El carromato de pinotea[52], arrastrado por la yunta de yeguas castañas con colas y crines de color crema, se dirigía siempre hacia el norte atravesando una tierra rica y floreciente y rejuvenecida; y se detuvieron en las localidades de Willows, Red Bluff y Redding, cruzaron los condados de Colusa, Glenn, Tehama y Shasta. Billy sólo reunió tres caballos para ser despachados, aunque visitó muchas granjas donde Saxon conversaba con las mujeres mientras su esposo observaba los animales juntamente con los dueños de los campos. Y Saxon se convenció más aún que el valle que buscaban no se hallaba por esos lugares.
Cerca de Redding cruzaron el Sacramento en alambre carril, hicieron una travesía sofocante al pie de los cerros y de las tierras llanas. El calor se hacía cada vez más insoportable y los árboles y arbustos parecían quemados y muertos. Alcanzaron nuevamente el Sacramento en el lugar donde las grandes fundiciones de Kennet habían destruido toda la vegetación.
Ascendieron y salieron de esa población, completamente entregada a la fundición de metales, donde las casas pendían como nidos de las alturas, muy cerca de abismos insondables. El camino que llevó hacia arriba era amplio y bien proyectado, estaba escalonado durante muchas millas, y finalmente entraron al valle del Sacramento. El camino, que era de roca y de piedrecillas, llevaba más allá de los muros del desfiladero, y en algunas partes se hacía tan angosto que Billy llegó hasta temer el encuentro con otro vehículo que viniera en dirección contraria. A lo lejos y hacia abajo el río fluía sobre un fondo de piedrecillas de colores, o sino chocaba tumultuosamente contra los murallones, formaba cascadas en medio de su carrera loca.
En las partes más anchas del camino a veces Saxon guiaba el vehículo y Billy marchaba a pie para aligerar la carga. Saxon insistió también en andar, y cierta vez que él detuvo las yeguas fatigadas, ella se le acercó, les acarició las cabezas y murmuró frases amables. Entonces el placer que sentía Billy era demasiado grande para poder expresarlo con palabras, y lo único que hacía era contemplar los hermosos ejemplares, su magnífica muchacha acicalada, con su traje juvenil lleno de colorido y confeccionado en un cordero y oro oscuro, con falda corta. Pero cuando recibió en respuesta una mirada llena de dicha, como un súbito apaciguamiento de sus ojos grises y claros, Billy sintió que tenía que decir algo porque si no estallaría.
—¡Criatura! —exclamó.
Saxon también le respondió con el rostro radiante:
—¡Criatura!
Durante una noche acamparon en una profunda saliente del desfiladero, y allí cerca había una población que trabajaba para una fábrica de cajones. Un anciano desdentado que los contemplaba con ojos absortos les preguntó:
—¿Pertenecen a algún circo?
Pasaron por Castle Crags, que se hallaba poderosamente enclavado en una elevación de un color rojo encendido y que se elevaba hacia el cielo azul. Entonces vieron por primera vez al Monte Shasta, que era un pico nevado de un color rosado, algo así como una puesta de sol visto desde el interior, saliendo de los muros del desfiladero…, algo que estaba destinado a perdurar en sus recuerdos durante muchos días. La reaparición del Shasta, después de seguir con la ascensión, resultaba algo inesperado, y más aún a la distancia: ahora se ofrecía con dos picos, con una sábana glacial que era de una blancura casi embriagadora. Durante millas y millas siguieron ascendiendo, y siempre se encontraban con el Monte Shasta que constantemente exhibía formas y aspectos nuevos en sus nieves de verano.
—Parece un film que se desarrolla en el cielo —dijo Billy por fin.
—¡Oh…, es que todo es tan bello! —suspiró Saxon—. Pero por aquí tampoco está el valle de la luna.
Se encontraron con nubes de mariposas, y durante días viajaron en medio de inenarrables multitudes de maravillas que volaban y adornaban el suelo con un terciopelo oscuro y uniforme. Y el camino siempre parecía que se elevaba ante los resoplidos de las yeguas que tiraban del carromato, llenando el aire con algo que se parecía al murmullo de un vuelo silencioso, respirando la brisa formada como por nubes de un color amarillo, pardo suave, mientras los insectos alados se aglomeraban sobre los cercados y a veces hasta flotaban indefensos sobre las acequias de irrigación, a lo largo de los caminos. Hazel y Hattie pronto se acostumbraron a las mariposas, aunque Possum seguía mostrándose irascible con aquéllas.
—¿Cuándo se vio que mariposas vencieran a caballos? —dijo Billy bromeando—. Esto hace que su valor suba en cincuenta dólares.
Les dijeron que aguardaran hasta cruzar la línea del río Oregón y penetrar en el valle River, y allí encontrarían un paraíso de Dios: clima, ambiente y plantaciones de frutales que rendían el doscientos por ciento, y cada acre estaba avaluado en quinientos dólares.
—Eso es demasiado substancioso para nosotros —dijo Billy cuando los otros ya no podían escucharle.
Y Saxon dijo:
—No sé nada sobre el valle de la luna; pero sí que la recolección alcanza a un diez mil por ciento de dicha para un Billy, una Saxon, una Hazel, una Hattie y un Possum.
Atravesando el condado de Siskiyou y cruzando altas montañas llegaron hasta Ashland y Medford, y acamparon cerca del turbulento río Rogue.
—Esto es maravilloso y glorioso —dijo Saxon—, pero tampoco es el valle de la luna.
—No, es cierto, no es el valle de la luna —asintió Billy. Al anochecer pescó una gigantesca «cabeza de acero» en las aguas heladas del Rogue. Durante cuarenta minutos la pieza trató de luchar para escapar, y finalmente cayó sobre la ribera, y Billy le saltó encima con la presteza de un comanche y la sujetó de las braquias.
—El que busca encuentra —repitió Saxon cuando se encaminaban al norte, ya fuera del Grant Pass, avanzando en esa dirección por caminos montañosos y por los ricos valles de Oregón.
Un día, mientras acampaban ante el río Umpqua, Billy se encontraba desollando el primer ciervo que había cazado. Levantó la mirada hacia Saxon y dijo:
—Si no conociera California creo que Oregón me sentaría muy bien.
Y durante la noche, ya completamente satisfecho de carne de ciervo, reclinado sobre el codo, fumando un cigarrillo después de haber cenado, dijo:
—Tal vez no exista el valle de la luna. ¿Y si no existe, qué? Siempre seguiremos de esta manera. No puedo pedir nada mejor.
—Pero hay un valle de la luna —le respondió Saxon completamente segura—. Y lo encontraremos porque debemos hacerlo. No estaría bien si no sucediera nunca. Y allí no existirán las pequeñas Hazel o Hattie, ni los pequeños Billy …
—Ni las pequeñas Saxon —agregó él.
—Ni pequeños Possum —asintió ella con un movimiento de cabeza mientras extendía la mano para acariciar al perrito que clavaba sus colmillos en una costilla de ciervo. Tuvo la recompensa de un gruñido y el intento de un mordisco del que a duras penas se salvó.
—¡Possum! —gritó amonestándolo, y nuevamente extendió la mano.
—No lo hagas —le advirtió Billy—. Eso no se puede remediar y es probable que te muerda la próxima vez que lo intentes.
La actitud de Possum fue más amenazadora mientras guardaba celosamente el hueso con los ojos ardientes y enloquecidos.
—Es buen perro que se aferra a su hueso —le defendió Billy—. No sentiría interés por uno que no lo supiera hacer.
—Pero se trata de mi Possum —protestó Saxon—. Y me quiere, y además tiene que quererme más que a un hueso viejo. Y debería tenerme en cuenta. ¡Ven aquí, Possum, dame ese hueso!
Su mano se adelantó vacilando y el gruñido se elevó tanto que finalmente se convirtió en un mordisco.
—Es el instinto —repetía Billy—. Te quiere pero no puede remediarlo.
—Tiene derecho a salvar sus huesos de un extraño pero no de su madre —le respondió Saxon—. Conseguiré que me deje ese hueso.
—Los foxterriers tienen un temperamento un tanto subido, Saxon. Lo sacarás de sus casillas.
Pero tercamente Saxon insistía en sus propósitos. Recogió un trozo de leña.
—Bueno, señor, deme ese hueso.
Lo amenazó con el palo y entonces el gruñido del perro fue feroz. Comenzó a mordisquear otra vez y se apretaba contra el hueso. Saxon levantó el leño como si quisiera descargarlo y el perro bruscamente abandonó el hueso, y se echó de espaldas a sus pies con una elocuente expresión de sumisión y de solicitud en sus ojos.
—Dios mío —respiró Billy casi aterrorizado—. Fíjate en eso…, te muestra su plexo solar, lo más vital que tiene, como si te dijera: «Aquí estoy, aplástame, acaba de una vez con mi vida, te quiero y soy tu esclavo, pero no puedo dejar de defender mi hueso. Mátame pero no puedo remediarlo».
Parecía que Saxon se enternecía, al menos en sus ojos había lágrimas cuando se detuvo para alzar al animal en sus brazos. Possum estaba muy agitado, temblaba, tiritaba, se retorcía, mascullaba y se lamía la cara, como si todo fuese un ruego para que lo perdonaran.
—Corazón de oro con una rosa en la boca —canturreó Saxon mientras sepultaba su rostro en el suave montón de carne sensible—. Tu mamá está apenada. Aquí, aquí, pequeño amor. ¿Ves?, aquí tienes tu hueso, tómalo.
Lo colocó nuevamente sobre el suelo, pero ahora el animal vacilaba entre ella y el hueso, como si evidentemente la mirara para conseguir un seguro permiso, y sin embargo seguía temblando por la terrible lucha que se había entablado entre el deber y el deseo, que lo deshacían por dentro. Sólo cuando ella repitió que todo estaba muy bien e inclinó la cabeza consintiendo, el perro volvió a tomar el hueso. Y un poco después levantaba los ojos interrogantes y la miraba muy sorprendido. Saxon volvió a asentir sonriendo, y Possum, después de un suspiro de satisfacción, agachó la cabeza sobre la preciosa costilla de ciervo.
—Mercedes estaba en lo cierto cuando decía que los hombres luchan por los puestos de la misma manera que los perros por sus huesos —dijo lentamente Billy—. Es el instinto. Yo no podía hacer otra cosa que golpear con mi puño en la mandíbula de un «tiñoso», de la misma manera que Possum te quiere mordisquear cuando le arrebatas el hueso. No existe ninguna razón para explicarlo. Un hombre hace una cosa porque debe hacerlo. Y el hecho de que haga una cosa porque así es su deber, vale aunque exista o no alguna explicación. Recuerda que Hall tampoco pudo explicar por qué arrojó el bastoncillo entre las piernas de Timothy McManus durante la carrera. Todo lo que sé sobre el asunto es que si un hombre quiere hacer algo debe hacerlo. Nunca tuve ninguna razón valedera para golpear a ese inquilino que tuvimos, a ese Harmon. Era un buen tipo, correcto y derecho. Pero simplemente tuve que hacerlo porque mientras la huelga se venía abajo, dentro de mí crecía una amargura tan grande que no podía sufrirla. Nunca te dije nada, pero después que salí de la prisión le vi una vez…, cuando me estaba curando los brazos. Fui al depósito de locomotoras y esperé hasta que saliera y le pedí disculpas. ¿Y acaso sé por qué le di explicaciones? No, como tampoco ignoro por qué le golpeé… Tenía que hacerlo, simplemente.
Y de esa manera más real, concreta, fue que Billy aclaró la semejanza que había entre él y el animal. Estaba reclinado en su campamento improvisado junto al río Umpqua, mientras que Possum se inclinaba hambriento hincando sus colmillos sobre la costilla de ciervo.