de bosques y levantaron sus viviendas rústicas en esos lugares. Habían alcanzado el extremo Oeste en su peregrinación. Las antiguas costumbres habían cambiado poco. No existía ferrocarril por esos sitios, y el automóvil tampoco se había aventurado a través de aquellos caminos arriesgados. Entre esa gente y los valles populosos e interiores se encontraba la selva de Costa Range…, que Billy había escuchado decir que era un verdadero paraíso para la caza, aunque el mismo camino que cruzaba le parecía que era bueno para aquella actividad. ¿Acaso no había detenido a los animales en medio del camino, le había entregado las riendas a Saxon y había cazado ocho piezas con la escopeta sin abandonar el pescante del vehículo?
Al sur de Gold Beach, mientras ascendían por un angosto sendero en medio de la selva virgen, oyeron hacia lo alto el tañido de campanillas. Cien yardas más adelante Billy encontró un lugar bastante amplio como para acampar. Esperaron en ese sitio, mientras las alegres campanillas descendían desde la montaña y se aproximaban con rapidez. Escucharon el ruido de los frenos, el golpeteo suave de los cascos de caballos sobre la tierra y, en determinado momento, el fuerte grito del conductor y la risa de una mujer.
—Debe ser un buen conductor —dijo Billy—. Me descubro ante cualquiera que se aventure a apresurar la marcha en un camino como éste… Escucha… Debe tener buenos frenos… ¡Recórcholis!, ¡y también debe tener buenos elásticos por el modo como salta!
En ese sitio el camino zigzagueaba hacia lo alto, y a través de un claro entre los árboles vieron cuatro caballos alazanes que trotaban velozmente, las ruedas volanderas de un coche con equipajes que estaba pintado de color marrón.
En el recodo del camino reaparecieron los primeros caballos al describir una curva amplia, y los rayos de las ruedas y el pescante de dos asientos relucieron debajo del sol. Luego todo se hizo más nítido al marchar hacia abajo y al atravesar un puente de tablones. En el asiento delantero había un hombre y una mujer y, en el trasero, un japonés que iba apretado entre cajas de ropas, aparatos de pesca, escopetas, monturas y una caja con una máquina de escribir, mientras que alrededor y por encima del mismo se destacaba claramente un montón fabuloso de astas de ciervo y de alce.
—¡Son el señor y la señora Hastings! —exclamó Saxon.
—¡Hola! —gritó Hastings mientras frenaba y detenía el vehículo hasta colocarse junto al camino. Se saludaron efusivamente, y también con el japonés, a quien habían conocido a bordo del «Roamer».
—¿Esto es distinto a las islas del Sacramento, eh? —le dijo Hastings a Saxon—. En estas montañas sólo hay viejos yanquis. Y no han cambiado nada. Como dijera el joven John Fox: se trata de antecesores pero al mismo tiempo contemporáneos. Nuestros antepasados eran exactamente como ellos.
Los esposos Hastings les contaron el largo viaje que habían efectuado. Hacía dos meses que deambulaban de un lado a otro y se proponían continuar hacia el norte, atravesando Oregón y el Estado de Washington y llegar a la frontera canadiense.
—Allí despacharemos los caballos y regresaremos a casa en tren —terminó de decir Hastings.
—Pero por la manera cómo usted conduce debería estar mucho más adelantado —le dijo Billy.
—Es que nos detenemos en todas partes —le respondió la señora Hastings.
—Y también fuimos a las reservas de Hoopa —añadió él—, y viajamos en canoa por el Trinity y el Klamath hasta llegar al océano. Y recién terminamos de pasar dos semanas en la selva verdadera del condado de Curry. Deben ir allí —les aconsejó—. Esta misma noche llegarían a Mountain Ranch. Y podrían partir desde aquí mismo. No hay caminos, sin embargo. Tendrían que cargar a los animales, pero, en vez, abunda la caza. Maté cinco fieras y dos osos, sin contar los ciervos. También hay pequeñas manadas de alces…, pero no pude matar uno solo. Las astas que ustedes ven nos las regalaron viejos cazadores del lugar. Ya les contaré acerca de todo esto.
Y mientras los hombres hablaban, Saxon y la señora Hastings no permanecieron ociosas.
—¿Todavía no han encontrado su valle de la luna? —les preguntó la esposa del escritor cuando se despedían.
Saxon negó con la cabeza.
—Pero si van bastante lejos lo encontrarán. Pero antes deben cerciorarse de que se encaminan hacia el valle de Sonoma, hacia nuestro campo. Si por ese entonces no lo han descubierto, veremos qué se puede hacer.
* * *
Tres semanas después, llevando una colección de fieras y de osos mucho mayor que la que había cazado Hastings, Billy se alejó del condado de Curry y cruzó la línea fronteriza penetrando en California. Inmediatamente, Saxon se encontró delante de altos árboles de madera roja. Se trataba de ejemplares inverosímiles. Billy detuvo el vehículo y comenzó a dar zancadas alrededor de uno de ellos.
—Tiene cerca de cuarenta y cinco pies —dijo—. Y éste tiene quince de diámetro, y todos parecen iguales, aunque éste es más alto…, pero no…, allí hay uno que es enano. Sólo tendrá unos nueve pies. Y hay algunos que poseen una altura de cientos de pies.
—Prométeme, Billy, que cuando muera me sepultarás en una plantación de árboles californianos de madera roja —le dijo Saxon.
—No permitiré que te mueras antes que yo —le respondió Billy—. Y ambos estableceremos en nuestros testamentos que deben sepultarnos de esa manera.