Saxon y Billy se internaron en las aguas cruzando el Sacramento en un viejo «ferry-boat», muy cerca del Río Vista. Debajo del nivel de las aguas la tierra ancha y llana se extendía mucho más allá de lo que alcanzaba la vista. Los caminos llevaban hacia todas las direcciones, y entonces vieron numerosas granjas que nunca hubiesen podido imaginar cuando navegaban por el río solitario, muy cerca del bosque de sauces.
Pasaron tres semanas en las ricas islas agrícolas que amontonaban hojas y remiendos durante el día y la noche para poder mantenerse en su lugar. Era un suelo monótono de una invariable riqueza productiva, y que sólo tenía algo que lo distinguía: Monte Diablo, que se hallaba siempre visible dormitando en el azul del mediodía, acariciando con su mole rugosa el cielo lleno de sol, o sino destacándose como un ensueño en medio del amanecer plateado. Cruzaron la región a pie en todas direcciones y otras veces en lancha, llegaron hasta la zona pantanosa del río Middle, descendieron por el San Joaquín arribando a Antioch, subieron por las aguas lodosas del Georgiana hasta que llegaron a Walnut Grove, en el Sacramento. Era tierra extranjera. El suelo era trabajado por miles de personas, y a veces Billy y Saxon vagaban todo el día sin encontrar a un solo ser que hablara inglés. En algunos poblachos encontraron chinos, japoneses, italianos, portugueses, suizos, hindúes, coreanos, noruegos, daneses, franceses, armenios, eslavos, gente de casi todas las nacionalidades menos yanquis. En la parte más baja del Georgiana se encontraron con un yanqui que vivía ilícitamente pescando con trampas. Otro yanqui, que cuando hablaba de temas políticos echaba sapos y culebras por la boca, se dedicaba a criador viajero de abejas. En Walnut Grove, que era un lugar lleno de vida, los pocos yanquis que encontraron eran el encargado del depósito, el tabernero, el carnicero, el pontonero y el encargado del «ferry-boat», y sin embargo allí mismo había dos poblaciones muy laboriosas, una formada por chinos y otra por japoneses. La mayor parte de la tierra era de propiedad de naturales del país, que vivían lejos de allí y que lentamente la iban vendiendo a los extranjeros.
En la zona japonesa de la localidad se estaba desarrollando un tumulto o una fiesta —no podían saber con precisión de qué se trataba—, y Saxon y Billy se embarcaron en el «Apache» en dirección a Sacramento.
—Vamos a instalarnos en el extremo —dijo Billy—, y también pronto nos desalojarán de este lugar.
—En el valle de la luna no habrá ningún extremo —le dijo alegremente Saxon.
Pero Billy se mostraba inconsolable, amargado.
—Y entre esos malditos extranjeros no hay ni uno sólo que sepa manejar cuatro caballos como yo…, pero en vez pueden hacer producir eternamente a las granjas —agregó.
Y mientras Saxon observaba su rostro malhumorado, de pronto recordó una litografía que había visto durante su niñez. Era un indio de las llanuras, pintado, con plumas, que parecía abstraído, montado en su caballo, que contemplaba con una mirada llena de asombro el paso de un tren que corría sobre los rieles recién colocados en una vía férrea. Y entonces se preguntó si Billy y sus semejantes estarían condenados a quedar atrás ante esa nueva oleada de vida asombrosamente industriosa que desbordaba de Asia y de Europa.
En Sacramento se detuvieron durante dos semanas, y allí Billy condujo unas cuantas yuntas y_ ganó algún dinero que les sirvió para poder continuar adelante. La vida en Oakland y Carmel, sitios muy cercanos a las aguas saladas, les hacía imposible vivir en lugares situados tierra adentro. Sacramento les pareció demasiado caluroso y, atravesando una región pantanosa, tomaron el ferrocarril hacia el Oeste y llegaron a Davisville. Desde allí continuaron hacia el norte, hasta llegar al bonito Woodland, donde Billy condujo caballos para una plantación de frutales, consintiendo que Saxon trabajase unos, cuantos días en la recolección de frutas. Ella mantuvo en secreto lo que haría con lo que ganase, y Billy bromeó con ella durante un tiempo hasta que se olvidó del asunto. Tampoco Saxon le dijo nada de cierta hoja de papel azul que iba dentro de una carta dirigida a Bud Strothers.
Cuando comenzaron a sufrir el calor, Billy le dijo que extrañaba el clima que hacía necesarias las frazadas.
—Por aquí no hay árboles de madera roja —dijo Saxon—, tendremos que marchar por el oeste hacia la costa. Allí encontraremos el valle de la luna.
Desde Woodland se encaminaron hacia el oeste y el sur a lo largo de los caminos de condados, llegando hasta el paraíso de frutas de Vacaville. En ese lugar, Billy trabajó en la cosecha de la fruta, después condujo carros. Allí fue que Saxon recibió una carta junto con un pequeño paquete postal que le envió Bud Strothers. Cuando Billy, después del trabajo, llegó hasta el sitio que habían elegido para levantar el campamento, Saxon le invitó a que cerrase la boca y los ojos. Ella titubeó durante algunos segundos y después hizo algo sobre la camisa de algodón de Billy, a la altura del pecho. En cierto momento Billy sintió un pequeño dolor, como por algo producido con la punta de un alfiler, y protestó, pero ella le pidió que siguiera con los ojos cerrados.
—Cierra bien los ojos y dame un beso —le dijo ella—, y después te mostraré de qué se trata.
Saxon lo besó, y cuando Billy miró hacia abajo vio sobre su camisa las medallas de oro que había empeñado aquel día que fueron al cinematógrafo, cuando se les ocurrió encaminarse en busca de la tierra.
—¡Criatura bendita! —exclamó su esposo mientras la acercaba—. ¿De modo que en esto has tirado el dinero que ganaste con la recolección de la fruta? ¡Nunca lo hubiese imaginado! Ven…
Y Saxon, con agrado, recibió toda la presión de su fuerza mientras la levantaba y bajaba varias veces, pero como el café estaba hirviendo escapó para salvar el contenido del recipiente.
—Siempre me sentí un poco orgulloso por esto —dijo mientras liaba un cigarrillo, después de la cena—. Me hace retroceder a los días de la niñez, cuando trataba de ganar la cinta de aficionado. Puedes creer que era muy chico en aquellos días, pero aquello ya había sido olvidado. Oakland parecía que estuviese a mil años, a diez mil millas de nosotros.
—Entonces esto te refrescará la memoria —dijo Saxon sacando, la carta de Bud y leyéndola en voz alta.
Aquél daba por descontado que Billy conocía cómo había sido liquidada la huelga, y por eso no mencionaba los detalles sobre la vuelta al trabajo de la gente, pero mencionaba a los que estaban en la lista negra. Ante su asombro había sido aceptado y ahora manejaba los caballos de Billy. Pero la noticia que venía a continuación era aún más asombrosa. El viejo capataz de los establos de West Oakland había dejado de existir, y desde entonces los dos capataces que quedaron habían cometido disparate tras disparate. Y el caso era que, precisamente ese día, el patrón le había hablado a Bud lamentando el alejamiento de Billy. «No quiero que te equivoques —escribía Bud—, porque el patrón está en todos los rincones. Apostaría algo a que sabe de todos los “tiñosos” que golpeaste. Pero, aún así, me dijo: “Strothers, si usted no está autorizado para darme su dirección, escríbale que venga corriendo. Le daré ciento veinticinco por mes para que se haga cargo de los establos”».
Saxon aguardaba con una ansiedad muy reprimida cuando terminó de leer la carta. Billy se desperezó, apoyó la cabeza sobre su codo y despidió una bocanada de humo. Su camisa ordinaria de trabajo estaba inconcebiblemente adornada con el oro de las medallas que relucían frente al fuego, y como estaba entreabierta mostraba la piel suave y el pecho amplio y magnífico. Miró a su alrededor: allí estaba la frazada que colgaba de un árbol verde y, sobre el fuego, le esperaba la cafetera ennegrecida y llena. También se fijó en el hacha desgastada que estaba clavada en el tronco de un árbol, y por último levantó los ojos hacia Saxon envolviéndola en una expresión interrogante. Pero ella no le ofreció ninguna ayuda.
—Bueno —dijo después de un instante—, lo que debes hacer es escribirle a Bud Strothers y decirle que ya no estoy en la caja de sellos del patrón… Y mientras lo haces le enviaré el dinero para rescatar mi reloj. Tú harás la cuenta del interés que hay que pagar. El abrigo puede quedar allí hasta que se pudra.
Pero el clima caluroso de la zona interior no les sentaba bien. Perdían peso, huía de sus mentes y cuerpos esa capacidad de resistencia que tenían y, como decía Billy, «se les ajaba la seda».
Entonces cargaron con sus bultos y se dirigieron hacia el oeste, en dirección a las montañas solitarias. Cuando llegaron al valle de Barryessa las abrasadoras oleadas de calor les hacían doler los ojos y la cabeza. Por eso avanzaban durante las horas de la mañana, o sino cuando la tarde estaba muy avanzada. Siguieron aún más hacia el oeste, en dirección al hermoso valle Napa. El valle siguiente era el de Sonoma, donde Hastings les había invitado para visitar el campo. Y se hubieran dirigido hacia allí, si Billy no hubiese leído por casualidad en un periódico que el escritor había partido hacia Méjico para ocuparse de una revolución que recién había estallado en algún lugar del citado país.
—Bueno, los veremos más tarde —dijo Billy. Y regresaron hacia el noroeste y desfilaron ante los viñedos y los frutales del valle de Napa. Somos como el millonario aquel sobre quien acostumbraba a cantar Bert, y ahora es el momento en que debemos acercarnos al fuego. Cualquier dirección es tan buena como la otra, sólo que la del oeste es la mejor.
En tres oportunidades Billy rechazó trabajo en el valle de Napa. Después de pasar Santa Helena, Saxon saludó jubilosa a los inconfundibles árboles californianos de madera roja que se elevaban al pie de los desfiladeros estrechos, que se internaban hacia el lado occidental del valle. En Calistoga, punto terminal del ferrocarril, vieron diligencias arrastradas por seis caballos que se dirigían hacia Middletown y Lower Drake. Discutieron sobre la ruta que debían tomar. Ese camino llevaba hacia el condado de Lake y no hacia la costa, y entonces tomaron hacia el oeste, hacia el valle del río Russian y salieron por Healdsburg. Se detuvieron delante de los campos cultivados de lúpulo, situados sobre los suelos ricos del fondo de esa zona. Allí Billy se burló ante la posibilidad de recoger ese producto junto a hindúes, chinos y japoneses.
—No podría trabajar ni una hora con ellos sin que me saltara la cabeza —dijo—. Pero aparte de esa cuestión, el río Russian es bonito. Hagamos el campamento por aquí y vayamos a nadar.
De esa manera descansada hicieron el trayecto atravesando el valle fértil y amplio, pero tan a capricho que hasta olvidaron que era necesario trabajar mientras el valle de la luna fuera un sueño dorado, remoto, pero que seguramente algún día se materializaría. En Cloverdale, la suerte se acordó de Billy. La enfermedad y la casualidad se confabularon para que el servicio de diligencias se encontrara sin personal suficiente de conductores. Todos los días el ferrocarril vomitaba cierta cantidad de gente que se dirigía a las termas, y Billy, como si hubiese hecho ese trabajo toda su vida, tomó las riendas y conducía los vehículos a través de las montañas en el tiempo fijado por los horarios. Durante el segundo viaje, Saxon fue con él en el pescante. Al cabo de dos semanas regresó el conductor titular. Billy declinó aceptar un puesto en el establo, cobró lo que se le debía y continuaron en dirección al norte.
Saxon adoptó un cachorro foxterrier, y lo llamó Possum en homenaje al animal muerto del que le había hablado la señora Hastings. Era muy pequeño e inmediatamente se lastimó las patas, y entonces Saxon tuvo que cargarlo en brazos hasta que Billy lo colocó encima de todas las cosas que cargaba en el saco que llevaba a la espalda. Gruñía y se lamentaba de que Possum acabaría por destrozar su melena.
Se acercaron a los encantadores viñedos de Asti cuando ya terminaba la vendimia, y entraron en Ukiah calados hasta los huesos por la primera lluvia del invierno.
—Saxon —dijo Billy—, recuerdas cómo se deslizaba el «Roamer» ¿no es cierto? Bueno, durante este verano hemos hecho algo semejante, porque marchamos como sobre ruedas. Ahora debemos encontrar algún lugar para pasar el invierno. Ukiah parece un villorrio bastarte aceptable. Para esta noche alquilaremos una habitación y nos secaremos las ropas. Mañana andaré por los establos para ver si encuentro algún trabajo, y así podremos alquilar alguna casilla y meditar todo el invierno hacia qué lugar nos encaminaremos el año que viene.